La chica lo miró sin entender. Chara pensó que el comediante sería más inteligente que su hermano, su rostro parecía más maduro, rasgos pronunciados y ojeras debajo de sus ojos azules que los hacía más profundos, interesantes. Dos gemas brillantes celestes, aunque opacadas por el cansancio, ocultaban tormentosos maremotos en ellos.
Y ni que hablar de su piel nívea. Pálida como un cadaver, translúcida, tenía incluso la misma energía, tranquila y sombría de la muerte. La mujer pensó que si el chico estuviese a contra luz, sus huesos se verían.
Sonrió. ¿Huesos? Mas él solo era uno, un hueso triste y solitario. Era gracioso recordar el mismo sentimiento de angustia que le reflectaba esa persona como aquel melancólico poema japonés que alguna que otra vez leyó.
Versos un extraño poemario, escondido entre papeles viejos, amarillos como dientes caídos, en un desván. Partículas de polvo en suspensión, platas y azabaches, que decoraban el ambiente creaban una atmósfera de fantasía, iluminado por una pequeña ventana cuadrada, engullido por oscuras tinieblas. Una escena digna de recordar, que antes de causarle repugnancia, le tenía cariño, era una más de las múltiples aventuras que decidió junto a su hermano tener.
Sin embargo , el enojo la ahogó al instante.
Los increíbles recuerdos de la infancia que una vez guardaba con recelo, dulce infancia agradable, ahora se sentía como una puñalada por la espalda. La sangre se mezclaba con flores, revolviéndole el estómago. Aquellas si que eran venenosas, flores doradas que consumían su vitalidad, pétalo a pétalo.
-¿Eh? Para nada.
Sans respondió de una manera tranquila, sin gesticular apenas.
A ambos le pareció divertido la manera en la cual el otro se comportaba. Y eso les molestaba.
Quedaron en silencio, luchando contra los impulsos de comenzar una estupida apología. A Chara, por una parte, no le importaba. Podría hablar algo más alto de lo necesario para molestar a los vecinos. Ya que molestaba a uno, ¿por que no molestar a los demás?
Disfrutaba con eso. Ver sus rostros llenos de odio, ojos afilados y brillantes, perros rabiosos que poco les faltaba para sacar espuma por la boca.
Pero más se deleitaba de la soledad que la noche costera, viendo nada más que mar en el horizonte y quizás no le importaba la presencia de un "hueso estúpidamente blanco"*.
Por otro lado, Sans estaba entretenido, pero cansado hasta la médula. Solo verla, hacia querer seguir con los ojos abiertos para disfrutar de la pesadilla (sueño) que estaba viviendo.
Su cuerpo, en cambio, sufría. Quería descansar algunos segundos para reponerse de la agitación, despejarse de la adrenalina que volvía a sentir entre las arterias. Se quedaría tumbado en la mesa, con la dura madera aplastando sus mejillas, si con eso pudiera echar una cabezada.
No descubrieron que pensaba el otro. Había entre ellos una gruesa muralla de zarzas invisibles, espinosas como cuchillos que ambos decidieron levantar, que crecía regado con el desprecio que ambos profesaban y que ninguno deseaba parar.
Sans dejo su cabeza recostada sobre la mesa, con una diminuta sonrisa que le salía inconscientemente, dejaría que la chica hiciese el primer movimiento. Después de todo, cualquier opción lo dañaría.
Mas, en su interior, dentro, muy dentro de su alma, escondido en lugares remotos donde nunca se había dignado por remover, quería continuar su conversación. Era un agradable dolor de cabeza.
Contrariado vio como Chara se daba la vuelta sin mirar atrás. Bueno, no vio la sonrisa que se le formó la cara, ni siquiera como ella, tapaba sus labios, intentaba por todo los medios, que esta no saliese a la luz. Él solo sintió la pérdida de esos ojos rojos que reclamaban guerra, sangre derramada en el fuego del combate.
-Dulces pesadillas Comediante
-¿Eh...? Si te apareces tú, Genocida, seguro.
La chica echó un último vistazo hacia su espalda, momento que Sans aprovechó para guiñarle.
Quería decir un mordaz comentario, uno que la hiciese girar completamente. Mas, las palabras que siempre solían de su boca de una manera tan fácil, se atascaron en su garganta.
¿De que servía tener millones y millones de chistes guardados en su cabeza, para que, en la hora de la verdad, todo se volviese negro?
Quiso chistar de molestia pero se contuvo. No solía ser una persona que perdía la paciencia con rapidez, prefería tomárselo todo con calma, observar, ya actuaría cuando fuese necesario pero no aceleraría las situaciones.
Sans era, pues, la calma antes de la tormenta.
Sin embargo, allí estaba él, empapado en cólera contra sí mismo. Siendo todo gracias a un demonio de ojos rojos.
Al parecer, la muralla de zarzas que ambos decidieron alzar, crecían como las olas en tiempos de marea alta. Era extraño observar cómo las plantas de pocas horas de edad eran capaces de causar tanto daño.
Sans lo sintió en su alma, espinas afiladas que se clavaron intentando desgarrar cada pedazo de piel, y eso que solo intentó mantener una simple conversación. Miró hacia la casa contigua sin fijarse en nada. Él la percibía allí, como el mar, que por mucho que estuviera a su espalda, lo advertía como si los separasen milímetros.
Casi como si le costase separarse de la ventana, se levantó con pereza de la silla. Sans volvió a esparramarse entre las sábanas.
Tuvo la mala suerte que la cama estaba apuntando hacia la ventana. Tumbado allí, podía ver con claridad el cielo nocturno, las sombras que constituían la casa de su vecina mas, aquellos luceros rojos seguían sin aparecer.
Cerró los ojos. Su cuerpo se relajó aliviado, los músculos adormecidos comenzaron a tener espasmos, disfrutando del merecido descanso después de momentos de perpetuo movimiento.
Mas la vigilia parecía estar para no marchar.
Él solía caerse rápido en el ensueño. No recordaba las veces en exactitud que el resto de sus compañeros de trabajo y algunos de sus jefes, lo atrapó en medio de una cabezada. El trabajo era agotador, el sol o el ruido. Hasta había días que respirar cansaba. Por lo que rápidamente y sin darse cuenta, caía dormido en donde se encontrase: sillas de oficina, mesas a rebosar de hojas...; con frío o con calor. Siempre terminaba en una siesta.
Sonrió inconscientemente.
Era como un niño en la oscuridad, aterrado -metafóricamente hablando- buscaba, pues, una luz como compañía. Una luz roja y brillante, que estuviese a su lado. Si. Aquella lumbre era lo último que quería ver antes de acostarse y lo primero al levantarse.
Colocó sus manos detrás de su cabeza. Sentía el viento atravesar la habitación de un lado a otro, mover cortinas y papeles sueltos, enfriaba la piel tan gratamente que era reacio a taparse con la colcha. Mas la humedad del ambiente lo convenció.
Esperaría a las pesadillas.
Demonios, como lo deseaba.
No supo si en algún momento de la noche calló en un profundo sueño. Tenía los ojos secos, desiertos que por mucho que se restregara seguían áridos. Su cabello, contumaz por genética, era caótico, mechones por un lado y por el otro, su flequillo estaba y no estaba dependiendo de qué parte de la cara trataba. Y su piel ardía, sentía mil pinchazos por todo su ser, para nada agradables; eran pequeños aguijones que escocían pero cuanto más rascaba, más picaban. Piernas, brazos, cuello y torso, no había ningún lugar en donde los mosquitos no hubieran hecho de su cuerpo un festín.
Realmente estaba cansado.
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*A bone - Nakahara Chuuya
