La chica dio media vuelta. No porque huyese del Comediante.
¡Para nada! Se dio media vuelta, como acto de rebeldía, si él imbécil inexpresivo seguiría así, tan inexpresivo... no era divertido.

Quiso chistar. Era insoportable ver esos como antiguos ojos brillantes se convertían en ojos vacíos, nublados. Era una furia que nacía en lo más profundo de su alma, una llama que la quemaba desde dentro hacia fuera, dejando nada más que tontas cenizas melancólicas de pasado perdido, de pasado irreemplazable.

Como le enojaba el recordar. Memorias de días que no volverán que desgarraba su mente a sus anchas, que desaparecía y reaparecía sin control, sin ninguna pizca de sentido. Era tan molesto como los granos de arena aferrados a la piel después de pasar una mañana completa en la playa.

Chara odiaba a ambos, a los recuerdos y a la arena.
Al Comediante ni se mencionaba, iba incluido desde el primer momento que se conocieron.

Sonrió con frialdad. Sus ojos volvieron espejos empañados de hielo. El odio había aumentado la presencia en su día a día. El odio y las flores amarillas, pero ella desconocía cual era lo peor.

Sans la miró alzando una ceja. Había sido realmente un cambio de comportamiento muy brusco. Hasta llegar al extremo de lo extraño, según él. No había visto como su expresión había caído en completa frialdad, pero que ella se hubiera dado media vuelta, después de que por fin conseguía mantener su atención sobre él, era un sentimiento bastante desagradable.

Estuvo tentado en meter sus manos en sus bolsillos, casi como si se hubiera quedado abatido después de ser rechazado. ¿Que rechazo? Ni Sans lo sabía, mas, era decepcionante el solo verla marchar hacia el interior de su jardín, sola, y con el porte idéntico tan orgulloso como con el que se reencontraron. Quería volverse a echar en la hamaca, pegar otra buena cabezada, en la sombra con suerte, sin embargo, ni se movió.

En esa posición, no le resultó nada complicado en ver el jardín completo de la Genocida. Tal como se lo imaginaba Sans, no había ninguna porción del jardín que estuviese seco; todas las plantas tenían un brillante color saludable.

Ella había parado cerca de su terraza. Con movimientos suaves, se agachaba cogiendo con sus manos desnudas trozos rotos de lo que parecía ser de un jarrón o alguna clase de vajilla hecha se cristal blanco. Las piezas estaban desperdigadas, aplastando las flores en forma de estrella que crecían abundantemente en el suelo.

-¿Algo interesante que estes mirando Comediante? No me sorprende que estés encantado con mi jardín, la verbena amarilla siempre cumple bien su función.

Chara giro su rostro en una media sonrisa ladina. Sans la observó sin inmutarse. Los dedos de ella comenzaron a acariciar, con toda la delicadeza que a sus palabras le faltaba, los pétalos de aquellas flores cercanas a ella.

A ninguno le sorprendió que en uno de sus movimientos, casi porque es lo típico que suele suceder en esas situaciones, o porque estaban más centrados en sostenerse la mirada que en estar atento de su alrededor; en una de sus caricias, un dedo de Chara tocaron una de las piezas de cristal roto, desgarrándose en una fina línea roja.

Chara suspiro al darse cuenta del tono escarlata que comenzaba a decorar el trozo. Ella no tenía suficiente ya por haber roto, otra vez, la maldita maceta. ¡Y eso que lo había terminado de darle la primera capa de blanco! Ahora tendría que volverlo a pegar... volverlo a pintar...
¡Todo desde cero!

Si esa vez no había querido, bueno, no le había dado tiempo de pensar como rompería una vez más la maceta, cuando ya la había tirado sin querer. En ese instante, Chara quería destrozarla aun más, hasta no dejarlo en granos más grandes que las cenizas. Realmente sería un placer convertir todo ese blanco, todo el morado que había tanto bajo la última capa de pintura como en todas las anteriores; en ceniza gris.

Ella ignoro la mirada del Comediante. Tenía que recoger esos trozos nuevamente por mucho que parte de su alma quería que se quedasen allí, que se quedasen allí para que las flores hicieran de ellos su conquista. Si. Sería como enterar todos los recuerdos que guardaba la maceta, no volver a verlos nunca más. Un olvido lleno de olor a tierra mojada y aroma a flores. Que muerte tan digna, perfecta para él.

Chara parpadeo desconcertada. Por mucho que quisiera dejarlo enterrado, todavía parte de ella decía que no. Odiosas memorias que no la dejaban atrás.

-¿Eh? Nunca pensé que serías alguien que fuera capaz de tirar los trastos, Genocida.

Sans sonrió. La vista de Chara había dejado de estar sobre los restos de la maceta para mirarle a él. Todavía no entendía que manía tenía la chica en ignorarlo por las abundantes flores en su jardín, para él no eran más que eso, flores amarillas. Descartado la idea de que fueran venenosas, no le causaba el más mínimo interés.

-De trasto a tiesto hay un paso.
Aunque bueno, no podía esperarme más de un saco de huesos.

La de ojos rojos continuó recogiendo los trozos de la maceta. Cada blanca pieza de la maceta que ella tocaba terminaba con la marcas de su dedo ensangrentado, un distintivo que destacaba tanto a la vista como sus propios ojos.

Sans seguía allí, quieto. Alternaba su mirada entre Chara, las flores amarillas y las hojas de las palmeras. Su mente se había vuelto de un profundo negro. Un completo vacío. Todos los pensamientos que solían aparecer y desaparecer, todos los días a todas las horas, que siempre estaban agotándole; se fueron. Ahora solo sentía. Quizás le cansaba lo mismo, incluso más, porque la Genocida era peor que sus jefes en un mal día, molesta como nadie, sin embargo; era relativamente más cómodo. Nunca admitiría que ella era fuese agradable, porque no era la verdad.

Mas, no se podría decir que estaban en un buen ambiente. No era un silencio apacible... como tampoco lo era incómodo. Ambos percibían con claridad al otro, metros separados que parecían milímetros.

-¿Eh? Genocida creo que ya no...

Sus palabras se cortaron por el ruidoso grito de llegada de Papyrus.

Sans lo miró con una pequeña sonrisa como respuesta a sus energéticos saludos. Él estaba entrando a la parcela con movimientos exagerados, movía las manos alegremente, bien altas. Se notaba que había venido con prisas, tenía el uniforme arrugado por moverse tanto en el camino hacia acá. No su moto como hubiera pensado, atrás suya, un pequeño coche rojo de no más de cuatro plazas estaba aparcando, el coche de Undyne.

El más bajo de los albinos contuvo un suspiro irritado. Todavía seguía algo cansado, y, para su mala suerte, tuvo que aceptar que Chara tenía la razón sobre el enrojecimiento de su piel; el escozor había vuelto a hacer presencia por todo su cuerpo. Undyne seguro que se burlaría de eso.

Echó un pequeño vistazo hacia su lado, Chara lo había vuelto a ignorar completamente.

Aunque no había terminado de recoger los trozos del suelo, ella miró hacia la dirección de Papyrus con una sonrisa maliciosa, sus ojos brillaban divertidos, impacientes por molestar a su presa.

Sans entrecerró sus ojos. No le iba a gustar lo que estaba maquinando.