Capítulo I: El Sueño

   Alguna gente cree que los sueños son premoniciones del futuro. Yo creo que son premoniciones del futuro, presente y pasado.

   Jaime. Crónicas de los Engendros de Baal

   "El Señor de los Asesinatos perecerá, pero en su muerte dará vida una progenie mortal, que sembrará el caos a su paso" Así lo predijo el sabio Alaundo. Esas eran las palabras con que empezaban sus pesadillas.

   Las pesadillas. Lo peor eran las pesadillas, que siempre volvían a torturarle.

   Jaime estaba en un mundo de muerte y destrucción. Estaba desnudo, pero llevaba sus armas. Estaba en el mismísimo Infierno. Estaba en su mundo.

   Empezó a caminar. Sabía el camino. Lo había recorrido infinidad de veces. Al fin y al cabo, era su hogar. Era el Infierno.

   Jaime llegó hasta el primer Infierno

   Atravesó un puente, que cruzaba un océano. Ese océano estaba formado por las lágrimas que todas aquellas esposas e hijos y maridos que habían llorado por la muerte inútil de sus familiares queridos. Dentro de esas aguas, estaban las víctimas. Llevaban varios kilos de armadura en el cuerpo, y no podían sacárselo, porque tenían la inmensa necesidad de subir a coger aire, para no ahogarse. Pero apenas habían logrado llegar a la superficie, cuando las fuerzas se les iban, y el peso de los kilos de armadura les llevaban otra vez al fondo.

   Jaime siguió caminando. A él no le importaba. Las lágrimas por los caídos eran inútiles.

   Jaime llegó hasta el segundo Infierno

   Llegó hasta un inmenso campo de batalla. Allí luchaban todos aquellos soldados muertos en las interminables inútiles guerras, batallas y choques armados que habían asolado el mundo. Luchaban en una lucha eterna, porque las guerras sólo terminarían cuando las el mundo entero decidiera de común acuerdo enterrar todas las armas, y nunca más recurrir a ellas.

   Los soldados luchaban sin descanso. Recibían una y otra vez los golpes de los enemigos, y sentían todo el dolor de las heridas. Pero cuando morían, eran transportados a otro campo de batalla, con todas las heridas curadas, aunque el dolor siguiera allí. Y entonces tenían que seguir luchando una y otra y una y otra vez.

   Jaime siguió caminando. A él no le importaba. Era inútil luchar. Lo único que importaba era la victoria, y para ello había que exterminar al enemigo.

   Jaime llegó hasta el tercer Infierno.

   Llegó a otro campo de batalla. Pero allí no había tropas luchando. Allí solo estaban los caídos en las innumerables guerras, siempre en estado terminal. No podían moverse, ni levantarse, y apenas hablar, con grandes dolores. Desgraciadamente, ninguno de ellos había recibido el golpe de gracia mortal, sino que habían quedado en el campo de batalla agonizando, sin que hubiera nadie que les ayudara. Así, quedaban tendidos, medio muertos, pero todavía con el cuerpo vivo, y sintiendo el dolor, rezando para que apareciera alguien a darles el golpe de Gracia. Pero esa ayuda nunca venía, y tenían que estar allí eternamente, rezando por un golpe que nunca llegaría.

   Jaime siguió caminando. A él no le importaba. Siempre hay que tener una cápsula de veneno para tu enemigo y para ti.

   Jaime llegó hasta el cuarto Infierno

   Llegó hasta una inmensa sala de torturas. La cruzó, mientras miraba sin mucho interés a los lados. Allí había seres vivos hasta donde alcanzaba la vista. Y todos ellos estaban siendo torturados por los anónimos verdugos que les habían torturado. Allí estaban todos los seres vivos que habían muerto en una sala de tortura por cualquier razón. Incluyendo todos aquellos seres vivos, que por un ideal, habían resistido la tortura, hasta que finalmente habían muerto, con la esperanza en la mano. Ahora, tanto unos como otros, sufrían los dolores eternamente.

   Jaime siguió caminando. A él no le importaba. Nadie debe ser tan estúpido como para ser hecho prisionero, y mucho menos morir por un ideal.

   Jaime llegó hasta el quinto Infierno

   Llegó hasta una pequeña representación del mundo. En ese mundo, estaban los espíritus de todas aquellas personas que habían muerto en tristes accidentes. Las desafortunadas víctimas, revivían una y otra vez el terrible momento, los diez o quince segundos antes de tener el accidente. Entonces sufrían los terribles dolores de la agonía, y los mucho peores dolores de la muerte. Y no tenían forma de escapar. Estaban condenados a repetir los errores una y otra vez.

   Jaime siguió caminando. A él no le importaba. Hay que ser cuidadoso para no morir de un accidente.

   Jaime llegó hasta el sexto Infierno

   Tirados por el suelo estaban todos aquellos que habían muerto por enfermedades o maldiciones. Todas las enfermedades se pasaban allí de un enfermo a otro, y todos los dolores se multiplicaban hasta al infinito, porque la lepra y la locura, entre otras miles enfermedades, llegaban por igual a todos los seres, sus dolores incrementados hasta el infinito.

   Jaime caminó sin mirar a los lados. Sólo podía sentir desprecio por aquellos seres que caían ante enemigos un millón de veces más pequeños.

   Jaime llegó hasta el séptimo Infierno.

   Caminaba por un campo de sangre, e intentaba no mirar a los lados, porque en los lados había terribles monstruos y calamidades sin nombre. Allí estaban las almas de las víctimas, de todas las víctimas caídas ante los asesinos. Aquellas víctimas inocentes, tenían un lugar especial en el mundo de los asesinos. Sufrían el dolor eterno, torturas sin nombre, agonías continuas, suplicios perennes.

   Jaime siguió caminando. A él no le importaba. Nadie debe ser tan estúpido como para ser asesinado.

   Jaime llegó hasta el octavo Infierno.

   Caminaba por un puente, y por debajo de él había un mar de lava. Había seres que se estaban quemando, estaban ardiendo, su carne se quemaba y de disolvía una y otra vez, sólo para volver a su posición original, pero sin que la muerte aliviara sus sufrimientos. Ese era un Infierno muy doloroso. Era el Infierno de los suicidas. Todos aquellos que se habían rendido ante la adversidad o el destino, y habían muerto por su propia mano y su propia decisión. Ahora sufrían el castigo por haber cometido un acto tan innatural.

   Jaime siguió caminando. No importaban las luchas internas, y tampoco importaban los sufrimientos que se padecieran. El suicidio era rendirse. Y la rendición era sólo de cobardes.

   Jaime llegó al noveno Infierno.

   Llegó hasta el paraíso para muchos, y el Infierno para otros. Allí estaban todos aquellos asesinos, parricidas, fratricidas, genocidas, verdugos, ejecutores, sicarios, seres diabólicos y todos aquellos que habían, en algún momento u otro, asesinado a algún ser inocente, y no habían pagado por sus crímenes. Como recompensa, tenían ahora la vida eterna, siempre al servicio de su señor, el Dios de los Asesinatos.

   Jaime siguió caminando. A él no le importaba. Sea cual sea el camino que elijas, tienes que asegurarte que no se moría, si no era según las condiciones elegidas.

   Jaime llegó a una inmensa sala, tan grande como diez mil salas de tortura. Empezó a atravesarla. Lo primero que llamaba la atención era lo súbitamente extraño que parecía. Un viento gélido recorría la vacía nada, gritando en los oídos que Jaime no era bienvenido. Había varias estructuras extrañas y elevadas, suspendidas en el vacío por un poder desconocido. Sin embargo, todos los sentidos inmortales de Jaime le decían que la poderosa esencia de su padre muerto estaba cerca. Ese lugar era, en efecto, el Salón del Trono de Baal.

   Sabía donde estaba. Estaba en su mundo. Y lo temía, porque su mundo era un mundo de maldad, destrucción y muerte. Y lo amaba, porque su mundo era un mundo de maldad, destrucción y muerte. Finalmente, llegó hasta el final del camino. Contempló lo que había al final Era un trono de huesos. Era el Trono de Sangre. Estaba formado por huesos humanos, de Dragón, y de muchas otras razas que no pudo y no quiso identificar.

   Sintió la inmensa tentación de sentarse allí. Sentarse en el trono de su legítimo padre, Baal, Señor del Asesinato. Sentarse en el trono de un Dios, de su padre, que le pertenecía, y desde allí conseguir la herencia que era suya por derecho de herencia y conquista.

   - ¡NO!

   De un grito, sacó su espada, y empezó a golpear con todas sus fuerzas al trono. El Trono de Sangre le estaba susurrando, le estaba invitando a sentarse allí, en su trono legítimo.

   Jaime lo golpeaba una y otra vez, intentando que el sonido de sus golpes le acallara. Pero el Trono tenía el poder y fuerza de los antiguos. Y ningún intento suyo bastaría para romperlo. Era el trono de un Dios, y sólo un Dios podría destruirlo. Su destino era sentarse en él.

   Entonces oyó un leve crujido a sus espaldas, y una voz lo saludó, con la palabra "Hermano".

   Jaime se giró. Allí estaba. Sarevok. Su hermano. El hermano que había intentado matarle, pero que había muerto ante Jaime. Aún tenía su inmenso casco y su enorme armadura puestos.

   Se contemplaron unos instantes.

   Sarevok lo saludó, y le comentó que ya sabía que algún día quedarían así, frente a frente, junto al trono de su padre. Habría una batalla entre ellos para decidir quien se sentaría en él.

   Jaime le contestó que era mentira. Él no estaba interesado en ser el Señor de los Asesinatos.

   Sarevok rió. Jaime sintió miedo. Pero no sintió miedo de su hermano. Sintió miedo de la risa. Esa risa, era la risa de alguien que ha escuchado a otra persona decir algo, y que sabía que es mentira.

   Ambos sacaron sus armas, y se acercaron cuidadosamente. Sarevok predijo que el ganador se sentaría en el trono, y el perdedor quedaría eternamente en el séptimo Infierno.

   Las espadas chocaron, y las fintas hicieron las primeras heridas.

   El choque fue sangriento, porque ambos eran hermanos, hijos del mismo Dios. Pero al final, Sarevok vio una apertura en la defensa del otro, y lanzó un ataque irreflexivamente.

   Jaime ya lo había previsto, y devolvió el golpe, contra su más lento enemigo. Empaló a su enemigo, traspasándole el lugar donde debería tener el corazón. El poderoso Sarevok, cayó al suelo, muerto.

   Jaime rió porque ahora el trono del Señor del Asesinato era suyo. La risa cesó, al darse cuenta de lo que estaba riendo. Tembloroso, contempló al cadáver que yacía a sus pies. Era Sarevok. Su hermano. Su hermano, que había intentado matarle, y había acabado con Gorion, el único padre que había conocido. Debería odiarle, pero no podía, porque era exactamente su imagen opuesta en el espejo. Y ni siquiera sabía lo que hacía falta para que las dos imágenes se igualasen.

   Se acercó al cadáver, y le sacó el casco. Pero la forma inmóvil que estaba en el suelo no era Sarevok. Era él mismo.

   El cadáver abrió los ojos, y se rió. Se rió.

   Jaime lanzó un grito de horror, mientras los No-muertos se levantaban de sus tumbas, para seguirle y obedecerle a él, a Jaime. El hijo de Baal. El hijo del Asesino...

   Se despertó. Había alguien sacudiéndole. Abrió los ojos. Imoen. Su querida amiga de juventud y hermana pequeña de adopción, estaba encima de él, intentando despertarle. Su cara el reflejo de la preocupación.

   Sus amigos Jaheira y Khalid también estaban allí. A lo lejos podía oír los ronquidos de Minsc. La insomne Dynaheir debía estar fuera dando un paseo. Forzó una sonrisa, murmurando que no se preocuparan. Estaba bien.

   No hacía falta que preguntaran si era una pesadilla, y tampoco tenían que preguntarle que pesadilla había tenido. Todos ellos ya lo sabían. Era la pesadilla. Llevaba repitiéndose demasiado tiempo. Con diferentes protagonistas al final, pero siempre el mismo escenario.

   Khalid le recomendó que se relajara, y que dejara de preocuparse de Sarevok. Mientras Jaheira se quejaba de que así era imposible dormir. Lo que debería hacer era ir a espiar algún campamento enemigo. Así los puros reflejos, le obligarían a estar alerta y a no hablar en sueños. Como líder del equipo debía tener en consideración las necesidades de sus compañeros.

   Imoen se rió y protestó que le estaban estresando. Como héroe de la Puerta de Baldur tenía el derecho a una pesadilla por noche.

   Jaime prometió en broma que si volvía a tener alguna pesadilla, les diría a todos los enemigos de su sueño que le dejaran en paz. Si no, alguno de sus compañeros le iba a rebanar el pescuezo por cargante.

   Cuando todos los demás, se hubieron acostado, Jaime se acercó a la ventana, y examinó el cielo estrellado. Sabía que era inútil el intentar volver a dormir. Después de las pesadillas siempre se desvelaba.

   Imoen había dicho algo importante. Era un héroe. La gente se quedaba admirada mirándole por la calle, los nobles y políticos de la ciudad se apresuraban a estrecharle la mano  como si su contacto fuera un talismán de la suerte, sus enemigos le mandaban regalos para ganarse su afecto, y la alta sociedad hacía continuas fiestas y homenajes en su honor...

   No lo aguantaba más. Estaba poniéndose enfermo en esa ciudad. Era como una jaula de oro, y los barrotes no le dejaban ni respirar.

   También una vez había pensado en un sitio como una jaula de oro. Un lugar seguro pero que no le dejaba respirar. Candelero. Su antiguo hogar.

   Allí se habían criado él e Imoen. Allí

   La última vez que habían estado allí, mientras descubría su auténtica naturaleza, ya no era la enorme biblioteca con mil sitios para esconderse para jugar al escondite, con monjes sabios, mayores y viejos y con vetustos tomos de más de diez mil años.

   Había cambiado. La biblioteca había perdido los mil sitios para esconderse. Los monjes habían decrecido, y ya no eran ni tan viejos, ni tan altos ni tan sabios. Se habían vuelto humanos a sus ojos. Y los tomos que contenían la sabiduría de diez mil años, se habían convertido en unos polvorientos libros, poco adecuados para nada de la vida real.

   Y ojalá sólo hubiera cambiado en eso. Durante horas, él y sus amigos habían estado jugando a un juego del gato y el ratón, intentando descifrar que monjes eran humanos y cuales habían sido suplantados por dopplegangers. Sus manos se habían manchado de sangre que parecía amiga, y cuerpos que parecían amigos habían caído frente a él, antes de haber recuperado su verdadera forma.

   Candelero. Él no lo echaba tanto de menos como Imoen. Pero seguía siendo el único sitio al que había podido llamar hogar, y ahora estaba tan lejos...

   Miró a lo lejos, entre las estrellas, y contempló a dos personas. Una de ellas era él. Tenía frío porque era invierno, y su padre Gorion le había puesto unos guantes. Estaba cansado. Y quería descansar. Gorion le había traído allí, y le había dicho que ese sería su nuevo hogar.

   No recordaba la entrada a Candelero. No era más que un niño huérfano humano de seis años cuando había entrado allí. Pero recordaba lo que había pasado después. Gorion, su padre adoptivo, el único padre que había conocido, había hablado con el Abad de la biblioteca/fortaleza para decirle que planeaba instalarse allí por algún tiempo. Gorion había gritado que tenía confianza en Jaime El Abad le había gritado que Jaime iba a suponer su muerte. Los gritos de ambos habían llegado hasta el niño. Pero eso al Jaime niño no le había preocupado, porque en esos momentos había estado curioseando en la Gran Sala, entre confuso, asustado y curioso.

   Por casualidad, se había fijado en unas pequeñas huellas de barro, casi invisibles, que llevaban hasta detrás de una cortina. Había descorrido la cortina, y se había encontrado con una niña que le preguntaba enfadada como le había descubierto. Cuando Jaime le hubo señalado las huellas, la niña había reído. Había dicho que se llamaba Imoen y le había preguntado si iba a estar allí mucho tiempo.

   Gorion, que se acababa de acercar, les había dicho que iban a vivir allí por bastante tiempo. Ese era su nuevo hogar.

   Una feliz Imoen había cogido de la mano a Jaime, para enseñarle los mejores sitios para jugar de toda la fortaleza.

   Imoen también era una huérfana. Había sido traída por Gorion a la ciudad casi al mismo tiempo que él. Pero se había encariñado con Winthrop, el posadero de la ciudad, quien tenía una debilidad por la animosa niña.

   Había tenido una infancia feliz. Siempre estaba jugando con Imoen. Parecía ser su alma gemela, aunque no conocía más sobre su pasado de lo que sabía del suyo. Su personalidad era exactamente la opuesta a la de Jaime. Mientras Jaime era un chico silencioso, educado y sobre todo serio, Imoen era alegre, feliz, energética y le encantaba "tomar prestadas" las cosas a la gente, sin que ellos se dieran cuenta. Aunque muchas veces las devolvía sin que nadie se enterara.

   Por otra parte, Imoen desde muy pequeña había demostrado tener una impresionante memoria y una extraordinaria capacidad de análisis en su mente. Jaime era un chico aplicado y despierto, justo lo contrario que Imoen. Pero Imoen sólo necesitaba contemplar algo una sola vez para almacenarla en su memoria, sin posibilidad de que se olvidara. Aunque eran de la misma edad, Jaime siempre consideraba a Imoen su "hermana pequeña". Imoen aceptaba su rol de hermana pequeña.

   Siempre estaban juntos. Y ella siempre estaba riendo y su ágil mente siempre con nuevas ideas y cosas que hacer.

   Cuando ellos hablaban entre sí de los monjes, ambos coincidían, pese a su joven edad que estaba claro que no les hacía mucha gracia que hubiera niños en la fortaleza. Apenas admitían, y sólo porque no les quedaba más remedio, la existencia de niños en la pequeña ciudad que se había creado dentro de la fortaleza. El peor era el Abad Ulraunt. El viejo parecía rehuirles de una manera escandalosa. Podía ir caminando en un pasillo, y si les veía, daba media vuelta automáticamente.

   Sin embargo la presencia tanto de él como de Imoen, parecía ser una excepción. Algo que no entendían muchos de los monjes. La decisión había sido una orden directa del Abad, y ambos se habían preguntado la razón de ello.

   Candelero era una fortaleza. Los monjes que allí vivían eran muy celosos de su poder y de su influencia. Todas las personas que entraban, eran registradas, para que no llevaran demasiadas armas, ni hechizos de demasiado poder. Se apuntaba que personas salían, y que personas entraban.

   Para vivir allí, y también para consultar los pergaminos, hacía falta una autorización de las autoridades de Candelero. Gorion había consultado constantemente las bibliotecas, y había tenido carta blanca para continuar haciéndolo ininterrumpidamente. También había tenido permiso para vivir allí tanto tiempo como quisiera. Eso era muy poco común. Había tenido mucha influencia, pero los jóvenes hijos adoptivos de Gorion no habían acertado a saber por que.

   Habían aprendido pronto los mejores lugares para esconderse. Les había encantado jugar al escondite, aunque Imoen era mucho más sigilosa que él. A veces habían espiado a todas las personas que entraban en la ciudad. A cambio de unos caramelos o algún regalo, especialmente historias de otras tierras, se habían ofrecido a enseñarles la ciudad, y a darles consejos sobre donde comprar.

   Jaime no sabía nada de sus padres. Lo único que sabía, era que él era un humano, como Imoen, así que sin duda sus padres habían sido humanos.

   Muchas veces se habían preguntado acerca de Gorion. Era su padre adoptivo, y lo quería. Habría muerto por él. Sin embargo, nunca le había dicho nada ni acerca de él mismo, ni acerca de sus padres. Nunca le había explicado como había llegado hasta allí, o por qué había necesitado un hogar tan apartado. Tampoco había sabido nada de su padre. Ni siquiera había sabido con exactitud si Imoen era o no su auténtica hermana, aunque en la práctica lo era.

   Por vagas alusiones, y palabras sueltas que se habían escapado a su tutor, había hecho un dibujo poco claro de su madre. Una humana de Sylverimoon. Pero no tenía recuerdos ni de ella, ni de su verdadero padre. De su vida anterior sólo había tenido un misterioso medallón con un símbolo que no conocía. Una calavera sonriente rodeado de varias runas. Gorion había mostrado casi terror cada vez que lo veía, girando siempre la cabeza.

   Jaime e Imoen sabían que Gorion era un mago poderoso, porque en numerosas ocasiones recibía la visita de extraños personajes. Y aunque no había podido oír lo de lo que conversaban, habían podido sentir que eran magos poderosos.

   En una ocasión, Imoen había robado una daga y un pergamino de la bolsa de uno de sus visitantes. La daga, había sido una daga mágica, capaz de lanzar un rayo, capaz de despedazar la piedra. Nunca habían visto un arma tan poderosa.

   El pergamino, Jaime no había logrado leerlo pero Imoen sí. De acuerdo con los libros que apresuradamente habían consultado, era un pergamino del Lamento del Banshee. Era un hechizo temible, que solo los hechiceros versados en las artes más antiguas podrían usar.

   Entonces el mago se les había acercado. Les había mirado a los ojos y les había ordenado que le devolvieran lo que le habían robado. Así lo habían hecho. Pero no había sido por intimidación, o por miedo. Había sido porque el mago, sólo con mirarles, les había anulado su voluntad.

   Él e Imoen se habían preguntado durante mucho tiempo, quienes eran esos poderosos magos, que podían adivinar a donde iban sus objetos, y que tenían el poder suficiente como para hipnotizar.

   También se habían dicho, que dado que Gorion tenía esos amigos, eso quería decir que quizá él también tenía esos poderes. Los niños habían observado, escuchado, y callado.

   En una ocasión, había un trabajador, que había estado arreglando el techo de una torre. Se había caído al vacío por un resbalón estúpido, pero antes de llegar al suelo, Jaime había podido ver claramente como Gorion decía unas extrañas palabras de forma casi automática.

   Inmediatamente había aparecido una extraña neblina, que había detenido al pobre trabajador en su caída. Esa extraña neblina, había parecido tener vida propia. No había tardado en materializarse en un misterioso genio, que a su vez no había tardado en desaparecer.

   Jaime e Imoen habían estado consultando libros y libros hasta que habían encontrado que hechizo podía ser. Había tenido mucha similitud con el hechizo de Invocar Ifrit, un hechizo extremadamente difícil. Sólo los magos más poderosos podían lanzarlo.

   ¿Gorion...?