La vuelta a la Akane en ochenta Ranmas. Troixème partie.
El viaje de Bombay a Calcuta se realizaba sin contratiempos y sin buenas nuevas. Ranmond llevaba un día de ventaja en las previsiones pero el tren más lento que el europeo, se deslizaba por la railes con pesadez. Aquello se debía al intricado paisaje, los infinitos túneles y a que, para ahorrar costos, los constructores de las vías habían optado por acompañar a la naturaleza, aunque eso significara dar miles de rodeos, antes que invadirla con picos y palas que abrieran la tierra de par en par en favor de la rápida línea recta.
Ambos caballeros, el francés y el inglés, desayunaban en el vagón cafetería, acompañados de sus respectivas damas. Akanui, un tanto mareada por los acontecimientos y la poca pericia del conductor del tren al frenar, apoyaba su cabeza sobre una ventana con un pañuelo en la frente y otro sobre la boca. Este último por si la cena decidía salir de su estómago a saludar a su hermana matutina. Otro tanto debía sentir Aouda, más aún teniendo en cuenta que el protocolo le obligaba a compartir mesa con Mr. Fogg, quien no se privaba del más mínimo manjar del buffet libre. Aunque de este malestar solo se podía enterar el público por meras sospechas y de ninguna manera por la radiante actitud de la dama inglesa.
-Akanui, parece que ya vamos obteniendo cierta fama con nuestra aventura.
-¿Nuestra? –repuso de mala gana-. Yo solo soy un mero accesorio. La fama la quieres para ti solito.
Ranmond le miró de reojo. De sobra sabía que cuando le aquejaba algún dolor estomacal se ponía de muy mál genio. Le amaba, le quería como un hombre a una mujer, pero no por eso dejaba de ser también su amiguita de la infancia, la niña de la que conocía todos y cada uno de sus procesos internos, incluída la digestión.
-La apuesta me tiene sin cuidado. De hecho y en el fondo es una excusa. El principal objetivo de este viaje es que conozcas el mundo y a la gente que la habita y que al final de este, una vez visto todo con los ojos y en persona -que no es lo mismo que leído y soñado-, exclames a los cuatro vientos que no hay sitio como París ni hombre como Ranmond de Saotonnières.
-¡Engreido!
¡No me ha abofeteado! –pensó Ranmond-. Buena señal. Si mis palabras le dan la suficiente vergüenza como para rebatirlas con insultos pero no puede defenderse físicamente de mi acoso, dada su indisposición, es una oportunidad que no puedo dejar pasar.
Luego cogió el pañuelo de su frente, lo empapó con un poco de Eau de fountaine del desayuno y se lo pasó por el cuello, gesto refrescante que sin lugar a dudas le haría sentir mejor.
-Por supuesto que soy engreído –contestó una vez que notó que la temperatura corporal de su prometida descendía un poco-. Solo un petulante vanidoso se creería lo suficientemente bueno como para aspirar a casarse contigo y no morir en el intento.
-Por favor, Ranmond –dijo Akane tapándose la cara con el pañuelo para ocultar el tono bermellón de sus cachetes-. No me vengas con ironías. No estoy de humor para cachetearte ahora.
-Lo digo en serio.
Akanui plegó un extremo del pañuelo hasta conseguir que asomara el ojo izquierdo por el agujero formado y observó a su prometido. Afable, simpático, serio y galante. No mentía. La joven francesita sintió que le hervía la sangre. A lo mejor se trataba de su malestar actual. Quizá fuera causado por su malestar crónico: el secreto amor que profesaba por el tonto creído. Probablemente, si no hubiese habido tanta gente en aquel comedor, Akanui se hubiese aflojado un poco. A lo mejor, incluso hubiese respondido con algún doble sentido, dando a entender que aceptaba su propuesta sin llegar a darle el "sí, quiero" definitivo. De haber ocurrido, ambos jovencitos hubiesen saltado del tren en movimiento de la mano y hubiesen iniciado el viaje de regreso a pie sin importarles ya la apuesta, Phíleas Fogg o la dificultad de regresar solos y sin medio de transporte desde la India a Francia. Pero no pasó. Al corazón de Akanui todavía más verde que rojo, le faltaban unas cuantas semanas para terminar de madurar y caer de la rama de la niñez al suelo de las relaciones humanas.
-¿A qué te referías con que nos estamos haciendo famosos? Ya sabes lo que tardan en llegar las noticias de un extremo al otro del mundo. El periódico que lee Mister Fogg, por ejemplo, es el de Londres de hace dos semanas.
Ranmond sonrió. Cambiar de tema no era ni un "sí" ni un "no". Era un "ya degustarás la manzana cuando esté más sabrosa".
-He recibido un telegrama antes de subir al tren. Hemos salido en la portada de Le Petit Journal. Han descrito bastante bien la cantidad de cachetadas y el itinerario.
Akanui terminó de destaparse la cara y recogió el pañuelo en un bolsillito de su vestido.
-¿Cómo sabes que llevan bien la cuenta?
-Vamos a ver –se llevó un dedo a la sien y comenzó a murmurar en voz baja como haciendo cuentas-. Aunque vamos 541 cacheteadas, íbamos 380 en el momento de pasar por Luxemburgo. Que es lo que pone aquí. Cuenta perfecta.
-¿Las cuentas todas?
-Claro –dejó caer Ranmond la puerta de la cárcel de palabras con la que tenía pensado capturar su presa-, desde que nos conocimos me has abofeteado ya 6 millones 471 mil doscientos treinta y siete veces.
Niñería infantil podría parecer a muchos. Vanas mentiras o meras estadísticas, a otros. Diferente impresión causó en Akanui ya que un escalofrío recorrió todo su cuerpo y le obligó a taparse los hombros con la chaqueta de su prometido.
-¿Y estás orgulloso de semejante marca? –indagó imbuída de un nuevo vigor.
-Oui, mademoiselle.
¡Plafui! Esta nueva cacheteada, y a pesar del lamentable estado físico de su ejecutora, se materializó sobre su objetivo con la suavidad de una caricia.
-Idiota.
Dicha esta palabra y reafirmada con las acciones, Akanui se marchó a su camarote. El eco del `plafui´ se extendió por unos segundos más en la satisfecha mente del galo hasta que notó que ni más ni menos que Mr. Fogg había abandonado su mesa para hablar con él. Vestía impecablemente como siempre. Muy lejos de la imagen de aventurero que proyectaba el libro de Verne. Un ligero color morado sobre los pómulos delataba un secreto evidente: ya no cabía más comida en el estómago del tragón.
-¿Lo ve? –sostuvo el gentleman-. No importa lo que intente. No importa cuanto simule modificar su actitud hacia ella, la jovencita le odia.
Ranmond ni se molestó en cambiar de posición, recostado sobre su asiento con todo el peso del cuerpo sobre el hombro izquierdo y las piernas cruzadas una sobre otra.
-Puede ser. Sin embargo tendrá que explicarme, entonces, por qué se sonroja mientras huye de mi y por qué marca en un cuadernito la nueva cachetada. A mi me parece que le ha conmovido que llevara la cuenta como ella y que se tratara de la cifra exacta.
-Por dios y por última vez, Monsieur –estalló Phíleas Fogg-, que esto ya toca niveles de ridículo inconcebibles. ¡No es romántico ser cacheteado! Es su opuesto.
-Mister, me sorprende sus insinuaciones. Akanui y yo somos franceses y occidentales. ¿No pretenderá que me deje pegar con un mazo como ocurre en oriente?
Buena parte de la calva de Mr Fogg, aquella que ocultaba bajo una impecable galera, se tornó rosada primero, roja después y por último alcanzó los mismos tintes morados de sus pómulos. Las excentricas respuestas de su rival le indigestaban el alma, tanto como el desayuno lo hacía con el estómago.
-No sé por qué pierdo el tiempo con usted, debatiendo tonterías –murmuró para sus adentros.
-Porque le preocupa que su mujer no le ame totalmente –repuso con naturalidad Ranmond-. Que principalmente le quiera por el dinero.
El inglés, acostumbrado a jugar duro con las palabras, acusó el impacto.
-Por supuesto que me quiere por el dinero. Es mi principal virtud. Y también me quiere sin dinero. ¿No ha leido el libro de Verne? ¿El que cuenta la historia?
-Ah, sí. ¡Jules! –exclamó con rintintin Ranmond-. Un mercenario. ¿Cuánto le pagó por redactar la loa a la "perfección"? ¿Cinco? ¿Seis millones de libras esterlinas?
-Siete y media. Pero eso no viene al caso. En el libro lo pone bien clarito, ella aceptó casarse conmigo cuando parecía que había perdido la apuesta y estaba en la ruina.
-Allí mismo está el detalle. No es que no le amaría si de pronto perdiera todo su dinero. Pero le querría menos. De eso estoy seguro.
-Por supuesto. Las mujeres son así. ¿Acaso cree que Akanui será una excepción cuando pierda nuestra apuesta?
-No, no lo será. Porque la mayoría de las mujeres, -no las que frecuenta usted, las verdaderas-, se enamoran de los hombres a pesar del dinero. Digamos que las posesiones, más que aliadas y lubricantes del amor, se tratan de un obstáculo que deben saltar para entenderse. Eso sin contar que existen muchas, demasiadas, que son perfectamente capaces de obtener el dinero que necesitan por si mismas. No, lo único excepcional de Akanui es que sea una mujer real a pesar de ser una dama. Por eso le considero mi mayor tesoro.
-Bobadas –hizo un gesto despectivo Mr. Fogg-. Mujeres trabajadoras. Pffft. Estamos condenados a no entendernos.
-Eso parece –sonrió Ranmond que disfrutaba con locura aterrando el alma susceptible del gentleman con sus excentricidades y por tanto, insistió en el tema-. Como sé que usted es un Mister de palabra, le confesaré otra cosa, a sabiendas de que su boca será una tumba: mi Akanui…cuando se encuentra a solas y nadie le ve…lee.
-¡Horror!
-Y que realice aquella actividad, aunque en público la sermoneé, me encanta.
La respiración entrecortada de Fogg se suspendió por unos instantes, los que tardó en alcanzar la puerta de salida del vagón. Luego, y antes de dar un portazo, exclamó:
-¡Degenerado!
Mientras estas y otras diferencias en la forma de ver el mundo, la sociedad y el rol de la mujer en el mundo se manifestaban entre nuestros protagonistas, otro duelo de polos opuestos se llevaba a cabo en el pasillo de quinto vagón del tren. Akanui había llegado hasta allí a los tumbos y sin fuerza. El sexto camarote contando desde el fondo, era el suyo. Pronto plegaría los asientos, correría las cortinas y de ser posible se recostaría allí hasta el fin del viaje. Por muy maleducado y poco sensible que fuera Ranmond, no dejaba de ser un caballero. De seguro no le molestaría más. Sin embargo, a mitad de vagón, a la altura del décimo camarote se encontró con una escena poco habitual. Aouda se encontraba apoyada sobre un ventanal abierto, con los codos puestos sobre el borde, la cabeza levemente fuera del tren y la cabellera ondeando en libertad por la fuerza centífruga del viento. Parecía triste. Por lo menos eso pensó Akanui cuando notó que llevaba la vista extraviada en el horizonte y que aspiraba aire más fuertemente por la nariz de lo que lo expiraba luego por la boca.
-Fue por aquí donde comenzó todo para usted, ¿verdad? Aquí se paró el tren y aquí se vio obligado Mr. Fogg a contratar un elefante para completar el viaje. De no ser por ese pormenor no hubiese pasado por su aldea y no le hubiese salvado la vida.
Aouda repuso con cierto brío belicoso.
-Veo que es usted especialista en la vida de los demás.
-Solo de la gente cuya vida merece ser admirada –repuso Akanui con dulzura, ignorando el mal tono de su interlocutora-. Me he leído La Vuelta al mundo en 80 días siete veces.
Aouda dejó escapar un suspiro de entre sus labios. Muy fino y leve, casi a contracorriente de sus deseos y quizá por eso, despidiendo un leve silbido a su paso.
-Es curioso. Cuanto más me esfuerzo, yo que soy originalmente de clase baja, en seguir la etiqueta, más se esfuerza usted en salirse de ella. Somos incluso más opuestas que nuestras parejas. Déjame recordarte que la lectura es una tarea netamente masculina y dar cacheteadas…será común entre mujeres de baja extracción social, ¿pero en una dama? ¿Y encima en público?
Una pequeña lágrima se escapó de los ojos de Akanui.
-Sé a lo que se refiere. Y créame que intento contenerme. Pero el castigar la estupidez machista y alimentar mi alma con lecturas son dos llamas que arden en mi interior con demasiada intensidad. Imposible contenerlas.
Ambas mujeres cesaron de hablar por unos instantes, embobadas con el nuevo paisaje, tan rico en vegetación y tonalidades que parecía el sitio preciso en el que Dios bajaba a pintar cuadros en sus tiempos libres. Tal variedad de formas y colores, ordenadas de una forma tan armoniosa parecía algo sobrenatural. Quizá Mr Fogg y Monsieur de Saotonnières no fueran capaces de apreciarlo pero ellas eran mujeres. En algo después de todo conectaban.
Al rato Aouda simuló relajar el rostro de institutriz amargada por un instante.
-¿Le quieres?
-Sí –no se animó a mentirle a su "maestra en el arte de vivir"-, le quiero con todo mi corazón.
-¡Pues contente entonces! –exclamó triunfal-. ¿Por qué crees que te provoca a todas horas? Está claro que él también te ama…
-¿Us…usted cree? –tartamudeó Akanui.
-Por supuesto…pero comprende que no puede casarse con alguien así. Como prometida estás bien…como esposa…no vales. Una cachetada ahora es un juego de niños. Frente a un sultán machista en un viaje de negocios…puede significar la ruina. Aunque diga lo contrario, todo hombre desea una dama a su lado. ¿Qué digo: "una dama"? ¡La mejor dama! Por eso te prueba constantemente. En el momento que le demuestres que te puedes comportar como tal…te abrirá su corazón. Se unirá el caballero que te quiere como mujer y el hombre de mundo que te quiere como esposa.
El corazón de Akanui se partió en dos. Si tenía que elegir entre sus tonterías y Ranmond, desde luego le elegiría a él. Nunca se había planteado hasta el momento semejante dilema. Siempre había confiado en que su amor le aceptaba en el fondo con sus virtudes y defectos y que amaba tanto los primeros como los segundos. Y sin embargo…¿no era Aouda su modelo de heroína clásica a seguir? ¿No había vivido mil aventuras y se había casado en escena tan romántica con el hombre de sus sueños? ¿No estaba claro que si alguien sabía lo que había de hacerse para lograr la felicidad, esa era Aouda y no ella? Y por último, ¿no estaba bastante claro a la luz de aquellas palabras que comportándose así jamás dejaría de ser una niña, una mera "prometida"?
-¿Entonces no más lecturas?
-No más lecturas.
-¿Y no más cachetadas?
-No más nada. A partir de ahora eres una actriz que se actúa a si misma. Prohibido salirse del libreto.
El alma infantil de Akanui sonrió: eso de "actuarse a si misma" sonaba a un juego divertido. La intuición de adulto, aquella que le soplaba al oído sus verdaderas intenciones, -es decir, que saboteaba el viaje de Ranmond a propósito-, no susurraba lo suficientemente alto como para acallar a la niña emocionada por recibir consejos femeninos directamente de la boca de su heroína.
Mientras tanto, todavía en el vagón comedor, Ranmond se reunía con Jhon Latch, su sirviente que recién se levantaba.
-¿Qué tal, mi fiel amigo? ¿Has dormido bien?
-Yes, Monsieur. A propósito, siento informarle que cuando lleguemos a Calcuta tengo pensando renunciar.
El rostro del muchacho tan serio y sincero contrastaba con la afable mirada de Ranmond. Jhon Latch pensó que, o su amo no había entendido bien sus palabras, o no le importaban en absoluto, pensamiento que le desubicó un poco. Más aún cuando le escuchó proferir semejante respuesta.
-¡Por esto mismo le contraté, mi amigo! –exclamaba el galo dándole un fuerte abrazo-. Porque es el único inglés sobre la faz de la tierra directo y claro, sin dobleces. Cualquier otro hubiese esperado a completar la aventura para hacerlo, o se hubiese largado sin avisar.
Jhon Latch se libró de la toma –casi de judo-, no sin cierto esfuerzo y le respondió:
-Lo siento, monsieur. Mi decisión es irrevocable. Me deja demasiado tiempo a solas y se lo agradezco. Demuestra una gran confianza teniendo en cuenta que su rival es de mi misma nacionalidad y que le sería muy fácil realizar una propuesta deshonesta con unas frases de doble sentido…por eso antes de que…
-¡Confío en ti! –le interrumpió Ranmond-. Sé que Fogg intenta sabotearme con la excusa de vigilar mi viaje, y sé también que no lo logrará nunca comprando tus servicios. Así pues, no tengo por qué vigilarte.
-Como ya le dije, le agradezco la confianza…pero el mundo no está poblado por Ranmonds de Saotonnières. Aunque le rechace, si más adelante meto la pata sin mala voluntad, todo el mundo creerá que lo hice adrede. Es demasiada presión. Antes que pasar a la historia como un Judas de alguien a quien respeto, prefiero abandonar a mitad de camino. Los dos sabemos que no soy imprescindible. Con Mademoiselle Akanui tiene toda la ayuda que pueda necesitar. En todo caso, como último servicio de mi parte, le recuerdo que estamos por llegar a Calcuta.
-¿Y?
-Es hora de su cachetada. Hace unos instantes nos sellaron el pasaporte. Cuando lleguemos a Calcuta tocará otra vez al bajar del tren. Este país es excesivamente pequeño. De seguro está marcado con una cruz roja en la agenda de Mr. Fogg desde que salimos.
-Akanui se encuentra descansando ahora. Ya me la dará más tarde.
Jhon Latch arqueó el torso y giró la cabeza en todas direcciones.
-No se fie, Monsieur, no se fie. Seré directo y claro como usted dice que soy: Mr. Fogg me ha sugerido dándome sendas palmadas en el hombro que vigile bien el equipaje y no lo pierda. Ha insistido hasta en cinco ocasiones en que según su ojo de halcón británico llevábamos materiales por valor de cinco millones de libras. Monsieur, no me chupo el dedo. Lo que llevamos vale bastante menos. Ese es el precio, por tanto, que pagaría si yo cometiera el accidente de forma no accidental. Ya me conoce, monsieur, a mi me dan igual las diferencias de status y las nacionalidades, me disponía a darle un puñetazo en toda la cara cuando reingresó Aouda en el vagón comedor y nos interrumpió. ¿Sabe lo que le dijo?
-No.
-Que no pierda ni tiempo ni dinero conmigo, que la apuesta ya estaba ganada. Como dije, no me chupo el dedo. Si no hace falta cargarse al criado es porque algo le han hecho a Mademoiselle Akanui. No se fie. Mejor una cachetada ahora que hay tiempo, que un rechazo sobre la hora.
Ranmond elevó la vista. Una risa británica, seca, demasiado apta para el póker y la manipulación observaba la escena de forma impasible desde el fondo del comedor. A su lado, otra risa, más femenina y expresiva, una que daba cuenta de la satisfacción por la maldad bien cometida, acompañaba a la de Mr. Fogg, era la de su esposa.
Efectivamente –pensó Ranmond- me la han jugado.
Luego marchó decidido hasta su camarote. Allí le esperaba una nueva Akanui. Se encontraba radiante con su vestido turquesa, aquel que Ranmond le regaló al cumplir dieciséis y que nunca antes había vestido por considerarlo demasiado recargado de femineidad con sus infinitos lacitos, moños y demás adornos molestos. Imposible caminar con él sin caerse. Ranmond se frotó los ojos. Al principio le había parecido que alucinaba pero no, Akanui realmente lo llevaba puesto. No solo eso. También se había tomado la molestia de pedir dos tazas de té verde al servicio del tren y las había colocado sobre una bandejita de plata que, luego se supo, le había prestado la mismísima Aouda.
-Adelante, monsieur. Sé que se trata de una costumbre muy británica para usted, pero me gustaría degustar un té en su compañía, si no le molesta, claro está.
-¿"Degustar"? ¿"Usted"? No me molesta que leas y acepto la palabra rara pero, por favor, por muy amplio vocabulario que tengas, no me hables de usted como una dama. Lo detesto. ¡Y más viniendo de ti!
Dichas estas palabras, el galo bien parecido cerró los ojos. El "plafui" era inminente.
-Hablar como una dama no es un requisito obligado sino una decisión tomada. Creo que disfrutaremos mejor el admirable paisaje si nos serenamos y compartimos algo juntos. Puedo ordenar a la servidumbre un croissant si le parece más francés –se asomó muy cerca de la ventana y se quedó contemplando la exuberante vegetación por unos instantes-. Por favor, tome asiento. Veámoslo entre los dos.
-Pero… -se sonrojó Ranmond intentado olvidar lo mucho que le rechinaba la palabra "servidumbre".
-¿No era eso lo que deseaba de mí? –le acarició una mano con la suya-. ¿Que viera mundo y comparara? ¿Por qué no compartir la contemplación juntos?
De pronto el aventurero francés se incorporó tan alto como era.
-Por supuesto que quiero compartir esto con Akanui. Pero tú no eres ella. Esta falsa dama es muy guapa pero menos que la mujer que amo. Por favor, no me la ocultes con ilusorias posturas.
Entonces fue Akanui la que se sonrojó.
-Una tonta agresiva y poco reflexiva más guapa que una dama. Tonterías, Monsieur. Le habrá sentado mal el deayuno.
-Esa tonta quiero yo –insistió Ranmond-. La que me cachetea sin razón aparente. La que hace vibrar todo su cuerpo cuando se enfada con un ritmo hermoso y se enoja casi a diario. Por favor, fea y colérica Akanui de mi corazón, pégame.
-Ya no soy así. He madurado.
-Sí madurar consiste en perder tu esencia y prostituir tu carácter violento a cambio de un nuevo status más acorde a tu condición, reniego de ese tipo de madurez. No quiero una dama. Quiero una Akanui. Aunque sea infantil e irritable.
Por única respuesta Akanui se puso de puntas de pie y apoyó sus labios contra los suyos. Presionó un poco hasta notar que su prometido apenas si respiraba de lo duro que se le había quedado el rostro, la cabeza y el cuerpo.
-Claro que quieres una dama –le repuso al separarse de él-. Vete acostumbrando.
Desde fuera se escuchó el inconfundible sonido de unos nudillos golpeando a la puerta. Se trataba de Jhon Latch.
-Monsieur, monsieur. Apúrese. Ya se ve Calcuta a lo lejos. En unos minutos perderá la apuesta.
Unos cuantos vagones más lejos, la pareja más famosa de Inglaterra festejaba su éxito brindando con champagne francés.
-¿Irónico, verdad? Festejar su derrota con un brebaje de procedencia gala.
-Se lo tiene merecido, mi amor –repuso Aouda-. Desde que dimos la vuelta al mundo, se hizo tan famosa la aventura que todos los sitios que nos retrasaron en el pasado han solucionado sus inconvenientes. Ya no hace falta hacer un trayecto en elefante y perder cinco días para llegar a Calcuta ni existen jefes de policias obsesivos en Bombay. Tampoco se toparán con los demás contratiempos que nos retrasaron. Si les dejamos hacer, aprovecharán nuestra fama para completar la vuelta en sesenta días. Sería una humillación inaceptable.
-Aún así, querida. Ayudar a la niña a conquistarlo. Ha sido un plan diabólico. ¿Quién podrá dudar de tu buena voluntad? ¿Cómo reprochártelo? A veces pareces más británica que yo mismo. A propósito, Passepartout me lo ha confesado hace ya mucho. Has sido tú la que le hiciste ver que dando la vuelta al mundo en la dirección en que la dimos, habíamos ganado un día y por tanto la apuesta seguía en pie. Aceptaste mi proposición de casamiento, sabiendo que era rico.
Aouda sonrió.
-Me has pillado. ¿Te molesta?
El gentleman se acercó hasta su mujer y le dio un beso en la frente.
-Al contrario, my dear Aouda. Me encanta. Me he casado con la mujer que más vale sobre la faz de la Tierra.
Aquella escena británicamente romántica puesto que pese a su intrinseco patetismo, se trataba de un desnudar las almas en pareja, se vio interrumpida por los chirridos que provocaban los frenos actuando a su máxima potencia. La bocina de alarma, a si mismo, retumbaba por todo el ciempiés metálico.
-Será mejor que vayas a mirar, querido. Solo conozco a alguien tan idiota como para activar la señal de alarma a escasos metros de la estación.
Mr. Fogg apoyó la oreja contra la puerta de su camarote. Un vendaval desatado, Monsieur de Saotonnière poseido por una furia descomunal, se podía sentir desde todos los rincones del tren. Con tanta claridad -dados el volumen de los gritos- que pronto Mr. Fogg juzgó que ya no era necesario pegar los oídos a ninguna pared para oirle.
-¡Pues antes que acostumbrarme a semejante fantoche, prefiero volverme a París! Damiselas descerebradas las hay a raudales. ¡Akanuis había una sola y me la han estropeado! ¡Ahora tendré que llevarla al taller de marimachos para que le recambien la pieza rota antes de que se le dé por cocinar bien!
Ninguna de estas afirmaciones venía acompañada del valiente sonido de un "plafui" –solo Akanui tenía el valor de enfrentar a alguien así-. Y por tanto, puesto que el "plafui", aquella vaina que contenía su filosa furia, había desparecido, el sable de Ranmond –el verdadero- ondeaba en alto causando destrozos por todas partes.
Mr Fogg se asomó abriendo la puerta de su camarote un palmo. Ranmond se encontraba a escasos metros pnchando con su espada la alfombra del pasillo. A su lado una impasible Akanui susurraba palabras cálidas: "sosiéguece, caballero" "aplaque su ira, Monsieur". La mirada fulminante de odio de Ranmond se clavaba en la de la muchachita sin que esta pestañeara. Pese a todo, a pesar de actuarse a si misma, seguía siendo en esencia la misma valiente muchacha de la que se había enamorado Ranmond. Una dama de verdad, aunque la etiqueta indicara quedarse junto a su caballero, se hubiese ocultado bajo unas sillas a las primeras de cambio.
-¡Akanui, devolvedme a mi Akanui! ¡Esta cáscara vacía no me gusta!
A medida que una gota de sudor resbalaba por la cara de Mr. Fogg, Aouda se felicitaba a sí misma, oculta tras sus espaldas: "¡Soy increíble! El muy descerebrado no para de insultarle y la ingenua no le abofetea".
Unos veinte minutos después los espadazos furiosos de Ranmond le llevaron nuevamente hasta la cafetería. Solo Jhon Latch en un acto de arrojo sorprendente había logrado refrenar un poco su ira y le había convencido de que le dejara la espada con el pretexto de limpiarla.
-Mademoiselle –le espetó a una camarera mientras le apuntaba con su otra espada, la invisible-, dígale al maquinista que dé vuelta el tren. Volvemos a París.
-Me temo, señor, que eso es imposible. Puede optar por un trasbordo en la estación. Estamos a unos meros metros.
-No, yo de aquí no me bajo.
-Sea razonable –insistió la camarera que por su oficio estaba acostumbrada a lidiar con borrachos y otros granujas-: el tren está anclado en las vías, ¿cómo pretende que le demos media vuelta? Mejor se baja aquí y se toma un buen baño en su hotel. Mañana será otro día.
Ranmond usualmente solía ser cortés y generoso con las damas, más aún si esta se encontraba haciendo su trabajo. En aquella ocasión, sin embargo, se encontraba fuera de sí. Desprovisto de su iracunda Akanui, todas las mujeres le parecían un ejemplar más de la falsedad social.
-¿Qué sabrás tú de lo que me espera a mi mañana, pechoplano?
¡Splot! Le sacudió una buena cachetada la camarera de delantera diminuta y mucho carácter.
-¡Bravo, Monsieur! –exclamó a continuación Jhon Latch-. Aunque no suena igual que las de mademoiselle Akanui, ha conseguido que le abofeteen. La apuesta sigue en pie.
Ranmond se sacudió un poco el polvo y los restos de muebles del tren que le habían ido cayendo durante su pataleta y respiró hondo. Desde luego, ese no era su plan. Después, recordó que Akanui, la dama falsa pero Akanui al fin y al cabo, había observado la escena entera. Largos chorros de agua resbalaban desde sus ojos hasta los hombros y empapaban poco a poco el famoso vestido turquesa.
-¿Cómo ha podido, Monsieur, por ganar una simple apuestita, tirar al suelo el corazón que puse a su cargo y pisotearlo así?
Fin de la troixème partie.
Historia bonus
Caloi en su tinta y los Lemmings.
Los Lemmings son unos hombrecitos azules de pelo verde que protagonizan un videojuego muy famoso. Como única característica tienen la manía de caminar sin pausa y sin prisa hacía todo tipo de trampas mortales. Son incapaces de detenerse, esquivarlas o salirse de su ruta prefijada en línea recta. Aquí mismo es donde entra la pericia del jugador que dispone de algunas herramientas para ayudar a estos seres fabulosamente tercos a evitar los peligros y llegar a salvo a su casa. Como casi toda la gente de mi edad me habré pasado horas y horas jugando a este juego, salvándoles de su estupidez y odiándoles por su escaso sentido común. Solía ocurrir a menudo, por ejemplo, que uno caminara en un extremo de la pantalla hacia un precipicio y otro, en el extremo opuesto hacia unas cuchillas en el suelo. Y por supuesto, como en todo juego, los recursos eran escasos. Había que romperse la cabeza para elegir la secuencia de salvataje correcta y luego había que tener uno la pericia de ponerla en práctica con velocidad y precisión.
Por otra parte -porque esta historia tiene dos partes interrelacionadas-, estaba Caloi. El autor de la tira cómica "Clemente", una especie de pato sin alas ni manos al que le volvía loco las aceitunas y solía hacer comentarios irónicos sobre la vida y el mundo. Siendo sinceros, no era muy fanático del cómic aunque solía salir una tira diaria en la última hoja del Clarín, el diario que leían mis padres en casa. Y sin embargo, idolatraba a Caloi; no, como ya dije por su personaje más famoso, sino por su programa de televisión: Caloi en su tinta. Allí actuaba de presentador de cortos de animación de todo el mundo, la mayoría pensados para público adulto y presentarse en festivales internacionales. Se trataba siempre de dibujos o animaciones exquisitas hechas en general por excelentes artistas europeos y casi desconocidos, de Polonia, República Checa, etc.
En uno de estos cortos –y he aquí la conexión-, el protagonista era una especie de Lemming. Creo que no se trataba de un bicho azul y verde pero sufría del mismo trastorno de conducta. Chocaba una y otra vez contra un poste que le cortaba el paso. Viéndose incapaz de rodearlo, dar un paso al costado o simplemente dar media vuelta y retirarse, el protagonista porfiaba una y otra vez por atravesarlo. Imposible de trepar, chocaba contra él y caía incontable cantidad de veces. En algunas ocasiones tomaba más carrerrilla, en otras menos pero siempre ocurría lo mismo. Ya cuando el espectador empezaba a impacientarse –recuerdo haber gritado un par de veces: "¡Gira, por el amor de Dios, gira!" durante los casi tres minutos que duraba la escena-, empezaron a aparecer otros Lemmings en pantalla que caminaban en su misma dirección pero por otros caminos. Unos centímetros a su derecha o a su izquierda. Todos y cada uno de ellos, sorteaban con facilidad el poste, le dedicaban una risotada irónica por su incapacidad y se marchaban fueran de pantalla. Aquello ponía de los nervios a nuestro protagonista que ante las burlas, porfiaba con inusual fuerza y rabia por derribar el poste. Este impasible, ni se abollaba. Era en aquel momento que los espectadores más avispados notábamos que los problemas de la criatura radicaban en dos aspectos diferentes: 1) ser un Lemming incapaz de cambiar de camino y 2) avanzar por el camino equivocado.
Unos minutos después, el primerísimo primer plano de la cámara hizo un zoom out y nos dejó ver el resto del paisaje. Justo detrás del poste, había un enorme precipicio por el que caían todos los Lemmings burlones menos nuestro afortunado protagonista. El objeto de su burla, el palo, era el que le había salvado. Su incapacidad de rendirse y cambiar de camino, a si mismo, también se convertía en una característica salvadora.
Muchas veces recuerdo esta metáfora visual en mi vida diaría. Todos somos Lemmings en algún aspecto de nuestra vida. Es parte de nuestra naturaleza ser incapaces de cambiar el rumbo. Suele ocurrirnos entonces que otro Lemming sin darse cuenta de su propia esencia de Lemming se burle de "nuestros fracasos". Y por supuesto, hay quien cae al precipicio todavía burlándose de quien choca contra el poste. ¡Quered por tanto a vuestros postes aunque en ocasiones os hagan sufrir! Quizá os estén deteniendo, quizá os estén salvando la vida. En todo caso, no somos ni nosotros ni los demás Lemmings quienes juzgaremos eso.
Por poner un ejemplo sencillo, supongo que Ibuki es uno de mis postes, personaje, nombre o palabra con el que choco cada tanto y no me logro desprender del todo. Quizá más adelante haya otro personaje esperando que le descubra. Quizá Ibuki no me abandona del todo con su fría esencia de metal pues no he atinado todavía a narrar su historia perfecta.
Por poner otro más acorde con el sitio en el que estamos: ¡con lo fácil que hubiese sido para Ranma casarse con cualquier otra! Pero no, él ha chocado, sigue chocando y seguirá haciéndolo por siempre con el mazo de Akane. Mientras los demás se contentan con un amor fácil y vacío (el abismo), él tropieza con su poste. Podrán burlarse de su estupidez pero él sabe que es más feliz así que con media felicidad pasajera. Y lo mismo puede decirse de Akane. En el fondo, la felicidad plena se da cuando el sentimiento de "postidad" hacia el otro es mutuo.
El objetivo en nuestras vidas, por tanto, no es avanzar indefinidamente hasta el final -allí no hay nada-. El verdadero fin es hallar nuestro poste, aquella persona, evento o ciudad que nos hace decir: "Aquí me quedo yo" o "con esta mujer/hombre me quedo yo".
En suma y para no alargar más la historia bonus, ¡qué suerte que tuve de haber tropezado hace tantos años ya con Minefine7!
Fin de la historia bonus.
Comentarios
Estimada Akyfin02. Claro que me gustó. Mucho. Aunque da vergüenza, ¿sabes? Recuerdo que me despertó Minefine7 a las seis de la mañana diciéndome: "Te han secuestrado". Y yo todavía dormido pensé: "pues sigo en mi cama". Fue un segundo de ensoñación ridícula en la que se mezcló en mi cabeza la realidad y la fantasía. Luego de un par de bostezos leí tu fic. Es lindo tener fans y desde luego es bonito que algunos crean que uno merece ser secuestrado. Desde luego a la que más gracia le hizo fue a Minefine7. Ayer me dijo: "baja a tirar la basura o te mando el tigre a que te devore". Espero con ansias tu actualización.
Estimada Massy13. ¡Qué bueno que te guste! Yo me lo estoy pasando muy bien escribiéndolo, más que de costumbre, pero tenía miedo de ahuyentar a los lectores más puritanos con un universo alterno. Si tu apreciación de la historia depende del desenlace, no habrá problemas: ya lo tengo escrito y es, modestia aparte, bastante romántico.
Estimado LuyyiAVG. No tengo ni idea de qué hice. A la gente que hace cosas no la secuestran. ¡SOY INOCENTE!
Tranquilo, mi telepatía con Minefine7 nunca falla…por lo menos en lo importante. Jamás se equivoca a la hora de adivinar lo que quería comer.
Estimada Ai. Mis disculpas por espaciar las publicaciones. Ayer fue el cumple de Gohan, o lo que es lo mismo, el NO-CUMPLEAÑOS de Bulmita. Obviamente estuvo insoportable: que por qué en su cumpleaños se hizo tal cosa mal según su punto de vista y en el de su hermano tal cosa bien, etc, etc, etc. Nuevamente, no hubo espacio para respirar, escribir o simplemente vivir.
Te adelanto que Akanui no se entera de la segunda apuesta. Aquí radica todo el núcleo del fic: ¿qué hará Ranmond cuando tenga que elegir entre ganar una u otra apuesta?
"No me quiero imaginar que puede hacer Aouda…espero no odiarla". No sé por qué pero me parece que ya la estás odiando…
La verdad es que estoy en problemas: me falta que lleguen a Hong Kong, luego a Yokohama. Después a San Francisco, Nueva York y París. ¡Cinco partes del itinerario! A este ritmo tendré que cancelar el especial 80 o integrarlo a la historia.
Te entiendo y te agradezco el esfuerzo. Aunque eso de "review cortito" solo se aplica viniendo de ti porque igual es el más largo de todos los que recibí para este capítulo.
Estimada Minefine7. Me di cuenta porque me avisaste sutilmente. ¿Te acordás cuando me choqué con el poste literal en Argentina? ¡Qué chichón que me hice! ¿Y Posner?
Estimado hikarus. Te debo un par de lecturas. Ando bastante ocupado como todos por estas fechas. Sí, ya apareció el alter ego de Ryoga en el pasado. Los demás también irán apareciendo, imagino que a partir del próximo que nos acercamos a China y Japón.
Estimada RosemaryAlejandra. ¡Exámenes! Me gustan los exámenes (lo siento, soy profesor). No te preocupes si no puedes leer seguido. Lo de recibir de golpe los comentarios atrasados de varios capítulos juntos que sueles hacer también me gusta mucho.
Estimada Ai (Cocinera por amor). ¿Cómo supe que era tú? La intuición masculina a veces funciona. Palabrejas "Aiescas" como "Konnichiwa" también ayudan.
Sí, en esa época me tomaba más tiempo para redactar. El resultado es mayor abundancia de diálogos de esos que te gustan pero también mayor cantidad de moralizaciones por parte de Yusuf y compañía. Y también más vueltas de tuerca como lo de oponer la consciencia, los recuerdos y la experiencia al amor en su estado puro.
Es bueno aclarar ahora que no comparto las teorías de Yusuf. Estas son necesarias para presentarle como un ogro incapaz de comprender los sentimientos humanos. Más que malo, Yusuf padece de una curiosidad crónica por algo tan complicado como el amor y se ve obligado a diseccionar infructuosamente los componentes del alma humana a fin de hallar la raíz de todo.
PS: Este fic cumple con el mandamiento número nueve.
