No leer.
Advertidos estáis. No se trata de una broma ni de un juego tonto de palabras. Simple y llanamente, de un consejo sobre el contenido de la siguiente historia, que si me permitís la licencia, contiene escenas demasiado tristes que rompen con todos y cada uno de los mandamientos expuestos en el primer capítulo de esta serie de one-shots.
1) Los personajes principales siempre serán Ranma y Akane.
2) Final feliz asegurado.
3) Final cerrado: siempre se resuelve la tensión amorosa.
4) La vuelta de tuerca extra: procuraré en la medida de lo posible sorprender al menos una vez por historia al lector con un cambio de rumbo no previsto.
5) Interrelación entre las historias: cada una será un mundo aparte pero algunos elementos útiles de unas se irán repetiendo en otras, como guiños al lector fiel.
6) Simpleza en la redacción. En algún momento, un personaje angustiado podrá extenderse más de lo recomendable en un monólogo interno pero de ninguna manera, justo antes de besar por fin a Akane se parará durante siete párrafos a describir la silla en la que está ella sentada, las cortinas, el mobiliario en general y el clima de Nepal.
7) Historias bonus y comentarios. Como método de integración y acercamiento entre autor y lectores, se agregará al final de cada capítulo, una pequeña historia personal sin relación directa con el mundo de Ranma y Akane y a continuación se responderán a los reviews que haya podido generar el capítulo anterior.
8) Variedad total de temas. Dudo mucho que exista un lector al que le gusten todas, todas mis historias. Habrá quien se decante más por lo trágico. Otros, por lo cómico o la acción. Yo me conformo pensando en que tampoco existirán muchos lectores a los que le desagraden absolutamente todas.
9) Respeto por los personajes secundarios. No abandonaré a un estorbo, rival o ayudante en la relación Akane-Ranma cuando deje de serme útil. Si la trama lo permite, intentaré cerrar también sus historias.
10) Alto nivel de actualización. nunca tendréis que esperar más de una semana sin aviso por el final o continuación de una historia.
Es, por llamarlo de alguna manera, la excepción que confirma la regla. Me explico: en todo Limbo existe un camino para llegar al Infierno. Una manzana prohibida, un capítulo maldito. Una historia que huyó de la censura. Efectivamente, no por incluirse en una colección extensa de historias con finales felices, iban nuestros personajes a librarse siempre del trágico desenlace con total seguridad. No siempre sale el sol –a veces hay eclipses-. ¿Qué magia le atribuiríamos a los arcoíris si estos decidieron salir siempre y sin falta luego de todas las tormentas? Supongo que será cosa del Ying y el Yang. Si aceptamos que, sin duda, los milagros existen, que las almas destinadas a encontrarse son capaces de superar infames obstáculos para juntarse…entonces, de la misma forma, existirán reversos como este que os estoy contando. Increíbles eventos que ni a historia llegan. Escenas propicias para el amor que se diluyen en la nada. Por daros un ejemplo, ¿cuántas almas gemelas creéis que han crecido en vuestro barrio, viviendo a escasas calles de distancia unas de otras sin cruzarse jamás? Muchas. ¿Habéis encontrado todos ya a vuestra media naranja? Pues no está tan lejos en el tiempo y en el espacio como pensáis. Solo que todavía no hubo magia. Por cada hechizo de amor y causalidades del destino felices, existen millones de "no historias" que simplemente no se dan por milímetros, matices semánticos o lo que sea. Parejas de tontos desconocidos que aguardan el autobús bajo una lluvia incesante y que de pronunciar palabra, descubrirían que no pueden vivir el uno sin el otro, hay, hubo y habrá millones. Solo un ínfimo porcentaje da el primer paso. Al resto, se les escapa el destino sin remedio. Por supuesto que nuestro querido protagonista usualmente, bendecido por el don del temprano compromiso con el amor de su vida, creía que todo era fácil. Que tenía derecho a elegir novia y esposa. Y que a lo sumo, se trataba de una cuestión de tiempo para que arreglara todo para bien con ella.
En el fondo ya lo sabéis: el amor no existe. Es una vil mentira como la lotería o Papá Noel. Eso mismo. El amor es como Papá Noel. ¿Existe de verdad? Entonces ¿por qué el nene rico que se portó mal durante todo el año recibe un regalo carísimo y el bueno y pobre, un juguete que se rompe a las dos horas de usarlo? ¿Por qué a la gente llena de virtudes que busca el amor verdadero le cuesta tanto trabajo hallarlo y por el camino se encuentra con gente mediocre felizmente casada? Las mieles del amor y los juguetes valiosos son para unos pocos privilegiados. Para el resto, a sufrir que es lo que toca.
En fin, al lector masoquista que todavía sigue leyendo, solo volver a advertirle que si en anteriores capítulos se ha roto con la primera regla: los personajes son Ranmond y Akanui, en lugar de Ranma y Akane, en este, irán cayendo uno a uno los demás mandamientos. Por tanto, yo, Nabiki Tendo, os desaconsejo totalmente la lectura del siguiente capítulo. Seguramente Ranmond perderá la apuesta, la tensión amorosa no se resolverá, no habrá una vuelta de tuerca salvadora cuando todo se ponga feo, ni reflotará de la nada una Ibuké para ayudarles, ni siquiera puedo asegurar a ciencia cierta que Aouda y Phileas Fogg reformen su conducta, iluminados por el maravilloso espectáculo de perder ante el amor verdadero…porque, como ya dije, no perderán. A continuación y solo para lectores amantes del sufrimiento, el especial 80.
Especial capítulo 80.
La vuelta a la Akane en ochenta Ranmas. Final
El viaje en carroza hasta el mejor Hotel de San Francisco se realizó en estricto silencio. El padre de Akanui no despegaba la vista, llena de cólera y rencor, de los ojos de Ranmond. Este último le sostenía la mirada. Demasiado valiente era para rehuirla aunque, eso sí, intentaba corresponderle con el gesto sereno. Una cosa era no temer a su futuro suegro y otra muy distinta, faltarle el respeto. Ocultas, bajo la larguísima falda de Akanui, las manos de ambos jovencítos se apretaban fuertemente entre sí. A saber si tendrían alguna oportunidad de volverse a ver en el futuro. Todo esto veía el señor de Tendui que no era tonto, mas no decía nada. Tan solo se limitaba a mantener aquella expresión asesina sobre el acompañanate de su hija. El silencio se mantuvo incluso al bajar del carruaje y hacer el check-in pertinente en el hotel. Solo cuando Akanui se quedó a solas con su madre en la habitación paterna, fue que la jovencita se animó a preguntar por primera vez:
-¿Por qué?
Kimikui de Tendui agitó las manos tres veces dando a entender la magnitud del horror que el tema le causaba y se tapó el rostro con un abanico.
-Por sostener relaciones prematrimoniales y encima en público. Que os han visto.
-Bueno, yo… -suspiró Akanui, enrojecida y dejó de hablar. La belleza de las ilustraciones del milenario abanico le recordaban un poco a Ranmond. Atractivo con sus imágenes de pescadores y atardeceres y noble también, puesto que con los materiales que le componían se podía haber forjado una corona o un báculo de gran valía. Y sin embargo, pese a ser atractivo y caro, su verdera grandeza radicaba en su utilidad. No existía en el mundo un abanico que diera aire como aquel, ni había hombre tan gallardo sobre la faz de la Tierra como Ranmond.
-¡No lo niegas! –explotó por fin Kimikui- ¿Entonces es verdad? ¡Qué barbaridad! Ya sé que es guapísimo y que sois jóvenes pero, ¿no os podías esperar a estar casados?
-Lo siento, mami. Solo ha sido un beso…bueno, dos.
Madame de Tendui cogió a Akanui con ambas manos, la colocó boca abajo sobre sus rodillas y comenzó a palmearle en el culo con todas sus fuerzas como cuando era pequeña y hacía alguna travesura. Plafui. Plafui. PLAFUI.
-Por mi podéis daros todos los besos que queráis –plafui- e incluso tener hijos –plafui-. Eso se arregla fácil. Una faja apretada durante el embarazo. Unos meses encerrada por "unas enfermedades raras" que contrajiste en tus exóticos viajes, casamiento y ya está –plafui-. Nadie distingue bien un bebé de seis meses de uno de uno de un año. Pero, ¿bofetadas? ¿En público? Eso sí que no. Así como yo estoy realizando este acto de amor maternal en privado, vosotros tenías que hacer lo propio en sitio y momento reservado –PLAFUI-. Aquello es la demostración más dulce de amor que se pueda dar en una pareja. Es algo privadísimo. ¿Y a vosotros no se os ocurre nada peor que pasearos por todo el mundo cacheteándoos en público y dándole una publicidad enorme? ¡Exhibicionistas! No te pedía gran cosa yo. Ya sabes que no soy exigente con la etiqueta. Si fueras como tu primo Wilbur que solo le dispara con su escopeta a los vecinos cada seis o siete meses cuando se emborracha demasiado…pues miraría para otro lado…¿pero esto? –PLAFUIIIIIIIIIIII- ¡ESTO es intolerable!
Akanui se levantó dolorida en cuerpo y alma. El trasero enrojecido especialmente por el último plafui maternal no dolía tanto como el proceso interno de autoinculpamiento. Se sentía como si le hubiesen sorprendido desnuda. Sospechaba por la reacción de los demás que había algo de incorrecto y sensual en aquella danza de seducción que practicaba con Ranmond pero jamás se le había ocurrido que hubiera nada de indecente en ella.
La madre, por fin vacía de enojo y enternecida, le secó las lágrimas que no cesaban de caer.
-No pasa nada, mi niña. A partir de mañana, a un convento y asunto solucionado.
En la habitación de al lado. La conversación entre Ranmond y el padre de Akanui también comenzaba a calentarse.
-¿Qué es mi hija para ti? ¿Un títere? ¿Un juguete que exhibes a diestra y siniestra para que haga su gracia lasciva? ¿Qué vendrá luego? ¿Te conseguirás a otra para recibir una "bofetada a trois"?
-Yo amo a su hija.
La cicatriz de Monsieur de Tendui se hizo más grande de improviso. Como si se tratara de una espada que poco a poco se iba desenvainando por la cólera.
-Tú te amas a ti solito, narcisista, y a la imagen de macho que adquieres utilizando su ingenuidad en público. Las reglas sociales están por algo. ¿Sabes lo que se dice de mi niña? Que nadie las da como ella. Peor aún, que nadie ha dado tantas como ella. En el club de póker todos se ríen a mis espaldas y cuchichean…creen que no les oigo pero lo hago perfectamente. "¿Cómo ha podido educarla tan mal?" o "La hija de François, la del burdel, por lo menos guarda recato y no aparece en los periódicos". Eso es lo que piensan de mi y de ella. Que es peor que una…cualquiera.
-Los tiempos cambian, monsieur –intentó interceder Jhon Latch.
-Le aseguro que cachetearse en público ya no es algo mal visto –agregó Ranmond-. Como tampoco lo será en el futuro que las mujeres lean, voten o que los esposos se amen realmente.
-¡Degenerado!-alzó el índice y señaló la puerta-. Fuera de mi vista.
El rostro enrojecido del forzudo padre de Akanui, destilaba odio, vergüenza y resentimiento. Una gota de sudor que surcaba su cara desde la frente hasta casi la barbilla le hizo recordar a Ranmond que su "ya-no-casi-suegro" sufría del corazón. Mejor dejarlo allí…además aquel adjetivo le molestaba. Olía mal. Muy mal.
-Ya me retiro pero, perdone la curiosidad. ¿Cómo os habéis enterado tan rápido? Las noticias tardan en llegar.
-Me lo han dicho por telegrama. Un lord inglés de finísima reputación.
Aquella misma noche, Jhon Latch y Ranmond compartieron cuarto, mientras Akanui y Madame y Monsieur de Tendui descansaban en la habitación de al lado. Bueno, solo descansaban los padres. Los gimoteos de Akanui se podían oir por todo el hotel. Especialmente Ranmond que en el fondo se encontraba a pocos centímetros de ella -pared contra pared-, sufría horrores aquel canto de sirena melancólica.
-No aguanto más, Jhon. Una lágrima más y tiraré abajo la puerta para enfrentarles.
-Cálmese, Monsieur. Use la cabeza. ¿Qué es una pared para alguien de su talento?
Ranmond se serenó por unos instantes al oir el correcto razonamiento de Jhon. En el fondo ¿no había sido siempre la arquitectura la gran aliada de los enamorados? Cada desperfecto y saliente de una fachada, podría parecer un detalle inocente para el caminante ocasional pero para el enamoradó siempre será un escalón más de la escalera virtual que le lleva a la habitación de su amada. En su caso, no hacía falta hacer tanto; bastaba con desenvainar la espada invisible y tirar abajo la pared sin hacer ruido. Si las cosas eran como calculaba Jhon, se encontrarían con Akanui llorando a solas en el recinto del fondo de la habitación doble.
Dos horas después caía silenciosamente la última piedra que les separaba. Akanui ya no lloraba de verdad, solo simulaba hacerlo para tapar los posibles ruidos que la acción de salvataje pudiera provocar. Ni bien el muchacho logró filtrarse a su habitación por el boquete que había creado en la pared que les separaba, Akanui pronunció la gran palabra que podía cambiarlo todo:
-Secuéstrame.
-Nosotros no hacemos eso –repuso Ranmond envainando nuevamente su segunda espada-. Es casi como si cayera un duodécimo mandamiento implícito.
-Querido, por favor, es la única salida –le cogió de la mano como cuando viajaban en la carroza-. Gana la apuesta. Solo así, cuando el mundo entero alabe tu hazaña, mi padre abrirá los ojos…además –se adueñó de su rostro la decepción, ese duendecillo que tiñe todo de gris- yo también me he enterado. No puedo permitir que Mister Fogg y la víbora de Aouda se salgan con la suya.
El tercer beso, el que se dieron a continuación, fue quizá el primero de verdad. Akanui por fin había salido de su capullo de niñez y se transformaba en una mujer de verdad con ojos de adulto. Las trampas de sus rivales ingleses, las aventuras en compañía de su amado. Las sucesivas confesiones y escenas románticas. Todo junto había cristalizado en su corazón y le convertían en alguien nuevo. Alguien con el don innato que llevaba oculto desde siempre; el de reconocer la valía de la gente de un solo vistazo. Y el hombre que estaba junto a ella valía mil veces más que Mr. Fogg.
Probablemente fue Ranmond el primero en actuar. O quizá fue Akanui –como ya dije, ya no era una niña-. Más bien fue algo espontáneo y de mutuo acuerdo.
La cortina del hotel, ricamente ornamentada se interponía entre ambos amantes, impelida por un súbito viento que provenía desde la habitación de Ranmond y adquiría mayor fuerza al superar el boquete creado por el galo. Se notaba que, pese a su antigüedad, el servicio del alojamiento exclusivo se esmeraba por mantenerla en excelente estado. Prueba de ello era la ausencia total de aquel tono amarillento que solían adquirir las telas centenarias. Por contrapartida, el tipo de hilado, barroco y profuso en dobleces, delataba el hilado típico de la centuria anterior.
Como dije, solo la cortina parecía ser obstáculo para el ansiado beso, así como la pequeña sillita que quiso el destino que reposara en el centro mismo de la habitación. Podría afirmarse sin temor a errar que se trataba del reverso mismo de la cortina. Como mucho tendría uno o dos años de antigüedad pero se encontraba ajada por ambos lados. Y cojeaba de un extremo, el delantero izquierdo. Asiento impropio de una habitación tan exquisitamente diseñada pero que sobrevivía precisamente porque ambos daños, las cicatrices en la madera y el pedazo de pata faltante, habían sido obra ni más ni menos que del presidente de Estados Unidos en aquel entonces, Ulises Grant, quien estalló en una vorágine de tristeza y destrucción cuando se entero de que su principal opositor al cargo, Greely, había muerto en pleno proceso electoral.
Por lo demás, bastaba con dar dos pasos para que Akanui y Ranmond se besaran. Solo una inoportuna intrusión del padre a último momento podría impedirlo. Extrañamente, pese a esta molesta posibilidad, los muchachos se tomaban su tiempo. No era ni timidez ni vergüenza. Más bien, la cadencia propia de una pareja que había aguardado demasiado.
Muy lejos de allí, en Nepal, Ryoger, el gran explorador, se maravillaba del curioso clima ártico de lo que consideraba la selva misionera. Katmandú, presentaba temperaturas bajo cero por las noches. Con diferente situación se hubiese encontrado, de visitarla de día y en mayo pues el calor sofocante de aquel momento podía hasta superar los cuarenta grados. Solo las incesantes lluvias de aquella época del año le hubiesen servido para resguardarse de la inclemencia de un clima hostil. En todo caso, puesto que creía que estaba en Misiones y rumbo a la Patagonia, Ryoger solo pensaba en otras cosas. Como que el frío se debía a que sin duda se aproximaba al famoso glaciar Perito Moreno. Y que le parecía extraño no haber avistado todavía las cataratás de Iguazú. También tuvo tiempo de preguntarse por la salud de nuestros protagonistas. Algo muy profundo en su corazón, le decía que su destino y el de ellos, de alguna manera misteriosa terminaría siendo el mismo. Y fue así que decidió que cuando llegara a París, dejaría de viajar (y así fue, también, como se instaló en Japón y pasó mucha hambre hasta que aprendió a hablar ese dialecto francés tan difícil que todos los habitantes llamaban "japonés").
En San Francisco, poco había cambiado la escena. El tercer beso, que quizá fuera el último, seguía pendiente.
¿Y luego qué? –pensaba Ranmond- ¿Me la llevo así sin más, arriesgándome a que a Monsieur de Tendui le de un infarto? ¿Me despido para siempre?
Todas las respuestas legaron a su cerebro como una ráfaga de aire cuando por fin, acarició los labios de su prometida con los suyos. La secuestraría. Es más. Se la llevaría así y sin equipaje, mientras todavía se seguían besando. Akanui notó en seguida, que le tomaban en brazos y daban media vuelta con ella a cuestas y sonrió por dentro. Por fuera, su boca seguía demasiado ocupada en corresponder la pasión de su amado como para esbozar pasión alguna.
Durante el viaje en tren hasta Nueva York hubo todo tipo de trepidantes aventuras. Asaltos de rufianes –el dichoso vagón lindero al de Ranmond y Akanui transportaba oro y provisiones hacia el este-, asedios de indios, vías rotas, tormentas terribles. Ninguno de estos contratiempos impidió que ambos jóvenes se besaran durante todo el trayecto. Cada tanto, Ranmond sin quitar la vista de su amada y sin despegar los labios de los suyos, desenvainaba la espada y mandaba a volar fuera del tren de un golpe seco al incauto bandido o Piel roja que intentaba inmiscuirse en la escena romántica sin invitación. Sobre el final, cuando se desató la tormenta y las temperaturas descendieron hasta los niveles de las noches nepalesas, Ranmond tanteó el equipaje hasta extraer de su interior unas mantas y se siguieron besando hasta quedarse dormidos. En rigor, aunque el tren llegaba con cuatro días de ventaja –merced a la estupenda tarea defensiva de Ranmond-, les quedaba poco para perder la apuesta. El barco que les llevaría a Calais, Francia, les esperaba en el puerto pero todavía no se habían cacheteado y…se había olvidado completamente del detalle. Pronto abandonarían tierra yankee sin completar el ritual correspondiente.
Muy cerca de allí, mientras los fugados dormían, un inglés soberbio y desesperado, examinaba –previo pago al jefe de la estación de una bolsa repleta de libras esterlinas- la lista de los pasajeros que estaban por arribar. Su dedo se movía nerviosamente, descendiendo línea tras línea. Estaba claro que si venían los dos, su plan había fallado y ya no podría impedir que los jóvenes completaran la vuelta al mundo en menos de ochenta días. Si solo viajaba Ranmond como el esperaba, descorcharía su última botella de champagne y embarcaría, celebrándolo a lo grande. Al igual que Pierre Nodoyuna, si tan solo se hubiese limitado a aprovechar la ventaja para ganar la carrera…hubiese completado la hazaña en aún menos tiempo que su competidor. ¿Qué le hubiese importado, entonces, que Ranmond le batiera su marca en quince días si él la había batido antes en veinte? Mr. Fogg por supuesto, a esas alturas había perdido el norte. Y más aún cuando comprobó que Akanui también viajaba con Ranmond. Poco quedaba en su maletín de libras esterlinas para comprar bandidos pero lo suficiente para pagarle a cinco docenas de los más fieros que encontró. Luego les pidió que embarcaran con él y esperaran. En el momento en que Ranmond se montará rumbo a Calais, todos caerían sobre él. Muy poco civilizado y desprolijo pero no quedaba otra. Cuando todo falla, no existe otro camino que apostar el resto a una jugada brutal.
A unos cinco kilómetros de la estación, todavía sobre las vías del tren, Akanui se despertaba sobresaltada. Le habían asaltado en sueños unas imágenes horribles. Su padre desplomándose al suelo de improviso al hallar la habitación vacía y el boquete. La cicatriz de su rostro, por su parte ganaba terreno por todo su cuerpo hasta partirle en dos. Metáfora visual más que clara de un accidente cardiovascular provocado por la sorpresa y la rabia. Cuando Ranmond le vio despertar envuelta en lágrimas, no necesitó de mayores explicaciones para entender que debían volver.
-Es solo un sueño, Ranmond. Un poco de culpa que ya se me irá.
El muchacho se sentó sobre la litera del camarote compartido y miró por la ventana. La estación se encontraba al alcance de la mano y el triunfo de la apuesta a dos pasos.
-Sabes que difícilmente exista alguien de mentalidad más científica que yo. Dificultosamente, además, daría crédito a teorías ridículas como la existencia de las premoniciones, los extraterrestres o los átomos. Y…sin embargo…yo he soñado lo mismo. Da igual si es culpa compartida o suceso verdadero. Lo mejor será regresarme y decir las cosas de frente. No pienso devolverte pero tampoco huiré. Y si…de verdad le ha pasado algo…probaremos el frasquito de la amazona.
-¿Y la apuesta?
Ranmond volvió a echar un vistazo a la estación. El tren ya se detenía en ella.
-Una apuesta ganada dejándolo todo de lado es el triunfo típico de los cobardes.
-Y tú no lo eres. Lo sé. –dijo Akanui con tristeza-. Aún así y por si consigues lo imposible a tiempo…
¡Plafui!
Sobre el andén, los cuatro apostantes se reencontraron por fin. Gesto lúgubre en el inglés manipulador que odiaba resolver las cosas con crímenes. Mirada espléndida de Aouda que ocultaba un pesar similar al de su marido. Tristeza infinita en el de Akanui que veía su presente, pasado y futuro amenazado por una alucinación de Morfeo. Y seriedad inescrutable en el de nuestro héroe que tan solo deseaba lanzarse sobre la boletería y adquirir un pasaje para el tren que salía en diez minutos en dirección contraria.
-En buena hora, Monsieur –le felicitó falsamente Mr. Fogg y ordenó con un chasquido de dedos a Aouda que les dejara a solas-. Lleva cuatro días de ventaja. Imposible que pierda ya la apuesta.
-No se apure, Mister –repuso el francés dándole un afectuoso beso en la frente a Akanui que se marchaba ya con la "víbora"-. Tengo que volver a San Francisco. Lo más seguro es que no vuelva a tiempo.
El británico frunció el ceño. Estaba harto de que "aquellos idiotas" como les llamaba Aouda eludieran sus excelentes trampas por pura estupidez.
-¡Caramba! ¿Y eso a qué se debe?
-A que el padre de Akanui ha caído enfermo.
Mr Fogg se llevó la mano instintivamente al bolsillo y chequeó la agendita en la que tenía anotado todo el itinerario. Imposible que regresara a tiempo…pero salvaba la vida. Al igual que en Calcuta, aquella resolución le parecía correcta pero insuficiente.
-¿No me estará engañando, verdad? ¿Cómo se ha enterado antes de bajar del tren?
-No se trata de una certeza. Tan solo lo ha soñado Akanui. Y yo también. En condiciones normales no haría caso. Pero mi intuición y mi instinto…
-Monsieur –le interrumpió el paso y las palabras tomándole de la chaqueta, gesto que no le gustó mucho a Ranmond pero que decidió ignorar por respeto a su contricante-, acláreme una cosa: ¿usted odia al padre de Akanui?
-Sí.
-¿Y ama a Akanui?
-También.
-¿Entiende que si este muere, ya no podrá interponerse en su amor?
-Obviamente.
-¿Y entiende que si se da media vuelta para salvarle, el muy terco, no por eso, le dara le visto bueno a su matrimonio?
-Sí.
-¿Y por supuesto, no se olvidará de que sigue en pie nuestra apuesta?
-No me olvido.
-¿Y pretende perder la apuesta y arruinar su vida sentimental solo por un sueño? No lo entiendo, pues. Yo seguiría directo a París, ganaría la apuesta y me casaría con la chica –giró la cabeza y señaló con esta el barco repleto de mercenarios a punto de zarpar-. Nadie podría reprochármelo.
-Me lo reprocharía yo. Y sobre la elección que usted tomaría en mi lugar…siempre lo supe. Por eso le he dicho el primer día que nos vimos que es usted un farsante. Un hombre de verdad conoce sus prioridades. En este caso, salvar una vida.
Diez minutos después, Ranmond se regresaba a solas en el siguiente tren a San Francisco. Antes tuvo tiempo de despedirse de Jhon Latch con unas palabras más que elocuentes.
-Ahora, sí, mi amigo. Te la encomiendo. Protégela con tu vida y no la dejes a solas en ningún momento. Los buitres siempre sobrevuelan el final del desierto. Y atacan cuando escasean las fuerzas.
Al día siguiente, ya a cinco estaciones de distancia, el tren con dirección a San Francisco se detuvo a mitad de camino. Esta vez, sin nada que le distrajera, Ranmond porfió un rato con el oxidado mecanismo de la ventanilla hasta que logró abrirla y asomarse. El paisaje, totalmente deshumanizado y desprovisto de civilización –salvo por la innegable presencia de las vías-, comenzaba a mostrarse árido. No llegaba a verse totalmente desnudo de malezas pero estas eran pocas y espaciadas. De un tono verde seco, casi amarilla por momentos. En el horizonte se avistaba el segundo rastro de civilización. Solo que se trataba de una mucho más arcaica y cercana a la Madre Tierra. Un hilillo de humo que ascendía al cielo y cuya fisonomía cambiaba según si tapaban la hoguera que la formaba más o menos tiempo con una tela.
-¡Otra vez! ¡Indios!
La primera reacción de Ranmond fue la de diagramar en su mente el mismo plan de siempre, el que mejor le asentaba a su personalidad: bajarse del tren a paso firme, deshacerse de los enemigos en un santiamén y volver. Sin embargo…aunque estuviera solo…ya no se consideraba un llanero solitario. A lo sumo, la mitad de un equipo. Por tanto, aunque Akanui no estuviese presente, se vio en la obligación de pararse a pensar qué diría ella. En el bolsillo izquierdo de su traje descansaba el librito de viaje de Akanui. El mismo que había utilizado para salvarle de la amazona.
-Llévalo contigo –le había dicho al despedirse-. Cuando me necesites, haz de cuenta que soy yo.
¿Un libro para reemplazar a una persona? –pensó-. ¡Las cosas que hay que hacer por amor!
Hojeando el manual pronto dio con la página doscientos treinta y siete que incluía un rudimentario diccionario de señales de humo de los Pieles Roja. Quizá se hubiese despistado mucho –Ranmond no acostumbraba a utilizar el cerebro por muy enamorado que estuviera- pero le pareció entender que el mensaje en el cielo rezaba la siguiente consigna: "Cara palida valiente herido cien kilómetros al este. Llamad al médico brujo".
Entonces sí, hizo gala de sus excepcionales dotes de hombre de acción pero…para tomar control de la locomota que se había parado por precaución. De nada sirvió que el maquinista y el destacamento de cowboys que se había atrincherado en el segundo vagón, intentaran impedírselo. En un santiamén había dado cuenta de todos los obstáculos y ponía en marcha la locomotora a su máxima velocidad. Efectivamente, cien kilómetros por delante, en una carroza de fisonomía conocida, estacionada muy cerca de las vías del tren, yacía un hombre fornido. La respiración entrecortada, la mano derecha sobre el pecho y una docena de sirvientes tratando de contener el llanto de Madame de Tendui que gritaba al cielo por ayuda en todos los idiomas que conocía.
-¡Salvadle! Help! Aidez-moi!
Ni lerdo ni perezoso nuestro héroe saltó sobre unos pedruzcos. La escena no reclamaba mayores explicaciones. Sus suegros -mejor dicho, sus no-suegros- habían descubierto lo del secuestro y les habían seguido hasta allí, momento y lugar en donde simplemente el corazón de Monsieur de Tendui dijo basta. En rigor, había perdido un solo día. Si se apuraba, le quedaba tiempo para cumplir con su deber moral, recuperar la mano de su Akanui y ganar la apuesta. De estos tres propósitos, solo uno le importaba. El primero.
-¡Ranmond! -exclamó Madame de Tendui cuando le vio y levantando el dedo acusador completó la frase-. ¡Es tu culpa! ¡TU CULPA!
Tres días después el viejo padre de Akanui abrió los ojos en un hospital de Nueva York. El corazón latía ya con normalidad y la cicatriz, aquella anciana compañera de aventuras, ya no surcaba su rostro. Así de potente era la pócima china.
A su lado, su afanosa esposa le secaba el sudor de la frente con una toalla. Y más atrás, Ranmond de pie y con los brazos cruzados aguardaba la resolución del contratiempo médico. Realizadas las explicaciones pertinentes, Lucien de Tendui habló.
-Veo que te has quedado esperando a que me recupere en lugar de partir a ganar la apuesta. Ese gesto te honra, muchacho. Pero, ¿no creerás que esto arregla nada? No me has salvado la vida. El secuestro de mi hija es el que ha provocado el fallo cardiovascular en primer lugar.
-Lo sé -repuso Ranmond-. No vine a ganarme su perdón por salvarle la vida. Vine a salvarle la vida porque es lo correcto y a hablar…
Monsieur de Tendui giró la cabeza.
-No tengo nada que hablar contigo.
-Bien sabe que soy tonto y que el diálogo no es mi estilo -continuó con su explicación Ranmond-. ¿A qué teme? ¿Qué posibilidad tengo de vencer en una disputa dialéctica al gran fiscal de la tercera república, si no es teniendo al menos la razón de mi parte?
Aquel apelativo llenó de recuerdos la mente del padre de Akanui. Las eternas disputas en París. Los miles de malechores condenados gracias a su justa labor. Las más de tres décadas haciendo el bien con su gran elocuencia.
-Nunca he perdido un juicio y reconozco que eres valiente. Pero eso ya lo sabía yo. El problema son tus defectos. Mi hija estará mejor en un convento que contigo.
-Su hija, por si no lo ha notado, vale tanto que estará bien le comprometa con quien le comprometa. El tema es si será feliz. Y puesto que su felicidad y el dar cachetadas son dos caras de la misma moneda…no veo como pueda prohibirle una cosa y mantener la otra.
Lógica pura. Horriblemente irrefutable. Exasperantemente cierta. Lucién de Tendui podría ser obstinado y cabezón pero amaba a su hija y entendía muy en su interior que quizás y a lo mejor, Ranmond solo era el sufrido receptor de las cachetadas y de ninguna manera un lascivo instigador de ellas.
-...¿Sabes? Yo también he soñado algo durante estos días...A mi hija sonriendo...contigo. No soy de esos hombres que hacen caso a los sueños. Tampoco soy tan necio para negar la realidad de los milagros. Más aún siendo el principal protagonista de uno...Una cachetada más en público...¿has entendido? para ganar la apuesta...y luego solo en privado. ¿De acuerdo, yerno?
-Monsieur, tiene mi palabra.
Ese mismo día Ranmond se montaba en el último barco que salía hacia Calais. Los cuatro días de ventaja se le habían esfumado debido al comtratiempo con Lucien de Tendui pero todavía estaba a tiempo. De haber regresado hasta San Francisco como había planeado en primer lugar, de seguro hubiese perdido. Así las cosas, le bastaba con realizar un último viaje sin problemas y recibir la última cachetada en Francia para dibujar en el orgulloso rostro de un británico soberbio, una mueca de fastidio permanente.
El día setenta y nueve transcurrió especialmente calmo hasta pasado el mediodía. Aburrido de las olas, el infinito horizonte sin tierra a la vista y la parquedad de palabras de los marineros, Ranmond entabló amistad con el capitán del barco.
-Es un gusto viajar junto a un camarada galo, François.
-Lo mismo digo, Monsieur Ranmond. En tres horas llegaremos a Calais. Usted pasará a la historia y un servidor...también.
¡Tres horas! -pensó Ranmond-. Solo tres horas para volver a verla -y suspiró su nombre: "Akanui".
Al oir que su compañero pronunciaba el nombre de la jovencita, el capitán le palmeó la espalda.
-Ja, Monsieur. Está a punto de multiplicar su fortuna y su fama y sin embargo...¿la extraña? Esa Akanui debe de ser una mujer formidable. Ya me la imagino: dócil, modosita, tímida, como toda francesita.
Ranmond no respondió. El recuerdo de Akanui le transportaba muy lejos. Hasta su infancia y la primera vez que le vio. Aplaudía con los brazos extendidos en el jardín del fondo de la mansión de Tendui mientras sus padres rubricaban el compromiso sobre papel y lo sellaban. Cada tanto, la tonta niña aplastaba las flores con sus palmadas...hasta que no lo soportó más e interpuso su cara entre ambas manos. El sonoro doble plafui le aturdió un poco.
-¿Por qué lo has hecho? -preguntó la niña, extrañada.
-Porque sentí pena por las hojas y las flores. Y por ti. Un día crecerás y te arrepenirás de haber causado tanto daño a una pobres e indefensas plantas.
-¿Te dolió?
-No, yo soy fuerte. A mí puedes pegarme cuando quieras.
El Ranmond del presente sonrió. Aquella Akanui y la actual casi no diferían en nada. Podía disitinguir el ruido de sus palmas aún a kilómetros de distancia y...de hecho...lo hacía.
-!François! Vira a estribor. Creo que en esa isla -señaló un punto lejanísimo en el horizonte- hay un par de náufragos.
-Monsieur, a lo mejor sí que los hay pero los recogeremos de regreso. Si nos desviamos ahora...probablemente pierda la apuesta.
Ranmond balanceó la cabeza de derecha a izquierda. Y aguzó el oído.
-No hay elección. Esa cadencia en el aire solo la pueden producir dos palmas. Las más hermosas del mundo.
Cuando dos horas después, Ranmond por fin arribó a tierra, no la de Calais, sino la de una isla perdida en el océano atlántico, descubrió que su excelente oído -en realidad, su intuición de enamorado-, le había guiado directamente hasta Jhon Latch y Akanui. El primero esperaba de pie y la segunda, exhausta de tanto aplaudir, dormitaba sobre una piedra.
-¿Qué ocurrió?
-Nos atacaron sesenta rufianes -repuso Jhon-. Lo prometido es deuda, Monsieur. Le protegí con mi vida. Aunque yo diría que fue ella misma la que se cargó a la mayoría de los mercenarios de Mr. Fogg. Al final, viendo que no podían reducirnos, optaron por abandonarnos en una isla desierta.
-¡François! -estalló furioso, Ranmond-. Rumbo a Calais. Tengo un culo que patear.
10, 9, 8… realizaban la cuenta regresiva los lores ingleses.
-¡Hemos llegado, monsieur! -celebraron exultantes Jhon y François-. Solo falta la cachetada.
Ranmond miró a su amada. Por ella lo había ariresgado todo. Su fama, su fortuna. Iba tan hermosa dormida y en sus brazos que se imaginó de pronto que así era la forma en que debía estar siempre. No se sentía capaz de despertarla. Aún a costa de perderlo todo, no interrumpiría su reposo por algo tan chabacano como ganar apuestas, prestigio o dinero.
Jhon Latch, el fiel mayordomo inglés obró lo que el tonto y enamorado francés no podía hacer.
-Mademoiselle –le palmeó un par de veces-. Mademoiselle, please. Quedan pocos segundos para ganar. Cachetéele, por favor.
Cuatro, tres, dos.
Akanui abrió los ojos de golpe como quien obra un milagro de amor y los cruzó con los de Ranmond.
Uno…
Clap. Clap. Clap. Aplaudieron los lores ingleses. El infalible Phíleas Fogg volvía a ganar una apuesta.
-¿Por qué no lo hizo, mademoiselle? –protestó el mayordomo-. Estaba a tiempo.
-Jamás cachetearía al hombre de más valía en el mundo y menos aún ante el paisaje de Calais a la luz de la luna, el más hermoso que he disfrutado jamás. Aquí le he visto con ojos de amor por primera vez.
Jhon Latch se giró hacia Ranmond.
-I´m sorry, monsieur. We lost…hemos perdido.
-Au contraire, my friend. Au contraire. He ganado.
Cuentan los presentes que el beso que se dieron a continuación Akanui y Ranmond fue tan apasionadamente romántico que poco a poco los meros y toscos aplausos de los fans ingleses fueron superados por los infinitos claps de los testigos franceses. Desde entonces, quizá Londres siguiera siendo la ciudad de la revolución industrial pero Calais y luego París pasó a considerarse y para siempre, la ciudad del amor.
C´est fini.
PS: Dicen los que saben que cuando el pretencioso corazón de Aouda observó la escena del beso Akanuil y luego lo comparó con la cara de satisfacción de su marido por ganar su apuesta, una ínfima parte de su corazón latió con menos fuerza como avergonzada por aquel desenlace. Un ligero mareo que no llegaba a comprender acompañó a aquel sentimiento a continuación. Era aún más rica de lo que había soñado jamás y su marido le amaba. Imposible que sintiera envidia. Y sin embargo…solo siete u ocho trajes de pieles después, aquel estúpido sonrojo cercano al cosquilleo interno se aplacó un poco. Desde entonces y a raiz de aquella solución para menguar una creciente angustia interna, la fortuna de Phíleas Fogg fue decreciendo poco a poco y de manera imperceptible hasta regresar a los niveles anteriores a la apuesta. Por su parte, Ranmond y Akanui nunca llegaron a recuperar su dinero ni lo intentaron. Eran felices.
Lo dicho al principio, cuñadito. El final de la obra de teatro que escribiste para la profesora de francés es el más horrible, espantoso e indeseable que pudiera imaginar. Nadie querría leer algo así. NADIE. Sí, sí, romántico y todo lo que quieras pero…¡Perdieron la apuesta! No puedo aceptar un desenlace como ese. Lo siento; yo soy así. También entiendo que no puedas consultarle a Akane, dada la temática de la obra y que recurras por ello a mi. Por tanto solo te cobraré 1000 yenes por cambiarte el final.
Firmado,
Nabiki Tendo.
Final alternativo de Nabiki
10, 9, 8…realizaban la cuenta regresiva los lores ingleses.
-¡Hemos llegado, monsieur! Solo falta la cachetada.
Ranmond miró a su amada. Por ella lo había ariresgado todo. Su fama, su fortuna. Iba tan hermosa dormida y en sus brazos que se imaginó de pronto que así era la forma en que debía estar siempre. No se sentía capaz de despertarla. Aún a costa de perderlo todo, no interrumpiría su reposo por algo tan chabacano como ganar apuestas, prestigio o dinero.
Jhon Latch, el fiel mayordomo inglés obró lo que el tonto y enamorado francés no podía hacer.
-Mademoiselle –le palmeó un par de veces-. Mademoiselle, please. Quedan pocos segundos para ganar. Cachetéele, por favor.
Cuatro, tres, dos.
Akanui abrió los ojos de golpe como quien obra un milagro de amor y los cruzó con los de Ranmond.
Uno…
Clap. Clap. Clap. Aplaudieron los lores ingleses. El infalible Phíleas Fogg volvía a ganar una apuesta. ¿Volvía? No, claro que no. Si cierta persona se hubiese tomado la molestia de leer de verdad La vuelta al mundo en 80 días, sabría que recorriendo la Tierra hacia el este se gana un día entero al completar el giro. Los lores ingleses tan solo aplaudían por orden de Phileas Fogg para despistar a la parejita de enamorados. Con suerte se pasarían el día entero entre arrumacos y entonces sí que perderían la apuesta. ¿Qué posibilidad había de que una mujer tan enamorada cacheteara a su prometido en menos de veinticuatro horas luego de una aventura así?
-Señor –dijo Jhon Latch-, me llega un telegrama desde París. Al parecer se ha dejado la puerta de casa abierta al salir. Nos han desvalijado la mansión…
¡PLAFUI!
-¿Cómo puedes ser tan tonto? ¿Ochenta días fuera de casa –plafui-, anunciándolo con bombos y platillos –plafui- para que se enteren todos los rufianes de París y no dejas a nadie a cargo?
Más allá en la distancia, mientras corría la voz de que Ranmond de Saotonnières había ganado la apuesta, Mr. Fogg oía la noticia con resignación. Su corazón templado a la inglesa latía calmamente. La mente, sin embargo, trabajaba a mil por hora. ¿Cómo tolerar tanta vergüenza? ¿A dónde se iría a vivir ahora que era el hazmerreír de medio mundo y se había quedado sin fortuna? A lo mejor podía aprovechar para reformar su conducta o mejor y más fácil aún, se tiraría a las aguas del puerto en ese mismo instante.
Luego se echó a correr en dirección a Inglaterra, es decir, hacia las aguas. Esquivó a Jhon Latch con una suave finta, luego a Ranmond y a Akanui que seguían con su ritual de bofetadas y por último a Monsieur de Tendui que acababa de llegar. Un paso más y daría el paso en falso definitivo. Caería como un ave fénix o mejor dicho, dadas las circunstancias, como un cisne en las aguas. Con las manos y los pies extendidos apuntando hacia los cuatro punto cardinales. Sin embargo, quiso el destino que cayera en posición fetal, a pocos centímetros de Madame de Tendui y sobándose lastimeramente la entrepierna.
-Madre –grito Akanui-, le has dado delante de toda la nobleza británica un rodillazo en…la torre Eiffel. ¿No es eso más indecente que dar una cachetada?
-Por lo que a mi respeta, hijita tonta, le he salvado la vida de una manera poco femenina –le guiñó el ojo-. Creo que nadie podría reprochármelo –se dirigió al lord que se retorcía de dolor en el suelo-, ¿verdad, Mister Fogg?
C´est finí.
Ranma leyó atentamente el final alternativo.
-No le falta gracia al final, Nabiki. Pero no me imagino a Akanui pegándole una cachetada a Ranmond por algo así.
-Pues yo concuerdo con Nabiki, hijo –se inmiscuió Genma-. A la obra le falta un poco de alternativas. Yo la hubiese terminado así.
Final alternativo de Genma.
10, 9, 8…realizaban la cuenta regresiva los lores ingleses.
-¡Hemos llegado, monsieur! Solo falta la cachetada.
Ranmond miró a sus tres prometidas. Por ellas lo había ariresgado todo. Su fama, su fortuna. Iban tan hermosas dormidas y en sus brazos que no sabía bien a quién despertaría con un beso para por fin casarse…
-Gracias, papá –le quitó Ranma el manuscrito de las manos-. Creo que le preguntaré a Kasumi.
En efecto, -pensó Ranma mientras avanzaba hacia la cocina-, la única suficientemente sensible de mi familia además de Akane es Kasumi. ¿Quién me manda a mostrarle algo así a esos dos? Seguro que ella no me critica nada.
-¡Uyyyyyyy! ¡Qué romántico! ¡Ranma! –exclamó emocionada Kasumi cunado terminó de leerlo-. Ranmond eres tú y Akanui, mi hermanita. Hasta Akane tiene que entender una metáfora así de directa…aunque yo lo hubiese terminado así…
Final alternativo socialmente comprometido.
10, 9, 8. realizaban la cuenta regresiva los lores ingleses.
-¡Hemos llegado, monsieur! Solo falta la cachetada.
-No hace falta, Jhon. Mira la cara de vergüenza de Mr. Fogg por nuestro comportamiento aristocrático. Mientras nos gastábamos un pastón recorriendo el mundo, vimos a miles de niños sin hogar y pasando hambre. Sin embargo, no fuimos capaces de detenernos a ayudarles. La congoja por nuestra pobre actitud me invade tanto como a él. Creo que lo mejor será dejar de lado nuestras diferencias y donar nuestras riquezas a obras de beneficencia.
-Concuerdo con usted, Monsieur –dijo Mr. Fogg-. Primero esto, luego la paz mundial, después la erradicación de todas las enfermedades. A construir escuelas y hospitales…
-Vaaaale, Kasumi –le interrumpió Ranma-. Ya veo por dónde vas. Muy bonito. Estem, mejor me voy a clase que ya me toca entregarlo. A lo mejor lo completo en la azotea del instituto. Allí nadie me molestará.
El muchacho de la coleta partió acto seguido bordeando vallas y esquivando los distintos chorros de agua que solían caerle de improviso. En esta ocasión, los evitaba, no solo para no convertirse en chica, sino además, para proteger su escrito. Al igual que su alter ego, Ranmond, Ranma arribó a destino con bastante antelación, la suficiente para escalar el muro de entrada del instituto y escurrirse por unos pasillos hasta llegar a la azotea sin que nadie le molestara. Y sin embargo…allí le esperaba Akane…más bien esperaba a Nabiki que, mensaje anónimo mediante, le había instado a esperar acontecimientos en tal sitio y a tal hora.
-¿Qué tienes allí, Ranma?
-Nada –ocultó el manuscrito el joven de la coleta dando un salto hacia atrás y llevándose ambas manos a la espalda.
-Entiendo…-entristeció la mirada Akane-. Es una carta…para una de tus pretendientas.
-N-no…
-Vamos –insistió Akane-. He reconocido tu letra. O es la tarea de francés, que lo dudo, o es lo que dije antes.
Ranma levantó ambas manos de Akane con las suyas hasta conseguir que se quedaran de palmas abiertas y mirando al cielo. Y a continuación depositó las hojitas sobre ellas.
-De acuerdo. Tú ganas. Se trata de algo que escribí y cuyo final desagrada a todos por igual (parezco Rumiko –pensó al decir esta última frase).
Akane se acomodó sobre la baranda de la azotea y comenzó a leer calmamente. Cada tanto, aunque el viento hacía ondear su cabello y se le veía más hermosa y relajada que nunca, lanzaba miradas asesinas hacia su prometido. ¿Le daría con el mazo? ¿O una cachetada? Diez minutos después, -Akane leía bastante rápido-, la muchacha le devolvió el cuento, esbozando una gran sonrisa.
-Está muy bien, aunque yo lo hubiese acabado así.
Cuando Ranma descubrió que su prometida se acercaba poco a poco y sin pausas, se sintió tan desarmado e indefenso como si fuera a recibir un plafui en la vida real. Cuando, notó sin embargo, que no era precisamente un plafui lo que amenazaba su integridad emocional, ni tampoco un mazo, no pudo más que cerrar los ojos y dejar que el silencio de la ausencia total de estorbos fuera único testigo de su primer beso de amor.
A lo lejos, escondida entre unos matorrales, una Kasumi triunfal, guardaba el catalejo con el que había espiado la escena y le decía a Nabiki.
-Te lo dije. Hasta Akane entendería metáforas así. Paga.
Nabiki se cruzó de brazos, enojada.
-¿Cómo es que con lo buena e inocente que pareces, eres la única que me gana las apuestas?
-Porque yo siempre apuesto a favor del amor.
-Cierto, y no es por repertirme –sacó un fajo de billetes y se lo entregó a Kasumi-, pero el final de esta historia es el peor que pudiera imaginar. Los lectores habrían hecho muy pero que muy bien en no leerla.
C´est finí.
Historia bonus y comentarios.
Hoy no hay. Echadle la culpa al séptimo mandamiento que también ha caído.
