Se acabaron las vacaciones y, con ello, es hora de regresar al trabajo. Por eso, nuevo fanfic recién sacado del horno que adapta tanto el clásico de La bella y la bestia (fijándose más en la versión de Disney) como el anime de Inuyasha, el uno al otro, y en la época moderna. Espero que le encontréis sentido, como yo lo hice, y que lo disfrutéis.

Como de costumbre, salvo emergencia, publicaré todos los domingos.

Hiztegia (vocabulario)

Ama: mamá

Amama: abuela

Aitite: abuelo

Aita: papá

Aitites: abuelos

Maite zaitut: te quiero

Bihotza: corazón


Capítulo 1. La bella

Doblar camisetas no era precisamente el sueño de su vida. Desde pequeñita, siempre deseó ser bailarina. Las bailarinas eran frágiles, gráciles, elegantes, armoniosas y sensuales. Aunque, lo que más la atraía de ellas, era esa imagen de perfecta y siempre lozana inmortalidad. Parecía como si jamás envejecieran. La realidad era muy diferente, era… era… era una puta mierda.

Al cumplir los dieseis años, el mundo ya le había dado suficientes batacazos como para aprender a distinguir entre los sueños y la dura y siempre cruda realidad. La vida no era sencilla, no era fantástica, ni era eterna. Aquellas bailarinas que creía inmortales simplemente eran reemplazadas por otras idénticas a ellas cuando empezaban a ser demasiado viejas para encandilar al público. La belleza era un don precioso, codiciado y efímero para todos. Nadie era inmune al paso del tiempo; no se podía luchar contra el maldito reloj.

La fama era un modo de conservar la juventud. Actrices de la categoría de Audrey Hepburn y, bueno… ¡qué demonios! También "actrices" de menor talento como Marilyn Monroe habían logrado que sus bellos rostros quedaran grabados para toda la posteridad. Aquello era lo más cercano que existía a la juventud eterna, a la belleza eterna. Se estremeció de solo imaginarse a sí misma inmortalizada en esa guisa. No, ella no era digna de tal honor. Solo unos pocos privilegiados alcanzaban ese pedacito del mundo para sí mismos, y nunca lo compartían.

Su ama le enseñó a compartir cuando era niña. Quizás ese fue uno de los motivos que los llevó a aquella mala vida. Sonomi vivía por y para el prójimo. Era cristiana, católica y apostólica, hija de inmigrantes españoles que se exiliaron debido a las consecuencias de la Guerra Civil Española. Al parecer, tener que esconderse en un armario para hablar euskera no era demasiado agradable. Acudían a misa todos los domingos, bendecían siempre la mesa, rezaban cada noche, se confesaban todos los meses, cumplían penitencia. Estaban completamente entregados a sus creencias religiosas, lo cual comulgaba con las creencias del dictador, pero el aitite y la amama eran vascos y se negaban a renunciar a su idioma, a su cultura y a su modo de vida. Ambos eran unos niños cuando se marcharon de su tierra natal junto a sus progenitores. Fue una suerte para ellos conocerse en Francia más adelante y poder compartir sus costumbres.

En realidad, no importaba que fueran católicos practicantes o no, o tan siquiera que fueran católicos. La vida decidió enseñarse con ellos y eso era todo. Su aita fue el primero en caer a los pocos meses de nacer su hermano pequeño. Takeo Higurashi era, lo que se llama, un ladrón de guante blanco. Robaba únicamente a los ricos y solo lo necesario para vivir. A veces algo más que eso porque su esposa se dedicaba a dar de comer a todo el vecindario. Era silencioso, hábil y concienzudo. Su fama era tal que llegó a los oídos de las mafias y empezaron a interesarse por él. Le ofrecieron mucho dinero, una casa, estabilidad y todo cuanto pudiera soñar a cambio de que él vendiera sus habilidades. Takeo se negó, pues era un "ladrón con principios". Como resultado de su rechazo, hubo un soplo premeditado durante su último robo y fue encarcelado. Meses después de su encarcelamiento, murió en un motín.

La muerte del marido no hizo que Sonomi cambiara en absoluto. Al contrario, la volvió más débil y manipulable que nunca. La caridad del estado alimentaba a una mujer soltera y a sus dos hijos, pero no a todo el maldito vecindario. Ella y su hermano llegaron incluso a pasar hambre porque su madre regalaba la comida como si a ellos les sobrara. Todos pedían en su puerta o, más bien, exigían. Llegaron a tal punto que, cuando su madre no tenía nada que dar, se lo exigían y ella tenía que deshacerse en disculpas como si fuera su deber alimentar a todo el maldito barrio excepto a sus hijos.

Aquello tenía que acabar mal y así fue. Un día, uno de tantos mendigos se presentó en su casa borracho exigiendo un plato de comida. Su madre le sirvió en su mesa, como había hecho tantas veces. Entonces, el mendigo exigió conocer a su hija, la pequeña de diez años. Su madre la presentó con las manos temblorosas sobre sus hombros pequeños. Recordaba a aquel hombre enjuto, sucio y demacrado por los envites de la vida más que por la avanzada edad. Estiró el brazo para que se acercara. Ella no quería, pero su madre la instó a acercarse diciéndole que no iba a hacerle daño aunque su semblante le indicaba otra cosa. El tacto de su mano sobre su cabello era grasiento, el hedor a ron de su aliento le revolvió el estómago y su sonrisa de dentadura incompleta y verdosa le hizo bajar la mirada. Parecía sacado directamente de su peor pesadilla.

Efectivamente, podría haber sido justamente así. Aquello fue una pesadilla de las peores que había tenido nunca. Quería que se quitara el vestido y se sentara sobre sus rodillas. Sacudió la cabeza en una negativa y comenzó la pelea. Su madre la apartó de él y la empujó tras ella alegando que era demasiado pequeña. El hombre se levantó y se cernió sobre ellas más alto y corpulento que ninguna de las dos. Entonces, su madre hizo la única cosa valiente que le había visto hacer en toda su vida. Agarró la sartén y le golpeó en la cabeza repetidamente y sin descanso hasta que el hombre se desplomó en el suelo. Luego, tomó su mano y tiró de ella para ir a buscar as u hermano. Algo tiró de ella.

— ¡Busca a Souta!

Al volverse, vio a aquel hombre de corazón oscuro agarrando el tobillo de su madre. No las dejaría marchar, no tan fácilmente.

— ¡Corre!

Y corrió como nunca. Souta tenía cinco años por aquel entonces y se estaba echando la siesta en ese momento. Lo sacó de la cama, lo sentó en su cadera sosteniéndole con un solo brazo y regresó al salón. Su madre luchaba contra el mendigo, pero su fuerza era muy inferior a la de aquel hombre a pesar de los golpes en la cabeza que le había asestado previamente.

— ¡Ama!

— ¡Vete, Kagome! ¡Marcharos de aquí!

Tras unos instantes de duda, con el hombro del vestido ya húmedo por las lágrimas de su hermano pequeño, hizo exactamente lo que le dijo su madre. Huyó al único lugar al que podía huir con su hermano: la casa de los aitites. Ellos vivían en otro barrio no más rico que aquel, pero sí menos peligroso. Ellos siempre decían que su aita, el marido de su madre, era un vago y un maleante que la llevó por el mal camino y que tenían lo que ellos se buscaron. ¿Y no había nada que ellos pudieran haber hecho para evitar que cayera en desgracia su única hija?

Los días posteriores a aquel ataque eran borrosos y confusos. La policía estuvo en casa de los aitites para escuchar el testimonio de ella y de su hermano. Sabía que el aitite fue a buscar a su ama en cuanto ellos aparecieron y que regresó con los hombros caídos y la cabeza gacha intentando ocultar las lágrimas ante sus nietos. Posteriormente, acudirían al funeral de su madre y serían adoptados por los abuelos. Su vida cambió a mejor con los aitites o eso creían al menos. Al año de haberse mudado con ellos, el aitite sufrió un accidente en la construcción en la que aún trabajaba. El puente que estaban construyendo se vino abajo por culpa de unos planos mal diseñados y le cayó encima. Días después lo encontrarían muerto bajo todo aquel acero. De nuevo, pasaron a vivir de la caridad del estado.

En el instituto, aprendió que las chicas como ella no iban a la universidad ni conseguían trabajos elegantes y bien pagados. La universidad era para aquellos que podían pagarla y el poco dinero que ganaba trabajando en la cafetería de su barrio a tiempo parcial lo necesitaban para llegar a fin de mes. Al menos, al graduarse a los dieciséis años, pudo aspirar a un trabajo a jornada completa al mismo tiempo que aceptaba, finalmente, que el mundo no era como lo soñó aquella niña que una vez fue.

Abstraída como estaba en sus pensamientos, no se percató de que llevaba demasiado tiempo recolocando las prendas que mujeres salvajes habían lanzado durante las rebajas. Aún tenía que preparar la nueva colección o no se podría marchar hasta mucho después de cerrar a las ocho. Se dirigió a la trastienda y tomó un cúter para abrir las cajas. Había otra crisis en camino en su familia. La paz los había acompañado durante demasiado tiempo y ella presentía que algo estaba por suceder. Después de tanta desgracia, podía percibir cuándo algo malo estaba por suceder, lo olía. Olía a azufre y a especias.

Seguro que se trataba de su hermano. Souta estaba totalmente fuera de control desde que cumplió los dieciocho años el año anterior. En realidad, hacía años que estaba descontrolado. Sus intentos de protegerlo de la vida que sus padres les habían dado produjeron en él justamente el efecto adverso. En lugar de aprender de los errores de sus respectivos, se había empeñado en cometerlos de nuevo buscando las peores compañías posibles y cometiendo delitos. Por el momento, su índice delincuencia era bajo y del tipo más leve, pero le preocupaba que llegara a ir más lejos. Sabía que coqueteaba con las drogas, que se daba a la botella y que le gustaban demasiado las mujeres que no le convenían. Y, aun así, no había podido impedirlo.

¡Joder! Desearía tener una varita mágica que deshiciera todo el enredo de su vida. Por más que gritaba y se repetía que Disney no era más que un gran excremento de color púrpura con luces de neón, siempre terminaba esperando que sucediera un milagro. Rezar no servía de nada, ya no. Dejó de rezar poco después de que su madre muriera y el ritual de bendecir la mesa se convirtió en una costumbre sin sentido que solo toleraba por su amama. No regresó a misa a pesar de que la abuela insistía y no se confesó aunque tenía muchos pecados que expiar. Al fin y al cabo, aunque estaba preocupada por el estilo de vida de su hermana, ella también se había dado a la mala vida en ocasiones.

Cerró la tienda a las ocho junto a sus otras cuatro compañeras. No tenía relación con ninguna de ellas, ni ellas entre sí. El mundo laboral es una jungla donde hay que luchar para obtener las mejores condiciones. El puesto de encargada que anhelaba supondría un aumento del 20% de su salario, un despacho, menos atención al público y menos camisetas que doblar. Desgraciadamente, no era la única que quería ese puesto y eso las convertía en enemigas.

Tras una despedida forzada entre ellas, abrió el candado que mantenía su bicicleta a salvo de ladrones y se montó. Habría que ser idiota para intentar robar una bicicleta de treinta años de vida. Aquella era la bicicleta que su aitite usaba para ir al trabajo y un bien de lo más preciado. ¿A quién quería engañar? Por más recuerdos que le trajera esa bicicleta, si creyera que iban a darle una cantidad de dinero razonable por ella, la vendería. En tiempos de pobreza, las reliquias familiares debían pasar por el anticuario y punto.

Pedalear la ayudaba a relajarse y a dejar de pensar en su trabajo mal pagado, en la peligrosa moralidad de sus padres, en la muerte del aitite y en su hermano descarrilado. A veces incluso se imaginaba a sí misma en una bella danza como una bailarina profesional de los documentales antiguos que tanto le gustaba ver. Tenía grabados todos los capítulos de danza y solía imitarlos cuando nadie la miraba. A lo mejor todavía deseaba ser bailarina, pero no podía permitirse el lujo de admitirlo y dejar atrás sus cargas familiares. Además, lo quisiera o no, ya no importaba. Era demasiado vieja para iniciarse en el mundo del baile. Las bailarinas se preparaban de niñas para empezar a actuar en la adolescencia; ella tenía veintitrés años.

Frenó frente a la casa de sus abuelos. La casa tenía poco más que unos metros de terreno para un jardín que siempre estaba descuidado porque su hermano no realizaba su tarea de podarlo y una valla enrejada de hierro de un metro de altura rodeándola como si eso pudiera impedirle el paso a un asaltante. Dejó la bicicleta en el jardín y abrió la puerta con sus llaves. La amama siempre cerraba todas las cerraduras porque le daba miedo que unos ladrones la asaltaran. Al menos, era muchísimo más precavida que su siempre ingenua hija. ¿Cómo unos padres tan prudentes como ellos pudieron criar a una hija tan irresponsable?

— ¿Kagome?

— Sí, soy yo, amama.

Cerró la puerta a su espalda mientras la abuela salía de su dormitorio conyugal con una bata rosa desgastada por el paso de los años y unas pantuflas deshilachadas por los bordes. Para su cumpleaños, le había comprado otra bata y unas pantuflas nuevas que estaba segura de que le encantarían.

— Tienes la cena sobre la mesa.

Las tripas le rugieron ante ese comentario. No había sido consciente del hambre que tenía hasta ese momento.

— ¿Qué tal el trabajo?

— Como siempre: aburrido y monótono.

Su abuela le sonrió en respuesta como si eso fuera una buena noticia. No era que estuviera contenta de oír que su trabajo la hastiaba; en realidad, su abuela se sentía aliviada de que no hubiera cambios. Se habían acostumbrado a que los cambios fueran malos, así que celebraba la regularidad e invariabilidad de su entorno laboral.

Dejó el bolso sobre una cómoda y entró en la cocina. Había ensalada de pimientos con atún y cebolla, su favorita, y bacalao a la vizcaína del día anterior. La mayor parte de la cocina de su casa siempre había sido vasca o mediterránea. A su familia nunca le gustó la cocina francesa o, simplemente, no llegaron a adaptarse. Aunque su padre era francés, en casa siempre se comió lo que cocinaba su madre y nunca se cuestionó su estilo. Eran contadas las ocasiones que había tomado comida francesa y todas ellas se debían a que tuvo que comer fuera de casa, como en el comedor del colegio. Odiaba el comedor. La comida era horrible y no solo porque fuera francesa. De solo recordarlo le dio un vuelco el estómago. Al servirse la ensalada de pimientos, su apetito regresó inmediatamente.

La abuela entró en la cocina poco después y le sacó un yogur de la nevera. Se lo agradeció con una sonrisa y continuó comiendo hasta que se percató de que algo faltaba. Empezó a mirar de un lado a otro hasta que dio con la clave.

— ¿Y Souta?

— Ha salido con esos amigos suyos que tienen tan mala pinta. — suspiró.

Por el tono de voz de su amama, deducía que había vuelto a intentar evitarlo y que Souta la ignoró una vez más. A ella tampoco le gustaban esos tipos, mucho menos su jefe. Naraku Tatewaki no era alguien de fiar. Quizás debiera ir a echarle un vistazo. Era sábado, no tenía que trabajar el domingo. Podía permitirse salir al centro esa noche y asegurarse de que su hermano no se metiera en más líos. Una llamada más de la policía y tendría que pasar la noche en la comisaría, aunque le pagaran con sus ya menguados ahorros la fianza.

— Voy a salir, amama.

— ¿Tan tarde?

Esa era la respuesta de siempre. A la abuela no le gustaba que salieran por la noche, mucho menos ella. Creía que debía proteger su virtud de los malos hombres. Si ella supiera que ese barco zarpó cuando aún estaba en el instituto…

— Vigilaré a Souta.

La anciana asintió con la cabeza, entendiendo su propósito. Vigilaría a Souta y también se divertiría un poco. Ambas cosas no tenían por qué ser incompatibles, ¿no? Un sábado por la noche, Souta solo podía estar en el Cover Garden, la discoteca más famosa de la zona.

Después de cenar, se recogió la melena con un pasador para darse una rápida ducha sin mojarse el pelo y escogió la ropa que llevaría. Botas altas negras con tacón de aguja, mini falda de piel que se ajustaba a sus muslos como un guante, top a juego sin tirantes que realzaba su pecho y una chaqueta de piel color púrpura que le llegaba hasta las rodillas para tapar el modelito frente a su abuela. Se puso los pendientes de aro y se maquilló ligeramente antes de salir de nuevo. La abuela la esperaba frente a la puerta para cerrar después todos los cerrojos.

Maite zaitut, bihotza.

Sonrió al escuchar a su abuela y se inclinó para abrazarla y repetirle las mismas palabras al oído. Ella también la quería muchísimo. Su abuela y su hermano eran cuanto le quedaba en el mundo y no pensaba perderlos.

El Cover Garden siempre estaba lleno hasta los topes. Solo había dos formas de entrar: pagar una entrada indecentemente cara que había que comprar semanas antes o ser una tía buena. Para su suerte, ella era lo segundo y los dos gorilas que mantenían el cordón de la puerta en su sitio le abrieron paso. Algún día, dejaría de ser la clase de chica que obraba ese tipo de pequeños milagros, pero, hasta entonces, lo disfrutaría al máximo. Al parecer, su físico era la única carta que le había dado el destino y pensaba jugarla mientras pudiera hacerlo. Estaba harta de toda esa mierda feminista e incluso hembrista sobre la explotación del cuerpo femenino. Vivían en un mercado de la carne les gustara o no y, al igual que a los hombres les gustaba mirarla, ella también disfrutaba mucho de lo que muchos de ellos tenían que ofrecer.

Dejó su gabardina en el vestíbulo y se dirigió hacia la barra para que alguien la invitara a un trago mientras buscaba con la mirada a su hermano menor. El primer chupito de tequila de la noche ya estaba servido en la barra para ella cuando llegó. El camarero, un conocido, le señaló a un tipo al otro lado de la barra. Necesitaría afeitarse esa barba descuidada y hacerse las cejas para tener una oportunidad con ella. Eso sí, la melena recogida en una coleta baja le daba algún que otro punto. Alzó la copa en un brindis a distancia y se la bebió de un trago. Mientras succionaba el jugo de la rodaja de limón, se volvió de espaldas a la barra y recorrió la discoteca con la mirada.

Los cuerpos sudorosos se congregaban en una zona muy específica de la pista donde el baile había alcanzado cotas eróticas al nivel de una película del Plaboy. Solo de mirar hacia ese lado se sentía como si estuviera violando la intimidad de esas personas. La otra zona de la pista parecía estar ocupada por los más beatos, aunque en ese lugar no había nadie beato. Al fondo, rodeando todo el recinto, se encontraban los reservados. Algunos tenían las cortinas cerradas y era mejor no echar un vistazo a lo que estaban haciendo dentro. No veía a su hermano por ninguna parte. ¿Dónde estaría?

Desde la pista de baile, Naraku Tatewaki se abrió camino hacia ella sin ocultar cuáles eran sus intenciones. Aquel hombre la enervaba y no solo porque le hubiera comido el coco a su hermanito. Odiaba esa actitud suya de súper macho que se follaba a todo lo que respiraba. Se creía un regalo de Dios para todas las mujeres, y, quizás, para muchas lo fuera; para ella, no lo era en absoluto. La belleza de sus rasgos fáciles era innegable: nariz recta, cejas gruesas bien arregladas, ojos atentos color rubí, labios finos, dentadura perfecta, pómulos altos y mentón cuadrado. Asimismo, aquella melena castaña ondulada, lejos de hacerle parecer femenino, lo volvía mucho más sexi y rudo. Eso por no hablar de su cuerpo escultural fruto del duro entrenamiento. Sí, sin duda alguna, si fuera otra persona diferente, se habría planteado un polvo con él. No obstante, él era Naraku Tatewaki, un proxeneta y el hijo de puta que arrastró a su hermano al lado oscuro.

Giró 180 grados para darle la espalda. Con un poco de suerte, se daría cuenta él solito de que le estaba ignorando, de que no deseaba el "placer" de su compañía. Lamentablemente, ese tipo de inteligencia era mucho pedir para un hombre como él.

— Sirve otro para mí y para mi amiga.

Mientras lo decía, le pasó un brazo sobre los hombros. Ellos no eran amigos, ni eran nada. Asqueada por su comportamiento, empujó su mano para apartarla del lugar en el que la había situado. Odiaba que se tomara tales confianzas. Desde que su hermano se lo presentó meses atrás, no había dejado de perseguirla como un animal en celo. Eso sí, mientras esperaba a que su presa cayera, no perdía el tiempo con otras mujerzuelas más dispuestas y con menos sentido de la razón.

— No deberías ser tan arisca. Solo intento cuidar de ti…

¡Y una mierda! Naraku solo cuidaba de sí mismo. Fijó la mirada en la botella de tequila mientras el camarero rellenaba los vasos y, luego, en las manos de Naraku mientras le acercaba su vaso.

— Tranquila, no voy a echarte nada en la bebida.

¿Quién se fiaría de la palabra de un proxeneta? Un momento, también era narcotraficante si no se equivocaba. ¡Y qué más daba eso! En ambos casos era una persona totalmente indeseable, como todos allí. Ninguna mujer buscaría un hombre decente en el Cover Garden, ni en los Campos Elíseos, dicho sea de paso. En el Cover Garden solo había delincuentes de poca monta mientras que en los Campos elíseos eran más sofisticados. Para encontrar un hombre decente, tendría que haber ido a la universidad.

Agarró el vaso que le ofrecía y se lo bebió de un trago tras brindar. No quería que se hiciera una idea equivocada de lo que había entre ellos, pero tampoco era estúpida. No le convenía cabrear a alguien como él. Buscó el limón al sentir la quemazón en la garganta. ¿Dónde estaba? Dio un respingo al localizarlo entre los labios de Naraku, ofreciéndoselo. Con cara de pocos amigos, dejó que se le acercara y agarró con los dientes el limón evitando el contacto con sus labios. La operación fue un éxito y jamás se repetiría.

— ¿Por qué no te vas con alguna de todas esas mujeres que están haciendo cola para estar contigo? — masculló.

Había muchos ojos femeninos posados sobre ellos en ese momento. Sabía que si iba al servicio la seguirían para amenazarla sobre su modo de hablar a Naraku, el interés que él demostraba sobre ella o cualquier otra chorrada que se les ocurriera. No entendían que, si dependía de ella, Naraku era todo suyo.

— Porque un hombre como yo merece lo mejor, y tú eres lo mejor.

Se sentiría en cierto modo conmovida si se tratara de otro hombre. Sin embargo, al girar la cabeza, descubrió sin ningún ápice de sorpresa que seguía tratándose de Naraku.

— No creo que yo sea lo mejor…

— Te subestimas, querida.

De repente, se vio atrapada entre la barra y Naraku, quien acariciaba el brazalete en forma de serpiente que llevaba en el brazo. Tal vez, estuviera demasiado sexi esa noche. No quería que Naraku pensara que se vistió así para él. ¿Y para quién se vistió así? Las mujeres se vestían de esa forma por alguna razón, ¿no? O a lo mejor solo lo hizo porque le gustaba esa ropa y le sentaba de maravilla. En cualquier caso, esa clase de ropa era de la que estaba hecha para llamar la atención a gritos, especialmente, la clase de atención no deseada como aquella. Lo que daría por hacerle tragar esa sonrisa de satisfacción.

¡Si volvía a mirarle el escote…! Tranquilidad. Se obligó a respirar hondo, lo que provocó que su pecho se realzara y Naraku disfrutara aún más de las vistas. ¡Demonios! Inconscientemente, apartó la mirada y reanudó la búsqueda de su hermano. Si Naraku estaba allí, Souta también tenía que estar allí, ¿no?

— Un día de estos tienes que venir a ver mi apartamento nuevo.

— Lo pensaré.

No lo pensaría ni un solo segundo. La única forma de que la metiera en ese apartamento era atada de pies y manos, amordazada y, probablemente, también drogada. ¿Por quién la había tomado? Que esa noche tuviera pinta de buscona no significaba que lo fuera.

— No necesitas pensar; yo lo haré por ti.

Aquello era el colmo del machismo. ¿También le ataría los cordones de las zapatillas? No sabía cómo podía haber sobrevivido tanto tiempo sin que un hombre lo hiciera por ella. Chasqueó la lengua con fastidio y continuó la búsqueda.

— ¿Qué es eso que buscas con tanto interés? ¿No se tratará de tu hermano?

Algo en el tono de Naraku le hizo dejar de buscarlo y mirarlo. Su mirada le confirmó que no se había imaginado la amenaza en el tono de voz. Algo había sucedido, algo muy malo en lo que estaba implicado su hermano pequeño. El corazón se le paró en el pecho de solo imaginarlo tirado en un callejón, solo, cubierto de sangre y… Se obligó a respirar de nuevo, a mantener la calma y a no demostrar lo mucho que la había asustado. Las ganas que tenía de preguntar le obligaron a morderse la lengua. Estaba jugando con fuego, coqueteando con el diablo… En ese momento, por más que odiara admitirlo, Naraku tenía el control.

— Hace horas que lo espero. — continuó — Debía traerme el pago de una mercancía, pero no ha aparecido a la hora y el lugar acordados. ¿Sabes algo de eso?

No, no sabía nada de eso. Solamente sabía que si era verdad lo que decía, todo estaba en contra de su hermanito. Tragó saliva forzosamente, como si se hubiera tragado un caramelo del tipo rompemuelas, y esperó. No podía hacer más que esperar.

— Supongo que no sabes nada. Sin embargo, deberías saber que me veré obligado a encargarme de tu hermanito si no me trae lo que es mío… — la mano que anteriormente acariciaba su brazalete ascendió hasta su cuello y le rodeó la garganta de forma amenazante — Sería una pena que tuviera que matarlo. Entonces, quizás, para salvar su vida, ya que no quieres aceptar una proposición decente, te veas en la obligación de aceptar una indecente.

Se inclinó para darle un beso justo donde latía desfrenadamente su pulso en la yugular y se marchó con tanta calma que deseó reventarle una botella de cristal en la cabeza. ¡Estaban jodidos! No, estaban muy jodidos. Se lo dijo, se lo advirtió… ¡Souta debió escucharla, diablos! Los había metido a ambos en un follón. Esa brisa preocupante que le estaba soplando la nuca mientras trabajaba se lo advertía. ¡Algo malo estaba por suceder! Y eso era peor que malo. Tener que acostarse con ese tipejo a cambio de la vida de su hermano sería algo que jamás podría olvidar. Y, desde luego, ¡mataría ella misma a Souta si no aparecía con el dinero!

Tenía que marcharse de allí inmediatamente y encontrar a Souta aunque fuera lo último que hiciera en la vida. Con esa idea en mente, abandonó la barra y, tras recoger su gabardina, el local. Una vez fuera, llamó a su hermano por teléfono. Un tono, dos tonos, tres tonos… diez tonos, once tonos, doce tonos. No le cogió el teléfono móvil. Gruñó tan alto que algunas personas que hacían cola para entrar al local se apartaron, acongojadas.

En un intento de no llamar la atención, se alejó caminando hacia… bueno, no sabía hacia dónde iba, pero se estaba alejando. Volvió a llamar para obtener el mismo resultado una segunda vez, una tercera y una cuarta. Al quinto intento, se quedó mirando su teléfono como si lo estuviera viendo por primera vez. ¡Era un puto Iphone! Había una posibilidad de localizar a su hermano si utilizaba la aplicación de Buscar mi Iphone. Ella tenía la contraseña y el usuario de Souta al igual que él tenía los suyos para casos de emergencia como aquel. Amó su Iphone más que nunca. Cuando Souta se lo regaló, le pareció una extravagancia y supo que se estaba juntando con la gente equivocada. Lo primero lo pudo superar porque se enamoró perdidamente de esa nueva tecnología. Lo segundo no podía haber sido más acertado.

Introdujo las claves de Souta en y esperó hasta que le dio una respuesta. Souta o su Iphone, al menos, estaban… estaban… ¿qué demonios hacían allí? Tendría que tomar un autobús solo para acercarse a esa zona y sería demasiado lento. Necesitaba su bicicleta. Guardó el móvil en su bolso y corrió hacia su casa como si le fuera la vida en ello. En verdad le iba la vida en ello si lo pensaba. Aquel mal nacido buscaba a su hermano y su hermano estaba en el lugar más inhóspito de cuantos era posible en aquel lugar. Estaba en el bosque "encantado". Un lugar oscuro y siniestro del que solo había escuchado historias de terror desde su más tierna infancia. ¿Por qué demonios estaría allí?

Estaba sin aliento cuando llegó a su casa. Agarró la bicicleta intentando hacer el menor ruido posible para no despertar a su abuela y emprendió la marcha hacia ese lugar. Lo mejor era que su abuela jamás se enterara de nada de todo aquello. Conocer la completa verdad sobre la vida que estaba llevando Souta, después de cuanto habían vivido, la mataría. Tenía que protegerla, era su deber como su nieta y se lo haría saber también a Souta en cuanto diera con él.

Tardó cerca de cuarenta minutos en llegar allí. El autobús habría tardado eso mismo contando con todas las paradas y, además, la habría dejado a quince minutos de paseo hasta allí. Quince minutos espeluznantes en ese ambiente. ¿Por qué había una niebla tan espesa y tan baja? Apenas podía verse los pies mientras pedaleaba hasta allí. El bosque siniestro y oscuro tampoco ayudaba a que se sintiera más cómoda. Estaba todo perfectamente colocado para espantar a las visitas indeseadas. Visitas como la suya.

Frente a ella había una verja que brindaba protección a lo que parecía una mansión oculta tras la niebla. No sabía que hubiera una mansión en esa zona. Lo que estaba claro era que, quien vivía allí, no debía ser demasiado sociable o habría escogido otro lugar para asentarse.

Tanteó con las manos la verja. Si Souta estaba ahí adentro, estaría metido en un lío, seguro.

— ¿Souta? — lo llamó.

Volvió a tomar el Iphone y consultó la localización de nuevo. Seguía allí. Eso solo podía significar que estaba dentro.

— ¡Genial! — exclamó.

Ya no era una niña, no debiera darle miedo ese sitio. Sin embargo, allí estaba temblando como una chiquilla ante la sola idea de atravesar las verjas que parecían brindarle protección de ese lugar. Allí adentro, la niebla era tan espesa que apenas se veía la opulenta mansión. Una mansión que, cuando solo era una niña, le habría hecho soñar con vivir en ella. ¿Quién no soñaría con vivir en un lugar como ese?

— ¡Souta!

¡Por Dios, que la oyera! Por nada del mundo quería entrar allí. O eso pensaba hasta que escuchó el aullido de un lobo. ¿Lobos? ¿Había lobos allí? Se volvió aún sobre la bicicleta intentando distinguir algo entre la niebla del bosque. Otro aullido. ¡Lobos! No había tiempo para reflexionar más sobre el tema. Empujó la verja que chirrió y cedió inmediatamente. Le sorprendió no tener que escalarla. ¿Por qué estaba abierta? ¿Tendría algo que ver Souta?

Entró pedaleado y volvió a empujar la puerta para cerrarla. Ojalá esos lobos la dieran por cerrada y no se les ocurriera placarla.

— ¿Souta? — musitó.

De repente, se sintió cohibida y diminuta. No quería llamar la atención en ese sitio, no quería ser percibida. Solo quería encontrar a su hermano y la forma de marcharse sin convertirse en la cena de una manda de lobos, y, por supuesto, sin una denunciar por allanamiento, dicho sea de paso.

Se bajó de la bicicleta, se colocó a un lado y tiró de ella para hacerla caminar a su lado. Siguió la senda de las baldosas de piedra como si se tratara de Dorothy siguiendo el camino de baldosas amarillas en busca del mago de Oz. Temía que si se salía de ese camino, no fuera capaz de encontrarlo de nuevo. La niebla era tan espesa, tan blanca, tan confusa. Al respirar hondo, sintió como el aroma de la vegetación la embargaba. ¡Qué curiosa variedad de olores! Ese lugar era de lo más sorprendente.

La bicicleta tropezó con un escalón, avisándole de que había llegado a los peldaños que la llevarían a la entrada de la mansión. Levantó la bicicleta y subió los peldaños. Había seis peldaños. Una vez arriba, deslizó la palanca de apoyo de la bicicleta para dejarla allí y se acercó a las puertas. Permitió que una de sus manos vagara sobre las elevaciones y siguiera el tramo de uno de los relieves. Solo aquellas puertas habrían requerido horas y horas de la vida de varias personas para ser construidas y perfeccionadas. Eran magníficas y, probablemente, carísimas.

Deslizó la mano derecha sobre la superficie hasta el tirador, pero, en el último instante, la apartó aterrorizada. Tenía un muy mal presentimiento. Souta sí que la había hecho buena en esa ocasión. Tenía que encontrarlo y marcharse de allí en el sentido más literal de la palabra. Souta, la amama y ella podían encontrar un lugar mejor para vivir. Un lugar en el que nadie los conociera, donde pudieran empezar desde cero sin la carga de un pasado oscuro. Los recuerdos siempre los acompañarían, pero no tenía por qué seguirlos el espectro de su pasado condicionando sus vidas. Podían volver al País Vasco, como los aitites siempre desearon, pero nunca se atrevieron, temerosos de que el paso del tiempo hubiera convertido su tierra natal en otro lugar.

Dio un paso atrás, convencida de que Souta no habría entrado en la casa, y tropezó. Se tambaleó durante unos segundos y estuvo a punto de caer al suelo, pero el equilibrio, en esa ocasión, la acompañó. Se apartó del objeto de su tropiezo y bajó la mirada para identificarlo. Era una playera deportiva que le resultaba familiar. Se acuclilló con el corazón en el puño y la tomó. Una talla 42, de hombre, con una calavera dibujada a rotulador en el talón. ¡Souta!

Se irguió de un salto y se precipitó hacia las puertas. Las golpeó con la intención de llamar, pero, en su lugar, una de ellas se abrió, arrastrándola hacia el interior en lo que podría haber sido una buena caída de no haberse agarrado a los relieves. La zapatilla de Souta estaba tirada en la entrada y la puerta estaba abierta. Le gustara o no, Souta estaba ahí adentro. ¡Maldito estúpido! Se había metido en un lío mucho más grande de lo que creía inicialmente. Si estaba ahí adentro robando… ¡Dios, lo mataría! Él no era un ladrón de guante blanco como su padre, aunque tuviera ciertas habilidades de carterista que en numerosas ocasiones les obligaron a ir a buscarlo a la comisaría.

Fuera como fuese, su hermano estaba allí y tenía que dar con él.

— ¿Hola? ¿Souta?

Dio un paso más hacia adelante, deseosa y a la vez temerosa de adentrarse en ese lugar. Estaba todo tan oscuro. Solo podía vislumbrar el suelo y un pedazo de lo que parecía una escalera hacia el segundo piso gracias a la luz que entraba a través de la puerta abierta. ¿Dónde estaría el interruptor de la luz? ¿Y era conveniente que encendiera la luz?

— ¿Souta? — repitió.

Escuchó un gemino. El inconfundible gemido de su hermano. ¡Estaba en apuros! Dejó caer el bolso en la entrada y echó a correr hacia la derecha, de donde había escuchado su gemido. Había una luz, parecía fuego. Eso acompañado del sonido de su voz la guio hasta él. La guio hasta el fuego de una chimenea encendida y, frente a ella, a su hermano tirado de cualquier forma sobre la alfombra. Parecía como si alguien lo hubiese golpeado. No había marcas en su cara ni a la vista en su cuerpo, pero él parecía totalmente derrotado.

— ¡Souta!

Se lanzó en el sentido más literal sobre él. Cubrió su cuerpo con el suyo y enmarcó su rostro entre sus manos para obligarlo a mirarla. Souta abrió los ojos y la miró como si fuera la primera vez que la veía.

— Kagome…

— ¡Dios mío, Souta! ¿Qué has hecho esta vez?

— Ka-Kagome…

— ¡Naraku te está buscando por algo de una mercancía! — comenzó a hablar atropelladamente — ¡Tenemos que…!

— ¡Ve-Vete!

Recuperó conciencia del lugar desconocido en el que se encontraban justo en ese instante. A ese descubrimiento lo acompañó el sonido de un gruñido, un gruñido animal que le puso los pelos de punta. Al volverse, distinguió una figura moviéndose entre las sombras, observándolos. No estaban solos. Alguien o algo los acompañaba.

Continuará…