Hiztegia (vocabulario)

Amama: abuela.

Bai: sí.

Maite zaitut: te quiero.

nik ere maite zaitut: yo también te quiero.


Capítulo 2. La bestia

Hacía cerca de tres siglos desde la última vez que recibió una visita. De repente, en un mismo día, se presentaron dos visitantes inesperados por primera vez desde que fue obligado al exilio. El primero fue un visitante descarado y egoísta que solo buscaba algo que llevarse a los bolsillos. La segunda era una belleza medio desnuda que parecía amar al anterior. Sintió celos de ese hombre, de su maldita suerte, de la mujer que acunaba su cabeza contra su pecho y lo miraba con tanto amor que podría derretir un iceberg.

El gruñido animal que surgió de su propia garganta lo sorprendió tanto a él como a los visitantes que habían entrado sin permiso en su casa. No solía hacer ese tipo de demostraciones bárbaras frente a nadie; no hasta que ella apareció. La joven que se volvió lentamente y escudriñó la oscuridad en busca del origen de aquel rugido hasta dar con su silueta oscura. Tragó hondo al interceptarlo y lo miró aterrorizada, tan pálida como la nieve. Solía causar ese efecto.

Por un momento, se permitió recordar un tiempo lejano en el que las mujeres se habían desmayado a su paso en lugar de apartarse asqueadas o muertas de miedo. Una época en la que había habido tantas mujeres en su cama como veces se habían cambiado las sábanas. Por aquel entonces, las mujeres lo amaban a él y a su riqueza. Era bien cierto que el dinero podía pagar su siempre agradable compañía, pero la belleza, además, le añadía un extra que ni todo el oro del mundo podría pagar. Todo aquello se acabó. Ya no era aquel hombre. Ya ni siquiera era un hombre.

Retrocedió un paso asqueado de sí mismo. ¿Qué pensaría la joven de él si lo veía? ¿Huiría horrorizada dejando atrás al hombre que amaba? ¿Cogería de la mano a su amante y aceptaría cualquier destino que los deparara a su lado? ¿Apartaría la mirada de él como si se tratara de un monstruo? ¡Dios, sí que era un monstruo!

— ¿Quién está ahí?

Su voz dirigiéndose a él lo dejó mudo. No podía hablarle, no a alguien como ella.

— ¡Kagome, tienes que irte!

El chico tenía razón. A él no lo dejaría marchar, pues había intentado robarle, pero a la chica le daría una oportunidad de huir antes de que fuera demasiado tarde. No tenía por costumbre asustar a las mujeres, aunque hacía tanto que no se relacionaba en condiciones con una que ya ni recordaba cómo dirigirse a ellas. Solo recordaba el sexo, lo único que siempre deseó de ellas y la razón por la que fue castigado.

— ¡No me iré sin ti, Souta!

Sí, sí se iría. Si no lo hacía por su propio pie, él tendría que obligarla.

— ¡Claro que lo harás! — gimió al incorporarse para quedar sentado en el suelo — Tienes que irte y…

— ¿Y qué pasa con Naraku? ¡Te está buscando por…!

— ¡Joder, el dinero! — exclamó.

¿De qué demonios hablaban? Algo de dinero. Al parecer, el dinero seguía siendo la principal preocupación de todas las sociedades. Y pensar que él poseía riquezas incontables que eran totalmente inservibles en ese momento…

— El dinero está guardado en el capó de mi coche. Lo encontrarás junto al solar… — tosió — Yo lo distraeré. ¡Corre!

— ¡No!

¡Qué mujer tan testaruda! Haría bien en obedecer a su acompañante y huir. No estaba ni remotamente interesado en ella, no quería hacerle daño. Ya se había divertido lanzando por los aires al ladronzuelo que había irrumpido en su casa. Ese hombre debía pagar con su vida por haber irrumpido en su hogar. Él y solo él era culpable de que ella hubiera llegado hasta allí y tenía que hacerse responsable de su seguridad. No se opondría si la joven echaba a correr.

— Nos iremos juntos…

Tendría que hacerla entrar en razón.

— Él se quedará para pagar por su delito.

La mujer de cabello azabache se volvió de nuevo hacia el lugar en el que se ocultaba, escudriñando su figura en la oscuridad. No debiera esforzarse tanto, no le gustaría lo que ocultaba.

— ¿Es usted el dueño de la casa?

— Efectivamente, soy el amo.

— ¿El amo? — repitió confundida.

Así lo llamaban desde que podía recordar. ¿Por qué les resultaba extraño? No era un hombre cualquiera, en su día fue un príncipe. ¿Y quién iba a saberlo? ¿En qué año estaba? Ya ni siquiera lo recordaba, ni tenía importancia.

— Ese hombre ha venido a robarme, debe pagar por ello.

— ¡No! ¡No, por favor! — se puso de pie y dio un precario paso al frente que lo obligó a él a dar otro paso atrás para continuar ocultándose — Se lo ruego… Llame a la policía si lo desea y ponga una denuncia, pero no puede tomarse la justicia por su mano.

— ¿Y él sí puede entrar a robar en mi casa y salir impune? — bramó.

La joven se encogió ante su bramido, asustada.

— ¡Márchate! Tú no has hecho nada…

— ¿Cómo voy a marcharme sin mi hermano?

¿Su hermano? De repente, al mirar a la pareja, el parecido se hizo más patente que nunca. Los dos tenían el cabello y los ojos del mismo color, la nariz era casi exacta y los pómulos altos. Su inesperado e incomprensible ataque de celos de unos instantes antes le impidió ver la realidad con claridad. Entonces, ella podría estar soltera… ¿En qué demonios estaba pensando? ¿Y qué importaba si aún estaba soltera? Jamás se fijaría en alguien como él, no después de lo que le hicieron, no después de haberse convertido en una bestia.

— Tu hermano debe pagar. — repitió — Vete. Con un poco de suerte, jamás volverás a encontrar este sitio y no tendrás que preocuparte por él nunca más.

— ¡Hazle caso, Kagome!

¡Sí, demonios! ¡Tenía que hacerle caso! Estaba haciendo lo correcto por una vez en su maldita vida, no podía rechazar su oferta. No sabía cómo el primero encontró sus terrenos en primer lugar, pero sí sabía con certeza que no era nada fácil dar con ellos. La maldición era clara: él no podía salir de allí y nadie podía encontrarlo… nadie que no estuviera destinado a romper la maldición. Un estremecimiento lo recorrió de los pies a la cabeza. ¿Y si ella podía romper la maldición? ¡No, era demasiado hermosa! ¿Por qué una mujer tan bella se iba a enamorar de alguien como él?

— ¿Y si me ofrezco yo en su lugar?

La pregunta de la joven les cortó la respiración tanto a él como al hermano.

— ¿Qué quieres decir? — logró articular.

— Yo me quedaré aquí a pagar por el delito en nombre de Souta y él se marchará.

— ¡Kagome, no!

El hermano sacó fuerzas de lo más hondo de su ser para levantarse y rodearla con sus brazos. Con los tacones que ella llevaba, ambos eran más o menos de la misma estatura.

— No lo has visto… no sabes…

— Si tú no te hubieras metido en este lío, yo no tendría que hacerlo. — replicó la hermana.

— Kagome… — suplicó.

— Soy la mayor, mi deber es protegerte.

La hermana mayor. ¿Cuánto mayor? ¿Un año o dos? Parecían prácticamente de la misma edad. No, era a él a quien le correspondía protegerla. No obstante, en aquella oferta vio una oportunidad que solo un cabrón insensible y egoísta como él aprovecharía. Eso sí, solo aceptaría su oferta si ella la mantenía tras ser plenamente consciente de lo que estaba pidiendo.

— Kagome, es un monstruo…

— ¡No digas tonterías, Souta!

— Él tiene razón. — dio un paso al frente — ¿Mantendrás tu oferta después de verme?

Dio otro paso y otro más hasta salir de entre las sombras y situarse frente a la luz de la chimenea. El rostro de la mujer llamada Kagome se puso ceniciento al verlo. No le sorprendía en absoluto su reacción al verlo, sabía lo que ella contemplaba. Se había mirado al espejo muchas veces tras haber sido maldecido. Tantas que, en un arranque de furia, terminó por romper los espejos que le devolvieron un reflejo que él repudiaba, que no podía ser suyo. Aceptar a su nuevo "yo" fue la tarea más difícil que jamás había realizado. El príncipe que una vez fue era solo un recuerdo.

Hubo un tiempo en el que fue un joven de poco más de un metro ochenta que pesaba apenas setenta y cinco kilos. Su ayuda de cámara decía que era fibroso y atlético, con una figura digna de la corte. En ese momento, sin embargo, medía dos metros y cuatro centímetros y pesaba 130 kilos de puro músculo que lo convertían en una mole. Su cabello se había vuelto plateado, prácticamente blanco y le caía suelto sobre la espalda hasta las caderas. El flequillo parecía no crecerle nunca. Los ojos dorados, quizás, eran el único rasgo no tan terrorífico de su figura, pues sabía bien qué era lo que ella estaba observando con tanto temor. Los colmillos eran más largos de lo normal, con solo entre abrir los labios podían verse. Sus uñas no eran uñas, eran garras gruesas, fuerte y encorvadas que perfectamente podían perforar la piedra. El acento a todas esas monstruosidades lo ponían las orejas blancas de perro que le salían de la parte superior de la cabeza. Unas orejas con las que podía escuchar hasta el más leve susurro. A esas características tan notorias de su fisonomía, se añadían un olfato canino, capacidad para saltar grandes alturas e intolerancia al picante.

Tras unos instantes de duda, la azabache al fin reaccionó. Lanzó una exclamación ahogada por su propio pánico, sus ojos se volvieron cristalinos y se llevó una mano a los labios antes de volverse para apartar la mirada de él con la excusa de abrazar a su hermano.

— ¿Mantienes tu oferta?

Aunque suponía que la respuesta era negativa, preguntó con la esperanza de poder disfrutar de la compañía de la mujer en lugar de tener que torturar al hermano.

— Cuida de la amama

Pudo escuchar el susurro tan claramente como si se lo hubiera dicho a él. ¿Amama? ¿Qué era eso? Quizás no eran franceses.

— ¡Kagome, no!

La reacción del hermano sirvió de preaviso, pero no fue hasta que ella lo dijo en voz alta que la euforia lo embargó.

— Mi oferta sigue en pie.

— ¡Trato hecho!

Se movió con presteza. La arrancó de los brazos de su hermano, agarró el hombre por las solapas de la camisa y lo levantó sin ningún esfuerzo para arrastralo fuera de su casa. Lo lanzaría fuera de su propiedad y, con un poco de suerte, jamás volvería a saber de él. Si sabía lo que le convenía, no intentaría rescatar a su hermana. Si es que era capaz de regresar, claro.

— ¡No, espera! ¡Deja que me despida de él!

No esperó. Siguió cargándolo hasta la puerta y, luego, por el camino de piedra. La hermana lo siguió hasta allí, pero se detuvo al perderlo de vista en la niebla. Aun así, continuó gritando, intentando hablar con su hermano.

— ¡Tienes que llevarle el dinero a Naraku! ¡No permitas que le hagan daño a la amama! ¡Prométemelo, Souta! — su voz hizo una pausa esperando respuesta ¡Prométemelo Souta! — repitió — ¡Souta!

A regañadientes, se detuvo y sacudió al hermano. Esa mujer no se callaría hasta que le diera una maldita respuesta. El ladrón lo miró con odio antes de gritar al fin una respuesta.

Bai!

Maite zaitut, Souta!

Nik ere maite zaitut, Kagome!

Otra vez ese idioma. Jamás había escuchado nada ni remotamente parecido.

— Te encontraré… — se dirigió a él entonces — ¡Juro que te encontraré y sacaré a Kagome de aquí! ¡Si le haces daño…!

— ¿Qué harás si le hago daño? — abrió la puerta de la verja de una patada — Dudo que tan siquiera seas capaz de volver a encontrar este sitio.

— ¡Eres un monstruo!

— Y tú eres el culpable de que tu hermana pase a ser propiedad de un monstruo.

Aprovechando el horror del muchacho, lo lanzó fuera como si se tratara de un saco de patatas y volvió a cerrar la verja. Entonces, esperó. Nadie apareció al otro lado, nadie golpeó la verja, nadie lo llamó, aunque estaba seguro de que ese niño estaría maldiciéndolo e intentando alcanzarlo. El hechizo había recobrado su fuerza, al parecer. Después de tres siglos, durante parte de una noche, la magia que los protegía había caído para traer consigo una sorpresa de lo más inesperada. De nuevo, esa magia se había restablecido para su alivio.

Le dio la espalda a la verja y caminó hacia su hogar. Allí, lo esperaría una mujer con la que no sabía qué demonios iba a hacer. Se le había olvidado cómo se trataba con las mujeres, especialmente en situaciones tan singulares como aquella. Se rascó la cabeza y frunció el ceño del esfuerzo de pensar en lo que vendría a continuación. Si había algo de lo que estaba seguro era de que a ella no le caía bien. ¿Si se hubiera quedado también al hermano para complacerla hubiera sido diferente? No, seguramente no. Una cárcel era una cárcel aunque se le pusieran adornos. Además, había alguien más allí afuera que debía ser importante para ellos. Quizás un familiar mayor o pequeño. Si supiera lo que quería decir esa palabra…

La encontró unos pasos por delante de los escalones. Agarró su brazo y tiró de ella para arrastrarla adentro. Fuera refrescaba cada vez más y ella llevaba muy poca ropa. ¿Así se vestían las mujeres en esa época? Apenas dejaba nada a la imaginación esa chaqueta que se ajustaba a cada curva hasta la mitad de los muslos y, luego, piernas desnudas hasta las botas. Eso no podía considerarse ni ropa interior. Eso era… era… Era demasiado agradable a la vista. La odiaba por mostrarle algo que nunca le entregaría voluntariamente. Por mostrárselo a él y también por mostrárselo a todos los que tuvieran ojos para mirarla.

— ¡Ni siquiera has dejado que me despida de él! ¡De mi hermano!

Sus palabras y el sonido de un sollozo a su espalda se le clavaron como puñales directamente en un corazón que creía que había muerto tiempo atrás. Se limitó a responder con un gruñido, pues sabía que cualquier palabra suya probablemente empeoraría el ánimo de la muchacha, y continuó arrastrándola a través del vestíbulo hacia las escaleras. Al principio, se resistió; luego, dejó que la guiara sin oponer resistencia, resignada. Una mujer hermosa resignada era mucho más de lo que jamás habría esperado obtener. Tendría que conformarse con eso.

— Puedes andar libremente por toda mi propiedad excepto por el ala oeste del palacio.

— ¿Por qué no puedo…?

— ¡Porque yo te lo ordeno así!

Su grito resonó por todo el corredor. En realidad, no había pretendido ser tan violento, pero lo que ocultaba en ese lado de la casa era demasiado valioso para él. Era cuanto le quedaba en la vida. Solo se dio por satisfecho cuando ella asintió con la cabeza para indicarle que entendía sus exigencias.

— Tampoco puedes cruzar la verja y salir. Si alguna vez intentas huir, te buscaré y mataré a todos los seres que te importan excepto a ti…

Hubo un tiempo en el que jamás se habría imaginado a sí mismo hablándole de esa forma a una mujer, mucho menos a una que deseaba cortejar. Por aquel entonces, se deshacía en regalos, cumplidos y hazañas para impresionar a las damas y así poder conducirlas derechitas hacia su lecho. El tiempo de las sutilezas, la delicadeza y las tramas había terminado. En ese momento, no podía permitirse el lujo de volver a ser así. Ya no era un adulador, ni un crío que pensaba únicamente con el pene. En su lugar, era una bestia y tenía que hacerle honor a su nueva condición.

La mujer no contestó a su bravuconada para no provocarlo o quizás porque estuviera demasiado asustada. Se detuvo en la última puerta del pasillo del este antes de que la forma de "l" del corredor los condujera hacia el norte. Aquel era el mejor dormitorio que podía ofrecerle para su eterna estancia junto a él. Empujó la puerta para abrirla y se hizo a un lado para que ella entrara. Lo primero que hizo la joven fue palpar las paredes junto a la puerta. ¿Por qué demonios palpaba las paredes?

— ¿Dónde está la luz? — preguntó entonces.

¿Buscaba una lámpara de aceite o una vela? ¿En la pared? Se permitió entrar en el dormitorio para mostrarle cómo funcionaba la iluminación y únicamente para eso. Él no tenía derecho a estar en su espacio, en el lugar en el que ella dormiría, se bañaría y se cambiaría de ropa. Agarró el pedernal que sabía que estaría sobre la cómoda y lo utilizó para encender la lámpara de aceite. Después, se acercó hasta la chimenea de ese dormitorio y preparó el hogar. Encender las velas de la lámpara a esas horas de la noche sería un desperdicio.

Cuando se alzó, la encontró mirando de un lado a otro lo que podía distinguir del dormitorio. Parecía afligida por algún motivo. ¿No era lo que ella esperaba?

— Creí que…

— ¿Qué? — replicó inmediatamente.

— Bueno… como soy una prisionera…

Entendió a qué se refería. Aquel no era en absoluto el prototipo de cárcel que un prisionero esperaría. No obstante, él tampoco esperó nunca que su opulento palacio se convirtiera en su cárcel.

— ¿Prefieres una mazmorra? Podemos prepararte una bajo tierra si es lo que deseas…

Había diez mazmorras preparadas para los presos bajo el palacio. Una costumbre de tiempos mucho más primitivos que ya habían caducado.

— No, esto está bien…

Claro que lo estaba. Dando por terminada aquella conversación, se dirigió hacia la puerta para marcharse. La joven ya había tenido demasiadas sorpresas por un día, la dejaría descansar. Al día siguiente y por el resto de su vida, empezaría a acostumbrarse a vivir allí con él. No le quedaba más remedio que hacerlo de ese modo o… De cualquier forma, no le sucedería nada a su familia si ella escapaba por la simple razón de que él no podía atravesar las verjas. No podía escapar de su propia casa. Ahora bien, esa era una información que ella no poseía y se aseguraría de que jamás descubriera cuanto se ocultaba allí adentro. Para ello, tenía que reunir al servicio de la casa y explicarles la nueva situación. No quería que a nadie se le escapara nada sobre su pasado.

Se quedó mirando su espalda hasta que desapareció tras la puerta cerrada del que iba a ser su dormitorio. Entonces, permitió dar rienda suelta a toda su frustración en una pataleta digna de la niña que una vez fue. Se arrancó prácticamente la chaqueta de piel falsa de encima, corrió hacia la cama y lloró ruidosamente contra el edredón de plumas. ¡Lo odiaba! Aquel ser, fuera lo que fuera, le había robado su vida. Era cierto que se había ofrecido ella misma, pero solo porque la vida de su siempre díscolo hermano estaba en peligro. Si no hubiera amenazado de esa forma a Souta, si simplemente hubiera llamado a la policía tal y como correspondía… ¡Dios! ¿Cómo iba a llamar a la policía? Habrían encerrado a esa bestia en lugar de a su hermano de verlo.

¡La policía! ¿Cómo no se le ocurrió antes? Aún había una forma de escapar de ese sitio que no la pusiera en la tesitura de tener que romper el trato. La bestia había dejado más que claro lo que sucedería si ella se marchaba. Pero… ¿y si era otro el que la obligaba a marcharse? Seguro que la policía le brindaría protección y pondría entre rejas a esa demoníaca criatura sin corazón. Su hermano y su amama estarían protegidos. ¿Qué más importaba?

Buscó en los bolsillos de la chaqueta sin éxito. La última vez que comprobó la localización de su hermano debía haber dejado caer el Iphone dentro del bolso. ¿Y dónde estaba el bolso? ¡En el vestíbulo! Dejó caer el bolso allí cuando escuchó el grito de su hermano. ¡Diablos, tendría que salir de ese dormitorio para ir a buscarlo! La idea de deambular por ese lugar con la bestia suelta la aterrorizaba. Si algo había dejado patente aquel ser, era su fuerza descomunal. No, no le haría daño o eso esperaba. ¿Para qué la quería allí si su intención no era matarla? Para atormentarla, seguramente.

Agarró el pomo de la puerta y lo giró con cuidado, intentando evitar que cualquier ruido alertara a ese extraño ser. El corredor estaba oscuro fuera. Agarró la lámpara de aceite que el otro había dejado sobre la cómoda y la estudió con la mirada. Después, dio una vuelta sobre sí misma buscando algún indicio de que allí hubiera luz eléctrica. ¿Era posible que no la hubiera? Hasta a ella, que había vivido siempre en el umbral de la pobreza, nunca le faltó la electricidad. ¡Qué extraño todo!

Dio un precario paso al exterior y luego otro. No parecía que hubiera nadie allí, aunque la bestia se movía silenciosamente a pesar de su tamaño. Si giraba a su izquierda, regresaría a las escaleras que la condujeron allí. Las escaleras, después, la guiarían hacia el vestíbulo. Bien, era un camino muy sencillo y no parecía haber vigilancia. No debiera tardar más de dos o tres minutos si iba a paso ligero y nadie se daría cuenta de que había salido de su dormitorio.

— Vamos, Kagome. — se dijo a sí misma.

Empezó a andar como si la estuvieran persiguiendo. Recorrió el corredor hasta el hueco de la escalera y se detuvo allí, mirando el ala oeste de la casa. Esa era la zona prohibida. ¿Qué habría allí? ¿Se hospedaría la bestia en esa zona de la casa? ¿Y acaso le importaba? Lo único importante en ese momento era recuperar su Iphone. Con él tenía una oportunidad de escapar. Admitía que le preocupaba la cobertura en un lugar como ese, pero rara vez le había fallado el teléfono.

Agudizó el oído para asegurarse de que nada más se estuviera moviendo aparte de ella. El silencio la animó a continuar. Bajó las escaleras una por una y se detuvo en el vestíbulo para buscar su bolso. No estaba junto a la escalera. Avanzó hasta las puertas y tampoco lo encontró. Entonces, utilizó la lámpara de aceite para buscar en los laterales. ¿Dónde estaba su bolso? Estaba por la segunda vuelta sobre sí misma cuando el rostro de la criatura a muy poca distancia de ella fue iluminado por la lámpara. El corazón le dio un vuelco al verlo y la lámpara se soltó de sus manos hasta caer al suelo. El sonido de cristales rotos precedió al bramido de la bestia.

A continuación, fue empujada brutalmente contra las puertas. Sintió que los relieves que tan bellos le resultaron previamente se le calvaban en la espalda de forma dolorosa. Jamás nadie la había tratado de esa forma. Se le cortó la respiración por la fuerza del impacto y necesitó unos segundos para recuperar el aliento. Podría haberla matado con ese golpe si le hubiera golpeado en la cabeza.

— ¿Por qué estás aquí abajo?

Al parecer, él no era ni remotamente consciente de su estado o no le importaba. Lo buscó con la mirada en la oscuridad, sin éxito. Podía distinguir el brillo de sus ojos, nada más.

— Yo…

— Pretendías escapar, ¿verdad?

— N-no…

— Entonces, ¿por qué te encuentro a las puertas de mi casa en mitad de la noche tras haberte dejado en tu dormitorio?

Pretendía escapar, pero no era tan tonta como para hacerlo de esa forma tan descarada. Aquella bestia la alcanzaría antes de que saliera por la verja, estaba segura. Además, todavía le importaba su familia. Nada había cambiado.

— Buscaba mi bolso…

— ¿Tu bolso?

— Sí, lo dejé aquí al llegar y lo necesito.

— No, ya no lo necesitas.

¡Y un cuerno que no lo necesitaba! ¿Quién se creía que era él para decidir lo que ella necesitaba o no? De repente, cayó en la cuenta. Él tenía su bolso; por eso no lo encontraba.

— Devuélvemelo. — exigió.

— No.

Su negación rotunda y directa la cabreó.

— Guardo cosas valiosas dentro.

— No es verdad.

— ¡Son valiosas para mí!

El teléfono era su vía de escape, pero también había otras cosas que ella apreciaba dentro. Por ejemplo: la fotografía con sus padres y su hermano que guardaba en la cartera. Él no tenía derecho a decidir qué era importante y qué no.

— Ya no necesitas ese bolso.

— ¡Tú no…!

— ¡Es mi última palabra!

Otro de esos gritos suyos capaces de dejar sorda a una persona logró acallar su próxima queja. La batalla estaba perdida. Aunque le encantaba oponerse y demostrar que a ella nadie le daba órdenes, en el poco tiempo que había pasado allí descubrió que ese hombre tenía un temperamento totalmente fuera de control. No era buena idea llevarle la contraria, muchos menos cuando no pesaba ni la mitad que él. Tendría que ser estúpida para no darse cuenta de que él podría pasarle por encima como una apisonadora.

Tendría que pensar en otra forma de escapar de allí. Estaba claro que no podía conseguir ayuda de fuera, así que tendría que apañárselas ella solita. De hecho, el monstruo no parecía ser una persona paciente, por lo que quizás podría poner a límite su paciencia. Como resultado, él podría darle su ansiada libertad para no soportarla más o matarla. Seguro que, si se sentaba a pensarlo con la cabeza fría, se le ocurriría un plan menos arriesgado que aquel. Con esa idea en mente, decidió mostrarse complaciente y regresar a su dormitorio. Si la bestia estaba contenta, se confiaría, y ella tendría una oportunidad de escapar.

Al dar un paso adelante, él la detuvo agarrando su brazo.

— Espera.

Estaba a punto de protestar a pesar de las medidas tomadas cuando él encendió otra lámpara de aceite en el vestíbulo.

— Necesitarás esto.

Hizo amago de cogerla cuando se percató de que él la estaba mirando de una forma extraña. Miraba sus piernas, sus brazos desnudos, su escote… la miraba como si ella se hubiera presentado desnuda ante él, como si… como si fuera comestible. Y, con comestible, no se refería a que él quisiera comérsela en el sentido literal de la palabra, ya que su aspecto feroz podría dar lugar a equívoco. Más bien se refería al sentido más sexual que se le podría atribuir a esa palabra. La deseaba. Aquel era el motivo de que hubiera aceptado su oferta en lugar de desquitarse con su hermano. Los intereses de esa bestia estaban más allá de lo que imaginó y la sola idea de que él la tocara de ese modo…

— No vuelvas a mirarme así… — musitó.

— ¿Cómo?

— Como si creyeras que te pertenezco.

El palurdo de Naraku Tatewaki solía darse esos mismos aires frente a ella y no le había funcionado a pesar de su evidente atractivo. ¿Por qué iba a funcionarle entonces a esa bestia?

— En realidad, me perteneces desde que te ofreciste a quedarte.

— No te equivoques. Me quedo para proteger a mi familia, no para complacerte.

— ¿Qué diferencia hay? — preguntó con voz suave y sedosa por primera vez.

— La diferencia es que nunca amaré a una bestia como tú.

No supo interpretar su reacción ante tal respuesta. Si lo había enfadado, lo disimulaba muy bien para su carácter; si lo había herido, no daba ni una sola muestra de dolor. Simplemente, permaneció ante ella tan impertérrito como una estatua.

— No necesito que me ames para obtener de ti cuanto se me antoje. Recuérdalo.

No le dio tiempo para que ideara una réplica. Antes de que pudiera tan siquiera abrir la boca para defender su propio cuerpo, él había desaparecido. Sabía que ya no estaba tan siquiera en el vestíbulo, lo habría percibido de alguna forma. Era como si él se hubiera esfumado de golpe. Respiró hondo y echó a correr escaleras arriba antes de que él decidiera obtener algo de ella en ese instante. Por demoledor que sonara, él tenía razón. Si quería imponerse, no tenía nada con lo que defenderse de su fuerza superior. Solo podría callar y esperar que terminara pronto. Necesitaba un plan de huida para ya.

Entró en su dormitorio de nuevo y cerró la puerta a su espalda. No había ningún cerrojo con la que bloquearla. ¡Cómo si eso sirviera de algo contra la bestia! Dejó la lámpara de aceite sobre una mesilla junto a la cama y se sentó para quitarse las botas. El fuego de la chimenea ya había calentado la habitación. Se dejó caer de espaldas sobre la cama y cerró los ojos. Por un momento, se vio a sí misma en su propio dormitorio. Desearía tanto estar allí…

Unos golpes en la puerta la sacaron de su ataque de nostalgia. ¿Era la bestia? ¿Iba a imponerse tan pronto? Creyó que le daría al menos unos días para…

— Soy Kaede, el ama de llaves. Le traigo un vaso de leche caliente y unas galletas para que le ayuden a dormir, señorita.

— ¿Ama de llaves? — repitió como una autómata.

Antes de que le diera tiempo de darle permiso para pasar, la puerta se abrió y entró una anciana que le recordó a su abuela. La mujer era de corta estatura, poco más del metro cincuenta, y rechoncha. El cabello blanco estaba recogido en un moño en la nuca y llevaba cofia. El traje de sirvienta color ocre con el delantal de encajes y las llaves colgadas de la cinturilla del mismo le hizo incorporarse de golpe. Jamás había visto a nadie vestido de esa forma fuera de una película de la época victoriana.

Tal y como anunció, la anciana llevaba una bandeja con un vaso de leche y galletas caseras. Se acercó hasta la cama y dejó la carga sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara de aceite aún encendida. Tenía una sonrisa amable y una mirada cariñosa que le hicieron olvidar todo aquel infierno que estaba viviendo durante unos instantes.

— Necesitas descansar bien, muchachita. Mañana, cuando te hayas recuperado, te presentaré al servicio de la casa y te enseñaré los terrenos.

— ¿Al servicio de la casa?

— Por supuesto. ¿No creerás que una anciana como yo puede limpiar este palacio sola?

Por supuesto que no. Aunque era de noche, no le dio la sensación de que nada estuviera sucio. De hecho, su dormitorio estaba ya preparado aunque ella no era una visita planeada. El trabajo que suponía cuidar de ese lugar debía requerir de los servicios de al menos una treintena de criados. Entonces, eso solo podía significar que no se encontraba ella sola con la bestia.

— ¿Estáis siempre aquí? — preguntó con un hilo de voz irreconocible incluso para ella misma.

Aunque ya había averiguado la respuesta, se vio en la necesidad de preguntar y de asegurarse.

— Por supuesto. Todos los criados vivimos en el palacio con el amo.

— ¡Oh, Dios mío, gracias!

El alivio que la embargó fue tal que se puso de rodillas en la cama y abrazó a la anciana que tan amablemente la había tratado después de tanta hostilidad. La anciana le devolvió la muestra de cariño acariciándole con afecto el cabello.

— No debes preocuparte. El amo está un poco alterado hoy porque han sucedido muchas cosas imprevistas… — se explicó — Él no suele ser tan violento. Ya verás cómo aprenderás a apreciarlo y a…

— ¡No lo creo! — exclamó contra su hombro con los ojos llenos de lágrimas — ¡Es un monstruo! ¡Una bestia!

Y las primeras impresiones eran muy difíciles de cambiar.

— Nunca hay que juzgar a un libro por su portada. — continuó la anciana — Lo que me recuerda, tenemos que conseguirte algo apropiado para que te vistas.

Se dirigió hacia lo que parecía un armario con decisión. Al abrirlo rebuscó hasta dar con algo que obtuvo una exclamación de victoria por su parte.

— No querrás que crean que una mujer capaz de sacrificar su libertad por su hermano es una buscona.

Entendió el mensaje de Kaede en cierto modo. La imagen de ella en esos momentos se aproximaba más a la de una femme fatale que a la de una mujer decente que podía permitirse el lujo de repudiar a un hombre como aquel. Bien, punto para Kaede. No obstante, estaba segura de que esa bestia era exactamente lo que parecía y el paso del tiempo lo demostraría. Aunque, a decir verdad, prefería no dejar que el reloj corriera demasiado. Quería regresar con su familia y poder aprovechar lo que quedaba de su juventud en vez de derrocharla encerrada en ese lugar.

— ¿Y tiene un nombre la bestia a la que llamas "amo"?

— Se llama Inuyasha.

— Inuyasha… — repitió.

Tomó la prenda que Kaede le ofrecía entre sus manos mientras meditaba en silencio sobre su nueva situación. Tenía que aferrarse a esa anciana como fuera. Estaba segura de que sería su mejor baza allí adentro.

Continuará…