Capítulo 3. Gritos del pasado
Al abrir los ojos tras un largo y reconfortante sueño, esperaba encontrarse en su dormitorio, a salvo de la bestia. Sin embargo, la suerte no parecía acompañarla. Aquel hombre, bestia o lo que fuera que había conocido la noche anterior no era una pesadilla. En verdad estaba en su mansión, palacio o lo que quiera que fuera aquello y en verdad estaba atrapada entre sus garras en el sentido más literal de la palabra. Solo recordar esas uñas encorvadas que habían rozado su piel le hizo estremecerse.
Sacó un pie de la cama y rozó el suelo con él. El tacto suave de la moqueta le hizo cosquillas entre los dedos. Después sacó el otro pie y se levantó. La habitación que le asignaron estaba sumida en las sombras, al igual que cuando se podía permitir el lujo de despertarse tarde y las persianas apenas podían contener la luz solar. Caminó hacia las cortinas que cubrían la luz natural del sol desde el techo hasta el suelo y tiró de ellas para descorrerlas. La luz de un sol de media mañana se abrió camino para iluminar el dormitorio. A continuación, abrió otras cortinas y otras hasta que el dormitorio quedó plenamente iluminado.
Dio una vuelta sobre sí misma contemplándolo. La noche anterior, debido a la escasa luz que le proporcionaban la lámpara de aceite y el fuego de la chimenea, apenas pudo verlo. Era majestuoso, digno de alguien de la realeza. El techo estaba repleto de molduras que emulaban hermosos arreglos florales hasta unirse en una falsa bóveda en el centro de la estancia. Los bordes de las molduras estaban pintados en dorado, remarcando los bellos dibujos. El rodapié también era dorado. Le gustó que las paredes fueran blancas; ese era su color favorito para las casas. El blanco siempre era puro y hermoso, le favorecía cualquier tipo de luz y le daba calma y paz.
Regresó a la cama y acarició uno de los cuatro postes a los pies de la cama para seguir el dibujo de unas enredaderas. Arriba, sostenían el dosel y unas cortinas de color burdeos estaban listas para ser desplegadas. Aquella cama era más de lo que nunca habría deseado tener. No solo era bella, también comodísima. Aquel era el mejor colchón sobre el que se había tumbado en toda su vida y las sábanas suaves y bien plisadas una maravilla. Hasta la colcha dorada era hermosa. Deseó que su amama también pudiera descansar en una cama como aquella. Su espalda ya anciana lo agradecería muchísimo. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Cómo habría reaccionado cuando Souta le dijo que no regresaría? ¿Se lo dijo?
La preocupación le creó un nudo en el estómago. La abuela ya era muy mayor, no necesitaba esa clase de sustos. Desearía poder ahorrarle todo ese dolor, poder estar con ella. Y lo estaría. Fuera como fuese, encontraría la forma de escapar de allí y de regresar a su lado. Asimismo, si volvía a dar con su hermano, le daría capones en la cabeza hasta dejársela plana por su comportamiento irresponsable. Saber que su hermano también se dedicaba a robar casas la enfermaba. No estarían metidos en ese lío si hubiera sido una persona honrada, aunque no lo culpaba por haber escogido un camino no tan recto. La humildad siempre tenía un precio muy alto mientras que la codicia y el egoísmo parecía hacer mucho más felices a sus receptores.
Se inclinó sobre la mesilla de noche y estudió la lámpara de aceite. Solo había visto ese artefacto en las películas de época. No era lo mismo que la luz eléctrica, por supuesto, pero para un apuro funcionaba de maravilla. Entonces, se fijó por primera vez en las lámparas a cada lado de la cama. Eran como bombillas de cristal con bella forma que en su interior tenían velas. Se giró para buscar más en la habitación. Había unas cuantas en diferentes puntos estratégicos. Así era como se iluminaba el dormitorio por la noche. Un método arcaico, pero sencillo y efectivo. Solo había que cambiar las velas cuando se terminaran y podía encender únicamente aquellas que fueran imprescindibles para ver.
Bien, sistema de iluminación resuelto. Su siguiente destino fue la cómoda junto al armario. En ella, encontró sábanas y mantas. Luego, se dirigió hacia el armario. Era muy alto y ancho. Juraría que ocupaba casi tanto como el cuarto de baño de su casa. Acarició la superficie de madera y se sorprendió por la suavidad. La madera había sido exquisitamente tratada. Blanco con los bordes dorados, como todo el dormitorio. Agarró el tirador de la puerta, notando el frío del metal y las formas geométricas talladas en él, y tiró de él hacia su cuerpo. Dentro no había casi nada. Las perchas estaban vacías a excepción de una de la que colgaba una bata blanca. Más abajo, en los cajones que inspeccionó, solo encontró un par de camisones como el que Kaede le dio la noche anterior.
Suspiró y se colocó frente al espejo. Jamás en toda su vida había llevado algo que la cubriera tanto. Aquel camisón no tenía ni el menor atractivo. Parecía una camisa de hombre con la diferencia de que, en vez de llegarle hasta los muslos, tal y como a ella le gustaba, le llegaba hasta el suelo y prácticamente lo arrastraba. Las mangas largas tenían que ser remangadas para que pudiera usar las manos. Por delante, los botones se ataban hasta su cuello. ¡Solo se le veía la cabeza! Hasta que tuviera oportunidad de marcharse de allí, tendría que conseguir ropa que no le produjeran deseos de tirarse por la ventana.
Se inclinó sobre un sofisticado diván con tapizado burdeos a juego con las cortinas de la cama con dosel y de las ventanas y tomó su ropa de la noche anterior. Eso tampoco era una opción por dos motivos. El primer motivo porque la bestia la había mirado como los hombres miraban a las mujeres que deseaban. Nada en ese mundo desearía menos que a esa bola de demolición sobre ella intentando tomarla. El segundo motivo porque, tal y como Kaede le recordó amablemente la noche anterior, parecía una buscona. Esa era su intención cuando se lo puso, a decir verdad, pero no era su intención en esos momentos.
¿Y qué se iba a poner? El cosquilleo en su bajo vientre le indicó que tenía otros problemas de los que preocuparse. No había ido al cuarto de baño desde mucho antes de que llegara a aquel lugar la noche anterior. ¿Dónde estaría el baño? Pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro, impacientemente. Entonces, se fijó por primera vez en la puerta que estaba junto al fuego de la noche anterior. No perdía nada por probar.
— ¡Bingo!
Tenía su propio cuarto de baño. ¿Qué más podía pedir? Quizás, que no pareciera un cuarto de baño sacado del Palacio de Versalles. Juraría que ese cuarto de baño era una copia idéntica del que visitó en Versalles cuando iba al instituto. En el fondo, teniendo en cuenta el sistema de iluminación de la casa, tendría que dar gracias a que tuvieran un sistema de cañerías. Podía soportar vivir sin luz, pero no sin agua caliente. Había unos mínimos.
Usó el excusado y después se lavó las manos en el lavabo. A través del espejo, estudió la bañera. Se sostenía sobre unas patas. Interesada por ella, se acercó y palpó la superficie perfectamente limpia. Después tocó la grifería dorada. Un momento… ¿era de oro? Jamás había visto tanto despilfarro en toda su vida. La gente rica le daba asco. Había personas en el mundo que vivían sin dinero suficiente para comer en condiciones mientras que los ricos gastaban su dinero en extravagancias de ese tipo. Al parecer, la bestia tenía más defectos de los que ella imaginó. Un aspecto horrible y una actitud derrochadora… Nada podría ser más contrario a su propia filosofía.
Abrió el grifo y probó con una mano la temperatura del agua mientras lo regulaba. ¿Qué estaba haciendo? No tenía intención de bañarse en ese momento. Necesitaba comer algo o desfallecería. Lo último que tomó fueron un par de tequilas tras una buena cena casera. Cambió el frío suelo de baldosas del cuarto de baño por el cálido suelo cubierto por la moqueta del dormitorio. A continuación, agarró la bata que había encontrado previamente en el armario y se la colocó. También la arrastraba por el suelo. El asunto de la ropa era algo que debía resolver lo antes posible.
Antes de abrir la puerta que daba el corredor miró con ansiedad sus botas de tacón de aguja. Sería un suicidio estilístico ponerse esas botas con ese camisón. Suspirando, le dio la espalda a las botas y salió descalza del dormitorio. Aprovechó la alfombra larga que cubría la parte central del corredor para no caminar sobre la madera. Dio un paso, luego otro y otro hasta que unas voces en el vestíbulo la atrajeron.
— ¡Es ella! ¡Es la elegida!
— Pero no ha sido muy agradable con el amo…
— El amo tampoco fue demasiado refinado anoche. — la defendió la única voz que conocía, la de Kaede — La pobre muchacha estaba aterrorizada.
— El amo tiene que aprender a controlar su temperamento.
— ¡Y ella no debiera ser tan orgullosa!
¿Era orgullosa? Nunca se había visto a sí misma de esa forma, pero, quizás, sí fue orgullosa la noche anterior. Tenía que serlo en realidad si quería sobrevivir en ese lugar.
— ¡Myoga, no eres más que un viejo…!
— ¡Cuidado con lo que dices, Kaede! — le advirtió el otro.
— Intentemos mantener la calma, ahora debemos estar más unidos que nunca. ¡La joven podría romper la maldición!
— Perdona que te lo diga, pero me parece más probable que pesque un resfriado con esa tendencia suya de pasear desnuda.
— Es una agradable visión.
— ¡Es totalmente inapropiada para el amo! — exclamó el otro furioso — ¡Él fue criado para casarse con una dama de alta alcurnia!
No pudo resistirse a asomar la cabeza para ver al trío que discutía tan acaloradamente. Reconoció a Kaede inmediatamente. Junto a ella, se encontraban un hombre adulto más bien cerca de la jubilación y uno joven que no sería mucho más mayor que ella. El adulto tenía la cara roja del empeño que le estaba poniendo a la discusión y apuntaba con un dedo al joven en una amenaza. Sin embargo, al joven no parecía preocuparle en absoluto su bravuconada.
— ¿Casarse? Nunca tuve la impresión de que el amo fuera la clase de hombre que se casa con una sola mujer. No obstante, si la poligamia estuviera permitida…
— ¡Obsceno! — el mayor lo empujó — ¡Traidor! ¡Desleal! — lo empujó de nuevo con su rechoncha barriga — ¿Cómo te atreves a hablar así de tu amo?
— ¡Por amor de Dios, dejad de discutir! Se va a enterar toda la casa y el amo dejó muy claro que ella no debía saber nada de…
— Es un poco tarde para eso, Kaede.
El joven la señaló a espaldas de Kaede. Ni siquiera ella misma se había dado cuenta de que empezó a bajar los escalones interesada por la discusión a medida que ellos continuaban inmersos en ella. De repente, se hallaba a mitad del tramo de escaleras que la guiaría al vestíbulo.
— Lamento interrumpir… — se disculpó — Yo… yo… Tenía hambre…
— ¡Oh, claro que sí, criatura!
Kaede se aproximó a los primeros escalones y le tendió una mano indicándole que podía terminar de bajar. Al llegar abajo, tomó su mano, pero en seguida le fue arrebatada por el joven, quien empezó a besarle el dorso con insistencia.
— Enchanté, mademoiselle.
Apartó de la mano de sus labios de un tirón. Odiaba que la besuquearan y más aún de forma tan gratuita.
— Yo soy Miroku, a su servicio.
El joven realizó una elegante reverencia para ella. Era muy guapo, debía admitirlo, pero en absoluto su estilo. Los jóvenes de estatura media con cuerpos esbeltos e incluso delicados nunca fueron su estilo. Eso por no hablar de su rostro, tan bello y perfectamente formado que parecía esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Sus ojos grises eran sin duda el rasgo más atractivo que encontraba en él. Ahora bien, las cejas finas perfectamente depiladas, la barba totalmente inexistente, como si no tuviera ni pelusilla, la nariz pequeña y coqueta y el mentón en forma de corazón le producían escalofríos. El cabello castaño estaba recogido en una coleta en la nuca y tenía tirabuzones. No estaba en absoluto acostumbrada a ver hombres como aquel.
Aunque, sin duda alguna, era su ropa lo que más la anonadaba. ¿Por qué estaba disfrazado? Llevaba medias de color beige, botines dorados, un pantalón de corte pirata color lila, camisa blanca y chaleco también lila con elegantes brocados dorados ajustado a su esbelta figura.
— ¡Al amo no le gustará que la beses!
El otro apartó de un empujón al que se hacía llamar Miroku y realizó otra reverencia más torpemente debido a su incipiente barriga.
— Myoga, a su servicio, mademoiselle. Yo soy el mayordomo principal de la casa.
— Ah, pues encan…
— ¡Olvidé decirle mademoiselle que soy el ayuda de cámara del amo! – la interrumpió Miroku.
— ¿Ayuda de cámara? — repitió consternada.
— ¡Estaba hablando yo, grosero! — lo volvió a empujar con su barriga para hacerle retroceder — ¡Mal educado!
— Solo trataba de ser amistoso…
— ¡Tú no le interesas! ¡Ella es para el amo!
— ¿Disculpa? ¡Yo no soy para nadie!
Se interpuso entre los dos hombres y les lanzó una acusatoria mirada. Ella no era de nadie, no era una propiedad, ni un objeto para que ellos pudieran decidir a quién pertenecía.
— No nos mal interprete, mademoiselle, es solo que… — Myoga le lanzó una mirada suplicante a Miroku, quien no hizo nada para ayudarlo — ¡Miroku se lo explicará!
— ¿Yo?
Miroku tragó hondo y balbuceó incoherencias mientras intentaba pensar algo que le ayudara a salir del apuro.
— ¡Sois unos necios los dos! — los amonestó Kaede — La pobre muchacha está muerta de hambre y asustada. Apenas llegó anoche y no conoce nada. Haríais bien en callaros y regresar a vuestro trabajo antes de que el amo os eche a los perros por usar esa lengua vuestra para molestar a la joven.
La reprimenda de Kaede surtió el efecto deseado. Ambos agacharon la cabeza avergonzados por su infantil comportamiento a pesar de la edad y se retiraron con una silenciosa reverencia. Entonces, Kaede le puso las manos sobre los hombros y la guio hacia el salón en el que estuvo la noche anterior, suplicando por la vida de su hermano. A la luz del sol era un salón con comedor. La mesa podía albergar hasta a diez personas y estaba colocada con lo que parecía el desayuno. El fuego ya no estaba encendido y se podía ver una butaca de grandes proporciones junto al hogar. Esa debía ser la butaca de aquel que todos llamaban amo, del tal Inuyasha.
— Yo no pertenezco a nadie… — musitó.
— Por supuesto que no, chiquilla. No hagas caso de esos dos. Los hombres son siempre tan posesivos… Creen que todo lo que alcanzan a ver les pertenece.
— Esa es una forma de pensar propia de la Edad Media…
— A veces creo que ellos se quedaron atrapados allí.
Sonrió a la anciana y se dejó caer en una de las sillas tapizadas con arreglos florales. A veces ella también creía exactamente lo mismo. No importaba cuánto hubiera evolucionado el mundo, ni cuánto lucharon las mujeres por la igualdad, al final ellos siempre seguían siendo exactamente lo mismo y ellas seguían cayendo en la trampa. Por más que odiara admitirlo, prefería mil veces más a un hombre celoso, protector y posesivo que la hiciera suya que a un hombre enclenque y liberal de esos que no protegían lo que les importaba.
Agarró una tostada francesa y la mordisqueó. Tenía tanta hambre que hasta tomaría un desayuno típicamente francés. Entonces, Kaede le sirvió té y todo su mundo se vino abajo.
— ¿Y el café?
— ¿Café? — repitió.
— Sí, necesito café para despertarme. Tomo café todos los días para desayunar, me gusta solo y con tres cucharadas de azúcar. Por raro que suene, no suelo tomarlo amargo porque me gusta…
— No tenemos de eso aquí.
¿No había café? ¡Dios Santo, tenía que salir de allí cuanto antes! Pase lo de la luz e incluso lo de la ropa, pero el café era sagrado. Nadie podía tocarle el café. Sin café, ella no era persona, así de sencillo.
— ¿Cómo es posible que no tengáis café?
— Cultivamos té y diferentes plantas para infusiones.
— ¿Y no se puede comprar? — preguntó esperanzada.
— No vamos al mercado a comprar, esta finca se autoabastece. Tenemos huertos, ganadería e incluso un lago en el que hay buena pesca si se sabe cuidar el entorno para que no se contamine.
¿Se autoabastecían? Aquellos terrenos eran una maldita mina de oro. A pesar de que los grifos fueran de oro, algo totalmente fuera de lugar, tenía que aplaudir a la bestia, puesto que tuvo una gran idea. Entonces, seguro que harían su propia mantequilla, su propia miel, su propia mermelada… Todo lo que había sobre la mesa era natural. Si no le faltara el café, sería perfecto.
— ¿Y no es posible que cultivéis granos de café?
— Temo que las condiciones no sean las más apropiadas…
Tenía que salir de allí como fuera. Por el momento, se tendría que conformar con el té hasta tener una taza de café que llevarse a los labios. Mientras troceaba con el tenedor la mitad de un melocotón en almíbar, recordó que necesitaba algunas cosas.
— ¿Tenéis algo de ropa de mujer por aquí? A poder ser algo que no sea un disfraz del tipo Luis XIV…
— ¿Disfraz? No tenemos disfraces aquí…
La anciana parecía confundida de repente y ella también.
— ¿No? Si parecéis todos disfrazados, como si estuvierais haciendo una representación de la vida en la campiña francesa en el siglo diecisiete o dieciocho…
— Si me disculpas, hay tareas que requieren mi atención urgente.
Antes de que pudiera emitir una sola palabra en respuesta, la anciana se había ido, dejándola sola en el salón. ¿La había ofendido? ¡Diablos, no era su intención! Aquella anciana era la única persona que le había brindado afecto y seguridad en esa casa repleta de locos. No quería que se sintiera ofendida o insultada. Quizás, se extralimitó sacando conclusiones. Estaba claro que esa gente estaba chapada a la antigua, ¿y qué? ¿Quién era ella para juzgar su modo de vida si ellos lo eligieron? Podrían ser como los Amish, quienes eligieron esa vida construida en el pasado por propia voluntad.
Se golpeó la cabeza contra el respaldo de la silla para castigarse a sí misma. Su amama le habría echado una buena bronca por su falta de respeto y con absoluta razón. Tenía que pulir sus encantos si quería sobrevivir en ese lugar el tiempo suficiente como para que se fraguara un plan de huida decente. Cuanto más tardara, más se angustiaría la abuela y en más líos se metería el gañán de su hermano. Si era lo bastante rápida, llegaría ella primero hasta su familia. Entonces, recogerían lo esencial lo más rápido posible y se marcharían para no volver nunca. Ojalá su español y su euskera no estuvieran demasiado oxidados para la inmigración.
Al terminar de desayunar, tomó las escaleras de nuevo para ir a su dormitorio. Una vez arriba, se sorprendió de ver a la bestia parada frente a su dormitorio. Se escuchaba ruido de movimiento, como si estuvieran haciendo algo dentro. ¿Qué más podía quitarle ya? ¡Sus botas de tacón alto! De eso nada, Nadie tocaba su calzado. Sin luz, sin Iphone, sin ropa, sin café y sin zapatos… ¡Iba a perder la cabeza!
— ¿Qué se supone que estás haciendo?
Sonó mucho más borde de lo que pretendía. La bestia volvió la cabeza hacia ella y entrecerró los ojos, evaluándola. ¡Bastardo! Solo porque fuera más grande que ella no se iba a achantar. De él no obtendría nada sin importar que fuera amable y cariñosa o desagradable y despiadada, así que se decantaba más por lo segundo. Él era arrogante, presuntuoso, violento, cruel, despiadado, codicioso y… y… bueno, seguro que ya le encontraría otro defecto a lo largo del día.
A la luz del sol, no le pareció tan horripilante. Seguía siendo una mezcla entre ser humano y bestia de lo más desconcertante, pero no daba tanto miedo como entre las sombras. Los rasgos monstruosos que en la oscuridad le parecieron desconcertantes, a la luz del sol parecían guardar más armonía con su estructura. La altura y el tamaño de su músculo era lo que más pavor le producía por el simple hecho de que podría aplastarla y obligarla a hacer exactamente lo que él quisiera, tal y como recalcó cruelmente la noche anterior, si así lo deseaba. Era demasiado fuerte para ella y para cualquier persona normal. Toda esa ropa negra cubriéndolo a excepción de las manos y la cabeza no podía ocultar que debajo había músculo duro y fuerte.
Su cabello era plateado y casi tan largo como el de ella misma, pero no parecía cano. Parecía el color real de su cabello. No obstante, lo más impactante de esa cabeza no era el color del cabello, sino el par de orejas caninas que allí surgían. Seguro que podría oírlo todo con ellas. Nunca imaginó que alguien pudiera… Bajó la mirada hacia su rostro, sintiéndose incapaz de mirarlas por más tiempo. Sus ojos eran dorados, como dos soles; bellísimos. Sobre ellos unas espesas cejas los coronaban y caía una nariz aguileña. Sus labios eran finos, tanto que al menor movimiento de su boca se entreveían esos dientes y los colmillos… Su mirada bajó más hacia el mentón fuerte y perfectamente delineado. Sí, ese era un punto en el que podía concentrarse.
La verdad sea dicha, si no fuera por las características extrañas que rompían la armonía de su persona, podría decirse incluso que él era hermoso o que podría haberlo sido. Sin garras, sin colmillos de depredador, sin esas orejas y arreglándole un poco lo demás… ¿Qué sucedería entonces? ¿En qué demonios estaba pensando? No estaba allí para buscarle el lado bueno a la bestia si es que lo había.
— Pensé que necesitarías algunas cosas si vas a vivir aquí.
— ¿Qué cosas? — preguntó con el ceño fruncido.
— Kaede me ha comentado tu problema con el vestuario…
— Kaede… — intentó disculparse por lo sucedido con ella.
— Te agradecería que en un futuro cuides tus palabras frente a mi servicio. — le reprochó — No están aquí para soportar los comentarios hirientes de una mujer cualquiera.
— ¿Cómo te atreves?
— ¡Me atrevo porque yo soy el amo!
Se alzó ante ella con toda su estatura. Desearía decir que se opuso, que le plantó cara y lo puso en su lugar, pero la realidad era que retrocedió hasta que su espalda dio con la pared. Si alguien sabía cómo intimidar a una mujer, ese era Inuyasha. Agachó la cabeza avergonzada y musitó una explicación aunque no tenía por qué hacerlo.
— No era mi intención… Solo quería comprender porque todo es tan… tan… ¿antiguo?
— ¿Antiguo? — repitió él.
— No hay electricidad, el sistema de cañerías está anticuado, la ropa que lleváis… bueno… no es la moda de ahora precisamente…
— Tenemos otro modo de vida diferente al que conoces. Te recomiendo que, en lugar de luchar contra él, te acostumbres.
Esa fue la única respuesta que obtuvo de él. Después, salieron dos criadas jóvenes de su dormitorio y la dejaron sola. Volvió a entrar para encontrarlo perfectamente ordenado: la cama había sido hecha, el dormitorio ventilado, olía a lavanda. Desearía haberlo hecho ella misma. Odiaba que la atendieran de esa forma, sobre todo cuando el "amo" señaló tan acertadamente que había sido descortés.
El brillo de los nuevos objetos que había en su cuarto la atrajo. Sobre la cómoda había sido colocado otro espejo de mano de plata, un cepillo y un peine de plata, polvos con su esponja y perfume. Dentro de una cajita bellamente decorada encontró hermosos pasadores para el cabello. ¿Todo eso era para ella? ¿Por qué? Creía haber dejado muy claro que no sería su querida. No entendía entonces por qué la agasajaba de esa forma. ¿De dónde salió todo aquello? ¿A quién pertenecieron antes? Tenían que haber pertenecido a otra persona o no tenía explicación que estuviera allí, esperándola.
El armario estaba entreabierto y repleto por lo que dejaba entrever. Se aproximó a toda prisa a él y abrió las puertas de par en par. Todas las perchas vacías anteriormente sostenían vestidos largos de telas fastuosas. Acarició la seda y el satén sintiéndose indigna de tales prendas. Aquello era maravilloso, digno de una princesa. Sacó uno de los vestidos solo para poder verlo mejor. Era como estar en un sueño. No importaba en absoluto que ya no se utilizara ese tipo de ropa, a ella le encantó en cuanto la sostuvo. En los tablones para los zapatos también le dejaron una variedad de calzado de todo tipo. Los cajones habían sido llenados con encajes blancos que harían llorar a su amama.
Ya tenía todo lo que necesitaba para moverse por ese lugar y la bestia le había dado permiso el día anterior para deambular por allí. Se dio un rápido baño sin disfrutar de la bañera con los jabones que le habían dejado y se secó suavemente con la toalla de lino mientras se dirigía de nuevo hacia el armario. Necesitaba ropa interior limpia y no era una opción ponerse pololos. Todo era tan antiguo… de la época en la que todavía no existían las bragas, ni los tangas. Asimismo, en lugar de sujetadores encontró camisolas y corsé. Eso no era una opción en absoluto. ¡Pues al natural! Tampoco era que se dirigiera al Cover Garden sin bragas, algo que desaconsejaba totalmente.
Tomó una camisa blanca con cuello en forma de v que se adhería bastante bien a su figura y se volvió a poner su minifalda. El conjunto en general tenía un toque vintage que le gustó. En lugar de ponerse las botas, a sabiendas de que estas evitarían que su exploración fuera exhaustiva, se decidió por unos botines de color marrón oscuro que le dejaron. Parecían de piel auténtica y por dentro estaban acolchados. Jamás se había puesto nada tan cómodo. ¡Lástima que el tacón fuera tan bajo! De no ser por eso, habrían pasado a ser sus zapatos favoritos. Se anudó los cordones y probó la talla. Diría que eran una talla más grande que sus pies, pero eso no era un problema. Sería un verdadero problema que resultaran ser una talla más pequeños.
Se cepilló el cabello frente al espejo y lo dejó suelto sobre su espalda antes de salir del dormitorio. ¿Escandalizaría al servicio con esa ropa? Todos parecían acordar que ella tenía tendencia a andar desnuda por ahí. En realidad, en comparación con muchas otras, solía vestir bastante más ropa. Tendría que hacerles algunos arreglos a las prendas para poder usarlas y, para ello, le tendría que pedir permiso a Inuyasha. No podía hacer modificaciones en sus regalos sin su permiso.
Solo de pensar en tener que volver a hablar con él se le revolvieron las tripas. Desearía poder ignorarlo y ocultarse de él hasta que toda aquella pesadilla terminara. Tenía muy mal temperamento. Ahí estaba el otro defecto que podía añadir a la lista: arrogante, presuntuoso, violento, cruel, despiadado, codicioso y con mal temperamento. También era, ciertamente, atento, ¿no? Al fin y al cabo, le hizo todos esos regalos y le dio un dormitorio estupendo para que se sintiera cómoda. ¡Con esos pensamientos no llegaría a ninguna parte!
Dio un paso decidida hasta que vio a Myoga y a Miroku dirigirse hacia ella. Al parecer, no podría contar con la libertad que esperaba.
— Yo… yo solo estaba… — intentó justificar su salida como si estuviera cometiendo un delito.
— El amo nos ha ordenado que le enseñemos el palacio.
— ¿Os lo ha ordenado?
— Claro, mademoiselle, por algo es el jefe.
En eso Miroku tenía razón. Se resignó con un suspiro y los siguió hacia el norte por una parte del corredor que no había recorrido antes. Le enseñaron una gran variedad de dormitorios, salitas de té y de entretenimiento, una sala de costura que podría resultarle útil y la parte trasera de los terrenos. Todo lo que se alzaba ante sus ojos hasta el horizonte (praderas, jardines, fuentes, establos, huertas, ganado…) le pertenecía a aquella bestia. ¡No podía creerlo!
De vuelta al corredor en el que se encontraba su dormitorio, se sentía un tanto abrumada por cuanto le habían mostrado. La riqueza de ese hombre no tenía límite. No eran propiedades lo único que poseía. Colgadas de las paredes también guardaba obras de arte auténticas según sus guías y también vio esculturas exquisitas. Aunque no preguntó por ello, estaba segura de que también guardaría joyas de valor incalculable. Además, estaba claro que hubo una mujer en su vida. ¿Por qué sino iba a guardar esa ropa femenina? Se preguntó qué mujer habría sido capaz de amar a ese monstruo. Aunque, por otra parte, si ella no estaba allí, quizás era porque no pudo amarlo.
Iban a enseñarle el piso de abajo. Al llegar a las escaleras, se detuvo para contemplar el corredor que daba al ala oeste de la casa. Él dijo que no debía ir a esa zona de la casa. Ojalá no lo hubiera dicho porque solo logró enardecer su curiosidad.
— ¡Oh, no! No debe entrar a esa zona de la casa mademoiselle.
Con ellos vigilándola desde luego que no. Le picaban los dedos por la curiosidad, por las ganas de explorar por ella misma la zona prohibida. ¿Por qué sería que le atraía tanto el hecho de que estuviera prohibido? Si no le hubiera dicho nada, para ella habría pasado desapercibido. Sin embargo, él se lo dijo, y ahora ella estaba en la obligación de desvelar el misterio. Solo tenía que distraer a sus guardianes.
— Me preguntaba cuál es la diferencia entre ser mayordomo o ayuda de cámara.
Myoga y Miroku se miraron entre ellos y, luego, se volvieron hacia ella.
— Yo soy la mano derecha del amo.
Lo dijeron ambos al mismo tiempo. Tal y como esperaba, aquel era un tema delicado para ese par de hombres que se llevaban como el perro y el gato. En cuanto escucharon al otro dar la misma respuesta, se volvieron para replicarse el uno al otro.
— ¡Yo soy de mucha más utilidad al amo! ¡Me aseguro de que todo en la casa funcione según sus deseos! — aseguró — ¡Tú solo le peinas!
— ¿Disculpa? ¡El amo no podría ni salir de su dormitorio de no ser por mí! — se jactó — Además, no tengo que rebajarme a servir a los invitados como un camarero.
— ¡Repite eso si te atreves!
— ¡Camarero! ¡Camarero! ¡Camarero!
La discusión estaba servida. Aprovechó que ellos bajaban las escaleras tirándose de los pelos para dirigirse hacia el corredor del oeste. El aire pareció cambiar allí, se volvió más pesado y frío. Como si acabara de entrar a una casa totalmente diferente donde el ambiente resultaba tan asfixiante que se le encogían los pulmones. ¿Cómo era posible eso a dos pasos de diferencia del otro lado del corredor? A pesar de que el pasillo era idéntico, le parecía totalmente diferente. El color ya no era tan brillante, ni las texturas tan exquisitas.
Al llegar a la esquina del pasillo, empezó a comprender. El corredor que se alzaba ante sus ojos era totalmente opuesto al resto de la casa. Eso sí que parecía sacado directamente de una película de terror del estilo de Guillermo del Toro. Era oscuro y tenebroso. Unas gárgolas que custodiaban unas escaleras en espiral que subían al siguiente piso parecían a punto de cobrar vida. Estaban tan bien hechas, eran tan realistas… Tocó la garra de una para descubrir que, efectivamente, eran de piedra.
Las escaleras la guiarían hacia un lugar desconocido. El segundo piso no había sido ni remotamente mencionado por los otros. De hecho, no había ninguna otra escalera para acceder a él. Ninguna salvo aquella escalera de piedra rodeada por un halo de misterio. Le temblaban las manos. Jamás se había sentido tan estúpida por tener miedo como en ese momento. Había vivido cosas muchísimo peores, no podía asustarse de una escalera. Aquello solo era sugestión, nada más.
— Sé valiente, Kagome. — se dijo a sí misma.
Puso un pie sobre un escalón y luego otro y otro hasta que la escalera terminó. El siguiente piso estaba en la más completa penumbra. Tomó uno de los candelabros junto a la entrada y lo sostuvo frente a su cuerpo mientras se adentraba en la oscuridad. Las esculturas de allí arriba ya no eran bellas. Allí, el escultor había captado el horror, la miseria y el miedo para recrear oscuras y malvadas criaturas dignas de los cuentos de miedo que les contaban los padres a sus hijos para enseñarles a ser precavidos. Si quería una buena pesadilla, allí arriba la tenía.
Algo le rozó un hombro. Dio un paso atrás agitada y alzó el candelabro. Un rostro siniestro de ojos grandes, nariz torcida y sonrisa diabólica la estaba observando. Gritó por la impresión y se llevó una mano al corazón desbocado en el pecho. Tras unos instantes, descubrió por sí misma que se trataba de una escultura más. Todavía estaba recuperando el aliento cuando por casualidad el candelabro iluminó un cuadro en la pared. Se acercó despacio, cuidadosa de por dónde pisaba, hasta que estuvo a su alcance.
El hombre del cuadro era joven y hermoso. El cabello negro había sido recogido en una coleta sobre uno de sus hombros. El flequillo le caía hasta confundirse con unas cejas gruesas que enmarcaban unos ojos del color de la canela. Su mirada era seria y diría que también arrogante. La nariz era perfecta, como si estuviera operada. Los pómulos altos estaban enmarcados por un par de mechones de cabello. Su mentón anguloso y delicadamente trazado combinaba con los labios finos y rosados. A pesar de lo guapo que era, le pareció un tanto femenino. No parecía la clase de hombre con el que ella saldría.
Había posado con un brazo doblado justo bajo el pecho. En uno de los dedos llevaba un anillo con un rubí enorme. Inconscientemente, estiró un brazo y acarició la joya pintada sobre el lienzo. Esa joya le resultaba familiar. ¿Dónde la había visto antes? Al dejar caer la mano, se topó con una placa en el pie del retrato. Se inclinó con el candelabro y leyó en voz alta la inscripción.
— Su alteza real el príncipe Inuyasha Taisho, el primero de su nombre. Año 1718…
Tardó unos segundos en asimilar lo que había leído. Después, el candelabro se deslizó de su mano al suelo en un estruendo ensordecedor que lo dejó todo a oscuras.
Continuará…
