Capítulo 4. Hombre y bestia
El príncipe Inuyasha Taisho; año 1718. Esas palabras resonaron en su cabeza hasta llegar a hacer eco. La bestia se llamaba Inuyasha y era un maldito príncipe del año 1718. De repente, cada pieza empezó a encajar en su cabeza como un puzle. El palacio, los sirvientes vestidos de Luis XIV, su forma de mirar la ropa que ella usaba, las instalaciones de la casa, el amo… No eran como los Amish, no escogieron ese modo de vida. Ellos estaban estancados, atrapados en otra época.
Dio un paso atrás en la oscuridad, aterrorizada. Myoga. Miroku y Kaede, cuando los escuchó hablando en el vestíbulo, habían mencionado una maldición. En ese momento, no le prestó la debida atención a sus palabras, fue algo que ignoró porque no le encontró sentido. Quizás, hablaban en un sentido figurado. En realidad, debían estar hablando de la más pura verdad. Ese lugar estaba maldito y ella estaba atrapada ahí adentro. ¿Y si ya no podía salir? ¿Y si jamás volvía a ver a su familia?
Respiró hondo intentando tranquilizarse. Si una bestia como aquella existía, ¿por qué no iban a existir las maldiciones? De hecho, solo algo semejante podría haber creado aquella abominación. La imagen del hermoso príncipe que permanecía oculto en la oscuridad regresó a su mente como un relámpago. Ese hombre de bello rostro y estructura delicada era la bestia. Una vez fue un hombre y alguien lo condenó a esa vida de oscuridad y soledad. Debió hacer algo terrible para que aquello le sucediera. Aun así, le costaba creer que ambos se trataran de la misma persona. ¡Eran tan diferentes! Totalmente opuestos diría ella.
¿Tendría ese carácter cuando era un joven apuesto o se le agrió el carácter cuando encontró despreciable la imagen que le devolvía el espejo? La verdad era que cualquiera encontraría, cuanto menos, difícil encontrarse en esa tesitura. Era como una de sus bailarinas. Aparentemente jóvenes y bellas para toda la eternidad, pero, en realidad, fácilmente sustituibles. La belleza no era eterna para nadie y él lo descubrió de la forma más brutal posible. Entonces, seguramente, se encerró en sí mismo y dejó de ser hombre para ser bestia…
Desde que se conocieron, aunque no habían pasado ni veinticuatro horas, no se le ocurrió pensar que podría llegar a sentir compasión por esa criatura de carácter violento y sensible temperamento. Sin embargo, en esos instantes, le pareció más humano que nadie. Llevaba tres siglos lamiéndose las heridas en ese lugar inhóspito, alejado de una civilización que en el pasado lo habría mandado a la hoguera y en el presente lo metería en un laboratorio con peores intenciones. Prácticamente había olvidado cómo relacionarse, el calor del afecto humano y la compasión. Todo le fue arrebatado.
Un haz de luz violeta la cegó momentáneamente. Confundida por el fenómeno, escudriñó la oscuridad hasta que dio con un diminuto punto violeta situado a una buena distancia de ella. La lámpara de aceite se le cayó y, aunque la encontrara, no tenía forma de volver a encenderla. Asimismo, no estaba segura de que fuera conveniente acercarse allí. Había violado la intimidad de la bestia, contradiciendo por completo sus indicaciones. Debería marcharse de allí y hacer como que nada había sucedido. Con un poco de suerte, la bestia no la azotaría por su desobediencia.
Esa era su intención hasta que aquella luz regresó con más intensidad. Sentía que la estaba llamando a ella, que quería que se acercara. La razón le pedía a gritos que se marchara de allí lo antes posible, pero la curiosidad, su mayor debilidad, la empujaba hacia ella hasta tal punto que sus pies empezaron a moverse solos. Tropezó con una silla, se golpeó en el costado contra un mueble y estuvo a punto de caerse de bruces a cuenta de un diván a pesar de que caminaba despacio con los brazos frente as u cuerpo para identificar obstáculos. Cuanto más se acercaba, la luz se volvía más intensa, iluminando los alrededores.
Se detuvo a unos metros de distancia. Aquello era una esfera rosada que flotaba en el aire sin ayuda de ningún tipo de mecanismo. No debiera sorprenderse; al fin y al cabo, acababa de descubrir que estaba en un lugar encantado o, peor aún, maldito. La esfera emitía vibraciones que a ella le llegaban en forma de haces de luz. Quería que ella se acercara, de algún modo lo sabía. Su instinto de supervivencia le gritó. ¿Y si era peligroso? ¿Y si tocaba esa cosa y explotaba? Había visto suficientes películas como para imaginar toda clase de destinos. Tenía que marcharse ya.
Le dio la espalda a la esfera, decidida, y llegó incluso a dar un par de pasos antes de que otro haz de luz surgiera de la esfera y recorriera el segundo piso iluminando los muebles abandonados y demás propiedades. Esa era la guarida de la bestia.
— Kagome…
Una voz femenina, suave y armoniosa la llamó. Allí no había nadie más, nadie que ella pudiera ver. ¿Había sido la esfera? Se volvió y la estudió asombrada. Aunque le costara la vida hacerlo, tenía que acercarse. Sus pies se movieron con lentitud, explorando con cuidado el camino que tomaban a pesar de que estuviera iluminado. Notaba un nudo en el estómago que le subía por la garganta. Las manos le temblaban mientras las elevaba frente a su cuerpo para tomar la esfera. Esta brilló con más fuerza cuando estuvo a un palmo de ella. Entonces, sin darse tiempo para prepararse, la encerró dentro de sus manos.
Las imágenes la asaltaron a raudales. Vio al príncipe Inuyasha caminando como un pavo real por las estancias de su palacio, vanagloriándose de su superioridad. Era apuesto, era rico y era un príncipe. Estaba rodeado de bellísimas mujeres que luchaban entre ellas sin intentar ocultar su odio mutuo para complacerlo y ser la elegida del príncipe. El príncipe sonreía satisfecho por el efecto que causaba en las mujeres y las animaba a luchar por su atención. Día tras día mujeres diferentes entraban y salían de su lecho sin importar que fueran campesinas o condesas. Todo era válido para el príncipe mientras fuera hermoso.
Soltó la esfera de golpe, la cual continuó flotando frente a ella. Estaba sudando por el esfuerzo como si acabara de correr una maratón, el corazón le martilleaba contra el pecho y tenía la boca seca. La esfera le estaba mostrando el pasado, a Inuyasha. Le recordó a Naraku y su forma de tratar a las mujeres. Jamás se fijaría en un hombre como ese por muy apuesto que fuera. Aun así, la curiosidad era demasiado fuerte. De un rápido movimiento, volvió atrapar la esfera entre sus manos.
En esa ocasión, vio una hermosa mujer de cabello negro laceo y ojos del color de la madera de roble que caminaba frente a él sin demostrar el más mínimo interés en su persona. El príncipe no podía consentirlo; ninguna mujer podía serle indiferente. Aquella mujer suponía un reto para él que estaba dispuesto a aceptar. Dejó a las otras mujeres, les dio la espalda, y se concentró única y exclusivamente en la bella cortesana que lo había cautivado. El paso del tiempo lo volvió tierno, amable y generoso y, finalmente, sucedió lo impensable: le pidió matrimonio. La morena aceptó y lo abrazó como si temiera que aquello solo fuera un sueño.
Volvió a soltar la esfera y respiró hondo. No lo entendía. Él cambió, aprendió a amar, ¿no? ¿Por qué entonces estaba maldito? Presentía que la esfera le daría esa respuesta. Alzó las manos para un tercer intento cuando una respiración a su espalda la paralizó. Allí había alguien más, alguien con la respiración tan fuerte como la de un animal. Solo había alguien así en ese lugar y ella había invadido su territorio prohibido.
Dejó caer las manos a los lados de su cuerpo, sin apartar la mirada de la esfera. Estaba claro que no iba a saber el final de la historia. Tragó saliva con esfuerzo, consciente de que tenía la garganta cerrada por los nervios. Él no decía nada, solo se limitaba a respirar en su nuca como si fuera un animal cazando a su presa. Intentaba intimidarla y le estaba funcionando de maravilla. La tenía justo donde él quería en esos momentos. Debió hacer casos a sus instintos y abandonar ese piso antes de que él la encontrara allí.
Tenía que decir algo, intentar explicarse.
— Yo…
— Myoga y Miroku te perdieron de vista mientras te enseñaban la casa.
Su voz sonaba suave y calmada, pero a ella no la engañaba. Podía sentir su furia en aumento. Notaba el temblor de su pecho por el esfuerzo de contener uno de esos rugidos capaces de tumbar una casa. No estaba en absoluto tranquilo.
— Me perdí… — mintió.
— Mientes.
¡Por supuesto que mentía! ¿Qué esperaba? Tenía que intentar protegerse a sí misma a pesar de que él la había pillado, literalmente, con las manos en la masa.
— Yo solo…
— ¿Buscabas algo que robar? ¿Pensaste que te ocultaba esta parte del castillo porque había tesoros aquí?
— ¡No soy ninguna ladrona!
Bien, ella también estaba enfadada. No le permitía a nadie que la llamara ladrona, mucho menos después de la vida que había llevado. A pesar de la penuria, jamás se le pasó por la cabeza tan siquiera robar. Además, no ansiaba riqueza y opulencia, solo una vida digna. Él no tenía ningún derecho a juzgarla, mucho menos cuando se había criado entre sábanas de seda con accesorios de oro.
— Solo un ladrón se habría comportado de esa forma y, casualmente, has ido a dar con mi mayor tesoro…
— Fue casualidad que yo…
— Puedes quedarte con todas las joyas de la casa y lucirlas a tu antojo, no me importa. — sintió su mano recorriendo su espalda en una amenazadora caricia sobre la camisa hasta el hombro, donde se apostó — ¡Pero jamás volverás a acercarte a la esfera!
— No quiero tus joyas…
— ¡Las tendrás igualmente!
¿Qué le pasaba? ¿Tan ciego estaba que era incapaz de entender que lo que la empujó allí fue la curiosidad y no la codicia? No tuvo tiempo de pronunciar una réplica antes de sentir que su otra mano imitaba el recorrido que siguió la anterior hasta posarse sobre su otro hombro. Bien, sus dos garras estaban sobre ella, amenazantes. Si quisiera, podría despedazarla y, en vista de su mal temperamento, tal vez fuera mejor que no provocara a la bestia mientras la tuviera agarrada.
Notó su aliento más cerca, junto a su cuello. Una de las garras le apartó la melena azabache, dejando al descubierto la tez blanca y la maldita yugular. El pulso se le disparó. Él ya no era un hombre, no podía esperar que se comportara como tal.
— ¿Qué debería hacer contigo? ¿Cómo podría castigarte por desobedecer mis órdenes?
— Podrías no castigarme… — se atrevió a musitar manteniendo la vista siempre fija al frente.
— Buen intento…
La bestia se rio, no como una bestia sino como un hombre. Era una risa grave, ronca y mucho más sensual de lo que estaba dispuesta a admitir. El miedo se había convertido en algo más. Continuaba allí, pero junto a él se habían apostado otra clase de emociones que la estaban perturbando. ¿Por qué esa voz masculina le parecía sexi? ¿Por qué encontraba de lo más excitante la cantidad de posibilidades que implicaban la pregunta de la bestia? ¿Por qué algo en su interior respondía a las implicaciones de esas palabras?
Su nariz se pegó a su cuello y sintió cómo aspiraba su aroma lenta y metódicamente. Después, el respiró hondo, acariciándola con su aliento. Le pareció que él disfrutaba oliéndola. ¿Olería el miedo? Había oído que los animales eran capaces de oler el miedo. Y, en tal caso, ¿sería capaz de oler también su excitación? Se le habían endurecido los pezones bajo la fina camisa. Solo tendría que bajar la mirada y lo sabría. Quizás ya lo había hecho y disfrutaba de su confusión. Ella tenía demasiado miedo de moverse, de mirarlo y de hacer algo de lo que se arrepentiría.
Algo húmedo acarició su piel. Era su lengua recorriendo cada nervio sensible de su cuello, insinuando y provocando un remolino de emociones dentro de ella. Sabía muy bien lo que estaba haciendo y cómo hacerlo. Su técnica no podría ser más depurada. Por supuesto, tuvo mucho tiempo para practicarlo cuando las mujeres hacían cola frente a su cama para acostarse con él. Eso debió apagar su lívido, pero, al contrario, lo inflamó más si era posible. Rara vez se encontraba un hombre que conociera tan bien el cuerpo femenino.
— Kagome…
Pronunció su nombre en un jadeo mientras una de sus manos descendía a lo largo de su brazo hasta alcanzar sus caderas. Entonces, la rodeó y tiró de ella para empujarla hacia atrás, contra la dureza de todo su cuerpo híper musculado. Sabía que estaría inclinado sobre ella, que su cabeza apenas estaría rozando la parte baja de su pecho. Él era enorme, demoledor, potente. También lo era esa parte de él que empujaba contra su trasero exigiendo de ella cuanto podía dar. ¿Se lo daría? ¿Así de fácil?
Recuperó la cordura al sentir que su otra mano descendía hacia su pecho, introduciendo lentamente los dedos por el cuello de la camisa. Al sentir las garras sobre la suavidad de la piel de su escote, regresó a la realidad. Él era un monstruo que había amenazado con matar a su hermano y la había condenado a vivir en ese lugar maldito, apartada de cuanto amaba en ese mundo. No era un hombre de verdad, no era alguien honorable y no era en absoluto alguien a quien ella podría llegar a amar. Si quería una mujer en su cama, se había equivocado por completo con ella. No se acostaba con bestias.
— ¡Suéltame! — le ordenó con voz helada — ¡Ahora!
Él se detuvo durante unos segundos, consternado por el repentino cambio de actitud. Después, le hizo girarse y la obligó a contemplar la furia de su mirada.
— ¿Por qué? ¿Qué ha cambiado?
— Nada. ¡No quiero que me toques!
— ¡Mentira! — bramó — ¡Hace un instante me habrías suplicado!
— No estaba en mis cabales, ahora sí.
Su respuesta no contentó a la bestia, quien la levantó del suelo para ponerla a la altura de su mirada. La levantó con tan poco esfuerzo que se indignó. Sentir que no tocaba el suelo le hizo sentirse débil e inferior.
— Me temes… — musitó como si fuera toda una revelación.
— ¿Y te extraña después de cómo me has tratado?
Intentar negar la realidad sería una pérdida de tiempo.
— Yo podría…
— ¡No hay nada que tú pudieras hacer!
— Si me permitieras intentarlo, yo… — trató de hacerle razonar.
— ¡Una bestia como tú jamás colmaría a una mujer como yo!
La soltó de golpe. Sus pies tocaron el suelo de repente y tuvo que agitar los brazos en el aire para evitar perder por completo el equilibro, y caerse de forma vergonzosa sobre el suelo. Le dio la espalda y caminó de un lado para otro como un animal enjaulado y peligroso. Ella había elegido hacerlo por las malas y ahí lo tenía.
— Tu familia viene a mi casa a robarme, tú ofendes a mi servicio e intentas quitarme lo más preciado que tengo y, además, osas…
No terminó la frase antes de volverse hacia ella con los ojos rojos. El hermoso dorado tan característico de su mirada había sido sustituido por el color de la sangre, por una mirada tan violenta que hizo que le flaquearan las rodillas. Si quería una bestia, la tenía enterita para ella. Ahí justamente estaba el monstruo que había llamado a gritos. Iba a matarla de forma lenta y dolorosa. Probablemente, la descuartizaría con la fuerza de esos brazos. El destino que había temido desde que encontró a su hermano la noche anterior al fin había llegado y ni siquiera pudo despedirse de su hermano y de su amama.
— ¡Márchate! — ordenó secamente.
Le estaba ofreciendo una salida antes de que reventara. A pesar de ello, su cuerpo se negó a obedecerle y se quedó allí clavada como una estatua, aterrorizada.
— ¡Vete! — rugió en esa ocasión — ¡Fuera de mi vista!
Recuperó la movilidad milagrosamente. Pasó a su lado a la carrera y se tropezó en la oscuridad con todos los muebles y estatuas habidos y por hacer antes de alcanzar la puerta que la llevaba a las escaleras de caracol. La bestia no la seguía; de lo contrario, lo sabría. Escudriñó una última vez la oscuridad y echó a correr escaleras abajo como si la persiguiera el demonio. Podría ser de ese modo, así que mejor no perder el tiempo.
…
La escuchó tropezarse con todos los malditos muebles de la estancia con los dientes apretados y los puños cerrados, provocándole sangre en las palmas de las manos. No recordaba haberse sentido tan furioso desde que se inició la maldición y la pérdida de su anterior vida le hizo perder el juicio durante semanas. Por aquel entonces no era demasiado conveniente acercarse a él y en esos momentos tampoco. Siempre tuvo mal temperamento, desde que podía recordar. La diferente entre el pasado y el presente era que mientras era humano se controlaba y ocultaba esa parte de su ser; la bestia, por el contrario, era demasiado apasionada y de reacciones impulsivas.
Se dejó caer sobre una butaca colocada cerca de la esfera creada para recordarle la maldición y cerró los ojos, intentando calmarse. Kagome era tan hermosa que le robaba el aliento. Tiempo atrás la habría perseguido como un loco en busca de sus favores. En ese momento, no obstante, la estaba persiguiendo como un animal en celo. Como si creyera que tenía la más mínima oportunidad… La belleza era un lujo que ya no podía permitirse.
Cuando Myoga y Miroku balbucearon que la habían perdido de vista, él subió automáticamente al primer piso y se dirigió hacia el ala oeste. Presentía que ella lo había desobedecido de nuevo y los resquicios de su aroma esparcidos de forma sutil en aquel aire viciado se lo confirmaron. Subió los escalones de dos en dos dispuesto a sacarla de allí a la fuerza y lanzarla dentro de su dormitorio para luego encerrarla con llave como castigo por su desobediencia. Nada más llegar arriba, notó que la esfera se comportaba de un modo muy diferente al habitual. El miedo lo asaltó. ¿Era culpa de ella?
Se acercó silenciosamente, sin dejar notar su presencia, y la vio. Ella agarró la esfera entre sus manos y contuvo la luz allí. Entre las sombras, sus ojos superiores a los humanos le permitieron seguir contemplando su silueta. Volvió a liberar la esfera y respiró costosamente, intentando recuperarse. Debería estar furioso con ella por tocar con sus manos lo más sagrado que había en esa casa, pero, en su lugar, se fijó en que ella estaba más bella que nunca y toda agresividad desapareció para ser sustituida por un profundo deseo. Daría lo que fuera por tenerla.
Su melena azabache rizada era brillante y parecía sedosa. Le recordaba a la noche, a la belleza del cielo nocturno combinado con la luna y las estrellas. Su cabello era el cielo, su tez era la luna y sus ojos las estrellas. Una tez tan suave y pura que lo dejó asombrado la primera vez que la vio. Ahora bien, eran sus ojos, su mirada inteligente y desafiante, lo que más lo atrajo de ella. Tenía una mirada color chocolate que podría hacer que un hombre se arrodillara ante ella. Combinada con una sonrisa suya sería demoledora, aunque él nunca tendría el placer de disfrutar de su sonrisa. Esos labios rojos, carnosos y sensuales jamás se reirían para él o con él. Cada rasgo suyo era tan delicado como el de una muñeca de porcelana.
La mujer no sabía vestirse o era demasiado descarada, algo que tampoco había podido dejar de notar. Llevaba la misma falda, cinturón o lo que fuera de la noche anterior, una camisa interior de las que él le dejó y botines. No llevaba nada bajo la camisa, solo un necio no lo notaría. Casi podía discernir la forma de sus pezones bajo la diáfana tela. ¿Intentaba provocarlo? Su cuerpo era también hermoso. Fácilmente podría quitarle toda esa ropa, tumbarla sobre una cama y adorarla durante el resto de la eternidad. Esos muslos blancos y seguramente suaves le rodearían las caderas, obligándolo a mantenerse allí por siempre. Lo recibiría en su interior con un jadeo y lo rodearía como una vaina hecha a medida.
No tenía buenas intenciones cuando se acercó a ella antes de que volviera a tocar la esfera. No las había tenido en ningún momento desde que descubrió su escapada, pero aquella nueva actitud exigía de ella algo muy diferente, algo más básico. La deseaba y pensaba demostrárselo. Había dos opciones: que lo rechazara como la bestia que era o que ella también se sintiera atraída. En realidad, no tenía nada que perder por dejar las cosas claras desde entonces. Aunque ella no lo supiera, jamás impondría su voluntad sobre ella por más deseoso que se encontrara. Esa no era la salida para la maldición. ¡Demonios, la única salida que tenía era la más remota!
Jugó con ella, la provocó y la llevó al límite. Entonces, cuando no podría sentirse más dichoso por su aceptación, ella le echó encima un balde agua fría con hielos de complemento. Una bestia como tú jamás colmaría a una mujer como yo. Esas palabras aún le martilleaban los oídos porque eran ciertas. ¿Por qué una mujer como ella se fijaría en alguien como él? Encerrarla allí, dejándolo a él como su única posibilidad, no sería suficiente. Seguro que prefería pasar una eternidad en soledad que pasarla junto a él. Desearía odiarla por sentirse de esa forma hacia él.
— ¿Amo?
Kaede estaba en la entrada de su guarida. Ella, Myoga, Sango y Miroku eran los únicos que podían llegar tan lejos con su consentimiento. Desvió la mirada hacia el reloj de mesa de su madre y aún en la oscuridad pudo discernir que eran las diez de la noche. El episodio con Kagome sucedió sobre el mediodía. Había pasado muchas horas pensando en ella, rememorando y sufriendo.
— ¡Diablos! — masculló.
Tendría que darle su libertad y olvidarse de que jamás estuvo allí. Ella no rompería la maldición porque nunca podría amarlo.
— ¿Ocurre algo, Kaede? — se obligó a preguntar.
No era corriente que Kaede lo molestase cuando él no bajaba a cenar. Ella fue su nana, lo conocía mejor que nadie, y sabía cuándo no debía presionar. No era nada fuera de lo habitual que él decidiera no bajar y, en esos casos, ella le dejaba una bandeja con la cena en la entrada de la forma más silenciosa posible.
— La señorita Kagome no se ha presentado en la cena…
Él le había dado un susto de muerte, ¿cómo iba a bajar a cenar?
— Llévale algo de comer entonces. — sugirió dando por zanjado el tema.
— Verá, amo, yo también tuve esa misma idea y le subí algo, pero…
La anciana se calló abruptamente, sin saber cómo continuar. Él se incorporó bruscamente temiendo lo peor. Algo no estaba en orden. Se irguió y de un salto atravesó toda la estancia hasta caer frente a su nana. Ella dio un respingo por la impresión y un paso atrás antes de llevarse una mano al pecho, sobre el corazón. Agachó la cabeza avergonzado por su falta de consideración con la anciana. Había olvidado que no podía comportarse de esa forma con ella.
— ¿Qué pasa con Kagome?
Muchas ideas cruzaron por su mente. La peor de todas ellas que hubiera cometido la estupidez de hacerse daño a sí misma a causa del miedo.
— Ella… ella… — balbuceó.
— ¿Qué, Kaede? ¡Habla! — empezaba a perder la paciencia.
— No estaba…
No se detuvo a pensarlo ni un solo instante. En cuanto llegaron a sus oídos esas palabras, regresó de un salto al otro lado de la estancia y se subió al alfeizar de la ventana. Luego, saltó al exterior, sobre el cielo nocturno. Cayó junto a la fuente con la estatua de Prometeo. Se inclinó y olisqueó el ambiente en busca del rastro de Kagome. Captó un atisbo de su esencia que lo guiaba hacia lo más recóndito de sus terrenos. Al menos, ella no había salido de su propiedad. De ser así, no habría podido recuperarla. Entonces y solo entonces, se dio cuenta de que no permitiría que se marchara. Era lo más decente, por supuesto, pero no lo haría.
Recorrió la pradera siguiendo su rastro a gran velocidad. Una de las pocas aunque notorias ventajas de esa forma antinatural era que tanto su fuerza, como su velocidad y todos sus sentidos eran muy superiores a la media humana. La vista de un águila, el oído de una gacela, el olfato de un sabueso, la velocidad de un caballo, la fuerza de un gorila, la agilidad del guepardo, las garras de un león, los colmillos de un murciélago y el instinto de un lobo. Había heredado facultades fantásticas de diferentes animales o, al menos, él las asociaba con las características de esos animales, pero el resultado final de esa mezcla era una imagen monstruosa.
El rastro de Kagome lo llevó hasta el lago. Ella estaba allí, paseaba dando vueltas a su alrededor bajo el luz de la luna. Era tan hermosa que le cortó la respiración. Su comparación había sido exacta. Ella era la noche: el cielo, la luna y las estrellas. Tan tranquila, tan serena, tan bella… hasta que lo vio. Los ojos se le agrandaron al verlo y retrocedió un paso como si estuviera esperando que él la tacara, como si fuera su presa. Tenía razones para creerlo. Se había comportado como un animal que acechaba a una presa desde que ella apareció. ¿Cómo no iba a asustarla? Empezó con muy mal pie con la mujer; tenía que hacer algo por remediarlo.
— Kagome, yo…
— ¡No te acerques a mí!
Su rechazo lo hirió mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Sería infinitamente sencillo darse la vuelta, marcharse y dejarla sola, tal y como ella parecía desear. Y si lo hiciera sería un desgraciado. Dejar a una señorita sola bajo el abrigo de la noche no era lo que haría un caballero.
— Deja que te acompañe hasta la casa, por favor…
Hacía años que no le pedía nada "por favor" a nadie. De hecho, ni siquiera recordaba cuando fue la última vez que lo dijo.
— ¡No!
Actuó por instinto a pesar de su nuevo rechazo. Dio un paso adelante mientras levantaba los brazos con la clara intención de agarrarla en cuanto estuviera a su alcance. Kagome, en respuesta, empezó a caminar hacia atrás, hacia el borde del lago. Eso lo detuvo. El lago no tenía orilla por ese lado, caería en sus profundidades directamente y era noche de luna llena. Las aguas siempre estaban revueltas cuando había luna llena. No sabía qué hacer.
— Escúchame, Kagome…
— ¡No! — repitió — ¡No quiero escuchar nada de ti! ¡No quiero…! ¡Ah!
Con la fuerza de sus palabras y de todo su enfado, Kagome se agitó y movió los pies sobre terreno empantanado junto al agua. Notó el instante exacto en que resbalaba, mas ya era tarde. Ella gritó por la sorpresa, un alarido femenino brotó de entre sus labios, y, luego, se escuchó el sonido del agua revuelta al recibir un impacto. Kagome se había caído al agua sin previo aviso, sin saber lo profunda que era y… ¿sabía nadar?
Corrió como un demonio hacia el lugar que había ocupado antes y se arrodilló. El agua estaba oscura, no veía nada. Metió un brazo dentro para agarrarla, pero no alcanzó su cuerpo. Sabía que era profundo, podía estar mucho más abajo de su alcance y ella no salía, ni veía burbujas que indicaran que estaba respirando. Solo había una cosa que él pudiera hacer. Se quitó la gabardina negra de un tirón, se sacó las botas sin desatar tan siquiera los cordones y se zambulló en el agua. ¡Estaba helada! Seguramente la impresión del agua fría la habría paralizado como en un lago congelado.
A pesar de su vista más desarrollada, ver bajo el agua fue un reto mucho mayor de lo que imaginaba. Fue gracias a que Kagome llevaba una prenda blanca que la encontró enredada en las plantas del fondo. Tiró de ella hasta colocarla sobre su hombro y buceó hacia arriba hasta salir a la superficie. Una vez fuera, cogió aire con ahínco y regresó al borde, donde dejó caer a Kagome y la arrastró para que no se cayera de nuevo. Después, él salió de un enérgico salto y se situó al lado de la azabache. Tenía los ojos cerrados, no se movía, no reaccionaba.
— ¡No me hagas esto!
Se negaba a tener que enterrarla y, mucho menos, a causa del miedo que él le causó. Se colocó a horcajadas sobre sus caderas e, ignorando las transparencias que en otro momento lo hubieran llevado a la locura, empezó a bombear su pecho con energía. No tuvo que llegar a inflar sus pulmones. Antes incluso de que terminara de bombear en una primera serie, Kagome se convulsionó, movió la cabeza a un lado y empezó a escupir agua mientras tosía. Jamás ningún sonido le resultó tan hermoso como aquel que le indicaba la vida, su vida. Al terminar de expulsar el agua, Kagome lo miró durante unos instantes antes de desmayarse. Ya no parecía enfadada.
La envolvió en su gabardina y la levantó en brazos para llevarla de regreso a la casa. Estaba helada, su vida aún corría peligro y él no podía perderla cuando al fin la había encontrado.
…
¿Por qué no le gustaba? ¿Por qué no era lo bastante bueno para Kagome Higurashi? Nunca ninguna mujer le había supuesto un reto tal como el que ella le planteaba. Alguna vez se le resistieron, más para poner a prueba su empeño que por otra cosa y a él le divirtió ese punto picante en la cacería. No obstante, la cabezonería de Kagome Higurashi rozaba el absurdo. Le había negado totalmente cualquier tipo de relación entre ellos y se empeñaba en rehuirle.
Se acarició el mentón para asegurarse de que siguiera perfectamente afeitado. Odiaba tener mal aspecto, se debía a sus fans. Un hombre tan atractivo como él tenía una imagen que cuidar. Nunca tuvo problemas de mujeres; desde que había creado su empleo de narcotráfico mucho menos. También era un proxeneta, por supuesto. Todo negocio sucio e ilegal era perfecto para él. Le divertía probar la mercancía antes de venderla y con mercancía se refería tanto a la droga como a las mujeres. También le gustaban las cantidades indecentes de dinero que le proporcionaba el negocio ilegal. Asimismo, sobornar a la policía y conocer el poder que tenía sobre ellos le encantaba.
Sí, su vida sería absolutamente perfecta si al fin lograra hacerse con su objetivo más difícil: Kagome. Ella creía que podía resistirse y él se estaba hartando del juego. Habría puesto el mundo a sus pies si le hubiera dado una oportunidad. Sin embargo, ella continuaba mirándolo por encima del hombro como si se tratara de escoria a sus pies. Bien, entonces se vería obligada a aceptar una propuesta menos decente. Al fin y al cabo, su hermano no le había llevado el dinero y estaba muy enfadado. Tendría que ser muy complaciente si quería piedad por su parte.
Recordaba el día exacto que decidió darle a Souta un puesto de mayor rango en su negocio. Hasta entonces, había sido un simple camello totalmente prescindible. Una noche, apareció en el Cover Garden con una mujer de extraordinaria belleza como lo era Kagome. Estaba dispuesto a matarlo para arrebatársela cuando descubrió que eran hermanos. En su presentación, Kagome se mostró tan displicente con él que supo que solo podría alcanzarla a través del hermano. Al principio, la táctica fue atraerla siendo amable con el hermano, demostrándole que cuidaría bien de su familia y de ella. En esos momentos, se dio cuenta de que actuar por las buenas no funcionaba, así que tendría que hacerlo por las malas. ¿Qué estaría dispuesta a hacer Kagome por su hermanito pequeño? ¿Y por su querida abuela?
Hablando de su hermano. No esperaba que Souta se atrevería a aparecer ante él después de haberle robado descaradamente. Inmediatamente, sus hombres lo agarraron, lo levantaron del suelo y lo trajeron ante él como si fuera un saco de harina. El muchacho llevaba una bolsa de deportes en las manos que dejó caer ante él.
— ¡Es todo el dinero!
Le hizo un gesto a uno de los suyos para que comprobara el contenido. Efectivamente, la bolsa estaba llena de fajos de billetes. No ordenó que soltaran a Souta hasta que, tras haberlos contado tres veces y diferentes personas, le dijeron todos que las cantidades eran las correctas.
— ¿Por qué no lo trajiste la noche anterior?
— ¡Fue culpa de la bestia!
— ¿De qué estás hablando? — exigió saber.
— Llegué por casualidad a una lujosa mansión sin apenas seguridad y, como tú bien me indicaste que hiciera, no perdí oportunidad de colarme para robar algo.
Hasta ahí la explicación le pareció aceptable. Nunca había que perder oportunidades como esa. La gente rica guardaba antigüedades y joyas de precio incalculable.
— ¡Dentro había un monstruo con colmillos y garras! — gritó de repente.
— ¿Un perro guardián?
— ¡No, un demonio! Medía al menos dos metros… — se puso de puntillas y estiró el brazo intentando señalarles cómo era de alto — ¡Era enorme y fuerte! Me lanzó por los aires como si no pesara nada…
Se echó a reír junto a sus hombres. Souta Higurashi estaba desvariando, drogado o contando una de las peores mentiras que había escuchado jamás para justificarse.
— ¡Tenéis que creerme! — se levantó la camisa — ¡Mirad las marcas que me ha dejado!
Todos dejaron de reírse cuando vieron los enorme moretones. Alguien lo había golpeado, eso estaba clarísimo. Tenía un moratón del tamaño de unas zapatillas del cuarenta y cuatro. ¿Qué clase de animal sería capaz de semejante cosa? Tenía que conseguirse un gorila de esas características para su negocio. Por otra parte, aunque magullado, era una auténtica pena que Souta hubiera regresado con el dinero. Ya no podía usar esa excusa para hacerse con la hermana. De todas formas, Souta estaba totalmente desquiciado, podía usar su locura transitoria y las magulladuras para hacer sucumbir a Kagome. Si ella creía que él era el responsable y que era una advertencia para ella…
— ¡Y Kagome! — gritó — ¡Tiene a Kagome!
En esa ocasión, fue él quien lo agarró, lo empujó para hacerle caer sobre un asiento y le puso la pistola en la cabeza.
— ¿Qué sucede con Kagome?
— ¡Ese monstruo se la ha llevado! ¡Tenéis que ayudarme a recuperarla antes de que le haga daño! ¡Dios, ella…!
— Por tu bien, espero que ella aparezca por aquí en el plazo máximo de un mes, no le doy ni un día más, o tú y tu abuelita tendréis un serio problema.
Así que todo era una mentira, un farol, para hacerle creer que Kagome estaba totalmente fuera de su alcance. ¡No lo engañarían! Kagome creía que era más lista que él, pero estaba totalmente equivocada. Si ella se negaba a salir de su escondite, él la haría salir.
Continuará…
