Hiztegia (vocabulario)
Aitites: abuelos
Amama: abuela
Capítulo 5. La maldición
Kagome tardó cerca de un día entero en recuperarse. No fue hasta la noche del día siguiente que fue capaz de mantenerse despierta, comer por sí misma e incluso mantener una conversación. No llegó a estar enferma, para su suerte, pero, tras el incidente del lago, le costó volver a recuperarse física y psicológicamente. De hecho, ella no era la única que se había llevado un buen susto; él todavía estaba muy afligido por lo que había sucedido.
Al llevarla de vuelta a su palacio, ordenó a Kaede que le preparara un baño caliente. Tuvo que dejarla en manos de las criadas mientras escuchaba desde fuera del cuarto de baño, sentado sobre un taburete demasiado pequeño para su tamaño, los gemidos por el esfuerzo de tener que levantarla de su servicio. Aunque la mujer era delgada, estaba completamente inconsciente, incapaz de ayudar en lo más mínimo en su traslado. O, al menos, estaba inconsciente hasta que la metieron en la bañera; entonces, gritó aterrorizada. Él se levantó de un salto y estuvo a punto de entrar para tranquilizarla cuando escuchó la voz de Kaede. Logró calmar a la joven que se habría visto asaltada por el recuero del lago engulléndola y no volvió a oír ni una sola palabra.
Después del baño, cuando la vistieron con uno de los antiguos camisones de su madre, él mismo la llevó en brazos hasta la cama. El fuego del hogar había sido encendido, unos braseros ya habían calentado la cama para ella y los almohadones estaban perfectamente colocado para acomodarla desde la zona dorsal de la espalda. Kagome estaba pálida, silenciosa y demacrada. Ver su espíritu enérgico e inquebrantable tan apagado le provocó una punzada de dolor en un órgano del cuerpo que anteriormente daba por perdido: el corazón.
Tuvieron que darle de comer para que el caldo de pollo le calentara el estómago. Kaede le dio una cucharada tras otra con increíble paciente mientras Kagome no hacía más que abrir y cerrar la boca como una autómata. No sabía si su presencia ayudaba o era un estorbo para la recuperación de la mujer, pero se quedó de todos modos porque no podía dejarla sola en ese estado, ni al cuidado de cualquier otra persona. Se quedó allí toda la noche velando por su sueño, le dio él mismo el desayuno a pesar de que podría haberlo hecho cualquier otro, también acomodó la colcha a su alrededor, le colocó bien el cabello, la azuzó para que se durmiera… Era la primera vez que cuidaba de una persona, de alguien especial.
Mientras que ella descansaba, tuvo mucho tiempo para pensar. No había sabido manejar la situación. Al verla allí por primera vez se había emocionado tanto que no pensó fríamente en la nueva logística que su presencia requeriría. Se había lanzado a la aventura con la delicadeza de un toro bravío en plena época de celo. Kagome no era uno de sus sirvientes, era una invitada que él deseaba recibir en su casa. No gestionó bien sus emociones, la forma de tratar con ella y los cambios que su presencia supondrían. Había pretendido seguir exactamente igual con una mujer que se comportaba como si pudiera comerse el mundo.
Reflexionó sobre el mundo exterior. No sabía nada de lo que sucedía en el exterior desde que la maldición absorbió todo su mundo. Ya en su época había algunos indicios de una futura rebelión por parte de los campesinos y los intelectuales, puede que incluso la milicia. El mundo no estaba bien. El régimen no podía aguantar por más tiempo porque los que estaban allí arriba debían cometer atrocidades imperdonables para mantenerse en su lugar. Ese sistema tenía que terminar cayéndose por su propio peso. Una nueva clase burguesa emergía cada vez con más fuerza, las mujeres se volvían más insolentes, lo que antes había sido vasallaje empezaba a llamarse "trabajo".
La actitud de Kagome le indicaba que algo muy grande había sucedido en esos siglos aislados, algo que escapaba de su control aunque conociera sus bases. No podía tratar con ella porque no comprendía su forma de pensar. Él fue educado para vivir en la corte y ya está. Le enseñaron que podía tener cuanto deseara con solo chasquear los dedos, que el resto del mundo le debía obediencia, que él era el amo. Sin embargo, esa mujer desafiaba su autoridad como si tuviera pleno derecho de hacerlo. ¿Y si en verdad lo tenía? ¿Y si el lugar del que ella procedía los hombres y las mujeres eran iguales?
Esa idea lo aturdió. Su padre solía decir que las mujeres solo existían para el placer del hombre y la crianza de los niños. Aunque, claro, su padre era un canalla en mayúsculas. Aun así, durante siglos había vivido bajo sus enseñanzas, sin cuestionarlas ni una sola vez. Al mirar a Kagome, al verla descansar plácidamente, se percató de que no le gustaría en absoluto que agachara la cabeza a su paso e hiciera cuanto él deseaba por su posición, algo que en el pasado le encantó. No le gustaría ver a Kagome recluida en su cama como una esclava sexual que vivía por y para complacerlo porque esa no sería Kagome. Sería una mujer más de su larga lista de amantes.
Tenía que abordarla de otra forma si deseaba que se enamorara de él. Le había dejado bien claro que sus métodos no funcionaban con ella, así que tendría que encontrar nuevos métodos. Aprendería de ella, sería su amigo y, sobre todo, controlaría su temperamento. No era su intención ocultarle esa parte de sí mismo, pues ya se había mostrado de manera evidente en el transcurso de tan solo veinticuatro horas. Lo que pretendía era demostrarle que había algo más en él que pura agresividad.
Trajeron más sopa para la cena. Por primera vez, Kagome agarró por sí misma el bol de sopa y lo tomó en silencio. Notó en el brillo de su mirada que había recuperado la consciencia, que era ella misma. Las veces anteriores había estado ausente durante las comidas, no entonces. Supuso que la tensión provocó esa reacción tan preocupante que lo mantuvo pegado a su cama, velándola. Parecía sentirse mucho más recuperada e incluso enérgica. ¡Pidió postre! Mientras le traían una crème brûlée, decidió hablarle. Necesitaba tranquilizarla.
— Siento lo que ha sucedido. No quería asustarte…
— ¿Ah, no?
— No… no estoy acostumbrado a tener visitas…
— Eso no hace falta que lo jures.
— ¡Será descarada!
La voz de Myoga le cayó como un balde de agua fría encima. Dejó de retorcerse la tela de los pantalones y giró la cabeza para ordenarle con la mirada que se marchara. Myoga no tardó ni dos segundos en salir huyendo con el rabo entre las piernas.
— Él cree que soy demasiado grosera contigo.
Myoga aprendería a cerrar la boca si no tenía nada agradable que decir sobre Kagome.
— Lo siento, Myoga es…
— Tiene razón. — admitió — Nunca había sido tan mal educada con nadie hasta ahora.
— Tenías razones, te di muchas.
— Mi hermano y yo también te dimos muchas razones para que nos mataras y no por ello lo hiciste.
No lo hizo porque era un cabrón egoísta que vio su oportunidad en ella. No lo hizo porque quería aprovecharse de la situación para escapar de una vez de la maldición. En ningún momento le importó ninguno de los dos; por eso se encontraban allí en ese momento. La maldición jamás se rompería si a él no le importaban los sentimientos de ella.
— Yo…
— Me salvaste la vida en el lago…
Aunque fue así, se sintió invadido por un ataque de modestia como el que nunca había sufrido. Su antiguo "yo" se habría vanagloriado como un héroe por la hazaña para llevarse a la dama a la cama. El nuevo sentía que no tenía nada de lo que sentirse orgulloso. Kagome acabó en el lago en primer lugar porque él la había espantado con su mal humor y se cayó porque, luego, continuó asustándola con su ansiedad.
— No fue nada.
— ¡Claro que sí! — insistió — ¡Me has salvado!
No entendía por qué era tan importante para ella. Justo en ese instante, el cocinero entró en persona con el postre que se le había prometido. Kagome se incorporó con la sonrisa de una niña golosa y sacudió las manos con nerviosismo. Le agradeció al cocinero el esfuerzo y lo probó frente a él para indicarle con un gemido de placer lo mucho que le gustaba. El cocinero se deshizo en agradecimientos y le prometió más postres en el futuro. Él no pudo dejar de mirar su sonrisa. Aquella era la primera vez que veía sonreír a Kagome. Daría un brazo para que ella le sonriera a él.
— ¿Por qué me miras así?
Porque eres hermosa. Esas palabras se atragantaron en su garganta, incapaces de salir a la luz. ¿Quién era él para decirle que era hermosa?
— No nos hemos presentado. — observó de repente la joven, olvidándose de su pregunta anterior — Tú sabes mi nombre y a mí me dijeron el tuyo, pero nunca nos presentamos formalmente.
Era verdad. No tuvo ni ese detalle de cortesía con ella porque estaba demasiado obcecado en la cantidad de posibilidades que se abrían ante él. Una mujer que deseaba y una maldición que el amor verdadero rompería…
— Me llamo Kagome Higurashi.
— Inuyasha.
Tomó la mano que ella extendía y le besó el dorso tal y como le enseñaron. Al levantar la vista, ella lo miraba con sorpresa. ¿Había hecho algo mal? Si así era, no se lo dijo. Recuperó su mano y la utilizó de nuevo para sostener la cuchara del postre.
— ¿Por qué no dices tu apellido? – le preguntó.
— Porque no es importante.
— ¿El apellido de un príncipe no es importante?
— Ya no lo es.
¡Un momento! ¡Príncipe! Ella había dicho que él era un príncipe. ¿Cómo demonios lo sabía?
— ¿Cómo conoces mi título?
— Lo leí allí arriba… — se encogió de hombros en una silenciosa disculpa — Lo lamento. No debí subir…
— Yo no debí prohibírtelo de esa forma en primer lugar. Creo que lo único que hice fue, precisamente, atraerte.
— Siempre he sido demasiado curiosa… — confesó.
Dejó el cuenco vacío del postre sobre la mesilla de noche al terminar. Después metió las manos bajo la colcha y se acurrucó.
— Ya que lo sé, ¿puedo preguntar de dónde eras príncipe? — se atrevió a preguntar mordiéndose ligeramente el labio inferior — Supongo que no serías el príncipe de Francia, ¿no?
— No, no tenía tierra propia en realidad, quitando estos terrenos. Estaba en la línea de sucesión del trono y ostentaba un antiguo título de príncipe además de una de las más acaudaladas fortunas familiares, pero nada más.
— No parece poco.
Kagome se calló y lo miró expectante. Supuso que era su turno de hacer preguntas y había una que llevaba tiempo rondándole la cabeza.
— Ese idioma tan extraño que hablas…
— ¿Idioma extraño? — repitió consternada — ¿No hablo francés?
— No, me refiero al otro que a veces…
— ¡Ah, el euskera! Mis aitites, que son mis abuelos, eran del País Vasco.
¿Euskera? ¿País Vasco? Lentamente, empezó a caer en la cuenta de lo que ella estaba diciendo. Lo había olvidado por completo después de tanto tiempo. El País Vasco estaba en España y allí, además del español, se hablaba el euskera. Estuvo alguna vez en España, pero nunca conoció el País Vasco. De hecho, en sus estancias se interesó más por las mujeres que por ninguna otra cosa. Ojalá hubiera aprovechado más el tiempo cuando podía viajar. Desperdició toda su juventud únicamente persiguiendo mujeres.
— En algunas zonas de Francia se habla en euskera, sobre todo en el sur.
Eso ya era así cuando él era príncipe. Alguna vez lo escuchó, pero no lo había recordado hasta que ella se lo dijo. Estaba muy oxidado.
— ¿He dicho algo malo? Pareces preocupado… — musitó.
— Solo pensaba en lo mucho que me he perdido…
— ¿Y por qué no sales más a menudo?
Se dio cuenta demasiado tarde del error que cometió al darle esa respuesta. Abrió la boca dispuesto a corregirse con alguna excusa, pero ella fue más rápida.
— ¡Qué tonta! Lo siento. Es evidente por qué no sales…
Inmediatamente supo a qué se refería ella. Su aspecto no era el más indicado para salir, ni para nada en general.
— Supongo que a estas alturas ya te has dado cuenta de que estamos bajo un maleficio.
— Sí, algo he oído…
Tenía que darle alguna explicación al respecto para que aprendiera a vivir allí.
— Antes, yo era muy diferente.
— Como en el cuadro, ¿verdad? — se aventuró a preguntar.
— Sí, pero no me refería solo a eso. Verás, yo…
— Eras un libertino.
Su descaro combinado con su franqueza lo impresionó. Era exactamente como ella lo definió. ¿Cómo podía saberlo?
— Sí, exacto. ¿Te lo ha contado alguien? – preguntó con cautela.
Creía haberle dicho a la servidumbre que no debían irse de la lengua con ciertos temas frente a Kagome.
— Me lo dijo… Bueno, más bien, me lo mostró la esfera.
Cuando ella la tocó. Lo recordaba perfectamente. La esfera se comportó de un modo completamente inusual ante la presencia de Kagome. Brillaba con tanta intensidad que podría haberlo dejado ciego y se dejó tocar por ella. En esos momentos, Kagome cerraba los ojos y después parecía muy cansada. Empezó a entender lo que había sucedido el día anterior en el ala oeste de la casa, la actitud de Kagome, su tensión y su curiosidad.
— ¿Qué te mostró exactamente, Kagome?
— A la clase de hombre que siempre he odiado… — suspiró — Arrogante, presumido, petulante, libertino, infiel…
Parecía como si lo hubiera conocido en persona.
— Además, eras un enclenque.
— ¿Enclenque? — repitió sin entender esa palabra — ¿Qué es eso?
— Delgado, débil, delicado… no sé cómo explicarlo. No se parecía en nada a… bueno… a ti…
En eso podían estar de acuerdo. Si otra persona le hubiera dicho esas cosas, lo habría colgado de los pulgares de los pies en las mazmorras. No obstante, cuando Kagome se lo dijo, no sintió ni el menor ápice de enfado. Quizás porque le gustaba la idea de que rechazara al apuesto hombre que fue. Una mujer a la que le gustaba ese tipo de hombre, jamás podría amarlo en esos momentos. A lo mejor había esperanza para ellos si se esforzaba en el cortejo.
— ¿Qué más viste?
— También te vi pedirle matrimonio a una mujer. Parecías enamorado…
El resoplido le salió de lo más hondo de su ser. ¿Enamorado? Ojalá lo hubiera estado de verdad. Eso le habría evitado siglos de sufrimiento.
— ¿Inuyasha?
— Hablas de Kikio. No estaba enamorado de ella, para mi desgracia… — se apoyó en el respaldo de la butaca que escogió para velarla — Le habría dicho cualquier cosa para acostarme con ella y, cuando lo conseguí, la desprecié.
Kagome agachó la cabeza. No supo interpretar su reacción. ¿Estaba enfadada, ofendida, triste?
— ¿Y qué pasó después? No pude verlo…
— Ella me castigó. Maldijo mi palacio y a mis empleados, condenándolos a vivir en un mundo apartado y lejano de la realidad que es incapaz de avanzar en el tiempo. Y me maldijo a mí convirtiéndome en bestia para que supiera lo que era vivir sin la belleza de la que siempre me aproveché.
— Un merecido castigo… — coincidió — pero también un castigo excesivo.
Al principio, él jamás habría pensado de esa forma. Con el tiempo, empezó a verlo exactamente como ella lo había descrito.
— ¿Y hay alguna forma de romper ese maleficio?
Sí que la había, pero a ella no le gustaría escucharlo por la posición que ocupaba. La única forma de romper la maldición era que una mujer fuera capaz de amarlo tal y como era. Pero, ¿quién podría amar a una bestia? Kagome huiría espantada si se lo contaba, pues en seguida entendería el porqué de su estancia en el palacio. Entendería lo que deseaba de ella y huiría despavorida. Conseguiría justamente el efecto contrario del deseado confesándole la verdad. Por consiguiente, lo único que podía hacer para protegerlos a ambos era callar por un futuro mejor.
— No lo sé…
— ¡Ah! — exclamó en respuesta — ¡Qué lástima! Seguro que el día menos pensado, sucederá…
Ojalá ella tuviera razón. Alguien tocó a la puerta en ese instante.
— ¿Se puede?
Él mismo dio permiso. Al abrirse la puerta, entraron Kaede, el ama de llaves, y Sango, una de las criadas de la casa. Tiempo atrás, cuando Sango entró por primera vez en su hogar, intentó acostarse con ella. La castaña lo sacó en seguida de su error propinándole un apretón de testículos que le cortó la respiración. Nunca nadie lo había tratado de esa forma, mucho menos una plebeya. Sin embargo, su carácter y su forma de defenderse lo impresionaron tanto que, excepcionalmente, la perdonó. Desde entonces, Sango se convirtió en la primera mujer que tuvo como amiga.
En el pasado, solía sentarse en las escaleras del servicio con ella mientras la joven peleaba las patatas o preparaba las verduras. Le contaba cómo le había ido en la corte, a quién había conocido, cuál era su última conquista, a dónde planeaba ir en su próximo viaje. Sango lo escuchaba atentamente y le daba su consejo. Llegó a ayudarlo incluso con las mujeres. Era una mujer muy fuerte, curtida en el campo, que no se dejaba pisotear por nadie. Le enseñó a dar un buen gancho de derecha y él, a cambio, le enseñó las bases de la esgrima. Sango le enseñó a cabalgar como un hombre y no como un afeminado y él le enseñó a leer. Su amistad había sido sincera, la única muestra en él de que podía llegar a respetar a una mujer. Sin embargo, con la llegada de la maldición, dejó de ser amigo de todos.
Kaede se dirigió hacia el armario mientas Sango recogía en una bandeja la vajilla que habían utilizado. Era una mujer bastante alta, de estructura esbelta y atlética que había sido perfilada por el duro trabajo en el campo. Su cabello castaño siempre estaba recogido en un moño en la coronilla y era el flequillo recto justo sobre las pestañas lo único que suavizaba su aspecto duro. Los ojos color miel de la mujer siempre estaban en guardia, preparados para un posible ataque. En el pasado se había preguntado si en el campo solía ser receptora de ataques, pues no era una actitud del todo corriente. Siempre tenía los labios finos apretados en una línea recta perfecta que daba imagen de seriedad. De repente, se percató de que nunca había visto sonreír a Sango.
— Eres muy amable. — dijo de repente Kagome — No nos conocemos. ¿Cómo te llamas?
Automáticamente, Sango lo miró a él, esperando su permiso para responder. Según las antiguas tradiciones, ningún criado podía hablar sin el permiso del amo. Asintió con la cabeza para darle permiso.
— Sango, mademoiselle.
— Preferiría que me llamaras solamente Kagome.
Sango asintió con la cabeza obedientemente.
— ¡Qué alegría saber que hay otra chica joven por aquí! Seguro que nos divertiremos mucho juntas.
En respuesta, Sango dio un respingo con la bandeja en las manos que hizo que una de las tazas se cayera al suelo. Antes de que la castaña pudiera recogerla, Kagome se había inclinado y la recogía. Al tomarla entre sus manos, acarició el borde con un mohín encantador en la cara.
— ¡Se ha desportillado!
— No se preocupe, made… Kagome. La retiraré de la alacena.
— ¡No!
Kagome retuvo la taza de té contra su pecho como si fuera un tesoro.
— No puedes tirarla solo por esto, sería una pena.
— Pero…
— Yo me la quedaré. Nunca se sabe cuándo podríamos necesitarla.
Entonces, Sango se volvió hacia él con horror. A las criadas les enseñaban a servirle solo lo mejor a sus amos, que debía ser retirado todo lo que fuera defectuoso.
— No importa, Sango.
Se las ingenió para hacer una reverencia a pesar de la incomodidad y se dirigió hacia la puerta con la bandeja que había recogido.
— ¡Hasta mañana, Sango! — exclamó Kagome — ¡Mañana podemos cotillear un rato!
Kagome estaba tan ensimismada en su taza que ni siquiera notó el horror en el rostro de Sango mientras cerraba la puerta. Cotillear era propio de las damas de la corte. Lo más cerca que había estado nunca de cotillear era cuanto se sentaba en las escaleras del servicio con él y le escuchaba. No la imaginaba realizando una actividad tan femenina, ni imaginaba sobre qué iban a cotillear teniendo en cuenta que estaban apartados de la sociedad. Kagome se iba a llevar un chasco cuando descubriera que Sango no era precisamente el modelo de amiga que ella esperaba. ¡La castaña estaba más cerca de ser un guerrero que de sentarse en un salón del té a cotillear!
Sintió la presencia de la anciana Kaede reordenando a su espalda. Más tarde, se acercó con una bata y la dejó en una silla junto a la cama. Unas pantuflas fueron lo siguiente en ser depositado junto a la cama. Dejaba todo preparado para cuando Kagome se levantara de la cama. Si por él fuera, no lo haría en mucho tiempo. Todavía tenía que recuperarse del shock y del estrés. Además, aún no sabían con certeza que no enfermería por el frío. Había visto morir a hombres robustos por mucho menos que ella.
— He observado que la ropa de su madre le queda un poco grande a Kagome.
Eso era algo que predijo cuando se la llevó. Su madre era un poco más corpulenta que ella, no demasiado, pero sí un poco más.
— Efectivamente. — afirmó a Kagome — ¿Te importaría si me la ajustara?
— En absoluto. Haz lo que tengas que hacer.
Su madre ya no regresaría para reclamarla. ¿A él qué le importaba que le hiciera unos arreglos?
— ¿Y podría hacer algunas modificaciones? — se aventuró a preguntar.
— ¿Modificaciones? — repitió.
— El estilo está un poco… pasado de moda…
Automáticamente, desvió la vista hacia el diván en el que reposaba doblada la ropa que Kagome vestía cuando llegó. La nueva moda parecía ser que las mujeres anduvieran en ropa interior por la calle. Sería un estúpido si se quejara a cuenta de esa imagen de Kagome.
— Adelante… — concedió — Pero nada excesivo. No quiero que escandalices a mi servicio…
Especialmente, le preocupaba Miroku. Siempre le gustaron demasiado las mujeres. Cuando en el pasado lo incluyó en sus fiestas, demostró ser un libertino capaz de medirse con él mismo. Además, le preocupaba que él conservaba su belleza y sabía a la perfección cómo seducir a una mujer. Solo de imaginarlo mirando a Kagome con deseo notó como un rugido que contuvo ascendía desde su pecho hasta su garganta. No sabía lo que haría si la veía con otro hombre. Tenía miedo de sí mismo.
— Kagome debería descansar, Inuyasha.
Captó el mensaje inmediatamente. Kaede le estaba diciendo que ya era hora de que se marchara de allí y la dejara sola. La idea le disgustó. ¿Y si le sucedía algo a Kagome por la noche mientras estaba sola? Todavía no estaba completamente seguro de que ella se hubiera recuperado. Asintió con la cabeza a duras penas y le indicó a Kaede que saliera antes. Él quería hablar con ella primero.
— ¿Ves la campana en la mesilla de noche? — no continuó hasta que ella miró — Quiero que la uses si no te sientes bien.
— Puedo apañármelas…
— ¡Prométemelo!
Lo miró sorprendida. Él se mordió el labio por dentro, a la espera. Había acordado contener su genio en el futuro. Tendría que entrenar mucho antes de poder dominarlo por completo.
— De acuerdo…
Su rápida aceptación lo sorprendió aún más. No estaba del todo seguro de que fuera a cumplir su palabra, pero le daría un voto de confianza porque era eso lo que debía hacer.
— Sé que hemos empezado con mal pie, pero, ya que vamos a tener que vernos tanto, debiéramos intentar llevarnos bien, ¿no?
Kagome acababa de tenderle una rama de olvido en son de paz. ¿Qué más podía pedir?
— Estoy de acuerdo.
— ¿Qué te parece si a partir de mañana intentamos convivir y, digamos, ser amigos?
— Es una idea estupenda.
Sellaron el nuevo pacto con un apretón de manos de lo más diplomática. Inuyasha veía en aquella la oportunidad de poder acercarse a ella, de ser el hombre que esperaba y de cortejarla. Si ella lo amaba, la maldición se rompería. Kagome, por el contrario, se había dado cuenta de que jamás saldría de allí si estaba a malas con la bestia. Tenía que conseguir su beneplácito y, si fastidiarlo no funcionaba, tendría que lograrlo tocándole ese corazón que tanto se esforzaba por esconder.
Juraron ser amigos. Los dos estaban mintiendo.
…
Estaba sentado con las piernas abiertas en el borde de la cama de su hermana mayor. Había apoyado los codos sobre las rodillas y tenía la cabeza inclinada, mirando hacia el suelo de madera gastado. Ya habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que Kagome fue vista por última vez. Oficialmente, su desaparición podía ser denunciada y la amama no había dudado en hacerlo. En esos momentos, la policía estaba en el salón de su casa, interrogando a la abuela como la última persona que la vio.
Todo era mentira. Kagome no había desaparecido, había sido apresada por una bestia gigantesca que la tomó como rehén en su lugar. De solo pensar en las barbaridades que podría haberle hecho en esas veinticuatro horas se le revolvía el estómago. Tenía que encontrarla o se volvería loco de preocupación. Kagome era una mujer joven y atractiva, demasiado inteligente para buscar las malas compañías que él frecuentaba, demasiado buena para una bestia. Ella no era como él; no estaba perdida. Si alguien tenía futuro en esa familia, era Kagome.
No podía decirle la verdad sobre su desaparición a la amama. Naraku y sus hombres lo tomaron por un loco cuando empezó a despotricar sobre lo que había sucedido, no lo creyeron. ¿Cómo reaccionaría la amama si se lo contaba? En el mejor de los casos, creería que estaba desvariando por alguna droga; en el peor, sufriría un ataque al corazón. No podía permitirlo. Le había prometido a Kagome que cuidaría de ella y lo iba a cumplir aunque le fuera la vida en ello. El hecho de que Kagome estuviera desaparecida tampoco era tranquilizador para la anciana, pero, al menos, no la imaginaba presa de un demonio. No, en su lugar la imaginaba violada y tirada en una cuneta ¡Diablos!
Decir la verdad no salvaría a Kagome, solo le pondría más difícil dar con ella. Necesitaba estar en libertad para buscarla y traerla de vuelta a casa. Además, Naraku le había dado un incentivo más que bueno para rescatarla. La atención que Naraku le prestaba a su hermana le divirtió al principio, le preocupó cuando perduró, pero, en esos momentos, le tenía aterrorizado. Cuando la encontrara, ni loco iba a permitir que Naraku se le acercara para que hiciera con ella lo mismo que deseaba la bestia. Se marcharían de allí a un lugar mejor. Quizás iba siendo hora de que regresaran al País Vasco.
Probó la suavidad de la colcha de su hermana con una mano y sonrió con nostalgia. Cuando llegaron a la casa de sus aitites para vivir allí, durante el primer año, se escapaba de su dormitorio e iba al de Kagome. Ella siempre le hacía un sitio en la cama y dormían juntos. Kagome siempre lo había protegido. Siempre lo colocaba en el lugar más alejado de la puerta para dormir, le daba comida de su plato cuando él se quedaba con hambre, lo llevaba de la mano al colegio, curaba sus heridas y se enfrentaba a chicos más mayores por él. Incluso lo salvó el día que su madre murió. ¡Se acabó! Kagome lo había protegido durante toda su vida, iba siendo hora de que él la protegiera a ella.
Se levantó de la cama decidido a encontrarla. Al salir al salón, su amama le estaba dando una fotografía reciente de Kagome a la policía. Era una foto de carné que se tomó para renovar el DNI meses atrás.
— ¡Oh, este es mi nieto! — se apresuró a presentarlo — Es el hermano de Kagome.
Los dos policías lo miraron con cara de pocos amigos. Su reputación le precedía al fin y al cabo. El último año, había pasado más tiempo en comisaría que en su cama durmiendo. En eso también se había equivocado. Jamás volvería a cometer un solo delito; se dedicaría al camino recto y honrado, tal y como hizo su hermana. No más carteras, no más venta de drogas, no más mujeres y, sobre todo, no más mansiones. Kagome se sentiría muy orgullosa de él si no estuviera metida en semejante lío por su causa.
— ¿Y tú no sabes nada chico?
— No. — se obligó a decir.
— ¿Estás seguro? — insistió.
— No.
— ¿No estás seguro o no sabes nada?
¡Diablos, intentaban hacerle el lío! Para su suerte, tenía suficiente experiencia con los interrogatorios como para conocer sus trampas.
— No, no sé nada.
— Tu abuela nos ha dicho que tu hermana salió a buscarte. ¿No os encontrasteis?
— No.
— También nos ha dicho que no volviste hasta la noche siguiente de su desaparición.
Antes de que llegaran, debió darle indicaciones al respecto a su amama. Tardó un día entero en regresar porque estaba buscando el modo de volver a localizar esa mansión que parecía haberse esfumado en la nada. Luego, al verse sin ideas, buscó a Naraku para pedirle ayuda. Por ese motivo no regresó en un día entero.
— Tenías muy preocupada a tu pobre abuela. ¿Qué estabas haciendo?
Lo creían sospechoso. Teniendo en cuenta su historial delictivo y las personas con las que se relacionaba, habría sido estúpido no implicarlo a él. Eso le dio una gran idea. Necesitaba tener distraído a Naraku para que no le soplara en la nuca y, con un poco de suerte, se metería en un buen lío si le mandaba a la policía.
— Cambié por una noche, por probar, mi discoteca habitual. Generalmente, voy al Cover Garden. Kagome a veces me busca allí.
— ¿Ah, sí? — uno de los policías empezó a anotar en su cuaderno.
— Yo no estaba, pero puede que algún cliente habitual o su dueño puedan ayudarlo. Todos nos conocen.
— ¿Y tienes a alguien que pueda probar que estuviste en…? ¿Cómo se llamaba ese otro sitio?
— No lo he dicho.
Su única cuartada era una bestia oculta en una mansión que aparecía y desaparecía en la niebla. Tenía que inventarse algo rápido; algo que justificara su ausencia por un día. La idea le vino como un rayo.
— Fui a Angulema. Me habían hablado muy bien del Spectrum…
— Un poco lejos para irse de fiesta.
— Tenía pensado aprovechar la estancia al máximo.
No estaba seguro de que le hubieran creído, pero, mientras lo investigaban, estarían entretenidos. Entre tanto, él tenía que conseguir un mapa de la zona y equipamiento. Buscaría a Kagome por su cuenta.
Continuará…
