Capítulo 6. Amistad
Vació el bolso de la mujer sobre su propia cama y estudió el contenido. Había un espejo de mano simple, sin adornos, ni ningún tipo de señal de que se tratara del espejo de una mujer. También cayó un neceser que contenía maquillaje; un maquillaje muy extraño. Las mujeres de su época utilizaban otro tipo de maquillaje diferente a aquel que estaba encerrado en esos pequeños recipientes con el logo de MaxFactor. ¿Qué era eso de MaxFactor? Únicamente reconocía el idioma: era inglés. Jugueteó con lo que parecía el colorete, una brocha de forma extraña que lo manchó de tinta negra y una barra color rojo que supuso sería para los labios. A pesar de su curiosidad, el maquillaje no le interesaba.
El siguiente objeto que tomó era una cajita metálica muy fina y ligera. Probó el peso entre sus manos y la palpó. Notó como se quedaba la marca de su dedo en el material. No era buena idea haber creado una cajita de ese material. Intentó abrirla sin éxito, pues no pudo encontrar el cierre. ¿Cómo se abriría? Si no podía abrirse, era totalmente inservible. Le dio la vuelta y contempló sorprendido el dibujo. No era un dibujo exacto, pero se podía distinguir que se trataba de una manzana mordida. ¿Qué significaría? Trasteó con la cajita un rato más hasta que se hartó. Quizás estaba rota o no era una caja sino una parte de otro objeto, una pieza.
Agarró un objeto ovalado que se abrió cuando accidentalmente presionó un botón lateral. De repente, aquel objeto se transformó en un diminuto cepillo para el cabello. En él, había algún cabello de Kagome atrapado. No entendía la utilidad de fabricar cepillos tan pequeños. Lo dejó sobre el colchón y tomó un paquetito envuelto en un material que no reconoció y que se rasgó ante una leve presión. Dentro había papel, pañuelos de papel. Al leer el envoltorio, se percató de que eran pañuelos de papel para la nariz, creados con el mismo propósito que los pañuelos de tela. ¿Por qué usarían pañuelos de papel? Esos había que desecharlos, se estropearían con el uso mientras que un pañuelo de tela solo había que lavarlo y se podía usar una y otra vez.
Encontró un juego de llaves. Había un total de cinco llaves de tamaño mediano y tres llaves pequeñas cuya utilidad no lograba imaginar. En general, le resultaron diminutas. Sacó su propio juego de llaves anillado en su cinturón y las comparó. La llave más pequeña que él guardaba era un poco más grande que las de tamaño mediano que tenía Kagome. ¡Qué curioso! Las cerraduras debían hacerse más pequeñas entonces. No se imaginaba a sí mismo intentando abrir una cerradura con una llave de ese tamaño. Sus manos eran demasiado grandes y las garras… Sería más rápido que tirara la puerta abajo.
Dejó las llaves y agarró un abanico morado sin ningún adorno que habría espantado a su madre por su falta de glamour. Después, encontró unas gafas metidas dentro de una cajita. Debían estar rotas o ser de mala calidad, pues la lente era negra. Las levantó para estudiarlas. Entonces, se percató de que no eran opacas. Las acercó más sin llegar a ponérselas, ya que eran demasiado pequeñas para su estructura ósea. Podía ver a través del cristal aunque el mundo se volvía menos colorido. ¿Cuál era la función de ese tipo de lentes? Kagome no parecía tener ningún problema de vista, por lo que no creía que sirvieran para aliviar una enfermedad relacionada con la percepción del color o del brillo. Entonces, ¿para qué servían?
Jamás lo descubriría solo. Las dejó sobre la cama y tomó el último objeto. Parecía otro bolso más pequeño de color negro. Se despegó a su voluntad con un tipo de cierre metálico que él no reconocía. Dentro, lo primero que vio fue un cuadro familiar en miniatura. No necesitaba ser un genio para adivinar que la encantadora niña de rizos azabaches era Kagome. El bebé debía ser Souta y los dos adultos sus padres. El atractivo de Kagome era claramente resultado de la unión de los rasgos de aquellas dos personas. Parecían buenas personas. ¿Quién había pintado un cuadro como aquel? Jamás había visto una copia de la realidad tan nítida, tan exacta. Era como tenerlos en frente. La pintura había avanzado muchísimo en los últimos siglos.
Encontró unos papeles azules, verdes y rojos. En los dos verdes ponía 5, en los tres rojos 10 y en el único azul 20. ¿Qué demonios era aquello? ¿Dinero en miniatura? Él utilizaba francos en formato papel cuando tenía que pagar grandes cantidades; podía llamarse, por decirlo de alguna forma, bonos del estado. Sin embargo, esos papeles le parecían de juguete. ¿Euro? ¿La moneda ya no era el franco? Volvió a guardarlos en su compartimento y espió otros compartimentos. Tenía pequeños recuadros fabricados de un material duro que él desconocía. En uno ponía Visa, en otro Yves Rocher, en otra de un material más blando ponía Bono Transporte y, en la última, encabezada con las siglas DNI, aparecía una imagen de ella de cara y sus datos personales. ¿Era ex presidiaria? Que él supiera, solo debían dar cuenta de su identidad de esa forma los ex presidiarios.
Suspiró y dejó caer todo sobre la cama. Allí había demasiada información para él. El mundo había cambiado tanto que no lograba comprender cómo vivía ella. Pensó que si fisgaba en el bolso que le confiscó encontraría una forma de conocerla y poder acercarse a ella, pero, en realidad, se sentía más lejos que nunca de la joven. No entendía su mundo y, por consiguiente, no la entendía a ella.
Se acercó a los ventanales cubiertos de arriba abajo por gruesas cortinas y apartó ligeramente el tejido, lo suficiente para dejar a la vista una rendija. La risa de Kagome se oía alto y claro. Ella estaba en el jardín trasero, jugando con los perros. Tres galgos, dos buldogs franceses y un ridículo carlino que en el pasado le sirvió para engatusar a las mujeres. Sus viejos trucos jamás funcionarían con Kagome. Ella era demasiado inteligente y demasiado diferente. Tenía que cambiar el enfoque.
Apenas se habían visto en esos últimos días a pesar de que acordaron ser amigos. Kagome había estado en la sala de costura arreglando los vestidos de su madre, un lugar en el que él jamás pondría un pie. Solo recordaba haber entrado en una ocasión cuando era un niño para enseñarle a su madre una rodilla despellejada a cuenta de una caída. Su madre se la besó y lo sentó a su lado. Escuchar el parloteo de las mujeres aquella tarde fue suficiente incentivo para no regresar nunca a ese lugar.
Su forma de vestir era… diría que diferente. No parecía gustarle llevar vestidos largos hasta el suelo, tal y como le correspondía a una dama. Solía dejar los brazos desnudos y los ajustaba a su figura. En sus días, las mujeres usaban escotes tremendamente exagerados para llamar la atención de un hombre, pero jamás habrían enseñado un tobillo o marcado sus nalgas o… Le costaría hacerse a esos cambios. Sería idiota si dijera que le molestaba. A decir verdad, las vistas eran mucho más agradables de ese modo. Sin embargo, no era él el único en notarlo. Sus criados cuchicheaban y ningún cuchicheo era lo suficientemente bajo como para que él no lo escuchara si estaba relativamente cerca. Kagome tenía tantos admiradores en el palacio que podía permitirse el lujo de escoger cuando, en realidad, él debiera ser la única opción.
Se dejó caer sobre su butaca favorita y apoyó la cabeza en el cómodo respaldo. Tiempo después, escuchó los pasos de Kaede, oyó el sonido de la vajilla y cómo cambiaba la bandeja para dejarle la comida y apartar el desayuno. Tiempo después de que sus pasos desaparecieran a través de los corredores, se aventuró a buscar la comida. Se paró en seco al ver el contenido de la bandeja. Había postre; él nunca tomaba postre. También había una nota, algo totalmente inusual, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que costaba fabricar el papel. Desplegó el papel y leyó:
Kagome ha preparado el postre para todos. Es "tarta vasca". Aunque no suele tomar postre, pensé que, quizás, querría probarlo.
¡Maldita Kaede! ¡Por supuesto que quería probarlo! Comió con su estilo habitual, pero sin apartar la mirada de la porción de tarta. Al terminar, la acercó y la olió por encima. Había adoptado la costumbre de olerlo casi todo, como si se tratara de un perro. Bueno, en realidad, tenía mucho de perro desde que la maldición cayó sobre él. Agarró el tenedor y cortó un pedacito. Estaba rellena de lo que parecía crema, pero más sólida de lo que él acostumbraba a verla. A las mujeres les gustaba la crema. La probó con escepticismo, ya que nunca había sido demasiado goloso. Los dulces engordaban y no estaba de moda estar gordo en la corte, por lo que le enseñaron a no abusar de las chucherías y lo que de niño le pareció un castigo, de mayor se convirtió en un hábito.
Estaba deliciosa. Se vio a sí mismo tomando un pedazo tras otro con el entusiasmo de un niño. Kagome era una magnífica cocinera además de una gran costurera. No era lo que un hombre noble buscaba en una mujer, pero sí eran cualidades que él encontró repentinamente de lo más atractivas. Las mujeres florero que acostumbraba a frecuentar jamás se enamorarían de él; necesitaba una mujer totalmente diferente. Lamentó que la tarta se terminara tan pronto. De joven, debió hacer más por probar la gastronomía de otros países en lugar de encerrarse en la comida tradicional francesa.
Un caballero haría algo por agradecerle a la dama la cortesía de haberle preparado el postre. ¿Qué podía hacer él por ella? Un regalo. Tenía muchas joyas guardadas en la cámara, podía regalarle una. Con esa idea en mente, caminó en la oscuridad, sin tropezarse con ningún obstáculo hasta dar con el cuadro que reflejaba una batalla contra un pueblo godo en la que su antiquísimo linaje salió victorioso. Tras ese cuadro, se encontraba una de las tres cajas fuertes que había ocultas en el palacio. Giró el resorte en el modo indicado y escuchó el gemido de la puerta al abrirse después de tanto tiempo. No tenía por costumbre sacar sus joyas y sentarse a regodearse de su riqueza. Hacía más de un siglo por lo menos que no las volvía a ver.
Sabía exactamente lo que quería. Cogió un estuche que reconocía a la perfección, sopló el polvo y lo abrió. La gargantilla de esmeraldas perfectamente talladas de su madre estaba tal y como él la recordaba. También tenía unos pendientes y un anillo a juego. Seguro que a Kagome le gustaría. Hacían juego con el vestido que ella llevaba ese día y realzarían aún más su belleza.
No podía esperar para dárselo. Por eso, atravesó de un salto el segundo piso, bajó las escaleras de tres en tres y recorrió a toda prisa el corredor del ala oeste. Kagome ya no estaba fuera, pero él sabía exactamente donde estaba. Su aroma le llegaba claramente de la biblioteca. Bajó las escaleras de un salto y las rodeó para acceder a la biblioteca. La puerta que estaba detrás lo llevó por un corredor luminoso que bien conocía hacia la estancia de la biblioteca.
La biblioteca no estaba originalmente en el edificio. Primero, se construyó el palacio y, tiempo después, en el siglo XV, se hizo una reforma para añadirla. La estancia se colocó en la parte de atrás de la casa porque era la parte más luminosa para favorecer la lectura. Se adhirió otro edificio de forma ovalada que se unió a la fachada creando una bella nave que culminaba en una cúpula. Su familia siempre se sintió muy orgullosa de esa biblioteca. En el pasado, cuando aún tenía asuntos económicos o políticos de los que ocuparse, su despacho estaba situado en la biblioteca, ocupando el lugar que previamente ocupó su padre. Hacía mucho que no la visitaba.
Encontró la puerta abierta y la estancia a oscuras. Kagome aún no había abierto las cortinas. Escuchaba sus pasos cautelosos para intentar evitar posibles obstáculos. Era la primera vez que la detectaba en esa zona de la casa, quizás no sabía cómo iluminarla.
— ¿Necesitas ayuda?
Kagome gritó, incluso saltó y se escuchó un golpe seco. Apretó los dientes enfadado consigo mismo por haberla asustado. No era así como quería empezar una conversación.
— ¡Lo siento! — se disculpó ella de repente — ¡No sabía que no pudiera entrar aquí! ¡Me iré ahora mismo!
— Kagome no…
— Y-Yo solo tenía curiosidad y…
— Tranquila, Kagome. No pasa nada.
Esa mujer era muy curiosa. En otro tiempo, su curiosidad podría haberle causado serios problemas.
— Deja que lo ilumine para ti. No te muevas…
Kagome no contestó, pero tampoco se movió, así que supuso que lo esperaba. Saltó una vez y otra hasta que tuvo a su alcance las cortinas. Respiró hondo por la emoción de hacer algo que llevaba mucho tiempo sin hacer y tiró de las cortinas una tras otra sin darse tiempo para reflexionar. Al terminar, la biblioteca entera estaba completamente iluminada por la luz natural del sol. Escuchó la exclamación de sorpresa de Kagome. Sabía por qué ella estaba tan sorprendida. En esa biblioteca se habían congregado más de cien mil obras y manuscritos durante cinco siglos enteros. Las estanterías llegaban hasta la bóveda y estaban todas repletas. Para alcanzar los libros en posiciones más elevadas, que eran, a su vez, los más antiguos, había que seguir un entramado de escaleras.
— ¡Esto es increíble!
Kagome se acercó a una estantería y palpó el lomo de piel de uno de los libros con interés.
— Los libros y manuscritos en lo más alto probablemente estén en latín. La mayor parte de los libros están en francés, pero también hay algunas obras en inglés, en español, en gallego y…
— ¿En euskera?
— No tengo ni idea, la verdad.
Le vio leer los títulos en los lomos de los libros mientras avanzaba frente a una estantería. Se detuvo en uno.
— La Arcadia… — leyó en voz alta — Este está en español.
— Como te había dicho.
Notó el cambio de humor y la emoción en Kagome. ¿Cómo no pudo darse cuenta antes? ¿A qué persona curiosa no le gustaría una buena biblioteca? Kagome disfrutaba solo con el hecho de mirar esos libros. Seguro que estaba fantaseando con las historias que hallaría allí.
— Me encanta leer... — musitó — Pero es un hábito un poco caro…
— Puedes leer cuanto quieras aquí.
Le respondió con la primera sonrisa para él desde que llegó a su propiedad. Por un momento, sintió que se le paraba el corazón en el pecho. Al parecer, Kagome sí que podía sonreírle a él también. Era maravillosa. Haría lo que fuera para que siempre estuviera así de contenta, para que lo amara…
— ¿Tú has leído todo?
— N-No… — admitió avergonzado — De niño solía leer, pero, cuando me hice mayor, abandoné ese hábito.
— Pero has tenido mucho tiempo para leer todo esto.
— No he hecho gran cosa en todo ese tiempo…
Kagome abandonó lo que estaba haciendo como si hubiera perdido todo el interés en esa actividad y se dirigió hacia él a paso ligero. Tragó hondo al sentirse el centro de su atención. Nunca se sabía por dónde iba a salir esa mujer. Además, cuanto más se acercara, más y mejor podría ver su horrible apariencia. Aunque ella ya conocía a la bestia, no quería ver cómo apartaba la mirada con desagrado o cómo lo juzgaba. Ninguna mujer se sentaría a mirarlo como si fuera un regalo del cielo. Ya no.
— ¿No te has sentido solo?
La mujer estaba tan cerca que dio un paso atrás. Ya no había dónde retroceder. Detrás tenía muro, los libros y nada. No podía retroceder, apartarse y esquivas sus preguntas y su inteligente mirada. Kagome lo tenía atrapado y lo sabía. Le repitió la misma pregunta esperando en esa ocasión una respuesta. No quería hablar de esas cosas…
— ¿Y eso qué importa?
— Es muy triste estar solo… — contestó con voz frágil, mirándose las manos.
— ¿Tú has estado sola alguna vez?
— Lo estoy ahora…
Sintió deseos de decirle que no era así, que ella no estaba sola porque lo tenía a él, pero no serviría de nada. Sabía de muy buena tinta que uno podía sentirse solo aunque estuviera rodeado de toda una multitud. La soledad no tenía que ver con el número de personas sino con lo que uno siente en el corazón. Kagome debía añorar a su hermano y a su abuela. Se sentía sola porque ellos no estaban y no debía estar acostumbrada a estar sola. Quizás por eso parecía tener ese comportamiento errático e impredecible que la llevaba de un lado para otro sin ningún patrón. Intentaba entretenerse para olvidar que estaba sola. Él hizo justamente lo contrario. Se encerró solo en el segundo piso y se recreó en su soledad por cerca de tres siglos.
En lugar de darle consuelo, arriesgándose a su más que probable rechazo, decidió contestarle con otra pregunta que la distrajera. No quería verla deprimida.
— ¿Qué tiene que ver la soledad con los libros?
— No me siento sola cuando leo. — se retiró de su lado y paseó por la biblioteca — Me sumerjo tanto en la historia que los personajes terminan formando parte de mí. Sentí que yo también viajaba a Nunca Jamás con Peter Pan, adoré al Sombrerero Loco de Alicia en el país de las maravillas, quise participar en la batalla contra Lord Voldemort en Harry Potter tanto como sus protagonistas y también me enamoré de Kvothe en El nombre del viento.
No reconoció ninguno de esos libros, pero sí el sentimiento. Él se sintió exactamente así cuando leía de niño. Al leer, no tenía que estar en sus clases de esgrima, aprendiendo a caminar como un caballero, practicando el protocolo o estudiando idiomas. Podía permitirse el lujo de tumbarse sobre su estómago en la alfombra y leer hasta que le dolieran los ojos e incluso más.
— Yo paso a formar parte del libro.
— Creo que lo entiendo… — soltó una carcajada burlona — Has hecho que parezca que he perdido todos estos años.
— No era mi intención…
— Es la verdad. He pasado demasiado tiempo sentado en una butaca viendo ponerse el sol.
Iba siendo hora de que entrara en acción.
— Tengo algo para ti.
— ¿Para mí? — repitió sorprendida.
— En agradecimiento por la tarta que has preparado.
— Con un "gracias" es más que suficiente.
— ¡Gracias!
Llevaba tanto tiempo sin pronunciar ese vocablo, uno que por cierto jamás fue el más habitual de su vocabulario, que tuvo que pronunciarlo a toda prisa para que se no se le atragantara. Kagome dio un respingo sorprendida por la fuerza de su agradecimiento y sonrió como si acabara de contar un chiste o hacer una tontería. No se reía de él; se reía con él. Cada vez estaba más seguro de que ella era la indicada. El hecho de que hubiera encontrado su casa era cuanto menos significativo, pero, aun así, podría equivocarse. Dios bien sabía que su vida había estado marcada por la desgracia desde que conoció a Kikio.
— Tienes que cerrar los ojos.
Esa mirada de desconfianza regresó. No la culpaba por ello.
— Te lo ruego. ¡Es una sorpresa!
Se esforzó por mostrarle el estuche que hasta entonces había pasado desapercibido para recalcar que se trataba de un regalo que quería que la tomara por sorpresa. Entonces, a pesar de las dudas, Kagome cerró los ojos sin oponer más resistencia y esperó. Se acercó hasta estar tan cerca de ella como ella lo estuvo de él cuando lo acorraló. Sus pestañas eran largas, la nariz respingona y los labios… ¡Diablos, no tenía que estar mirándola de esa forma! Kagome le había dado su confianza, no podía decepcionarla o jamás volvería a tener una oportunidad como aquella.
La rodeó para ponerse detrás de ella y abrió el estuche. Después, dejó el estuche sobre la mesa y cogió únicamente la gargantilla. El cierre era muy pequeño, esperaba poder unirlo bien. Le pasó la gargantilla por delante, sabiendo que ella ya sería consciente del tipo de regalo del que se trataba y luchó con el cierre hasta lograr cerrarlo en su nuca. Entonces, dejó la joya apoyada sobre su piel y disfrutó de la vista. Sabía que a Kagome le quedarían bien las esmeraldas. Tenía la piel perfecta para lucir esmeraldas y cualquier diamante en general. Además, con ese vestido estaba arrebatadora.
El vestido de campo también color esmeralda de su madre había sido reestructurado. Las mangas de bombacho y el escote en forma de corazón era lo único que se mantenía tal y como él recordaba. Kagome había recortado la tela de tal forma que se abría desde debajo del pecho hasta los tobillos. Bajo la tela esmeralda se abría camino lo que en su día sería el forro blanco de debajo para evitar que se trasparentara un tejido tan fino. Ese "segundo vestido" había sido recortado a la altura de las rodillas y terminaba con un fruncido. Lo combinó con zapatos dorados de tacón. Su figura femenina no podría estar más favorecida.
— ¿Puedo abrir ya los ojos?
Estaba tan ensimismado con su belleza que olvidó que ella lo estaba esperando.
— Por supuesto.
Kagome abrió los ojos despacio, tal y como lo habría hecho una digna princesa, y encogió el cuello para intentar mirarse mientras palpaba la joya con interés. No tenían espejos allí. Para la sorpresa de ambos, tomó su mano con total naturalidad y la instó a seguirlo hacia el corredor por el que se accedía a la biblioteca hasta el vestíbulo. Una vez allí, la invitó a mirarse en el espejo de la entrada.
— ¿Esto son diamantes?
— Esmeraldas para ser exactos.
— No puedo aceptarlo.
Las manos de Kagome se dirigieron automáticamente hacia el cierre de la gargantilla. Él se quedó paralizado durante unos instantes, sorprendido por tan decidida y humilde respuesta a su regalo. Nunca una mujer le había rechazado un regalo, mucho menos un tan exclusivo y lujoso regalo. Cualquiera desearía tener una joya de esa belleza, especialmente si le sentaba tan bien. ¿Por qué Kagome no podía ser menos complicada y hacer algo como el resto de las mujeres?
— Quédatelo, es un regalo.
— ¡Un regalo muy caro por una mísera tarta! — exclamó.
Tendría que ser idiota para no percatarse de que estaba ofendida. ¿Por qué se sentía insultada cuando él solo pretendía halagarla?
— ¿Qué te sucede? Solo es un regalo, unas joyas…
— ¡No es solo un regalo! — consiguió quitarse la gargantilla — ¡Son unas putas esmeraldas!
Su lenguaje tan impropio de una dama lo apabulló. Había escuchado a las damas decir palabras subidas de tono en el dormitorio, en ciertos contextos, pero jamás de esa forma.
— No puedes regalarme algo como esto… ¡No lo aceptaré!
— ¿Por qué no? ¿Qué tienen de malo?
— Son muy caras…
— ¿Y qué? — insistió.
— Todo tiene un precio.
Nunca antes le habían dado esa contestación, pero era algo que no solo entendió rápidamente sino que inmediatamente asoció con su propia época. En verdad todo tenía un precio. Cada cosa que hacían en la vida tenía un precio que muchas veces no estaban dispuestos a pagar. Al parecer, los instrumentos, las casas, los transportes, el dinero y la tecnología habían progresado, mas no la moral de las sociedades. Seguían estando cortados por exactamente el mismo patrón. Desgraciadamente, él llevaba demasiado tiempo sin vivir en sociedad y ya no se comportaba en absoluto como una persona normal. Para él había cambiado el precio de las cosas y el valor de la riqueza.
— Aquí no pensamos de ese modo, Kagome. No hay dinero que valga en este lugar, ni joyas. Nadie pensará que eres digna de un príncipe solo por llevar unas joyas, no podrás venderlas para conseguir dinero, ni te llenarán el plato de comida. Solo son joyas, adornos. Nada más. Lo único valioso que encontrarás en ellas es la belleza de la talla.
No podía creerlo; sin embargo, allí estaba él plantado frente a ella diciendo algo tan absurdo e ideal como real. Estuvieran donde estuvieran, el dinero no le daría poder ni a ella, ni a nadie. El poder de Inuyasha no nacía de la riqueza, nacía de una predisposición para ostentar un puesto de control que otros no poseían. Esas joyas realmente solo eran joyas para él. Aquel regalo no era una chuchería para que ella se fuera acercando lentamente hasta su cama. Si el regalo procediera de Naraku, no lo pondría en duda. No obstante, el regalo era de Inuyasha y ambos sabían que no tenía ninguna posibilidad.
Acarició las piedras preciosas disfrutando de esa belleza de la que él había hablado. Jamás soñó tan siquiera con sostener una joya de semejante categoría entre sus manos. No tenía ningún valor allí, no era una joya de categoría. De repente, aquella gargantilla era exactamente lo que Inuyasha dijo: un objeto hermoso y punto. No le daría dinero, poder o prestigio. Solo era un adorno en su cuello en ese lugar. Y, cuando se marchara, no se la llevaría con ella. ¿Tenía algo de malo que lo disfrutara mientras tanto?
Suspiró, consciente de que había tomado una decisión fuera la correcta o no. Volvió a mirarse en el espejo e hizo amago de volver a ponerse ella misma la gargantilla. Entonces, Inuyasha se acercó como una bala y lo hizo él mismo a pesar de lo mucho que le costaba manipular el cierre. ¿En su época sería costumbre colocarle las joyas a la mujer o, al igual que en la actualidad, tenía un doble sentido? Descubrió que, en realidad, no le importaba cuáles fueran sus intenciones. De repente, no le resultaba tan molesto que él se sintiera atraído por ella. No significaba que fuera a sucumbir, ni nada remotamente parecido, pero Kaede tuvo razón al decirle que no era exactamente lo que parecía. Había en él mucha más humildad de la que el propio Inuyasha conocía de sí mismo.
— Gracias por este regalo.
Además de la gargantilla, Inuyasha también le regaló el anillo y los pendientes a juego. Una vez más, se esforzó por dejar de lado ese pensamiento capitalista del que estaba impregnada la sociedad en la que se había criado, y aceptó con una sonrisa sus atenciones. Era una lástima que el anillo le quedara un poco grande, pero nada que no se pudiera arreglar con un poco de imaginación. Después de eso, se sintió tan en deuda con él que lo invitó a sentarse a leer con ella. Inuyasha intentó esconderse de nuevo en su guarida y rechazar la invitación, pero fue tan insistente que terminó por caminar a su lado de vuelta a la biblioteca.
Al margen de su plan de huida, quería ser amable con Inuyasha porque él acababa de serlo con ella. Una de las pocas cosas que aprendió de su madre era que la bondad no cuesta dinero, pero lo vale todo. Se permitió ser bondadosa con esa criatura atormentada por el placer de verlo salir del lugar en el que se había recluido tan voluntariamente. Iba siendo hora de que viviera en el exterior de nuevo y experimentara. Allí estaba a salvo, estaba protegido y tenía amigos por todas partes, aunque lo hubiera olvidado.
Escogió La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades. Se relajó en un diván junto a los ventanales para leer, pero no pudo ni abrir el libro al percatarse del comportamiento de Inuyasha. Él simplemente se sentó en una silla que gimió ante su peso y se quedó mirando las estanterías como si fueran extraños. ¿No iba a leer? Se mordió el labio inferior, intentando decirse a sí misma que no era problema suyo. No podía darle todo el trabajo hecho, ¿no? Sin embargo, no fue capaz de leer ni una sola palabra sabiendo que él estaba allí solo mirando a la nada.
— ¿Quieres que lea en voz alta?
Mientras lo decía pensó que parecería tonta, pero la idea pareció gustarle a la bestia porque se levantó y se dirigió hacia ella. Después, se sentó en el suelo junto al diván con las piernas cruzadas y esperó a que ella leyera. Sintió que la ardían las mejillas. No estaba acostumbrada a leer en voz alta frente a nadie, era algo que había dejado en tareas pendientes para cuando tuviera hijos. Además, el libro estaba en español y… De repente, cayó en la cuenta. ¿Tendría que ir traduciéndolo al francés según leía?
— Igual debiera escoger otro libro en francés… — se excusó.
— ¿En qué idioma está?
— En español.
— La corte española siempre fue muy importante y hemos mantenido relaciones con ellos durante siglos. Me enseñaron a hablar español con fluidez. Solo necesito recordarlo…
La convenció. Pasó las páginas iniciales con datos de la imprenta y empezó a leer de forma atenta y sosegada para que él tuviera tiempo de entenderla. De hecho, ella misma se dio cuenta durante la lectura de que su español estaba oxidado. La amama, generalmente, hablaba en euskera o en francés. Solo les hablaron en español con fines didácticos y ella tenía más bien poca experiencia con los inmigrantes. Eso por no hablar de que ese español se parecía más bien poco al que ellos hablaban. Al final, fue Inuyasha quien tuvo que explicarle qué significaban algunas palabras, ya que él era más cercano al texto. Otras las tuvieron que buscar en un diccionario. Fue, ciertamente, divertido.
No habían avanzado mucho para las siete de la tarde, según lo que marcaba el reloj de péndulo en la pared, pero los dos quedaron cautivados por la historia y se entretuvieron intentando comprenderla. Algo se calentó en su pecho. Nunca había realizado una actividad como aquella con ningún hombre. Los hombres no se acercaban a ella para leer o porque creyeran que ella era inteligente. Se acercaban a lo que les resultaba un envoltorio bonito para pasar un buen rato y, al menor atisbo de inteligencia, de que era una mujer capaz de tomar sus propias decisiones, huían despavoridos. Nunca se había sentido tan a gusto junto a un hombre. Quizás sí que podían ser amigos a pesar de las circunstancias.
— Made… Kagome, la cena está servida.
Sango se asomó a la puerta mientras daba el anuncio. Al ver a Inuyasha dio un respingo.
— ¡Amo!
Inuyasha se levantó y la ayudó a levantarse. Se había hecho tarde sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Aunque de vez en cuando miraran al reloj, ninguno había sido plenamente consciente de las horas que habían pasado juntos en la biblioteca. El tiempo había pasado volando y eso solo sucedía cuando la compañía era agradable.
— Kaede le subirá la cena como de costumbre, amo.
Inconscientemente, reaccionó ante las palabras de Sango.
— ¿Por qué no cenas conmigo? No me gusta cenar sola…
— N-No sé si es buena idea…
— ¿Por qué no iba a serlo? Me agrada tu compañía.
Lo dijo sin pensar. Para cuando se percató de lo que había dicho, ya era demasiado tarde para intentar cambiarlo. No tendría que haber hecho eso. No estaba bien que le dijera esas cosas a la… a la… a la bes… De repente, no se sentía cómoda llamándolo bestia. Al fin y al cabo, él era en realidad un hombre, un príncipe cuyo nombre era Inuyasha Taisho. No estaba bien que lo llamara bestia. No sería mejor que esos otros que tanto repudiaba si también lo llamaba bestia. Había conocido tipos apuestos que, sin tener garras y colmillos, eran auténticos monstruos. Naraku era un buen ejemplo de su teoría.
— ¿Seguro que no te molestaría? Tengo dificultades para usar los cubiertos…
Le enseñó las manos como si tuviera necesidad de justificarse. Las garras eran tan pronunciadas, tan curvas, que supuso que sería difícil sostener los cubiertos correctamente. Bueno, no importaba. Jamás se reiría de las dificultades de una personas; mucho menos de ese tipo de dificultades.
— No importa, hazlo como tú puedas.
Inuyasha terminó por aceptar. Sango corrió hacia las cocinas como si se la llevara el diablo para pedir que pusieran la mesa para los dos. Una vez en el salón, se sentaron en la pequeña mesa de comedor en la que ella había comido todos los días que pasó allí. Cada uno se sentó en el lado opuesto para verse de frente. El primer plato era una sopa de verduras muy ligera que prácticamente entraba sola. Ahora bien, la imagen de Inuyasha intentando tomarla le hizo percatarse de que no era tan sencillo. Prácticamente tenía que agarrar los cubiertos con el puño en vez de con los dedos, torcer la cabeza y subir el brazo para tomarla. Se le escapaba mucha sopa que salpicaba y manchaba la mesa.
Miroku y Myoga, quienes se habían apostado de pies tras el amo como si fuera lo propio, palidecían cada vez que le veían coger otra cucharada. Miroku incluso intentó aconsejarlo para que la tarea le resultara más sencilla. Inuyasha terminó con las mejillas sonrojadas, avergonzado por su condición. Entonces, decidió que debía ayudarlo. Se le ocurrió coger su propio tazón entre las manos y se lo llevó a los labios para beber de él como si se tratara de una taza. Animado por su idea, Inuyasha la imitó. Su mayordomo y su ayuda de cámara suspiraron de puro alivio al verlo comer en condiciones.
El resto de la velada transcurrió incluso de forma agradable. Comieron y conversaron de cosas sin importancia. Solo en una ocasión, Myoga intentó corregirla por tutear al "amo", pero Inuyasha se apresuró a cortarlo con una mirada que podría haber helado el mismísimo infierno. Jamás podría acostumbrarse a llamarlo "amo", ni mucho menos dirigirse a él usando el plural de modestia. Aunque, para acostumbrarse a hacer algo, había que pasar mucho tiempo haciéndolo. Esa idea le produjo un estremecimiento. No podía quedarse allí y mucho menos para siempre. Su amama la necesitaba y también el idiota de Souta. ¿Quién evitaría que cometiera otra estupidez más que ella?
A decir verdad, sería una auténtica pena marcharse, pues Inuyasha, de repente, le parecía un encanto. Era normal que estuviera tan enfadado cuando lo conoció. Al fin y al cabo, su hermano había intentado robarle. También era normal que estuviera enfadado con el mundo por lo que le había sucedido. Casi tres siglos reflexionando daban en lo que pensar. Y esa momentánea atracción que sintió por él seguro que fue provocada por la adrenalina de haber sido descubierta, algo totalmente momentáneo. No tenía nada de lo que preocuparse, ¿no?
Continuará…
