Capítulo 7. Maldad
Los lloriqueos de la mujer lo ponían enfermo. Se lo había pasado bien con ella durante un rato hasta que se puso a llorar. Odiaba que hiciera eso, que se creyera con el derecho de intentar hacer que se sintiera culpable por algo que ella misma se buscó. La muy estúpida no sabía que a él no podía martirizarlo con el irritante sonido de su lloriqueo. No obstante, sí que podía cabrearle lo suficiente como para que se replanteara el trato que habían hecho horas antes.
Se dirigió hacia el cuarto de baño, ignorando a la mujer. Utilizó el retrete y después se detuvo en el lavabo. Necesitaba un buen afeitado. Agitó el frasco de espuma, la vertió en la palma de su mano y, luego, juntó las dos palmas para mezclarla antes de esparcírsela por la cara. Se lavó las manos y tomó la cuchilla. Con sumo cuidado, puesto que odiaba cortarse cuando se afeitaba, deslizó la cuchilla hacia abajo, recta, siguiendo el ángulo de su mentón. Así lo hizo una y otra vez hasta haber recorrido cuanto tenía por afeitar. Golpeó la cuchilla contra el lavabo para quitarle el exceso de espuma antes de lavarla. A continuación, se lavó la cara y se la secó con la toalla del lavabo.
Su rostro era perfecto. Acarició la piel suave tras el afeitado y sonrió consciente de su propia belleza. ¿Qué mujer no se sentiría atraída hacia él? Cogió el masaje y se lo aplicó sobre la zona rasurada. El escozor, lejos de molestarle, lo llenó de energía. Se sentía totalmente revitalizado. Afeitarse era un ritual que le encantaba, le ayudaba a relajarse. Además, mirarse en el espejo tras el afeitado no podría resultar más placentero. La cara de un hombre como él debiera estar en todas las portadas de revistas femeninas para el disfrute de las mujeres.
Salió del cuarto de baño para verse asaltado de nuevo por esos molestos sollozos. Incluso había logrado olvidarse de esa mujer. Odiaba los lloriqueos. El padre de esa chiquilla se había metido en líos por intentar estafarlo con la mercancía. Como buen traficante que era, había ido a su casa para enseñarle una lección que jamás olvidaría. Entonces, la hija había intervenido suplicando clemencia por la vida de su padre y le ofreció un trato que le reportaría una doble satisfacción: el dolor del padre que veía a su hija prostituirse por su vida y el placer de tener una mujer en su cama. Lamentablemente, tan pronto como le había echado un par de polvos a la mojigata, ella se había encerrado en sí misma en una esquina y había empezado a llorar. Si esperaba que él sintiera lástima, se había equivocado de hombre.
Cogió unos calzoncillos limpios de su armario y se los puso en un fluido movimiento. No había estado mal para una noche como aquella, pero tampoco fue el mejor sexo que había tenido nunca. Cualquiera de las prostitutas que trabajaban en su garito lo harían mil veces mejor incluso después de haber atendido a diez clientes esa misma noche. Escogió unos vaqueros de Calvin Klein y los sacudió para estirarlos antes de ponérselos. Le encantaba esa maldita marca.
— Vístete ya. — le ordenó secamente.
Su trato era ese: una noche de sexo. No le interesaba quedársela, prostituirla para otros hombres, dejársela a sus empleados, ni nada más. Dios sabía que la mujer no era lo bastante buena para esa tarea. En esos momentos, lo único que quería era librarse de su infernal llanto. Podía irse a llorar a las faldas de su padre con absoluta tranquilidad porque, a no ser que el muy estúpido intentara la idiotez de vengarse, jamás volverían a cruzarse.
No sería igual si se tratara de Kagome. ¡Diablos, Kagome! No pudo evitar que sus manos buscaran automáticamente su Iphone, la galería de imágenes y la única fotografía que tenía de ella. La tomó una noche en el Cover Garden cuando ella estaba despistada hablando con uno de sus cientos de pretendientes. Si había alguien que podía conseguir entrada y barra libre gratis todas las noches era ella con su esplendorosa belleza. Era la mujer más bella de por allí y él no merecía menos que eso. Acarició sobre la pantalla su preciosa melena azabache, la delicada forma de su rostro, la curva de sus pechos y su estrecha cintura. Era el sueño de cualquier hombre. Se amputaría las piernas para tenerla si creyera que eso iba a funcionar.
Esa mujer ni ninguna otra se parecía a Kagome. Las mujeres que lo rodeaban lo buscaban por dinero, por poder, por deseo o por desesperación como en el caso de esa diminuta mujer que luchaba por ponerse el sujetador sin dejar de llorar. El dinero era demasiado vulgar para Kagome; el poder no lo deseaba; el deseo si existía tan siquiera lo demostraba; y la desesperación, a pesar de sus últimas amenazas, no parecía haber hecho mella en ella. Ya no sabía cómo abordarla, era demasiado fuerte. Tenía una fortaleza interior impropia de cuantas mujeres había conocido a lo largo de sus treinta años de vida. En vez de odiarla por resistirse de esa forma, la amó aún más por ser tan poderosa. Su fuerza lo desarmaba.
Hablando de armas. Recogió la beretta y el cinturón para ajustarla en su pecho. Sabía que esa arma era ya una antigüedad, pero le gustaba el diseño y estaba muy bien equilibrada. Ajustó el cinturón y se puso una camiseta negra de algodón encima. Kagome sería capaz de intentar quitarle esa arma para volarle la cabeza si él trataba de forzarla. No, presionarla no funcionaría.
— ¡Largo de aquí!
No quería verla más. No podía dejar de comprarla con su perfecta Kagome y eso lo estaba poniendo de muy mal humor porque no podía tenerla. Si no podía tener a Kagome, terminaría por volcar sus frustraciones sobre otras como aquella estúpida. Su cabello pelirrojo no podía compararse con la preciosa melena azabache de la mujer de sus sueños. Aquellos ojos verdes que seguramente habrían cautivado a más de uno a él no lo impresionaron en lo más mínimo. Tenía pecas, muchas prominentes pecas por todo el cuerpo. Seguro que Kagome era tan blanca como aparentaba por todas partes.
El deseo lo estaba consumiendo. La erección era tan prominente que empujaba contra la bragueta de su pantalón amenazando con reventar la cremallera que la resguardaba. Era impresionante que todavía se le levantara después de tanto sexo, pero ahí estaba dura, hinchada y deseosa de más acción. La pelirroja no le serviría para calmarse.
— ¿Y mi padre?
Ni siquiera se volvió cuando la mujer habló. Le sorprendió que fuera capaz de pronunciar una sola palabra después de cómo se había comportado hasta entonces.
— Ya te dije las condiciones de nuestro acuerdo.
— ¿Y las vas a cumplir…?
Nada le molestaba más que el que osaran cuestionarlo. Si él decía una cosa, se haría de esa forma y punto. Sacó la beretta de su estuche, caminó hacia la mujer, la empujó contra la pared y le metió el cañón en la boca. En otro contexto, la imagen le resultaría incluso erótica. Encañonaría a Kagome de una forma muy diferente si tuviera ocasión.
— ¿Me estás llamando mentiroso?
Otra vez las dichosas lágrimas. Había llorado tanto que tenía la piel alrededor de los ojos arrugada y sensible por la humedad y los ojos estaban tan rojos que parecía que tuviera una infección. Aquella imagen tan patética lo tentaba a apretar el gatillo. Los débiles debían morir.
— ¿Y bien?
La mujer sacudió la cabeza en una negativa. Entonces, sacó el cañón de la pistola de su boca y la soltó.
— Quiero que te largues de aquí y que no vuelvas a cruzarte en mi camino, ¿entiendes? Si tu padre hace cualquier tontería, os podéis dar por muertos.
La mujer asintió con la cabeza enérgicamente mientras hablaba.
— Entonces, ha terminado nuestra transacción comercial. ¡Largo!
No le faltó tiempo para salir huyendo de allí. Perfecto, él tenía otras muchas cosas que hacer. Se iba a reunir con un nuevo proveedor que requería una reunión personal para delimitar las características de su acuerdo. Además, tenía que arreglar un asunto con uno de sus hombres. Al parecer, tenía la mano muy suelta con las chicas y los clientes se estaban quejando de los moratones. A nadie le gustaba follarse una chica llena de moratones.
Salió de su apartamento. Fuera lo esperaban dos de sus guardaespaldas preparados para seguirlo allí a donde fuera. Les indicó con un ademán que lo siguieran y se dirigió hacia el Cover Garden. El local le pertenecía desde hacía un par de años y solo tenía que cruzar la calle para llegar hasta allí. Era un buen lugar para llevar a cabo sus negocios. Ganaba dinero de las entradas, de las consumiciones, de los idiotas que le compraban mercancía a sus camellos, de los hombres que pagaban por sus prostitutas bien exhibidas allí. Era un buen lugar, su mejor adquisición.
Nada más entrar, presintió que algo malo sucedía. Tuvo un mal presentimiento que le recorrió la espina dorsal de forma alarmante. Dicho mal estar se vio confirmado cuando uno de sus hombres le llamó la atención en la barra. Al acercarse, descubrió que era peor de lo que esperaba. Dos inspectores de policía estaban allí y exigían hablar con él. Por precaución, su segundo al mando había tomado la decisión de sacar de la pista a las prostitutas y a los camellos. Al parecer, esa noche no obtendrían demasiados beneficios.
Los inspectores lo esperaban en un reservado. Pidió un vodka y tomó asiento. Los agentes tomaban agua mineral. Claro, estaban de servicio. ¿Serían siempre así de correctos? Seguro que, fuera cual fuera el motivo de su visita, se podría solucionar con algo de dinero.
— ¿Qué les trae a mi local, agentes?
— La desaparición de una mujer. — le mostró una fotografía — ¿Le suena de algo Kagome Higurashi?
Estuvo a punto de levantarse y ponerse a gritar como un energúmeno. ¡Maldito Souta Higurashi! ¿No le mentía? ¿O acaso estaban llevando hasta ese extremo el plan para que él se lo creyera? Por más que lo intentó, no pudo ocultar su reacción ante los agentes. Quizás había contenido el grito, pero los nudillos estaban blancos de tanto apretarlos.
— Deduzco que la conoce.
El agente sacó un bolígrafo para tomar nota. A partir de entonces, tendría que tener mucho cuidado con lo que decía o lo acusarían, por sorprendente que sonara, del único delito que él no había cometido.
— Suele venir por aquí, es hermana de un cliente.
— ¿Y cuál es su relación con ella?
— Debo decir que menos íntima de lo que me gustaría…
Él no le había hecho nada a Kagome, ni siquiera sabía dónde estaba. ¿Y por qué estaba sudando tanto? Quizás, porque tenía la soga al cuello. Souta se la había jugado con esa última. Lamentaría haberlo puesto en ese aprieto.
— ¿La vio la noche del último sábado? Nos han dicho que estuvo por aquí…
— ¿Quién lo ha dicho?
— ¿Acaso importa? — Se apresuró a replicar el agente — Solo conteste.
— Sí, la vi. Estuvo un rato en la barra, llevaba una falda corta negra y un top negro que le quedaban de muerte. La invité a un tequila y a irse conmigo, pero solo aceptó lo primero.
— ¿Y después?
— No lo sé. Se marchó.
— ¿La dejo irse así de fácil? — insistió el agente.
— Sí, así de fácil.
— ¿No se enfadó?
Intentaba provocarlo y no lo conseguirían. Había tratado en demasiadas ocasiones con la policía como para dejar que lo intimidaran.
— Mire, yo no he secuestrado a esa mujer, aunque ojalá se me hubiera ocurrido. Está claro que es escurridiza y demasiado astuta para ser una mujer. Tendrían que haberla atado en corto hace mucho, y esto no habría sucedido.
Él debería haberla atado corto en cuanto la conoció. Intentó respetarla y cortejarla como un caballero, pero estaba claro que con Kagome Higurashi no podía ser un caballero. Bien, quería jugar, jugarían. Terminaría saliendo de su escondrijo de rodillas y dispuesta a hacer cualquier cosa que él le pidiera.
— ¿Le importa que nos quedemos a hacer algunas preguntas por aquí?
— Adelante, agentes. No tengo nada que ocultar.
La mirada que le lanzaron le indicó que no lo creían. Sin embargo, él no estaba en absoluto preocupado. Era demasiado bueno en su trabajo y se había preparado demasiado bien para ese momento como para que lo descubrieran tan fácilmente. Los agentes no encontrarían nada en su local y, si querían buscar más a fondo, ya podían conseguir una buena orden de registro. Sin embargo, a él le preocupaba más Kagome Higurashi. Había un atisbo de duda en su mente. ¿Y si había desaparecido de verdad y él estaba perdiendo un tiempo preciso que podría invertir en recuperarla con vida?
— Hola, querido.
— Pareces cansado, querido.
Las gemelas Hitachi siempre aparecían cuando más las necesitaba. Eran dos preciosas gemelas idénticas rubias con los ojos azules, la piel blanca y unas curvas de infarto. Cualquier hombre se sentiría afortunado de poder acostarse con esas dos bellezas a las que les encantaba compartirlo todo. Cada una se situó a un lado y las abrazó contra su pecho. Ellas podrían borrar el penoso espectáculo que había dado la pelirroja anteriormente y la desagradable visita de los agentes de la ley. Alguien, probablemente uno de sus guardaespaldas, corrió las cortinas del reservado para darles intimidad.
Se dejó desnudar por esas dos bellezas sin dejar de pensar en Kagome, en que podría ser ella la mujer que lo desnudara con tanto placer. ¿Por qué era tan testaruda? Podría poner el mundo a sus pies si era eso lo que deseaba. Se preguntó si ella lloraría como la pelirroja cuando se viera en la obligación de aceptar su inminente destino. La respuesta fue no. Kagome era fuerte; ella no lloraría.
…
Kagome quería aprender a montar a caballo. No le parecía una mala idea del todo. Era una buena forma de acercarse a ella y de conquistarla. Para enseñarle a montar a caballo tenían que estar muy cerca el uno del otro, pasarían mucho tiempo juntos, él sería su figura de apoyo durante las clases y pasearían solos por sus propiedades. Era, sin duda alguna, una idea estupenda. Y no es que pasaran poco tiempo juntos, ya que leían mucho, pero era otra forma de estar juntos. Podrían incluso tener contacto físico. Para él no era suficiente que, muy de vez en cuando, sus dedos se rozaron por accidente al intentar coger ambos un libro o un diccionario al mismo tiempo.
Sonrió al recordar la semana tan tranquila que habían pasado juntos. Kagome tenía una voz preciosa y relajante que lo amansaba como la música a las fieras. El único momento en el que se había sentido nervioso fue cuando le pidió que fuera él quien leyera en voz alta. Ella había sido la principal encargada de esa labor hasta entonces. No obstante, un día cualquiera dijo que estaba cansada de leer tanto y que deberían compartir la tarea. La idea lo aterrorizó. Aunque sabía leer y había sido capaz de buscar la información que necesitaban en los diccionarios, no se sentía seguro haciéndolo en voz alta. Tenía miedo de que su dicción no fuera lo suficientemente buena. Kagome le sugirió que leyera una obra francesa si le resultaba más sencillo leer en su lengua materna. Escogió Les précieuses ridicules, de Molière. El primer capítulo le costó una infinidad, pero Kagome no emitió ni una sola queja. Se tumbó en el diván, tal y como solía hacer, y escuchó pacientemente.
La bondad de Kagome lo tenía perplejo. Había sido capaz de perdonarlo aparentemente por su rudo trato y lo trataba con la misma amabilidad que a cualquier otra persona. Incluso le sonreía y se acercaba a él sin temblar de miedo. Preparaba comida típica de su tierra vasca para todos en el palacio con el beneplácito del cocinero, quien estaba encantado de contar con tan refrescante compañía en las cocinas. También le había visto ayudar a Kaede, reírse con sinceridad de los chistes picantes que Miroku conocía de la época de la corte, ayudar a Sango o perseguirla más bien con su parloteo mientras la otra intentaba realizar sus tareas sola e incluso ayudó a Myoga con un remedio para la tos. Ella no se parecía en absoluto a las mujeres que él había conocido en su anterior vida. Quizás por eso le gustaba tanto.
Haber conocido a Kagome le confirmó que jamás podría haberse enamorado de Kikio en el pasado. Kikio le resultó un desafío por no caminar derecha hacia su lecho como lo hacían las otras, pero esa era la única diferencia. Trataba a los criados con la misma indiferencia que cualquier otra, despreciaba a la plebe, adoraba las joyas y los regalos ostentosos. Era igual que las otras. Bueno, había una sutil diferencia si bien recordaba: tenía el poder de castigarlo. ¿Y quién era ella en comparación con una mujer de corazón bondadoso como el de Kagome para castigarlo a él?
No tenía caso regresar al pasado, darle vueltas al mismo asunto. Ya nada le devolvería esos años de su vida. Lo que debía hacer era concentrarse en el presente y en esa nueva oportunidad que le estaba brindando. Y esa oportunidad caminaba hacia él con una sonrisa brillante y un nuevo modelito que le hizo tragar hondo. El vestido de montar de su madre se había visto reformado para convertirse en un traje de pantalón. Era la primera mujer que veía en su vida en pantalones. Lo que antes era la falda color ocre del vestido, en esos momentos era unos pantalones ajustados a las piernas de Kagome hasta desaparecer bajo las botas de montar de su madre. En la parte de arriba, llevaba una blusa blanca remangada hasta los codos y encima, cubriendo la sensual forma de sus pechos bajo la camisa, un chaleco a juego con los pantalones que en el pasado también fue parte del vestido. Tenía el cabello recogido con un lazo en una coleta que le caía a un lado. Estaba preciosa.
— ¿Empezamos?
Asintió con la cabeza con brío. Lo había dejado mudo de nuevo y no solo a él. Kaede hizo la señal de la cruz al ver a Kagome en pantalones, Miroku no le quitaba ojo de encima a su trasero y Sango miraba esos pantalones como si fueran un grito de revolución femenina. Presentía que las sirvientas de la casa terminarían por rebelarse de alguna forma a cuenta de Kagome.
— Tottosai ha escogido una yegua espléndida para ti.
— ¿Tottosai? ¿Quién es Tottosai? No lo conozco…
Pues era sorprendente que Kagome no conociera a alguien de su casa. No había habido tanta actividad social en su casa como en esa última semana en los últimos tres siglos.
— Tottosai se encarga de las caballerizas y del ganado en general.
— Ese soy yo.
Kagome se volvió cuando la voz del anciano Tottosai se pronunció. Sabía lo que estaba mirando con los ojos como platos y la boca medio abierta. El anciano Totossai siempre fue muy excéntrico y de lo más eficaz en el trato con los animales. Merecía la pena contemplar sus excentricidades a cambio de sus habilidades. Para esa ocasión, el anciano había escogido un sombrero de paja que combinó con un kimono de los muchos que se trajo de Japón cuando vivió allí tiempo atrás. El kimono estaba gastado por el uso en los codos. Bajo el kimono, en la parte de arriba sobresalían las chorreras de una camisa de lo más antigua. Tenía las piernas peludas desnudas y se había puesto botines de baile.
— Un placer conocerte al fin, Kagome. Te había visto de lejos; tenía muchas ganas de conocerte.
Otra de sus excentricidades era que tuteaba a todo el mundo sin importar su rango. Era sorprendente que hubiera logrado sobrevivir con semejantes modales. Su padre no era la clase de hombre que perdonaría semejante falta de respeto. Sus habilidades prácticamente divinas con los animales eran lo que lo mantuvo en su puesto.
— Igualmente... — logró articular Kagome.
— Me han dicho que quieres aprender a montar a caballo. ¿Cómo es posible que nunca hayas montado a caballo?
— Ya no nos transportamos en caballo. Ahora usamos otros medios como los coches, las motos, el autobús, el metro…
— ¡Qué interesante! Un día de estos tienes que hablarme de todo eso.
— Por supuesto.
Sin dar ninguna pista de cuál sería su siguiente movimiento, ni invitarlos a seguirlo, Tottosai se dirigió hacia uno de los establos. Kagome lo miró perpleja, preguntándole con la mirada si debían seguirlo. Se permitió colocar una mano en sus lumbares y guiarla hacia donde estaba el anciano. La falta de protestas por parte de la joven a cuenta de ese gesto le calentó el corazón.
— Esta es Marlene. Es una yegua preciosa, muy fuerte y sana. — le explicó — Perfecta para ti.
— Es bellísima.
— Sí que lo es. — coincidió Inuyasha.
En realidad, se estaba refiriendo a Kagome, de quien no podía apartar la mirada.
— Lo primero que debes hacer, muchacha, es familiarizarte con ella. Tiene que conocer y tú a ella o no podrás montarla.
Totossai abrió sin ningún aviso la puerta del establo. Apartó a Kagome a tiempo dando un tirón de su chaleco, antes de que la puerta la golpeara en el vientre. Tottosai tendría que tener más cuidado o lesionaría a alguien tarde o temprano.
— Marlene, ven a conocer a tu nueva amiga.
La yegua relinchó, golpeó con uno de los cascos el suelo en tres ocasiones y, luego, emitió un chasquido con el hocico. Tottosai le hizo gestos para animarla a salir. Marlene dio un paso hacia delante con precaución y sin apartar la mirada de Kagome y de Inuyasha. No los conocía. A él al menos no lo conocía lo suficiente por lo poco que visitaba las caballerizas. En esa forma, podía recorrer el campo casi a la misma velocidad que un caballo, así que no necesitaba montar en uno cuando tenía prisa.
Marlene era blanca como la nieve, impoluta. Caminó hacia ellos hasta que pudo empujar el hombro de Kagome con suavidad, exigiéndole una caricia. Kagome sonrió y le regaló la tan esperada caricia. Luego, la premió con una manzana que él le dio para la yegua. Marlene se estaba portando muy bien para ser la primera vez que veía a Kagome. A lo mejor, al igual que el resto, había visto el corazón bondadoso de Kagome y sabía que podía confiar en ella. Dejó que Kagome le cepillara el pelaje y no opuso resistencia cuando la ensillaron. De hecho, ni siquiera parpadeó mientras ayudaba a Kagome a subir. Serían unas grandes compañeras.
Por primera vez en mucho tiempo, él también montó a caballo. Tenía que montar para poder enseñarle a Kagome cómo debía hacerlo sirviendo de ejemplo. Escogió a Zeus para esa tarea. Aquel semental era un descendiente de Titán, el semental árabe que le regaló su padre cuando era un niño. Decía que un príncipe debía montar un caballo de pedigrí. Titán resultó ser mucho más que eso: era musculoso, hermoso, veloz y tenía un temperamento horrible. Solo permitía que él lo montara y los únicos cuidados que aceptaba además de los suyos eran los de Tottosai. Era una pena que muriera. Los animales, a diferencia de ellos, no estaban bajo el hechizo.
Kagome quería montar a horcajadas. La idea le resultó pecaminosa y acertada. Cuando Sango le enseñó a montar a horcajadas, se dio cuenta de que era mucho más seguro que montar de lado, tal y como hacía la nobleza más remilgada. Una dama siempre debiera montar de lado en su sociedad, pero podían irse todos al diablo porque ya estaban muertos. Si la dama que tenía delante deseaba montar a horcajadas, no sería él quien se lo negara. Para el primer día, decidió que sería suficiente con que dieran un lento paseo. Le enseñaría a trotar cuando se acostumbrara al caballo y superara el dolor de las agujetas que, indudablemente, tendría al día siguiente.
De vuelta a los establos, no podría estar más contenta. Siempre había querido aprender a montar a caballo, pero la hípica era muy cara y ya tenían suerte con poder llegar a final de mes sin pasar hambre. Le entregó a Tottosai los guantes de piel que le prestó para montar y corrió hacia la casa para contarle la experiencia a Kaede, quien la esperaba con el té. Aceptó el té con una sonrisa, aunque la falta de café le estaba empezando a afectar. Daría lo que fuera por un poco de café.
— Me alegro de que te hayas divertido, muchacha.
— ¡Hacía años que no me lo pasaba tan bien!
— Te dije que el amo no era tan malo como aparentaba…
El comentario de la anciana le hizo sonrojarse. No, no era tan malo como ella había imaginado en un principio. Tampoco era un santo. Ella seguía permaneciendo allí en contra de su voluntad, sin saber qué había sido de Souta y de su asuntillo con Naraku y preocupada por cómo se habría tomado su amama su desaparición. ¡Por Dios la abuela tenía 80 años! Aquello podría perfectamente haberla matado.
Antes de que Kaede pudiera darse cuenta de lo que rondaba por su cabeza, se apartó de ella y, con la excusa de que tenía que asearse, se dirigió al interior de la casa. No sabía cómo escapar. No había podido evitar fijarse en que unas cadenas y un enorme candado relucían en las puertas de entrada a los terrenos de Inuyasha desde hacía unos días. Se estaba asegurando de que no se marchara. Podría escalar la verja, pero ¿funcionaría? Tenía que recordar que estaba en un palacio encantado. Seguro que allí las leyes de la física no funcionaban como en el resto del mundo. Por otra parte, el hecho de que empezara a sentirse tan a gusto en ese lugar, la enfermaba. En cierto modo, estaba traicionado a su familia y sus raíces. ¡La necesitaban!
Atravesó uno de los salones, el que sabía que daba directamente al vestíbulo. Sango estaba limpiando el polvo de las barandillas de la escalera. No pudo soslayar la mirada de interés que le lanzó a sus pantalones. Se había dado cuenta en el tiempo que llevaba allí de que Sango no se comportaba en absoluto como las otras mujeres de la casa. Diría que Sango estaba en plena revolución femenina, pugnando por romper los grilletes, cuestionando cuanto le enseñaron. Sango era una luchadora nata, algo que cualquiera con dos ojos podría observar. Ojalá fuera más habladora.
— ¿Te gustan mis pantalones?
La castaña se encogió de hombros en respuesta. Hasta entonces, eso era lo máximo que había conseguido sacar de ella. Le hablaba cuando le pedía cosas, pero era casi imposible conseguir que diera su opinión. Por una vez que mostraba interés en algo, no podía desaprovechar la oportunidad de llegar hasta ella.
— ¿Podría hacerte unos si quieres? Solo tengo que tomarte las medidas…
Aunque no le dio una respuesta, notó que eso captaba su atención.
— Si te gustan… — insistió.
— Parecen seguros.
Entre todas las respuestas, aquella fue la más extraña de todas. ¿Cómo unos pantalones iban a parecer seguros? De hecho, no podrían ser menos seguros en comparación con los pantalones que le había visto a los bomberos o a la liga antidisturbios de la policía. Solo era tela, igual que la de su falda. La diferencia era que le permitía una libertad de movimiento que las faldas limitaban. Además, las faldas… las faldas… La verdad cayó sobre ella como una apisonadora. Los pantalones eran más difíciles de quitar, más molestos para un asaltante mientras que las faldas solo había que levantarlas. En cierto modo, ofrecían una seguridad extra, ¿no?
La expresión de Sango la delató aún más si era posible. Supo el momento exacto en que se percató de que había sido descubierta, y la interceptó antes de que huyera de ella. Sango había palidecido y no parecía tan poderosa como de costumbre.
— Inuyasha lo castigará si le das un nombre.
El nombre de Miroku se pasó por su cabeza, pero no lo creía capaz de tal cosa. Era un seductor, no un maldito violador. Los otros hombres de la casa, por otra parte, le parecían demasiado mayores para semejante atrocidad, mucho menos con una mujer de tal vigor que podría tumbarlos. De repente, la imagen del único hombre que quedaba por repasar le llegó a la cabeza. ¿Y si había sido Inuyasha? Él era fuerte, descomunal. Sango no podría oponerse si él intentaba tomarla por la fuerza. En tal caso, no tenía caso darle un nombre, no habría justicia.
— ¿Ha sido Inuyasha?
— No…
El alivio que sintió por su respuesta las sorprendió a ambas. Fue tan evidente que le había resultado una auténtica bendición que ella le diera una negativa que ambas intercambiaron miradas de sorpresa. No deseaba ser tan transparente. Parecería que había estado esperando que él la violara, o que le importaba su pasado, o, peor aún, que estaba enamorada de él. Eso último era, efectivamente, lo más estúpido y descabellado de todo.
— No importa quién fue… — masculló — Lo importante es que tiene lo que merece.
— ¿Te vengaste?
— Por supuesto.
— Bien hecho. – le dio su aprobación.
La conexión que se creó entre ellas en ese instante no podría haber sido más evidente. Seguro que Sango había esperado mucho tiempo para poder compartir con alguien la pesada carga que llevaba sobre sus hombros y seguro que no esperaba obtener comprensión de la admisión del crimen en su contra y de la justicia tomada por su mano. Fuera cual fuera la época, nunca se miraba del mismo modo a una mujer que había sido violada por muy injusto que fuera. De la misma forma, hacer justicia por cuenta de uno mismo tampoco estaba muy bien valorado. En la actualidad, a veces era la única forma de obtener justicia y, al mismo tiempo, otra forma de que alguien inocente acabara en la cárcel por haberse adelantado a una ley lenta y caprichosa, repleta de trampas y trucos de los que todo delincuente se aprovechaba.
— ¿Qué le hiciste?
— Tuve que esperar ocho años… — le explicó con los dientes apretados — Yo apenas era una niña cuando se cruzó en mi camino. Cuando lo tuve al alcance de mi mano, me dediqué a estudiarlo hasta dar con su punto débil.
— ¿Cuál era?
— Las apuestas, el juego sucio, el vino y las mujeres de poca monta. No fue demasiado difícil emborracharlo y venderle una ramera enferma muy bien disfrazada que lo llevó a la tumba.
Durante un instante, la mirada de Sango se desvió hacia un punto muy concreto del vestíbulo durante lo suficiente como para que ella se percatara. Al seguir esa misma dirección, vio el retrato del difunto padre de Inuyasha. Le contó una vez que murió enfermo, en cama, aunque siempre estuvo muy sano. La comprensión le llegó como un rayo. Tuvo la oportunidad de estudiarlo, de adentrarse en sus filas para conocerlo, porque entró a trabajar en su casa como criada. ¡Era el padre de Inuyasha!
— ¿Lo sabe Inuyasha?
— No podía decírselo. Me quedé después de su muerte porque era un buen lugar para trabajar, se vivía mejor que en el campo. Después de dejarle muy claro al nuevo amo que yo no sería una de sus amantes, resultó que… bueno… que nos hicimos amigos...
Esa confesión la sorprendió. No sabía que Inuyasha y Sango fueran amigos.
— Él era bueno y amable conmigo. Me enseñó a leer y a utilizar el florete como cualquier otro hombre. Si le decía la verdad sobre su padre, todo cambiaría para siempre… — se explicó — Aunque, al final, Kikio fue quien lo cambió todo a pesar de nuestros deseos…
— Lo siento tanto, Sango. Has sufrido en silencio demasiado tiempo…
— El silencio es mi mejor armadura. — suspiró — Por favor, prométeme que no se lo dirás a Inuyasha… — su voz se volvió ansiosa mientras retorcía el trapo entre sus manos — No me perdonará, él…
— Te lo prometo.
Sango asintió con la cabeza y se excusó con una reverencia antes de bajar las escaleras y dirigirse hacia las cocinas. Empezaba a darse cuenta de que no podía marcharse de allí tan fácilmente. Si había llegado a ese sitio era por alguna razón. Allí, aquellas personas, todos ellos, necesitaban ayuda. Quizás, no estaba allí por el error de su hermano. Quizás, estaba allí porque estaba destinada a llegar a ese sitio para ayudar a esas personas a vivir en paz. Había notado como el alma de Sango respiraba en paz tras haberse confesado por primera vez en tres siglos enteros. ¿Cuánto más se ocultaría en ese palacio? ¿Cuántos secretos? ¿Cuántos dramas sin resolver?
Se dispuso a subir el resto de las escaleras con energías renovadas hasta que vio a Inuyasha en lo más alto de la escalera. ¿Lo habría escuchado todo? Su oído era muy fino.
— Inuyasha… ¿lo has oído?
No merecía la pena andarse con rodeos.
— Sí.
Siguió a sus instintos y corrió el resto del tramo de escaleras para llegar hasta él. No podía permitir que castigara a Sango después de tanto tiempo. Ya no merecía la pena; el pasado estaba muerto.
— ¡Perdona a Sango, por favor!
— ¿Por qué iba a perdonarla? — la cuestionó — Tenía motivos para matar a mi padre… Ahora sé cómo murió y por qué, y no lo compadezco. Quizás no sepa todo lo que mi padre hizo, pero siempre he sabido que era malvado. Fue todo un alivio dejar de sentir sus manos en mi garganta amenazando con dejarme sin oxígeno si no cumplía con sus designios…
Eso sí que no lo esperaba. ¡Qué tonta! ¿Cómo pudo creer que Inuyasha se pondría de parte de un hombre como ese? Aunque fuera su padre, parecía saber muy bien qué clase de persona era. Seguro que también lo mal trató a él de algún modo, que lo castigó con vivir sin el afecto de una familia, que intentó controlar su vida. Todas esas mujeres que frecuentaba podían ser solo un modo de buscar cariño, el único modo que él conocía. Se alegró de que no se pareciera a su padre.
— Lo único que me ha sorprendido es que tú pensaras que yo podría haberlo hecho…
Las palabras de Inuyasha le dolieron en lo más hondo. Tenía razón; ella lo acusó.
— No esperaba esto de ti después de esta semana…
— ¡Un momento! ¡No tienes derecho a juzgarme! — se defendió — Tú mismo dijiste que podrías hacer lo que quisieras conmigo sin pedir permiso. ¿Qué querías que pensara?
Para cuando dijo aquellas palabras, ya era demasiado tarde para arrepentirse. Dio un paso atrás, cayendo un escalón más abajo y contempló como sus ojos dorados se volvían rojos, como en aquella ocasión.
— Gracias por aclarar lo que piensas de mí.
Lo vio marchar hacia el ala oeste de la casa con el corazón en un puño.
Continuará…
