Lamento la demora de una semana extra. Pasé el fin de semana pasado en el hospital con mi hija y ese ha sido mi único pensamiento hasta que se ha estabilizado. Ojalá no haya más contratiempos en el futuro. ¡Feliz Halloween!


Capítulo 8. Esperanza

Inuyasha no había vuelto a presentarse ante ella para nada. Sus clases de equitación se paralizaron, no hubo más tardes de lectura juntos en la biblioteca, no volvieron a cenar juntos, ni siquiera volvió a verlo durante tres días entero. Creía estar volviéndose loca porque, en lugar de alegrarse de la ausencia de la bestia, no podría sentirse más desolada por no poder disfrutar de su compañía. Algo debía estar mal en ella. ¡Tenía Síndrome de Estocolmo!

Se levantó de la escalera, donde se había instalado a la espera de que en algún momento la bestia bajara, como si algo le hubiera incendiado el trasero. Hacía unos días, su principal preocupación era escapar de allí y, de repente, esa preocupación había pasado a un segundo plano. No dejaba de pensar en Inuyasha, en la conversación con Sango, en la acusación tan injusta que vertió sobre él. Al igual que ella había hablado sin pensar debido al calor de la disputa, Inuyasha habló del mismo modo en el pasado. Él no era de esa forma y lo sabía. Quería pedirle disculpas, pero no creía que él estuviera dispuesto a recibirla si invadía el ala oeste de nuevo.

La última vez que entró en el ala oeste podría haber pasado algo para lo que no se sentía en absoluto preparada. No era virgen, había estado con otros hombres antes, pero ninguno era como el príncipe Inuyasha Taisho en ningún sentido. Su aspecto no era lo único que difería del resto. Tenía una actitud, un comportamiento y una forma de pensar que en nada se parecía a otros hombres. Era mucho más comprensivo de lo que demostraba, educado y caballeroso, inteligente, diría que incluso brillante, elocuente, autoritario, celoso y posesivo. Las dos últimas cualidades nunca las había apreciado en un hombre. Siempre prefirió hombres sencillos que no se metían en sus asuntos y no la reclamaban como si fuera su derecho hacerlo. Sin embargo, Inuyasha tenía una forma de posesión muy diferente, mucho más intensa. No lo interpretaba como un derecho sino como una necesidad.

Se dejó caer de nuevo sobre el escalón y suspiró. No sabía lo que estaba ocurriendo fuera de ese palacio encantado. Su amama podría haber enfermado por la preocupación mientras su hermano continuaba metiéndose en líos. Naraku les daría problemas; estaba convencida de ello. Había perdido su puesto de trabajo, por supuesto. Descubrió que no le importaba haberse quedado sin trabajo tras tantos esfuerzos por lograr el ascenso para ser encargada. Sí le importaba su familia, solo que ya no se sentía tan comprometida con ellos como antaño. Era como si hubiera encontrado otra clase de compromiso aún más intenso con otra persona.

Automáticamente, giró la cabeza hacia la derecha para mirar la entrada del ala oeste de la casa. ¿Cuándo demonios había pasado todo aquello? ¿Por qué no se había enterado hasta ese instante? La belleza está en el interior era la frase comodín de su madre. La repetía tantas veces que se la grabó a fuego en la piel. Cuando se hizo mayor, lo había olvidado por completo hasta ese instante. ¡Qué razón tenía su madre! Naraku era un hombre rematadamente atractivo que ocultaba en su interior al mismísimo diablo. Inuyasha, por el contrario, se había visto impedido por unos rasgos animales que escapan del entendimiento humano y de sus cánones de belleza a pesar de que su interior, si bien no era perfecto, era bueno, humilde y bondadoso.

Se abrazó las rodillas con ambos brazos al sentir un repentino ataque de soledad. Aunque podría estar acompañada, se sentía sola si Inuyasha no quería verla. Habían llegado a ser amigos de verdad y ella lo había estropeado al juzgarlo erróneamente sin pensar fríamente en los hechos antes. Inuyasha no era como Naraku, ni como su propio padre. El hombre que aparecía retratado en el vestíbulo, no muy lejos de ella, tenía una maldad característica que no podía haber sido transmitida al hijo. No se podía ocultar esa forma de ser. Ni siquiera Inuyasha estaba sorprendido de descubrir lo que le hizo a Sango.

Hablando de Sango. La susodicha entró al vestíbulo con una olla repleta de patatas y un paño. Sin decir una sola palabra, subió los escalones, se sentó a su lado y empezó a pelar las patatas. De repente, al compartir confidencias, se habían hecho amigas.

— ¿Puedo ayudarte? — se ofreció.

— Será mejor que no manches ese precioso vestido. Es muy bonito…

— Gracias. Puedo arreglar otro para ti, si quieres. Además, ya casi he terminado los pantalones que te prometí.

Notó el brillo de felicidad en la mirada de Sango. Una criada no debía estar acostumbrada a que le hiciera regalos, mucho menos una campesina de la época de la que procedía. Sobrevivir ya era todo un regalo por aquel entonces.

— ¿Sabes? Antes de que fuéramos atrapados por la maldición, solía sentarme en las escaleras de la servidumbre con Inuyasha.

— ¿Ah, sí? — preguntó interesada.

— Sí, Él me contaba los chismes de la corte, sus planes para la semana, sus últimas conquistas… — dijo eso último con tono burlón — Éramos amigos. Él fue el único amigo que tuve nunca y eso que no empezamos con buen pie.

— No me lo digas. ¿Intentó llevarte al huerto?

— Sí. — afirmó — Pero yo le agarré de bendita sea la parte y le dejé bien claro lo que le haría si se atrevía a ponerme una mano encima.

El estallido de risas no tardó en llegar. Fue la propia Sango quien empezó a reírse primero y ella la acompañó con mucho gusto. No se imaginaba a aquel pomposo príncipe que le mostró la esfera oculta en el ala oeste encogiéndose de dolor frente a una criada de lo más inusual.

— Por aquel entonces, yo solo estaba allí con el propósito de vengarme de su padre. Creí equivocadamente que el hijo sería como el padre…

Ella también, muy equivocadamente.

— Muchas veces me planteé olvidar la venganza… Inuyasha me hizo arrepentirme, me hizo sentirme culpable… ¡Era su padre!

— ¿Y por qué no pudiste abandonar?

— Porque, entonces, el padre regresaba a palacio y me demostraba una vez tras otra que era un demonio. Ni siquiera me recordaba, ¿sabes? ¿Cómo iba a hacerlo? Había tantas niñas inocentes en su lista de crímenes que sería imposible quedarse con todas las caras. Entonces, supe que no era venganza lo que debía buscar, que había estado equivocada todo el tiempo. — respiró hondo — Tenía que hacer justicia por mí, por todas las demás y por Inuyasha.

— ¿Por Inuyasha? — repitió sin comprender.

— No era un padre ejemplar precisamente. Nada era lo bastante bueno para él… Su hijo no sabía suficientes idiomas, no era lo bastante refinado, no manejaba suficientemente bien la finca, no era el orgullo para la familia que él esperaba… — enumeró por dar algunos ejemplos — Solía decir que debiera haber muerto él en lugar de su hermano mayor solo para hacerle daño.

— ¿Inuyasha tenía un hermano?

No había nada en toda la casa que denotara que Inuyasha no fuera hijo único. Realmente sorprendente.

— Se llamaba Sesshomaru, como el padre y el abuelo… — dejó una patata en la olla y cogió otra para empezar a pelarla — Era el auténtico heredero, el verdadero príncipe y el orgullo de su padre hasta que se cayó del caballo a los once años con tan mala suerte que se partió el cuello.

Se llevó la mano a su propio cuello, imaginando la terrible tragedia.

— Por aquel entonces, Inuyasha tenía ocho años y estaba siendo educado para encontrar una esposa de buena familia que le diera un título. De repente, le cayó todo el peso del principado encima cuando se lo habían negado desde su nacimiento. Su padre lo miraba como si fuera el culpable de la muerte de su queridísimo heredero y su madre enfermó a causa de la tristeza tras perder a un hijo.

— ¿Murió?

— ¿La madre? Sí, murió un año después preguntando entre delirios por Sesshomaru, sin recordar tan siquiera que tenía otro hijo.

— Debió de ser terrible…

Así que Inuyasha también estaba servido de sus propios dramas familiares. Y ella creía que había tenido problemas… Tuvo la gran suerte de ser educada por unos padres que la amaban a pesar de ser unos inconscientes y unos abuelos que también la amaban. Nunca tuvieron dinero o poder, pero fueron tan felices como podían serlo. Inuyasha no contó con ese lujo. Tuvo cuanto podía desear un hombre, todo excepto el amor de sus padres. Bueno, estaba segura de que su madre sí lo amó, pero la pérdida de un hijo debió enloquecerla.

— Ahora ya sabes un poco más de él.

Lo suficiente como para sentirse tremendamente culpable.

— ¿Tú como sabes todo esto? Aunque fuerais amigos, son cosas muy íntimas…

— Él me dio algunas pistas cuando hablaba. Yo nunca le preguntaba, por supuesto, no estaba dentro de mis posibilidades como criada. Fue Kaede quien rellenó las lagunas.

— ¿Kaede?

— Sí, ella fue su nana. Cuidó de él más incluso que su propia madre. Si hay alguien que sepa todo sobre la vida de Inuyasha, esa es Kaede.

No sabía que Kaede fue la nana de Inuyasha. Se presentó como el ama de llaves cuando se conocieron y nadie le dijo que hubiera sido nada más. Eso explicaba también algunas cosas. Inuyasha era cordial, pero trataba con cierta aspereza a todo el mundo excepto a Kaede. Creía que era por la avanzada edad de la mujer, lo cual le producía un sentimiento de respeto a la edad. No imaginó nunca que se tratara de auténtico cariño. Una vez más, volvía a juzgar erróneamente a Inuyasha. Había cometido tantos errores con él que se sentía avergonzada.

— ¡No es verdad!

— ¡Sí es verdad!

Las voces de Miroku y Myoga, quienes siempre parecían encontrarse en mitad de una discusión, llegaron desde la primera planta. Después, aparecieron en lo alto de la escalera con las caras rojas por el esfuerzo de discutir. Al verlas, Miroku bajó en una exhalación los escalones hasta alcanzarlas, dichoso de verlas. Myoga continuó hablando durante unos instantes sin percatarse que el otro lo había dejado colgado.

— ¡Mademoiselle Kagome está espléndida hoy!

— Gracias, Miroku.

— Sango…

La voz siempre decidida y seductora de Miroku se tornó insegura ante Sango. Lo vio tan claro como el agua. Miroku sentía algo especial por Sango. ¡Qué descubrimiento tan espectacular! Y pensar que parecía un libertino cuando, en realidad, balbuceaba como un adolescente frente a su nueva amiga.

— ¿Cómo te atreves a ignorarme? ¡Desgraciado! ¡Mal nacido! ¡Depravado!

Myoga tiró de él, obligándole a bajar las escaleras para seguirlo. La escena era tan cómica que no pudo reprimir una carcajada que salió de lo más hondo de su alma. A Myoga no le gustaba en absoluto que lo ignorasen y Miroku trataba de no parecer ridículo ante Sango por todos los medios. En cuanto desaparecieron, se volvió hacia ella con la clara intención de interrogarla al respecto.

— ¿Por qué me miras así?

— Lo sabes muy bien.

Sango enarcó una ceja en respuesta y continuó pelando las patatas. ¿Y si no lo sabía? No debía haberse sentido demasiado atraído por el sexo opuesto debido a su mala experiencia.

— ¡Le gustas a Miroku!

La castaña brincó y se alejó de ella deslizándose sobre la alfombra que cubría la escalera como si le quemara. Parecía completamente horrorizada.

— Eso es imposible…

— ¡Claro que no! ¡Lo he visto! — exclamó con sinceridad absoluta — ¿No lo sabías?

— A él le gustan todas las mujeres.

— Eso no es verdad. — le aseguró — Le gustas tú.

— ¿Y-Yo?

— Tú y solo tú.

Sango meditó durante unos instantes sobre lo que acababa de decirle, como si temiera creerla. Pudo ver el brillo de la esperanza en su mirada durante unos instantes y, después, una mirada tan desafiante que haría retroceder a un toro. ¿Qué se le estaría pasando por la cabeza? Seguro que alguna de las muchas conquistas del ayuda de cámara del príncipe, quien en el pasado fue también su compañero de juergas.

— ¡No me interesa!

Antes de que pudiera señalarle lo poco de verdad que había en sus palabras, Sango se levantó y se marchó de allí como un toro encabritado. Era una suerte que no se le cayera ni una sola peladura de patata a juzgar por la brusquedad de sus movimientos. Si Miroku quería a esa mujer, iba a tener que trabajar muy duro y ser muy paciente. Aunque, después de casi tres siglos, había demostrado una paciencia infinita. Ya era hora de que Sango, quien tampoco podía ocultar su interés, moviera ficha.

De hecho, ya era hora de que ella misma moviera ficha y se abriera a nuevas posibilidades. Se levantó del escalón en el que había reposado y subió los escalones que faltaban para llegar al primer piso. Durante unos instantes, a pesar de su nuevo arranque de valentía, se planteó que no debiera invadir de nuevo su ala privada. Ya lo hizo una vez sin buenos resultados e Inuyasha estaba disgustado con ella, querría intimidad. Ahora bien, esperarlo en la escalera no estaba dando ningún resultado. Kaede le subía la comida, y él parecía capaz de atrincherarse allí otro siglo completo. No tenía tanto tiempo para esperarlo.

Una suave melodía atravesó el corredor hasta alcanzarla. ¿Procedía de un piano? Afinó el oído y dio un precario paso hacia el ala oeste del palacio. Estaba segura de que ese sonido procedía de allí, de que era Inuyasha, de que se trataba de una sensual llamada para ella. No pudo resistir el impulso que la inundó, empujándola a seguir adelante. Sentía que, de alguna manera, él la estaba llamando, pidiendo su presencia, suplicando que volvieran a amigarse. Fuera como fuese, ella estaba más que preparada para responder esa llamada.

Atravesó el corredor del ala oeste sin apenas sentir la pesadez del ambiente que en otra ocasión la atosigó. Las grotescas y exageradamente realistas gárgolas que bordeaban la entrada al segundo piso no la asustaron en esas ocasión. La música venía de allí arriba, era cada vez más clara y más precisa. Subió los escalones de piedra deseando encontrarse con esa música, con el instrumento del que procedía y el hombre que la hacía posible. No había nada que pudiera atraerla más que una melodía dulce como aquella, ideal para bailarla. Toda su vida había deseado ser bailarina. Estaba harta de soñar, ya era hora de vivir.

La música se detuvo de golpe cuando ella puso un pie allí arriba. La misma reacción que se produjo en la esfera cuando ella entró allí por primera vez se repitió. La luz violeta iluminaba el segundo piso como si se tratara de una lámpara. Estaba repleto de hermosos muebles al más puro estilo Versalles, tal y como recordaba. La oscuridad hizo que en otra ocasión se tropezara con todos ellos. Al otro lado, sentado en un banco frente a un descomunal órgano, atisbó la figura sombría de Inuyasha. ¡Estaba tocando un órgano! Jamás había visto uno de esos fuera de una iglesia y no muchos eran capaces de tocar un instrumento tan complejo.

Caminó entre los muebles atraída por la belleza del instrumento. Inuyasha debía medir como unos dos metros, pero el órgano sería el doble de grande que él. Los teclados superpuestos le produjeron una sensación de vértigo. Tenía que ser tremendamente complicado ingeniárselas para hilar las notas con cuatro teclados. Estaba bellamente decorados con relieves dorados en forma de guirnaldas y faldones que lo enmarcaban. En lo alto, estaba coronado con la figura de un ángel dorado, un querubín. Contó más de veinte tubos desde los que se despedía la música. Era majestuoso.

— ¿Qué haces aquí?

Vaya, el tono de Inuyasha no sonaba tan amistoso como ella esperaba. Juraría que él…

— Deberías marcharte.

Dijo "debería", no que "debía" hacerlo. La diferencia era sutil, pero evidente. ¡Dios, quería que se quedara!

— ¡Lo lamento mucho!

Su disculpa no podría ser más simple. Tenía que esforzarse un poco más. Se mordió el labio inferior con nerviosismo y avanzó otro paso, sintiéndose insegura. ¿Y si no quería perdonarla? Una cosa era que consintiera que volviera a acercarse y otra muy diferente que le otorgara el perdón.

— No pienso realmente lo que dije…

— Parecías muy convencida entonces.

No tanto como él creía. Bien, si quería una confesión de sus más profundos sentimientos, la tendría.

— Pero no lo estaba en absoluto. Yo solo… solo estoy un poco confusa. Estoy aquí encerrada preguntándome cómo estará mi familia, si les habrá sucedido algo malo, si estarán preocupados por mí… ¡Me estoy volviendo loca de preocupación! — exclamó — Y creo… creo… creo que lo estoy pagando con el resto…

— ¿Añoras tanto a tu familia?

— Claro, los amo.

— ¿Y no podrías hacer espacio en tu corazón para nadie más?

La respuesta a esa pregunta era mucho más compleja que un sí o un no. De hecho, era una respuesta que no estaba segura de conocer en esos momentos. Sus sentimientos hacia él eran confusos, rabiosos y caóticos. Necesitaba más tiempo para aclararse.

— ¿Podrías volver a tocar esa melodía? — cambió bruscamente de tema ante la imposibilidad de dar con la respuesta correcta — Me gustaba…

Inuyasha no insistió. Se refugió también en su repentino cambio y, sin pronunciar una sola palabra, empezó a tocar de nuevo la melodía que ella había solicitado. Generalmente, le gustaba la música rock, un poco el pop rock y el trans según el contexto. Sin embargo, para poder bailar, la música perfecta era la música clásica. No había melodía en el mundo que le transmitiera tanto como la clásica, ni ella era capaz de bailar como cuando lo hacía con música clásica. En su casa tenía grabados los grandes éxitos al más puro estilo Lago de los cisnes, El cascanueces, La bella durmiente, etc. Su favorita era la compañía de ballet rusa.

Guiada por un impulso tan propio de ella como inapropiado, caminó hacia una zona de tamaño medio donde los muebles habían sido apartados formando un círculo. Allí había suficiente espacio para lo que su cuerpo tenía planeado. Estiró los brazos y los hombros sobre su cabeza y dejó que la melodía fluyera a través de ella. Sabía perfectamente qué era lo que tenía que hacer, solo debía moverse.

La sorpresa fue tal que estuvo a punto de dejar de tocar el órgano de nuevo. No esperaba en absoluto que ella hiciera tal cosa y no había visto en su vida nada más hermoso. Si no dejó de tocar fue porque tenía miedo de romper el hechizo. Kagome estaba bailando; bailaba ballet. ¡Dios Santo, era bailarina! Debió imaginarlo por su esbelta figura y esa forma tan grácil que tenía de moverse. Aunque no todos los movimientos le resultaban familiares, reconocía la esencia de la danza. Había visitado la Ópera de París para ver el ballet y para conocer a las bailarinas, en realidad.

Era hermosa, tan hermosa que sintió miedo. ¿Por qué iba a amarlo a él? Le había hecho una pregunta de lo más estúpida. Kagome era joven, bella y talentosa. Podía encontrar a un hombre digno de su amor, tan digno de él que le haría parecer un idiota por haber creído que tenía la más mínima oportunidad. Ella se movía como un ángel; ella era un ángel. Sabía que no lo culpaba, que no pensaba realmente de él aquellos crímenes horribles atribuidos a su malvado padre. No obstante, el atisbo de duda en su mirada lo puso tan furioso que se recluyó allí arriba de nuevo. No podía soportar que Kagome lo mirara de esa forma.

Necesitaba reflexionar sobre los últimos acontecimientos. El esfuerzo de retenerse cada día, de no bajar a buscarla fue tal que acabó totalmente extenuado. Sabía que Kagome lo estaba esperando sentada en la escalera sin necesidad de verla. La había olido, incluso la había oído respirar y conocía cada movimiento suyo en los últimos días. Escuchar la historia de su niñez le produjo un nudo en la garganta. ¿Qué pensaría de él Kagome tras conocer su infancia y a sus padres? No quería darle pena, no quería su compasión, ni que se acercara a él solo por la necesidad de darle consuelo. Lo quería todo de ella. No se conformaría con la pena.

Tocó el órgano con la esperanza de poder atraerla. Sabía que no era lo que debía hacer, que no estaba bien y todas esas patrañas morales que se les enseñaban a los niños. No obstante, la idea de no hacerlo le resultaba aún más infernal. Kagome había demostrado con creces que era capaz de tomar sus propias decisiones, así que le dio la oportunidad de decidir, y ella decidió subir por su propio pie allí arriba. A partir de entonces, ella sería quien lo decidiera todo.

Desvió la mirada de nuevo del teclado al cuerpo de Kagome. Conocía la melodía como la palma de su mano y también el órgano que tardó horas, días, semanas, meses y años de su vida en dominar. Además, tuvo unos cuantos siglos para perfeccionar la técnica. Podría tocarlo con los ojos vendados sin equivocarse una sola vez, pero sería una pena vendarse los ojos cuando había un ser tan hermoso, casi místico, bailando para él. Parecía una princesa, una digna princesa. Escogió un vestido rosa perla de su madre al cual solo le modificó el largo para dejarlo caer únicamente hasta las rodillas. El escote de palabra de honor sugería a la perfección la forma redondeada de sus pechos y se ceñía a su figura hasta la cintura, donde un lazo de satén rojo servía de único adorno a modo de cinturón. La falda caía abombada hasta sus rodillas. Los zapatos de baile a juego no podrían haber sido una mejor elección, ya que emulaban la forma de unos zapatos de ballet.

Contempló cómo su melena se movía en torno a ella con cada movimiento. Los rizos azabaches se movían libres, estirándose y volviéndose a contraer para recuperar su forma original. Una flor rosada junto a su sien era el único adorno. Las perlas de su madre le quedarían estupendamente con ese vestido. Se las regalaría. ¿Por qué guardarlas en una oscura caja fuerte cogiendo polvo cuando podría lucirlas ella? Con esa idea en mente, continuó tocando a la espera de llegar a la nota final. Cuando así lo hizo, sin darle tiempo de moverse a la mujer, saltó hacia el lugar en el que se encontraba la caja fuerte y la abrió. Tomó las perlas y regresó de un salto al lado de Kagome. Ella se sobresaltó por su repentina aparición. En el futuro, tendría que ser más cuidadoso.

— Cierra los ojos.

Para su sorpresa, Kagome obedeció sin una sola réplica. Sería tan fácil inclinarse y darle el beso que le estaban exigiendo sus labios. También sería infinitamente sencillo recibir la bofetada que, sin duda, ella le daría. La rodeó y luchó con el cierre debido a sus garras para colocárselo.

— Ya puedes mirar.

Kagome abrió los ojos y tocó las perlas con delicadeza. La guio hacia un espejo de mano. La esfera producía suficiente luz como para iluminar todo el palacio cuando Kagome estaba cerca de ella.

— Es precioso… — musitó.

— Tú eres preciosa.

Lo dijo sin pensar, sin dar tiempo para impedirlo. Dio un paso atrás acongojado, a la espera de su nerviosa y aterrorizada respuesta. ¿Qué mujer se sentiría feliz de ser objeto de admiración de una bestia como él? No era atractivo, ya no era príncipe de nada y no tenía futuro alguno que ofrecer más que vivir atrapados allí adentro. Kagome no podría amarlo jamás.

La mujer se volvió lentamente hacia él. Entonces, él dio otros dos pasos hacia atrás, temeroso de una figura mucho más pequeña que él. Era ridículo que un hombre de ciento treinta kilos huyera de una mujer de poco más de cincuenta kilos. Aun así, continuó retrocediendo lentamente, lo suficiente como para que los pasos decididos de Kagome lo alcanzaran en seguida. Ella lo miraba fijamente, no apartaba la mirada de él ni por un instante, ni siquiera cuando las puntas de sus pies se toparon con los de él. Era diminuta a su lado y tan valiente que le hizo sentir orgullo por dentro. ¡Esa era una mujer de verdad!

— Kagome…

— No huyas de mí.

— Soy un monstruo… — le recordó.

— Eso no es verdad.

Kagome levantó las manos, se puso incluso de puntillas y enmarcó su rostro con ellas. Nunca lo había tocado de esa forma. La suave caricia, la sensación del calor humano, el cariño que reflejaba fueron más de lo que él podía soportar. Estaba a punto de derrumbarse, agradecido por ese contacto cuando ella le obligó a bajar la cabeza y lo besó. El contacto de sus labios con los de él lo dejó paralizado. Aquello no entraba ni remotamente en sus planes más realistas, pero formaba parte de todas sus fantasías desde que ella llegó. Había deseado tanto ese beso que no pudo contenerse.

Rodeó la estrecha cintura de la mujer agradecido de poder tocarla, de que ella no lo apartara y le gritara que no podía tocarla. Tanta confianza, tanta bondad le hicieron estremecerse. El fuego de la pasión que tanto tiempo había permanecido apagado se encendió de repente, dispuesto a arrasar con cuanto se encontrara en su camino. Kagome era su objetivo, su más profundo anhelo. Ella estaba allí dispuesta para él, por primera vez accesible. Si perdía esa oportunidad, sería un completo estúpido e Inuyasha Taisho no era un estúpido.

Sus impulsos, por supuesto, se impusieron a cualquier otra cosa. Lo que antes había sido un tímido acercamiento, se convirtió en un brusco encuentro. Apretó su cintura, sintiendo cada centímetro de ella y de su calor, y la empujó contra su propio cuerpo, deseoso de tenerla muy cerca. Después, la levantó entre sus brazos hasta ponerla a su altura y se adentró entre sus labios jugosas hasta rozar su lengua. Algo lo recorrió de arriba abajo, un escalofrío, que le devolvió la vida. Ella era dulce, suave, exquisita y apasionada. No lo estaba rechazando, no se había asustado por su pasión y no mostraba ni un ápice de duda. De hecho, al sentir su intrusión, le había devuelto el beso con una ferocidad digna de una auténtica leona.

Animado por su apasionada respuesta, la llevó hasta el órgano y la sentó sobre el teclado. A ninguno de los dos le importó el sonido que emitió el órgano. Estaban demasiados ensimismados el uno en el otro como para prestarle atención a semejante minucia. La ropa, de repente, estorbaba por todas partes. Al sentir los tirones de Kagome, él mismo se arrancó la casaca negra en la que se había encerrado y la camisa sin separarse de sus labios un solo instante. Sentir las manos sobre su piel desnuda, recorriendo los músculos marcados de sus bíceps y la dureza de su pecho le provocó un tirón en la entrepierna que a punto estuvo de reventar el tejido de sus pantalones. Jamás había tenido una erección tan dura, hinchada y exigente como aquella. Tampoco había estado jamás con una mujer como Kagome.

La falda era un auténtico engorro. Empujó la muselina hacia arriba hasta encontrarse únicamente con la suavidad de unos bien torneados muslos. La recorrió, ascendiendo con caricias circulares, desde las rodillas hasta lo más alto de sus muslos, donde se encontró con un impedimento. En realidad, debiera haber sufrido mucho antes el obstáculo de las prendas interiores femeninas, pero Kagome no era como las otras mujeres. Ella no necesita un corsé para que sus curvas fueran perfectas, no protegía la curva de su pecho con ninguna prenda y no tenía ningún inconveniente en lucir las piernas desnudas. Unos pololos minúsculos cubriendo su entrepierna era la única protección que ella había valorado. Debiera regañarla y aplaudirla, las dos cosas.

El beso apenas le permitía coger aire y no le importaba. Moriría feliz si era ahogado por un beso de Kagome. Aquello tenía que ser el cielo, no podía ser de otra forma diferente. Apretó sus muslos, ansioso por lo que estaba por venir. Entonces, Kagome emitió un gemido de protesta. Apartó las manos inmediatamente de ella y rompió el beso. Al bajar la mirada, vio las marcas que habían dejado las garras en su piel, cerca de provocarle sangre. Le haría daño si continuaba.

— No debería tocarte…

— ¡De eso nada!

Estaba preparada y dispuesto a alejarse de ella por su propio bien, pero, como bien había señalado previamente, Kagome era muy testaruda. Si se le metía algo en la cabeza, lo hacía y, curiosamente, se le metió en la cabeza que iba a hacer el amor con él. Así, se lo demostró poniendo las manos sobre sus hombros y tirando de él hacia ella con una fuerza que lo sorprendió. Antes de que pudiera realizar ni el más mínimo movimiento, lo besó de nuevo y utilizó los muslos para rodear sus caderas y empujarlo contra ella, obligándolo a continuar donde lo había dejado. Un caballero se habría apartado de nuevo por la seguridad de la dama. Sin embargo, en esos momentos era más bestia que caballero y se sentía muy orgulloso de que la dama lo deseara con tal intensidad.

La abrazó contra él y tironeó de los botones de la espalda del vestido y del lazo mientras le besaba el cuello, lo mordía y disfrutaba de cada gemido y de la sensación de su piel contra su lengua. Ella era deliciosa. Kagome no apartaba las manos de su cuerpo, tuvo que obligarle a bajar los brazos para bajarle el corpiño cuando logró desabotonar hasta el último, diminuto y puñetero botón. Entonces, la visión de sus pechos desnudos y cremosos, blancos y coronados por puntas rosadas endurecidas para él, lo enardeció hasta casi alcanzar la locura. La obligó a arquear la espalda colocando una mano en su cintura y otra en la nuca a modo de sostén y acarició con la lengua uno de aquellos exigentes pezones. El gemido de Kagome le provocó otra sacudida.

Se apretó aún más contra ella, empujando la dolorosa erección contra su mismo centro mientras la saboreaba. Era tan dulce y tan tierna… el manjar más delicioso que había probado jamás. Se pasaría toda la eternidad adorándola de aquella forma. La mano que anteriormente reposaba en su cintura descendió de nuevo hasta su muslo y lo alzó aún más, mejorando el ángulo de frotación. Los dos gimieron en respuesta a esa necesidad imperiosa. Luego, excitado y cegado como nunca por la pasión, tomó entre los labios el tierno pezón y succionó. Podía olerla. Estaba lista para él, inflamada y expectante.

— Inuyasha…

Había rezado para escucharle decir su nombre de esa forma. Sus plegarias al fin fueron escuchadas.

— Quiero tocarte…

Otro latigazo. Su erección también lo quería, con todas sus fuerzas y él no se lo podía impedir. No le podía impedir nada a Kagome; ella lo tenía en su poder. Guio su mano más allá de sus costillas, descendiendo por la línea de la ingle hasta el borde del pantalón, donde ya aguardaba la punta de su maldito pene, pugnando por escapar de la constricción de la ropa. Arrancó los botones de la bragueta y la dejó libre para ella. La caricia sedosa de Kagome casi lo mató. Sintió como el latido de su corazón de desbocaba, el sudor le descendió entre las dorsales y un estremecimiento en su parte más sensible lo alertó. No podía terminar tan pronto; no hasta que Kagome estuviera completamente satisfecha.

Le arrancó los calzones rasgando la tela. El aroma femenino que ella expedía se hizo más intenso. Las rodillas le flaquearon durante unos instantes por la intensidad de su deseo. De una forma u otra culminarían ambos. No podía tocarla ahí con las garras, era demasiado arriesgado, así que tuvo que conformarse con usar los nudillos para excitarla. Recibió la humedad y la calidez de su cuerpo como una bendición y la piel desnuda lo preocupó. Tenía que mirar o reventaría. Le dio un rápido beso, tironeó de la falda y le levantó las nalgas para exponerla. Estaba totalmente desnuda ahí abajo, como ninguna otra mujer que hubiera conocido antes. No había vello, era todo piel suave y rosada, totalmente expuesta para él.

— ¿Inuyasha?

Notó el tono de preocupación de su voz. ¡Dios, no tenía nada de lo que preocuparse! Era perfecta, toda ella. No había nada en su cuerpo que le hiciera cuestionarse esa belleza. Aquello que en una primera instancia le pareció extraño, empezaba a resultarle de lo más atractivo. Tan expuesta, tan bella, tan suya… No había ningún secreto, nada que ocultar.

Dejó caer la cabeza sobre su hombro y respiró hondo mientras volvía a deslizar los nudillos sobre el clítoris inflamado. La consternación de Kagome se vio sustituida por un gemido tras otro. Ojalá pudiera mover los dedos tal y como deseaba para incrementar su placer, pero las garras eran un impedimento que jamás debía olvidar. Más tarde, cuando la calma al fin los embargara, estudiaría la forma de usar las manos sin hacerle daño. Mientras tanto, tenía el deber de protegerla y darle placer al mismo tiempo, y justamente eso fue lo que hizo acariciando con los nudillos el sitio exacto hasta que lo sintió. Sintió como ella se estremecía, sus uñas clavándose en su piel exigentes, el gemido de placer desde lo más hondo de su ser, las convulsiones de su cuerpo y la vibración de su sexo. Había culminado.

El momento había llegado. Tiró de sus piernas para abrirlas más si era posible, se agarró el pene y lo situó en la entrada. Su intención inicial era la de entrar despacio y con delicadeza, pero Kagome, de nuevo, impuso su propio ritmo. Lo instó a adentrarse en ella sin miramientos y así lo hizo. Su calor lo envolvió, lo acogió y lo abrazó de tal forma que tuvo que volver a reprimir el orgasmo que lo amenazaba desde hacía tiempo. No se lo permitiría a sí mismo todavía, no hasta haberla satisfecho a ella. Con esa intención, hundió la cabeza en su hombro y empujó una y otra vez contra ella, sacando su pene por completo y volviendo a introducirlo, rozándola en la zona más sensible, provocándola con pellizcos en los pezones, lamiendo su yugular. Alcanzó un ritmo frenético, descontrolado y totalmente salvaje que estaba destinada a la plena satisfacción física de los dos.

Empujó y empujó hasta sentir cómo ella volvía a convulsionarse y gritaba desde lo más hondo de su ser. Entonces y solo entonces, se permitió abandonarse hasta que ese mismo placer también lo recorrió a él recordándole que era un hombre de carne y hueso capaz de sentir. La ola de placer fue tan esperada como asombrosa. No recordaba que fuera así de bueno; nunca pudo ser así de bueno. Kagome era diferente, era especial y, por primera vez en mucho tiempo, vio un atisbo de esperanza en su lúgubre vida.

Continuará…