Capítulo 9. La tercera en discordia
Apoyó el mapa sobre el capó de la tartana de segunda mano que adquirió tras su primer trabajo y tachó con una equis otra zona. Se hubiera comprado un Rover de no ser porque eso llamaría demasiado la atención, especialmente de las siempre preocupadas mujeres de la familia. Kagome lo miraría con reproche porque sabía muy bien de dónde procedía el dinero. La amama desconfiaría de él, del coche y de las consecuencias de poseer algo caro cuando siempre fueron personas sencillas. Por eso, le pareció que aquella tartana era más práctica por el momento. Al menos, no llamaba la atención.
Estudió el mapa arrugado que era perfectamente liso e impoluto cuando lo compró una semana atrás. Tenía una mancha de café que se le derramó en la esquina inferior derecha, se había rasgado el papel en uno de los pliegues centrales y estaba muy arrugado por el uso. Era un mapa de la zona montañosa de la zona, de los campos, de los senderos y los ríos. Estaba decidido a localizar esa mansión nuevamente y a recuperar a su hermana. Lamentablemente, no podía destinarle a la búsqueda tanto tiempo como le gustaría. Dejar a la amama sola en el estado que se encontraba por la desaparición de su nieta no era inteligente. Por ello, decidió buscar solo de siete de la mañana a tres del mediodía. Después, regresaba a casa para hacerle compañía y ayudarla. Kagome estaría orgullosa de él por una vez en la vida si lo viera. Prometió que cuidaría de la amama, y lo haría.
Ya había recorrido todos los alrededores. Todas las posibles rutas estaban marcadas con una equis. Todavía le quedaban los exteriores, por supuesto, pero juraría no haberse alejado tanto en aquella ocasión. Tendría que repetir de nuevo todos aquellos recorridos y averiguar qué se le había pasado por alto. No creía que fuera necesario salir más allá del condado porque nunca llegó tan lejos. ¿Por qué no era capaz de encontrar la casa en el lugar en el que la había situado?
Se giró y se apoyó en la camioneta mientras exhalaba un largo y ruidoso suspiro. La presencia de la mujer hizo que le diera un vuelco al corazón. ¿Cuándo había llegado esa mujer allí? Él no la había visto antes, no escuchó sus pisadas. Perfectamente, podría haberle apuntado con un arma en la cabeza para matarlo, y él jamás se enteraría de que murió así. Se estaba volviendo descuidado, algo que no podía permitirse en esos momentos. Naraku no se tomó la desaparición de Kagome tal y como él creyó que lo haría. En lugar de destinar todos los recursos de los que disponía para localizarla, los acusó de jugar juego sucio. Ante la amenaza, se había visto obligado a mandarle a la policía para intentar ganar tiempo. ¿Por cuánto más podrían entretenerlo? ¡Necesitaba encontrar a Kagome!
— Pareces cansado… Deberías descansar un poco más.
La voz de la mujer, alta y clara, lo sacó de sus pensamientos bruscamente. Era muy hermosa, con los rasgos bien esculpidos como los de una de esas esculturas griegas que su amama y su hermana solían admirar en documentales. Alta y esbelta, se movía con soltura y gracia. No tenía unas curvas demasiado marcadas, ni de las del tipo que hacían volverse a los hombres, pero lo compensaba a la perfección con sus estudiados movimientos. La melena completamente negra y lacea caía lisa sobre su espalda hasta las caderas. Un flequillo recto y cuadrado enmarcaba su rostro suavizando los rasgos. Tenía los ojos también negros, rasgados como si tuviera raíces orientales, y de lo más penetrantes. Parecía como si lo leyera con ellos. La nariz recta era precedida por unos labios finos apretados en una línea perfecta. Todo en ella parecía haber sido cincelado, no había irregularidades.
— No tengo tiempo para eso. — dijo al fin.
— Pues deberías encontrarlo. No es bueno que te canses demasiado o no podrás cumplir con tu tarea.
Le hablaba como si supiera algo más, como si le enviara un mensaje oculto. Entrecerró los ojos con suspicacia. ¿Y si la enviaba Naraku?
— Disculpa, no me he presentado. Soy Kikio Tama, es un placer.
Le ofreció su mano derecha a modo de saludo. Aunque no podía bajar la guardia, correspondió al saludo con un apretón de manos.
— Souta Higurashi.
— Souta… — repitió como si intentara situarlo — No es un nombre muy común.
Se encogió de hombros en respuesta. En su casa siempre destacaron por no tener nombres demasiado comunes en Francia.
— Veo que estás recorriéndote los alrededores.
El mapa desplegado sobre la capota no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones. Aun así, se sintió terriblemente expuesto. Echó un vistazo a sus zapatos. Ella llevaba zapatos de tacón de aguja en un camino de tierra en medio de un bosque. Algo raro pasaba allí. Se llevó una mano al bolsillo trasero de los pantalones, donde guardaba la navaja, por si era necesaria.
— Estoy segura de que encontrarás a tu hermana si la buscas con el corazón.
Lo dejó helado. Ella sabía de su hermana, que la estaba buscando, el significado del mapa. Solo podía significar que Naraku, efectivamente, la había enviado para matarlo o para asustarlo. ¡Pues no se achantaría! Si envió una mujer para que no se defendiera, estaba equivocado con él. Sacó la navaja del bolsillo, la abrió con un clic y se volvió hacia ella para dejarle bien claro que él también podía ser peligroso. Pero, cuando se volvió, no había nadie a su espalda. Giró sobre sí mismo confuso, buscando a la mujer que estaba ahí un instante antes. ¿Dónde se había ido?
No podía desaparecer de esa forma, la vería antes de que pudiera llegar al árbol más cercano para ocultarse. Sabiendo que no perdía nada por intentarlo, se acuclilló para mirar bajo la camioneta. Tampoco estaba ahí abajo. Si no la hubiera visto allí, si no hubiera hasta tocado su mano, juraría que debió ser un sueño. Al volverse hacia el mapa desplegado sobre la capota, vio un círculo rojo que él no había hecho rodeando una de sus marcas, la primera que hizo, la que se refería al lugar que él recordaba. Quizás se estaba volviendo loco o quizás ese era el milagro que esperaba. Algo le decía que tenía que seguir buscando allí.
…
Tardó mucho tiempo en saciarse. Después de haber hecho el amor sobre el órgano de su familia, la cogió en brazos con la intención de llevarla a la cama. Antes de llegar, tuvo que hacer una parada sobre una cómoda para volver a hacerle el amor. Apenas llegaron a la cama, le quitó la ropa revuelta al fin y se desnudó él mismo. Entonces, la puso a cuatro patas y volvieron a alcanzar el cielo. Dormitaron a ratos. Cada vez que se despertaba, descubría que las manos ya estaban actuando en sueños sobre ella, no podía detenerlas. Habían hecho tantas veces el amor en el transcurso de veinticuatro horas que había perdido la cuenta.
No se portó como un caballero y Kagome merecía más que eso. Tendría que haber sido mucho más delicado, menos exigente y más atento con su bienestar. Un caballero le habría acercado un paño húmedo después y habría procurado su descanso. Era mediodía y la joven tenía unas marcadas ojeras visibles incluso mientras dormía. Le apartó un mechón rizado de cabello de la cara y lo desplegó sobre la almohada junto al resto de su cabello. Tenía miedo de despertarse y percatarse de que tanta felicidad después de siglos de desdicha era solo parte de un sueño.
Se vistió en silencio para no perturbar su sueño. Después, la envolvió en una de las sábanas, la que más cerca estaba de su cuerpo, y la levantó en volandas para llevarla a su propio dormitorio. Kagome necesitaba un buen descanso y no lo tendría hasta que la alejara de él y de su lívido. El sexo tampoco era ya como cuando era humano. Se había convertido en una necesidad que rozaba la adicción para él. No se cansaba, no perdía el vigor, no necesitaba comer, no podía pensar en otra cosa. No imaginó que esa parte de él despertara con tanta brutalidad tras el largo letargo.
La cargó en silencio, procurando no encontrarse con nadie de la casa. Al llegar a su dormitorio, separó las colchas y la cubrió con ellas. Kagome lanzó un gemido de placer, se arrebujó entre las sábanas y se acurrucó. Cuando despertara, necesitaría un buen baño caliente y una comida decente. Se aseguraría de que todo estuviera a su disposición, listo para que ella no tuviera más que recibir las atenciones. Antes de volver a salir del dormitorio, se inclinó, y la besó en la coronilla aun a riesgo de que volviera a tener otro fuerte e incontrolable impulso sexual. Efectivamente, la erección no se hizo de esperar.
— ¡Maldición!
Se apartó de golpe. Tenía que poner distancia entre ellos. Volvió a cerrar las puertas y se dirigió directamente hacia las cocinas. Kaede, la ama de llaves, Sango, la mano derecha de Kaede, Miroku, su ayuda de cámara, Myoga, el mayordomo principal de la casa, Tottosai, el capataz de los establos, Hitomi, una criada, y Nobunaga, el cocinero, estaban reunidos en un corro, cuchicheando. En cuanto lo vieron, rompieron el corro bruscamente y se apresuraron a buscar una tarea. ¡Cómo si pudieran engañarlo! Sabía muy bien de qué hablaban o, más bien, de quién. Tal y como recordaba, esconder los idilios amorosos del amo en un palacio era imposible. La servidumbre siempre lo sabía todo.
En el pasado, no le importó nunca que se conocieran sus aventuras; en el presente, sin embargo, le resultó de lo más molesto. No quería que nadie cuchicheara sobre Kagome, que la tomaron por una fresca por tener relaciones fuera del vínculo sagrado del matrimonio o que la repudiaran. Kagome era una mujer que se hacía de querer y él era el amo… nadie la trataría mal. No obstante, los prejuicios siempre clavaban espinas.
— ¡Kaede!
La antigua nana de los Taisho dejó el tapete cuya confección había reiniciado y caminó hacia él.
— Ocúpate de Kagome, por favor.
Su "por favor" no fue nada sutil. Todas las cabezas se volvieron hacia él como si él no fuera el amo, sino un impostor.
— ¿Qué os pasa? ¿Acaso no tenéis trabajo?
Odiaba sentirse avergonzado. De una forma u otra, Kagome había logrado suavizar su carácter de tal forma que parecía hasta amable. ¿Eso era bueno?
— Déjala dormir todo lo que necesite. — le indicó — Cuando despierte, asegúrate de que come bien y se da un baño.
— Claro, amo.
— Me gustaría verla para la cena si es posible.
— ¿Volveréis a cenar juntos?
Estaba abriendo la boca para contestar cuando se fijó en que los otros habían dejado de hacer sus tareas y escuchaban la conversación. ¡Diablos, él era el amo! ¿Acaso le habían perdido el respeto de un día para otro? Estaba a punto de regalarles una soberana reprimenda cuando se percató de que estaban preocupados por Kagome. Hasta el viejo y cascarrabias Myoga, quien había juzgado más duramente que nadie a la muchacha, parecía profundamente preocupado por ella. No podía culparles por sentir afecto hacia ella. ¿Quién no lo haría?
— Sí.
Iba a dar la conversación por terminada con esas palabras cuando recordó su problema con las garras. Ese era el momento para idear alguna solución al respecto.
— Miroku, te necesito.
— Sí, amo.
Miroku lo acompañó con una sonrisa de oreja a oreja. Hacía siglos que no reclamaba sus servicios, por lo que había permanecido muy ocioso, lo suficiente como para llegar a aburrirse. En el pasado, requería de sus servicios a diario y lo llevaba consigo a todas las fiestas. Incluso compartieron mujeres. Desde que se produjo el cambio, no vio necesario tener un estilista siguiéndolo a todas partes. No lo vio necesario en absoluto. Se enclaustró en ropas de colores fúnebres y abandonó por completo todo lo referido a su aspecto.
Guio a Miroku hacia su antiguo dormitorio en la primera planta. Al entrar, le sorprendió encontrarlo tan fresco, tan limpio y tan exacto a como él lo recordaba. Por allí habían pasado tantas mujeres que se sentía profundamente avergonzado. Kagome jamás pondría un pie en esa habitación; sentía más respeto que eso por ella. Quizás iba siendo hora de hacer reformas. Tenía que reestructurar la casa para su nueva vida. Kagome estaba a su lado, permanecería a su lado para siempre. Quería que la casa fuera lo más confortable y acogedora posible para ella y para… ¿quién sabe? A lo mejor tenían hijos. Lo de la noche anterior no estaba desencaminado.
Por el momento y hasta que decidiera qué iba a hacer, ese dormitorio serviría para sus propósitos. Cerró la puerta cuando pasó Miroku y le ofreció las manos en una súplica.
— Necesito que hagas que estas garras parezcan las uñas de un hombre.
Miroku se quedó blanco. Dio un paso atrás acongojado por la petición y empezó a sacudir la cabeza mientras repetía que eso sería imposible. Sabía que gritarle o insultarle no funcionaría, así que utilizó todo su repertorio de cumplidos para ensalzar las habilidades profesionales de Miroku. El ego de hombre, al igual que en el pasado, venció a sus prejuicios, y se puso manos a la obra.
Unas tijeras normales o una lima no funcionaban de buenas a primeras. Tuvieron que buscar otro tipo de herramientas. Lo intentaron también con las tijeras de la cocina, más resistentes que las de manicura. Posteriormente, Miroku tuvo la idea de usar un serrucho. Con la sierra de mano pudo cortar una garra, pero era un proceso demasiado laborioso y cansado. Necesitaban encontrar algo más rápido. Los dos tuvieron la idea al mismo tiempo: el torno. Necesitaron la ayuda de Tottosai para manejar el Torno, pero el resultado fue increíble y muy rápido. Media hora después, habían regresado a su dormitorio y Miroku le limaba las uñas. Hacía años que sus uñas no parecían las de un hombre. Bueno, eran negras, pero eso no importaba.
Mientras Miroku retocaba su otra mano, escuchó el sonido del agua, un chapoteo y su gemido de placer. Kagome ya estaba despierta y estaba tomando un baño, tal y como ordenó. Algo en él le gritó que debía estar allí con ella. Esa seguramente era la bestia, exigiendo todo lo que Kagome tenía que ofrecer. No lo permitiría. Cuidaría de Kagome aunque eso le costara toda su fuerza de voluntad.
Entonces, un aroma completamente desconocido se adentró en su casa. Alguien había invadido su propiedad. El gruñido animal que escapó de su garganta tumbó de espaldas a Miroku. No permitiría que nadie se la llevara. En el transcurso del último mes habían llegado tres visitas diferentes a su casa, era demasiada casualidad. Si bien la primera fue casual, la segunda fue intencionada y esa tercera seguro que también. Fuera quien fuera, quería robarle a Kagome y no lo consentiría. Lucharía por ella con todo lo que tenía. Ojalá hubiera esperado un poco más para cortarse las garras; podría necesitarlas.
Llegó hasta el hueco de las escaleras en una exhalación. Al reconocer la figura que lo esperaba en el vestíbulo, sintió como una neblina roja lo cegada. De un salto, atravesó las escaleras para caer a los pies de la mujer que había provocado todas sus desgracias. Siglos, le había hecho esperar siglos tras hacerlo presa de su maleficio y se atrevía a presentarse allí, en su propiedad, como si tuviera derecho a hacerlo. No tenía ningún derecho a estar allí. Kikio Tama era de lejos la persona que encabezaba la lista de personas no gratas en su propiedad. Esperaba no volver a verla cuando no se presentó durante el primer siglo de penitencia.
— Fuera de mi casa.
A pesar de la furia y el odio que lo embargaban, intentó no perder por completo los estribos. Al fin y al cabo, ella era una bruja y sabía por experiencia que no le convenía jugársela con una bruja.
— Yo también me alegro de verte, Inuyasha.
Le enseñó los colmillos en respuesta. Kikio se atrevió a sonreír con la satisfacción de una mujer fatal que se encontraba de nuevo con el hombre al que destruyó. Sabía muy bien a qué lo había condenado, cuánto había sufrido y cuántas veces la maldijo. Lo tenía en la palma de su mano y se vanagloriaba por ello. Ojalá pudiera darle su merecido. Ahora bien, en su dormitorio tomando un baño, se encontraba una mujer a la que debía proteger de las brujerías de Kikio a toda costa.
— Vete. — repitió impasible.
— No pareces contento de verme.
— No pongas a prueba mi autocontrol, mujer.
— Tengo algo que decirte.
— No me interesa.
Nada de lo que dijera esa mujer podría interesarle. Estaba harto de ella, de su falsedad y de su bien desmesurado castigo por el lívido de un joven inmaduro. Ya no era el hombre que fue; había aprendido y cambiado. No necesitaba a Kikio por allí para recordarle por qué terminó de ese modo y por qué no podía acariciar a Kagome tal y como deseaba hacerlo por temor a dañarla.
— ¿Ni siquiera te interesa que tenga que ver con el fin de tu castigo?
¡Diablos! Eso último sí que le interesó o le habría interesado si no hubiera captado el olor de Kagome acercándose. ¿Se referiría Kikio a que Kagome estaba allí para romper la maldición? Si era así, lo averiguó él solito. Si se refería a que iba a levantarle el castigo, podía irse por donde había entrado porque él ya había encontrado la forma de acabar con aquello. En cualquier caso, estaba claro que tenía que descubrir cuáles eran las intenciones de Kikio. No podía confiarse con ella tan cerca.
Kagome apareció junto a Kaede en lo alto de la escalera. Era tan hermosa que lo dejaba sin aliento. Su melena caía suelta sobre sus hombros, justo como a él más le gustaba. Había escogido una blusa de manga larga con escote en pronunciado en V decorado con ribetes. Llevaba ajustada a la altura de la cintura una falda que había sido modificada para que le llegara solo hasta la mitad del muslo. Los zapatos de baile emitían un ligero sonido a cada paso que ella daba. Era toda una visión. Le encantaría que volviera a bailar para él, tal y como lo hizo el día anterior. Tomó una determinación. Si el precio de su libertad era Kagome, no pensaba aceptarlo.
La mujer que estaba en el vestíbulo le resultó familiar. No era una criada, ni nadie a quien hubiera visto anteriormente en la casa de Inuyasha. No, esa mujer era una extraña, como ella lo fue en su día. ¿Cómo habría entrado? Solo salir era prácticamente imposible. Entrecerró los ojos estudiándola mientras bajaba los escalones. Había algo familiar en ella. Repasó mentalmente a su familia, a todos sus amigos, conocidos, clientes de la tienda que conocía de vista... La recordó de golpe y el recuerdo la golpeó con más fuerza de la que predijo. Era la mujer que la esfera le mostró, aquella a la que Inuyasha le pidió falsamente matrimonio y aquella que lo maldijo.
Una punzada de celos le atravesó el pecho. ¿Qué hacía ella allí? Lo castigó de la forma más cruel que pudo imaginar, lo abandonó y dejó a su suerte durante siglos. ¿Cómo se atrevía a presentarse allí como si nada sucediera? ¿Querría recuperarlo? ¿Estaría Inuyasha dispuesto a hacer lo que fuera que ella deseara para romper la maldición? La sola idea hizo que se le revolviera el estómago, amenazando con expulsar cuanto había ingerido. Esa era la segunda vez que la veía en su vida, jamás había hablado con ella y ya la odiaba. ¡No tenía ningún derecho!
Al llegar abajo, Inuyasha ni se movió. Parecía en estado de shock por algún motivo y ella sabía muy bien la causa. Kikio había llegado para ponerlo todo patas arriba. No era justo. No tenía ningún derecho a interponerse entre ellos justo cuando acababan de… ¿De qué? ¿Qué demonios eran? Se habían acostado, hicieron el amor durante largas horas y lo disfrutó de verdad, más que nunca en toda su vida. Solo una estúpida renunciaría a una conexión tan intensa como aquella. Sin embargo, había un obstáculo entre ellos difícil de sortear: su familia. No podía tener a Inuyasha y a su familia por más que lo deseara. Debía elegir a uno.
— ¡Qué sorpresa! — exclamó la morena rompiendo el silencio — Hay inquilina nueva en la casa.
La sonrisa de ella no podía ser más falsa. Lo sabía. Sabía que ella había llegado allí y por eso regresó. Estaba segura de que quería a Inuyasha para ella; de que lo hacía sufrir por placer hasta que le pareciera que había sido suficiente; de que no permitiría que otra mujer se interpusiera. Su presencia allí no era casualidad. Su objetivo era deshacerse de ella.
— Mi nombre es Kikio Tama, un placer.
Se acercó a ella para ofrecerle una mano a modo de presentación y saludo. Lo llevaba claro si creía que iba a rebajarse a jugar su mismo juego. Pasó de largo junto a ella, rodeándola, hasta alcanzar a Inuyasha. Entonces, se puso de puntillas, le rodeó el cuello, tiró de él para que se inclinara, ya que era demasiado alto para ella, y lo besó delante de Kaede, de quien todos parecían haberse olvidado, y de Kikio. Después, se abrazó a su pecho, con la cabeza hundida en él, y respiró su aroma masculino a madera, pinos y azafrán. No le importaba lo infantil que pareciera su gesto; estaba en su derecho a marcar su territorio.
— Iré a dar un paseo.
Sin esperar el permiso de nadie, le dio un beso en el mentón a Inuyasha y se dirigió hacia las cocinas para acceder a la parte de atrás del palacio desde allí. Nadie dijo nada a su espalda y estaba segura de que tardaron un buen rato en hablar. Al parecer, cierto impacto sí que debía haber causado en todos. Kikio, seguramente, se estaría imaginando mil formas de matarla "accidentalmente". Kaede estaría de lo más satisfecha con aquella muestra de afecto público hacia el niño de sus ojos. Inuyasha estaría el más desconcertado de todos. Seguro que esperaba arrepentimiento por su parte; conocía sus inseguridades. No se creía lo bastante bueno. ¡Qué tonto era!
Saludó al cocinero, a Hitomi y a Sango, quienes se encontraban trabajando en las cocinas, antes de salir. Todos lo sabían, sus caras no dejaban lugar a dudas, pero no le importaba. Nunca creyó que el sexo fuera algo que ocultar, excepto a su amama. Todavía creía que las mujeres debían casarse vírgenes y seguro que aún creía que ella lo era. ¿Por qué quitarle la ilusión? Se peinó la melena hacia atrás con una mano y recibió el atardecer con una sonrisa. El cielo estaba precioso, ideal para un paseo de enamorados. ¿Esperaba que Inuyasha la siguiera cuando lo besó? Últimamente, deseaba muchas cosas que ni ella misma reconocía. De repente, se sentía decepcionada porque él no le dio la espalda a Kikio para acompañarla. ¡Diablos, habían hecho el amor! Ella no lo consideraba un lío de una noche, quería un poco de romanticismo.
Así la bestia dejó de ser una bestia y empezó a ser un hombre. En realidad, había dejado de ser una bestia mucho antes. Los rasgos anormales en un ser humano que al principio la impactaron habían pasado a un segundo plano progresivamente hasta que ya no le importaron, hasta que se hizo a ellos e incluso encontró cierta belleza en su forma. Le resultaba excitante el peligro que entrañaban sus garras y sus colmillos y tierno cómo él se contenía y cuidaba de no hacerle daño. Su cabello tenía un color bello que combinaba con las otras características de su cuerpo. Los ojos eran simplemente hermosos; eso siempre lo creyó. Asimismo, se había encariñado de esas tiernas orejitas que sobresalían en lo alto de su cabeza. Eran adorables, muy expresivas y suaves. La noche anterior pudo tocarlas al fin y a él le gustó.
Sonrió de solo recordar la noche anterior. ¡Qué noche! Había quedado agotada, totalmente exhausta y satisfecha y, aun así, habría respondido con el mismo ímpetu a cada nueva caricia de Inuyasha. Si él le hubiera exigido más, se lo habría dado sin reservas. No tenía límite cuando estaba con él. Tiró de uno de sus tirabuzones y lo enroscó en su dedo índice tal y como habría hecho una adolescente enamorada. ¿Enamorada? Esa era una palabra demasiado fuerte para ella. Nunca había estado enamorada. No, no podía ser eso, ¿verdad?
Unos brazos que ella bien reconocía la rodearon y la estrecharon contra un cuerpo fuerte y duro a su espalda. Suspiró maravillada por la sensación y se permitió olvidarse de todo mientras la abrazaba. Inuyasha sabía exactamente qué era lo que ella necesitaba. La conocía más de lo que nunca había permitido que ningún hombre la conociera. Le dejó conocer su lado más salvaje, el interés por la literatura, el amor que sentía por la cultura vasca que le transmitieron, el carácter que ocultaba en su interior, la familia que amaba y sus sueños. Sabía tanto de ella que le asustaba.
— ¿Te molesta Kikio?
No llegó a contestar antes de que él continuara.
— A mí también y mucho. No debería estar aquí, no ha sido invitada.
Inuyasha no podía ni imaginar lo feliz que le hicieron esas palabras.
— Haré que se marche y más vale que nunca vuelva a molestarnos.
Se volvió hacia él confusa. Inuyasha daba por hecho que se quedaría por siempre con él y una parte de ella también lo hacía mientras que la otra no dejaba de gritar exigiendo ver a su familia. Estaba entre la espada y la pared. Entre el deber y el deseo. Ni siquiera eso. Los límites del deber y del deseo se habían difuminado y entremezclado de tal forma que ni siquiera los distinguía. ¿Era su deber quedarse con Inuyasha o su deseo? ¿Era su deber regresar con su familia o su deseo? Era mucho más complejo que una opción o la otra. El corazón la traicionaba guiándola en dos direcciones totalmente opuestas.
Lo abrazó con una intensidad de la que jamás se había sentido capaz. Le estaba dando la espalda a su familia y estaba siendo infiel a Inuyasha al permitir que creyera que se quedaría allí ante todo. No era sincera, no merecía que él la defendiera con tal fiereza y estaba a punto de decirlo cuando él la besó. Entonces, todo se volvió borroso, lejano y sin importancia. No había nada ni nadie más que ellos dos. Nada que ella pudiera desear más en el mundo.
Inuyasha la cargó, caminó, corrió o puede que incluso volara. Ella ni siquiera fue consciente de lo que hacía, solo de sus labios, de su presencia, de su corazón latiendo con fuerza contra su pecho. Después, notó la corteza de un árbol contra su espalda mientras él la cubría con la totalidad de su cuerpo y la atrapaba para su entero disfrute. Siempre era así de posesivo, de grande y de potente. Le hacía sentirse diminuta cuando ella nunca se había sentido así con nadie. Le haría el amor con brutalidad y también la protegería aunque resultara, en cierto modo, paradójico. No tenía nada que temer.
Se abrió ella misma los botones de la blusa antes de que él los desgarrara y dejó que se deslizara por sus hombros hasta los codos para dejar su pecho desnudo. Inuyasha aceptó la invitación sin remolonear un solo instante. Él no bromeaba, no provocaba si no tenía intención de seguir y no jugaba. Si Inuyasha quería algo lo tomaba a la primera sin reparos y así fue con su pecho. Notó la humedad de su lengua sobre la tierna curva del pecho descendiendo hacia el pezón dolorosamente endurecido por la espera. Casi se cayó al sentirlo ahí, haciéndole disfrutar y disfrutando él mismo. No muchos hombres daban placer a una mujer de esa forma. Inuyasha disfrutaba de todo y no dudaba en demostrar cuánto lo hacía. Para él no era un simple precalentamiento, era algo que adoraba hacer.
Notó las manos masculinas en sus muslos, ascendiendo peligrosamente. Usaría los nudillos como la noche anterior para no hacerle daño. O eso creía ella. La mano grande de él, se deshizo de las bragas que había improvisado rasgándolas y la cubrió por completo. Los dedos se movieron, la tocaron, juguetearon y la penetraron como no lo habían hecho antes. El orgasmo llegó tan rápido y con tal intensidad que no estaba en absoluto preparada. Se convulsionó contra él, gritó también y sacudió las caderas contra su mano, exigiéndole que no se detuviera. Detenerse no estaba entre los planes de Inuyasha. Se arrodilló, metió la cabeza bajo su falda y sustituyó la mano por su lengua tan rápido que se le llenaron los ojos de lágrimas por el placer.
Se agarró a sus hombros, sintiendo que le flaqueaban las rodillas, que se caería de una maldita rama a la que Inuyasha los subió. ¡Estaba loco! Inuyasha entendió su flaqueza y la ayudó rodeando sus nalgas con sus manos y alzándola contra su boca en una posición tan erótica como segura para ella. Esa lengua suya obraba milagros, estaba tan cerca de nuevo que le temblaba todo el cuerpo. Ahora bien, antes de que llegara al orgasmo nuevamente, Inuyasha la bajó bruscamente de sus hombros hasta su cintura, donde la esperaba el miembro duro e hinchado del hombre para penetrarla. Solo tuvo tiempo de abrazarse a él antes de que la penetrara de una sola embestida potente y rápida. Lo sintió cálido en su interior, rellenando cada hueco de su interior como si hubieran sido creados para ser las dos partes de un todo.
Lo mordió cuando empezó a moverse, le clavó las uñas sobre la ropa y gimió sin ningún control. Había esperado por eso toda su maldita vida. Movió las caderas contra él intentando darle más ángulo al mismo tiempo que le exigía un incremento del ritmo. Se sentía húmeda y blanda, totalmente manejable. Desearía que siempre fuera así; que pudiera ser exactamente así. Ese pensamiento, en cierto modo, enturbió la que fue una culminación magnífica. No estaba segura de que Inuyasha notara que su ardor se había apagado un poco, pero, si fue así, tuvo la delicadeza de no comentarlo.
Regresaron al palacio paseando bajo el manto de la noche, cogidos de la mano. Su deseo de caminar junto a él se había visto cumplido. Solo por ese pequeño capricho, se permitió olvidarse de todo por un momento y disfrutar de la simpleza y la sencillez de aquel momento. Desgraciadamente, esa paz que la embargaba terminó bruscamente cuando volvieron a entrar en la casa, donde Kikio esperaba. Al parecer, no eran ellos los únicos que estaban tensos con su presencia. Los criados de la casa también lo estaban y no era para menos. Todos ellos fueron víctimas de la maldición sin importar que fueran inocentes o no.
Kikio se había atrincherado en el salón, donde los esperaba con su indestructible sonrisa de pura arrogancia y superioridad. No hizo ningún comentario de sus ropas arrugadas, ni demostró sentimiento alguno. O se había imaginado que aún lo quería o era una gran actriz.
— Ya era hora, empezaba a desfallecer. ¿Cenamos?
Kaede, quien lo había seguido hasta el salón retorciéndose el delantal, miró al amo sin saber qué hacer.
— Pon la mesa para dos, Kaede, como siempre. — apretó su mano con cariño — Kikio ya se va.
— ¿Me estás echando, Inuyasha?
— Efectivamente.
Por primera vez, la bruja demostró su descontento. Miró a Inuyasha como si estuviera cometiendo el peor error de toda su vida. Tuvo miedo por él. ¿Y si agravaba aún más el castigo por su rudeza? Hasta entonces, había pensado solo en ella misma, en lo molesto que le resultaba la presencia de la mujer. Ni siquiera se le pasó por la cabeza cuáles serían las consecuencias de que Inuyasha tratara de complacerla a ella en lugar de a Kikio.
— Muy bien. Veo que no has aceptado mi oferta, así que tendré que tomar otra clase de medidas.
Estaba preparada para lanzarse sobre ella de ser necesario. Lo que siguió a continuación de aquellas palabras, no era en absoluto lo que esperaba.
— Tu hermano te busca ahí fuera, parece preocupado.
Souta la estaba buscando. Un atisbo de sonrisa estuvo a punto de delatar lo mucho que le alegraba escuchar aquello. ¡Sabía que su hermano no la abandonaría! Quizás fuera un idiota y un mentecato, pero, al igual que ella, conocía el valor de la familia y que debían protegerse. Lo amó más que nunca.
— Si vienes conmigo ahora, podrás volver a casa.
Notó cómo Inuyasha se tensaba a su lado. Admitía que la idea de reencontrarse con él y con su abuela era tentadora, pero no a cualquier precio. ¿Qué clase de persona sería ella si aceptaba marcharse con Kikio en ese momento? Desde luego, no la clase de persona que deseaba ser. Volvería a ver a su familia, no lo cabía duda de ello; sin embargo, lo haría de la forma correcta, sin dejar víctimas en su camino.
— Eres muy amable, pero no iría contigo a ningún sitio.
El alivio de Inuyasha no podría haber sido más evidente cuando lo sintió soltar el aire bruscamente.
— Podría ser tu última oportunidad de regresar a casa.
— No me importa.
Por segunda vez, Kikio no pudo esconder la rabia que reflejaba su mirada. Había jugado y había perdido. No jugaría más con ella ni con Inuyasha. Su reinado del terror en esa casa había finalizado.
— Es hora de que te vayas.
— Te aseguro que no tardarás en necesitarme, Inuyasha.
Y con esas palabras, la morena abandonó el salón. Se escucharon sus pasos en el vestíbulo, la puerta abrirse y volver a cerrarse de un portazo. Nadie pronunció una sola palabra en ese tiempo, como si aún esperaran que ella lanzara un maleficio que los hundiera más si era posible en la miseria. No sucedió nada de eso, no hubo víctimas, ni heridos. Simplemente, se fue. Suspiró aliviada y se apoyó en el pecho de Inuyasha satisfecha por la decisión que había tomado.
…
Le pareció diminuta tumbada sobre la camilla de hospital. Una máquina estaba respirando por ella, pues no tenía fuerzas para hacerlo por su cuenta. Los cables aparecían y desaparecían por todas partes. Todo era blanco y olía a enfermedad. ¿Qué clase de nieto era él que había consentido que ella acabara de esa forma?
— Maite zaitut, amama.
Acarició la mano arrugada con cariño y le dio un beso en el dorso. Lo llamaron en mitad de la búsqueda de su hermana, tras el extraño encuentro con aquella mujer que parecía saberlo todo, para decirle que su abuela había sufrido un infarto y estaba de camino al hospital para ser operada. No era estúpido, sabía muy bien lo que había sucedido. Naraku acababa de dar el primer paso. El tiempo se le había acabado. Tenía que encontrar a Kagome o ese sería el fin para la amama y prometió que la cuidaría. La tal Kikio dijo que la encontraría si la buscaba con el corazón. ¿Qué quería decir con eso?
Continuará…
