Capítulo 10. Por amor

Kagome rechazó la oferta de Kikio; dejó pasar la oportunidad de marcharse, de regresar junto a su familia. De haber aceptado, no habría podido impedir que Kikio, con su gran poder, la sacara de allí delante de sus narices. Sin embargo, la propia Kagome fue quien se negó a irse a pesar de que eso suponía no regresar con su preciada familia. Kagome lo había escogido a él por encima de todo. Estaba tan feliz que sentía ganas de dar saltos de euforia. Seguramente, ella no era ni medianamente consciente del efecto devastador que ese momento había causado en él. La llama de la esperanza hondeaba más fuerte que nunca.

Ella podría llegar a amarlo. Se había divertido con él, había bailado para él, hizo el amor con él y escogió seguir a su lado a pesar de que él era la bestia que la apartó de la familia a la que amaba tanto como para sacrificar su propia libertad. Si eso no era amor, no sabía qué lo era. Lamentablemente, necesitaba más que sospechas; necesitaba hechos y palabras. La esfera estaba allí como recordatorio de la maldición y como árbitro también del resultado. Kagome tenía que decirle que lo amaba para que el hechizo se rompiera para siempre. Entonces, todos serían libres y sabía exactamente qué haría: la acompañaría a la casa de su familia y pediría su mano en matrimonio.

El momento propicio no parecía llegar. Seguían estrechamente unidos, se acostaban juntos en su dormitorio cada noche, habían desarrollado la intimidad propia de un matrimonio, pero la confesión no terminaba de llegar. Algo estaba haciendo mal. Quizás, debía crear él mismo el momento propicio. ¿Qué tal una velada nocturna en el gran salón con cena, música y baile? Sería una velada íntima, ambos se vestirían de gala, mirarían el cielo estrellado. Sí, eso podría funcionar, suponiendo que Kagome se pareciera al resto del género femenino en alguna maldita cosa. Ella era muy diferente en todos los sentidos. Le gustaba hacer sus tareas por sí misma, era fuerte, decidida, incluso arrogante, tenía un carácter de mil demonios que no dudaba en sacar a la luz, no le interesaban los materialismos y nunca lloraba. No había derramado una sola lágrima de furia, temor o preocupación; ni siquiera durante su primera noche allí.

Acarició su espalda de arriba abajo en un ritmo lento, disfrutando de la suavidad de su tacto de seda. Kagome dormitaba con la cabeza sobre su hombro, su pecho aplastado contra su costado y una pierna sobre su cadera. Era la primera mujer con la que dormía en toda su vida. Bueno, dormir dormía poco debido a su condición y a las sinuosas curvas femeninas que lo tenían al rojo vivo. Pero el hecho de compartir cama con una mujer, quedarse toda la noche junto a ella y disfrutarlo, era algo totalmente nuevo para él. Era una clase de intimidad que jamás deseó compartir con nadie hasta que llegó Kagome. Se quedaría así para siempre, sin tocarla, si de esa forma podía conservarla.

La notó desperezarse contra él, despertando del profundo sueño por el que él había estado velando. Le gustaba cómo se movía cuando despertada, la forma suave y femenina que tenía de contraer las articulaciones, el gemido suave y acompasado y, por últimos, sus manitas frotándose los ojos. Estaba preciosa recién levantada. No necesitaba peinarse, maquillaje, ni absolutamente nada. Kagome era tan natural como hermosa. Todavía no se creía la suerte que tuvo de dar con ella.

— Buenos días… — musitó antes de lanzar un sonoro bostezo.

— Buenos días. — repitió él percatándose de que nunca se lo había dicho nadie — ¿Has dormido suficiente?

Kagome sonrió en respuesta; quizás porque todas las mañanas le hacía la misma pregunta. Temía agotarla en exceso. Su apetito sexual parecía insaciable y Kagome necesitaba descansar mucho más que él. Ella era completamente humana. Las cuatro o cinco horas de sueño que a él lo dejaban como a una rosa, no serían suficiente para que ella se mantuviera saludable.

— Sabes que sí. Has estado ahí mirándome mucho rato…

Ella tan siquiera podía imaginar cuánto.

— Se me ha ocurrido una idea.

Kagome, quien había vuelto a cerrar los ojos a pesar de estar despierta, levantó un párpado para mirarlo desde abajo con interés.

— Cuéntame.

— Había pensado que esta noche podríamos cenar en el gran salón.

— ¿El gran salón? Creo que no lo conozco…

— Permanece cerrado. Es el salón que antes utilizábamos para dar fiestas.

La mujer asintió con la cabeza y se abrazó a él tan estrechamente que se atragantó. No podía concentrarse con el cuerpo desnudo de Kagome empujando contra él. ¿Sería consciente de lo que le estaba haciendo? ¡Pues claro que sí! Había probado en su propio cuerpo lo mucho que la deseaba y lo fácil que era provocarlo. Pues esa vez no; no al menos hasta que terminara.

— Como te iba diciendo, podemos… no sé… vestirnos con algo elegante y cenar allí esta noche. También habrá música y podríamos bailar si quieres. Luego, podemos pasear un poco por las terrazas o…

— Parece una cita… — musitó con laxitud.

— ¿Una cita? — repitió.

Conocía el término, pero no estaba seguro de entenderlo del mismo modo. Podía concertar una cita con su médico, para ver a su abogado o una audiencia con el soberano. Nada de eso tenía que ver con lo que él estaba proponiendo.

— Ya sabes… — la joven volvió a bostezar antes de continuar — Un hombre le pide salir a una mujer, la lleva a algún sitio romántico… esas cosas…

Pues se parecía bastante a lo que él tenía planeado.

— ¿Y qué dices al respecto?

— ¿Por qué no? — se rascó la punta de la nariz con el dedo índice — Sería divertido cambiar de rutina…

La falta de interés de Kagome por el hecho de que él intentara hacer algo romántico no menguó en absoluto sus expectativas. Tenía toda la noche para que ella se sintiera tan enamorada de él que le regalara una preciosa confesión de amor. Desgraciadamente, no tenía todo el día para organizarlo. El gran salón llevaba tiempo cerrado, había que ventilarlo y limpiarlo. Además, esperaba un auténtico festín para esa noche y había que preparar la música. No tenía tiempo que perder.

— ¿A dónde vas?

Kagome lo agarró antes de que saliera de la cama. Le rodeó el cuello con ambos brazos, apoyó la cabeza a un lado de la suya y su cuerpo desnudo se pegó a su espalda deliciosamente.

— Tengo que organizarlo todo, Kagome.

— ¿No puede esperar un poquito?

— No, yo no… — dio un respingo sal sentir su mano indagando por su cuerpo.

— Seguro que sí.

Kagome se salió con la suya, por supuesto. Lo entretuvo un buen rato, mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Después, tuvo que salir corriendo del dormitorio mientras todavía se vestía para avisar a los criados de su "·cita" romántica de esa noche. Con un poco de suerte, la maldición se rompería esa misma noche y, al día siguiente, llevaría a Kagome junto a su familia.

Lo vio marchar con una sonrisa de oreja a oreja. Le encantaba saber que era tan deseada por él que no podía resistirse ni un poquito a sus encantos. También le gustaba verlo vestirse a toda prisa mientras corría fuera del dormitorio. Era realmente gracioso. Inuyasha no solía dar muchos espectáculos como aquel. Respiró hondo y se dejó caer de espaldas sobre el colchón de plumas. La temperatura era perfecta, su cuerpo estaba muy relajado y ella se sentía verdaderamente feliz.

Enredó un rizo en el dedo índice y se dedicó a enroscarlo con una sonrisa. No podía dejar de pensar en la propuesta de Inuyasha y en esa noche. Una cita de verdad. ¡Ya era hora! Al margen de que el sexo fuera magnífico, necesitaba algo más que eso para sentirse plena por dentro, para no sentir que la estaban usando. Inuyasha era demasiado concienzudo, lo suficiente como para que no sintiera que solo quería su cuerpo, pero nunca estaba de más un poco de romanticismo. Los hombres, a veces, eran un poco cortos en ese sentido. El amor se había convertido en un mercado de la carne donde ganaba quien más lejos estaba dispuesto a llegar por un polvo. Odiaría terminar de esa forma, enganchar a un hombre a cuenta de un bombo, tener que resignarse para no estar sola…

Nada de eso le preocupaba ya en realidad porque tenía a Inuyasha. Si algo tenía claro, a pesar del dudoso pasado del hombre, era que él no la dejaría por otra, fuera quien fuera. No amaba a las mujeres de su pasado, incluida Kikio, y sabía que no miraría a otras en el presente como la miraba a ella. Esa mirada de pura y absoluta posesividad, los celos, aquel fuerte instinto de protección… No era un sentimiento intercambiable totalmente válido para cualquier mujer sin importar nada. Era algo arraigado en lo más profundo de su ser que la consumía.

Se colocó en posición fetal, de espaldas a la puerta. ¿Ese sentimiento estaba igual de arraigado en ella? ¿Era amor? ¿Podía amar al hombre que la separó de su familia? No, él no lo hizo; fue ella. Ella se ofreció a quedarse, él quería que se marchara al igual que su hermano. Tuvo oportunidad de marcharse de la mano de Kikio y ella la rechazó. ¿Por qué la rechazó? ¿Por orgullo? Quizás no quiso marcharse con Kikio porque se creía lo bastante buena como para hacerlo sola. ¿Por celos? Quizás no quiso marcharse con Kikio porque fue la amante de Inuyasha en el pasado. ¿Por amor? Quizás no quiso marcharse con Kikio porque amaba a Inuyasha y quería permanecer a su lado. Tantas preguntas, tantas respuestas… Estaba confusa.

La cita que Inuyasha estaba planeando para esa noche podía ser positiva para ella. Estar con él de esa forma y no únicamente en la cama, donde se entendían muy bien, o en la biblioteca, donde ambos volcaban sus intereses culturales y literarios, podría ser el empujón que necesitaba para aclararse. ¿Era amistad, placer, obsesión o amor? Fuera como fuese, tenía que tomar una decisión: dar la espalda a Inuyasha para regresar con su familia o dar la espalda a su familia para quedarse con Inuyasha. En ambos casos, predecía que iba a acabar con un agujero en el pecho incurable.

Descansó un rato más antes de decidir que era hora de levantarse. Se puso un sencillo vestido azul celeste de manga corta de bombacho que se ataba por delante con unos lazos azul marino y salió del dormitorio mientras aún se colocaba las bailarinas azul marino. La madre de Inuyasha tenía un gusto exquisito. El vestuario era anticuado para ella, pero, para la época, debió ser todo un ejemplo de moda, una it girl. Ojalá hubiera sido mejor madre para Inuyasha. Él no parecía guardar tan malos recuerdos de ella como del padre, pero todos sus recuerdos estaban a la sombra de su difunto hermano. Siempre se hablaba de su posición de segundón, pero ¿se habría preguntado alguna vez alguien cómo se sintió al perder a su hermano? Ella no podía ni imaginarlo. Haría cualquier cosa para salvar a Souta y por eso, precisamente, acabó allí.

Bajó los escalones dando saltitos, como una niña. Se sentía en cierto modo como una niña. Entonces, vio a Hitomi corriendo de un lado para otro cargando sillas. Detrás de ella, Miroku, Myoga y Tottosai cargaban una mesa larguísima. Tras ellos, Kaede daba órdenes y los seguía con un plumero. ¿Qué estaba pasando? Su curiosidad siempre había sido la mayor de sus virtudes y sus defectos. Los siguió a través de un corredor que nunca antes había explorado. Siempre usaba el corredor que daba a la biblioteca, no le interesaba más que eso.

El salón que estaba al fondo la dejó sin aliento. A eso se refería Inuyasha con una cena en el gran salón. Aquel sitio era majestuoso y, evidentemente, llevaba muchísimo tiempo cerrado. Era imposible que estuviera listo para esa misma noche. Se llevó una mano al pecho mientras veía a todos los criados de la casa trabajando a contrarreloj para tenerlo todo listo para ellos. Tenía que hacer algo por ayudar o se sentiría francamente mal durante la cena.

— ¡Kaede!

El ama de llaves dejó de dar órdenes y se dirigió hacia ella sorprendida de verla.

— ¿Por qué no vas a la biblioteca, muchacha? Seguro que lo encontrarás más entretenido.

— ¡No! — dio un paso adelante — Permite que os ayude, por favor.

— ¡Somos perfectamente capaces de cumplir con los encargos del amo!

Al parecer, había ofendido el orgullo de Myoga, quien sacudía su incipiente panza frente a ella.

— No estaba insinuando eso… — se excusó — Solo quiero ayudar. Estáis haciendo todo esto para nosotros…

— No es necesario, querida. — Kaede le dio una palmada sobre el hombro — Al amo no le gustaría que te ensuciaras las manos.

— ¡Pues el amo no sabe quién es Kagome Higurashi!

— ¡Así se habla!

Más de una mirada recelosa se dirigió automáticamente hacia Sango cuando la apoyó. Lejos de sentirse avergonzada, la castaña sonrió, mostrando su blanca hilera de dientes, y se colocó a su lado.

— ¿Qué? — se defendió — Kaede permite que ayude si es lo que quiere hacer. Sabes que no se marchará y necesitamos más ayuda.

La anciana Kaede se lo pensó durante unos instantes que a ella se le hicieron eternos mientras se retorcía las manos. De una forma u otra terminaría por ayudar porque ese era su carácter, pero le gustaba más la idea de ser aceptada. Finalmente, la anciana suspiró y le sonrió antes de pronunciar las palabras que ella esperaba.

— Puedes ayudar a Sango con sus tareas.

Las dos gritaron de euforia ante la respuesta de la anciana y saltaron de alegría. Habían terminado siendo amigas y les encantaba trabajar juntas. Agradeció a Kaede su comprensión, ignoró los reproches de Myoga y siguió a Sango. Su tarea era la de limpiar los cristales mientras otros hacían caer el polvo de las paredes y del techo. Después, ayudarían a barrer el suelo y a fregarlo. Lo único que lamentó fue no tener un vestido más adecuado para esa tarea, pero toda la ropa de Izayoi era fastuosa, no encontraría nada para la ocasión.

Fue mientras barrían el suelo cuando Miroku llegó junto a Tottosai con un cargamento de flores. Emocionada, corrió hacia el carro y olió los claveles, las rosas, las orquídeas y la lavanda. Juraría que las flores de fuera de allí no olían tan bien. Seguro que tenía que ver con los pesticidas y los productos químicos que le echaban al abono. Aquellas flores, sin embargo, olían a prado, a primavera, a libertad. ¡Le encantaban! Lo que vio mientras estudiaba una bella rosa roja le hizo sonreír. Miroku tomó un clavel y se lo colocó a Sango detrás de la oreja sin que se diera cuenta mientras barría. Generalmente, Sango no bajaba la guardia con nadie, siempre estaba lista para el ataque, pero se había fijado en que, últimamente, le tenía cierta confianza a Miroku.

La castaña se irguió sorprendida y con las mejillas sonrojadas. Miroku estaba esperando que dijera algo, pero Sango no pronunció ni una sola palabra. Entonces, Miroku asintió con la cabeza, entendiendo un rechazo silencioso, y se marchó. No podía dejarlo estar así. ¡Tenía que darles un empujón! Corrió al lado de Sango y le dio un codazo en las costillas.

— ¿Se puede saber qué estás haciendo? — le recriminó — ¿El hombre que te gusta te regala una flor y tú te quedas muda?

— N-No sabía qué decir… — agitó la escoba violentamente contra él suelo — ¡Y él no me gusta!

— ¡Y el sol se pone en el norte! — exclamó en respuesta — ¡Le gustas! — intentó convencerla — ¡Te gusta! ¿Cuál es el problema?

— Ya no soy digna…

El atisbo de unas lágrimas inundó los ojos de Sango. Sabía muy bien en qué estaba pensando y tenía motivos más que sobrados para sentirse incómoda junto a un hombre. No obstante, no tenía motivo alguno para sentirse indigna. Indigno fue lo que ese hombre hizo con ella cuando tan solo era una cría. Sango no tenía nada de indigno y estaba segura de que Miroku coincidiría con ella. Ahora bien, sabía que no podía abordarla por esa vía. Esa parte de su corazón sanaría con el tiempo y con el amor de otra persona como Miroku; no era ella quien debía sanarla, ni podía hacerlo. Sí que podía animarla a vivir.

— Ya va siendo hora de que te liberes de su yugo.

— ¿Cómo?

— Llevas demasiado tiempo sola, castigándote. ¿No es hora de que tú también vivas?

La reacción de Sango fue tan inesperada como impactante. La castaña caminó hacia el carro cargado de flores donde se encontraba Miroku escogiendo la decoración del gran salón. Miroku no se percató de que ella estaba a su lado hasta que le hizo volverse bruscamente. Después, Sango tiró del pañuelo anudado a su cuello para obligarlo a inclinarse y lo besó, tomando la iniciativa. Se le cayó la escoba de entre las manos al presenciar la escena y todo pareció detenerse. Ya nadie trabajaba; todos estaban demasiado sorprendidos por el comportamiento de una mujer que tenía fama de bruta, insensible e incluso asexuada.

— ¿Cenarías conmigo en el mirador esta noche?

Estaba lo bastante cerca de Sango como para escuchar su proposición. Desde luego, Sango sabía tomar las riendas del amor cuando así lo quería.

— Por supuesto que sí.

No hizo ningún comentario cuando volvieron a sus tareas sobre el beso, sobre la cita que tendrían o sobre la sonrisa soñadora de Sango y de Miroku. Aquello era demasiado hermoso como para arriesgarse a estropearlo.

Estuvo ayudando durante el resto del día en todo lo que pudo. Comió unos bocadillos sencillos con el resto de la servidumbre en la terraza mientras charlaban de cosas sin importancia y regresó al trabajo con ellos. A las seis de la tarde, Miroku se retiró para ayudar al amo a prepararse. Entonces, se percató de que ella también tendría que retirarse. Lo más importante ya estaba hecho. Solo faltaba encender la lámpara de araña y colocar la mesa. Al final, lo habían conseguido en un solo día. Se sentía muy orgullosa.

Subió las escaleras corriendo hacia su dormitorio. Estaría recubierta de polvo. Bien, tenía una hora y media para bañarse y prepararse para la gran cita. ¿Le daría tiempo? Sin secador no se trabajaba igual. Dejó la bañera llenándose mientras escogía el vestido que se pondría, aunque tenía una idea clara de cuál era el mejor candidato. Tomó los zapatos y la ropa interior y escogió los complementos. Inuyasha la había agasajado con joyas de incalculable valor y sorprendente belleza. Se decidió por una gargantilla muy fina de oro y unos pendientes también de oro en forma de lágrima. Nada de excesos.

Lo primero que hizo fue lavarse el cabello para darle el máximo tiempo posible para que se secara. También dejó las ventanas del baño abiertas para que se aireara lo máximo posible mientras se lavaba el cuerpo intentando no volver a mojarlo. Después, se enrolló el cuerpo en una toalla de lino y se peinó hacia atrás los incipientes rizos. Incluso mojado, su pelo apenas aguantaba unos instantes liso. Escogió la loción de rosas, dejó caer la toalla y se la aplicó por todo el cuerpo. Al entrar en su dormitorio, se puso la ropa interior que había escogido: unas bragas confeccionadas por ella misma y un corsé de color marfil que le parecía sexi. Con una bata encima se dedicó a maquillarse con lo que disponía.

Para las siete, su cabello ya estaba casi seco gracias al buen clima y los numerosos masajes con la toalla. Se lo cepilló hacia atrás de nuevo, lo recogió con sus manos como si fuera una coleta y la subió hasta la coronilla. Una vez allí, retorció la coleta formando un moño que sostuvo con la ayuda de muchas horquillas y un adorno en forma de aro dorado que lo enmarcó. Lo único que le quedaba era ponerse el vestido. Aquel era uno de los vestidos a los que menos modificaciones le había hecho. La parte de arriba seguía siendo exacta. El escote de palabra de honor enmarcaba sus hombros e insinuaba la curva de su pecho sin resultar demasiado revelador con un bello fruncido en el valle entre sus senos. Se ajustaba a su torso hasta la cintura, donde se abría la falda. La falda estaba compuesta por varias capas. Lo que ella hizo fue abrirlas para que el dorado del vestido se combinara con el blanco de la capa inferior. De esa forma, no resultaba tan impactante para la vista ver un vestido por completo dorado.

Para cuando llamaron a la puerta, ya estaba más que preparada. Inuyasha la esperaba al otro lado con un traje muy poco habitual en él. Jamás lo había visto vestido de otro color que no fuera negro. Verlo con la blusa blanca, la casaca azul marino con ribetes dorados y el pantalón negro le resultó tan extraño como atractivo. Algo había cambiado también en él, en los dos. No eran en absoluto los mismos que cuando se conocieron.

— Estás preciosa.

— Tú también… — sacudió la cabeza al percatarse de lo que estaba diciendo — Quiero decir que estás muy elegante.

— Gracias.

Miroku había hecho un gran trabajo. Sin duda alguna, era un hombre que encajaría a la perfección en el concepto de hombre metrosexual de su mundo. Ojalá eso no espantara a Sango. Formaban una pareja de lo más variopinta. El hombre se comportaba como se solía comportar la mujer y la mujer como se solía comportar el hombre. Bueno, eso solo eran prejuicios. A ella le encantaría verlos juntos.

Inuyasha la llevó de su brazo al gran salón. Habían cubierto las ventanas con cortinas para que el efecto de la lámpara fuera más ensordecedor. La mesa ya estaba colocada y empezó a sonar una preciosa balada cuando ellos entraron. Inuyasha retiró la silla para que ella se sentara y fue al otro lado de la mesa, donde estaba colocado su plato. Eso ya de buenas a primeras no le gustó. ¿Cómo iban a mantener una conversación o a cogerse de la mano si él estaba tan lejos? Se levantó, agarró su silla y la arrastró hacia su lado en silencio.

— ¿Qué haces?

— Acercarme. ¿No te parece que estamos un poco lejos el uno del otro?

En respuesta, Inuyasha la ayudó a transportarlo todo al otro lado, junto a él. Volvieron a sentarse después, en esa ocasión para permanecer en esos sitios. Myoga fue el encargado de servir la cena. Al entrar con el primer plato caliente, se tomó unos instantes para asimilar la nueva disposición de los platos y sus comensales. Si no estaba de acuerdo, no dijo ni una sola palabra. Sirvió la crema de calabaza y se marchó.

— No sabía que Kei y Robin tocaran tan bien.

Kei y Robin eran los encargados de las chapuzas de la casa. Arreglaban muebles, instalaban cañerías, construían establos, canalizaban el agua, fundían hierro y hacían toda clase de tareas mecánicas. Seguro que les encantaría conocer los avances mecánicos de los últimos siglos. ¡Se volverían locos!

— Yo tampoco. Ha sido un alivio encontrarlos porque empezaba a preocuparme que no tuviéramos música…

Se rio en respuesta. Así que era eso lo que Inuyasha estuvo haciendo durante todo el día. Había estado totalmente desaparecido, algo inaudito para ella desde que empezaron a estar tan juntos. Probó la crema mientras sus oídos disfrutaban de la melodía procedente de los violines. Kei y Robin estaban tan elegantes y pomposos que no parecían ellos mismos. Le costó un poco reconocerlos cuando los vio nada más entrar. Seguro que Miroku tenía algo que ver con su atuendo.

El siguiente plato que les sirvieron era Coq au vin. Los platos fríos compuestos de canapés, sobre todo, habían permanecido en la mesa todo el tiempo. Probó el pollo o gallo si estaba cocinado a la vieja usanza, algo harto probable, y gimió. Estaba delicioso, en su punto, y la salsa tenía mucho sabor. No esperaba menos de un cocinero de la categoría de Nobunaga. Antes de que terminara el plato, sonó el vals francés. En ese momento, miró todo aquel espacio vacío con ansiedad. Como si le leyera la mente, la mano de Inuyasha tomó la de ella.

— ¿Te apetece bailar?

Muchísimo. Asintió con la cabeza y se dejó llevar al espacio vacío bajo la lámpara de araña y los querubines pintados en el techo. Inuyasha la rodeó con un brazo y tomó su mano para guiarla por la pista. Le sorprendió lo bien que bailaba a pesar de su tamaño y el tiempo que llevaba sin practicar. Supuso que sería como montar en bicicleta: algo que nunca se olvida. Por un momento, recordó su vieja bicicleta. ¿Cómo podía echar de menos una bicicleta?

Apoyó la cabeza contra el hombro de Inuyasha y suspiró. Lejos de aclararse, notaba sus sentimientos cada vez más entremezclados. Aquello no estaba funcionando tal y como ella había planeado. Imitó la reverencia de Inuyasha al terminar el vals y lo siguió hacia la terraza, ignorando el postre sobre la mesa. El tiempo había pasado de prisa. Ya estaba oscureciendo; la luna, grande y blanca los iluminaba desde el cielo. El tiempo pasaba de prisa cuando estaba con Inuyasha. Le asustaba la idea de que estuviera pasando demasiado de prisa. Incluso había perdido la cuenta de los días que llevaba allí o ya no le importaba.

Lo siguió hacia uno de los muchos miradores. Allí, tomaron asiento en un banco de piedra. ¿Ese era el momento de las confesiones de amor? ¡No estaba preparada! Había empujado a Sango a los brazos de Miroku, pero era a ella en realidad a quien tenían que empujar.

— Kagome…

Inuyasha iba a decir algo. El corazón se le paró en el pecho, indeciso y temeroso por lo que estaba por suceder. Entonces, notó como Inuyasha se tensaba. Aquella reacción era exacta a cuando sucedía algo que estaba fuera de sus planes. ¿Habría percibido por su oído o su olfato súperdesarrollado algo que ella no podía percibir?

— ¿Inuyasha?

La respuesta no llegó de sus labios.

— ¡Kagome!

Una voz lejana gritaba su nombre, la llamaba. Se puso en pie de golpe y afinó el oído, desconcertada.

— ¡Kagome! — repitió.

Reconoció esa voz. Aquella era la voz de su hermanito pequeño, de Souta.

— Souta…

Llevada por algo más fuerte que ella misma, echó a correr escaleras abajo hacia los jardines. Seguía llamándola, pero no estaba a ese lado. ¡Estaba al otro lado de la casa! Se quitó los zapatos, abandonándolos de cualquier forma en la hierba y corrió sin poder dejar de reír para rodear la mansión. Le llevó más tiempo del que creía y se quedó sin aliento, pero, cuando llegó al otro lado, vio a Souta en el camino de piedra por el que una vez accedió al palacio. Era él, era su Souta.

Aunque le faltaba el aire, reinició la carrera hacia él gritando su nombre. Souta se volvió hacia ella y la encontró a la carrera. Jamás en toda su vida se habían abrazado con tanta intensidad. Souta la estrechó entre sus brazos como si la creyera muerta y ella lo abrazó con toda su alma. A pesar de lo estúpido y descuidado que era su hermanito pequeño, siempre ocuparía un lugar privilegiado en su corazón. Había llegado a creer que jamás volvería a verlo. Volver a tenerlo entre sus brazos era más de lo que podía soñar tan siquiera. Era tan feliz.

— ¿Qué haces aquí?

La voz áspera de Inuyasha a su espalda le indicó la amenaza. ¿Cómo había podido olvidarlo? Se suponía que estaban en una cita y ella… y Souta… ¡Seguro que estaba furioso! No quería que volvieran a los primeros días cuando no hacían más que discutir y decirse cosas horribles el uno al otro. Tenía que apaciguarlo.

— Inuyasha…

Antes de que pudiera volverse para encararlo, Souta la obligó aponerse a su espalda.

— Si le has hecho daño…

— ¡Souta, no! — detuvo su amenaza antes de que fuera demasiado tarde — ¡Él no me ha hecho ningún daño!

— Pero…

— ¡Es la verdad!

Inuyasha caminó hacia ellos sobre la grava. No parecía tan amable, educado y caballeroso como minutos antes. De hecho, parecía un depredador vigilando a su presa. Quería pensar que no le haría daño a Souta si ella se lo pedía, pero no estaba al cien por cien segura. El trato era que Souta jamás regresaría.

— ¿Por qué estás aquí? Sabes que…

— La amama está en el hospital…

Incluso Inuyasha se paró en seco al escucharlo.

— Le ha dado un infarto. — le explicó — Está muy mal, no sé si saldrá de esta. ¡Tienes que ir a verla!

Kagome se llevó una mano al corazón. La notó temblar, aunque no la estaba abrazando, y podía sentir el alcance de su dolor. Sabía lo importante que era su abuela para Kagome, que prácticamente la crio cuando perdió a los inconscientes de sus padres. Esa anciana y su hermano eran cuanto amaba en la vida. El plan era romper la maldición e ir juntos a verlos para que ella recuperara a su familia. Cuando la conoció, cuando descubrió hasta qué punto era importante para ella su familia, decidió que jamás volvería a separarla de ellos.

La solitaria lágrima que resbaló por su mejilla fue el último golpe en el pecho que necesitó para tomar la decisión. Kagome era fuerte, ella no lloraba nunca a pesar del temor. Sin embargo, ella estaba llorando en ese momento por cuanto le quedaba en ese mundo, porque él no le permitía salir de allí. No podía convertirse en el responsable de su desgracia. Si lo hacía, jamás se lo perdonaría a él mismo. No habría amor, ni nada si ella se quedaba allí y dejaba morir a su abuela sin haberla visitado.

— Tu hermano tiene razón, Kagome. Tienes que ir.

Aunque pareciera sereno, pronunciar aquellas palabras le costó toda su fuerza de voluntad, su instinto de autoprotección y su corazón. No podía dejar que descubriera lo mucho que le dolía aquello. Kagome tenía que poder salir de allí en paz para cuidar de su abuela.

— ¿Me permites ir?

Él no tenía que darle permiso para nada.

— Claro que sí.

A partir de ese momento, todo pasó muy de prisa. Kagome subió corriendo a su dormitorio para cambiarse de ropa y volver a ponerse la ropa con la que llegó allí. Él aprovechó ese tiempo para recuperar el bolso que le quitó cuando la apresó allí el primer día. Souta esperaba mientras tanto en el vestíbulo, aún receloso. Tenía motivos para desconfiar. Solo un estúpido dejaría escapar a Kagome o… Eso no importaba entonces. Lo importante era Kagome.

Al entrar en su dormitorio, la encontró abrochándose la extraña chaqueta púrpura que ella llevaba puesta el primer día. No hizo ningún ruido para que no lo oyera. Simplemente, disfrutó de la fluidez de sus movimientos, del balanceo de sus cabellos cuando los liberó del moño. No lo vio hasta que se volvió hacia la puerta.

— ¡Inuyasha!

En respuesta, le mostró su bolso.

— Pensé que podrías necesitarlo.

Kagome caminó en silencio hacia él y cogió el bolso que le estaba ofreciendo. Después lo miró con los ojos todavía vidriosos por la pena. No quería verla triste. Kagome rezumaba alegría, diversión y vida.

— Eres muy amable.

— No, yo…

— Lo eres. — insistió — Por todo.

Ella no se refería únicamente al bolso.

— Espero que tu abuela se recupere…

¿Qué más podía decir? Una confesión de amor en esos momentos no era en absoluto aceptable. Kagome no necesitaba más presión de la que ya tenía encima.

— Volveré cuando esté estable.

— Kagome…

— ¡Volveré!

No pudo resistirlo. Tiró de ella y la abrazó contra su pecho, feliz y triste al mismo tiempo. Su fiereza era tal que podría tirar la casa abajo. Era una nieta y una hermana entregada como seguramente sería una esposa y una madre entregada. Pero eso era algo que él ya no sabría. Agradecía sus palabras, la esperanza que había en ellas; nada más. Cuando ella no regresara, él podría fantasear sobre su regreso recordando ese instante.

— No me enfadaré contigo si decides no regresar… — musitó contra su oído.

— Pero yo sí… — emitió algo parecido a un sollozo — Necesito que creas en mí, que creas que volveré…

Él también necesitaba creerlo.

— Te creo.

No la acompañó abajo cuando ella se marchó. Sería demasiado duro ver cómo atravesaba la verja con su hermano y no impedírselo. Se quedó en el umbral de su dormitorio, estudiando cada resquicio de ella allí, y lloró por dentro.

— ¿Por qué las has dejado marchar, Inuyasha?

Su dolor era tal que ni siquiera notó la llegada de Kaede. Desde que fue maldecido, nada había podido distraerlo lo suficiente como para no advertir la presencia de otro ser.

— Porque la amo.

Continuará…