Hiztegia
Amama: abuela
Nire neskato txikia: mi pequeña niñita
Barkatu: perdón
Barkatu iezadazu: perdóname
Zergatik, maitea?: ¿Por qué, cariño?
Zergatik?: ¿Por qué?
Marmitako: comida típica vasca que combina atún con patatas, pimiento, tomate...
Capítulo 11. Eternamente maldito
Viajaron en silencio. Mientras la camioneta de segunda mano de su hermano atravesaba la carretera bajo el cielo nocturno, ella solo podía pensar en Inuyasha. La había dejado marchar para que atendiera a su abuela aún a sabiendas de que podría no regresar. Él dijo una vez que si intentaba escapar la encontraría, pero estaba casi segura de que no iría a buscarla si ella no regresaba. Nada de eso importaba en realidad porque su intención era la de regresar. Había hecho una promesa y la cumpliría.
Suspiró y se recostó en el asiento de copiloto. ¿Cómo se sentiría Inuyasha en esos momentos? Había notado su tristeza, la sintió en cada poro su piel. La dejó marchar aunque no lo deseara en absoluto. ¿La creería cuando le dijo que regresaría? Terminó por decir que la creía, mas no estaba segura de si lo dijo porque lo sintiera de corazón o para contentarla. Siempre hacía cosas para contentarla como aquella maravillosa cita que se vio bruscamente interrumpida.
Se sentía muy estúpida. En la terraza, Inuyasha estuvo a punto de decirle algo, algo que parecía importante y que ella misma interrumpió para correr en busca de su hermano. Él debió sentirse tan decepcionado cuando le dio la espalda tan fácilmente para ir en busca de Souta… No quería ofenderlo; la sorpresa la abrumó. ¿Qué habría intentado decirle? Parecía algo serio, algo importante, quizás… ¿una confesión de amor? Sin duda alguna, el momento no podría haber estado mejor preparado para una confesión. ¿Y qué le habría contestado ella?
Giró la cabeza hacia la ventanilla para contemplar la iluminación nocturna de la villa. Había aprendido a vivir sin la luz eléctrica, solo con el romántico fulgor de una llama. Había aprendido a vivir sin ruidos, con el armonioso sonido de las aves, el relinchar de los caballos y el sonido de los grillos. Había aprendido a vivir en la naturaleza sin aparatos electrónicos como el Iphone en su bolso que repentinamente le resultaba extraño. Ya no se sentía cómoda allí, ya no era parte de ese mundo. Su corazón estaba en otro lugar mientras su cuerpo se alejaba y, lo admitiera o no, sabía exactamente dónde se encontraba.
— Hay algo que debes saber antes de que veas a la amama.
¿Más sorpresas? No sabía si estaba lista para asimilar más información. Respiró hondo intentando tranquilizarse y volvió la cabeza hacia su hermano, quien no apartaba la vista de la carretera y apretaba el volante entre sus manos como si le fuera la vida en ello. ¡Diablos, parecía algo serio!
— Dime.
— Creo que el infarto de la amama no ha sido fortuito… — musitó.
— ¿Qué quieres decir?
¿Cómo un infarto no podía ser fortuito? ¿Insinuaba que fue provocado?
— Verás, Naraku se volvió como loco cuando le dije que habías desaparecido…
— ¿Por qué demonios se lo dijiste?
Se incorporó hecha una furia y fue bruscamente empujada hacia atrás por el cinturón de seguridad. Furiosa, abrió el cierre del cinturón para quitárselo y se abalanzó sobre su hermano menor para darle la tunda que bien se merecía. Souta apenas tuvo tiempo para marcar que hacía una parada en doble fila antes de que ella lo estrangulara en el sentido más literal de la palabra.
— ¡Kagome!
— ¡Eres un imbécil!
Se escuchó el sonido del freno de mano y el motor se apagó. Poco después, Souta le agarró las manos para apartarlas de su cuello.
— ¡Escúchame, Kagome!
Kagome lanzó un rugido muy similar a los que solían salir del pecho de Inuyasha, como buena aprendiz, y se recostó en su asiento con los brazos cruzados como una niña pequeña en mitad de una pataleta. Si no fuera su maldito hermano, lo mataría.
— ¡Estaba desesperado! Tú te quedaste allí por mí, no sabía cómo era él, lo que te haría… ¡Necesitaba ayuda!
Por más que odiara admitirlo, no le resultaba del todo descabellada la explicación de Souta.
— Naraku tiene recursos: hombres preparados, armas, poder… Creí que él podría ayudarme a sacarte de allí. Pero subestimé su interés por ti…
— ¿Qué significa eso?
— No se creyó ni una sola palabra. De hecho, dijo que si esto era una táctica tuya para librarte de él, haría cualquier cosa para sacarte de tu escondite.
Como, por ejemplo, atacar a su abuela. Se llevó las manos a la cabeza, la cual no dejaba de palpitar con fuerza, y se peinó la melena hacia atrás. Estaba enfadada, estaba tensa y estaba asustada. Desearía poder estar junto a Inuyasha para que él la tranquilizara y volviera a envolverla en ese ambiente de seguridad y protección que había creado para ella. ¡Dios, echaba de menos a Inuyasha! Él sabía siempre lo que ella necesitaba, la cuidaba, se preocupaba por ella y estaba dispuesto a sacrificarse en su nombre. ¿Cómo pudo estar tan ciega? ¡Inuyasha la amaba!
Por segunda vez esa noche, notó cómo una lágrima se deslizaba por sus mejillas hasta el mentón, algo muy poco habitual en ella. No solía llorar. Lloró cuando metieron a su padre en la cárcel; lloró cuando le comunicaron la muerte de su madre; y lloró cuando el aitite murió. En esa última ocasión, se juró que jamás volvería a llorar. Por eso, no lloró cuando se fracturó la muñeca, cuando su hermano empezó a juntarse con las personas equivocadas o cuando descubrió que su único futuro era el de doblar camisetas para subsistir. Tan siquiera lloró cuando lo que para ella era una bestia la encerró en su palacio para su deleite. Sin embargo, sí estaba llorando por amor porque a Kagome Higurashi ya solo podía hacerle llorar el amor.
— ¿Kagome? ¿Estás bien?
— No, no lo estoy…
Souta tiró de ella para abrazarla contra su pecho. Kagome se aferró a su camisa y lloró contra su hombro. No podía perder a la amama, a Souta o a Inuyasha. Tenía que haber algo que pudiera hacer para ponerlos a salvo a los tres. ¡Maldito Naraku! ¡Maldita Kikio! ¡Y maldita ella misma por no ser lo bastante fuerte!
— Creo que alguien entró en la casa y asustó a la amama hasta el punto de provocarle un infarto…
— Naraku me dio un mes para que aparecieras. Ha pasado un mes…
— Souta…
— Estuve buscándote por todas partes. ¡No podía encontrar ese lugar, aunque había estado en él! ¡Es de locos! — exclamó — Recorrí la misma zona una y otra vez hasta que me encontré con esa mujer…
— ¿Qué mujer? — lo interrumpió — ¿Kikio?
— Sí, ¿la conoces? ¿Es de los buenos?
Así que Kikio no estaba mintiendo cuando afirmó que su hermano estaba fuera buscándola. Sabía por Inuyasha que ese lugar no era nada fácil de encontrar desde que fue maldecido. Se había convertido en un "establecimiento fantasma" por llamarlo de alguna forma, que aparecía y desaparecía a placer.
— La conozco, pero no estoy segura de que sea de los buenos…
Quería hacerle daño a Inuyasha, quería que se arrodillara ante ella hecho pedazos y que le suplicara. No lo dijo, por supuesto, pero su mirada y su comportamiento la delataban. Esa mujer lo único que deseaba era que Inuyasha besara el suelo que ella pisaba, se deshiciera en disculpas por el pasado y gritara su amor por ella. ¡Pues lo llevaba claro! Inuyasha estaba enamorado de otra persona; estaba enamorado de… de… de ella… Y ella lo estaba de él.
— Me dijo que te encontraría si te buscaba con el corazón.
— ¿Y cómo se hace eso?
— Lo comprendí cuando me llamaron del hospital y fui a ver a la amama. Al verla allí tumbada, inconsciente, me sentí muy solo… — fue el turno de llorar de su hermano — No podía perderte a ti también…
Aunque había tardado lo suyo, su hermano al fin había empezado a comprender. Sin necesidad de preguntarlo, sabía que las malas compañías se acabaron para él. Solo necesitaban librarse de la amenaza de Naraku. ¡Cómo si fuera algo tan sencillo! Bueno, ya pensarían en eso más adelante. Primero estaba la amama.
— Llévame al hospital.
Souta obedeció sin rechistar. La dejó en la puerta del hospital con las indicaciones de la localización de la abuela mientras él buscaba un lugar donde estacionar. Ni siquiera recordaba la última vez que estuvo en un hospital. No solía ponerse enferma y su hermano tampoco. La amama tenía la consulta con el cardiólogo en una clínica, no allí. Dio un paso dentro del recinto preocupada por el cambio que se produjo. Aquel lugar le quitaba el aliento a uno, olía a problemas, a dolor y a desdicha.
Se arrebuyó dentro de su chaqueta y caminó a paso decidido hacia el ascensor. Un amable señor mantuvo la puerta abierta para que ella entrara cuando amenazaba con cerrarse. Le dio las gracias y pulsó el botón de su piso. Todos allí parecían alteradas. El señor que le sostuvo la puerta tenía mirada triste, perdida en otro lugar, aunque él estuviera allí. Una señora con un niño en brazos tenía los ojos rojos por las lágrimas que debía haber vertido. El niño dormitaba sobre su hombro con los ojos hinchados también por las lágrimas. También había un celador con un señor en silla de ruedas al que le habían amputado las piernas.
Sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No le gustaba ese lugar, ni lo que suponía para ella y para la amama. Tenía mucho miedo de lo que se encontraría. Temía llegar y que fuera demasiado tarde, temía llegar solo para despedirse y perderla después, pero lo que más temía era tener ver cómo su abuela se consumía en una lenta agonía. Deseaba tanto que terminara pronto para ella como que nunca hubiera sucedido. El ciclo de la vida, como bien citada la película de El rey león un millón de veces. ¡Qué le den a la naturaleza!
Al salir del ascensor se fijó en los letreros. A la derecha las habitaciones de la 100 a la 130; a la izquierda las habitaciones de la 130 a la 160. Su abuela estaba en la habitación número 137. Cogió el camino de la izquierda. La puerta que estaba buscando no estaba muy lejos del ascensor. Cuando empujó la puerta, descubrió que había un par de enfermeras dentro. Una ajustaba una nueva bolsa de suero y el goteo mientras que la otra comprobaba la máscara de oxígeno. La abuela estaba despierta y no paraba de hablar y de hacer reír a las enfermeras con su fuerza de voluntad. ¡Esa era su amama!
Esperó hasta que las enfermeras salieron y solo entonces se permitió hacerle saber su presencia.
— ¡Amama!
Jamás olvidaría la cara de su amama cuando la vio. A pesar del estado evidente de debilidad, le pareció que rejuvenecía por completo al verla. Sus ojos se iluminaron, su sonrisa se ensanchó y hasta le desaparecieron las arrugas. Jamás la había visto tan bella, ni tan feliz como en ese momento. Extendió los brazos abiertos, llamándola silenciosamente. Su respuesta también fue silenciosa e igual de entusiasta. Se lanzó a sus brazos con cuidado de no mover ningún cable y le dio varios besos en las mejillas sin poder dejar de llorar y reír al mismo tiempo.
— ¡Nire neskato txikia!
— Amama…
Siempre sería su niña pequeña sin importar cuánto creciera. Ni siquiera podía imaginar cuánto debió sufrir en su ausencia, preguntándose qué sería de ella. Sabía por Souta que la amama denunció su desaparición a las autoridades. No sabía nada de Inuyasha.
— ¿Dónde has estado? — le enmarcó el rostro entre sus manos arrugadas — Creí lo peor…
— Barkatu… — se disculpó — Barka iezadazu…
— Zergatik, maitea?
— Yo… verás, yo… — mientras intentaba dar con una explicación para su abuela, se percató de que solo había una explicación posible — Me he enamorado…
Y eso era todo. Su abuela la miró consternada al principio, pero, luego, su rostro se contrajo en lo que era una clara muestra de comprensión. Su reacción la dejó muda.
— Así que te has fugado con un hombre…
No exactamente, pero era algo muy parecido.
— Lo sé, he sido una estúpida…
— ¿Una estúpida? Zergatik? — reclamó — Yo también me escapé con mi hombre. Eso sí, tendrá que hacerse responsable.
— Amama?
— Tendríais que haber esperado hasta el matrimonio. — le recordó como si fuera algo de lo más evidente — Ya puede venir a presentar sus respetos y pedir tu mano en condiciones.
Ella creía que eso era totalmente innecesario. No necesitaba una proposición de matrimonio para sentirse una mujer decente, mucho menos cuando Inuyasha no fue el primero. No obstante, presentía que Inuyasha, quien pertenecía en realidad a otra época, pediría su mano de rodillas ante su abuela. ¡Un momento! ¿Qué demonios estaba pensando? Ni siquiera había habido una confesión de amor, solo suposiciones. ¿Cómo iba a haber entonces matrimonio? Ya iba siendo hora de que pusiera los pies sobre la tierra.
— Supongo que será un hombre de verdad.
Sonrió, sabiendo de antemano a qué se refería su abuela.
— Claro que sí, amama. No es ningún enclenque.
A las mujeres de su familia, en general, nunca les habían gustado los hombres delicados, quejicas o sofisticados. Eran mujeres criadas en el campo que conocían el valor del trabajo duro, del esfuerzo de uno mismo. No necesitaban grandes lujos, aunque ella hubiera tenido acceso a auténticas extravagancia en ese mes, ni eran unas cazafortunas. Solo soñaban con un hombre decente, fuerte y apasionado con el que compartir sus vidas. Un hombre que no temiera mancharse las manos, al que no se le cayeran los anillos por hacer lo que era un trabajo humillante para otros. Esa clase de hombres no eran fáciles de encontrar.
— Bueno, ¿y tú cómo estás amama?
— Perfectamente. No sé por qué todavía no me han dado el alta… — refunfuñó — Ni siquiera tienen comida vasca.
Se rio al escucharla. ¡Cuánto la había echado de menos!
— ¿Qué te pasó, amama?
— Dicen que un infarto… — le restó importancia con un ademán — Yo no creo que sea para tanto; las mujeres vascas estamos hechas de otro material. Solo me llevé un susto…
— ¿Un susto? ¿Por qué?
Souta llegó justo en ese instante. Cerró la puerta a su espalda, agarró un taburete y se acercó a la cama. La amama lo envolvió en un abrazo de oso en cuanto lo vio que cualquier otra persona de su edad envidiaría. En verdad estaba fuerte como un roble.
— La amama estaba a punto de contarme qué la asustó.
Souta tomó asiento a su lado, interesado en el tema. Los dos se inclinaron sobre la camilla como si se tratara de una confidencia lo que iban a compartir.
— ¿Qué pasó mientras estaba afuera, amama?
— Alguien entró en la casa. ¡Un ladrón! — exclamó — ¿Os lo podéis creer?
Intercambiaron miradas durante un instante. Ambos estaban seguros de que no se trataba de un ladrón, sino de un hombre de Naraku que trató de intimidarla. En el barrio en el que vivían, nadie robaba porque no había nada que mereciera la pena robar. Si cerraban las casas era más por la seguridad de mujeres y niños que por miedo a perder algo de valor.
— Lo denunciaré a la policía, amama. Pero he estado en casa y nadie se ha llevado nada…
— ¿Qué iban a llevarse? ¿Una olla de marmitako? — refunfuñó — ¡Lo único de valor que tengo está en mi dedo y ahí permanecerá hasta que muera!
Los dos miraron al mismo tiempo la alianza de matrimonio a la que su abuela se estaba refiriendo. Nadie se la jugaría para robar una sencilla alianza de matrimonio.
Tiempo después, cuando la abuela empezó a adormilarse, Kagome apoyó la cabeza junto a su mano para descansar un poco. Su intención inicial era la de darse un respiro, pero, en algún momento de la noche, se quedó profundamente dormida hasta que Souta la despertó por la mañana. Entonces, llevaba puesta una fina manta sobre los hombros que no recordaba haber cogido. Arqueó la espalda mientras se incorporaba, intentando estirar los músculos entumecidos por la extraña postura en la que había dormido, y se cubrió la boca cuando llegó un bostezo.
Souta le hizo señales para que se apartara con él a un lado. Comprobó que la amama seguía dormida y lo siguió hasta la ventana, desde la cual entraba la luz de la mañana.
— Ve a casa a darte una ducha y a cambiarte de ropa. — le sugirió — Yo me quedaré con la amama.
— ¿Estás seguro?
— Claro. Toma las llaves de la camioneta. — se las pasó — Y come algo.
Tomó las llaves de la camioneta y escuchó dónde la había estacionado la noche anterior.
— Mientras estás fuera, llamaré a la policía para anular la denuncia de la amama. No queremos que te detengan por ahí… Cuando despierte, si aún no has llegado, le diré que estás de camino y que he denunciado el robo.
Sonrió al percatarse de que su hermano, finalmente, estaba empezando a ser responsable. Le había costado crecer, pero al fin empezaba a ser consciente de sus decisiones, de las consecuencias de sus actos y de sus posibilidades. Si no fuera por Naraku, se sentiría lo bastante segura como para volver ya junto a Inuyasha y dejarlo solo al cargo de la abuela. Lamentablemente, nada era nunca tan sencillo.
— Me daré prisa.
Le dio un beso en la frente a la abuela y salió corriendo de la habitación. Tenía que ser rápida para que la amama no se preocupara cuando despertara y no la viera allí. Aunque la explicación de Souta sería lo bastante buena para ella, se sentiría aún angustiada y temerosa de que volviera a desaparecer. Ya se había llevado más que suficientes disgustos para toda una vida.
Fue extraño volver a conducir. No conducía habitualmente; solo tomaba prestada de vez en cuando la camioneta de su hermano, y llevaba mucho más de un mes sin conducir. Se sentía más cómoda con su bicicleta, especialmente porque vivían en una villa de pequeño tamaño donde no era necesario un automóvil para trasladarse. Giró a la derecha en la siguiente intersección. El coche de atrás volvió a realizar el mismo movimiento que ella. ¿La estaba siguiendo o ella estaba paranoica? A lo mejor solo seguía la misma dirección, nada más. Aunque parecía un coche muy elegante para dirigirse a esa zona. No pudo dejar de mirarlo hasta que entró en su barrio. Entonces, el coche se desvió hacia otro lado y ella pudo respirar en paz. Evidentemente, no la seguía.
Estacionó frente a su casa. Su casa seguía siendo tal y como ella la recordaba. Abrió la verja y pasó al otro lado. Su bicicleta había sido llevaba de vuelta por su hermano pequeño y estaba colocada en su lugar. Subió los escalones rápidamente y abrió la puerta. Nada había cambiado en ese mes; nada excepto ella. Era curioso sentirse extraña en la misma casa en la que se crio. Acarició la superficie del sofá con una mano, echó un vistazo a lo último que estaba tejiendo su amama e incluso encendió y apagó el interruptor de la luz solo para darse el gusto de ver cómo se encendían y apagaban las luces. ¡Qué curiosas eran las cosas más sencillas!
Al entrar en su dormitorio, aquel que decoró ella misma y que siempre creyó que era perfecto, no le pareció tan fantástico como en el pasado. Comparado con el dormitorio en el que había vivido en aquel palacio, todo era poca a decir verdad. Dejó caer el bolso sobre la cama y rebuscó el cargador del Iphone. Su hermano podría llamarla si sucedía algo grave. Encendió su teléfono por primera vez en un mes. Estaba cargado de llamadas perdidas, mensajes, correos electrónicos y whassaps. Solo revisó aquellos cuyo remitente era de la tienda. Intentaron localizarla durante una semana entera. Suponía que a esas alturas ya estaría más que bien despedida. ¡Qué le dieran al trabajo!
Escogió un conjunto de ropa interior sencillo y algo de ropa antes de ir a la ducha. Aunque se había acostumbrado al relax de la bañera, agradeció la velocidad con la que le permitía asearse la ducha. En diez minutos ya estaba fuera con una fina toalla cubriéndola. Se aplicó sus lociones hidratantes habituales y se secó el cabello con secador. ¡Qué invento el secador! Jamás lo había valorado tanto como cuando no lo tuvo. Su cabello no era el más idóneo para secarse al aire.
Eligió para vestirse unas playeras viejas, unos vaqueros claros y desgastados en los bajos por el uso y un fino suéter de color rosa índigo. Mientras se cepillaba el cabello, se dirigió a la cocina. Casi se desmayó al ver la jarra de cristal del café repleta de esa sustancia entre negra y marrón que tanta alegría le proporcionaba. Si había algo que había echado de menos, era el maldito café. Estaba harta de desayunar con té. ¿Quién tomaba té para desayunar? El café era lo mejor. Levantó la tapa para olerlo. Un gemido de placer se le escapó de entre los labios. Souta le dijo que comiera, así que no estaría mal sentarse a tomar un café con unas tostadas, ¿no? O, mejor todavía, galletas de chocolate de las de Príncipe. Siempre había de esas galletas en casa o Chips Ahoy.
Para cuando volvió a salir de la casa, estaba llena y satisfecha, el móvil estaba completamente cargado y sin llamadas nuevas y hacía un tiempo espléndido. La sensación de que alguien la estaba vigilando fue lo único que pudo empañar esa sensación de extraña felicidad. Giró sobre sí misma intentando buscar al responsable sin éxito. ¿Se trataría de Naraku? Acongojada, corrió hacia el coche, giró la llave en el contacto y arrancó para volver al hospital. En esa ocasión, estaba completamente segura de que la seguían. Exactamente el mismo coche que anteriormente se desvió estaba tras ella y, en el otro carril, había otro coche con los cristales opacos a su misma velocidad. Tenía que calmarse, serenarse. Podía hacerlo.
Al llegar al hospital, tenía intención de buscar un estacionamiento en el mismo lugar en el que lo dejó Souta, pero el coche que hasta entonces viajó a su lado, le bloqueó el camino. Acorralada, giró para dirigirse hacia el hospital, pero el otro se interpuso en su camino. La única forma de salir de allí sería estrellándose contras uno de esos dos coches y ambos tenían una carrocería muy superior a la suya. Solo le quedaba una cosa por hacer. Apagó el motor, arrancó las llaves y salió de un salto de la camioneta para correr hacia el hospital. Antes de que llegara hasta las puertas, un par de hombres la agarraron y le impidieron el paso.
— ¡Soltadme! — se removió intentando desasirse del agarre — ¡Quitadme las manos de encima!
— Si sabes lo que le conviene a tu abuelita, te portarás bien y vendrás conmigo sin armar jaleo.
No había echado en absoluto de menos la voz de Naraku. Volvió la cabeza con su mejor mirada de desprecio preparada. Él seguía siendo guapísimo y un cabrón.
— ¡Bastardo!
— ¿No querrás que tu abuela sufra otro desafortunado infarto?
No, no lo quería en absoluto. Imitó por segunda vez uno de esos rugidos tan portentosos que Inuyasha le había enseñado y se quedó quieta en claro indicativo de aceptación. No podía permitir que le hicieran daño a la amama. En la primera ocasión, había logrado sobrevivir, pero no podía arriesgarse a que sucediera una segunda vez. Se disponía a seguirlo hasta su coche cuando los gritos de Souta llegaron desde su espalda, llamándola.
— ¡Kagome!
El par de hombres que la detuvo previamente, le impidieron el paso. No le dejarían pasar, pero le dieron una gran idea.
— ¡Permite que me despida de él o no lo dejará pasar!
En respuesta, Naraku se levantó la americana para mostrarle la funda de un arma. Bien, si quería jugar duro, jugarían duro.
— Si le haces daño a él o a mi abuela, te juró que cantaré La Traviata entera aquí mismo.
Por fin un atisbo de preocupación en la mirada de Naraku. Estaban en medio de una vía pública, no le convenía en absoluto llamar la atención de nadie y arriesgarse a que llamara a la policía. Bastante estaban llamando ya la atención.
— Solo deja que me despida y me asegure de que no comete ninguna estupidez como intentar denunciarte.
Eso último debió convencerlo. Asintió con la cabeza y dio orden a sus hombres de que lo soltaran. Entonces, Kagome corrió hacia él y lo abrazó con todas sus fuerzas. Su hermano no paraba de desvariar, de repetir que no lo permitiría, que todo era su culpa. No tenían tiempo que perder con esas cosas. Le enmarcó el rostro entre sus manos y lo sacudió para que se callara de una buena vez. Souta al fin cerró la boca, sorprendido por su arranque de ira.
— ¡Tienes que tranquilizarte! — lo volvió a abrazar apoyando la cabeza en su hombro para susurrarle al oído — Cuida de la amama, no la preocupes. Invéntate cualquier cosa para que no se entere de esto.
— Yo…
— Busca a Inuyasha… — le indicó — Él le dará su merecido a este mal nacido. Búscalo y acaba con esto lo antes posible.
Souta apenas llegó a asentir con la cabeza antes de que la arrancaran de sus brazos. Hizo amago de enfrentarse a sus captores, pero su mirada de advertencia lo detuvo. Tenía que reservar todas sus energías para más tarde.
…
Saltó desde el tejado de la casa hasta el camino de piedra que llevaba a la casa en cuanto olió al hermano de Kagome. Algo malo había sucedido. No era normal que, a la mañana siguiente, después de lo sucedido la noche anterior, apareciera allí de nuevo el hermano y solamente el hermano. Eso solo podía significar que tenían problemas allí afuera. ¿Habría muerto la abuela? ¿Kagome enviaba a su hermano para decirle que lo dejaba para siempre? O, peor aún, ¿le había sucedido algo a Kagome?
— ¿Qué está pasando?
Antes de que Souta avanzara un solo paso más, lo agarró de la camisa y lo levantó del suelo para ponerlo a su altura. Seguro que Kagome lo pondría en su sitio por tratar a su hermano de esa forma, pero Kagome no estaba allí.
— ¡Necesito tu ayuda!
— ¿Por qué iba a ayudarte a ti, ladrón?
— ¡Porque Kagome está en peligro!
Lo dejó caer de golpe en el suelo. Justamente lo peor que podría haber sucedido. Kagome estaba en peligro y estaba sola en el exterior, donde él no podía alcanzarla. ¡No podía salir!
— ¿Y qué haces aquí? ¿Por qué no la estás ayudando? — bramó.
— No puedo… — musitó — No soy lo bastante fuerte. ¡Esa gente es peligrosa!
— ¿Qué gente? ¡Explícate!
Y Souta se explicó de lo lindo. Para cuando terminó el relato completo acerca de un hombre de los suburbios con acceso a armas que estaba obsesionado con Kagome, él necesitaba tomar asiento. Había escuchado el nombre de Naraku antes cuando los hermanos Higurashi aparecieron allí por primera vez. Tenían con él ese asunto del dinero que ya estaba resuelto. Al parecer, el tal Naraku no se conformaba con que la deuda estuviera saldada. Quería a Kagome. No podía culparlo por quererla, él sufría la misma enfermedad, pero sí por tratar de forzarla. ¡Sobre su cadáver!
— ¡Estamos perdiendo el tiempo aquí! ¡Tienes que venir! — le espetó — ¡Kagome te está esperando!
— ¿Kagome?
— Ella fue quien me dijo que te buscara. ¡Confía en ti!
Pero Kagome no sabía que él no podía salir, que no podía atravesar la verja. Al principio, cuando pasó su primera noche allí, la amenazó con seguirla y matar a su familia si escapaba para que ella no tuviera ideas locas de huida. Quería amedrentarla para que no se le escapara de entre las manos el único haz de esperanza que había llegado desde que fue maldecido. Con el tiempo, se le había olvidado por completo de que la azabache no conocía la verdad. No tenía intención de ocultarlo; simplemente, se le olvidó que ella no lo sabía.
— ¿Qué demonios te pasa? ¡Kagome…!
— No puedo salir de aquí…
— ¿Cómo?
— Lo que has oído. No me está permitido poner un solo pie más allá de la verja…
Fue el turno de Souta de intentar estrangularlo y no lo culpó. Kagome había puesto todas sus esperanzas en él y le había fallado. ¡No podía proteger a la mujer a la que amaba de un peligroso agresor! En esos momentos, Kagome podría haber sido violada mientras ella lo esperaba. La furia que sentía por dentro era tal que tuvo que apartar a Souta de un empujón antes de que lo peor de él saliera a la luz. Entonces, cuando notaba al demonio pugnando por salir, sintió las manos de Kaede, su nana, sobre sus hombros. Su voz le resultó un frágil y efectivo consuelo.
— Lo hemos oído todo.
Tras Kaede, se encontraba todo el servicio de la casa con los nervios y la furia a flor de piel. Él no era el único que quería ayudar a Kagome. Las últimas palabras de Kikio lo golpearon en ese instante: Te aseguro que no tardarás en necesitarme, Inuyasha. Efectivamente, la necesita porque era la única que podía autorizar que él saliera de ese sitio para evitar una auténtica desgracia. Así pues, por amor, hizo algo que jamás habría imaginado que haría. Se arrodilló sobre el camino de piedra, inclinó la cabeza a modo de reverencia y le suplicó a Kikio que lo ayudara.
— ¿Qué haces?
Souta no daba crédito a sus ojos. Tanto Inuyasha como todas esas personas vestidas de criados se arrodillaron en el suelo y empezaron a suplicar por la llegada de esa mujer llamada Kikio. ¿Para qué necesitaban a Kikio? ¿Y por qué Kikio aparecería solo por eso? ¿Acaso no conocían las ventajas de los teléfonos móviles? De hecho, estaba a punto de sugerirlo cuando la puerta de la verja gimió al abrirse. La figura femenina que se hizo paso al interior lo dejó boquiabierto. ¡No podía creerlo!
— Kikio… — musitó reconociéndola.
Inuyasha permaneció arrodillado mientras Kikio se acercaba con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba entrever el placer que le producía verlo en esa posición. Seguro que había esperado mucho por ese momento. Pues, bien, le daría el gusto si con ello podía salvar a Kagome.
— Sabía que pronto me necesitarías…
Seguro que sí. Las brujas siempre lo sabían todo.
— Necesito tu ayuda.
— ¿Mi ayuda? ¿Por qué? — estudió sus propias uñas con total desinterés en él — ¿Al final te ha dejado esa mujer? Sabía que tarde o temprano sucedería…
— Al parecer, no lo sabes todo… — levantó la cabeza lo suficiente como para mirarla a los ojos — Kagome no me ha dejado. Necesita mi ayuda y yo te necesito a ti para poder salir de aquí…
— Querido, no te engañes a ti mismo creyendo que…
— ¡Ella me envía para buscarlo!
La intervención de Souta fue esencial. Kikio pareció verdaderamente consciente de la realidad en ese instante. Su sonrisa de satisfacción se borró por completo para ser sustituida por una mueca de desprecio. Después, apretó los dientes como si intentara ocultar la rabia. Debía molestarle infinitamente la idea de que su castigo pudiera llegar a su fin.
— La maldición no ha sido rota. — recalcó lo evidente — No puedes salir.
— ¡Kagome está en peligro!
— No es mi problema.
— Creía que las brujas buenas como tú castigabais a los pecadores y ayudabais a los inocentes.
Esas fueron las palabras de Kikio cuando lo sumió en aquella maldición. Recordarle sus propias palabras fue un auténtico placer, sobre todo al contemplar la expresión que las siguió. De un modo u otro, iba a ayudarlo.
— Te propongo un trato. Podrás salir durante veinticuatro horas para rescatarla y traerla de vuelta. — explicó sus condiciones — A cambio de esta salida, sin importar que las condiciones iniciales del fin de la maldición se completen, esta jamás se romperá. Tú y toda esta gente seguiréis aquí atrapados en el tiempo y, por supuesto, conservarás ese aspecto.
Quería que rechazara esa oferta porque hacerlo sería como negar su amor por Kagome. Sin embargo, aceptarlo así, sin más, sería condenar una vez más a todos sus sirvientes. ¡Eso no era justo! No podía hacerles aquello otra vez ni aun a riesgo de la vida de Kagome; ellos…
— Adelante, Inuyasha. Si somos nosotros quienes te frenamos, no te preocupes. — fue la voz de Kaede quien lo sacó de sus pensamientos — El mundo de ahí afuera ya no es para nosotros.
Al volverse, todos sus criados en hilera, desde el primero hasta el último, asentían con la cabeza apoyando las palabras de la anciana Kaede. Solo podía hacer una cosa.
— Acepto el trato.
Continuará…
