Capítulo 12. El rescate
A pesar de que fue ella quien lo propuso, Kikio aceptó a regañadientes cumplir con el pacto. Estaba molesta y muy enfadada. Podía reconocerlo porque, en el pasado, la última vez que la vio en ese estado terminó exiliado en su propia casa y en el tiempo. No obstante, en esa ocasión, no era él quien saldría perjudicado. Kikio había apostado y había perdido. Esperaba que él se amara demasiado a sí mismo como para entregar todas sus esperanzas por ella y se había equivocado. Daría lo que fuera por ella. Lo único que podría haberlo frenado eran los inocentes en el camino que poco o nada tenían que ver con su idilio. Kagome no le habría perdonado jamás que la rescatara a costa del sufrimiento de otros.
El resultado había sido el mejor. Jamás volvería a ser el hombre que fue, algo que en los últimos tiempos, particularmente, no había echado en absoluto de menos, su casa seguiría perdida en los mapas, y jamás nadie podría salir de allí. Sin embargo, la prueba de lealtad y fe ciega de sus sirvientes le llegó al alma. Todo ese tiempo solo, enfurruñado y encerrado en sí mismo lo había alejado de sus verdaderos amigos, de las personas que lo amaban. También los castigó a ellos con su indiferencia. Cuando regresara, estaba decidido a recuperar a la única y verdadera familia que jamás había tenido.
No notó ninguna diferencia aparente cuando Kikio pronunció la nueva maldición. Nadie pareció notar nada. Esa diferencia llegó cuando al poner un pie fuera de la verja, nada sucedió. No fue empujado hacia atrás bruscamente, no escuchó unas voces tenebrosas repitiendo que él no podía escapar y la verja no se cerró de golpe recordándole cruelmente que no podía salir. Por primera vez en casi tres siglos, puso un pie fuera de su propiedad y probó la textura de otra tierra. De no ser por la urgencia de la situación, se habría permitido unos momentos para disfrutar del logro.
Souta le hizo subirse a lo que parecía un carruaje, pero muy diferente de los que él utilizaba en el pasado. Parecía un monstruo gigante muy estropeado por el uso. No le apetecía en absoluto subirse ahí arriba. Además, no había caballos tirando de él, ¿cómo demonios iban a moverse? Sacudió la cabeza negándose a subir hasta que Souta le recordó que Kagome no tenía todo el tiempo del mundo. Por Kagome y solo por Kagome, confiaría en ese crío y montaría en aquel artefacto.
Notó como crujía bajo su peso. ¿Lo soportaría todo el trayecto? Souta hizo algo bajo la rueda que sujetaba con una mano, sonó un potente ruido similar a una explosión y el carro tembló bajo ellos. Creyó realmente que iba a explotar hasta que Souta hizo algo y empezó a moverse hacia delante. El asombro lo dejó mudo. Se movía sin necesidad de que ningún animal tirara de él, solo con la guía de Souta. ¿Eso era el futuro? Jamás habría podido imaginar tan siquiera que existiría un medio de transporte como aquel. ¿Qué más cosas se habría perdido? Ojalá tuviera tiempo de explorar.
Estaba viviendo un auténtico infierno desde que Souta apareció en su casa con el relato de todo lo acontecido allí afuera en el transcurso de menos de un día. Previamente, ya estaba viviendo un infierno muy diferente de la mano de su propio yo interior. La pérdida de Kagome lo había herido profundamente a pesar de que fue él quien la liberó. Vivía entre la duda, la esperanza y la desazón. Su corazón se dividía en tres direcciones; Kagome regresaría, Kagome no regresaría y quizás regrese Kagome. Aunque ella se lo había prometido, le costaba creer que ella regresara cuando al fin pudo huir de él. Ya era libre para volver con su familia; ya no tenía por qué esforzarse por amarlo.
No quería pensar mal de Kagome; no era esa su intención. De quien pensaba mal era de él mismo. ¿Quién podría enamorarse de una bestia como él? ¿Quién amaría a un hombre que arrastraba tales pecados? ¿Quién aceptaría voluntariamente un encierro junto a él en ese lugar inhóspito? Kagome era enérgica y alegre; estaba muy viva. Alguien como él solo le cortaría las alas; jamás podría colmarla. Curiosamente, eso precisamente era lo que ella le echó en cara poco después de que se conocieran.
— Yo podría…
— ¡No hay nada que tú pudieras hacer!
— Si me permitieras intentarlo, yo… — trató de hacerle razonar.
— ¡Una bestia como tú jamás colmaría a una mujer como yo!
En cualquier caso, lo amara o no, estaba claro que lo necesitaba y que ella confiaba en él para que la rescatara. No le fallaría. Le demostraría que era el héroe que ella había exigido, su paladín, y le daría a ese tal Naraku su justo merecido. Lamentaría haber forzado a Kagome a acompañarlo, lamentaría haber utilizado a su familia para tenerla y, si llegaba a tocarla antes de que le pusiera las manos encima… Entonces, sí que tendría mucho que lamentar.
Al salir de la zona boscosa y entrar en campo abierto, se dejó deslumbrar por las luces que iluminaban lo que parecía el centro urbano a la lejanía. El sol ya se estaba poniendo, la noche estaba por caer en toda su plenitud, pero al frente parecía como si aún fuera de día. Souta, al notar su interés, hizo desaparecer la ventana que estaba situada en su lateral derecho. Escuchó un sonido, como un zumbido continuo, hasta que el cristal desapareció en el interior la puerta. Estudió durante unos instantes el mecanismo hasta que la sensación del viento contra su rostro lo distrajo de la tarea. Aquel transporte avanzaba velozmente, cubriendo grandes distancias en muy poco tiempo. Sus carruajes no eran tan eficaces.
— Será mejor que te pongas esto en la cabeza.
Souta le lanzó lo que a él le pareció el sombrero más extraño que había visto en su vida. No se parecía a los sombreros de tres picos con plumón que únicamente estaba dispuesto a utilizar en su época.
— ¿Para qué quiero esto?
Agitó el sombrero, lo estiró y comprimió, lo volvió del revés y lo golpeó contra su propio regazo intentando comprenderlo.
— ¿Acaso quieres que te metan en un laboratorio? — le quitó de un tirón el sombrero — ¡Póntelo antes de que alguien vea tus orejas!
Eso último sí que tenía sentido. Lo más inteligente por su parte sería ponerse el sombrero, mantener la boca cerrada y ocultar las manos. Las garras que se había lijado con un maldito torno el día anterior ya habían vuelto a crecer. En los últimos días, había descubierto que debía limárselas al amanecer y al anochecer para mantenerlas a raya y no pasar por el torno otra vez. Con todo el ajetreo de la partida de Kagome, olvidó hacerlo. Estaba demasiado ensimismado en sus propios pensamientos para recordarlo.
Se dispuso a ponerse el sombrero cuando se percató de que no sabía hacerlo. ¿Cómo demonios se colocaba eso? Estaba claro dónde se ponía la cabeza, pero no identificaba aquel saliente.
— ¿Cómo se pone esto?
— Los raperos usan la visera hacia detrás, pero tú tendrás más pinta de turista. Ponte la visera hacia delante.
— ¿Y qué es la visera?
Tras una mirada de absoluto asombro, Souta volvió a arrancarle el gorro de las manos y soltó por un momento la rueda para colocárselo. Al parecer, lo que él llamó visera debía ser el saliente que a él lo tenía tan desconcertado.
— Tenemos que hacer algo también con tu ropa. Pareces un figurante de una obra de Shakespeare…
— ¿De Shakespeare? ¿En serio? — la comparación lo ofendió — ¿Te parece que mi vestuario está sacado de Hamlet o tal vez de Macbeth? En ningún teatro podrían haber soñado con un tejido tan fino como el de mis ropajes… — masculló.
— Ehhh… vale. Si aún te consideras un hombre, no vuelvas a hablar de esa forma.
¿Había dicho algo malo? Miró al hermano de la mujer a la que amaba sin comprender. Ese chico hablaba de cosas más extrañas que Kagome. Sin apartar la vista de la vía, giró el tronco ligeramente y estiró un brazo detrás buscando algo. Lo notó trajinar hasta que dio con lo que buscaba. Entonces, se volvió con lo que parecía ropa.
— Espero que te sirva. Venía con la camioneta y a mí me estaba enorme. — le explicó — Es una XXL.
— ¿Una qué?
— Una XXL, una talla extragande para gordos u hombres muy grandes. ¿Es que tengo que explicártelo todo?
Parecía una chaqueta de algo que pretendía imitar la piel, pero no era piel. Al menos, era negra. Se la pasó por los brazos con dificultad, notando como sufría el tejido. Aunque fue capaz de ponérsela, le resultó un tanto angustiosa la sensación.
— ¡No me puedo creer que te quede pequeña!
Tiró de una solapa intentando ayudarlo a unirlo con la otra.
— Ahora átate la cremallera. — al no recibir respuesta alguna, giró la cabeza hacia él — No me lo digas, no sabes lo que es una cremallera.
— Algún día lamentarás haberte burlado de mí. — le aseguró.
— Si aprecias a mi hermana, no lo creo.
Bien, le gustara o no, aquel tipo era su maldito cuñado o lo sería si Kagome y él hubieran podido aclarar sus sentimientos. En el fondo, no tenía claro si estaba preparado para aclarar nada. La respuesta de Kagome era tan esperada como temida por él. ¿Y si había confundido sus sentimientos? Kagome no era virgen cuando ellos hicieron el amor por primera vez y él, en el pasado, había experimentado lo suficiente como para saber que no era necesario el amor para disfrutar del buen sexo. Sin embargo, Kagome era tan dulce, tan amable y tan bondadosa que le costaba creer que simulara esos sentimientos. Además, confiaba en él; le estaba confiando su vida.
Apenas habían alcanzado los primeros edificios de algo parecido a la piedra cuando captó un atisbo de su olor. Aquel lugar estaba repleto de olores de todas las clases, pero él reconocería su aroma y lo diferenciaría del resto en cualquier sitio. Esa era Kagome.
— Al frente.
— ¿Cómo?
— Kagome está al frente.
Souta continuó de frente, tal y como él decía, pero se permitió apartar la vista de la vía durante unos instantes.
— ¿Cómo lo sabes?
— Puedo olerla.
— ¿Me estás diciendo en serio que hueles a mi hermana? — su asentimiento, lejos de contentarlo, pareció ponerlo más alerta — ¡Qué fuerte! ¡Es como en El silencio de los corderos!
— ¿El qué?
— Una película, te la pondré si nos sobra tiempo.
Ese chico decía cosas realmente extrañas. Él se concentró en los olores y en distinguir el de Kagome del resto para poder encontrarla. Según iba captando rutas, le señalaba a Souta las direcciones que debía tomar. En ocasiones, no podían seguir el camino marcado porque se interponían edificios o lo que Souta llamaba "vías de dirección prohibida". ¿Qué demonios significada eso? Él se habría metido por ahí sin dudarlo para buscar a Kagome, pero él no sabía manejar ese trasto y no podía salir solo sin armar un alboroto totalmente innecesario. Por eso, decidió conformarse y ser paciente. Ojalá esos instantes no resultaran cruciales para el bienestar de su querida azabache.
— ¡Es ahí!
Al fin dieron con el origen, con el lugar en el que Kagome había sido apresada. Souta detuvo el transporte de golpe, haciendo que ambos se vieran empujados hacia delante. ¡Esa cosa era peligrosísima! Si sobrevivían a aquello, jamás volvería a subirse a uno.
— Es la casa de Naraku. ¡Es increíble! — exclamó — No me tomabas el pelo cuando dijiste que la olías…
No entendió eso de "tomarle el pelo", pero tampoco se paró a preguntar. Salió de un salto del vehículo y, antes de que los dos hombres de negro que flanqueaban la entrada pudieran hacer nada para detenerlos, estaba frente a ellos. Los agarró de la nuca y los golpeó el uno contra el otro. Cayeron inconscientes en el suelo por la fuerza del golpe en las sienes. Entonces, se fijó en la ropa que llevaban. Esos hombres parecían tan grandes como él.
— ¿Me valdría su ropa?
Souta estaba recogiendo un palo de cierto grosor de la parte trasera de la cabina en la que viajaron. Lo apoyó contra su hombro y caminó hacia él con soltura tomándole las medidas a ojo.
— Yo creo que sí.
Un par de minutos después, vestía pantalones largos negros, y lo que Souta llamó una camiseta negra y una americana negra. Souta estaba todavía inmerso en un ataque de risa porque creyó que la americana era una mujer del continente americano y se negó a "ponérsela". ¿Quién le iba a decir que llamarían una chaqueta con ese nombre? ¡Era de locos!
— Yo, al menos, no me presento en una batalla con un palo… — masculló.
— ¿Un palo? — lo ondeó en el viento, cortándolo con un fluido movimiento a modo de demostración — Esto es un bate de béisbol y es uno de los buenos.
— Es un palo. — repitió.
La puerta se abrió antes de que pudieran resolver la disputa. Inuyasha agarró al primero del cuello de la camisa, lo levantó sobre su cabeza y lo lanzó unos metros más adelante contra una pared de ladrillo. Al siguiente lo placó dándole un cabezazo en el plexo solar y lo empujó hacia dentro del edificio, arrastrando también a los hombres tras él. Una vez dentro, giró sobre sí mismo hacia un lateral y le plantó una patada en el abdomen a uno de los hombres que pugnaba por alcanzarlo. Otro intentó dispararle en vano; él fue mucho más rápido. Agarró el cañón de la pistola, extrañado por el nuevo diseño de la época, y lo dobló hasta que apuntó hacia el techo. Entonces, el hombre gritó y se echó hacia atrás aterrorizado. Al fin empezaban a comprender el alcance de su poder.
Uno más intentó dispararle por la espalda, aprovechando su consternación. Se inclinó de prisa y aprovechó sus dos metros de altura para asestarle una patada desde su posición que hizo volar la pistola. Después, le cayó un puñetazo en la nariz que provocó una clara ruptura del tabique nasal. Uno más se le echó encima como un toro, placándolo como si le fuera la vida en ello. No logró moverlo ni un palmo del suelo. Tras muchos esfuerzos intentando avanzar, alzó la cabeza para mirarlo, aterrorizado. En respuesta, lo agarró y lo lanzó fuera de la casa. Souta solo tuvo tiempo para echarse a un lado y evitar que lo derribara.
— ¡Guao! — exclamó — ¡No me has dejado ni uno! ¡Eres un egoísta!
— Tú eres muy lento, muchacho.
— ¿Muchacho? Es como si me estuviera hablando la amama…
El hermanito de Kagome era un auténtico impertinente. No le extrañaba que la pobre mujer estuviera continuamente preocupada por él. Un día de esos, con esa bocaza suya, haría que alguien lo matara. Si todavía estaba vivito y coleando era porque se escondía muy bien tras las faldas de su hermana mayor. Habría que espabilarlo y se ofrecía voluntario para tal tarea, pero en otro momento.
Se escucharon ruidos en el piso superior. Oía el rumor de conversaciones, la alarma en sus voces, el sonido de las armas… Se estaban preparando para ellos.
— Nos esperan arriba.
Souta hizo amago de adelantarse. Lo agarró y tiró de él para colocarlo en el lugar en el que estaba antes.
— Tú te quedas aquí. — ordenó, impasible.
— ¿Qué? ¡Estarás de coña!
— Se va a poner muy feo ahí arriba. No puedo protegerte y pelear.
— ¡Es mi hermana! — exclamó.
— Precisamente por eso no puedes subir. Kagome me mataría si algo te sucediera…
Presentía que no le iba a obedecer, así que decidió darle una tarea para que se sintiera útil.
— Mira, si quieres ayudar, podrías…
— ¿No irás a ponerme a vigilar? Eso es lo que dicen siempre en todas las películas para que el débil…
— En realidad, iba a pedirte que hagas desaparecer la luz.
— ¿La luz?
Ambos miraron al techo al mismo tiempo.
— No comprendo vuestro sistema de iluminación y me vendría muy bien moverme en la oscuridad.
— Puedo cortar la luz de todo el edificio, sé dónde están los fusibles. Todo se quedará a oscuras.
— ¿A qué esperas? ¡Adelante! — lo animó.
Souta echó a correr hacia lo que parecía un sótano como si el mismísimo diablo lo estuviera siguiendo. A continuación, él subió las escaleras intentando no producir ni el menor ruido. Si crujía un solo escalón, podrían abrir la puerta y acribillarlo. Pesaba lo suficiente como para que un pie se le hundiera en uno de esos frágiles escalones. Acarició la textura similar al papel de la pared y afinó el oído intentando descifrar entre las conversaciones en susurros algún posible plan de acción. No parecía que estuvieran demasiado bien organizados. Seguro que aquel ataque los tomó totalmente por sorpresa.
La luz se apagó. De un salto subió el resto de las escaleras, empujó la puerta arrancándola de las bisagras y arrollando con ella a toda la fila de hombres que esperaban en primera fila. Se oían disparos al principio contra la puerta, pero en seguida desaparecieron. Era una soberana estupidez disparar a oscuras, especialmente cuando estaban rodeados de compañeros. Se preguntó cómo debían sentirse acorralados por un depredador de dos metros capaz de ver en la oscuridad. Él, desde luego, no podría haber disfrutado más del terror que reflejaban sus caras. Se lo merecían por haber contribuido al secuestro de Kagome, por no ayudarla a escapar, por estar arriesgando sus malditas vidas para mantenerla en su cautiverio. No los mataría, pero disfrutaría golpeándolos.
Trató de no enseñarse demasiado. Para cuando dio por terminada la pelea, varios de ellos gemían ruidosamente, pidiendo ayuda, mientras que otros yacían inconscientes. Deberían agradecerle que les hubiera dejado vivir en lugar de matarlos. Les dio la espalda en la oscuridad y olisqueó el rastro de Kagome hacia una puerta al final de un estrecho corredor. Ella estaba tras esa puerta y no estaba sola. Podía oír el castañeo de sus dientes y su acelerada respiración; estaba asustada. Muy bien, porque él estaba furioso y quería que ese hombre sufriera por el delito cometido.
— ¡Kagome!
La llamó solo para demostrarle al otro que estaba vivo y que sus hombres habían fallado. Quería que experimentara el mismo miedo que le había hecho sentir a Kagome.
— ¡Inuyasha! ¡Ah!
Echó a correr por el pasillo hacia el dormitorio. Empujó la puerta con el hombro, sin intención de abrirla de forma educada y la tiró al suelo tal y como había hecho con las anteriores. Aquello era un dormitorio. Kagome estaba en el centro de la habitación, en pie, atrapada en los brazos de un hombre que la usaba de escudo mientras apuntaba a su sien con una pistola. Solo un cobarde se escudaría tras una mujer; la mujer que se suponía que amaba. No, no la amaba. Solo se amaba a sí mismo; lo sabía porque él fue una vez exactamente así.
— Suelta el arma lentamente y da un paso atrás. — le ordenó el cobarde tras Kagome.
— ¿Qué arma? — levantó las manos vacías para mostrárselas bajo la luz de la luna que entraba a través la ventana del fondo del dormitorio — Estoy desarmado.
— No puede ser…
— ¡Te dije que él vendría a por ti, necio!
En respuesta, el hombre apretó el agarre y presionó la pistola con más fuerza contra su sien. Kagome era demasiado fogosa para alguien como él.
— ¿Cómo has pagado a este tipo, Kagome? ¿Es de la CIA? ¿Un asesino a sueldo? — la sacudió con violencia — ¿Cuál ha sido el precio? ¿Tu cuerpo?
Si esa maldita pistola no estuviera amenazando la vida de Kagome de esa forma, ya la habría liberado de él tiempo atrás. Tenía que pensar algo para sacar a Kagome sana y salva de allí.
— Te pagaré todo lo que quieras si detienes esta locura. No merece la pena jugársela así por esta zorra…
¿Intentaba comprarlo? ¡Qué tipo más detestable! Por Kagome merecería la pena atravesar las brasas de todo el maldito infierno descalzo. No necesitaba dinero o su cuerpo a modo de pago; él lo haría porque la amaba. Ahora bien, un ser como aquel, no podía entender la envergadura de sus sentimientos hacia Kagome, no podía entender que alguien estuviera dispuesto a arriesgar su vida por amor. Por eso, estaba destinado a perderlo todo de una forma u otra. Simplemente, no podía ganar.
— ¿Estás bien, Kagome?
Kagome asintió con la cabeza a pesar del agarre.
— ¿Te ha hecho daño?
— No… todavía no… — logró articular.
— Voy a salvarte.
La azabache volvió a asentir con la cabeza, dando por entendido el mensaje. Naraku dio un paso atrás, obligando a la mujer a que lo siguiera.
— ¿Cómo os atrevéis a poneros a hablar como si yo no estuviera? — su bello rostro se contrajo por la furia — ¿La quieres? ¿Ella te gusta? ¡Pues la mataré si das un solo paso! ¡Ahora es mía!
El momento llegó de la mano de Kagome. Le guiñó un ojo a modo de advertencia. Hubiera deseado que no lo hiciera, pero, ya que no podía detenerla, aprovecharía el riesgo que iba a correr la mujer al máximo para darle la vuelta a la situación. Kagome le clavó el tacón en el empeine a Naraku con fuerza. Al sentir la punzada, Naraku aflojó el agarre por la sorpresa del golpe lo suficiente como para que ella se agachara y quedara lejos del cañón de la pistola. Él aprovechó esas milésimas de segundo que pudo regalarle para atravesar de un salto la estancia hasta caer tras el agresor. Entonces, agarró la muñeca de Naraku y le obligó a soltar la pistola.
— Ahora, soy yo quien da las órdenes.
Lo que siguió a ese momento, no fue demasiado agradable para Naraku. Quería vengarse de él y tenía muchos motivos para hacerlo. Se quería vengar porque puso a los hermanos Higurashi contra las cuerdas utilizando a su anciana abuela como señuelo. Se quería vengar porque raptó a Kagome y la vistió de fulana para su disfrute. Se quería vengar porque antepuso su propia vida a la de Kagome para salir de allí ileso. Y, por supuesto, se quería vengar porque había sido lo bastante estúpido como para tocar algo suyo.
La sed de venganza lo cejó. La neblina roja que siempre nublaba su vista cuando estaba enfadado reapareció, permitiéndole dar rienda suelta a toda su ira. Recordaba vagamente haberlo levantado hasta golpearlo contra el techo para luego tirarlo al suelo. A partir de ahí, todo lo demás estaba borroso hasta que sintió las manos de Kagome, suaves y delicadas, sobre sus mejillas. Su voz le hablaba, le suplicaba que se detuviera. Al mirarla y ver las lágrimas, toda su furia se esfumó.
— ¡Basta! — le suplicó — ¡No lo mates! ¡No seas un monstruo como él!
No, no lo mataría porque si Kagome era capaz de perdonarle la vida a pesar de todo el dolor que le causó, el sería capaz de contener su lado más salvaje. Kagome había dejado de verlo tiempo atrás como un monstruo; no le daría una excusa para que lo volviera a ver así.
— Kagome…
Se levantó de golpe. La atrajo hacia su pecho, evitando que se cayera por su brusco movimiento, y la alzó contra él para alejarla del cuerpo inconsciente de su captor. Entonces, se permitió abrazarla tal y como había deseado desde que escuchó el castañeo de sus dientes desde la otra habitación. Kagome estaba viva, estaba a salvo e intacta. Naraku no había llegado a hacerle daño, no llegó a violarla. Para su suerte, aquel demonio quería un espectáculo con lencería femenina reveladora por el que creyó que merecía la pena esperar. Gracias a eso y a que no la tomó por la fuerza inmediatamente, llegaron a tiempo.
La abrazó como si no existiera nada, ni nadie a su alrededor, como si el tiempo se hubiera detenido y la tierra dejara de girar. Había cumplido su cometido; había salvado a Kagome. Era el momento de que le diera la opción de elegir. Desde que se conocieron, ninguno de los dos tuvo demasiadas opciones. La mayoría de sus decisiones se vieron truncadas por el destino y por terceras personas. En esos instantes, cuando ambos estaban completamente liberados de cargas, ella podía elegir libremente. Por más temor que le enfundara su respuesta, tenía que hacerlo.
— ¿Qué vas a hacer ahora, Kagome?
— Tengo que ir a ver a la amama… — musitó contra su chaqueta — Estará preocupadísima con todo lo que ha pasado…
— No, yo… yo me refería a nosotros…
Kagome giró la cabeza y la alzó aún apoyada en su pecho para mirarlo desde abajo.
— ¿Qué pasa con nosotros?
— Me preguntaba si querrás volver o quedarte aquí con tu familia…
— ¿Tengo que elegir?
Le pasó una mano a lo largo de la melena, peinando un rizo que iba desde la coronilla hasta la punta de sus últimos rizos antes de asentir.
— Te prometí que me quedaría contigo en lugar de mi hermano.
Aunque no lo demostró, aquel recordatorio por parte de Kagome hizo diana en su mismo corazón. No estaba equivocado: Kagome permanecía a su lado para proteger a su hermano. Ella no lo amaba. Quizás, se había acostumbrado a él, había llegado a entenderlo y a entablar amistad y una cierta confianza, pero eso no significaba amor. Algunos dirían que fue un estúpido por aceptar permanecer bajo la maldición eternamente por ella, pero él no lo creía ni en esos instantes de dolor. Lo haría de nuevo, aun sabiendo que ella no lo amaba.
— No te obligaré a cumplir esa promesa. — declaró — Además, te mentí. Yo no podía salir, no podía perseguir a tu familia…
— ¿Y cómo es que estás aquí?
— Hice un trato con Kikio…
No se sintió capaz de contarle cuál era el trato. Nervioso por su inquisitiva mirada capaz de sonsacarle cualquier cosa, la soltó, dio media vuelta y se dedicó a la tarea de buscar algo con lo que cubrir a Kagome.
— ¿Qué clase de trato, Inuyasha?
La ignoró por completo mientras abría armarios. Esa era ropa de hombre, pero podría servir para una emergencia como aquella. Agarró una camisa que estaba seguro de que le quedaría tan larga como uno de esos vestidos que solía recortar. Al volverse, ella estaba a dos pasos de él con los brazos en jarra, el ceño fruncido y una mirada de absoluta determinación. ¡Era tan apasionada!
— Cuéntamelo. — insistió.
— No es nada que deba preocuparte.
— ¡Mientes! — lo acusó.
— Yo no…
— ¡Te sale un hoyuelo cuando mientes!
¿Le salía un hoyuelo cuando mentía? No tenía ni idea.
— Kagome…
— ¡Kagome!
Souta, a pesar de haberle desobedecido subiendo al segundo piso, llegó como su salvación. Gracias a él, se libró de dar una respuesta que habría logrado que Kagome se sintiera culpable y más merecedora que nunca de su encierro. No volvería a meterla en su propiedad sin su consentimiento.
— ¡Souta!
— ¡Dios, estás…! — Souta se paró en seco para mirarla de los pies a la cabeza — ¿Qué demonios llevas puesto?
— Es una larga historia.
El abrazo entre hermanos, a pesar de ser de lo más inocente y fraternal, le provocó una oleada de celos. Odiaba que otros hombres la miraran, hablaran con ella, coquetearan o la tocaran. Simplemente, no podía soportarlo. Aun así, tendría que acostumbrarse a la idea y evitar pensar en ello, evitar imaginar al que sería el hombre del que Kagome se enamoraría algún día. La decisión estaba tomada. Kagome no regresaría con él a su palacio y no había más que decir al respecto. Desgraciadamente, temía que la azabache no se lo fuera a poner fácil. Naraku estaba más que noqueado, por lo que ni él, ni sus hombres representaban un problema, así que podía permitirse desaparecer. Si no se despedía, sería mejor para los dos.
— He llamado a la policía y les he contado una patraña para hacer que vengan. Cuando lleguen, tienes que declarar para que metan a este tipo en la cárcel.
Kagome asintió con la cabeza enérgicamente mientras su hermano le daba indicaciones. Estaba más que deseosa de que Naraku se pudriera en la cárcel. El muy cerdo la llevó a su casa, le obligó a ponerse ese maldito conjunto de lencería que parecía sacado de un sex shop y tuvo la osadía de recitarle todas las fantasías sexuales que tenía pensado recrear con ella. ¡Cómo si ella fuera a satisfacerlo! ¡Desgraciado! Jamás le perdonaría haber hecho daño a su amama, haber amenazado a su hermano y haberla usado de escudo. Tenía la cara de un ángel, pero era el mismísimo diablo.
Inuyasha, sin embargo, él sí quera un ángel; su ángel salvador. Sabía que él la salvaría, que haría cualquier cosa por liberarla. Casi había llorado de alegría al verlo y, aunque había disfrutado de lo lindo de la paliza que le dio a Naraku, lo detuvo antes de que llegar a un punto de no retorno. Naraku no merecía que Inuyasha se manchara las manos por él. Solo de pensar en él, se sentía reconfortada. Lo único que la preocupaba era ese supuesto trato que hizo con Kikio para poder rescatarla. Tenía que averiguar qué…
Se le heló la sangre cuando se percató de que Inuyasha ya no estaba allí. Se volvió para descubrir que a su espalda solo estaba el cuerpo aún inerte de Naraku. Solo había una sola cosa diferente a como ella la recordaba: las ventanas estaban abiertas. Echó a correr hacia ellas y salió al balcón. Allí no había nadie, ni siquiera podía ver a Inuyasha en la calle. No estaba; se había ido sin ella.
— ¿Qué pasa, Kagome?
Lo peor que podría haber sucedido. Creía que él, que ellos…
— Me ha dejado…
…
— Te vas a pudrir en la cárcel.
Le enseñó al policía los dientes cuando lo empujó en la parte de atrás de su vehículo. La puerta fue cerrada de golpe, dejándolo encerrado allí adentro en el espacio entre los asientos del conductor y copiloto y el maletero. Una red metálica lo separaba de ellos. Escupió una mezcla de saliva y sangre sobre la alfombrilla del coche de policía y buscó con mirada ávida a la perra de Kagome y a su hermano dando un testimonio completamente falso para encarcelarlo. No importaba cuál fuera la verdad, a él no le creería nadie.
¡Maldita perra! ¡Maldito demonio de la noche! Si no fuera por ese hombre misterioso que había arrasado con él y con todo su equipo y su negocio como un huracán, al fin tendría lo que siempre deseó y seguiría siendo el amo de la ciudad. Con toda la coca que encontraron en la casa, las armas, los mercenarios y la mujer secuestrada, se pudriría en la cárcel sí o sí. Kagome debiera estar mucho más feliz de lo que parecía, se había salido con la suya.
Se recostó contra el asiento del coche y maldijo una y mil veces a Kagome, a Souta, a su puñetera abuela y al desgraciado que lo arruinó todo.
— ¡Vaya, pareces estresado!
Dio un brinco al escuchar aquella voz femenina tan cerca. ¿En qué momento se había sentado junto a él esa mujer tan guapa? No la conocía; recordaría una cara como esa. ¿Cómo logró burlas a los policías y entrar en el coche?
— ¿Quién eres?
— Tu hada madrina, querido. — sonrió con ese toque de femme fatale que tanto le atraía — Puedes llamarme Kikio.
— ¿Y qué vas a hacer por mí, Kikio?
Decidió seguirle el juego. Total, en esos momentos, no tenía absolutamente nada que perder.
— Voy a darte lo que tú más deseas ahora mismo.
— ¿Y qué es lo que deseo?
La mujer hizo algo a su espalda y, luego, le ayudó a sacar sus muñecas recién liberadas de las esposas. Sin duda alguna, era muy buena con las cerraduras. ¿Sería una ladrona? Le pasó la mano blanca con una perfecta manicura francesa sobre una mano, y todas sus heridas desaparecieron por arte de magia. Atónito por tal milagro, estudió su mano por los dos lados. ¿Se estaba volviendo loco o esa mujer acababa de hacer desaparecer todas sus heridas?
— Lo que más deseas es venganza. — se inclinó junto a su oído para susurrarle — Y yo voy a darte el poder para que te vengues.
Eso sonaba muy bien. Tomó la mano que la mujer le ofrecía y la siguió para escapar de aquel coche de policía. Por venganza, merecía la pena arriesgarlo todo. Al fin y al cabo, su vida era lo único que le quedaba.
Continuará…
