Capítulo 13. La bella y la bestia
Naraku había escapado. Nadie sabía cómo sucedió, ni cómo era posible que nadie hubiera visto nada, pero Naraku se escapó delante de las narices de todos sin ser visto. La policía lo había puesto en búsqueda y captura inmediatamente y estaban levantando cada piedra del condado para encontrarlo. Todavía no habían tenido éxito. Esperaba que se dieran prisa porque ese hombre tenía una cuenta pendiente con ella que temía que llegara a pagar con su amada familia.
Su familia estaba incompleta. Tenía a su amama, tenía a Souta, pero no tenía a Inuyasha. De un modo u otro, él había pasado a ser parte indispensable de la familia. Todo ese tiempo deseando escapar de él, planeando encontrar la forma de regresar a su antiguo hogar, para que justo cuando había alcanzado su objetivo se diera cuenta de que no era eso lo que deseaba. No exactamente al menos. Sin Inuyasha no podía ser completamente feliz; él era parte de un todo. Había tardado demasiado en descubrirlo y ya era demasiado tarde para enmendar sus errores. Ya era demasiado tarde para ellos.
Flexionó las rodillas sobre la butaca y se abrazó. La amama había llorado de alegría cuando la volvió a ver al fin después de casi veinticuatro horas de separación. El plan inicial era que ella se duchara y regresara al hospital, no que volviera a desaparecer. Para más inri, su otro nieto también estuvo desaparecido, intentando secretamente encontrarla antes de que la abuela tuviera otro infarto por la impaciencia. Había intentado aparentar normalidad frente a ella, se había inventado alguna excusa con su trabajo y la demanda de la policía por desaparición. Lamentablemente, nada lo bastante bueno como para engañar a su suspicaz abuela. Su inquisitiva mirada lo decía todo.
— ¿Has tenido algún problema con tu novio? Ese con el que te fugaste…
Tardaba demasiado en hacer preguntas al respecto.
— No…
— Mientes mucho peor que tu madre y eso que ella era la más ingenua de las ingenuas.
Suspiró, sintiéndose torpe y tonta. ¿Cómo iba a sentirse después de que Inuyasha la abandonara? La realidad estaba clara, él la había dejado.
— Me ha dejado…
— ¿Seguro que te ha dejado? — insistió.
— ¿Podemos hablar de otra cosa?
— No.
Entonces, se iría de allí hasta que su a vuela entendiera que no estaba para escaramuzas en ese momento. Lo único que quería era estar tranquila para meditar y compadecerse de sí misma, algo que últimamente hacía muy a menudo.
— ¿A dónde vas? – preguntó al ver que se levantaba.
— A tomar un poco el aire. — se aseguró de que tuviera las mantas bien colocadas antes de salir — Espero que hayas cambiado de tema cuando vuelva.
— No lo haré, neskato. — aseguró con cabezonería — Estoy segura de que ese hombre no te ha dejado y tú estás haciendo el papel de tonta.
— ¡Amama! — exclamó.
— Recuerda mis palabras: ningún hombre olvida fácilmente a las mujeres de nuestra familia.
De eso estaba completamente segura porque no podrían ser más problemáticas. La amama tenía un carácter de mil demonios cuando se lo proponía, era testaruda como ella sola y demasiado astuta para el gusto de cualquiera. Su difunta ama era ingenua hasta decir basta, desperdiciaba cuanto tenían sin ningún control y hacía cosas realmente estúpidas como dejar entrar desconocidos en su casa. Ella era impulsiva, sobreprotectora con su familia y apasionada en todo lo que hacía. Aguantarlas a cualquiera de las tres era todo un logro; encontrar la forma de deshacerse de ellas, un milagro. O eso creía hasta que Inuyasha se deshizo de ella tan fácilmente.
Se dejó caer de forma muy poco elegante sobre uno de los bancos que rodeaban el hospital. Lo había perdido todo. ¿Qué iban a hacer? No tenía trabajo, Souta tampoco, la pensión de la amama apenas alcanzaba para las facturas y el hombre al que amaba la había dejado. Hacía años que su vida no pintaba tan mal.
— ¿Sabes? La bestia esa no estaba tan mal…
Justo cuando se había librado de los reproches de la amama aparecía su hermanito pequeño.
— No es ninguna bestia. Se llama Inuyasha.
— Lo que sea… — le quitó importancia con un ademán de muñeca — Fue divertido traerlo hasta aquí.
Seguro que lo fue. Inuyasha ya no conocía el mundo. Le hubiera gustado ser ella quien lo llevara, enseñarle cómo era el mundo entonces, cómo era su vida, aunque no reluciera como su casa.
— ¿Cuándo volverás con él?
— ¡No voy a volver con él! ¿Por qué todos insistís tanto? — se cruzó de brazos — Inuyasha me ha dejado, no me ama.
— ¡No puedes ser tan tonta!
Respuesta equivocada. Se levantó y le dio tal capón en la cabeza que el sonido de la palmada hizo que varias cabezas de los paseantes se giraran. Souta se quejó y se llevó las manos a la cabeza, dolorido.
— ¡Ya no tengo ocho años! — se quejó.
— ¡Pues te comportas como si los tuvieras!
— ¡Y tú como una idiota! — le gritó en respuesta — Él vino a salvarte, Kagome.
— Porque es un caballero, lo educaron de otra forma… — intentó justificarlo — Si me amara, no habría…
— ¿Si te amara? ¿Te estás preparando para las Olimpiadas de la estupidez? — se apartó de un salto cuando otro capón amenazó su cabeza — No tienes ni idea de lo que ha hecho para poder salvarte.
Durante unos instantes, dio rienda suelta a su furia y dejó pasar el comentario de Souta por más suculento que resultara. Cuando notó que la rabia descendía y ya no le temblaban las manos, volvió a sentarse con las piernas y los brazos cruzados. Entonces, se permitió mirar a su hermano de soslayo para no denotar lo interesada que estaba.
— ¿A qué te refieres con eso? ¿Qué hizo?
— Se condenó eternamente por ti.
— ¿Cómo? — no tenía información suficiente — No entiendo.
— Le suplicó ayuda a una mujer llamada Kikio.
— Kikio… — repitió como si fuera víctima del peor de los maleficios.
— Él no podía salir de la casa, Kagome. ¡Te mintió para retenerte! — le aclaró de forma sorprendente — Le suplicó a esa mujer que le permitiera salir para rescatarte.
Notó como se le paraba el corazón en el pecho. Inuyasha le había suplicado a Kikio para salvarla, se había rebajado y había dejado de lado su orgullo por ella. No, eso no habría sido suficiente pago para alguien como Kikio.
— ¿Qué pidió ella a cambio?
— La maldición. Dijo que le daría un día fuera para socorrerte a cambio de que él y todos sus sirvientes estuvieran por siempre malditos. Jamás se romperá la maldición.
Inuyasha sería una bestia eternamente, la servidumbre estaría allí atrapado eternamente, la casa seguiría desaparecida eternamente… solos y exiliados eternamente. Inuyasha había dado cuanto tenía, sus últimas esperanzas solo por salvarla a ella. Ni siquiera había reclamado ningún premio después obligándola a regresar. Al contrario, le había regalado su libertad; un precio muy pobre por tan magnífica acción. Empezaba a entenderlo todo. Inuyasha la amaba y ella lo amaba a él.
— ¡Me ama!
De repente, no sentía ni una pizca de tristeza o de rabia. Al contrario, estaba eufórica. Corrió hacia su hermano y le dio tal abrazo que notó cómo tosía por la falta de aliento.
— ¡Por fin! — exclamó el hermano menor — ¿Y cuándo nos mudamos? La casa de tu novio tiene muy buena pinta; creo que le sentará bien a la amama.
Le sentaría de maravilla teniendo en cuenta que no la abandonaría nunca si los acompañaba.
— ¡Tenemos que ir hoy mismo!
— ¿Hoy? Se hará de noches antes de…
— ¡No importa! — estaba tan pletórica que apenas sabía lo que hacía — ¡Cuanto antes mejor! ¡No puedo esperar tanto!
— Deberías parar el carro, hermanita…
No podía. ¿Cómo pudo ser tan estúpida? ¿Y cómo pudo ser Inuyasha tan imbécil? Conocía su mente y su forma de pensar. Seguro que él creyó de nuevo que no era lo bastante bueno para ella, y tampoco era culpa exclusivamente suya. Ella, a veces, en medio de un arranque de ira había dicho cosas que apoyarían precisamente ese argumento. Iba siendo hora de resolverlo todo y de ser felices.
Tenía que darle la buena noticia a la amama, pero, antes, había algo muy importante que debían hacer.
— Necesitamos café, toneladas de café y café para plantarlo y…
— ¿Café? ¿De qué demonios hablas?
— ¡No tienen café!
Souta dejó escapar el aire de forma sonora antes de atreverse a decir algo.
— ¿No tienen café? — repitió — ¿Y qué desayunan?
— Té solo, con limón o con leche… — recordó.
— ¡Esa gente está enferma! Quizás no sea tan buena idea mudarnos…
— ¡No digas tonterías! — lo empujó para que se diera prisa con todos los recados que tenían que hacer antes de partir — ¡Date prisa! Yo conseguiré el alta de la amama.
Vio a su hermano marchar en la camioneta con una sonrisa. A pesar de todo, su familia iba a estar al completo finalmente.
…
Se tambaleó hasta caerse de forma muy poco elegante sobre el suelo del que había sido el dormitorio de Kagome por un corto período de tiempo. No había pasado ni un día desde que tomó la decisión de dejarla y ya se estaba volviendo loco. La dejaba por su bien, porque sería más feliz fuera, con su familia, pero eso no significaba que se tratara de una tarea fácil. Al contrario, estaba resultando una labor de titánica envergadura para él. En el pasado, y en toda su vida en general, siempre había actuado por absoluto egoísmo. Liberar a Kagome de esa forma era su mayor acto de bondad además del primero que realizaba en toda su existencia.
Echó la cabeza hacia atrás, golpeándola contra la cómoda. Insatisfecho por la mísera ración de dolor, repitió el movimiento una y otra vez hasta que el sonido de vajilla o de algún objeto de porcelana lo despertó del trance de autodestrucción. Instantes después, algo cayó sobre su cabeza, rebotó y habría caído al suelo de no haber sido lo bastante rápido. Agarró el objeto en un principio desconocido. Al examinarlo, lo reconoció. Era la taza desportillada que Kagome había insistido en conservar. La giró entre sus manos, estudiando cada detalle. El día que esa taza se desportilló, fue la primera vez que Kagome y él hablaron como dos personas civilizadas.
Respiró hondo, tratando de tranquilizarse. Aquel dormitorio tantos siglos vacío acababa de convertirse en un santuario plagado de hermosos recuerdos. Incluso su guarida del ala oeste estaba llena de recuerdos. Siempre recordaría a Kagome bailando para él, a Kagome leyendo en voz alta, a Kagome preparando su siempre adorada comida vasca, a Kagome durmiendo con la cabeza apoyada sobre su hombro, a Kagome bañándose como una ninfa, a Kagome montando a caballo, a Kagome cuchicheando con Sango, a Kagome haciendo el amor con él… Los recuerdos no eran en absoluto tan variados como él hubiera deseado, pero sí mucho más de lo que nunca tuvo.
Al salir del palacio en el que estuvo recluido tanto tiempo, descubrió, entre otras cosas, que no estaba en absoluto preparado para la transformación que había sufrido el mundo. Ya lo sospechaba cuando Kagome llegó, mas la verdadera realidad fue mucho más demoledora. Ya no pertenecía al mundo al que deseó regresar con tanto ahínco. Él y sus criados… No, sus amigos. Él y sus amigos vivirían mejor si se quedaban justamente donde estaban. Solo lamentaba profundamente haberlos condenado a vivir eternamente aquella pesadilla sin fin. Después de tres siglos de existencia, nadie mejor que ellos sabía que la vida eterna no era tan atractiva como pudiera aparentar.
Dejó la taza sobre la cómoda con delicadeza. No quería estropear nada, que nada se perdiera, ni se moviera de lugar. Lo quería todo exactamente como lo dejó Kagome. Ojalá ella también estuviera allí, pero se negaba a traerla de vuelta porque era el trato que hicieron. Si Kagome regresaba por ese motivo, no la merecía en absoluto. Había temido en el pasado que ella se sintiera obligada a estar allí, que estuviera fantaseando con algo que era totalmente surrealista, que no hubiera forma de que sus comienzos se borraran… Sus temores fueron totalmente acertados.
Sabía que todos se preguntaron por qué regresó sin ella, aunque nadie se atreviera a decirlo en voz alta. Él solo se atrevió a dar la noticia de que ella estaba a salvo. En realidad, no tenía ánimo de decir en voz alta la terrible decisión que se había visto obligado a tomar. Su padre jamás se habría negado así sus propios deseos; su madre habría lloriqueado hasta conseguirlo; y su hermano se habría paseado con su pedantería frente a todos, convencido de que cuanto lo rodeaba era suyo. Sin embargo, él no era como ellos, ya no. Aunque le hubiera costado encontrarlo, había dado con su corazón.
Abrió la puerta del dormitorio femenino para salir de allí antes de que los recuerdos fueran demasiado intensos. Antes de salir, le echó un último vistazo la interior y selló bajo llave sus sentimientos. Kaede estaba en el corredor, esperándolo.
— ¿Qué ha sucedido, Inuyasha? Nos tienes a todos preocupados.
Los había tenido preocupados durante siglos.
— Estoy bien; ella está bien.
— Pues no lo parece.
— Solo me siento triste… — admitió — Me recuperaré con el tiempo.
— ¿Y no te arrepentirás de haber regresado sin ella?
— No, eso nunca.
Jamás se arrepentiría de haberle devuelto a Kagome su libre albedrío. A partir de ese momento, ella era libre.
— Estaré en el ala oeste…
— Te llevaré la cena en un rato.
— No hace falta, no tengo hambre.
La reacción de Kaede lo detuvo. No quería que se preocupara tanto por él, no tenía que hacerlo. ¿Qué le costaba hacer feliz a la anciana?
— Intentaré comer algo de todas formas. — prometió.
Se inclinó y le dio un beso en la frente. Él mismo se sorprendió de ese gesto de cariño por su parte. No solía hacer esas cosas. Se apartó de su antigua nana y caminó hacia el ala oeste de la casa, donde esperaba poder dar rienda suelta a su pesar sin que nadie lo molestara. Solo quería estar solo un tiempo, recrearse en los recuerdos, lamerse las heridas aún recientes y castigarse por no haber sido lo bastante bueno. Jamás lo sería. Su aspecto era ineludible para cualquier mujer.
Escogió el órgano para desahogarse. Aquel instrumento musical que aprendió a tocar cuando era un niño gracias al cura del condado lo había acompañado en los peores momentos de su vida. Aprendió a tocarlo a escondidas porque sus padres no habrían considerado digno que alguien de su ralea supiera tocarlo. A él no le importaba lo que ellos opinaran, solo temía que se deshicieran de aquella maravilla si demostraba su talento. El órgano fue su único amigo por mucho tiempo. Fue… fue… fue el lugar en el que le hizo el amor a Kagome por primera vez.
Apartó los dedos de las teclas como si le quemaran. Fue allí mismo donde la sentó, sobre esas teclas, donde apartó su ropa y la tomó. Kagome había bailado para él por primera vez y lo había atraído con su belleza sin igual. Luego, ella lo había besado hasta dejarlo sin aliento. Aunque no se tratara de amor, le gustaba fantasear con la idea de que ella lo hizo porque estaba enamorada de él.
— Kagome…
— ¡Eres un estúpido!
La intrusión lo puso en alerta. Reconocía esa voz a la perfección: era la voz de Naraku. Se volvió dispuesto a saltar para atraparlo, pero, mucho antes de que pudiera coger impulso, sonó el disparo. A continuación, notó la quemazón en el hombro derecho y un líquido caliente se deslizó sobre su piel. ¡Diablos, le había disparado! Antes de que pudiera alcanzarlo una segunda vez y en un punto vital, saltó para esconderse entre las sombras. ¿Cómo demonios había llegado Naraku hasta allí? Sabía a la perfección por qué no lo detectó antes: su estado de ánimo no era el más idóneo. No obstante, el hecho de que estuviera allí era, cuanto menos, desconcertante.
La casa estaba oculta de las personas, Naraku no sabía nada de ella, se suponía que lo arrestaron para llevarlo a prisión… ¿Por qué estaba allí? ¿Y si antes le había hecho daño a Kagome?
— ¿Qué te sucede, bestia? ¿Estás triste porque Kagome no te quiere?
Apretó los dientes en señal de amenaza. Si fuera él, no jugaría con Kagome.
— ¿Cómo pudiste creer que Kagome te escogería a ti teniéndome a mí?
Conocía a esa clase de hombres. Al fin y al cabo, él fue una vez exactamente así. Se creía que todo el mundo estaba a sus pies, especialmente las mujeres. ¿A cuántos hombres les robó a sus esposas y prometidas únicamente para deshonrarlas? Mirar a Naraku era como ver el reflejo de sí mismo, de lo que una vez fue.
— ¿Dónde está Kagome?
Eso era lo único que le importaba. ¡Demonios, no podía volver a salir para asegurarse de que estaba bien! Intentó no ser un monstruo cuando no lo mató, pero quizás debió dejarse llevar por sus instintos y matarlo por la seguridad de la mujer a la que amaba.
— La he dejado para el final. Cuando acabe contigo de una vez, tomaré lo que es mío por derecho y nadie me lo impedirá.
La bestia que había en él despertó con fuerza y con furia cuando lo escuchó. Si era necesario, se convertiría en el monstruo que creía que era para proteger a Kagome. Recorrió de un salto la distancia que había entre los dos y lo agarró antes de que pudiera asimilar tan siquiera lo que acababa de suceder. Naraku no pudo ni balbucear una queja cuando le arrebató la pistola, le rodeó el cuello con una sola mano y lo alzó. Intentó desasirse de su agarre con ambas manos inútilmente.
— ¡Has sido un estúpido al venir aquí! — lo sacudió — ¡Esta es mi casa! ¡Mi territorio!
— Tú me lo has quitado todo…
— Te equivocas de nuevo. Tú mismo lo has perdido todo por intentar abarcar más de lo que podías. — empezó a caminar sin soltarlo — Kagome no es tuya, nunca lo ha sido y nunca lo será.
— Tam-Tampoco tuya…
Eso no podría haber sido más cierto. Salió al balcón sin soltarlo todavía, pero habiendo aflojado el agarre para no matarlo. No podía simplemente estrangularlo y hacer como que nada había pasado. Si lo lanzaba por los aires y lo dejaba a su suerte, no sería tan cruel, ¿no? ¿A quién pretendía engañar? Usara las manos desnudas, una pistola o un sable, seguiría siendo el asesino. ¿Y qué iba a hacer? Dejarlo unos minutos suspendido en el aire desde el segundo piso no cambiaría a un hombre como ese. No podía controlarlo y proteger a Kagome si le dejaba marchar.
— ¡Inuyasha, no!
¡Kagome! Ella estaba allí, en el camino de piedra, mirándolo con los ojos brillantes. Kagome había ido a buscarlo a pesar de todo. Estaba allí con su hermano y con una anciana sentada sobre una silla de ruedas muy extraña que indudablemente sería su abuela. Había regresado a su lado; tomó la decisión de volver. ¡Qué le dieran al estúpido de Naraku! Lo soltó bruscamente sobre el suelo, sin importarle en lo más mínimo su quejido de protesta. Él solo tenía ojos para Kagome.
Se subió a la barandilla, dispuesto a saltar, cuando otro disparo llegó desde su espalda. Lo notó en su costado a la derecha, un poco más arriba de la ingle. Después, se cayó, aterrizando sobre el techo de ladrillo de la terrada del piso interior. Escuchó en la lejanía el grito horrorizado de Kagome. Entonces, cayó junto a él su agresor. Vio las botas sin poder alzarse todavía. Deseaba venganza, nada era más peligroso que un animal herido. Sin embargo, saber que Kagome estaba allí abajo, que ella lo había visto amenazar de muerte a un hombre, lo retuvo. Kagome no quería que se convirtiera en un asesino.
Por eso, por ese deseo de ser lo que la azabache esperaba de él, se dejó pisotear cuando Naraku estampó su pie sobre su espalda y su cabeza continuadamente. Por eso y porque le dolían las heridas cada vez más. ¿Qué podía hacer? ¿Había una forma de librarse del agresor y contentar a Kagome?
— ¡Inuyasha!
Su voz, su dulce voz. Moriría feliz escuchándola, soñando con ella. Y ella moriría si no hacía nada.
— ¡Inuyasha, lucha! — La escuchó entonces — ¡Defiéndete!
Si Kagome lo pedía… Atrapó el pie de Naraku cuando se disponía a pisotearlo de nuevo y tiró de él para hacerle caer. Naraku cayó de espaldas sobre el ladrillo del techo de la terraza. Entonces, no sabía si por acto reflejo o de forma premeditada, volvió a disparar de nuevo. La bala le rozó una oreja. Aunque sabía que el daño era superficial, le dolió como mil demonios. Esas orejas caninas eran increíblemente sensibles a cualquier herida y el sonido del disparo tan cerca lo dejó sordo durante unos instantes. Le zumbaban los oídos. Tuvo que arrodillarse y llevarse las manos a los oídos, dolorido.
Se estremeció cuando vio a Naraku disparar de nuevo. Por un momento, creyó que le había dado en la cabeza y que todo estaba acabado, pero, entonces, Inuyasha se había arrodillado con apenas un leve rasguño en una de sus orejas. Parecía encontrarse lo suficientemente debilitado y confundido como para que el otro le diera el golpe de gracia. ¿Cómo demonios llegó Naraku hasta allí? Las autoridades lo estaban buscando por todas partes. No podía creer que hubiera sido capaz de rastrear a Inuyasha hasta allí para cobrarse venganza.
Tomó una determinación. No iba a consentir que Naraku le arrebatara al hombre al que amaba. Sin previo aviso, echó a correr hacia la casa, dispuesta a proteger al hombre con el que planeaba casarse. Ni los gritos de su amama, ni los de su hermano pudieron hacer que titubeara. Una vez dentro, se dirigió hacia las escaleras y las subió de dos en dos. No tenía tiempo y ese balcón estaba demasiado lejos. Subir al techo de la terraza desde el primer piso no era una opción viable para ella.
El segundo piso no estaba tan oscuro como habitualmente gracias a la luz que entraba a raudales desde el hueco del balcón, donde las cortinas estaban completamente descorridas. Lo sorprendente fue descubrir la esfera por primera vez apagada. ¿Esas eran las consecuencias de las nuevas condiciones de la maldición? ¿Y a quién le importaba en esos momentos? ¡Inuyasha la necesitaba! Como bien había dicho siempre de sí misma, era sobreprotectora con su familia e Inuyasha acababa de convertirse oficialmente en un miembro de su familia.
Lo vio en la barandilla, alzándose para subir al balcón. Su agresor estaba tras él, agarrado a su chaqueta, la misma americana de su mundo que llevaba puesta cuando la salvó, tirando de él, usándolo para subir. Si Inuyasha lograba subir a la terraza, Naraku lo mataría de un disparo. Si, debido a la debilidad provocada por las heridas perdía el equilibrio, ambos caerían. ¿Cómo podía socorrerlo? La respuesta llegó en forma de florero antiguo de porcelana. Lo tomó, corrió atravesando e balcón y lo rompió en la cabeza de Naraku de un potente golpe. El hombre se tambaleó y cayó hacia atrás, soltando la americana. Entonces, Inuyasha también se tambaleó a punto de caer. Lo agarró de las solapas de la chaqueta y, a pesar de que él pesaba 130 kilos, se las ingenió para tirar de él y arrastrarlo al balcón.
Cayeron sobre el suelo de piedra sin ninguna delicadeza. Se alzó sobre el cuerpo de Inuyasha y examinó la gravedad de las heridas. Aunque parecía haberle afectado, no le preocupaba demasiado el rasguño de la oreja o la herida del hombro. Ahora bien, la humedad que notó en su costado la puso en alerta. Levantó con delicadeza la camiseta de algodón y sollozó. ¡Tenía una pinta horrible! ¿Qué iba a hacer? No podía sacarlo de allí para llevarlo a un hospital.
— Kagome…
Hizo presión en la herida con una mano mientras le acariciaba el rostro cariñosamente con la otra. No quería preocuparlo.
— ¿Por qué estás aquí?
¡Qué pregunta más tonta!
— Porque te amo.
La sonrisa de él fue el mejor regalo. Inuyasha nunca había sonreído de esa forma en todo el tiempo que se conocían. Tenía muchas formas de sonreír, pero nunca lo vio sonreír de esa forma tan jovial, alegre y despreocupada. Era una sonrisa de la más absoluta felicidad. Ella también se sentía así o se sentiría exactamente así si aquella herida dejara de sangrar. No podía perderlo cuando apenas acababan de encontrarse.
— No podías quedarte en tu casa, seguir con tu vida y olvidarte de él.
La voz venenosa de Kikio empañó el que debía ser uno de los momentos más felices de su vida. Se inclinó sobre Inuyasha, abrazándolo para protegerlo de ella. Él no podía defenderse. De repente, la verdad cayó sobre ella como un balde agua. ¡Fue Kikio! Kikio llevó a Naraku hasta la casa de Inuyasha y se lo sirvió en bandeja.
— ¡Fuiste tú! ¡Tú trajiste a Naraku!
Dominada por la furia, se levantó de un salto y placó a la otra mujer que en absoluto esperaba un ataque como ese. ¿Estaba acostumbrada a sutilezas? ¡Pues ya podía espabilar porque ella no era en absoluto sutil!
— ¡Apártate de él, bruja!
— ¡Apártate tú, ramera!
Estaba dispuesta a devolverle cada herida que Inuyasha había recibido por su culpa y no se refería solo a las provocadas por Naraku. Kikio le había destrozado la vida en todos los sentidos en los que se le podía destrozar la vida a un hombre. Su obsesión por él se había materializado en forma de un castigo sin fin que adquiría nuevas dimensiones según pasaba el tiempo. No tenía derecho a nada.
— Se suponía que no tenías que volver… — admitió la morena — Iba a dejar que Naraku lo hiriera solo lo suficiente como para que recapacitara. Entonces, me habría deshecho de Naraku y habría ayudado a Inuyasha para que se diera cuenta de que yo soy la mujer a la que ama.
Aquella mujer era un verdadero cáncer. Solo una mente retorcida, sucia y enferma habría creado semejante plan. De hecho, solo una mente así habría lanzado aquella maldición desde un principio. Todo había estado destinado desde el principio a recuperar a Inuyasha, a que él admitiera amarla, aunque fuera por la fuerza. No entendía que el amor no nacía de esa forma. El amor había que trabajarlo, cuidarlo y darle libertad para que se expresara. No se podía forzar a una persona a que la amara y se lo iba a demostrar.
— Solo hay un pequeño fallo en tu plan, bruja. — se situó frente a Inuyasha a modo de muralla protectora — Él me ama a mí.
Tal y como imaginó, la furia cegó a la bruja, la cual corrió hacia ella intentando agredirla. Kagome la apartó de una patada en el estómago y la empujó, alejándola cuanto le era posible de la figura de Inuyasha. Aquello tenía que acabar rápido, Inuyasha necesitaba atención médica.
— ¡Maldita seas, Kagome! — barbotó apartándola de ella de un empujón — ¡Yo te maldigo!
El sonido de un trueno brotó de los cielos ante la amenaza inminente de Kikio.
— En este día, ante los cielos, yo te hago presa de una maldición que recaerá sobre ti y sobre toda tu familia. Tú…
Otro trueno hizo que el cielo se estremeciera. Sin embargo, ese segundo trueno no parecía tan esperado por la mujer como el anterior. Kikio miró el cielo como si se estuviera volviendo loco e intentó continuar.
— Tú serás… — se miró una mano confusa — serás…
Entonces, lo notó. Un brillo rosado había aparecido en su mano y se extendía a través de su brazo por todo su cuerpo. Kikio intentó detener su avance inútilmente chillando, brincando e incluso pellizcando su piel. No había forma de detenerlo. Entonces, la miró con los ojos encendidos por la furia y el odio hacia ella. Extendió las manos en una clara amenaza de estrangulamiento e incluso llegó a dar un paso hacia ella, pero apenas pudo avanzar. Sus pies se estaban quedando pegados al suelo. La mujer trató de liberarse sin ningún éxito. Ya ni siquiera podía gritar, sus labios habían sido sellados.
Se movió, dio un precario paso hacia ella, sin entender aun lo que sucedía. El brillo rosado desapareció un instante y regresó de forma intermitente. Algo en su interior le gritó que iba a explotar. Corrió hacia Inuyasha, se echó sobre él de nuevo, y cubrió al menos su cabeza y su pecho lo mejor que pudo a pesar de la diferencia de tamaño. Segundos después de cerrar los ojos, escuchó el ruido de la explosión. No sintió nada. No le cayó nada encima, nada los golpeó o los mojó. Era como si no hubiera sucedido a pesar del ruido.
Abrió un ojo cautelosamente, temerosa de encontrarse pedazos de una persona desperdigados por todas partes. No había nada de eso. En el lugar en el que antes había estado Kikio, había mariposas violetas volando en círculos hacia el cielo. Las siguió con la mirada entre sorprendida y anonadada hasta que estas desaparecieron del alcance de su vista. Entonces, bajó la mirada y se encontró con otra mujer que no reconoció. Automáticamente, se puso en posición para proteger a Inuyasha de cualquier otra bruja.
— Eso no será necesario, Kagome.
La mujer dio un par de pasos hacia ellos con las manos a la vista para demostrarle que no estaba armada.
— No voy a haceros daño.
— ¿Quién eres? — preguntó con tono de pocos amigos.
— Mi nombre es Midoriko. — se presentó con una delicada reverencia — Soy la líder del aquelarre al que pertenecía Kikio. Estoy aquí porque la hermana Kikio rompió nuestra ley más sagrada.
— ¿Cuál es esa ley?
— Maldecir a un inocente… a ti…
No le gustaba nada tener a otra bruja por allí, pero no le inspiraba la misma desconfianza que Kikio. Al contrario, parecía una mujer buena. Tenía una sonrisa amable, una mirada misericordiosa color violeta y unos rasgos delicados. Al inclinarse junto a ellos, su melena negra cayó como una cascada a su alrededor. Llevaba una ropa un tanto extraña; parecían ropajes ceremoniales de gran calidad. Blanco, rojo y dorado eran los colores que portaba. Un vestido blanco que parecía un kimono, un cinturón rojo de cordón trenzado y adornos dorados en mangas y solapas. Parecía sacada de un cuento.
— Kikio ha utilizado la magia en su beneficio personal… — suspiró — Eso no es lo que nosotras hacemos. No quisiera que te llevaras una mala impresión de nosotras por el egoísmo de una.
Antes de que pudiera decir nada al respecto, la mujer movió su mano derecha trazando un círculo en dirección a Inuyasha. Las heridas empezaron a desaparecer ante su mirada y el tejido se regeneró hasta que la piel lisa y sana fue lo único que quedó. Lo había curado. Inuyasha abrió los ojos como si acabara de despertar de un largo sueño y se incorporó para sentarse. Con los ojos bañados en lágrimas, se tiró a su cuello para abrazarlo. En toda su vida jamás había llorado tanto como en los tres últimos días.
— Tengo otro presente para vosotros por los inconvenientes que Kikio os ha causado.
Apenas se separaron para mirarla. A pesar de la buena fe que estaba demostrando esa otra bruja, de su mirada compasiva, habían sufrido lo suficiente como para mostrarse cautelosos y desconfiados. La mujer hizo otro movimiento de muñeca y la esfera que antes había permanecido flotando sobre su pedestal en el centro del segundo piso apareció frente a ella. La hizo flotar sobre sus manos y la estudió. Estaba completamente apagada. En nada se parecía ya a lo que fue en el pasado. Se había vuelto gris, oscura y repleta de sombras, como si hubiera perdido toda esperanza.
— Habría podido romper el maleficio antes de que hicierais el nuevo trato… — suspiró — Ahora, como tú aceptaste las condiciones, la llave de tu liberación ha desaparecido.
Jugueteó con el cuello de la camiseta de Inuyasha sin atreverse a mirarlo. Aunque estaban juntos, no todo eran buenas noticias.
— No obstante, sí puedo hacer un nuevo conjuro.
— ¿Cuáles serían los efectos de ese nuevo conjuro?
Inuyasha la estrechó contra su pecho, dispuesto a protegerla de cualquier posible separación. Comprendiendo su anhelo, ella también se aferró a él con fuerza.
— Liberar a los otros que cayeron bajo la maldición para que puedan escoger dónde y cómo quieren vivir, situar… — frunció el ceño — O, bueno, ¿os interesa que este lugar regrese al mapa o preferís el anonimato?
Se miraron durante unos instantes conociendo la respuesta del otro sin necesidad de palabras.
— Preferimos el anonimato. — dijeron al mismo tiempo.
— Y tu aspecto…
— ¡Me gusta su aspecto!
La respuesta brusca y apasionada de Kagome los sorprendió a ambos. ¿Cómo podía gustarle un monstruo como él?
— Kagome…
— Me gustas tal y como eres, Inuyasha… — musitó mirándolo solo a él — No necesito que cambies nada. No me enamoré del otro…
Inuyasha le pasó una mano por el mentón, lo enmarcó con cariño y le sonrió.
— Además, — añadió — eras un enclenque. Como ya te señalé anteriormente, no me gustan los hombres delicados…
Las carcajadas de Inuyasha resonaron en todo el segundo piso e hicieron eco entre las paredes y los muebles. Se estaba riendo desde dentro, desde lo más hondo de su pecho, lo sentía contra ella. Quería que se riera siempre de esa forma, que dejara de ser inseguro y descubriera todo el potencial que había en él. No se enamoró de él en vano.
— Entonces, ¿no cambiamos tu aspecto?
Al escuchar la voz de la bruja, recordaron repentinamente que no estaban solos.
— No… ¡Espera! — la detuvo al verle iniciar el movimiento — Hay una cosa que sí necesito que cambies… — le mostró las garras — ¿Podrías convertirlas en las uñas de un hombre?
— Por supuesto.
— ¡Inuyasha! — se quejó la azabache.
— Es por tu bien; no quiero hacerte daño.
Midoriko pronunció unas palabras en un idioma que ninguno de los dos fue capaz de reconocer. Volvió a resonar un trueno en el cielo, el cual se nubló durante unos instantes, el viento arreció, agitando las ramas de los árboles, y su voz resonó como si estuviera utilizando un micrófono. Después, el sol regresó tan rápido como había desaparecido y se volvió a escuchar el canto de los pájaros. No parecía que nada hubiera cambiado. Para demostrarlo, Inuyasha se miró las manos, en las cuales aún destacaban sus potentes garras.
— Para que los efectos del conjuro se produzcan, tenéis que sellarlo.
— ¿Cómo? — preguntó.
— Como en todos los cuentos, muchacha. Un beso… — recordó — Si el beso es de amor verdadero, todos seréis libres.
Un beso, eso era fácil. Lo difícil era besar bajo la presión de que el beso debía ser de amor verdadero. ¿Y si…? ¡No! Ninguno de los dos quería pensar de esa forma. Ya habían dudado durante demasiado tiempo el uno del otro mientras superaban una prueba de confianza tras otra. Se acabaron las dudas. Ese era, sin lugar a dudas, el momento de confiar ciegamente en el otro. La única forma de que su amor no fuera verdadero era que ellos no creyeran en él.
— Te amo, Kagome. — musitó muy cerca de sus labios — Nunca he amado a nadie más que a ti. Eres todo mi mundo.
— Yo también te amo, Inuyasha. Me has enseñado a amar de una forma que no creía posible para mí… — confesó — Lo eres todo para mí.
En el momento en el que sus labios se rozaron, sintieron una fuerte corriente eléctrica que los recorrió. Se pararon durante un instante, sorprendidos, para después dar rienda suelta a toda su pasión en un beso que los dejó sin oxígeno, pero felices y satisfechos. Para cuando tuvieron fuerzas para tomarse un respiro, los dos tenían problemas para tomar aire y sonreían. Kagome apoyó la cabeza en el hueco entre la cabeza y el hombro de Inuyasha y suspiró. Desde esa posición, contempló estupefacta la transformación que sufrieron sus garras curvas, afiladas y negras hasta convertirse en las uñas de un hombre.
Se irguió de golpe para mirar a Inuyasha, el cual miraba sus uñas como si estuviera en mitad de un sueño. Al volverse, Midoriko había desaparecido de la misma forma silenciosa y misteriosa de la que hizo gala cuando se presentó ante ellos. Su castigo había finalizado al fin.
— ¡Cásate conmigo!
Lo dijo a voz en grito antes de cubrirle la boca con sus labios. Para cuando se separaron, los dos volvían a jadear por la falta de aliento.
— ¿Sabes? En mi época, éramos los hombres quienes pedíamos matrimonio…
— ¡Pero tú tardabas mucho! — le hizo pucheros — Además, soy una mujer independiente y moderna, perfectamente capaz de pedir matrimonio a un hombre.
— ¿También vas a ponerme un anillo de compromiso y a cargarme en brazos para entrar por primera vez en nuestra casa como recién casados?
El bien conocido genio de la azabache no se hizo de esperar. Cerró los puños y lo atacó cruelmente, olvidando por completo que hasta hacía unos instantes había estado moribundo.
— ¡Serás…!
— Claro que me casaré contigo, Kagome.
Antes de que asimilara sus palabras, él se las hizo entender con un tercer beso.
— ¡Kagome!
La voz de una anciana serena, dulce y, al mismo tiempo, sorprendentemente autoritaria los sacó a ambos de su mundo de fantasía. Esa era, indudablemente, la voz de la abuela de Kagome reclamando la presencia de su nieta y de, probablemente, su futuro nieto político. Kagome se levantó de un salto y corrió hacia la barandilla del balcón desde la que se asomó lo suficiente como para que Inuyasha se preocupara de su bienestar. Había aprendido ese mismo día que los balcones eran peligrosísimos.
— ¡Ahora bajamos, amama!
Respiró hondo, preparándose para conocer a la que había sido prácticamente una madre para Kagome. Podía etiquetarla como su suegra a efectos prácticos. No sabía si estaba preparado para tanta presión.
— Debo avisarte de que si no me haces una mujer decente pronto, mi amama te pondrá los testículos de corbata.
Eso no era demasiado alentador. Se llevó las manos al cuello de lo que Souta llamó una camiseta y tiró de él apartándolo de la piel como si le estuviera ahogando.
— ¡Es encantadora! ¡La adorarás!
Pues no le pareció eso cuando le dio aquella advertencia.
— ¡Ven a conocerla!
Kagome le cogió la mano y tiró de él para que la siguiera escaleras abajo hacia la primera planta, luego la planta baja y, finalmente, la entrada de la casa. Durante todo el trayecto no pudo dejar de pensar en el futuro. De repente, iba a tener una esposa, una suegra y un cuñado. Además, había descubierto en lo que antes consideraba la servidumbre una inesperada y cálida familia. Ya no estaba solo. Por fin tenía la familia que siempre había deseado desde que era un niño.
Frenó en seco cuando estaban en el vestíbulo de la casa y abrazó a Kagome contra su pecho. Nada de todo aquello sería posible si ella no hubiera llegado a su vida para iluminarla con su amor y sus sonrisas. Era tan hermosa por fuera como por dentro. Inhaló el aroma que despedía su cabello y los miró a ambos reflejados en el espejo del vestíbulo. No importaba su aspecto, su procedencia o sus creencias porque habían encontrado la forma de conocerse, respetarse y amarse en contra de todo pronóstico. Ellos eran la bella y la bestia.
FIN
Habrá epílogo la semana que viene.
