Epílogo
El fin de la maldición, en cierto modo, permitió que todos pudieran avanzar. Su cautiverio había terminado en todos los sentidos de la palabra. De alguna forma, cuando quedaron atrapados en la casa, se paralizó algo más que su vejez, aunque no formara parte del encantamiento. Dejaron de aprender, de relacionarse y de madurar. Cuando la maldición llegó a su fin, las vidas de todos cambiaron por completo.
El antiguo palacio y sus propiedades continuaba siendo un lugar mágico oculto de los mapas del mundo moderno. Allí era al único lugar al que todos ellos podían acudir para refugiarse. No obstante, la verja ya no estaba cerrada y sus habitantes podían entrar y salir a placer. De esa forma, Nobunaga se había apuntado a una academia de cocina moderna donde estaba aprendiendo muchas nuevas recetas que ponía en práctica en la casa. Además, había escrito un libro de cocina basado en sus antiguas recetas, muchas de las cuales se habían perdido o no se conservaban como originalmente. Junto a él, Miroku había acabado convirtiéndose en lo que Kagome llamaba un personal shopper de renombre, muy codiciado. Sango se apuntó a clases de karate, taikuondo y boxeo, y era más peligrosa que nunca. Myoga había conocido a Shota, su amiga íntima por llamarla de alguna forma, en clase de salsa. Otros no salieron tanto como ellos o ni siquiera lo intentaron como en el caso de Kaede, pero todos contaban con la libertad de escoger.
Kagome y él se casaron al mes de haberse roto la maldición. Para entonces, aunque todavía no lo sabían, Kagome ya estaba embarazada. Fue un infierno de embarazo, ya que Kagome iba de aquí para allá como si no hubiera cambiado nada. Quería trabajar, quería cocinar, quería hacer ejercicio… ¡Lo volvió loco de preocupación! Sin embargo, ocho meses después, cuando tomó entre sus brazos por primera vez a su hija, se dio cuenta de que todo aquello mereció la pena. Moroha Taisho Higurashi era perfecta. Había heredado la belleza de su madre y los ojos dorados del padre. Kagome quería que fuera al colegio en su mundo.
Su primogénita, la carne de su carne, no fue más que la primera de los niños cuyos gritos, pasos y risas inundarían la casa. Sango y Miroku, para su sorpresa, fueron los siguientes en contraer nupcias. Poco después, nacerían las gemelas Maya y Miraya. El hermano de Kagome se casó con una de las criadas de la casa tras mucho perseguirla. Él y Hitomi tuvieron un niño llamado Oier en honor al difunto abuelo de los hermanos Higurashi. Poco después, tendrían otro niño llamado Akito. Nobunaga, por su parte, también regresó del exterior con una novia y de su unión nació Anna.
De repente, había tantos niños en la casa que los adultos apenas podían lidiar con todos ellos. Además, Kagome y Sango estaban nuevamente embarazadas de seis y cinco meses respectivamente. Según ese médico al que Kagome llamaba ginecólogo, tendrían un varón en febrero. Para su suerte, Kagome había reducido considerablemente sus ejercicios durante ese embarazo. Desde que se había decidido a ser bailarina, aunque fuera solo para realizarse personalmente, pasaba horas y horas a diario ejercitándose en el estudio que reformó para ella.
Se dejó caer sobre su butaca favorita, permitiéndose tomar un respiro. Habían remodelado toda la segunda planta, un arduo trabajo que requirió de todo el efectivo de la casa, pero el resultado lo merecía. Lo habían organizado, aconsejados por los hermanos Higurashi, de tal forma que se crearan apartamentos con salones, cuartos de baños y dormitorios para cada familia. Se acabó eso de que la servidumbre tuviera que habitar en cuartos oscuros y húmedos en la parte más fría de la casa. De ahí en adelante, la casa era de todos. Las cocinas, la biblioteca, el gran salón, el salón, el vestíbulo y alguna pequeña habitación que dejaron a modo de cuarto de juegos, estudio o cuarto de costura fueron las únicas estancias que no se remodelaron. Además, Souta Higurashi había modernizado las instalaciones de la casa. Tenían electricidad, gas natural e internet. Tenía el presentimiento de que aquellas eran comodidades que no estaban pagando, pero decidió que no quería saber nada al respecto. Cuanto menos supiera de los tejemanejes de Souta, mejor.
El golpe le llegó directo al estómago. Abrió los ojos de golpe por la sorpresa y se contrajo, aunque no hubiera sentido más que una ligera molestia. El gemido y el lloriqueo que escuchó lo alarmaron. Enmarcó el rostro de su hija de seis años y lo alzó. Tenía los ojos cubiertos de lágrimas y sorbía de la nariz ruidosamente. En la frente, le estaba empezando a salir un chichón enrojecido.
— ¿Qué has hecho, mi vida?
La alzó hasta sentarla en su regazo y le besó el chichón con cariño. Su pequeña princesita tenía problemas para calcular las distancias y para pensar antes de actuar. Esa impulsividad le resultaba tan familiar como encantadora.
— Quería sorprenderte…
Y lo había conseguido.
— Tienes que tener más cuidado, cariño. — le apartó el pelo de la cara — Papá no quiere que te hagas daño.
— ¿Y mamá? — le preguntó con voz ansiosa.
— Ella tampoco, por supuesto.
Había notado en el último mes que Moroha se sentía insegura respecto al inminente nacimiento de su futuro hermano. Él mejor que nadie comprendía la delicadeza de las relaciones entre hermanos. Había vivido a la sombra del suyo durante diez años, sin ser apenas visto por sus padres, a sabiendas de que solo era un segundón para todo el mundo. Jamás pudo conocerlo realmente. Cuando murió, no pudo ni sentir lástima, pues en seguida lo cogieron y lo colocaron en su sitio como si fueran piezas intercambiables. Por suerte, la relación de los hermanos Higurashi era inmejorable, y tendrían mucho que enseñarles a sus hijos sobre la fraternidad.
— ¡Quiero un cuento!
— ¿Un cuento? ¿Cuál? — preguntó temiendo la respuesta.
— ¡La bella y la bestia!
Se lo temía.
— ¿Otra vez? ¿No te lo conté ayer por la noche antes de dormir?
— ¡Pero es mi favorito!
El cuento de La bella y la bestia lo inventó para su hija basándose en su propio romance con Kagome. Por supuesto, lo había adaptado para un público infantil, ya que había partes que no eran aptas para un público menor, ni para una hija que tarde o temprano sospecharía que los personajes que tanto adoraba eran sus padres.
— ¿La bella y la bestia otra vez?
Kagome entró en el salón fresca como una rosa tras su rutinaria siesta diaria. Se había puesto el vestido color crema de tirantes que tanto le gustaba. Sentó a Moroha sobre una rodilla y le hizo hueco de esa forma a Kagome para que se sentara en la otra. Kagome no perdió la ocasión y se sentó dejándose abrazar por su marido.
— La amama y Kaede están enfrascadas en una intensa partida de mus.
Las carcajadas no tardaron en llegar. La amama de Kagome hizo muy buenas migas con Kaede desde que llegó y jugaban a diario. Las dos ancianas se parecían bastante: sabían dónde golpear para noquear al enemigo, eran demasiado astutas para el gusto de cualquiera y tenían un carácter atronador. Eso sí, ambas eran unas abuelas magníficas.
— Amamak galdetu du…?
— Noski, laztana.
En esos siete años, había tenido tiempo de aprender euskera a nivel de conversación. Su hija, al igual que su madre, era trilingüe de francés, euskera y español y ese año había empezado a asistir a una academia de inglés. De nuevo, intentaba saber si se preocupaban por ella; en ese caso, si su abuela aún lo hacía. Kagome lo había captado tan rápido como él. Las estrechó a ambas entre sus brazos, satisfecho de cómo se había transformado su vida desde que Kagome llegó. Cualquier obstáculo que apareciera en el futuro lo enfrentarían juntos y lo superarían.
— Bien, ¿queréis escuchar el cuento?
— ¡Sí!
Moroha brincó sobre él y se removió para sentarse de cara a él mientras lo contaba. Kagome, en cambio, apoyó la cabeza sobre su hombro, le dio un beso en el mentón y descansó apoyada en él con una plácida sonrisa. La rodeó de tal forma que su mano quedó firmemente apostada sobre su vientre y se estremeció orgulloso de sentir las patadas de su hijo como respuesta a su contacto. Sobraba decir que aquel cuento, además de ser el favorito de su hija, estaba completamente dedicado a su esposa para que jamás olvidara lo enamorado que estaba de ella, y a él mismo para que nunca volviera a poner en duda que era digno de ser amado.
Empezó, tal y como correspondía, en el año 1720, cuando una malvada bruja maldijo a un príncipe egoísta y caprichoso. Para cuando estaba narrando la primera aparición de Kagome en el palacio, los otros niños de la casa, sus padres y demás amigos, se habían sentado alrededor de la butaca formando un corro para volver a oír la historia favorita de todos los habitantes de la casa. Miró a su familia, a toda su familia, con orgullo y corazón, y continuó con una historia que solo acababa de empezar.
