High School DxD no nos de nuestra propiedad, pertenecen a sus respectivos autores.
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Capítulo 7:
EL RESCATE
El ambiente se había tensado luego de la revelación de Le Fay a aquel grupo singular de Cazadores. Kiyome no podía creer la información captada por sus oídos. Ya había estado en Inglaterra, en la propia mansión Pendragón, y le resultaba absurdo que alguien hubiera podido sustraer a una de las hijas de aquella poderosa familia. Su ceño se frunció al pensar sobre los posibles causantes de aquel horrible incidente. ¿Qué se podía ganar secuestrando a la hija del Duque de Camelot? La única respuesta que revoloteaba por su mente era una única y peligrosa palabra: chantaje.
—Has venido para solicitar nuestra ayuda, ¿no? —interrogó la Domadora cruzándose de brazos.
—Así es. He pensado que eres la única persona en el país a quien pediría ayuda.
—Y yo te la concederé gustosa. Pero antes necesito que me cuentes todo lo relacionado con el secuestro. Todo.
—Por supuesto.
—Vosotros dos —señaló a sus dos compañeros: humano y nekomata—, será mejor que tengáis los oídos bien abiertos, ¿me oís? Este asunto es de máxima prioridad y secretismo. Kuroka, ¿alguien por las cercanías?
La gata cerró los ojos durante cinco segundos, negando con la cabeza al tiempo que volvía a abrirlos. Viendo como su vieja amiga asentía con la cabeza, Le Fay procedió a contarle con lujo de detalle todos los eventos desde que le contaron sobre el secuestro hasta la reunión con su familia. Aquella última parte no fue algo que le agradase. Se podía sentir el rencor que aún guardaba hacia los Ancianos del Clan. Pero cuando la británica le habló sobre su madre, su corazón se ablandó. Le Fay agarró su mano y le pidió a Kiyome que les dijera a sus padres todo lo que no había podido decirle durante aquellos últimos años. Al mismo tiempo, en la residencia principal de los Domadores, los padres de la Cazadora podían escuchar gracias al hechizo que Le Fay había puesto en la madre de Kiyome.
—Pero, ¿por qué motivo secuestrarla a ella? ¿No sería mejor secuestrar a la princesa de la nación? —preguntó Issei.
—¿Tú eres tonto? ¿Cómo podrían ir contra alguno de los hijos del Príncipe Eduardo?
—Si ya han ido contra su sobrina, no veo porqué no contra el heredero de ese país.
—Ya de por sí es un hecho insólito que hayan podido secuestrar a Rose Pendragón, imagina lo que sería ir contra uno de los nietos de la Reina Victoria. No, es aún más imposible poder llevarlo a cabo.
—Y si es tan «imposible», ¿cómo lo han hecho?
—Lo único que se me ocurre es que tuvieran un topo. ¿No es así, Fay?
—Es una de las ideas que se han barajado —dijo la británica—. Pero han pasado semanas desde que me embarqué en esta misión y no han hallado nada. Si ha sido un topo, ha borrado muy bien sus huellas.
—Bueno, no nos preocupemos por eso ahora. Primero hay que saber dónde tienen a la pequeña Rose. Supongo que el gobierno no tiene información.
Le Fay negó con la cabeza
—No, pero ayudarán en todo lo posible.
—Bien, entonces lo primero que tenemos que hacer es encontrarla. Podemos usar la red de los Cazadores en el país, e incluso puede que los Clanes nos ayuden.
—¿Crees que tu antiguo Clan nos ayudará? —interrogó Issei no muy convencido.
—Ya lo hicieron con ésta, ¿no? —Kiyome señaló a Kuroka con el dedo—. Y ahora estaríamos hablando de un evento que podría desencadenar una guerra con Gran Bretaña. Si no nos ayudan, sólo tendría que informar al gobierno.
—¿Chantaje otra vez?
Kiyome sonrió mordazmente.
Los tres humanos hablaron durante unos diez minutos hasta acordar el próximo procedimiento a llevar a cabo. Después de despedir a su guardaespaldas, el señor Horaki, Le Fay volvió con los Cazadores. Para ir al lugar donde se hospedaban. Si bien el lugar era de una calidad menor, a Le Fay no le importó con tal de obtener la vital información. Durante los siguientes días, los Cazadores y la británica no hicieron otra cosa que recopilar toda la información que pudieron obtener sobre Rose Pendragón partiendo de dos bases: todos los barcos que llegaron al país en cierto margen de tiempo, y cualquier avistamiento de una niña extranjera con las características de Rose. Aquella fue una tarea que les llevó mucho tiempo y que hizo que Le Fay comenzara a impacientarse. Al final, una noche, Kiyome gritó tan alto que seguramente sus gritos se habrían oído hasta en la capital japonesa.
—¡Lo tengo! —exclamó Kiyome con júbilo, sorprendiendo a los otros tres.
—¿Qué? ¿Qué es lo que tienes? —preguntó Le Fay con curiosidad.
—¡Tengo la localización de Rose!
Y se hizo el silencio. Le Fay se llevó las manos a la boca, aguantando el grito que rugía por salir de su boca, pero logró controlarse.
—¡Al fin! —celebró Issei extasiado.
La larga búsqueda al fin había acabado. En aquellos días su interés por el bienestar de la niña había ido en aumento. Ya no era una simple ayuda a una vieja amiga de Kiyome, sino que se lo había tomado como algo personal el ayudar todo lo posible en el rescate de la pequeña Rose. Los tres se acercaron a Kiyome, observando el mensaje por telégrafo que le había llegado. En él se hallaba escrita la dirección donde estaba Rose Pendragón. Se trataba de uno de los edificios más importante de la ciudad de Osaka, el Castillo.
—¿El Castillo? Pero se convirtió en un arsenal del Ejército de Osaka. Que yo sepa solo guarda armas, municiones y otras cosas militares occidentales para el ejército —dijo Issei asombrado.
—Quizás por eso la mantengan ahí, custodiada. Es una fortaleza protegida —expuso su opinión Kuroka.
—Pues hablamos con el gobierno para que nos la entreguen.
—¿Quién dice que los que están ahí son fieles al gobierno? —comentó Kiyome con desconfianza—. Es posible incluso que crean que el gobierno les haya ordenado «proteger» a Rose de nosotros, o bueno, de Le Fay. Y es más, ya te digo yo que no sería extraño que los hubieran comprado.
—En ese caso la misión se complica demasiado. No es por nada, pero incluso con nuestras capacidades, no somos inmortales ni inmunes a las balas.
—Lo sé perfectamente. Es por eso que, luego de confirmar si nuestras sospechas son o no ciertas, habrá que hacer como los ninjas.
—¿Y el gobierno?
—Podría ser contraproducente que ellos intenten algo, por no mencionar que los secuestradores sabrían que conocemos su localización.
—Ahí te doy la razón.
—Kiyome —llamó la atención Le Fay, quien apoyaba su rostro en su mano con una expresión pensativa en su rostro—. En ese caso… ¿No hay ningún extranjero en el país al que le podamos pedir ayuda? ¿Quizás en el gobierno o el ejército?
—¿Por qué el gobierno tendría extranjeros? Si su trabajo es dirigir Japón…
Pero Issei fue interrumpido por un grito de éxtasis de Kiyome, quien levantó sus manos con un brusco movimiento. Incluso Kuroka dio un brinco por aquello.
—¡Fay, eres un genio!
—¿Eh? —Issei le miró genuinamente sorprendido.
—¿Cómo que eh? ¿En serio no caes? Por los dioses, ¿cómo puedes ser tan estúpido? Usa ese pequeño cerebro para pensar —gruñó Kiyome.
Issei agrió el gesto, sintiéndose algo molesto.
Desde que Le Fay llegara al grupo, no paraba de quedar como ignorante respecto a los asuntos de su propio país. Vale que era un Cazador que se la pasaba de misión en misión en las zonas rurales, pero él no podía ser tan ignorante… ¿verdad?
De repente coincidía con todas las veces que Kiyome le había llamado idiota aquellos días.
—Kiyome, no creo que debas ser tan dura con él —dijo Le Fay con una pequeña sonrisa.
—Aaah Fay, eres demasiado amable.
Issei lloró internamente. De las tres mujeres que conformaban aquel extraño grupo, aunque una fuera solo para aquella misión de rescate, solo una de ellas era amable con él. Kiyome no dejaba de molestarle e insultarle en ocasiones como aquella y Kuroka solo se burlaba. Si no fuera por la profunda amistad, respeto, lealtad y camaradería que les unía, las habría abandonado hacía muchísimo tiempo.
—Entonces, ¿los hay?
—No en el gobierno propiamente tal, pero hace algunos años llegó una…, bueno, un grupo del ejército francés fue contratado para asistir en el levantamiento del occidentalizado ejército de Japón.
—¿Una misión militar?
—Eso mismo. Su labor terminó hace un par de años, pero escuché que varios de ellos renovaron sus contratos y se quedaron en Japón, enseñando diversas cosas. Sé que no son ingleses, pero creo que es lo mejor que tenemos.
—Servirá. Solo tenemos que enviar un mensaje mediante el consulado general, y esperar que los diplomáticos en Europa puedan hacer el resto. Conozco a los franceses, no dudarán en ayudarnos: les encantará que les debamos un favor.
—Pues, en ese caso, ¡nos vamos a Tokio!
Aquella misma noche partieron lo antes posible. Dado que no tenían ningún carro, pues el que llevó a Le Fay a aquel pueblo hacía tiempo que se había marchado, Kiyome invocó un youkai canino, uno tan grande que los tres humanos podían montarlo, no sin cierta incomodidad ya que tenían que ir muy apretados, por lo cual Issei quedó delante, con Kiyome detrás y Le Fay cerrando la fila. Llegaron a la capital más rápido que si hubieran ido en carro, lo cual era sorprendente, pero el youkai quedó totalmente agotado aún con los descansos que había tomado durante el trayecto. Luego de agradecérselo y jurarle una merecida recompensa por el esfuerzo, el grupo partió directamente hacia el edificio donde estaba el gobierno, recogiendo del mismo Canciller la autorización para la entrevista. Luego fueron hasta la academia militar de oficiales de Ichigaya, centro de actividad de los franceses tras el fin oficial de la misión en mil ochocientos ochenta, para hablar con los militares occidentales.
—Soy Le Fay Pendragón. Vengo a entrevistarme con la dirección de la misión militar francesa bajo autorización del Daijō-daijin.
Los guardias de la entrada, ambos japoneses, se miraron entre sí mientras observaban a la maga con notoria desconfianza. Ante la aparente negativa no verbal de estos, Le Fay mostró el documento con la firma y sello del Canciller.
—Es de suma importancia. Cualquier queja pueden llevarla ante la Cancillería imperial.
Enfrentados ante la aparentemente verídica autorización y la extranjera frente a ellos, ambos guardias juzgaron que era mejor dejarla entrar. Los hicieron pasar hasta el recibidor del lugar, donde el guardia que los guiara se excusó para buscar a un miembro de la comitiva francesa. Sin darse la vuelta, Le Fay les habló a sus acompañantes.
—Kiyome, Hyoudou-san, Kuroka-san, espérenme aquí —les comandó la inglesa una vez estuvieran solos, un tono serio sin emociones saliendo de sus labios.
El trío japonés se miró entre sí confundido, más que nada ante el súbito cambio en el tono de voz, postura y actitud de parte de la maga. Fue entonces cuando vieron surgir una faceta de la extranjera que sabían decía existir, pero no pensaron ver nunca:
Ida estaba la amable joven rubia que reía y conversaba con ellos como si fueran amigos de toda la vida. Ahora veían el fino rostro adornado por cabellos dorados de la Duquesa Le Fay Pendragón, hermana de Arthur Pendragón, Duque de Camelot y mano derecha de la monarquía británica. Era un rostro que irradiaba seguridad y seriedad, acompañado de una postura que evidenciaba importancia y poder por sobre el resto. Era un rostro que anunciaba que no se detendría ante nada, con el poderío de un imperio global detrás. Su transformación había sido cosa de un segundo, y, sin embargo, ya parecía alguien totalmente distinta respecto a con quien el trío había interactuado el último tiempo. Incluso Kiyome, quien había interactuado mucho con Le Fay en el pasado, tuvo que detenerse un momento para procesar el cambio frente a ella.
Para Le Fay, nada de eso importaba. Estaba a punto de recuperar a su sobrina tras semanas de búsqueda y no dejaría que nada se le interpusiera en su camino, así tuviera que forzar a los franceses lavándoles el cerebro con magia y manejándolos cual marionetas.
—… Entendido. Issei, Kuroka, esperemos aquí hasta que Le Fay termine su reunión —aceptó Kiyome mostrando un gesto serio.
—Pero ¿qué sucede si necesita ayu...?
—No tendrá problemas —pronosticó la Domadora. Había visto esa mirada antes, y sabía que la cosa dentro podría ponerse muy seria. Tenerlos cerca sería una distracción más que una ayuda, sobre todo con lo impulsivos que podía ser el único hombre del grupo—. Hablarán como europeos de asuntos europeos. Será mejor que nos quedemos fuera.
—¿Que tiene que ver que sean europeos con que nos quedemos afuera? —dijo Issei aun no entendiendo a qué se refería su compañera, por lo que insistió—. Si hay sobrenaturales involucrados, tenemos que entrar. Necesitarán nuestros conocimientos. Además, estamos en Japón. Lo lógico es que estemos adentro.
—Créeme que Le Fay sabe tanto del mundo sobrenatural como nosotros, si es que lo necesitan —refutó su defensa, sus ojos no abandonando la figura de la maga que, guiada por un hombre a todas luces occidental, se internaba en las entrañas del cuartel—. Y si mi instinto no me falla, no hablarán solo sobre Japón.
Costó un par de argumentos más, pero al final, para alivio de Kiyome, Issei desistió de acompañar a Le Fay a su entrevista con el comandante de la misión militar francesa. Una sola mirada a Kuroka le dio la seguridad de que la nekomata no intervendría tampoco: no mostraba interés por lo que los extranjeros hablaran. Finalmente se permitió sentarse en una de las sillas presentes, pero su mente no logró descansar: por su cabeza pasaban incontables pensamientos sobre qué podría estar ocurriendo dentro de esas cuatro paredes. No podía evitar estar preocupada.
Los franceses trabajaban para Japón y Le Fay estaba encantada con el país, pero, al final del día, ambas partes tenían su lealtad con sus intereses, primero, y con sus naciones, segundo. Los estados europeos llevaban financiando expediciones al interior de África desde hacía ya cuatro años, y se temía en la escena internacional una nueva etapa de imperialismo por el Viejo Continente, que se veía a sí mismo como el emisario designado por Dios y la Providencia para llevar la civilización hacia el resto del mundo. ¡Demonios, si hace apenas un mes los británicos sometieron a Egipto en una guerra! Ante aquella situación, era muy probable que, cuando menos, las palabras que se hablaran entre Le Fay, en su papel de duquesa británica, y los franceses, militares de su país en territorio extranjero, resultaran demasiado sensibilidades para el impulsivo carácter de Issei Hyoudou. Lo más seguro es que sencillamente propusieran actuaran por iniciativa propia, dejando de lado la autoridad japonesa, pero hacerlo sería algo muy arriesgado para ellos. Pero Le Fay tenía los medios para escapar si rompía las normas locales, y dudaba que tuviera muchos problemas en llevarse con ella a los franceses como pago por su ayuda, si es que lo necesitaran…
Definitivamente, mantener fuera a Issei Hyoudou fue la mejor decisión que pudo haber hecho en el día. Solo esperó, viendo las puertas herméticamente cerradas al final del pasillo, que Le Fay tuviera suerte en su cometido y lograra convencer a los franceses para que le prestasen su ayuda.
XXXXX
—… y esa es la situación —terminó Le Fay su exposición.
La atmósfera no era del agradable para ninguna de las partes: Le Fay no podía revelar muchos datos, en especial cuando se trataba de asuntos delicados, y los franceses debían confiar en que aquella noble, representante de un sistema político que aborrecían y pertenecía a una nación que había sido su más ardiente rival por la mayor parte de los últimos seis siglos, decía la verdad. Podría, perfectamente, ser un intento de arruinar la reputación francesa en Japón.
—Tengo entendido que el cónsul general británico ya está haciendo las medidas para que puedan prestarnos su ayuda, pero prefiero informarles yo misma para evitar cualquier malentendido.
—Nos pone en una situación delicada, madame Pendragón —respondió el oficial de mayor graduación presente—. Si bien juramos lealtad a la constitución y a la República, ahora mismo somos empleados del ejército imperial. Si no tenemos algo que nos dé alguna garantía de nuestra acción, terminaremos ambos pasados por la guillotina en casa, si es que no somos ejecutados localmente.
—Comprendo vuestra situación, pero os pido que entiendan la mía. Si una autorización de alguien en su cadena de mando es necesaria, la conseguiré. Solo os pido, messieurs officers, que cuando dicha autorización llegue, me entreguéis vuestra ayuda con total presteza en la misión que se nos aproxima.
—¿Cree poder obtener la autorización del gobierno imperial japonés para asaltar un arsenal del ejército?
—Si no lo logro, la conseguiré del gobierno francés. Si la cosa llega a peor, tengo los medios para evacuar rápidamente del país y llevarlos a ustedes conmigo, si es que el gobierno local se opone a la idea.
El oficial francés le observó con ojos duros, analizando a la mujer noble frente a él y determinando que tanto de lo que decía era cierto y que tanto era fanfarroneo. Lo único que pudo observar fue seriedad y una gran determinación, cosa que había visto incontables veces en el pasado. Las suficientes como para juzgar la veracidad de estas.
—¿Por qué llegaría tan lejos como para enemistarse con un gobierno amigo del Reino Unido?
—Mi prioridad es la seguridad de mi sobrina, y la del reino de asegurar la integralidad de sus ciudadanos. Prefiero arruinar las relaciones con un país que perder a mi familia y que esta nación sea el nuevo Cartago para las futuras generaciones.
El oficial levantó una ceja. Era una referencia que alguien del país oriental probablemente no entendería, pero casi todo el mundo educado en Europa conocía: la leyenda sobre el destino de la ciudad de Cartago cuando esta cayó ante Roma. Sobre cómo la ciudad fue arrasada, la población esclavizada y los campos regados con sal para que nunca nada creciera alguna vez en ellos. Era, por supuesto, una mentira creada por las clases intelectuales, que esparcían la mentira para crear la ilusión de que eran más civilizados que lo que Roma, el epítome de la civilización antigua occidental, alguna vez fue.
Y ella hablaba de convertir Japón en la nueva Cartago si es que algo le pasaba a su sobrina. No podía decir que le sorprendiera: nada menos podía resultar si se hacía público el secuestro y presunta muerte de la hija del Duque de Camelot.
—Si obtiene dicha autorización, madame Pendragón… —Una mirada tan seria como la que mostraba la inglesa tomó lugar en su rostro, poniéndose de pie y llevándose la mano a la sien—, tenga por seguro que le auxiliaremos en lo que necesite.
—Y yo os agradezco vuestra presteza para apoyar en difíciles momentos a otro miembro del mundo civilizado tan lejos de casa —agradeció la inglesa, igualmente seria, con una leve reverencia al estilo europeo—. Recordemos que somos todos parte de la misión civilizadora encomendada por Nuestro Señor y por Europa al resto del mundo.
Desde la puerta se escucharon un par de golpes. El sargento junto a esta la abrió levemente e intercambió palabras con alguien al otro lado, recibiendo dos sobres que, tras cerrar el acceso, cedió a la noble británica. Le Fay abrió el sello del primero, que provenía del consulado general británico, y leyó veloz su contenido, escrito en francés e inglés.
—Tenemos permiso del Ministerio de Guerra francés —anunció, entregándole al oficial el telegrama firmado por el ministro de guerra francés, Jean-Baptiste Billot—. Indica que, dado que el periodo oficial de la misión ya terminó, pueden evacuar el país en cualquier momento y volver a Francia. Ante la falta de un embajador en Japón, no hay forma de que les sigan el rastro fácilmente.
—Entiendo —respondió, leyendo igual de veloz el mensaje. Tras ello, se acercó a una de las velas y situó el papel encima, soltándolo y observando como este se quemaba hasta no quedar más que cenizas—. ¿Qué dice el otro mensaje? ¿Es también del consulado?
Le Fay rompió el sello del segundo sobre y leyó con celeridad el contenido escrito en inglés y francés. Había igualmente un segmento en japonés, que, ante la imposibilidad de leerlo, supuso repetía lo anteriormente indicado. Tras finalizar su lectura, sonrió para sus adentros y se lo entregó al oficial, quien lo leyó igual de rápido y, al igual que la inglesa, se relajó notoriamente, volviendo a doblar el papel y devolviéndoselo a la maga.
—Tal parece que la autorización local está aquí —comentó la británica, aguantando las ganas de romper su carácter de noble por el alivio que le provocaba aquel mensaje.
—Así es —el oficial se veía igualmente agradecido, aunque mucho más afectado que Le Fay ante la autorización dada por el gobierno. Era entendible, considerando que seguramente llevaba casi una década viviendo en el país—. Sargento —el suboficial junto a la puerta se puso en atención—. Llame a reunión de oficiales inmediatamente, sin excusas. Traiga solo a personal francés —una pequeña sonrisa se coló por debajo del mostacho del oficial—. Tenemos un castillo que asaltar.
XXXXX
El grupo se desplazó a Osaka en cuestión de una semana. Los franceses formaron una unidad militar cuyos oficiales y suboficiales se habían graduado recientemente de las academias bajo su mando, para asegurar la mayor lealtad posible, y evitaron seleccionar a aquellos provenientes de Osaka para evitar conflictos de interés si las cosas pasaban a peor. Para la artillería, en cambio, tomaron un batallón del distrito de Tokio, dado que era el más cercano disponible. Para obtener la mayor celeridad posible, el gobierno se aseguró la presencia y uso del ferrocarril para desplazar las tropas y el equipo, así como el personal adecuado. Mientras las tropas se instalaban en Osaka, los franceses, Le Fay y el grupo de Cazadores tenían una reunión estratégica.
—Entonces, ¿a qué nos enfrentamos esta vez? —Issei recibió un golpe en su pie por parte de Kiyome apenas hizo la pregunta, suprimiendo un quejido y mirándola ofendido. La Domadora le ignoró, ocupada examinando las reacciones de los oficiales europeos. Estos, dispuestos a un lado de la mesa central de la habitación, observaron al grupo de Cazadores al costado de la sala por unos segundos antes de volver a poner su atención sobre los planos del castillo de Osaka, acompañados de Le Fay. Esto no evitó que uno de ellos soltara un comentario sobre el incidente.
—Es un grupo bastante…, peculiar el que usted ha conseguido, madame Pendragón.
—Tienen sus particularidades, pero ¿no las tenemos todos? —La maga no despegó su mirada de los planos, lo que provocó que el francés olvidara a los sujetos de su comentario—. Además, son amigos que saben sobre a quién nos enfrentamos, y se han ofrecido voluntarios para acompañarme en la misión de rescatar a mi sobrina. Es mejor prevenir que curar.
—Sabias palabras, madame.
—Se lo agradezco, mon capitaine.
Issei giró los ojos ante la excesiva palabrería usada entre Le Fay y los franceses, según su propia opinión. Kiyome le había dicho que prestara atención a cómo se «comunicaba la gente civilizada», pero le parecía nada más que un gasto de saliva y tiempo.
—¿Cómo ve este asalto, mon capitaine?
—Consideraciones especiales aparte, madame, no es nada del otro mundo. Si fuera un castillo fortificado en Europa sería un asunto aparte, pero no deberíamos tener muchos problemas aquí. Nuestro único inconveniente sería asegurar alguno de los puentes que cruzan los canales, dado que es muy poco probable que logremos tender uno en caso de que los destruyan.
—¿Y la oposición interna?
—Ya nos encargamos de eso —el capitán de artillería Antoine Barre cambió la atención del grupo a otro de los mapas, este mostrando el área que cubría el distrito militar de Osaka—. Anunciamos un ejercicio militar que involucraría tropas de distintos distritos. Osaka tiene tres regimientos de infantería y uno de artillería. Casi todos fueron movilizados a las afueras. Solo queda un regimiento de infantería para cubrir todo el distrito, por lo que los guardias del castillo están debilitados. Además, gran parte de los ocupantes del castillo son obreros que fabrican armas, por lo que abandonan el lugar durante la noche o, en caso contrario, son una minoría que no sabrá luchar eficazmente. El Canciller movilizó también parte de las tropas de Nagoya para que sea más creíble, y la excusa para los soldados de Tokio es la misma.
—Excelente trabajo, mon capitaine.
—La cuestión ahora —continuó el teniente de infantería Alexandre Bouguin, retomando el mapa del castillo de Osaka—. Es como aseguramos una entrada. Una vez consigamos hacer cruzar a una aparte de nuestros hombres, asegurar el área no costará mucho. El asunto es cómo abrir las puertas.
—Creo que mis aliados pueden ayudar en aquel asunto —Le Fay se giró hacia los Cazadores, quienes esperaban atentos, en el caso de los humanos, o perezosamente, en el caso de Kuroka en su forma gatuna—. Madame Abe, si fuera tan amable de acercarse…
Kiyome asintió y con un paso firme caminó hasta la mesa, donde sintió las miradas escrutadoras de los presentes. Sin dejarse amilanar, inquirió por el motivo por el cual era llamada.
—Madame Abe, ¿cree usted que su grupo pueda infiltrarse y abrir las puertas de alguno de los puentes? —preguntó el capitán Barre—. Idóneamente, la puerta Otemon estaría abierta para cuando comience el asalto.
Kiyome ojeó el plano frente a ella. La puerta Otemon estaba al sureste del castillo, y sin duda era quizá el puente más ancho de los que llevaban a la fortaleza. Sin embargo, notó que en el sureste había un trayecto de tierra que también permitía llegar, sin la necesidad de tomar alguno de los puentes.
—Es posible, pero tendrán poco tiempo para atacar antes de que se den cuenta de que no hay nadie vigilando.
—Será suficiente.
—Señores oficiales, ¿por qué no usar el camino del sureste? Seguro es mucho más seguro ir por allí que por uno de los puentes.
El capitán y el teniente se miraron entre sí brevemente, murmurando unas palabras en francés en voz baja entre ellos.
—Ese camino también será utilizado, madame Abe. La artillería no lograría acercarse si fuera por uno de los puentes.
—Entonces, ¿para qué usar los puentes?
—Necesitamos llevar la mayor cantidad de tropas posibles velozmente. Además, atacar por dos puntos hará que sus ya menguadas tropas deban dispersarse más.
—… Ya veo.
—Gracias por su aporte, madame.
Kiyome tomó esa como su señal para retroceder nuevamente al costado de la sala. La conversación entre Le Fay y los oficiales franceses se desarrolló principalmente en francés, un idioma que ambas partes dominaban a la perfección, pero del cual ella apenas tenía nociones (dado que había dedicado su tiempo en el extranjero principalmente a estudiar el inglés, fuera de domar bestias). Captaba la ocasional palabra que entendía aquí y allá, pero la velocidad a la que hablaban y el uso de palabras de una complejidad mucho mayor a la de un principiante, sin nada que le sirviera de referencia, terminaron por hacer que no entendiera nada sobre los planes. Inspeccionó a Issei y Kuroka: ambos hace tiempo se habían aburrido de la «palabrería occidental», prefiriendo cada uno atender sus asuntos, nómbrese, Issei examinando el suelo y el techo y Kuroka dormitando.
Suspiró para sus adentros, pero se conformó con suponer que Le Fay les indicaría el plan resultante cuando la reunión estratégica terminara.
Varios minutos después, los Cazadores y Le Fay caminaban por el cuartel militar, deteniéndose frente a unas puertas. Eran habitaciones individuales, facilitadas para el grupo, de modo que pudieran descansar cómodamente durante la noche. Le Fay observó sus alrededores y le hizo un gesto al grupo para que entraran en su habitación, colocando un hechizo de silencio en la puerta tras cerrarla.
—¿Ahora si nos explicarás el plan? —preguntó Issei, reprimiendo un bostezo—. Tanto francés me hace pensar que estuve escuchando uno de los discursos de Kiyome cuando se intenta hacer pasar por extranjera con los hoteleros.
—Issei Hyoudou… —siseó Kiyome como advertencia.
—¡Callándome!
Le Fay soltó una corta risa ante la reacción del hombre, una bastante necesitaba a ojos de Kiyome. La tensión de los últimos días se le estaba acumulando demasiado, al punto que era fácil distinguirla en su físico. Pero aquella distracción no duró mucho, con la inglesa recuperando su semblante serio. Issei despertó a Kuroka, quien seguía en su forma gatuna, para que igualmente escuchara.
—Esta es la versión resumida del plan —informó, sacando un papel doblado. Al expandirlo, el grupo descubrió un crudo dibujo del área del castillo de Osaka—: comenzaremos mañana a la medianoche. Hyoudou-san y Kuroka-san despejarán la puerta Otemon y darás la primera señal, con la cual Kiyome y yo entraremos por esa puerta y nos dirigiremos al castillo propiamente tal luego de que ustedes despejen la puerta de éste e identifiquen la sala donde se encuentra Rose. Cuando lleguemos nosotras al castillo daremos la segunda señal, con la que los oficiales Barre y Bouguin lanzarán el asalto con el ejército. Apenas demos la segunda señal tendremos que pasar al interior y rescatar a Rosa, y nunca olviden proteger sus cabezas.
—¿Nuestras cabezas? ¿Por qué? —preguntó Issei sin entender.
Le Fay le miró seria, apuntando a la conexión terrestre al sureste del área del castillo.
—El capitán Barre mandó a traer desde Tokio un batallón de artillería dotado de un nuevo cañón de diseño japonés, inspirado en los alemanes. Son cañones de montaña de siete centímetros, casi tres pulgadas. Tres baterías, doce cañones en total. Usarán esta ocasión para probar su eficacia.
—¿Bombardearán el castillo? —La sorpresa en la voz de Kiyome era palpable, para confusión de Issei y Kuroka.
—¿Qué tiene? Tendrá un par de agujeros más, nada que dañe demasiado ese viejo castillo. Lleva varias décadas con daños de todos modos.
—… Siempre olvido que no conoces el mundo occidental —Kiyome se masajeó la frente antes de clavar su índice en el pecho del castaño—. Escucha, Ise —Le Fay seguía sorprendiéndose de la familiaridad con la que se hablaban, lo cual era una muestra de la gran familiaridad y confianza que se tenían—, la artillería occidental es un arma de temer. No es como esos intentos de cañones de madera que usaron en la rebelión de hace unos años, o como las cosas que ves en los museos y exhibiciones de vez en cuando. Japón no tiene nada comparable propio, salvo este nuevo diseño que ni siquiera ha sido probado. Hablamos de armas de destrucciones diseñadas para tirar abajo murallas mucho mayores a las que tenemos aquí en Japón, perfeccionadas durante siglos de guerra entre vecinos. Hay una razón por la cual Occidente aplastó a China hace unas décadas, y no fue solo porque marcharan bonito. ¿Lo entiendes?
—Kiyome, cálmate —la voz de Le Fay sonó angelical para el pobre japonés, quien veía entre confundido y asustado como Kiyome le seguía recriminando cosas que no tenía forma de saber. Eso, hasta que siguió hablando—. Estos cañones no son tan grandes, así que no deberían causar tanto daño de todos modos. Además, solo tenemos doce de ellos, y son de apenas siete centímetros. Como mucho destruirán la parte visible del castillo y ya está. No tienen el calibre de los cañones de la Royal Navy o los números de los del ejército en Egipto…, aunque esos también eran de mayor calibre, ahora que lo pienso. No presté mucha atención a los que tenían a mano cuando estuve allí, después de todo, pero estoy segura que eran al menos de tres o más pulgadas...
Le Fay estaba guardando el papel de vuelta entre sus pertenencias, cosa que le evitó ver la mirada de impresión total de sus acompañantes locales. Las cosas que esta decía parecían venir de otra realidad. Hablaba de que solo doce cañones tirarían abajo uno de los mayores castillos de Japón como si no fuera nada, y la manera de calmarlos era indicarles que había cañones mayores allí afuera.
—Me retiro por la noche. Descansen bien, mañana partimos con la preparación al mediodía cuando muy tarde. Buenas noches.
El trío se quedó solo unos segundos, cada uno retirándose a su habitación pronto.
—Fay… —Kiyome murmuró antes de quedarse dormida, las palabras de la inglesa aun rondándole la cabeza—. Qué cosas habrá visto…
La noche pasó sin pena ni gloria para el grupo, así como el día. Soldados y Cazadores evitaron acercarse mucho a la zona de ataque para no alertar en demasía a los que estaban dentro de la fortaleza. Pero cuando la hora del ataque llegó, todos estaban preparados. Los Cazadores y la hechicera se acercaron a su zona designada, preparados para dar el primer golpe.
—Issei, Kuroka, vosotros encargaos de neutralizar a los que vigilan el camino. Cuando terminéis, Fay y yo entraremos y nos ocuparemos del resto. Si alguien se acerca, ya sabéis que hacer.
—No hace falta que me repitas el plan —gruñó Issei—. Pero creo que sigue siendo demasiado sencillo. ¿Crees en serio que funcionará? —interrogó no muy convencido.
—A veces la solución a un problema difícil es una respuesta sencilla. ¿O tienes otro plan? Si llamamos la atención sospecharán. Los refuerzos lealistas del gobierno esperan a las afueras. En cuanto tengamos a Rose ellos harán su movimiento.
—Ya lo sé, ya lo sé.
—¿Entonces?
—Nada.
—Bien, pues en marcha.
Bufando con fastidio por la actitud de su compañera, Issei procedió a quitarse el calzado. Con Kuroka en su forma felina aferrada a su hombro, el artista marcial corrió hacia el Castillo. Con sumo cuidado y con ayuda de sus dones, ambos pudieron pasar desapercibidos de la vista de todo humano presente. Issei despejó las cercanías de la puerta asignada mientras Kuroka buscaba la sala donde se encontraba Rose Pendragón. Gracias a sus poderes, pudieron saber quién era humano y quién no, logrando también derrotar a los guardias silenciosamente, enviando luego la señal para que Kiyome y Le Fay se infiltraran una vez se hubo localizado. Las dos corrieron por el camino despejado hasta donde estaban Issei y Kuroka, atravesando el acceso. Poco después enviaron la segunda señal, la que indicaba a los franceses que era su turno. El grupo entonces se refugió junto a Le Fay, quien creó una pequeña barrera justo cuando los lealistas enviaban la señal de recibido de vuelta.
A las afueras del castillo, el capitán de artillería Barre bajó su sable al tiempo que gritaba:
—¡Fuego!
Un estruendo múltiple sacudió el aire y rompió la atmósfera de tranquilidad que habitaba la noche. Doce proyectiles viajaron la corta distancia entre la boca de sus cañones y el castillo de Osaka, impactando en la estructura y destrozando la fortaleza. Las murallas de madera reforzada poco pudieron hacer ante el fuego concentrado de los cañones, lo que volvieron pronto a disparar. La falta de fuego de respuesta permitió que los artilleros trabajaran con celeridad, y medio minuto después de la primera tanda ya el batallón disparaba de nuevo, sumiendo a la mayor parte de los defensores en el caos ante el sorpresivo ataque nocturno. Con la segunda tanda de disparos, el teniente Bouguin desenvainó su propio sable y ordenó el asalto de la posición a bayoneta calada. En la puerta Otemon no había ningún guardia disponible, y en cuestión de minutos la lucha entre defensores y atacantes comenzó a lo largo de todo el sector sur del parque que rodeaba el castillo.
El grupo de Cazadores observó el bombardeo no sin cierto temor. Se habían enfrentado a multitud de seres sobrenaturales anteriormente, pero el ver lo que unos cañones «de apenas siete centímetros», como los describió Le Fay, eran capaces de hacer, y sabiendo que existían cañones de mucha mayor potencia en el extranjero, no podían sino preocuparse del estado del mundo. A Japón en verdad le faltaba mucho por recorrer si quería oponerse algún día a las potencias occidentales.
Cuando los escombros dejaron de llover sobre la barrera mágica de Le Fay fue que la maga finalmente la dejó caer, señalando el castillo.
—Kiyome. Vamos —se giró entonces a Issei y Kuroka, quienes le miraban expectantes—. Hyoudou-san, Kuroka-san, cubran nuestras espaldas. La artillería debería disparar ahora sobre los defensores que salgan a combatir, pero aun así tengan cuidado.
Ambos asintieron mientras observaban a sus dos compañeras adentrarse. Kuroka se transformó a su forma híbrida y ambos montaron guardia. Las dos féminas recorrieron los largos pasillos del castillo. Conforme avanzaban iban encontrándose con numerosos defensores, algunos humanos y otros sobrenaturales. Luego de un par de minutos llegaron a lo que parecía ser el último tramo.
—Espera Fay, yo me ocupo. Tú avanza en cuanto no te presten atención—dijo Kiyome luego de observar a los guardianes.
La Domadora caminó lentamente hacia la puerta, extendiendo sus brazos, creando fisuras. Dos enormes y temibles onis agarraron sus enormes mazas dispuestos a convertir a aquella intrusa en un montón de papilla humana. Entonces, de ambas fisuras, surgieron un par de bestias domadas por Kiyome, quienes se lanzaron veloces hacia los onis. Estos, que no esperaban dicha aparición, fueron derribados rápidamente, pero no por ello se rindieron. Kiyome daba órdenes mientras Le Fay se escabullía de la fiera mirada de los onis.
Sin ahora vigilancia, ya fuera sobrenatural o humana, Le Fay procedió a correr el último tramo mientras que las tropas bajo mando francés, dirigidas por el capitán Barre en la retaguardia y artillería y por el teniente Bouguin en el frente, aseguraban ahora las zonas norte, este y oeste alrededor del castillo, ya habiendo tomado el sur y sumiendo aún más en el pánico a los soldados que quedaban a las afueras. No se encontró con mayor resistencia en su recorrido. Al final acabó frente a unas enormes puertas de madera. Allí era donde se encontraban aquellos malhechores que habían osado secuestrar a su amada sobrina. Con cuidado invocó un hechizo, el cual reventó la cerradura. Ambas puertas se abrieron de golpe y pudo escuchar claramente el chillido de una niña pequeña. Su corazón latió con aún más fuerza cuando ingresó y vio a su sobrina en un rincón. Sus ropas estaban rasgadas, su pelo enmarañado y estaba claramente más delgada. Sus hermosos ojos no brillaban, y eso fue lo que más le dolió.
—¡Rose! —gritó para llamar su atención.
La niña, temblorosa, atemorizada, centró su atención en aquella mujer que la había llamado. Sus ojos se abrieron y pareció que quería llorar, pero no le quedaban lágrimas.
—¡Tía! —chilló la niña dispuesta a levantarse y correr hacia ella, pero uno de los hombres la agarró por el pelo, tirando de ella hacia atrás, provocando que gritase de dolor.
La furia recorrió las venas de la británica y sus ojos brillaron amenazadores. Dio un paso, dispuesta a acabar con aquel que había osado hacerle eso a su sobrina, pero entonces un hombre se interpuso.
—Vaya, ya has llegado —dijo éste mientras expandía numerosos sellos en el aire.
A pesar de no conocer mucho sobre Japón, Le Fay supuso que se trataba de alguna especie de hechicero, un monje de oriente. Los había estudiado algo en la academia, pero dado que no eran europeos, apenas y se hablaba sobre ellos. El japonés hizo un gesto con sus brazos y de los sellos salieron una especie de agujas doradas que volaron hacia ella. Como respuesta, Le Fay movió sus dedos y una barrera en forma de esfera la rodeó, evitando que el ataque enemigo lograra alcanzarla en algún punto descubierto. Las agujas volaban, se desplazaban, cambiaban de rumbo. Los otros hombres agarraron a Rose, pero Le Fay no permitió que se marcharan. Con su mano libre apuntó hacia el suelo y una nueva barrera cubrió todas las paredes, el techo y el suelo.
—De aquí solo saldré yo con mi sobrina —siseó Le Fay de manera escueta.
Sus palabras eran una amenaza y una promesa. Si esos hombres lograban seguir vivos cuando todo aquello acabara, sería un milagro.
—Pues te mataremos y saldremos —gruñó el monje al tiempo que extendía más sellos.
—Rose, cierra los ojos y tápate los oídos —ordenó Le Fay a su sobrina mientras extendía un brazo, apuntando al monje, y el otro lo mantenía en posición vertical. La niña hizo lo que su tía le ordenó mientras los otros hombres se refugiaban en una de las esquinas. Todos ellos maldecían no tener armas a su disposición, pero creían que aquel monje podría derrotar a la británica.
Entonces estalló el combate en casi todo su esplendor. Dado que la sala estaba recubierta por un hechizo, Le Fay sólo podía usar su mano alzada para luchar contra el monje ya que la otra mantenía la barrera activa. Si no hubiera sido un genio, no poseyera un talento natural casi imposible de igualar en la magia, y porque además había trabajado ese talento hasta el cansancio, Le Fay casi que no habría tenido oportunidad para enfrentar a ese monje, pero el caso no era ese. El monje, a pesar de su poder y experiencia, no pudo lograr herir a la extranjera. Incluso usando una sola mano para atacar y defenderse, la mujer era infranqueable. Además, el pequeño espacio de la sala le dificultaba luchar, por no olvidarse de aquellos que le habían contratado. Afuera podía escucharse los reconocibles sonidos de una lucha por encima del propio sonido de combate entre magia occidental y oriental.
En un descuido por parte del monje, Le Fay usó sus dos manos para lanzar un poderoso hechizo que logró derribarle, dejarle medio muerto. Los otros hombres intentaron aprovechar aquel momento para huir por una de las ventanas, aunque la altura fuera más que considerable y dada la situación podría ser peor quedarse, pero Le Fay lanzó dos hechizos como advertencia mientras avanzaba hacia ellos. Entonces, en un acto desesperado, el que tenía a Rose la agarró con ambas manos por el cuello, ahogando a la niña.
—¡No te acerques o le rompo el cuello! —chilló aterrorizado.
Le Fay se detuvo. Aquel hombre no dudaría, no iba de farol. Pero ese acto, más que evitar que les hiciera algo, tuvo el efecto contrario. Le Fay movió los dedos y las manos del hombre brillaron. Con el terror recorriendo su ser, intentó soltar a la niña, pero sus manos no cumplían sus órdenes. Es más, comenzaron a abrirse, pero lentamente. Rose tosió, abriendo los ojos, buscando a su tía con la mirada, pero cuando sus ojos se encontraron, Le Fay dio otra orden, pero esta vez silenciosa. Rose se alejó de los hombres, sentándose en una esquina, cerrando con fuerza los ojos y tapándose los oídos con las manos con tanta fuerza que parecía que los fuera a fusionar.
—Secuestrar a mi sobrina… Dejarla en un estado tan lamentable… —murmuraba Le Fay mientras avanzaba hacia aquel grupo masculino—. Golpearla… Amenazarla… Asfixiarla… Tus manos han cometido grandes crímenes imperdonables…
Los dedos del hombre comenzaron a abrirse más y más, doblándose en ángulos imposibles. Dicho varón gritó de puro dolor mientras un sonido desagradable resonaba en la sala. Los otros le miraban amedrentados y alguno no pudo aguantar las ganas de vaciar su vejiga. Éstos, al ver a su compañero desmayado por el dolor, con todos los dedos y las propias muñecas dobladas en ángulos horribles de ver, comenzaron a suplicar piedad. Le Fay les observó con ojos fríos.
Le Fay siempre había sido una mujer alegre, entusiasta y extrovertida, también muy educada, dirigiéndose a todos, enemigos o amigos, con respeto, una chica que tenía miedo a los insectos… Pero también tenía otro lado, un lado que ni ella misma conocía, y todo porque le habían tocado lo más sagrado…, su familia. Estaba dispuestas a volverlos papilla humana, pero por encima de los ruidos de una batalla que estaba finalizando y de los gimoteos y súplicas de aquella escoria, escuchó el gimoteo de la pequeña Rose.
Las ganas de matar a aquel grupo de hombres eran muy fuertes, pero pudo controlarse. Creó poderosos hechizos para apresarles. Una vez hecho, se acercó hasta su amada sobrina, quien aún temblaba y gemía. La abrazó con fuerza mientras lágrimas silenciosas surgían de sus ojos y caían por sus mejillas. Rose respondió al abrazo cuando reconoció nuevamente a su tía, dejando salir todo hasta caer inconsciente por puro agotamiento físico y mental. Un par de minutos después, Kiyome entró junto al teniente Bouguin y varios soldados lealistas. Echaron un rápido vistazo a la habitación, observando primero a la británica y luego a las mentes tras el secuestro. Kiyome hizo un gesto de asco a verlos mientras los soldados revisaban su estado. Al ver que estaban vivos, el teniente ordenó que se los llevaran arrestados mientras la mujer se acercaba a su mejor amiga temiendo lo peor. Pero por fortuna sus lágrimas no eran de tristeza, sino de dicha. Observó a la niña, quien parecía estar sana y salva. No mucho después ingresaron Issei y Kuroka, esta última en su forma felina, ambos también aliviados por ver que la niña Pendragón estaba bien.
XXXXX
El antiguo castillo, ahora convertido en fortaleza, fue puesto en custodia del ejército lealista bajo supervisión francesa mientras los secuestradores arrestados eran llevados bajo custodia hasta una carroza de hierro. Le Fay, que cargaba en todo momento a su sobrina, marchó detrás de ellos, no queriendo perderlos de vista. Los tres Cazadores iban justo detrás. Los cuatro subieron a un segundo carro, el cual marchó todo el tiempo tras el carro-celda, ambos rumbo de vuelta a Tokio para reunirse con el Canciller, siendo escoltados por otros carros llenos de soldados. A pesar de la gran distancia entre ambas ciudades, la vigilancia sobre los presos no menguó en ningún momento. Su importancia era vital y si a uno de ellos le pasaba algo o desaparecía, serían sus cabezas las que podrían rodar.
Rose no se separaba en ningún momento de su tía. Iba con ella a todos lados y, por su propio bien, Le Fay se mantenía alejada incluso de los Cazadores. Cuando se acercaba a algún japonés a por algo, Rose escondía su rostro y comenzaba a temblar de puro terror, lo cual le dolía mucho a la hechicera. Pero, sin que nadie lo supiera, durante la noche, Kuroka solía introducirse en el carro-celda para usar sus poderes en los arrestados y evitar que estos dieran problemas, dejándolos en una especie de estado absorto.
Una vez llegaron a Tokio, los carros fueron directamente al edificio donde se encontraba el Canciller. Los primeros en ser llevados al interior fueron los prisioneros, siendo seguidos por Le Fay, con su sobrina en sus brazos, y los Cazadores. Los arrestados fueron llevados al despacho del Daijō-daijin, pero Le Fay fue llevada hasta otro cuarto. Por orden del Daijō-daijin, los Cazadores se desplegaron alrededor del edificio para vigilar que ningún ser sobrenatural molestara en aquel momento tan vital.
Dentro de la sala donde había sido guiada, Le Fay se encontró con dos hombres: el Canciller y un hombre europeo.
—Pendragón-dono, me alegro de volver a verla y ver que ha logrado su objetivo —saludó alegre el Canciller sin acercarse al ver a la pequeña Rose aferrada a su tía—, él es el cónsul general británico Harry Parkes.
Ambos británicos se saludaron según su costumbre. El cónsul Parkes dio una reverencia ante la miembro de la casa de Camelot, quien le respondió igualmente con una reverencia, aunque mucho menos pronunciada. Le Fay era, después de todo, alguien de rango social superior en las costumbres británicas.
—Miss Pendragón, lamento muchísimo no haber estado disponible cuando llegó al país.
—Descuide, señor Parkes. El Canciller hizo todo lo necesario para ayudarme, y su ayuda para contactar a los franceses mediante el consulado es más que apreciada.
—Aun así, me disculpo. Como ciudadana del Imperio que es y siendo además hermana del Duque de Camelot, era mi deber…, no, era mi obligación ayudarla. ¿Cómo está la pequeña? —preguntó mirando a Rose, quien escondía su rostro en el cuello de Le Fay.
—Está bien, dentro de lo que cabe.
El británico asintió, aliviado.
—Canciller, ¿podría excusarnos un momento? Debemos hablar de temas delicados con la duquesa ahora, por lo que si nos disculpara…
El Daijō-daijin realizó un gesto afirmativo y se retiró de la sala. Tras cerrar la puerta, el dúo siguió hablando en un tono algo más bajo.
—Prepararé pasajes en un barco de bandera británica para el amanecer de mañana. De igual manera le solicitaré un barco de la Royal Navy al vicealmirante Willis para que escolte su barco en caso de que cualquier cosa ocurra durante el trayecto.
—Aprecio la ayuda y el esfuerzo, Mr. Parkes. Esas precauciones deberían ser más que suficientes.
—¿No prefiere viajar en un barco de la flota? Sería más seguro que en un navío donde nadie sabe quién podría estar a bordo.
—Gracias por la oferta, pero un barco civil llamará menos la atención. En ese caso podemos decir por lo menos que el navío cumple labores de patrullaje.
—Entiendo. En ese caso, ordenaré de inmediato que consigan los boletos para Londres. ¿Necesita que haga algo más antes de continuar con el… "asunto local"?
—Sí. ¿Podría enviar un mensaje a mi hermano? Quiero que sepa que hemos rescatado a su hija, mi sobrina, y que está sana y salva. También dígale que volveré a Inglaterra cuanto antes.
—Por supuesto —asintió el cónsul—. Enviaremos el mensaje desde el consulado con la mayor presteza. ¿Necesita algo más?
—Creo que lo único que falta es usar la diplomacia para agradecer a Francia el que nos haya prestado sus oficiales, así como al Canciller japonés por prestarnos al ejército.
—No se preocupe con el asunto japonés: para eso estoy yo. Personalmente, creo que ya se dieron por pagados con la oportunidad de eliminar las amenazas internas de entre sus filas y probar de manera directa el efecto de sus cañones nuevos. En cuanto a Francia, eso se lo dejaré al embajador Bradley allá en París. Sin embargo, si me lo pregunta, seguramente pidan la recompensa durante las negociaciones en el asunto africano.
Parkes miró a su alrededor y se llevó un dedo a los labios. Le Fay entendió la indirecta y realizó un gesto con su mano, imponiendo un hechizo que los aislaba del mundo exterior.
—¿Qué sucedió con la autorización del gobierno francés?
—Apenas la leímos el capitán Barre la quemó. No quedó evidencia alguna.
—Menos mal. No sería bueno arruinar las relaciones que tenemos con este país. ¿Y sobre los movimientos del imperio?
—Ninguno ha salido a la luz. Cualquier información sensitiva de mi parte está a salvo.
—Excelente.
—¿Algún asunto más que tratar?
—Ninguno, Miss Pendragón.
—En ese caso salgamos y esclarezcamos de una vez los motivos de este horrible suceso.
Asintiendo, el hombre abrió la puerta para que Le Fay saliera al exterior. Allí les esperaba el Canciller.
—¿Han terminado sus asuntos?
—Así es, Canciller. Gracias por respetar nuestra privacidad.
—Faltaría más. Ahora, si gustan, procederemos a esclarecer este misterio —indicó el Daijō-daijin mientras señalaba la puerta de su despacho con un gesto de su mano.
Los dos británicos asintieron y fueron directamente hacia el despacho del Canciller, aunque antes de entrar Le Fay hechizó a Rose para evitar que sus ojos y oídos funcionasen, evitándole así el mal trago de estar en la misma sala que aquellos que habían convertido su vida en un infierno. La pequeña no se resistió ni protestó. Todo lo que dijera su tía era absoluto. Una vez dentro, el susodicho, Le Fay, Rose, el cónsul general británico Harry Parkes y los culpables del secuestro discutían los motivos por los cuales estos últimos habían llevado a cabo el secuestro de la hija del Duque de Camelot.
—Muy bien —comenzó a hablar el Canciller—, exijo una explicación del motivo por el cual habéis llevado a cabo este acto tan abominable y que ha estado a punto de provocar serios problemas diplomáticos entre nuestra nación y el Imperio Británico —exigió con voz severa
—Daijō-daijin, los británicos…, no. Las potencias de occidente son abusivas con nosotros y ustedes no hacían nada. Por eso fuimos nosotros los que dimos el paso. ¡Basta ya de avergonzar a nuestra gran nación!
—Ustedes lo que desean es conseguir mejores condiciones o hacerse con el control de sus sectores. Podían haberlo hablado como personas civilizadas —expuso el señor Parkes.
—¿Hablarlo? ¿Acaso ustedes nos escucharían? No, y eso lo sabemos todos. Nos llaman avariciosos, pero ustedes no son distintos. Es más, son peores. Lo único que hacen es aprovecharse de nuestro país, ¡y ya estamos hartos de ello!
—¿Y acaso ustedes son mejores? —inquirió el británico.
—No se trata de ser mejor, sino de que nos hagan caso. Con la hija del duque de Camelot como rehén, tendrían que escucharnos sí o sí…
—¿Por cuánto? Apenas firmen el acuerdo, tendrían que devolver a la pequeña. ¿Y entonces qué? Se hubieran convertido en las parias del sistema internacional —el enojo del señor Parkes era palpable—. En el mundo civilizado dejamos atrás esas prácticas bárbaras hace cientos de años. Necesitas más que un ferrocarril, una fábrica o un cañón para ganarte el respeto de los demás, y si hay algo que Su Majestad la Reina Victoria tiene, es amistades que no dudarán en prestarle una mano. ¿Podrían haber aguantado la presión de todas las naciones de Europa?
Uno de los cabecillas intentó responder, pero un gesto brusco de Parkes lo calló.
—Y, además, mírense ustedes: empresarios todos, dueños de fábricas textiles y ferrocarriles. Sí, no crean que no he leído sus archivos. ¿Qué hubieran logrado con esto? Sus productos compiten en todos los mercados asiáticos con los nuestros, pero para ello deben cruzar el mar. ¿Y saben por qué se le conoce a este periodo como Pax Britannica? Es muy sencillo —Parkes se acercó hasta quedar frente a frente con los cabecillas del secuestro, quienes le miraban en diversos estados entre incomodidad y terror puro—. Porque las rutas comerciales son controladas por nosotros y nadie se mueve sin que lo sepamos.
La magnitud del error caló hondo en los cabecillas. Varios bajaron la cabeza en arrepentimiento, y aquellos que la mantuvieron en alto no parecían tan seguros de sí mismos como antes. Parkes retrocedió hasta volver junto a Le Fay, quien les miraba desde su lugar con la misma mirada de superioridad que le otorgaba su rango de duquesa en las islas británicas.
—Eso no hubiera pasado, ¿verdad? —quiso saber la hechicera cuando el cónsul llegó a su lado, mediante un hechizo de comunicación de muy corto alcance, prácticamente indetectable.
—No —confirmó él—. Lo más probable es que bloquearan los puertos japoneses apenas se conociera la noticia, tal vez destruyéndolos en el proceso. Japón no tiene materias primas en sus islas: con las importaciones cortadas su economía se hubiera ido a pique.
Le Fay asintió y cortó el hechizo. Ahora fue el turno del Canciller de hablar, y en su voz no había rastro alguno de comprensión o amabilidad. Era una voz que dictaba sentencia, una dura y sin vacilación.
—Por su grave pecado, serán encarcelados y castigados según nuestras leyes, siempre y cuando el gobierno británico esté de acuerdo —miró de reojo a ambos europeos, quienes asintieron—. Dicha sentencia os será comunicada más tarde, pero no esperéis clemencia, pues lo que habéis estado a punto de desencadenar no la merece. Llévenselos —ordenó a los soldados que había afuera luego de salir de la sala junto a Le Fay y el señor Parkes.
Los soldados entraron en el despacho, sacando a los prisioneros para llevarlos a la cárcel, donde se llevarían a cabo sus castigos por el alto crimen cometido no solo contra Gran Bretaña, sino también contra su propio país al haberlo puesto en tan grave peligro.
—Ahora que hemos terminado, debo despedirme. Tengo asuntos que atender con su Majestad el Emperador.
Despidiéndose de ambos británicos, el Canciller procedió a abandonar el edificio junto con su escolta. Fue entonces que los tres Cazadores ingresaron en el edificio junto al señor Yamato, quien parecía muy alegre, pero los cuatro esperaron a que ambos europeos terminaran de hablar.
—En este caso, también me despido. Ahora que este feo asunto ha sido resuelto, debo informar. Un placer haberla conocido, Miss Pendragón.
El hombre se despidió con una inclinación, saliendo del edificio. Solo entonces el señor Yamato y los Cazadores se acercaron a la hechicera.
—Pendragón-san, me alegro volver a verla en buen estado. ¿Cómo está? —preguntó preocupado mirando a Rose, quien seguía en la misma posición que cuando estaba dentro del despacho.
—Estamos bien, gracias por su preocupación.
—Vamos a mi casa. Allí podréis descansar todos cómodamente.
—Muchas gracias —agradecieron los cuatro.
Afuera se encontraba el carro del señor Yamato, el mismo en el que Le Fay había montado para ir a ver al Consejo del Clan Abe. Le Fay se sentó junto al señor Yamato mientras que Issei y Kiyome se sentaban juntos, con Kuroka entre ambos. El grupo fue hasta el hogar del matrimonio Yamato, donde los recibió la señora Yamato, que parecía alegre y aliviada por ver a ambas Pendragón en estado saludable dentro de su condición por los horribles eventos sufridos.
—Oh queridas, podéis poneros mis yukatas. Dormiréis más cómodas.
Le Fay estuvo a punto de rechazar su oferta, pero al final acabó aceptando cuando Kiyome aceptó dicha oferta con gratitud.
Otro capítulo más y el penúltimo de este arco. El próximo, que está por ser terminado, será publicado en los próximos días. Esperamos que igualmente hayáis disfrutado de esta actualización.
Un saludo y nos leemos en el próximo.
