14.
La pregunta del millón era dónde se había metido Scott y por qué no llegaba. Sentado a una de las mesas de ajedrez de Central Park, Eric trataba de concentrarse en las piezas que tenía frente a él pero sólo podía pensar en lo que estaría pasando. No debía de haberle dejado solo. Podía haber encontrado a alguien o haber recordado algo de maldita casualidad, y en ese caso seguro que habría decidido arrancar y descubrir más. Si lo hacía todo el plan se iría al diablo. No podría seguir con la mentira por más tiempo, y de otra forma no sabía cómo retenerle a su lado. Era un desheredado. A él también le habían abandonado. Poco a poco iría formando su equipo de ángeles caídos, le necesitaba a él. A él y a Raven para empezar, y por supuesto al niño.
Levantó la mirada para encontrar a éste frente a él, comiéndose el menú infantil de McDonalds que le había comprado. La salsa de la hamburguesa le chorreaba por los lados de las manos y Eric ya le había dado como cinco o seis pañuelos de papel. Estaba demasiado viejo para bregar con niños, se dijo. No le hacían caso. O si se lo hacían, era por miedo. Aunque lo que detectaba en Mike no fuera tanto miedo como desconfianza.
Tenía que conseguir ponerle de su lado. Quizá cuando su tía Raven estuviera, dejaría de desconfiar. Era ella la única que podía hacerle comprender el sentido de todo aquello, como ella misma lo había comprendido en su día. Lástima que pareciera haber olvidado todas las razones.
-¿Qué pasa?- preguntó Mike de repente, al ver los ojos de Eric clavados en él.
-No, nada.- el hombre movió perezosamente un peón blanco y derribó el correspondiente peón negro. De momento era una jugada fácil, acababa de empezar.- ¿Sabes jugar al ajedrez?
El niño sacudió negativamente la cabeza.
-Puede que te enseñe algún día.- dejó caer Eric.
-Sé jugar a las damas.- replicó Mike, con la boca llena de patatas fritas.
-Bueno, es un primer paso. Además, estoy seguro de que se te dará bien. Por tus poderes tienes una gran facilidad para la organización... la estrategia.
Mike no se dio por aludido con esa frase. Seguro que había aprendido a no revelarlo en lugares públicos. Siguió comiendo, con la vista fija en las fichas y el tablero, como si estuviera intentando desentrañar el funcionamiento del juego. Eric deslizó una de las piezas (metálica, por supuesto) sin tocarla, y le brindó una sonrisa al niño. Le decía que no tenía nada que temer. Mike le miró con cierto recelo, y se tragó el último mordisco de hamburguesa.
-¿Cuándo voy a ver a mi madre?- preguntó.
-Pronto.- contestó Eric sin prestarle demasiada atención, estudiando el próximo movimiento del peón blanco.
-¿Cuándo es pronto?
-No lo sé, Mike. Pronto. Unos días, unas semanas...
-¿Estoy secuestrado?
Eric soltó una carcajada forzada. No se sentía con ánimos para reír. No cuando Scott no daba señales de vida.
-Claro que no.
-¿Entonces si quisiera...- el niño se deslizó hacia el borde del asiento- podría irme?
-Sí, bueno...
El alfil blanco cayó con el ataque del caballo negro. Eric lo tumbó con un movimiento de dedos seco y decidido.
-Cuando estás en el colegio, por ejemplo, lo que es poder puedes irte, ¿verdad? Pero no lo haces- dijo. Mike asintió con la cabeza.- Pues esto es parecido. Incluso más importante.
Mike escrutó la expresión de concentración distraída del hombre que se sentaba frente a él. No había entendido una palabra.
-¿Me vas a enseñar?- dijo.
-Ya te lo dije ayer.- masculló Eric, mientras su mirada viajaba hacia la reina negra que estaba quedando desprotegida.
-¿Cosas de mis poderes?
-Sí.
-A mi madre no le gustará. Se enfadará cuando vuelva a verla.
Eric alzó los ojos al cielo y suspiró. Por suerte el niño era aún muy joven y sería más fácil inculcárselo desde el principio. Su madre parecía toda una intolerante. Una intolerante que lo quería, pero intolerante al fin y al cabo. Iba enseñándole a su hijo a ocultar su mutación como si fuera algo malo.
-Tu madre no sabe en qué consiste esto. Ella no es mutante. Y por mucho que te quiera y que lo intente, no puede ponerse en tu lugar.
El niño le miraba expectante, muy atento. Esperó que no lo fingiera.
-Voy a contarte un secreto.-se inclinó hacia el niño y bajó la voz.- ¿Sabes cuál es el problema que la gente tiene con los mutantes? ¿Sabes por qué nos rechazan? Porque nos tienen miedo. La gente tiene miedo de lo que no comprende. Y no comprende cómo somos nosotros. Es normal. Pero eso no significa que sea bueno.
Eric volvió a erguirse y recorrió con la mirada el tablero, recapitulando la situación general del juego. Mala, en general. Reñida. Vida o muerte. La voz de Mike se coló en sus pensamientos, temblorosa, triste, con una pizca de miedo, o de desengaño.
-¿Mi madre también?
Él asintió ligeramente con la cabeza.
-No pueden evitarlo.
Cuando volvió a levantar la vista del tablero, encontró que el pequeño había dejado de comer y ahora estaba abrazado a sus rodillas, en posición fetal. Asustado y solo. Aquello había sido demasiado para él.
-No les resulta fácil acostumbrarse, no he dicho que no te quiera.- dijo.- Pero claro, al mismo tiempo sienten cierto... recelo. Somos diferentes. El ser humano tiene miedo de lo que es diferente. Y eso ni tú ni yo podemos cambiarlo.
Apoyó su mano en el hombro del niño.
-No te lo digo para hacerte daño. Sólo son cosas que debes aprender. Mucha gente te rechazará, te odiará, y todo simplemente porque te tendrán miedo. Porque eres mucho más fuerte que ellos. Y eso, Mike, es mejor que lo sepas ahora que cuando sea demasiado tarde, y todo ello te afecte demasiado.
Le dio un cachete cariñoso en la mejilla para animarlo. Al menos, cuando él era pequeño, esas cosas funcionaban.
-¿Quieres que probemos una cosa?- dijo entonces.
Mike se encogió de hombros.
-Bueno.
Eric recorrió la fracción de parque con la mirada. No sabía cuál sería la forma más adecuada de hacer esa prueba, pero se moría de ganas de hacerla. Se fiaba de Hugh Stewart, y si éste había dicho que una cosa era posible, debía de serlo. Lástima que no encontrara nada con lo que intentarlo. No se veía cazando palomas por el parque y no iba a probarlo sobre una persona la primera vez. Necesitaba algo más simple, tirando a unicelular, y que nadie pudiera echar de menos en caso de fallo. Miró el tablero de ajedrez y fue a aplastar distraídamente una mariquita que se paseaba por allí con una de las piezas, y entonces tuvo la idea. Cogió al insecto rojo entre los dedos índice y pulgar, con cuidado pero la suficiente firmeza para que no se le escapara.
-Cógela.- dijo.
El niño abrió las manos y Eric dejó caer el insecto en el hueco. Rápidamente, Mike hizo una jaula con sus palmas y encerró a la mariquita entre sus dedos apretados. La sentía moverse dentro, correr desesperada e incluso alzar el vuelo para escapar de allí.
-Hace cosquillas.- dijo.
Eric le miró muy serio.
-¿Estás dispuesto a intentar una cosa, Mike?
-Sí.
El hombre apretó las manos del niño entre las suyas.
-Trata de cambiar esta mariquita.
Mike frunció el ceño, extrañado.
-¿Cambiarla? ¿Cómo?
-No sé, a lo que tú quieras. Haz que le salgan unas alas. O más patas. O cambia el caparazón.- soltó las manos del niño.- Vamos. Demuéstrame que puedes.
Tomando aire, Mike cerró los ojos fuertemente y trató de concentrarse. Eric vio en él un inevitable gesto de su tía, en los primeros tiempos, cuando intentaba transformarse ella misma. Ahora que lo pensaba, tal vez sus poderes tenían la misma raíz, de alguna manera. Casi podía sentirle repitiendo para sus adentros "cambia, cambia, cambia." Tenía los párpados apretados, una línea se dibujaba entre sus cejas. "Cambia, cambia, cambia."
-Ya está, Mike, es suficiente.- le dijo. Estaba empezando a temerse que le había forzado demasiado.
La expresión del niño no cambió. Ni siquiera parecía haberle escuchado.
-Ya está, Mike.
"Cambia, cambia, cambia."
-¡Basta!
El niño abrió los ojos asustado. Las palmas de sus manos se relajaron y de ellas emergió no el insecto rojo y redondo que había entrado, sino otro de alas más alargadas, de un tono purpúreo, que alzó el vuelo y se perdió en la lejanía. Eric se quedó mirando boquiabierto cómo se alejaba. Aquel insecto, aquella especie desconocida que Mike acababa de crear, era el principio de un gran plan. De un plan revolucionario.
-¿Lo he hecho bien?- preguntó el niño.
Eric no lograba encontrar las palabras. Había miles de ideas en su cabeza, ideas que se formaban al vuelo.
-¿Lo he hecho bien?
Finalmente consiguió asentir.
-Sí. Lo has hecho muy bien.- se sorprendió de lo ronca que sonaba su voz, de lo embargada por la emoción que parecía.- Ahora vámonos a casa. Seguro que Scott ya está allí.
Scott, de hecho, ya no importaba. No necesitaba ángeles caídos. El mesías de los mutantes ya estaba en sus manos. Y bajo sus enseñanzas.
