Capítulo 2: Los Tres Caballeros
Lo primero que hizo Donald después de que Panchito y José se instalaran en su casa fue mostrarles la habitación en la que se encontraban sus sobrinos. La decoración había sido idea de Elvira, su abuela había acudido a su llamado en cuanto supo lo de Della y prometió ayudarlo con todo lo que pudiera, aunque tuviera que regresar pronto pues la granja y Gus la necesitaban.
—Ellos son mis sobrinos, la doctora dijo que romperían el cascaron hoy o mañana.
—Son muy grandes.
—Apuesto a que puedo hacer malabares con ellos.
—¿Estás seguro de que es una buena idea?
Donald se dirigió hasta el escritorio y tomó el libro que había comprado pocos días antes y que había estado leyendo con bastante frecuencia a pesar de que había memorizado todas y cada una de sus palabras pues tenía memoria fotográfica.
—Este libro dice que es bueno jugar con los patitos y creo que los malabares son un buen juego.
—Nos convenciste.
Donald tomó los tres huevos y comenzó a hacer malabares. Todo era diversión hasta que uno de ellos resbaló de las manos del pato y cayó al suelo. Pese a que no se encontraban muy alto, los tres amigos se encontraban bastante preocupados. Donald devolvió los huevos que pudo sostener de vuelta a su lugar y comenzó a revisar minuciosamente el huevo caído.
—¿Está roto?
—¿Le pasó algo?
—¿Voy por cinta?
—¿O prefieres una vendita?
—Debemos llevarlo a un hospital cuanto antes.
Donald estaba marcando a la línea de emergencias cuando fue interrumpido por su abuela. Ella había escuchado el ruido que habían provocado y acudieron de inmediato. Ella estaba enojada, mentiría si lo negara, pero supo como manejar la situación.
—El cascarón está intacto —Elvira acercó el huevo hasta su cabeza —, puedo escuchar al patito en su interior, tan inquieto como siempre. No hay nada de qué preocuparse, si es que tienen una buena justificación para lo que hicieron.
—Quería jugar con los niños —respondió Donald y la culpa era notable en su rostro.
—Tienes mucho por aprender —Elvira colocó su mano sobre el hombro de su nieto, estaba molesta, pero verlo tan afectado hizo que el enojo que sentía disminuyera —. Acompáñame a preparar la cena y te daré unos consejos —luego se dirigió a Panchito y a José —. Si pasa algo, por más insignificante que parezca, nos llaman, la doctora dijo que podrían romper el cascarón hoy o mañana.
—Sí, señora —respondieron José y Panchito al unísono.
Donald siguió a su abuela sin decir ninguna palabra. La sensación de terror que lo embargó al ver caer uno de los huevos seguía latente en él, aunque menor al saber que estaba bien. Mentalmente se prometió no volver a hacer nada que pudiera exponerlos al peligro, promesa que se tomó demasiado en serio por varios años.
Mientras que Elvira preparaba el arroz, Donald se dedicó a pelar y picar las verduras. Ninguno dijo nada y el silencio comenzaba a sentirse asfixiante.
—Recuerdo cuando nació Quackmore, estaba tan preocupada y asustada por la idea de ser madre —Elvira fue la primera en romper el silencio —. Le pedí ayuda a mis amigas con hijos, especialmente a mi madre. Me dijeron tantas cosas, muchas contradictorias que solo llegué a sentirme más confundida. Tu padre no me ayudó mucho, desde que era pequeño tenía un terrible temperamento. Con Daphne fue más sencillo, ya tenía más experiencia y era una patita con mucha suerte.
—¿Alguna vez lo dejaste caer?
—No, pero Quackmore dejó caer a Fethry cuando era un huevo.
—Eso explica muchas cosas.
Donald disfrutaba dormir y no era algo que lo avergonzara. Durante su estadía en el ejército le provocó muchos problemas. Pete era con el que tuvo más problemas. Todos los días ingresaba a su cabaña y lo despertaba tocando la trompeta a pocos centímetros de su cabeza. La guerra terminó y aunque Donald dejó de ser miembro activo del ejército no pudo renunciar en su totalidad. Cada año debía presentarse a un entrenamiento especial y estar preparado para luchar en caso de que una nueva guerra se desatará. Donald esperaba que eso último no llegara a suceder.
Sin embargo, esa noche tuvo problemas para dormir. Cada vez que cerraba los ojos solo podía pensar en lo poco que faltaba para que sus sobrinos rompieran el cascaron. Panchito no le dejó otra opción. Su amigo fue el primero en despertarse y lo hizo cantando. Trató de cubrir su cabeza con la almohada, pero todos sus intentos por amortiguar el ruido fueron inútiles. Resignado a no poder dormir se dirigió a la cocina y comenzó a preparar los panqueques para el desayuno.
—¿Necesitas ayuda? —era su abuela Elvira la que le hablaba. A diferencia de Donald ella estaba acostumbrada a despertarse temprano e iniciar a trabajar poco después de que el día iniciara.
—Puedes ayudarme friendo los panqueques, estoy por terminar la mezcla.
En pocos minutos el desayuno estaba listo. Donald le pidió a Panchito y a José que se encargaran de servir los panqueques en lo que veía a los niños. Acomodó las mantas que usaba para mantenerlos caliente, pero después de varios intentos decidió que no era suficiente, el libro que había leído sobre paternidad decía que era de gran importancia empollar a los huevos, no sólo por el calor, también para formar un lazo. Della no estaba así que lo haría él.
Se sentó sobre los huevos, teniendo cuidado de que su peso no los aplastara. Cerró sus ojos y después de lo que parecieron solo unos segundos, la voz de sus amigos lo despertó. Panchito sostenía una cámara fotográfica por lo que no le fue difícil deducir que le habían tomado una fotografía.
—Te demoraste demasiado —fue la respuesta de José a una pregunta que nunca llegó a formularse.
—En seguida voy.
Donald se puso de pie y acomodó las mantas que mantenían a los huevos seguros y calientes. Según el doctor, los patitos podrían romper el cascarón en cualquier momento, era por eso por lo que había pedido unos días libres, quería estar allí cuando eso pasara. Fue por ese motivo que acordaron turnarse para vigilar a los huevos.
Poco después de terminar su turno recibió una llamada telefónica de Daisy. Ella había salido de Duckburg poco antes de que Della tomara la lanza de Selene por lo que no pudo contarle nada de sus sobrinos y como él se había convertido en su tutor legal. Mentalmente se dijo que esperaría a que pudieran hablar personalmente para ponerla al tanto de su situación.
—Donald —le dijo Daisy a modo de saludo —, estoy en el aeropuerto y lista para que me recojas.
—Enviaré a un taxi por ti, en estos momentos no puedo dejar la casa bote.
—No te preocupes, le pediré a Gladstone que pase por mí —respondió Daisy notablemente molesta.
La mirada de Donald se posó en la puerta de la habitación en la que se encontraban sus sobrinos. Sabía que podrían nacer en cualquier momento, pero dudaba que lo hicieran dentro de las próximas horas así que decidió ir por Daisy. La conocía demasiado bien para saber que si decía que llamaría a Gladstone lo haría y la idea de que estuvieran juntos lo hacía enojar. Conocía a su primo lo suficiente para saber que convertiría ese paseo en una cita.
—Estaré allí en media hora, quince minutos si no hay problemas con el tránsito.
—Date prisa.
Donald le reiteró a su abuela y amigos en más de diez ocasiones que lo mantuvieran al tanto de lo que les pasara a los huevos durante su ausencia y prometiéndoles regresar cuanto antes. Su mala suerte no tardó en aparecer pues su carro tuvo varios problemas para arrancar. No fue nada con lo que no pudiera lidiar, solo una basura en el tanque de la gasolina que le hizo perder tiempo con el que no contaba.
Durante el camino tuvo varios problemas. Su carro no tuvo ninguna avería, pero sí un camión a pocos metros delante de él. Se quedó sin gasolina en medio de la carretera, impidiendo la circulación de los otros vehículos. Tocar la bocina del carro no servía nada y eso era algo que el pato sabía, pero no evitaba que descargara toda su ira contra esta, esperando que algo extraordinario pasara y lo hiciera aparecer en medio del aeropuerto donde Daisy se encontraba.
Cuando finalmente logró llegar a su destino, Daisy estaba más que furiosa. La forma en que movía su pie indicaba impaciencia y por la forma en que su pico estaba fruncido parecía lista para gritar durante un largo rato, probablemente durante horas.
—¿Quieres ir por un helado antes de ir a la casa bote?
Eso pareció calmar un poco a Daisy. Su ceño fruncido se relajó y aunque no dijo nada, la forma en que caminó hasta el carro de Donald le hizo saber que la situación había sido superada. Donald se alegró por eso, no quería gastar mucho dinero pues contaba con un presupuesto bastante limitado, pero lo prefería de ese modo pues sabía que le esperaba una larga conversación con tu novia.
—¿Cómo te ha ido? —le preguntó a Daisy mientras esperaban a que les trajeran el helado que habían pedido.
—Maravilloso. Visité muchos lugares hermosos y tuve la oportunidad de entrevistar a varias celebridades.
Durante los próximos minutos Daisy se dedicó a contarle a su novio sobre su viaje, los lugares que visitó, los reportajes que hizo y especialmente las probabilidades que tenía de conseguir un aumento. Únicamente se detuvo cuando el mesero les sirvió a ambos los postres que habían ordenado.
—¿Y bien? —le preguntó Daisy —, sé que quieres decirme algo, lo llevas escrito en toda la cara.
—Es sobre mi hermana, ella —Donald hizo una pausa, hablar de su hermana era demasiado doloroso y dudaba que en algún momento dejara de doler —, se ha ido y dejó a tres huevos atrás. La doctora dice que nacerán hoy o mañana.
—Entiendo. Será mejor que regresemos cuanto antes.
Donald agradeció el que Daisy no hiciera ninguna pregunta sobre Della y que pidiera una taza para guardar los postres. No había recibido ninguna llamada de sus amigos o de su abuela, pero eso no lo hacía sentir menos ansioso. El temor que le provocaba no poder estar cuando rompieran el cascarón era cada vez mayor.
Los patitos no rompieron el cascaron ese día.
Daisy, que no quería perderse el nacimiento de los patitos, decidió quedarse en la casa bote. Su plan inicial había sido quedarse en la habitación de Donald, pero Elvira consideró que no era apropiado para una pareja de novios compartir una habitación por lo que prácticamente la obligó a quedarse con ella.
—Cuando se casen podrán dormir juntos todo el tiempo que quieran, antes no.
Donald y Daisy se sonrojaron al escuchar esas palabras. Ninguno de los dos consideró prudente decir que no era la primera vez que Daisy se quedaba en la casa bote o que compartían la misma cama. Mucho menos que ninguno tenía deseos de casarse antes de que pudieran ordenar sus vidas.
Elvira era la que estaba cuidando los huevos cuando el primero comenzó a quebrarse. Llamó a gritos a los demás para que pudieran presenciar ese momento y todos ellos corrieron en cuanto la escucharon. Donald fue el primero en llegar, aunque no era el que se encontraba más cerca.
Antes de que el primer patito rompiera el cascarón, el segundo, el más inquieto comenzó a hacer pequeñas fisuras en el suyo. El tercero, que también era el más inactivo, permanecía sin hacer nada y eso comenzaba a preocupar a todos los presentes, menos a Elvira.
—Denle su tiempo —comentó Elvira al notar el estado en que se encontraban los demás —, todos los patitos tienen su propio ritmo.
—¿Segura?
—Sí, recuerdo cuando rompiste el cascarón. Te quedaste atorado en el cascaron por varios minutos hasta que lo rompiste en medio de un arranque de enojo.
—Porque no me sorprende de Donald, gruñón desde el huevo.
Si Donald no hubiera estado tan preocupado por el patito que no había roto el cascarón, se habría enojado. Llamar al hospital no era lo único que había considerado, en más de una ocasión se vio tentado a romper el cascaron, algo que según los libros que había leído sobre paternidad era lo peor que se podía hacer.
Elvira no había terminado de hablar cuando apareció una grieta en el único huevo que quedaba sin romper. Este patito se demoró más tiempo en salir de su cascarón y cuando lo hizo el motivo fue más que evidente, no estaba enfermo solo era perezoso.
La preocupación fue reemplazada por alegría en el momento en que el tercer patito rompió el cascarón.
Los tres patitos se encontraban observando fijamente a los adultos frente a ellos.
Elvira fue la primera en cargarlos y verificar que todo estuviera bien. Revisó sus plumas, tocó con delicadeza sus picos y escuchó los latidos de su corazón. No había encontrado ninguna anormalidad, pero aún así decidió llamar a un doctor. No solo porque era necesario una revisión más profunda sino por la necesidad de registrar a los patitos adecuadamente.
—¿Cómo se llamarán?
Donald estaba por decir los nombres que Della había elegido para sus niños, pero cambió de opinión de último momento. Creía que eran buenos nombres, para una mascota, pero no para unos niños. Quiso decírselo a su hermana, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo, menos decirle los nombres que había elegido.
—Huebert, Dewfort y Llewellyn.
