AQUI LES TRAIGO MI NUEVA ADAPTACIÓN ESPERO LES GUSTE

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer al final les digo el nombre del autor


Capítulo Uno

Corría por el bosque enmarañado, de sus labios escapaba la respiración entrecortada por el miedo mientras luchaba para llevar el preciado oxígeno hasta sus pulmones. Una rama le golpeó dolorosamente el rostro y alzó la mano con un gesto de protección. La apartó después para protegerse de otros obstáculos que acechaban en la negra noche. El cielo cubierto ocultaba la media luna y la dejaba a ciegas mientras continuaba intentando abrirse camino entre los árboles.

Solo era cuestión de tiempo que detectaran su ausencia. No esperarían hasta el amanecer. En menos de una hora soltarían a los perros para que la localizaran.

Contaban con aquella ventaja. Ella con ninguna.

Tropezó con las raíces de un árbol y cayó de bruces al suelo, golpeándose el rostro.

Todo el aire abandonó sus pulmones. Permaneció tumbada con la respiración jadeante y las lágrimas ardiendo en sus ojos. Apretando los dientes con un gesto de determinación, se obligó a incorporarse para continuar huyendo, ignorando el dolor insoportable que laceraba su cuerpo.

La encontrarían. No descansarían hasta obligarla a volver. No podía parar.

No podía renunciar. Moriría antes de volver.

Un escalofrío le recorrió la espalda al oír al aullido distante de un coyote. Se detuvo en seco al oír a un segundo coyote, y después a un tercero, mucho más cerca que el primero. Los aullidos de toda la jauría gimiendo, ladrando y aullando le pusieron el vello de punta en una piel ya erizada por el frío.

Estaban delante de ella. Eran el único obstáculo que se interponía entre Bella y el campo abierto que representaba su libertad. Su posible libertad. Pero entonces cayó en la cuenta de que, si se acercaba a los coyotes, quizás los perros que estén soltado para seguir su rastro se mostraran reacios a seguirla para no aproximarse a ellos.

Sus oportunidades con los coyotes salvajes eran infinitamente mejores y preferibles a las que le deparaba el futuro si conseguían arrastrarla de nuevo al complejo. El cielo estaba empezando a clarear hacia el este, pero no lo bastante como para distinguir el camino. Consciente de que tenía que seguir avanzando costara lo que costara, se lanzó hacia delante, apartando el denso ramaje mientras intentaba abrirse paso a través de la tupida vegetación.

No sentía ya los pies descalzos. El frío y los numerosos cortes y golpes los habían dejado entumecidos. Y lo agradecía. Sabía que en el momento en el que recuperara la sensibilidad quedaría indefensa.

¿Tendría que seguir caminando mucho más? Había estudiado los planos en minutos robados y corriendo un riesgo enorme al adentrarse en zonas prohibidas del complejo. Sabía que el camino que había elegido, el que se dirigía hacia el norte, era el más corto para atravesar el impenetrable bosque que rodeaba el complejo.

Había memorizado todos los indicadores y se había encaminado hacia el norte desde el extremo septentrional de la tapia.

Pero, ¿y si no había seguido una línea recta? ¿Y si había estado corriendo en círculos?

Quiso escapar un sollozo de su boca ensangrentada, pero lo reprimió mordiéndose el labio inferior, infligiéndose dolor de forma intencionada.

Y oyó entonces algo que le hizo olvidar el frío. El pánico se deslizó por su espalda y ella se quedó paralizada por el terror. Los perros. Todavía estaban lejos, pero era un sonido inconfundible con el que estaba íntimamente familiarizada. Sabuesos: rastreadores de sangre. Y ella había sangrado por todo el bosque, dejando un rastro que convertiría su búsqueda en un juego de niños para los perros.

Con un sollozo, se obligó a seguir avanzando. Su huida era cada vez más desesperada. Saltaba tocones y ramas caídas y se cayó media docena de veces en aquella frenética fuga impulsada por la angustia y toda una vida de desesperación.

Un calambre le agarrotó el muslo y gimió, pero ignoró aquel dolor paralizante. La atacó otro en el costado. ¡Oh, Dios! Se palmeó el costado, presionó, masajeó el músculo tensionado y alzó hacia el cielo su rostro devastado por las lágrimas.

«Dios mío, por favor, ayúdame. Me niego a creer que soy la abominación que dicen ellos. Que seré castigada por algo que no elegí yo. No están cumpliendo con tu mandato. No puedo, no quiero creerlo. Por favor, ten piedad de mí».

Los perros parecían estar más cerca y había dejado de oír a los coyotes. A lo mejor habían huido asustados por los escandalosos aullidos de la nutrida jauría que la buscaba. Otro calambre estuvo a punto de doblegarla y comprendió que pronto no sería capaz de continuar corriendo.

—¿Por qué, Dios mío? —susurró—. ¿Cuál es mi pecado?

Y, de pronto, salió de entre la última maraña de ramas y arbustos y fue tal el impacto de no encontrar ningún obstáculo que tropezó y cayó hacia delante, aterrizando con el rostro sobre… ¿sobre una pista de grava?

Extendió las manos sobre el suelo y curvó los dedos sobre la tierra y la gravilla. Las gotas de sangre empaparon la tierra y se secó apresuradamente la boca y la nariz con el brazo de la sudadera hecha jirones.

Creció entonces la euforia. ¡Lo había conseguido!

Se levantó a toda velocidad, regañándose a sí misma. Todavía no había conseguido nada. Apenas había abandonado el bosque y en aquel momento era un blanco más fácil. Pero por lo menos podría saber hacia dónde ir.

O al menos eso esperaba.

Comenzó a correr por la carretera, pero se desvió hacia la cuneta en cuanto las piedras comenzaron a clavarse en sus pies. La hierba no era mucho mejor, pero, al menos, el rastro de sangre no sería tan evidente.

Para su asombro, a solo unos cientos de metros le pareció reconocer una pequeña gasolinera y un puesto de frutas. Aumentó la velocidad de sus pasos, mirando en todas direcciones mientras avanzaba. Miraba incluso por encima del hombro, temiendo ver a los perros tras ella. O, peor aún, a los ancianos.

Al no ver nada, ni a nadie, continuó hasta la estación de servicio sin tener la menor idea de lo que allí la esperaba. Sabía muy poco del mundo moderno, más allá de lo que había aprendido en los libros, las revistas y los periódicos que había leído a escondidas. Le parecía un mundo extraño, aterrador y más grande de lo que era capaz de imaginar. Pero había intentado acumular todo el conocimiento posible preparándose para aquel día.

Para la libertad.

Al llegar a la gasolinera, se fijó en una vieja camioneta. Estaba aparcada delante de la gasolinera y una lona cubría por completo el remolque. Miró a derecha e izquierda y después hacia la gasolinera, sopesando rápidamente sus opciones. Oyó voces.

Se agachó detrás de la camioneta a toda velocidad. El corazón retumbaba con fuerza en su pecho y respiraba con dolorosos resuellos.

—Tenemos que llevar la carga al puesto de Seattle. Espero estar de vuelta para las dos de la tarde. ¿Necesitas algo de la ciudad, Roy?

—No, hoy no. Pero ten cuidado. He oído decir que esta mañana está fatal el tráfico. Ha habido un choque en cadena en la 610.

—Lo tendré. Y cuídate tú también.

Sin pensárselo dos veces, Bella alzó la lona de la camioneta y, para su deleite, vio que había espacio suficiente para acurrucarse entre las cajas de fruta y verdura.

Con la mayor rapidez y el mayor sigilo que pudo, se deslizó en el remolque de la camioneta, con su cuerpo protestando de dolor. Colocó de nuevo la lona, esperando haberla dejado tal y como la había encontrado, y se inclinó hacia delante cuanto le fue posible para evitar caer.

Aquel hombre se dirigía a la ciudad. Pensar en ello le aterrorizaba. La mera idea de verse engullida por una ciudad le resultaba paralizante. Pero también jugaría a su favor. Seguro que los ancianos tenían más problemas para encontrarla en una ciudad repleta de actividad. Por no mencionar que no podrían secuestrarla a plena luz del día. Y podrían hacer las dos cosas si permanecía allí, en aquella zona aislada.

Contuvo la respiración cuando la camioneta tembló con el portazo del conductor.

Después, arrancó el motor y el vehículo comenzó a desplazarse hacia atrás. Bella se llevó el puño a la boca hinchada y se mordió los nudillos cuando la camioneta se detuvo, pero, un segundo después el vehículo se puso de nuevo en movimiento y ella comprendió que habían salido a la pista de grava.

«Gracias, Dios mío. Gracias por no haberme olvidado. Por hacerme saber que no soy lo que ellos decían y que tú no eres el Dios vengativo del que hablaban ».