AQUI LES TRAIGO MI NUEVA ADAPTACIÓN ESPERO LES GUSTE
Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer al final les digo el nombre del autor
Capítulo Dos
Edward Cullen agarró el vaso de café y dos bagels y salió de un pequeño centro comercial situado a solo unas manzanas de las oficinas de WSS. Debido a la popularidad de la cafetería y a que era la hora punta de la mañana en Seattle, había tenido que dejar el coche al otro lado de la carretera, en el aparcamiento del centro comercial.
Era una suerte que fuera invierno, o que el tiempo fuera todo lo invernal que podía llegar a ser en Seattle, así no terminaría empapado en sudor después de aquella caminata. Se percibía un ligero frío en el aire, cortesía del último frente frío de la noche, lo que suponía un cambio agradable después del calor agobiante del verano y el otoño.
Estaba a punto de llegar a su todoterreno cuando se dio cuenta de que la puerta del conductor estaba abierta. ¡Hijo de…! Siempre se olvidaba de cerrar la maldita puerta y, bueno, eran muchas las veces que se dejaba las llaves en el encendido cuando tenía que hacer un recado rápido.
Dejó el café y los bagels, desenfundó la pistola y se colocó entre dos coches antes de comenzar a avanzar a paso lento hacia el todoterreno, intentando pasar desapercibido mientras acortaba la distancia entre su vehículo y él.
Continuó caminando entre los coches aparcados hasta que estuvo a un solo coche de distancia. Con mucho sigilo, se dirigió hacia la parte de atrás. Quería aparecer por detrás de quienquiera que estuviera intentando largarse con su todoterreno y dejarle atrapado entre la puerta abierta y la pistola cargada.
Se levantó poco a poco, lo suficiente como para poder ver bien al ladrón, y frunció el ceño al ver una delgada silueta con una sudadera con capucha llena de agujeros.
Los vaqueros no estaban en mucho mejor estado. La capucha cubría la cabeza del tipo. A juzgar por su tamaño, tenía que tratarse de un adolescente con ganas de dar una vuelta en un coche robado.
Quienquiera que fuera era un pésimo ladrón de coches. Ni siquiera estaba vigilando su espalda para ver si el dueño del todoterreno, o cualquier otra persona, aparecía de repente tras él. Cuando vio que comenzaba a deslizarse tras el volante, supo que tenía que actuar, y esperar que el tipo no fuera armado.
—No te muevas —dijo Edward, apareciendo de pronto y apoyando la pistola en la espalda del chico.
El adolescente se quedó muy rígido y volvió la cabeza. Y, cuando Edward vio al supuesto adolescente que estaba intentando robarle el todoterreno, todo el aire abandonó sus pulmones en una enérgica exhalación.
Una joven se le quedó mirando con unos ojos enormes y asustados. Su rostro era de una palidez inusual, lo que hacía la sangre y la hinchazón de su nariz y su boca más evidentes. A pesar de su indumentaria y del estado en el que se encontraba, lo primero que pensó Edward fue que estaba contemplando el rostro de un ángel.
Algunos mechones de pelo castaño sobresalían de la capucha de la sudadera, enmarcando un cutis que, al margen de las heridas, parecía de porcelana. La sangre y las heridas no casaban en absoluto con la imagen que aquella joven proyectaba.
Edward bajó la mirada hacia su mísero atuendo y advirtió que ni siquiera llevaba unos malditos zapatos. No podía decirse que hiciera un frío helador, por supuesto, pero sí demasiado como para andar saliendo con aquella indumentaria y los pies descalzos.
—Por favor, no me haga daño —susurró la joven con labios temblorosos.
Su cuerpo entero temblaba mientras alzaba las manos con un gesto de rendición. El enfado de Edward al ver que le estaban robando el todoterreno se desvaneció para ser sustituido por un fuerte sentimiento protector y por la rabia de saber que alguien quería hacer daño a aquella mujer diminuta y de aspecto inocente.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó con delicadeza antes de bajar la pistola y guardarla en la pistolera.
El terror asomó a aquellos ojos azules como el cristal. Edward nunca había visto a nadie con un color tan especial. Edward nunca había visto a nadie con un color tan especial. Aquellos ojos junto al castaño sedoso de su pelo, su aspecto delicado y su piel clara conjuraron en su mente la imagen de un ángel.
—No… no… puedo decirlo.
Edward suavizó su expresión.
—¿Tienes algún problema? Porque yo puedo ayudarte. Mi trabajo consiste en ayudar a gente que tiene problemas.
Ella sacudió la cabeza con énfasis.
—Por favor, déjeme marcharme. Siento mucho haber… —se interrumpió y señaló el vehículo moviendo débilmente la mano.
— No sabía qué hacer.
—Cariño, creo que no te has visto —respondió él con delicadeza.
— Estás herida, llena de moretones, tienes un aspecto horrible y no vas vestida para este tiempo. Ni siquiera tienes zapatos.
—Tengo que irme —susurró ella—. Tengo que irme.
Edward dio un paso adelante al percibir su urgencia y su inminente huida. No sabía por qué era tan importante para él impedir que se fuera, pero, ¡diablos!, ¿cómo iba a dejar que se marchara aquella misteriosa mujer después de haber visto en qué condiciones estaba?
Ella se encogió, replegándose sobre sí misma con un gesto de protección instintivo y en absoluto consciente. Edward sintió oscurecerse su propia expresión al pensar en los motivos que podía tener aquella joven para asumir que debía tener tanto miedo de un desconocido. Pero comprendía su reacción. No podía decirse que se hubieran conocido en las mejores circunstancias. Sobre todo, teniendo en cuenta que él había aparecido apuntándola con una pistola.
—Déjame comprarte algo de comer. Acabo de salir de la cafetería del centro comercial, pero, cuando he visto la puerta del todoterreno abierta he dejado caer el café y los bagels. Creo que a ti también te vendría bien algo caliente.
Reconoció el anhelo en sus ojos ante la mención de la comida y el café y desvió la mirada automáticamente hacia su silueta, advirtiendo su delgadez. Tenía unas profundas ojeras bajo los ojos que sugerían falta de sueño, además de la de comida.
Maldita fuera. Tenía todas las señales de una víctima de malos tratos.
¿Habría sido su marido? ¿Su novio? Podría haber sido hasta su padre. Parecía lo bastante joven como para ser una adolescente. Sus ojos eran lo único que la hacía parecer adulta. Unos ojos que habían visto demasiado. Unos ojos más viejos que ella, educados con dureza en la universidad de una vida miserable.
—Te juro que no voy a hacerte ningún daño —le aseguró en el mismo tono tranquilizador que habría empleado con un animal salvaje.
— No pienso llamar a la policía ni denunciarte por intento de robo.
La joven palideció todavía más ante la mención de la policía e Edward se maldijo por lo imprudente de sus palabras.
Ella estaba abriendo la boca para protestar cuando Edward distinguió el familiar silbido de una bala. El coche que estaba a su lado se sacudió de forma violenta en el momento en el que el neumático recibió el impacto. El eco del disparo reverberó con fuerza en la distancia.
—¡Agáchate! —gritó Edward, abalanzándose hacia la mujer.
Le rodeó la cintura con los brazos y se volvió para tirarla al suelo y protegerla con su cuerpo. Estaba buscando su propia pistola cuando nuevos disparos alcanzaron el todoterreno y el coche que estaba a su lado. Y, después, el dolor explotó en su pecho.
Abrió la boca sorprendido y, por un momento, fue incapaz de moverse. La fuerza abandonó sus piernas, se derrumbó como un globo desinflado y cayó con un golpe seco al lado de la mujer, que continuaba tumbada en el suelo a menos de un metro de distancia.
—¡No, no! —gritó Bella—. ¡No!
Edward vio su rostro. La angustia y la preocupación hacían más marcadas sus facciones. La perplejidad y la sensación de fracaso le asaltaron mientras sentía cómo iba apagándose su cuerpo. Después de todo lo que había soportado y contra lo que había luchado durante el año anterior, ¿así era como iba a morir?
—Escúchame —jadeó. Él mismo se sobresaltó al oír su voz convertida en un mero susurro—. Móntate en mi todoterreno. Las llaves están puestas. Sal de aquí a toda velocidad y ponte a salvo. No tienes manera de ayudarme. Me estoy muriendo.
—¡No! —se opuso ella— ¡No pienso dejarte!
Gateó para acercarse a Edward y, de pronto, su rostro se cernió sobre él. Sus ojos azul centellearon hasta adquirir un tono plateado mientras caía la capucha de la sudadera, dejando deslizarse alrededor de su cuello una cascada de rizos castaños tan descontrolada como las manos que corrían sobre su pecho ensangrentado.
—Vete —graznó Edward.
Tosió y se atragantó al sentir el gusto metálico de la sangre envolviendo su lengua.
Ella cerró los ojos y frunció la frente angustiada e Edward gimió en el momento en el que sintió sus manos presionándose con fuerza contra su pecho.
Fue como si le hubiera caído un rayo. Una descarga eléctrica. El corazón le palpitó con fuerza, después, se detuvo y se le nubló la visión. Las delicadas facciones de aquella joven se hicieron cada vez más borrosas.
Dejó entonces de luchar contra lo inevitable: la muerte. Se relajó, esperando la llegada del fin mientras el frío alcanzaba lo más profundo de su corazón. Hasta que la más asombrosa de las sensaciones le devolvió a la conciencia. Calor. El calor más delicioso que había sentido en su vida fue extendiéndose poco a poco por sus venas, llevando con él el susurro de la esperanza, el anuncio de un nuevo renacer.
Intentó hablar, protestar, preguntar si aquello era la muerte, pero solo fue capaz de boquear en el momento en el que se le aclaró la visión y pudo contemplar la insoportable tensión grabada en cada una de las líneas del rostro de aquella joven.
Jamás había experimentado nada tan maravilloso como aquella calidez que emanaba del interior de su cuerpo. Su corazón agotado y sus pulmones parecieron relajarse y, además, ya no había dolor… solo quedaba la sensación de estar resurgiendo. Era como si un cirujano hubiera hundido las manos en su pecho y hubiera reparado meticulosamente el daño hecho por la bala.
Alzó la mano, asombrado al saberse con fuerzas para hacerlo. Aspiró ansioso el dulce oxígeno que daba la vida y se maravilló al descubrir que no solo había desaparecido el dolor, sino que estaba sintiendo algo indescriptible. No había drogas, ni narcóticos, ni analgésicos capaces de producir una sensación tan maravillosa.
Alargó la mano hacia la muñeca de la joven y la rodeó con los dedos. No estaba seguro de lo que estaba haciendo aquella mujer, pero sabía que tenía que parar.
Estaba en peligro. Los francotiradores seguían allí. Podían ir a por ella en cualquier momento.
Ella abrió los ojos en el instante en el que la tocó y los propios ojos de Edward se abrieron como platos al descubrir el turbulento torbellino de colores resplandecientes que hacían indetectable el color azul de sus ojos.
—No —respondió ella entre dientes—. Todavía no he terminado. Tienes que dejarme acabar. No voy a dejar que mueras.
Edward apartó la mano, aturdido ante lo que estaba viendo o, mejor dicho, experimentando. A aquellas alturas de la vida, pensaba que ya nada podía sorprenderle o pillarle desprevenido. Creía que en el mundo en el que vivía y trabajaba ya nada volvería a parecerle increíble. Pero jamás había imaginado tal poder, tal habilidad.
¿No era Dios el único que tenía poder sobre la vida y la muerte?
No, eso no era cierto. Hombres y mujeres se mataban a diario. Los humanos tenían más poder de decisión sobre la muerte que sobre la vida. Y, sin embargo, aquella mujer…
Todo su cuerpo se estremeció y su tronco se irguió como si acabaran de utilizar con él un desfibrilador. Sintió el frío del cemento a través de la chaqueta empapada en sangre y se dio cuenta de que él estaba caliente. Vivo. Entero. Y respirando.
Comenzó a mirarla maravillado y descubrió la desesperación que arrasaba aquellos ojos tan profundos. Ella apartó las manos, encogió las rodillas contra el pecho, las rodeó con los brazos y comenzó a moverse hacia delante y hacia atrás mientras las lágrimas rodaban por su rostro.
Edward comprendió al instante lo que ocurría. Al salvarle, al sanarle, había renunciado a la oportunidad de escapar. La resignación que reflejaba su rostro le rompió el corazón cuando todavía estaba estupefacto ante la sorpresa de estar vivo.
Se palpó el pecho con cuidado, apartó la mano y la vio empapada de sangre. Pero la sangre procedía de su ropa. No era él el que estaba sangrando. Ya no había ninguna herida en su pecho. Sentía una debilidad residual… pero quizá fuera solo por el impacto de lo ocurrido. No estaba en condiciones de levantarse, de tirar de ella, meterla en el todoterreno y salir corriendo. Lo único que conseguiría sería que les mataran a los dos, o, mejor dicho, que volvieran a matarle a él. Ella solo tendría oportunidad de escapar si le abandonaba allí.
Alargó la mano y la agarró del tobillo, sacudiéndola con delicadeza para llamar su atención. Ella alzó la mirada hacia él con expresión apagada y Edward señaló el todoterreno.
—¡Vete, deprisa, antes de que vengan! Las llaves están puestas.
Ella negó con la cabeza mientras una nueva oleada de lágrimas empapaba su rostro.
—¡Maldita sea, sal de aquí! Yo puedo conseguir ayuda y todavía conservo la pistola. ¡Por el amor de Dios, muévete!
Por primera vez, la esperanza asomó al rostro de la joven, a pesar de que sus ojos continuaban mostrando su sorpresa. Edward estaba comenzando a levantarse cuando se descubrió aplastado de nuevo contra el suelo por el cuerpo de ella mientras una docena de balas agujereaban el todoterreno.
Ella abrió los ojos como platos, mostrando dolor, tristeza y un terror inefable. Edward sintió la intensidad de su mirada penetrándole hasta los huesos, su peso arrastrándole a las más turbulentas profundidades. No había una sola parte de su cuerpo que no estuviera suplicándole y, cuando habló, Edward se encogió ante la angustia que traslucía cada palabra.
—Tienes que esconderte. No pueden saber lo que he hecho. No puede saberlo nadie. No le hables a nadie de mí —suplicó.
Envolvió las manos de Edward con sus manos diminutas, se las levantó y se las llevó al pecho. Edward sintió el errático latido de su corazón contra los nudillos y advirtió entonces que estaba temblando violentamente.
No se atrevió a llamar la atención sobre el hecho de que el charco de sangre sobre el que todavía estaba tumbado la delataría porque sabía que se derrumbaría, era como si estuviera sostenida por un hilo finísimo. Soltarle las manos, perder su contacto, le hizo sentirse repentinamente vacío, como si parte de él hubiera muerto.
Pero, aun así, la empujó hacia su vehículo y adoptó un tono duro y autoritario mientras le dirigía la más enérgica e imperativa de sus miradas.
—Vete mientras todavía estás a tiempo, maldita sea. Ya te he dicho que pronto vendrá alguien a por mí. No permitas que esos animales te pongan las manos encima.
Dios, esperaba no estar mintiendo al decir que pronto acudirían en su ayuda. Había conseguido activar el botón de «¡Oh, mierda!», como llamaba Tanya, su compañera de equipo, al transpondedor que todos llevaban encima. No estaba lejos de las oficinas centrales. Diablos, pronto tendría que aparecer alguien por allí.
—¡Por el amor de Dios, escúchame!—bramó—. No sé quién demonios eres ni qué demonios has hecho, pero no voy a dejar que asesinen a alguien que acaba de salvarme la vida.
Ella se levantó trabajosamente, manteniendo la cabeza gacha, y se deslizó tras la puerta del todoterreno. Se volvió después para mirar a Edward por última vez y él habría jurado que le estaba suplicando perdón con la mirada. La puerta se cerró tras ella y el motor se puso en marcha. Edward esbozó una mueca al ver que el todoterreno avanzaba bruscamente hacia delante, se detenía y comenzaba a avanzar de nuevo con los frenos chirriando a modo de protesta.
¡Mierda! Quizá no hubiera sido una buena idea hacerla marcharse. Ni siquiera parecía saber conducir. Diablos, a lo mejor no tenía ni la edad para hacerlo.
Apretó los dientes con un gesto de frustración ante su incapacidad para ofrecerle la protección que tan desesperadamente necesitaba y rezó para haber tomado la decisión correcta.
Comprobando las respuestas de su cuerpo, giró hasta quedar tumbado sobre su estómago y fue arrastrándose alrededor de la parte delantera del coche que había quedado ante él, con los nudillos blancos por la fuerza con la que agarraba la pistola. Se apoyó contra la rejilla del coche y esperó, frotándose todavía el pecho sin poder creer lo que acababa de pasar.
—Edward —oyó una voz baja en la distancia—. Informa de la situación.
Edward suspiró aliviado al oír a Liam, una de las nuevas adquisiciones de WSS, anunciando su llegada.
—¿Tienes refuerzos? —preguntó Edward, alzando la voz solo lo suficiente como para hacerse oír.
—Mike ha venido conmigo. ¿Qué pasa, tío?
—Hay francotiradores. No sé dónde están, pero no andaban lejos cuando han disparado por primera vez. No tengo la menor idea de si todavía están en escena o se han marchado ya. Cuidado, y espero que vengan bien cubiertos.
Oyó que Mike respondía con un sonido burlón que él interpretó como una afirmación.
—¿Te han dado? —quizo saber Liam.
Edward abrió la boca, pero la cerró al instante. ¿Cómo demonios contestar a aquella pregunta? Sí, le habían dado. Debería estar de camino a la morgue para que le pusieran una etiqueta en el dedo gordo del pie, pero se sentía como si jamás le hubieran herido. Como si su corazón y sus pulmones no hubieran recibido un golpe mortal. ¿Cómo iba a explicar algo así a sus compañeros?
—Este no es momento para preguntas. Después se los explicaré. Pero que quede una cosa clara: no dejes que les metan un tiro.
—No es algo que tengamos previsto —replicó Mike. Se interrumpió un segundo—. ¿Necesitas un médico?
—No, solo un coche.
—Sombra está ahora sobre el terreno, intentando localizar a los francotiradores. Si todavía están ahí, él se ocupará de ellos.
No podía ser más cierto. Sombra se había ganado su apodo porque era precisamente eso: una sombra que nadie podía detectar. Nadie era consciente de que le tenía encima hasta que ya era demasiado tarde.
—Buena idea —musitó Edward.
—Pero dile que vigile su espalda. Hay más de uno. Los disparos procedían de por lo menos tres fuentes diferentes.
—Él se hará cargo de todo —dijo Mike confiado—. Estoy más preocupado por tu estado.
—Estoy bien —insistió Edward—. Pero no me gusta ser un blanco tan fácil.
—Te sacaremos pronto de allí. Tú relájate y mantente en guardia. Liam y yo te cubriremos y Sombra se ocupará de cualquier posible amenaza.
Pero lo que le preocupaba a Edward era que no había sido él el objetivo. El curso de sus pensamientos se detuvo de pronto. ¿O quizá sí? Los disparos no habían ido dirigidos a la mujer. No había impactado ni una sola bala en el coche que estaba más cerca de ella mientras que él podía considerarse afortunado al seguir de una pieza. Aquello no había tenido que ver nada con él, ni tampoco había sido un tiroteo al azar por parte de unos aficionados. Había sido un intento de secuestro y él había estado a punto de convertirse en un daño colateral. Le querían muerto, a ella la querían viva. Y solo habían alcanzado uno de sus objetivos.
En cualquier caso, aquel ángel misterioso tenía un serio problema e Edward no pensaba permitir que huyera indefensa de aquellos miserables que habían dejado claro que no se andaban con miramientos. No tenía la menor idea de qué podían querer de ella, pero mientras intentaba analizar las posibles razones se pasó la mano por el pecho, por aquel pecho sanado que no mostraba el menor indicio de haber recibido un disparo. Aquel pecho indemne podía ofrecerle una idea bastante acertada de por qué un puñado de asesinos la tenían huyendo aterrada.
Si se conociera aquella habilidad, y apostaría hasta su último dólar a que alguien conocía aquel milagroso don, querrían hacerse con ella. Eran muchos los que no se detendrían ante nada para tenerla bajo control.
Mierda.
Le había salvado la vida. Y, aunque no hubiera sido así, después de ver a aquella mujer tan pequeña, tan frágil, ensangrentada y amoratada, nada iba a impedirle remover cielo y tierra hasta estar seguro de que estuviera protegida en todo momento. Aquello ya era una cuestión personal. No era una misión más de WSS que podían asignarle a un equipo o a otro de sus miembros. Iba a protegerla él. Y si James, Jasper y Riley tenían algún problema al respecto, que se fueran al infierno.
Presentaría su dimisión y se encargaría personalmente de aquella misión.
—¡Qué demonios! —rugió Liam cuando apareció junto a Mike delante de Edward—. Has dicho que no te habían herido. Necesitas una ambulancia y que te lleven ahora mismo al hospital.
Edward suspiró y se limitó a abrirse la camisa empapada en sangre para que pudieran ver su piel intacta.
—Sí, ya sé lo que parece, pero si les cuento lo que ha pasado, incluso con todas las locuras a las que estan expuestos trabajando para WSS, me llevaría a rastra hasta el psiquiátrico.
—Ponnos a prueba —dijo Liam con calma.
Edward resoplo y relató después todo lo ocurrido: desde el momento en el que había visto la puerta de su todoterreno abierta hasta aquel en el que había recibido un disparo mortal en el pecho que una misteriosa mujer había curado.
Y tuvo que reconocerles el mérito de que su única respuesta visible fuera un arqueamiento de cejas.
—¿Y has dejado que se vaya? ¿Sin protegerla? ¿Para que esos cretinos intenten dispararle otra vez? —preguntó Liam con incredulidad.
—La he hecho marcharse en mi coche —le espetó Edward, fulminándole con la mirada—. No estaba en condiciones de protegerme y, mucho menos, de protegerla a ella y no podía hacerle correr un riesgo tan grande cuando sabía que estarías aquí en cuestión de minutos.
Apareció Sombra de en medio de la nada. Su ceño fruncido indicaba que había oído toda la explicación. Algo de lo que lo que Edward se alegró, porque no tenía ganas de repetirla.
—¿Y eso le va a servir de algo? —preguntó Liam con insistencia.
Edwrad sacudió la cabeza ante la lentitud de Liam para entender. Volvió a fulminarle con la mirada mientras la irritación le inflaba las aletas de la nariz.
—Se ha llevado el todoterreno de la empresa.
Entonces asomó a los ojos de su compañero de equipo el brillo de la comprensión.
—¿Vas a ir a buscarla? —preguntó Sombra, desviando la ira de la que había sido objeto Liam por parte de Edward hacia él.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —gruñó Edward.
—De acuerdo. Entonces, ¿cuándo piensas ir a buscarla? —preguntó Liam.
—Ahora mismo —respondió con impaciencia—. Parecía que ni siquiera sabía conducir, así que no creo que sea muy difícil seguirle el rastro. Mientras estamos aquí perdiendo el tiempo discutiendo sobre estupideces que podrían esperar, podrían haberla encontrado.
Liam le miró preocupado.
—¿No deberías ir a urgencias, o, por lo menos, a la clínica privada que utiliza WSS para que te echen un vistazo?
—¿Y qué les cuento? —tenía la paciencia al límite—. ¿Que he recibido un disparo en el pecho, en el corazón y en los pulmones? ¿Qué estaba sangrando como un cerdo y sintiendo que me moría hasta que de pronto una misteriosa dama me ha puesto las manos en el pecho y me ha curado? ¿Que he sentido cómo iba cerrándose la herida desde dentro hacia afuera? Confía en mí, si me examina algún médico, no encontrará ningún rastro de la herida.
Mike soltó un silbido.
—Esto es una locura. Edward resopló.
—Después de saber lo que Victoria, Alice y Bree son capaces de hacer, ya no debería sorprenderte nada.
—Ya, tío, pero esto es diferente —respondió Sombra con voz queda.
—Esa mujer salva a la gente. Te ha rescatado cuando estabas al borde de la muerte. Tú mismo lo has dicho. Has llegado a sentir que te estabas apagando, que te estabas muriendo, pero, aun así, ahora nadie podría saber siquiera que te han herido. Esto va mucho más allá de los poderes psíquicos de nuestras mujeres.
—Sí —respondió Edward resoplando—, por fin lo entiendes. Por eso tengo que encontrarla antes de que otros le pongan las manos encima. Va a llevar esa diana en la espalda durante toda su vida. Es probable que ya esté teniendo problemas.
Ahora que sé lo que ha pasado y los motivos por los que estaba intentando robarme el coche, cobra más sentido que tuviera la cara destrozada y que fuera vestida como iba. ¡Si ni siquiera llevaba zapatos, por el amor de Dios!
La expresión de Liam se oscureció hasta el punto de resultar peligrosa.
—No nos habías dicho que le habían pegado.
Las reacciones de Mike y de Sombra no fueron menos coléricas.
—Ayudadme a levantarme y pongámonos en camino de una maldita vez. Tenemos que activar el sistema de rastreo de mi todoterreno para saber dónde está, hasta dónde ha llegado o si el coche sigue todavía en marcha.
Aunque no lo dijo, la expresión sombría de sus rostros indicaba que todos sabían que aquellas alturas podía estar en manos de sus perseguidores.
