AQUI LES TRAIGO MI NUEVA ADAPTACIÓN ESPERO LES GUSTE

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer al final les digo el nombre del autor


Capítulo Once

A Bella le castañeteaban los dientes mientras se recriminaba a sí misma por enésima vez haber ido al dormitorio de Edward. Sabía que no estaba bien. Que era algo prohibido. Que la tacharían de prostituta e incluso de cosas peores. Pero quería conocer aquello aunque ni siquiera estuviera segura de lo que era.

A lo largo de todos aquellos años, no le había dado ningún valor a los besos. Para ella no eran ejemplo de cariño ni aprecio, porque nadie besaba a nadie. Los hombres trataban a las mujeres del grupo con dureza, con frialdad. Como si fueran objetos que estuvieran allí para proporcionar placer a los hombres y nada más.

Jamás se le había ocurrido pensar que un hombre pudiera besar a una mujer por afecto, cariño o incluso amor.

¿Por qué la había besado Edward? La había besado dos veces. No en la boca, pero todavía podía sentir el calor de sus labios en los lugares en los que la había besado y no quería que se borrara nunca aquella sensación.

¿Tenía el valor necesario para ser tan directa y atrevida? ¿Podría llegar a tener la audacia de besarle? A Edward no parecía haberle importado en absoluto, pero en todo momento se había mostrado muy amable con ella y quizá no hubiera nada más allá de eso.

Movió los labios tímidamente hacia los suyos, hasta que pudo sentir su suave y estable respiración contra su piel. Quería besarle en los labios, pero le faltó valor, de modo que se desvió un poco y le acarició la comisura de la boca.

Edward dejó escapar un gemido y tensó los brazos a su alrededor, como si quisiera mantenerla quieta y atrapada con firmeza contra su cuerpo. Después, bajó la boca y tomó sus labios tal y como ella había querido tomar los de él. Y lo hizo con tal delicadeza que los ojos se le llenaron de lágrimas.

Edward se tomó su tiempo. La cálida y delicada presión de sus labios contra los suyos despertó sensaciones en su cuerpo que Bella no acertaba a comprender.

Después, Edward delineó con la lengua el perfil de su boca, haciéndola gemir en respuesta. Hundió apenas la lengua en su interior, saboreando la punta de la suya, la retiró para besarla otra vez y terminó sellando su boca, dejando el cuerpo entero de Bella eufórico y anhelante.

Se apartó y clavó en ella su penetrante mirada para analizar su respuesta.

—¿Qué clase de beso era ese? —susurró ella, aturdida y temblorosa tras aquella experiencia.

—Un beso que dice que me preocupo mucho por ti y que eres una mujer muy especial.

—¿De verdad te preocupas por mí? ¿Y crees que soy especial? Edward suspiró.

—No sé qué te ha llevado pensar que no eres digna de nada, que no eres nada, porque todavía no confías lo suficiente en mí como para compartirlo conmigo, pero, Bella, todo eso son tonterías. Es una completa idiotez. Eres un milagro, cariño, y no lo digo solo por tu don.

—Confío en ti, Edward —repuso ella, mirándole muy seria a los ojos—. Siento haberte hecho pensar lo contrario, pero es que estoy preocupada. No quiero que ni tú ni ninguno de tus hombres salga herido o termine muriendo por mi culpa. Si te ocurriera algo, si les ocurriera algo a cualquiera de ustedes, no podría soportarlo.

Edward posó la mano en su mejilla con ternura y la instó a acercarse más a él.

—Bella, quiero que me escuches. Estás preparada para escucharme,¿verdad? Ni a mis hombres ni a mí nos va a pasar nada.

Nuestro trabajo consiste en protegerte. No eres tú la que nos tiene que proteger a nosotros, ¿lo comprendes?

—No sabes lo crueles que son —respondió llorosa—. Ni qué planes tienen.

—No, no lo sé —reconoció él con calma—. Porque no confías en mí.

Si quieres protegerme y proteger a los demás, lo mejor que puedes hacer es confiar en mí y contármelo todo. No podemos prepararnos para lo peor si no sabemos lo que es.

Bella hundió la cabeza, abrumada por el peso de la culpa. Edward tenía razón.

¿Qué era su vergüenza comparada con sus vidas? Estaba siendo una egoísta al priorizar su orgullo por encima de su seguridad.

—Lo siento mucho —dijo con voz ahogada—. Sé que tienes razón.

Necesitas saberlo todo. Has sido muy bueno conmigo y yo estoy dejando que me venza la vergüenza. Por culpa de mi orgullo podrían mataros a todos.

Edward la apretó con cariño.

—Nada de culpas, pequeña. Pero no voy a mentirte. Me desespera no saber lo que te hicieron esos canallas. Quiero matar hasta al último de ellos para que puedas sentirte a salvo, para que puedas dejar de huir y de mirar constantemente por encima del hombro. Y, cariño, puedes confiar en que te cuidaré. Si confías en mí, me aseguraré de que nadie pueda volver a asustarte a o hacerte daño nunca más.

—Confío en ti —respondió ella con suavidad, alzando la mano hacia su mandíbula cubierta por una sombra de barba.

Bella nunca había conocido a un hombre como Edward. Era formidable, un guerrero, pero, aun así, tan delicado y paciente con ella que le entraban ganas de llorar.

—¿Entonces me lo contarás todo? —le preguntó, pasándole la mano por el pelo—. Y me refiero a todo. Quiero saberlo todo sobre ti, Bella.

Qué te hace feliz, qué es lo que te entristece, qué te hace sonreír y, sobre todo, que es lo que te hace sufrir y a lo que tanto temes.

Bella no fue consciente de que estaba temblando y de lo evidente de su miedo hasta que Edward se sentó, la colocó en su regazo y la acunó en sus brazos. Le acarició después la espalda y posó los labios en su cabeza.

—Estás temblando, cariño, y tu cara refleja que estás asustada. Pero conmigo estás a salvo. Nada te rozará siquiera mientras estés en mis brazos. Necesito que te relajes, respires hondo e intentes tranquilizarte. No tenemos por qué hablar de eso ahora. Esperaré cuanto sea necesario hasta que estés preparada para decírmelo, ¿de acuerdo? Nunca te presionaré.

Bella permaneció en silencio durante largo rato, luchando contra aquellos recuerdos humillantes y dolorosos. Edward no interrumpió su silencio. Continuó abrazándola, meciéndola con un suave movimiento, deslizando la mano por su espalda mientras esperaba pacientemente, como si estuviera sintiendo la intensa batalla que se estaba librando en su interior.

—Yo pertenezco a un culto —le explicó con valentía, desviando la mirada hacia él en busca de algún signo de crítica o condena.

Pero él no reaccionó, y tampoco dejó de acariciarla.

—He dicho que pertenezco, pero supongo que eso implica una elección consciente —razonó con amargura

— Yo era una prisionera y me trataban como a tal.

Al oír aquello, Edward ensombreció su expresión, pero permaneció en silencio, esperando a que continuara.

—No siempre he estado con ellos —le explicó pensativa—. O, por lo menos, no lo creo. Tengo recuerdos de cuando era pequeña. Creo que son recuerdos de mis padres. Recuerdo a un hombre, mi padre, quizá, lanzándome al aire y besándome en la nariz.

Las lágrimas le ardían en los ojos mientras intentaba engarzar los recuerdos, desesperada por agarrarse a ellos y por que fueran ciertos.

Por poder tener la certeza de que en algún momento de su vida alguien la había amado, la había querido.

—Siempre me sonreía. Y la mujer… no tengo tantos recuerdos de ella, pero la recuerdo haciéndome una tarta de cumpleaños y me recuerdo a mí soplando las velas.

—¿Cuántas velas? —preguntó Edward, interrumpiéndola por primera vez.

—Esfuérzate en recordarlo, cariño. ¿Cuántas velas tenía tu tarta?

Bella frunció el ceño e intentó concentrarse en la imagen fugaz de la tarta, en el hombre que cantaba «feliz cumpleaños» desafinando, pero con la voz rebosante de amor. Cerró los ojos y se concentró en la tarta. Era de color rosa. Tenía una cobertura rosa y flores de diferentes colores. Las velas estaban en el centro, colocadas en línea recta. Recordaba también que las volutas de humo no habían tardado en disiparse después de que ella soplara.

—¡Cuatro! —exclamó emocionada. Se volvió para mirar a Edward.

—La tarta tenía cuatro velas. Yo tenía cuatro años —dijo en un susurró. Su expresión se tornó triste y ella desvió la mirada de la de Edward.

—. Es el último recuerdo que tengo de mis padres.

—Debieron de secuestrarte poco después de que cumplieras cuatro años — apuntó Edward con delicadeza—. ¿Cuántos años has pasado perteneciendo a ese culto?

La vergüenza volvió a apoderarse de ella.

—No lo sé —contestó con tristeza—. Lo recuerdo todo como algo borroso.

En el culto nunca celebrábamos los cumpleaños. Por lo menos, los míos.

Edward volvió a estrecharla contra él y ella pudo sentir el enfado que emanaba de su cuerpo.

—Intenté utilizar los cumpleaños de otras personas para medir el tiempo, pero la gente iba y venía —se estremeció—. Estaba prohibido abandonar el culto una vez te sumabas a él, pero la gente desaparecía sin que se volviera a saber nada de ella. Nadie cuestionaba su ausencia. Era como si nunca hubieran existido.

Edward la abrazó con fuerza y le dio un beso en la sien.

—No pienses ahora en eso, pequeña. Quédate aquí conmigo, en el presente, donde nada puede volver a hacerte daño.

Bella se recostó contra él buscando su consuelo y permaneció en silencio durante largo rato.

—Yo calculo que he estado con ellos unos diecinueve o veinte años.

Así que ahora debo de tener entre veintitrés o veinticuatro años.

Edward la estrechó contra él y pareció aliviado.

—Sí, pequeña. Tienes veintitrés o veinticuatro años. Pero cuesta creerlo.

Pareces mucho más joven. Y eres muy inocente para tener esa edad.

La reacción de Edward le sorprendió, pero no le preguntó nada al respecto. Continuó perdida en el pasado. Después de haber mantenido un estricto silencio durante tanto tiempo, era como si de pronto se hubiera reventado un dique y se hubieran desbordado los recuerdos.

—Creo que fueron a por mí por mi capacidad para sanar, ¿pero cómo es posible que lo supieran? Nunca he llegado a comprender cómo pudieron averiguarlo, siendo yo tan pequeña. Pero me separaron de los otros desde el primer momento y me llamaban de forma rutinaria para curar heridas. Me convencieron de que era un instrumento de Dios, de que tenía el deber de ayudar a aquellos que lo necesitaran, pero me mantenían en un aislamiento total. Nunca me permitían sanar a nadie que no fuera un anciano o alguien que tuviera un estatus más alto en el culto.

—¿Un anciano? —preguntó Edward, frunciendo el ceño confundido.

—Los ancianos eran los líderes. Tenían una autoridad absoluta sobre todo el mundo. Había cinco. Todo el mundo les temía y estaba subordinado a ellos. Su palabra era la ley, decían que eran mensajeros directos de Dios y que debíamos considerar su palabra y sus juicios como si procedieran del mismo Dios.

—Una buena estrategia para asegurarse una obediencia absoluta y evitar que alguien pudiera cuestionar lo que hacían —musitó Edward.

Bella asintió con vigor.

—Cuestionar a un anciano era el peor pecado que podía cometerse y el castigo era muy duro. Aquellos que cuestionaban o se mostraban en desacuerdo con los ancianos desaparecían y nadie volvía a saber nada de ellos nunca más.

—Hijos de perra —gruñó Edward.

Bella bajó la mirada hacia sus propias manos, enfrentándose a sentimientos durante mucho tiempo reprimidos.

—¿Qué te pasa, cariño? —preguntó Edward, abrazándola con más fuerza.

—Al principio, cuando era muy pequeña, me trataban como si fuera alguien especial. Como ya te he dicho, yo era un instrumento de Dios, elegida por él, algo valioso, en cierto sentido. Pero con el tiempo me di cuenta de que aquella era su manera de lavarme el cerebro y ganarse mi complicidad. A medida que fui creciendo, comencé a cuestionar cosas, como el porqué se permitía que las mujeres murieran en el parto cuando yo podía salvarlas. Me decían que era voluntad divina y que no debía entrometerme. Cometí la estupidez de contestar que cada vez que curaba a alguien estaba interfiriendo en la voluntad divina y que por qué motivo iba a darme Dios un don si se suponía que tenía que utilizarlo de forma selectiva y solo cuando me lo ordenaban los ancianos. Les pregunté por qué unos miembros del culto merecían la curación y otros no. Me dieron una paliza terrible y me tacharon de abominable. Me acusaron de ser una herramienta de Satán y dijeron que tenían la obligación de sacar al demonio de mí.

Edward soltó una maldición y aflojó su abrazo al tiempo que cerraba los puños.

—Me dijeron que tenía que renunciar a Satán y admitir que mi don era un don del diablo y no algo acorde con la voluntad divina. Me negué y volvieron a pegarme.

Después me encerraron en una habitación del sótano, sin luz, sin agua y sin comida, y me dejaron allí hasta que me quedé tan débil que, cuando al final me ofrecieron la posibilidad de hacerlo, no tenía fuerzas para alimentarme ni para beber por mí misma. Ni siquiera era capaz de mantenerme en pie, y mucho menos de andar, cuando vinieron a buscarme. Me sacaron a rastras de aquella habitación en la que había pasado tantos días que al final perdí la cuenta.

La furia de Edward podía palparse en el aire. Su cuerpo entero estaba en tensión, los músculos le temblaban mientras luchaba para controlar su reacción al oír a Bella recordando el trato que había recibido en aquella secta.

Con la única intención de tranquilizarle, Bella posó indecisa la mano en su pecho y le miró con expresión suplicante. Parecía estar pidiéndole en silencio que se tranquilizara y advirtiéndole, quizá, que quedaban cosas peores por contar. Edward colocó la mano sobre la de Bella, que descansaba contra su corazón, y se la apretó con delicadeza, no solo reconociendo su silenciosa súplica, sino también ofreciéndole la seguridad, el consuelo y el ánimo que tanto necesitaba para poder continuar.

Antes de que lo hiciera, le rodeó la mano, se la llevó a la boca y presionó los labios contra la palma con suavidad. Después, reteniendo su mano entre la suya como si fuera algo precioso y de una fragilidad infinita, se la llevó desde los labios hasta la mandíbula, de manera que los dedos de Bella quedaron extendidos sobre la incipiente barba que cubría su rostro. Permaneció así durante largo rato, cubriendo su mano mientras la miraba fijamente a los ojos. Había algo más que compasión, consuelo y ánimo reflejados en su oscura mirada, pero Bella no sabía cómo interpretarla. La hacía sentir algo desconocido para ella. Algo que nunca había experimentado. Y le gustaba.

Demasiado, quizá.

Su mirada y su caricia le infundían un íntimo calor en lo más profundo de su ser. Se sentía como si el sol estuviera bañando por primera vez rincones de su alma que habían permanecido helados durante mucho tiempo. Y, quizá, lo que más le costaba entender era el haber sido capaz de confiar en él de manera tan automática, con tanta facilidad. Ella, que nunca se había sentido a salvo, que jamás había podido sentirse segura con nadie, tenía la seguridad de que nada ni nadie podría hacerle daño mientras Edward estuviera a su lado.

Pero por incomprensible que le resultara la fe que había depositado en aquel guerrero, su reacción física la desconcertaba todavía más.

Cada vez que la tocaba, e incluso cada vez que la miraba con aquella intensidad con la que tan a menudo lo hacía, la confundía y avergonzaba el hecho de que sus senos se hincharan y se tornaran más sensibles. Al mismo tiempo, los pezones se endurecían y se erguían hacia delante como si estuvieran reclamando la caricia de Edward. Pero lo más embarazoso de todo era que las partes más íntimas de su cuerpo parecían estar humedeciéndose y sensibilizándose de tal manera que tuvo que resistir la repentina necesidad de… tocarse.

Tomó aire con firmeza, avergonzada por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, alejó aquellos pensamientos de su mente y se preparó para continuar con todo lo que tenía que contar a Edward.

En el momento en el que abrió la boca para continuar con su historia, Edward volvió a llevarse su mano a los labios y la besó con ternura antes de bajarle la mano hasta su regazo. Una vez allí, no la soltó, sino que entrelazó sus dedos con los suyos y dejó que sus manos unidas descansaran entre ellos.

—Se convocó una reunión a la que tenían que asistir todos los miembros del culto. Me arrastraron hasta allí y me tiraron al suelo delante de toda la asamblea.

Volvieron a ordenarme que admitiera que el diablo vivía dentro de mí y que solo Dios podía decidir entre la vida y la muerte. Me ordenaron renunciar a Satán, renunciar a mi don y pedir perdón y misericordia a los ancianos.

Lágrimas de rabia empapaban sus mejillas mientras revivía aquel incidente como si hubiera ocurrido el día anterior. Alzó la barbilla para poder mirar a Edward a los ojos.

—Me exigían que pidiera perdón y misericordia a los ancianos, no a Dios — continuó con amargura—. Solo a ellos. Se creían dioses y me estaban acusando de ser el diablo. Me decían que Satán vivía dentro de mí cuando eran ellos los únicos culpables de lo que me acusaban.

Les había desafiado, había dicho lo que pensaba, pero no podía hacer lo que me pedían. No sé de dónde saqué la fuerza para hacerlo, pero me enfrenté a ellos, les miré a los ojos y les dije que estaban equivocados. Que el diablo eran ellos, no yo. Que Dios no tenía defectos, que él me había creado y me había otorgado ese don para ayudar a los demás. Les dije que Satán era el diablo y que él ni tenía ni tendría nunca el poder para conceder el don de curar, de hacer el bien. Me ataron a un poste de castigo y dijeron que sacarían al demonio de mi cuerpo aunque fuera lo último que hicieran en su vida.

—Dios mío —musitó Edward, alargando la mano hacia ella y sujetándola con fuerza—. Para, pequeña. No tienes por qué revivir todo eso.

—Tengo que contártelo —contó llorosa—. Tienes que saberlo todo.

Tienes que comprender a lo que se estan enfrentando y por qué tuve que escapar del infierno en el que he vivido durante tanto tiempo.

Edward la hizo colocar la cabeza bajo su barbilla y la abrazó con fuerza, creando un refugio, un lugar seguro en el que Bella tenía la sensación de que nada podría hacerle daño otra vez.

—Aguanté todo lo que pude, te lo juro —dijo derrumbándose.

—Para, pequeña —le suplicó Edward—. ¿Crees que tienes que justificarte ante mí? Tú no hiciste nada malo, maldita sea, y no permitiré que pienses lo contrario. No tienes por qué avergonzarte de haber renunciado cuando te golpearon hasta casi la muerte.

—Pero es que fui una estúpida. Ellos no pretendían matarme. Jamás me habrían matado. Solo querían castigarme. Aquello solo fue una puesta en escena, un espectáculo. Una farsa. Me necesitaban por sus propias motivaciones egoístas, jamás pensaron en cualquier otra persona del culto que pudiera haber necesitado mi poder de curación.

Me convirtieron en una paria. Fue toda una estrategia para alejarme del resto de los miembros del grupo. De esa manera se aseguraron de que nadie pudiera ayudarme. Sabían que me quedaría aislada y sola y ellos podrían hacer conmigo lo que quisieran.

De la garganta de Edward salió un gruñido fiero y grave que sobresaltó a Bella y la distrajo del dolor que le estaba produciendo el revivir aquellos recuerdos terribles.

—No solo intentaron aislarte, Bella. Intentaron quebrarte.

—Y lo consiguieron —contestó ella con voz débil, desviando la mirada. No quería que Edward fuera testigo de su vergüenza y su debilidad.

—¡Y una mierda! —exclamó él, sobresaltándola de tal manera que estuvo a punto de escapar de su regazo y de su abrazo.

Edward se calmó al instante, aunque la rabia continuaba encendiendo su mirada. Volvió a abrazarla y a asentarla en su regazo. Cambió de postura para poder enmarcarle el rostro con las manos con una ternura exquisita y deslizó los pulgares por sus pómulos con una caricia tan delicada como el roce de las alas de una mariposa.

—Mírame, Bella.

Bella alzó renuente la mirada para encontrarse con la suya y al descubrir la emoción que reflejaban sus ojos volvieron a brotar las lágrimas. Había ternura y comprensión en los ojos de Edward. Y también compasión, pero no una pena nacida de un sentimiento de superioridad. Para sorpresa de Bella, también vio en ellos orgullo, y algo más. Algo que no era capaz de nombrar porque nunca lo había visto. Pero la reconfortó desde lo más profundo y le dio paz en un momento en el que sus sentimientos eran cualquier cosa menos serenos.

—La mujer que tengo entre mis brazos no es una mujer rota —le aseguró Edward con fiereza—. Es posible que te hayan hundido y te hayan hecho daño, por supuesto que te han hecho daño, pero, cariño, no han conseguido quebrarte.

Aquellas palabras solo consiguieron aumentar su llanto.

—¿Entonces por qué me siento tan rota, como si estuviera hecha añicos por dentro? —le preguntó con un hilo de voz interrumpido por los sollozos que se acumulaban en su garganta—. ¿Por qué tengo la sensación de que no tengo ni idea de quién soy? ¿De que no soy nada, de que ni siquiera existo? ¿De que, incluso en el caso de que sea alguien, jamás seré capaz de recomponer las piezas de la persona que era, de que siempre seré lo que ellos han hecho de mí?

Edward le dirigió entonces una mirada tan rebosante de cariño y respeto que a Bella le entraron ganas de apartarse de él y hacerse un ovillo tan pequeño que nadie pudiera verla nunca más. Esa era ella y no la persona que Edward creía estar viendo. Era una mujer débil, patética, que ni siquiera había tenido la voluntad o la fuerza para desafiar a aquello que, en el fondo de su corazón, sabía que no estaba bien.

Él la miró como si de verdad le importara. Con una admiración que no merecía, pero Dios sabía que deseaba ser una mujer merecedora de un hombre bueno, un hombre como Edward, que luchaba contra el mal todos y cada uno de los días. Que la mirara como lo estaba haciendo él en aquel momento. Como si fuera una mujer que mereciera la pena. Pero no lo era. Acababa de llevar a su vida, y a la vida de otras muchas personas que, era obvio, le importaban, dolor, peligro y engaño. ¿Cómo podía mirarla siquiera? ¿Cómo podía mirarla con tanto cariño y tanta bondad?

—No eres la mujer que quisieron moldear y en la que intentaron convertirte, Bella —insistió él—. Todo el mundo tiene que doblegarse, pero no todo el mundo se rompe. Si te hubieran roto, si hubieran conseguido convertirte en lo que ellos querían, ¿estarías aquí ahora conmigo? ¿Habrías encontrado el coraje para enfrentarte a ellos después de la primera paliza? ¿Habrías buscado la manera de escapar, de huir, a pesar del miedo que tenías a aquel mundo desconocido al que estabas huyendo? Puedes pensar y decir cuantas veces quieras que eres una fracasada, una mujer débil que no se merece nada bueno, ¿pero sabes una cosa, cariño? Cada vez que salga una tontería de esas de tu preciosa boca pienso decírtelo. Aunque me cueste una eternidad, voy a conseguir que te veas como la mujer que yo veo cada vez que te miro.

Bella se sonrojó. El calor cubrió sus mejillas hasta hacerla sentir que la cara le ardía.

—Y te diré algo más —continuó. Su expresión fue haciéndose más sombría e imprimió una dureza a su voz que indicaba que estaba hablando con una seriedad letal—. Jamás permitiré que te lleven de nuevo con ellos.

Le acarició la mejilla, rozándola con los nudillos y dejando tras ellos un peculiar cosquilleo.

—No permitiré que vuelvan a tocarte ni a ponerte las manos encima.

Y, es más, si alguna vez tenemos la suerte de que alguno de ellos resulte herido o, mejor aún, termine muerto, no moverás un solo dedo para salvar su patético trasero. Pienso agarrar a todos y cada uno de esos miserables y hacerles pagar cada marca, cada golpe, cada moretón y hasta la última palabra que te dijeron para hacerte sentir que no eras nada.

El terror explotó con una intensidad casi paralizante en el corazón de Bella.

—¡No! —exclamó.

Edward la miró sorprendido, pero, antes de que hubiera podido decir nada más, ella le apartó las manos de sus mejillas y enterró el rostro entre sus propias manos.

Gimió desesperada, consciente de que tendría que confesar su último y vergonzante secreto. Aquello que la había obligado a adelantar su plan de fuga.

—Cariño, ¿qué tienes? —preguntó Edward preocupado.

Ella alzó la cabeza y le vio retroceder ante la crudeza de su expresión.

—No puedes ir a por ellos, Edward —respondió histérica—.

Los ancianos no son los únicos que me buscan ahora.


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