Aguas bajo la tierra
Un fanfic de Ranma 1/2 escrito por Alan Harnum
Traducción de Miguel García
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Capítulo 24 : La maldad que se acerca
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Todo era dolor. Todo estaba roto.
Así lo sentía ella, al menos. Cada parte del cuerpo le dolía como si hubiese estado en llamas. Golpes individuales se habían fusionado, acumulado, hasta ser solo dolor, una cosa absoluta, que llenaba el mundo.
El aire hedía a la descarga de una tempestad, a tierra impactada por el rayo. Alguien se reía, y le pareció oír agua que corría.
Y luego la risa se detuvo, y empezaron los gritos, los sonidos de fractura, como de árboles quebrándose, los alaridos de dolor punzante.
Y las aguas se la llevaron, y ella salía, andando, de las aguas frías del embalse aquel, para adentrarse en nieblas densas, mirando a los árboles sombríos, y se cubrió el cuerpo con la capa.
Y arriba, en las nubes, inminente como la lluvia para luego caer, el aullido del lobo, el lamento del ser que moría, la mano apretada en el cuello de ella, los ojos como heridas amarillas en la tela del aire
—¿Akane?
evanescente, y el agua como una voz
—¿Akane?
de palabras dichas en una lengua fluyente, en todo idioma, en cada dialecto de los mares, y ella no era capaz de entender...
—Akane, despierta.
Akane pestañeó y despertó de súbito. Vio la cara de preocupación de Ryoga, inclinado sobre el brazo del asiento, con una mano en el hombro de ella.
—Tenías una pesadilla —dijo él con voz suave—. Está bien. Ya pasó.
Akane respiró hondo y se recostó contra el asiento, oyendo los sonidos de las grandes ruedas del tren que avanzaban por Qinghai, hacia Jusenkyo. Las imágenes del sueño ya se enredaban, ya se desvanecían.
—¿Cuánto rato dormí? —preguntó, mirando pasar la noche joven de la espesura.
—Unas horas —contestó Ryoga, volviendo a reclinarse en su respectivo asiento—. En la mañana ya llegaremos a la parada donde nos tenemos que bajar.
Akane asintió. —Qué bueno.
Sintieron que alguien se movía en el asiento de adelante, y Happosai miró por sobre el respaldo.
—Es de esperar que no haya retrasos —dijo.
—¿Hmm? —consultó Akane, inclinándose un tanto hacia adelante.
Happosai se pasó una mano por el delgado cabello castaño.
—China es distinto a Japón, sobre todo una provincia selvática como Qinghai. La influencia del gobierno no es tan grande aquí, por lo aislado que es. Hay bandidos que a veces atacan los trenes.
Ryoga bufó. —Cualquier bandido que ataque este tren se va a llevar una sorpresa.
—Muy cierto —concordó Happosai—. Pero no lo saben, e igual nos retrasará. Es de esperar que no suceda.
Akane asintió en silencio. Se habían bajado del avión en Xining, habían dormido unas horas en un hotel, y luego cogido el tren que se adentraba en la región de Qinghai. El paso por la aduana del aeropuerto había sido sorprendentemente fácil; cuales fueran los documentos que Happosai les había conseguido, habían dado resultado.
Iban en la parte delantera del tren, la sección semivacía de la primera clase. Arrullada por el mecer del tren, Akane se había quedado dormida al principio del viaje. Lo que era una suerte, ya que no había dormido ni una pestañada en el cuarto de hotel, donde había estado tirada y despierta en una cama mientras Shampoo dormitaba en la otra.
Miró hacia los asientos atrás de ella, donde la joketsuzoku yacía acurrucada como un ovillo, durmiendo con toda calma, luego devolvió la atención a Happosai.
—¿A qué distancia queda la aldea de Shampoo, cuando nos bajemos? —preguntó.
Happosai se rascó el tabique de la nariz con un dedo antes de contestar.
—No lo sé exactamente. Hace mucho que no ando por esta zona. Unos treinta kilómetros tal vez, pero el terreno es malo. Nos llevará todo el día, como mínimo.
Akane soltó un suspiro suave. —Entre antes lleguemos, mejor.
Happosai no dijo nada, solo asintió con la cabeza y volvió a acomodarse en el asiento. Ryoga extendió una mano y la puso sobre un hombro de ella.
—No te preocupes tanto, Akane. Mejor concentrarse en encontrar...
Dejó la frase en el aire, y quitó la mano del hombro de ella para retorcerse los dedos, nervioso, sobre las piernas.
—Nada —dijo.
Akane lo miró y sonrió un tanto. Él también estaba preocupado, pero trataba de no demostrarlo, por ella.
—Gracias, Ryoga.
Él correspondió la sonrisa.
—De nada.
Descansando un codo sobre el brazo del asiento y apoyando la barbilla en la mano, Ryoga miró un poco más allá de Akane, por la ventanilla, con los ojos profundos y tristes.
—Espero que Ranma esté bien.
—También yo —murmuró Akane, luego bostezó y cerró los ojos. Estaba tan cansada—. También yo.
Ryoga continuó mirando más allá de Akane, por la ventanilla, hacia la oscuridad mientras ella dormía, viendo las sombras de los árboles y las montañas, mientras el tren rodaba hundiéndose aún más en la noche de sueños.
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Se encontró ciego por la oscuridad. Un olor sofocante a carne podrida lo rodeaba todo, y sobre su cuerpo sentía el peso de los cadáveres apilados, que con sus dedos rígidos, gélidos, arañaban en pos de él.
Debía estar muerto. Lo habían creído muerto, de tan quieto que había yacido, cubierto de sangre y sin moverse. Y habían echado los cadáveres encima de él, uno a uno, sepultándolo bajo estos, en un tumulto fétido de podredumbre, una tumba de carne muerta.
Pero él no estaba muerto. No tenía certeza de cuánto llevaba yaciendo aquí, bajo esta montaña de muertos. Se preguntó si estaba muerto también. El tiempo se confundía entre el dolor, entre el frío del aire y el ardor febril de su cerebro. Oía voces, la de su madre, su padre, sus amigos, y otras que no conocía.
Debió haber muerto. Yació durante tres días y tres noches, demasiado débil para moverse, demasiado débil para emitir sonido alguno. Las voces dejaban de oírse a ratos, o se hacían más tenues. Él mismo se iba debilitando: sus heridas supuraban, y se iba hundiendo más y más en el vacío helado que linda con la muerte.
Cerca del final, empezó a sentir una presencia, algo que gravitaba al borde del olor de los cadáveres, en la margen de los sonidos que las aves carroñeras producían al comer los cuerpos bajos los cuales él yacía.
Déjame entrar, decía la presencia, delicada, como lluvia cayendo en un lago. Déjame entrar, déjame entrar, déjame entrar. Un llamado lastimero, incesante. Conjuraba a todas las otras voces. Le susurraba suavemente, déjame entrar, déjame entrar, persistente como el tiempo.
Y en la tercera noche, con una ínfima astilla de luna pendiendo en lo alto del cielo atezado y sin nubes, en lo alto de los páramos helados, permitió que entrara.
Despacio, abrió los ojos. Oyó primero el retumbo sutil del tren que rodaba sobre los rieles, luego los sonidos que los demás pasajeros hacían al hablar en voz baja.
Sonrió. Hacía mucho que no tenía el sueño aquel. Miró por la ventanilla, hacia la noche, hacia el paisaje que transcurría. Sentía el llamado como un peso en el alma. La convocatoria de Jusenkyo, el canto de sirena de sus aguas. Ya estaban cerca.
Su forma en este momento era la de un viejo, con los párpados a medio cerrar sobre sus ojos celeste pálido. Del otro lado del pasillo y un poco más adelante, podía ver a los cinco, en sus asientos. La mayoría parecía estar descansando.
Juntó las puntas de los dedos, las manos arrugadas como pergamino antiguo, y se inclinó hacia adelante en el asiento, sintiendo el como el traje de mal corte se acomodaba en torno a los miembros delgados de su cuerpo.
Poco a poco, tuvo percepción de otra presencia, entremezclada en la trama del llamado, el emplazamiento en las orillas de su mente. No estaba lejos ya; lo sentía, conocido e imperecedero como lo había sido el perro de presa.
—De modo que también tú has renacido —murmuró, contemplativo—. Has encontrado un cuerpo. Es... inesperado.
Pero sonrió. No por inesperado carecía de utilidad.
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Ryoga advirtió que algo andaba mal cuando las luces del tren empezaron a apagarse.
Fila por fila, desde la parte delantera del vagón, las luminarias empezaron a extinguirse, dando paso a la oscuridad. En segundos, el interior del tren quedó tan oscuro como la noche exterior.
Oyó murmullos de descontento de los demás pasajeros, y casi por instinto a palpó buscando a Akane en la oscuridad. Alcanzó con la mano un hombro de ella, y la sacudió con suavidad.
—¿Hmm? —preguntó ella con voz soñolienta, un bulto opaco en la oscuridad.
—Algo anda mal —dijo él en voz queda.
En el asiento de adelante, se encendió la luz vacilante de un fósforo, iluminando la cara de Happosai. El tren siguió andando lentamente, solo por inercia hasta detenerse.
—No hay razón para asustarse aún —dijo, moviendo bruscamente a Genma, que dormía en el asiento junto a él—. Despierta, Genma.
Desde la oscuridad de la parte delantera del tren, pudo oírse una voz hablar en chino por sobre las voces un tanto temerosas de los demás pasajeros.
—¿Qué dice? —le preguntó Akane a Happosai.
—Dice que mantengan la calma —contestó el maestro, luego se tragó un grito cuando la llama del fósforo llegó a sus dedos, antes de apagarla de un soplido, con lo cual volvieron a quedar a oscuras—. Hay alguna especie de problema en el sistema eléctrico del tren, así que pararon para revisarlo.
La voz seguía hablando, con mayor volumen. Se encendió una linterna, que reveló a un hombre con uniforme de inspector en la parte delantera del vagón. La presencia de esa única luz pareció causar una calma inmediata; el tren ya se había detenido por completo.
—Piden que bajemos del tren —tradujo Happosai—. Se disculpan por la demora.
Ryoga asintió con la cabeza. No podía quitarse la sensación de que algo andaba muy, muy mal. Un escalofrío le subía y bajaba por la columna, como un gusano.
El inspector ahora abría las puertas, y la gente empezaba a levantarse de los asientos, formas sombrías en los bordes de la luz que proyectaba la linterna. Ryoga sacó las piernas al pasillo, y casi choca con un anciano vestido con un traje arrugado.
—Disculpe, señor —dijo Ryoga, y afirmó con una mano en el hombro al viejo tembloroso.
El hombre le dijo algo en chino por entre una boca desdentada, y siguió, titubeante. Ryoga entrevió unos ojos celestes, agudos y fuera de lugar en la cara rugosa, luego se habían ido.
En el asiento detrás de él, Shampoo se despertaba, mirando en derredor y pestañeando con gesto soñoliento.
—¿Qué pasar?
—Problemas con el tren —contestó Ryoga—. Hay que bajarse.
La amazona bostezó y estiró los brazos por sobre la cabeza, luego saltó del asiento y fue por el pasillo. Genma, Akane y Happosai ya iban casi saliendo por las puertas.
Shampoo adelantó a Ryoga y él la siguió, guiado por la linterna del inspector que estaba junto a las puertas, dirigiendo la salida de la gente con señas de la mano.
Una vez fuera, los cinco integrantes del grupo formaron un pequeño círculo silencioso durante un momento. Por fuera del largo tren, miembros de la tripulación con linternas iban y venían, entre la muchedumbre de pasajeros que hablaban en chino. Ryoga pudo ver una sierra montañosa en la distancia, con la luna pendiendo sobre esta, como ensartada en sus puntas.
Ryoga se abrazó el cuerpo y tiritó involuntariamente. Ese escalofrío hormigueante se le había esparcido a todo el cuerpo, esa sensación de anomalía.
Happosai alzó una mano, que fulguró con luz, blanca y fantasmal, definiendo su cara y las de sus compañeros en sombras pálidas y líneas de oscuridad.
—Esto no me gusta. Algo no está bien.
—Sí, siento lo mismo —dijo Ryoga—. Algo...
No supo bien de dónde llegó la palabra que siguió:
—Viene.
Happosai asintió despacio. La luz desapareció de su mano y el hombre empezó a alejarse de ellos.
—Esperen aquí.
Ryoga y los demás miraron a su silueta opaca desplazarse hasta la punta del tren, y empezar una conversación rápida con un tripulante del tren. Lo vieron gesticular mucho con los brazos a modo de énfasis.
—¿Qué hace? —le preguntó Akane a Shampoo.
Shampoo se encogió de hombros. —No sé bien. No puede oír todo que dice.
Ryoga estaba en silencio, mirando más adelante de la máquina, hacia la extensión serpeante de la vía. No podía quitarse el presentimiento aquel.
—Esto no me gusta —gruñó Genma, y pateó la hierba rala del suelo—. Estamos en medio de la nada.
Mirando el entorno, Ryoga vio que tenía razón. Con toda certeza no había poblado alguno en kilómetros a la redonda. Quinghai era una zona increíblemente deshabitada, en total contraste con las provincias más orientales.
Happosai volvió, contoneándose, y lo que podía verse de su cara en la casi oscuridad mostraba una sonrisa de orgullo.
—Ya está.
—¿Eh? —dijo Ryoga.
—Están moviendo a la gente más atrás del tren —contestó—. A propósito, soy miembro de alto rango del partido, y estoy escoltando a una comisión diplomática, así que pórtense adecuadamente... diplomáticos, si es necesario.
—¿Qué? —dijo Akane, con voz estrangulada—. ¿Cómo lo hizo para...?
Happosai se puso un dedo contra la sien:
—La mente débil es fácilmente dominada por el poder de...
—Da igual —interrumpió Ryoga—. ¿Para qué quiere que muevan a todos más atrás?
—Porque hay una cosa nefasta, poderosa y peligrosa que viene desde la otra dirección y se me ocurrió que es mejor alejar a los civiles inocentes antes de enfrentarla —dijo Happosai alegremente.
La aprensión que Ryoga había sentido se volvió pavor en pleno:
—¿Qué?
—No estoy seguro —respondió Happosai—. Pero emite una sensación de poder y malignidad. Y acerca, pero despacio.
Se dio un puñetazo contra una palma.
—Como artistas marciales, es nuestro deber combatir a esas amenazas.
—Correcto —dijo Genma, mirando a la figura juvenil del otrora vetusto maestro—. Para usted esos asuntos son la preocupación principal de su vida.
—Me hieres, Genma —contestó Happosai—. Vamos, todos. Hay trabajo que hacer.
Echó a andar hacia la parte delantera del tren. Ryoga se encogió de hombros y lo siguió, y los demás hicieron lo propio. Tras ellos, los tripulantes conducían a los pasajeros hacia los vagones traseros del tren.
Un olor pungente a tabaco empezó a llenar el aire mientras Happosai fumaba, apoyado contra la punta de la locomotora y mirando pensativamente hacia las tinieblas por delante de ellos.
—No gusta esto —comentó Shampoo, mirando en derredor y haciendo girar de modo inconsciente los bonboris en cada mano—. Siente raro.
Ryoga la miró un momento, luego miró hacia otro lado. Había ahora pocas señas de la muchacha exuberante y extrovertida a la que estaba acostumbrado; Shampoo había estado callada y abatida desde que se habían reunido con ella en el que podía tener algo que ver con la ausencia de Mousse, pero Ryoga no era el tipo de persona que fuera a inmiscuirse en algo así.
Se encogió de hombros y volvió la atención a Akane, que estaba con los brazos cruzados sobre el pecho, con la larga falda a cuadros ondeando un tanto en la brisa nocturna.
—¿Segura que no quieres esperar un poco más lejos? —le preguntó, y lo lamentó de inmediato, cuando Akane lo miró con desagrado para luego darle la espalda.
Mucho más adelante en la vía, oyó como un tintineo, un sonido de metal contra metal. Le puso los nervios de punta, e hizo la sensación de peligro creciera en él.
—¿Y eso qué fue? —preguntó Genma, con un temblor de miedo en la voz.
Ryoga vio en la distancia una luz de blanco puro, como fuego destilado, solo un punto al principio, pero agrandándose más y más a cada segundo.
—Ahí viene —dijo Happosai, tirando ceniza al suelo con golpeteos de la pipa, que luego guardó.
Ryoga esforzó la vista, tratando de ver de qué se trataba. Podía sentir la tensión de los demás, el silencio pesado de sus respiraciones contenidas.
Era alguien que venía andando por la vía.
No, no andando. Flotando, como a medio metro del suelo. Algo con forma de persona se acercaba, orlada en un halo de calor fulgente, con el cuerpo inmóvil en su desplazamiento.
Estaba a unos treinta metros ahora, iluminada por su aura, con detalles claramente visibles. De los hombros hacia abajo, tenía cuerpo de mujer, ataviada en sedas sutiles que se ajustaban a sus curvas agraciadas, la tela casi traslúcida en la luz ígnea. En las piernas esbeltas, ajorcas de oro adornaban los tobillos, produciendo un resonar metálico.
De los hombros hacia arriba, era una monstruosidad. Tres brazos brotaban de cada hombro, y sobre el cuello grácil descansaba un atroz conglomerado de tres cabezas, de rasgos crueles y un salvajismo que no era humano. Los brazos estaban ceñidos con brazaletes dorados, que sonaban a un tiempo con las ajorcas a cada movimiento de la cosa aquella.
—¿Qué es esa cosa? —preguntó Ryoga en voz queda, conforme esta se acerca en silencio total.
—Es Rouge —dijo Akane.
Grande fue el horror de Ryoga cuando vio Akane correr por la vía, haciendo señas con una mano y exclamando "¡Hola, Rouge!".
Al sonido de la voz de Akane, la cosa pareció volver en sí y poner atención, con los brazos ondeando, y los ojos de la cabeza que miraba hacia adelante se enfocaron en ella. Los ojos se entornaron. La distancia era de menos de quince metros ahora, y Ryoga echaba a correr detrás de Akane.
La cosa alzó una de su media docena de manos, en un ademán lánguido, casi displicente. Surgió una ebullición de flamas en la palma, caóticas, de un rojo dorado.
Ryoga asió a Akane desde atrás, la tiró a un lado y se arrojó encima de ella, en el momento en que una bola de fuego rompió por el espacio entre la criatura y ellos dos; Ryoga sintió el ardor de esta en la espalda en su paso por encima.
Levantó la cabeza para ver la descarga de fuego alcanzar la locomotora, donde el impacto redujo una sección del frente a metal fundido, de rojo incandescente. Shampoo, Genma y Happosai ya se habían dispersado hacia cada lado; la cosa de seis brazos se alzaba más en el aire, volando sin medio de sustento alguno.
—Rouge... —musitó Akane, tirada en el suelo bajo el escudo del cuerpo de Ryoga, con la voz conmocionada.
Ryoga se incorporó de un salto, levantando a Akane con él.
—¿Conoces a esa cosa?
—Cayó en una poza de Jusenkyo —contestó Akane—. Es su cuerpo hechizado. Pero...
Y entonces toda otra palabra quedo silenciada porque la cosa abrió la boca y habló. Las voces tronaban, reverberantes, vagamente femeninas, pronunciando las mismas palabras en tres voces levemente distintas.
—Cosas insignificantes —dijo, un sonido que parecía reptar por dentro de la piel, estridente, extraterreno—. Inclínense ante mí, y puede que vivan esta noche. Rindan tributo a la guerra gloriosa, al fuego eterno de la destrucción, a la dulce aniquilación.
Los brazos se movían en el aire, como telas al viento. Corrientes de fuego fluían de mano a mano, bengalas en la oscuridad. La cosa se rió, horrorosamente.
—Inclínense ante Ashura.
—Ay, caray —oyó decir Ryoga a Happosai, desde más atrás—. Me acuerdo de esta cosa.
La cosa se acercó más, hasta pender casi sobre las cabezas de todos. Las tres caras les miraban con interés, como observando a insectos enigmáticos. Así de cerca, el aura era tan refulgente que dolía mirarla. Ryoga pudo ver que los pasajeros que habían venido en el tren se afanaban ahora en huir hacia las montañas. No veía a Shampoo ni a Genma por ninguna parte.
—Atrás, niños —dijo Happosai, poniéndose por delante de ellos—. Yo me encargo.
—Oiga... —empezó Ryoga.
Akane le puso una mano en el brazo.
—Ryoga, tiene razón. Rouge igualaba en poder a Taro cuando estaba en forma de monstruo. Me supera de sobra. Y a ti también.
Ryoga miró a la monstruosidad que gravitaba en el cielo. Parecía mirar contemplativamente, esperando. El muchacho dio un vistazo a Akane, recordó que su razón de estar aquí era protegerla a ella, evitar que corriera peligro.
Asintió con la cabeza, despacio. —Bueno. Retrocedamos.
Los dos retrocedieron despacio, lo que dejó a Happosai al frente con la vista levantada hacia la cosa, con los brazos cruzados delante del pecho.
Los ojos de una de las cabezas miraron a Akane y Ryoga apartarse. Los brazos y piernas ondeaban en el aire, haciendo fluctuar la luz tórrida del aura de Ashura.
Y entonces la cabeza que los había mirado abrió la boca y habló, en una voz completamente distinta a la que Ryoga le había oído al hablar por primera vez. Sonaba extraviada y temerosa, al cruzar la larga oscuridad hasta ellos, apenas un suspiro.
—Ayúdame, Akane.
—¿Rouge? —llamó Akane, volviendo a avanzar hacia la cosa.
Ryoga la sujetó de un hombro. —¡Akane, no!
—Pero...
Hubo un sonido de huesos forzados. Ryoga miró a la forma atroz de Ashura. El cuello se torcía, rotaba, para poner otra cara al frente. Esta cara abrió la boca y habló, como un trueno:
—Si no se inclinan, morirán.
Ashura alzó dos de los brazos, con los brazaletes resonando a un tiempo. Se acumuló fuego entre sus manos formando una esfera. Ryoga ya no tuvo tiempo para discutir. Simplemente asió a Akane por la cintura, la alzó y corrió. Tras él, sintió una ráfaga de calor, al remecerse el suelo y prenderse la hierba en llamas con el ataque de Ashura.
—¡Que se queden atrás, carajo! —oyó gritar a Happosai.
Arriesgando una mirada hacia atrás mientras corría para ponerse a cubierto detrás de un pequeño lomo de tierra entre unos árboles, Ryoga vio al maestro levantar las manos, apuntadas hacia Ashura, que pasaba volando por sobre la cabeza de Happosai, en pos de Akane y de él.
Desde los puños apretados de Happosai estallaron una decena de bandas de ki oscuro, que fustigaron a modo de látigos y apresaron al monstruo de seis brazos. La persecución de Ashura quedó interrumpida de pronto, y quedó inmóvil en el aire por una fracción de segundo, con fuego-ki crepitando en torno a sus extremidades.
Luego, con un movimiento de los brazos, desgarró las ligaduras, convirtiéndolas en nada, en el aire. Se volvió para mirar a Happosai, con la refulgencia de un sol formando un halo en torno a ella, iluminando la noche en cincuenta metros a la redonda.
—¿Y el señor Saotome y Shampoo? —pregunto Akane con tono preocupado, cuando Ryoga la bajó al suelo.
—No sé —respondió él, semiagachado en el suelo y respirando hondo—. Desaparecieron después de que Ashura nos atacó.
Con las piernas agitándose como si nadara por la negrura del aire, Ashura voló hacia Happosai.
—Por entorpecer la voluntad de Ashura, el precio es tu muerte.
Ryoga vio que cada puño de Ashura empezaba a resplandescer, y una esfera de poder se expelió de cada mano, para estallar en el suelo en torno a Happosai, que esquivó avezadamente cada una.
—¡Quédate quieto y muere, insensato! —aulló la voz tripartita de Ashura en el silencio de la noche, resonando en las montañas.
—Ahora no, gracias —contestó Happosai—. Pero lo tendré en cuenta.
El aire en torno a él pareció ondear, como un espejismo de calor, una distorsión enorme con imprecisa forma de hombre, que fosforesció pálida junto al aura blanca incandescente de Ashura. La silueta de hombre extendió un brazo y dio un manotazo casi suave contra la demonio, que la hizo dar tumbos en el aire.
Happosai siguió el movimiento, con el cuerpo moviéndose a un tiempo con la manifestación de su aura. Lanzó un golpe de puño, que la impactó y sacó despedida casi cinco metros antes de que lograra ella frenarse.
—¡Ha! —exclamó Ashura con desdén, y extendió los brazos como si abriera una puerta.
El aire entre ella y Happosai estalló en llamas casi al instante, una vorágine de flamas hambrientas, que lo consumían todo ante ellas. La proyección del aura de Happosai se encogió ante las llamas.
Enfermo de horror, Ryoga miró a Happosai cruzar los antebrazos por delante, un inútil ademán de defensa, casi instintivo.
El raudal de flamas lo envolvió.
Y las llamas se abrieron en torno a él, como un río partido por una roca, carbonizando líneas paralelas en la hierba tras él, resquebrajando la tierra con el ardor, pero dejando a Happosai indemne.
Happosai bajó los brazos. Aun a esa distancia, Ryoga pudo verle la sonrisa socarrona, con la cara de un color pálido por la incandescencia del aura de Ashura.
—¿No tienes nada más, demonio?
Ryoga agitó la cabeza, y dio un vistazo a Akane.
—A uno se le olvida lo endemoniado de este viejo, ¿no?
—Ojalá no la lastime —murmuró Akane en respuesta, con la luminiscencia de Ashura reflejada en los ojos—. Algo le pasa. Rouge no es así.
Ryoga, en silencio, pareció descontento y volvió la cabeza para seguir viendo el combate. Recordó la lucha de Ranma contra Saffron, sintiendo una inutilidad similar a que había sentido entonces.
Ashura era un energúmeno en el aire, lanzando descarga tras descarga de poder flamígero a Happosai, volviendo todo el suelo de alrededor en un páramo requemado. Happosai eludía con holgura, pareciendo casi un borrón de velocidad. Con cada escape, la furia de Ashura parecía acrecentarse, y aumentó la velocidad de sus ráfagas, con la consecuente pérdida de precisión.
—¡Al menos házmelo más ameno, demonio! —azuzó Happosai, saltando para eludir una bola de fuego que despedazó la tierra allí donde había estado él antes.
—¡MUERE! —exclamaron las voces tripartitas de Ashura.
El fuego se tornó rayos, que impactaron la tierra hasta fragmentarla, con tridentes de energía blanca azulosa crepitando por el suelo, y Happosai aún esquivando.
—Pregunto de nuevo si es lo mejor que tienes —exclamó Happosai, escapando prestamente de una descarga eléctrica destinada a aniquilarlo.
Ashura soltó un alarido, agudo y penetrante, de furor absoluto.
Su aura llameó, enceguecedora, e hizo que la noche fuese día por una fracción de instante; Ryoga se cubrió los ojos en el último segundo, vio a Akane hacer lo mismo. Cuando quitó la mano un momento después, pestañeando contra los fuertes puntos de luz que tenía en la vista, vio a Happosai trastabillar, con las manos en los ojos.
Ashura adelantó los brazos, formando un círculo con sus seis palmas abiertas. Fulguró energía en el espacio entre los dos, y luego una línea de flama surgió tan pura y ardiente que fue como un haz de poder emanado desde sus manos contra Happosai.
Happosai pareció esquivar por puro instinto, echándose a un lado, dando un tumbo hasta el suelo. El haz rasgó por el costado de la locomotora, dejando un canal en su coraza de acero.
—Basta de juegos —sibiló Ashura—. Hora de tu muerte.
Alzó los brazos al aire, haciéndolos girar en círculo con tanta velocidad que costaba seguirlos con la vista. Ryoga miraba, fascinado por el poder, por la furia indescriptible de la destrucción.
—¡Rouge, no! —gritó Akane, intentando atraer la atención de aquella cosa—. ¡Tú no quieres esto!
De nuevo, ese sonido de huesos, al rotar las cabezas de Ashura para mirar a Akane.
—No quieras dar órdenes a Ashura, mortal.
Ahora no había aura más que en sus brazos, que se movían en círculos, como ejecutando una danza compleja.
Y entonces Happosai atacó, poniéndose en pie de un salto, sin rastro alguno de ceguera. Abrió los brazos en toda su extensión, y el poder de su aura reflejó el acto, una forma fantasmal que llameó en torno a él.
Juntó las manos, como atrapando algo, y, durante unos segundos, apresó a Ashura, a aquel enorme poder de destrucción, la dejó inmóvil en el aire, incapaz de completar el ataque, incapaz de moverse.
Ryoga miraba el esfuerzo que Happosai evidenciaba en la cara, el sudor que le perlaba la frente. Tuvo una extraña sensación de asombro, del poder que aquello debía de exigir, para ser capaz de sujetar y tener indefenso a algo con la potencia de Ashura, para suprimir aquella aura con la suya y atraparla.
Solo unos segundos, pero bastaron.
Porque entonces Shampoo subió de un salto a uno de los vagones del tren, con algo colgando de una mano. Otro salto la impulsó por el aire hacia Ashura, y al hacerlo extendió y abrió una mano.
Aterrizó con la palma plana contra el centro de las tres cabezas de Ashura, irguiéndose de manera invertida sobra la mano, y volcando la tetera humeante sobre el cuerpo de la paralizada demonio.
Se impulsó en una voltereta desde la cabeza de Ashura, cuya aura desapareció en un apagón súbito, al desvanecerse su monstruosidad, y el cuerpo de una muchacha cayó hacia el suelo, con largo cabello ondeando.
Happosai avanzó un paso y la atrapó en los brazos, y Shampoo aterrizó ágilmente de pie. Genma salió de detrás del refugio de la locomotora, con aspecto pálido y temeroso.
Ryoga echó a andar hacia ellos, con Akane a la zaga, de nuevo sumidos en la oscuridad de la noche, con la desaparición de la luz de Ashura.
Happosai depositó en el suelo el cuerpo inmóvil de la muchacha, se irguió y sacudió las ropas. Miró a los demás, luego llevó la mirada a Genma y Shampoo.
—Vaya que tardaron en calentar el agua —les dijo. Luego miró a la muchacha tendida a sus pies—. Caramba, ahora sí me dieron ganas de casarme.
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Ryoga echó otro leño al fuego crepitante, y miró a Genma y a Happosai. Pese a las peticiones del maestro, se le había negado el cargar a Rouge, tarea que recayó en Ryoga hasta que se hubieron alejado lo suficiente del tren. Habían recuperado sus respectivos equipajes antes de que los demás pasajeros y tripulación volvieran, y habían partido por las selváticas soledades en dirección a Jusenkyo.
Habían acampado en un claro, en medio de un área de bosque menos tupido, abriendo camino entre raíces sobresalientes y árboles enmarañados, hasta dar con un sitio adecuado donde pernoctar. El claro formaba una concavidad leve en el terreno circundante, oculto a la vista, a menos que se pasase cerca.
Ryoga empezaba a advertir algo respecto a Happosai, una línea de ideas que había empezado desde que había visto al viejo pelear contra Yamiko. Si Happosai genuinamente deseaba algo, no había nadie entre ellos que pudiera interponerse. El combate contra Ashura no había hecho sino convencerlo más de eso.
Akane y Shampoo se había ocupado de Rouge tan pronto como llegaron al claro, algo por lo que Ryoga se había sentido agradecido. Al cargarla, había caído en la cuenta de que las ropas de la muchacha eran jirones escasos. El que fuera de una belleza arrebatadora no ayudaba mucho tampoco. Ryoga se había obligado a mantener la concentración en que ella había tratado de exterminarlos hacía poco rato, y eso había ayudado en algo. Algo.
Las dos muchachas estaban a cierta distancia del fuego, con la luz bailando en sus caras. Rouge seguía sin conocimiento, sin dar señas de despertar. Shampoo tenía un paño tibio contra la frente de la chica, mientras Akane le sujetaba una mano y decía palabras que Ryoga no podía oír a esa distancia.
Se asustó cuando chiporroteó la leña en el fuego, elevando un enjambre de chispas a la noche durante unos segundos, que luego se apagaron hasta ser oscuridad de nuevo.
—¿Y ahora? —preguntó, mirando de soslayo a Happosai.
Happosai, sentado de piernas cruzadas en el suelo, dio una fumada a su pipa, se inclinó hacia adelante, y con unos golpes del dedo a la pipa echó las cenizas al fuego.
—Pasaremos la noche aquí, y por la mañana seguimos camino. Si nos exigimos, y nos exigimos mucho, podemos llegar a Jusenkyo mañana en la madrugada.
Genma arrancó un puñado de hierba del suelo del claro donde habían acampado, y lo tiró al fuego.
—Tanto andar...
—Hace bien —dijo Happosai alegremente—. Igual a cuando entrenabas conmigo, Genma.
Genma se estremeció y se miró los pies intensamente, sin decir nada.
Happosai tocó con un codo las costillas de Ryoga y guiñó un ojo.
—¿Y qué te parece esta nueva chica, Ryoga? ¿Verdad que es una ricura?
Ryoga puso mala cara y se sonrojó furiosamente, haciéndole al viejo un ademán desdeñoso con la mano.
—No soy la clase de hombre que comenta esas cosas.
—Ahh, pero ese cuerpo, ese pelo... —Happosai suspiró—. Me hace desear ser joven de nuevo.
—Lo es —masculló Ryoga.
Happosai soltó unas risitas.
—Muy cierto, muy cierto.
Happosai movió la pipa bajo la nariz de Ryoga; el aroma acre del tabaco lo mareó.
—Ahora, acuérdate, soy Rikuichi, no Happosai.
—Sí, como quiera —suspiró Ryoga, dando una mirada hacia las muchachas durante un momento—. Nada más no se olvide de por qué vinimos hasta acá. No es ninguna excursión para buscar chicas.
—La vida es una excursión para buscar chicas —dijo Happosai en tono de sermón, como explicándole algo a un niño—. El problema reside en eliminar las pequeñas distracciones que estorban. Y no pongas esa cara de aburrido, es mala educación.
Dándole la espalda, Ryoga se inclinó hacia un lado y abrió su mochila, para hurgar en ella hasta encontrar lo que buscaba. Sacándolo, examinó a la luz del fuego la ajada mitad del portafoto, y miró el retrato de Akari.
Happosai miró por sobre su hombro y soltó un silbido suave.
—¿Qué lindura, verdad?
Ryoga ocultó la foto con una mano y propinó al hombre más pequeño una mirada de desagrado.
—¿Me hace el favor?
Happosai encogió los estrechos hombros y mostró una sonrisa zorruna.
—Claro, te ayudo a mirarla. ¿Es tu novia?
—Sí —dijo Ryoga, y lo lamentó de inmediato.
Happosai sonrió, ladino, y se inclinó hacia él.
—Y dime... —cuchicheó—. ¿Han...?
Ryoga lo agarró de la parte de atras del cuello de gi, sintiendo por dentro una rabia pesada.
—No hables así de Akari, Happosai.
Happosai se libró de la sujeción y se alejó un poco, sacudiéndose la ropa antes de volver a sentarse en el suelo con la pipa entre los dedos.
—No te pongas defensivo. Y me llamo Rikuichi.
—Como te llames, cuida esa boca —gruñó Ryoga—. No acepto que insultes a Akari.
—¿Pueden bajarle? —masculló Genma desde donde estaba sentado con la cabeza gacha—. Uno no se pude relajar.
Happosai resopló por la nariz y dio la espalda a Ryoga y al fuego, dando una larga chupada a la pipa para luego soplar al aire una serie de aros de humo, pronto disipados por la suave brisa de la noche.
Ryoga miró la foto de Akari un momento más, luego volvió a guardarla en la mochila. Fijó la vista en el fuego, dejando que le entibiase el cuerpo mientras observaba la danza de las llamas. En algún lugar lejano, se oyó el llamado de un ave nocturna, contestado por otra un momento después.
Las llamas giraban sobre la madera de la hoguera, ennegreciéndola. Ryoga cogió otro leño del cúmulo que habían juntado, lo echó a la hoguera, y lo miró consumirse y hacerse cenizas, purificado por el calor.
~ o ~
—¿Rouge? —volvió a preguntar Akane, dándole a la mano de la muchacha otro apretón y mirando su rostro pálido.
Rouge parecía convalecer de una larga enfermedad; tenía las mejillas hundidas, y círculos oscuros en los ojos.
—¿La conoces, Akane? —preguntó Shampoo en voz queda, sentada con la cabeza de Rouge sobre las piernas, pasando un paño húmedo con agua tibia por la frente de la muchacha.
—Sí —contestó Akane, dando una mirada breve hacia Ryoga, Genma y Happosai, reunidos en torno al fuego a poca distancia de allí.
Happosai había dicho conocer toda clase de puntos de presión capaces de ayudar la inconsciente Rouge, pero Akane no lo había permitido, diciendo que ella misma cuidaría a la muchacha. Le sorprendió el que Shampoo se ofreciera a ayudarla también.
Akane ajustó un poco la sujeción, incómoda con el frío de los dedos de Rouge.
—Apareció con Taro hace un tiempo. Los dos causaron muchos destrozos peleando.
Shampoo arqueó una ceja y miró a Rouge:
—¿Ella pelea con chico Pantimedias?
Akane asintió con la cabeza. —Ajá.
—No es tan mala entonces —dijo Shampoo, encogiéndose de hombros, y quitó un sedoso mechón castaño de los ojos de Rouge—. Pero ¿por qué quiere matar a nosotros?
Akane se mostró descontenta e incómoda:
—Creo que su personalidad cambia un poco cuando está en su otro cuerpo. Pero... no era tan mala cuando la conocí.
Miró en derredor, a los árboles esqueléticos y retorcidos, y se estremeció un tanto.
—Así que fuiste con el señor Saotome a buscar agua caliente para transformarla a su cuerpo humano, ¿verdad?
Shampoo asintió. —Happosai nos dijo.
Akane pestañeó. —Qué útil.
Shampoo volvió a asentir, luego soltó un bufido.
—Milagro.
Akane dejó con cuidado la mano de Rouge sobre la hierba, suspiró y se sobó las sienes.
—Ojalá despertara. Me tiene preocupada.
Shampoo no dijo nada; miró hacia la oscuridad del cielo y la luz de las estrellas.
—¿Shampoo? —preguntó Akane por último, rompiendo el silencio.
—¿Sí? —dijo la otra muchacha, dando una mirada hacia ella.
—¿Cómo es tu aldea?
Shampoo estuvo un momento pensando, con un dedo contra los labios. Dejó de enjugar la frente de Rouge con el paño, y lo estrujó con una mano.
—Diferente de todo que estás acostumbrada.
—¿Sí? —invitó Akane.
Shampoo se encogió de hombros y continuó.
—Muy chica, unos ochocientos aldeanos. Es aldea más grande de valle Jusenkyo, pero chica comparando con todo demás. No es vida muy complicada; casi todo el tiempo pasa entrenando para pelear o trabajando en los campos. Todas mujeres entrenan como guerreras desde corta edad.
Akane oyó un gemido de ave en la noche, largo y triste, respondido por otro casi idéntico un segundo después.
—¿Eras feliz ahí?
Shampoo asintió con la cabeza, con una sonrisa delicada, con sombras en la cara proyectadas por el fuego distante, como bandas en torno a los ojos.
—Muy feliz. Yo mejor guerrera de mi generación.
La expresión se le ensombreció un tanto:
—Ranma cambia todo eso. Es deshonra que alguien derrote. Y más deshonra volver sin cabeza de la mujer. Ahora que vuelvo sin Ranma de marido, más grande aun deshonra.
—¿Qué van a hacerte? —preguntó Akane.
Shampoo suspiró. —Ahora no, Akane. Situación muy especial. Cuento al Consejo todo le que pasa, con Cologne, con Ranma, y vemos...
—¿Qué es el Consejo?
—Consejo Joketsuzoku. Es trece mujeres. Cologne es líder de hace veinte años. Ahora hay nueva líder.
Sacudió la cabeza, como eliminando el asunto.
—Lo que pasa, pasa. Yo no puedo controlar, así que ¿para qué preocupar?
—¿Te da miedo? —preguntó Akane de manera muy suave.
Shampoo entornó los ojos y miró a Akane con gesto airado.
—Mujer Joketsuzoku no tiene miedo.
—Ah —contestó Akane, con ironía en la voz—. Qué útil. Al menos yo, en tu lugar, sí tendría miedo.
Shampoo agachó la cabeza, dejando que el pelo le ocultara la cara. No dijo nada; Akane vio que le temblaban los hombros, en silencio.
Akane sintió una tristeza extraña por su ex rival. Extendió una mano, titubeante.
—Shampoo...
Shampoo levantó la cabeza, con un brillo en los ojos como de lágrimas no derramadas, y la boca en un gesto de desagrado.
—Nosotras no amigas, Akane. Tú te engañas. Mucho pasa entre nosotras.
—Bueno —dijo Akane, con voz que evidenciaba que estaba dolida—. Si es lo que sientes...
—Eso siento —dijo Shampoo, para luego ponerse en pie e ir hacia la hoguera. Sus pies calzados de zapatillas produjeron un rumor suave en la cubierta de hierba.
Akane miró a Rouge, luego envolvió una mano de la muchacha con las dos suyas.
—Rouge, despierta.
Le sorprendió cuando Rouge se movió un poco, y pestañeó repetidas veces, para mirar de manera desenfocada antes de fijar la mirada en ella.
—¿Akane? —musitó.
—Qué bueno que estás de vuelta, Rouge —contestó Akane, sonriéndole a otra la muchacha—. ¿Te sientes mejor?
Con pasmo, Akane se vio abrazada de súbito por Rouge, que empezó a llorar, grandes sollozos hipantes que le sacudían el cuerpo entero.
—Graciasgraciasgraciasgraciasgracias...
Abochornada y mirando hacia el grupo que ahora las miraba atentamente, Akane daba palmaditas en la espalda de Rouge, anonadada con el comportamiento de la muchacha.
—¿Qué pasa?
—No podía pararla —dijo Rouge por entre las lágrimas—. Se escondió cuando llegaron las lluvias para que no me transformara a mi cuerpo normal, y se hizo cada vez más difícil, y podía ver lo que ella hacía, pero...
—Rouge, contrólate —dijo Akane de manera delicada, quitándose los brazos de la muchacha para luego sujetarla de los hombros—. ¿Qué sucedió?
—Ashura —dijo Rouge, y se estremeció.
—¿Qué pasó con ella?
Rouge no paraba de llorar aún, pero al menos era ahora con menos intensidad.
—Nada. No importa.
Akane se levantó, y ayudó a Rouge a ponerse en pie.
—Ven. Siéntate junto al fuego, y puedes contarles a todos lo que pasó.
Condujo a Rouge hasta la hoguera que ardía, y la sentó entre ella y Ryoga. Genma estaba tirando de espaldas, con las manos debajo de la cabeza y mirando hacia el cielo; cerca, Happosai fumaba su pipa. Shampoo estaba recostada contra un árbol a un par de metros de metros de allí, con los brazos cruzados sobre el pecho y las largas piernas estiradas por delante. El aire olía a leña quemada, mezclada con el aroma dulzón del tabaco de Happosai.
Al sentarse Rouge, Ryoga la miró, con la luz del fuego reflejada en los ojos.
—Hola. ¿Ya estás mejor?
Rouge asintió con la cabeza y se miró las manos. Akane le puso una mano en un hombro y miró a Ryoga.
—Rouge, te presento a Ryoga. Ryoga, te presento a Rouge.
—Mucho gusto en conocerte —dijo Rouge con tono formal, con la cabeza cabeza agachada y extendiendo una mano delicada—. Soy de Shanghai.
—Gusto en conocerte —dijo Ryoga con cierta cautela, extendiendo una mano para estrechar la de ella un momento, luego volvió a mirar el fuego; a Akane le pareció ver un levísimo rubor en las mejillas de Ryoga, o quizá era solo la manera en que la luz se le reflejaba en el rostro.
Akane vio la dirección en que Rouge miraba y señaló a Shampoo.
—Esa es Shampoo.
Shampoo alzó la cabeza y miró a Rouge con ojos entrecerrados, y una sonrisa un tanto desagradable. Luego asintió levemente con la cabeza a modo de saludo y desvió la mirada hacia otro lado.
Akane continuó las presentaciones.
—El que está acostado por allá es el señor Saotome. Y el de allá es...
—Rikuichi —dijo Happosai, acercándose para luego inclinarse y extender una mano a Rouge. Sonreía, con lo cual su cara se acercaba más a lo desabrido que a la fealdad.
Cuando Rouge le estrechó la mano, Happosai se llevó los dedos de ella a los labios y los besó.
—Madam, se le perdonan sus intentos de calcinarme hace un rato. A una mujer de su belleza yo le perdono todo.
Akane soltó un gruñido de hastío, mirando a Rouge, que se sonrojó y bajó modosamente la cabeza. Tal vez no andaba toqueteando tanto como antes, pero Happosai no cambiaba.
El maestro soltó la mano de Rouge y se sentó, y descargó de su pipa una pizca de ceniza.
—Pero, ¿qué te dejó en ese estado?
Durante la marcha hasta el claro, Akane se había dado el tiempo de explicar la situación de Rouge, de modo que no hubo necesidad de que esta hablara de su combate contra Taro en Japón. Estando aquello claro, Rouge se dio a la tarea de explicar lo sucedido después.
—Luego de que obtuve más de la fuente de poder —empezó—, regresé cruzando el mar como Ashura, pero...
Suspiró y miró el suelo. El fuego proyectaba destellos brillantes en su pelo, y bailaba con brillos metálicos en sus alhajas.
—Algo salió mal. Me... siento distinta cuando soy Ashura. Llena de ira siempre, y es mucho más fácil liberar esa ira con tanto poder... Me hundí en esa furia, y me volví prisionera de mi propia carne, incapaz de controlar los impulsos que me dominaban al estar en ese cuerpo.
Cerró los ojos, y lágrimas asomaron para colgar por un momento de sus pestañas largas.
—No sé cuánto daño habré hecho a las aldeas de por aquí antes de que Ashura atacara el tren y la detuvieran, pero...
Las palabras siguientes fueron apenas un murmullo:
—Creo que no lesioné demasiado a nadie. Espero que no.
—No dudo que así fue —dijo Happosai, con sorprendente suavidad—. Y nada de esto fue tu culpa.
—Jusenkyo hace que la gente haga cosas extrañas —oyó Akane musitar a Ryoga, aunque no entendió qué quería decir.
Vacilando, Akane pasó un brazo sobre los hombros de Rouge.
—Tú no le harías daño a alguien a propósito, Rouge.
—Cuesta tanto —dijo Rouge, abriendo los ojos, con lágrimas que espejaban la luz del fuego en sus mejillas—. Ashura... Yo... tiene tanta rabia. Hay tanto odio en ella.
Se llevó una mano a la cara para limpiarse una mejilla.
—Hay tanto odio en mí.
Ryoga se desató una pañoleta y se la entregó:
—Ten.
Rouge se enjugó los ojos con ella, luego se sonó suavemente la nariz.
—Gracias. Pero...
—Tengo más —dijo Ryoga, para luego meter una mano a su mochila y sacar otra, que se ató a la cabeza—. Tranquila.
Akane sonrió. Ryoga era tan tierno a veces, que casi le dolía el alma de ver.
—Tienes razón, muchacho —dijo Happosai, dando a Ryoga una mirada intensa—. Jusenkyo hace a la gente hacer cosas extrañas. Hay pozas que transforman la mente al igual que el cuerpo. Sospecho que eso le sucedió a esta belleza, ¿eh?
Akane puso gesto de hastío y se cubrió la cara con las manos, mientras Rouge volvía a sonrojarse.
—Es usted muy amable, señor —oyó decir a la muchacha con su voz dulce.
—Pero no hay motivo para preocuparse —dijo Happosai—. Ya que viajarás con nosotros, estaremos ahí para ayudarte si surge la necesidad.
—¿Qué? —dijo Shampoo, rompiendo su silencio e inclinándose más hacia adelante de donde había estado recostada—. Tú no...
—Silencio —restalló Happosai, volviendo la cabeza para mirarla. Shampoo se retrajo un tanto, con los ojos grandes—. Rouge, nosotros vamos en viaje a Jusenkyo. Te podrías sanar allí con la Nyannichuan, si lo deseas...
Rouge miró hacia el fuego largo rato, y luego asintió despacio con la cabeza.
—Me... Me gusta ser fuerte. Pero Ashura tiene demasiada ira. Es tan peligrosa. No puedo continuar. —Se pasó una mano por el cabello—. Deseo ir con ustedes, si me lo permiten.
—No es ningún problema —se apresuró en decir Akane. Arriesgó un vistazo en dirección a Shampoo—. ¿Cierto?
Shampoo movió la cabeza de lado a lado, con el ceño arrugado.
—No importa.
Rouge sonrió y bostezó. —Gracias.
—Tranquila —contestó Akane.
Rouge volvió a bostezar.
—Nunca me dijeron —murmuró, con los ojos a medio cerrar— qué hacen en China...?
—Es un cuento largo —contestó Akane suavemente, sintiendo una tristeza repentina—. Por la mañana hablamos más, ¿sí? Parece que te hace falta dormir.
Rouge asintió. Akane, viéndola cabecear, supo que estaba a punto de derrumbarse de agotamiento.
—Puede dormir en mi saco —dijo Ryoga, luego se sonrojó furiosamente—. No... Digo... Ella sola, yo puedo dormir en el suelo, he dormido en lugares peores...
No terminó de decirlo, y Akane lo miró con gesto misericorde.
Rouge se cubrió la boca para ocultar una sonrisa.
—Gracias.
Happosai dejó a un lado la pipa y estiró los brazos por sobre la cabeza.
—Cerraré los ojos también.
Apuntó con un pulgar hacia donde estaba Genma. El hombre yacía de costado, sin manta o algo donde apoyar la cabeza, roncando suavemente.
—Y él ya va en el quinto sueño.
Akane asintió, cayendo en la cuenta de que también estaba muy cansada. Empezaron a desempacar los sacos de dormir, y el fuego ya sin alimentar se fue apagando hasta que solo quedaron rescoldos, y las estrellas de arriba empezaron a adquirir más brillo con la ausencia de alguna otra luz.
Acostada en su saco unos minutos después, con la cabeza en una almohada delgada, Akane respiró hondo, inhalando el perfume fresco de la hierba, y el aroma vago y persistente del tabaco de la pipa de Happosai. Cerca, podía oír a Rouge roncar suavemente; con el rabillo del ojo, podía distinguir la silueta opaca de Shampoo, aún recostada contra el árbol.
Se le cerraron los ojos, y las estrellas parecieron irse apagando de pronto, una a una, al caer sobre ella la noche como una capa, y cayó en un letargo profundo, pacífico y sin sueños.
~ o ~
Ryoga despertó de pronto, y abrió los ojos de golpe para quedar mirando la oscuridad. Durante un momento no supo qué lo había despertado, hasta que volvió a oírlo.
Pisadas, suaves, ligeras, y cercanas.
Al ajustarse sus ojos a la oscuridad, pudo distinguir las formas dormidas de Happosai y Genma cerca de allí, y dos más del otro lado de las cenizas del fuego; tenía bastante certeza de que eran Rouge y Akane.
Estaba de costado, con la cabeza descansando sobre la mochila. El suelo bajo él era duro, con la hierba proporcionando muy limitada comodidad. No sabía cuánto había dormido, pero ya no se sentía cansado.
Se incorporó despacio, rodando para quedar con la espalda contra la mochila. A cierta distancia, en el punto donde terminaba el terreno llano y se empezaba a empinar, vio una silueta de pie, de espalda hacia él, con cabello largo que la brisa leve hacía ondear sobre sus hombros y espalda.
Con un vistazo rápido comprobó que Rouge seguía dormida, con su cara bonita y apacible, respirando con el ritmo calmo y regular del sueño. Tenía que ser Shampoo, entonces.
Durante un momento, Ryoga consideró recostar otra vez la cabeza y tratar de volver a dormirse. No sabía bien qué podía decir, o en realidad si había algo que decir.
Luego, con un suspiro casi inaudible, se puso en pie con el mayor silencio que pudo, y fue hasta donde Shampoo estaba; la hierba crujió bajo sus pies. Por encima, las estrellas parecían infinitas, sin que ni la más débil dejara de verse entre ellas, allí en aquel despoblado.
Shampoo se volvió al acercarse él, y Ryoga vio la luz de las estrellas, la luz de la luna, brillar en los ojos de ella, en los rastros de las lágrimas que corrían por sus mejillas. Recordó a Akane, cuando había llorado contra el hombro de él en la montaña, donde habían buscado a Ranma. Le parecía haber estado en ese tipo de situación bastante estos últimos días.
—Linda noche, ¿no? —preguntó en tono neutro, al llegar a situarse junto a la muchacha silenciosa, para mirar en la misma dirección que miraba ella.
Y siguió el silencio.
Aventuró una mirada hacia el lado, para mirar a la muchacha china, tratando de descifrar su comportamiento. No había más que una careta, oculta por lágrimas.
—¿Shampoo?
—Pasa nada —murmuró ella, con la voz espesa—. Vuelve a dormir, tonto.
—¿Por qué no vino Mousse con nosotros, Shampoo? —preguntó él, con voz suave.
Allí estaba, la gran pregunta sin respuesta, que nadie le había hecho desde que habían subido al avión. Vio los hombros de Shampoo elevarse y bajar un tanto, y la vio cerrar los ojos. Las lágrimas le mojaban las mejillas, corriendo por ellas como la lluvia en una ventana.
—Pelea de los dos —dijo por último—. Pelea muy grande.
Ryoga se llevó una mano a la cabeza y empezó a desatarse la pañoleta.
—Ah —dijo.
—Se fue —continuó Shampoo—. No sé donde va. No importa.
—¿Entonces por qué lloras?
Shampoo lo miró, y mostró una sonrisa triste.
—¿Por qué no llora tú? Mucho para llorar, aunque Mousse esté aquí.
Tenía razón, reflexionó Ryoga en silencio. Pero él ya había llorado sus penas, por Ranma desaparecido, por todo el dolor que había llegado.
—Porque tengo que ser fuerte.
Shampoo agitó la cabeza.
—Hombres extranjeros tan idiotas a veces. Siempre guardan todo dentro hasta que parece que van a reventar. Ranma... Ranma siempre el que más guarda. Nunca quiere mostrar nada, hasta que ya muy tarde.
Ryoga titubeó un momento ante de hablar:
—Shampoo, yo sé que las leyes de tu aldea son distintas, y...
—¿Quiere tú saber que me pasa, por volver sin Ranma de marido? —lo interrumpió ella.
Ryoga pestañeó, luego asintió con la cabeza.
Shampoo se llevó una mano a la cara y se limpió lo mejor que pudo los rastros de lágrimas.
—No sé. No hay como saber con Consejo. Y circunstancias muy extrañas. —Miró al suelo y frotó un pie contra la hierba—. Ayuda que tengo testigos de cosa que hizo Cologne. Tú, Akane, Genma, Happosai. Ayuda también que traigo algo que Happosai roba antes.
Se quedó en silencio entonces, con expresión algo desesperada. Ryoga, tras un momento de duda, puso una mano sobre el hombro de ella, sintiéndola temblar.
—¿Qué es lo que hacen normalmente?
Shampoo se estremeció.
—Exilio. Humillación pública de familia. Si consejo determina que es porque no quiero seguir ley, no cumplir obligación, es ejecución. Pero...
Se rió, una risa suave y amarga.
—Si una cosa sé, es que trato de tener a Ranma como marido. Trato tanto que nunca veo que él nunca me quiere, que hago mucho mal...
Ryoga quitó la mano del hombro de ella, para dejarla caer a un costado.
—Shampoo...
—¿Qué? —dijo ella, con fuerza, dándole una mirada hostil.
—¿Te da miedo lo que te va a pasar?
Shampoo negó fieramente con la cabeza.
—No. ¿Por qué todo mundo pregunta misma cosa?
Ryoga arrugó el entrecejo un momento, confundido.
—¿Te acuerdas de cuando peleamos contra esa mujer en la montaña, Shampoo? ¿De Yamiko?
Shampoo indicó una lenta afirmativa con la cabeza.
—Por un ratito pensé que me iba a morir —dijo él, con la voz suave en la oscuridad, en el silencio pesado de la noche profunda—. Ella era más hábil que yo, y tenía muchas ganas de matarme.
Ryoga se llevó una mano a la cara y señaló las cicatrices que Yamiko le había dejado en la mejilla.
—Casi no podía respirar del miedo, Shampoo. Tú también peleaste con ella. ¿No tenías miedo en ese momento?
Shampoo no dijo nada, sino que levantó una mano y se remangó el brazo izquierdo de la blusa floreada hasta el hombro. Cuatro cicatrices, levantadas, blancas, nuevas, bajaban casi hasta el codo.
—Yamiko hace eso —dijo con voz suave—. Si Happosai no ahí, nosotros mueren.
Y, despacio, sonrió:
—Sí, yo con miedo ahí. Y con miedo ahora. Pero yo no va a huir. Ni ahí, ni ahora.
Ryoga alzó la vista a las estrellas un momento, y cruzó los brazos, escuchando el silencio de la noche.
—Eso es lo importante, creo.
Shampoo asintió.
Hubo un silencio largo entre los dos, tan cabal que pudieron oír la respiración de sus compañeros, que dormían cerca.
—Ninguno de nosotros está solo en esto —dijo él por último, palabras para llenar el vacío—. Ni tú, ni yo, ni nadie más.
Shampoo ladeó la cabeza para mirarlo, con una sonrisa condescendiente:
—¿De verdad tú cree eso?
Él calló un momento, sopesándolo.
—Supongo que sí.
Ella meneó la cabeza de lado a lado.
—Tú hombre tonto, Ryoga —dijo, y se rió entre dientes.
Las palabras no lo ofendieron, aun si hubiera sido la intención.
—Nunca he dicho que no lo sea.
Ella le sonrió, con los párpados caídos.
—Hombre tonto, pero con buen corazón.
Ryoga tuvo una inusitada sensación de orgullo, y de contento, con las palabras. Estudió a Shampoo un momento, de pie bajo la luz de la luna y las estrellas.
Cuánto había cambiado él, se maravilló en silencio. Cuánto habían cambiado todos. El cómodo mundo de conflictos, la facilidad del statu quo, los roles elegidos por cada uno, todo arrasado. Las hebras rotas, pero empezaban a reunirse, como por manos invisibles, escogidas y entrelazadas, hiladas de nuevo, con un diseño novedoso.
—Hay que dormir —le dijo a Shampoo al cabo de un rato, luego de lo que parecieron horas de silencio entre los dos—. Queda mucho por viajar.
Ella asintió con la cabeza. —Sí.
Dieron media vuelta casi a un tiempo, y echaron a andar hacia las siluetas de sus compañeros que yacían en el suelo.
~ o ~
Los vio volver por el declive del terreno, hacia el campamento, la muchacha y el muchacho alto. Los había observado desde uno cinco metros de distancia, protegido por las sombras de los árboles, inmóvil como las piedras de la tierra, y silencioso como el rumor del viento.
Recordaba estas inmediaciones de antes, haberlas recorrido en el invierno, a los hombres y sus caballos exhalando nubes de vapor en el aire, con la nieve crujiendo bajo los pies de él y de ellos, y bajo los cascos de los caballos. Los había sobreexigido, olvidando a veces que necesitaban comida y sueño. Lo habían seguido ciegamente, andando tras él hasta caer muertos, azuzando a los caballos para no quedarse atrás, hasta que los corazones de los animales no daban más.
El clima, al menos, les había sido insignificante. Estaban habituados a climas más fríos que aquel. Pero de los casi diez mil que habían comenzado esta larga, larga marcha, quedaban con vida menos de uno en diez. Los elementos, las enfermedades, y las escaramuzas dispersas en que habían debido batirse cuando era ineludible, todo había cobrado su precio.
Y habría bastado, de haber logrado, con ellos, atravesar las protecciones de Jusenkyo. Y una manera se había suministrado: una oscuridad, procurada desde hacía mucho en el corazón del valle, una traición impelida por el odio y la envidia. La vía estaba abierta, así fuese por un lapso breve.
Pero le habían derrotado, sus huestes aniquiladas, y él había huido, para esperar, para planificar la siguiente oportunidad. Y ahora, después de tanto tiempo, volvía a tenerla.
No tenía ejército esta vez, solo a sí mismo. No necesitaría a nadie. No aún. Llegado el momento, Yoko y sus seguidoras servirían a los propósitos de él. Por un tiempo.
Y, ah, sonreía ahora, con ojos fríos, como hielo azuloso, con una levísima insinuación de relámpago. Cuán dulce, pero qué dulce, sería esto.
Y, dando media vuelta, salió andando hacia la noche.
~ o ~
—¿Quieres agua, Rouge?
La muchacha de más edad levantó los ojos y miró desde donde estaba sentada, a la sombra de un árbol, luego asintió despacio con la cabeza. Akane se sentó a su lado y le pasó la cantimplora cerrada. Rouge la abrió con enorme precaución, y bebió un sorbo delicado antes de volver a cerrarla con cuidado.
La tarde se apagaba despacio hasta hacerse anochecer, y se habían detenido a descansar un ratito, antes de seguir marchando en la noche, esperando cubrir la mayor distancia posible hacia Jusenkyo antes de acampar.
—Ojalá encontremos una posada esta noche —dijo Rouge en voz queda.
—Sí, ojalá —concordó Akane. Se sentía sucia con la tierra de la ruta, y sudada producto del viaje, y no dudaba que Rouge estaba en peores condiciones que ella. Se había ido
quedando atrás en la última hora del trayecto, expresando una que otra queja referente a cansancio o a pies adoloridos.
Luego de la décima queja, Shampoo le había dicho de modo más bien brusco que cerrara la boca, y Rouge se había sumido en un silencio vergonzoso el resto del camino, hasta que Happosai había dictaminado un alto para descansar y recomponerse.
Hubo poca conversación entre todos durante la marcha, cada uno perdido en sus propias ideas. Hasta la jovialidad de Happosai había decaído para cuando se habían detenido a comer al mediodía.
—¿Akane?
Dio una mirada hacia Rouge. La muchacha tenía un aspecto mucho menos exótico vestida con una blusa y falda prestadas, aunque de todos modos, pensó Akane con una desacostumbrada punzada de envidia, exhibía una belleza mayor a la que nadie debía haber lucido vistiendo ropa que no le quedaba del todo bien.
—Nunca me dijeron qué hacen todos en China. Dijiste que me lo dirías.
Akane sacó una exhalación suave, cayendo en la cuenta de que había rehuido el asunto todo el día. Y había dicho que se lo contaría. No se trataba de que le preocupara el romper en llanto otra vez; ya había llorado de sobra por Ranma, y no sentía necesidad de continuar.
Pero hablar de eso, reconocer el dolor subyacente en toda acción que hacía, no había más que empeorar el dolor de su alma.
Se tomó un momento para ordenar las ideas, dando una mirada a los demás viajeros. Genma parecía dormitar bajo otro árbol. Shampoo practicaba contra su propia sombra frente a un risco cercano, y Ryoga estaba sentado de piernas cruzadas cerca de ella, hurgando en su respectiva mochila. No vio señales de Happosai.
—¿Akane?
Armándose de valor, Akane se lanzó en una explicación concisa, narrando la desaparición de Ranma. Rouge escuchó en silencio, con los ojos agrandándosele más a cada momento.
Por último, cuando Akane hubo terminado, agachó tristemente la cabeza y miró al suelo.
—No sabes cuánto lo siento, Akane.
—Está bien —dijo Akane, con un levísimo temblor en la voz—. Lo voy a encontrar. Y va a estar bien.
Rouge asintió. —No dudo que será así. —Levantó la cabeza, y alzó una mano para quitarse de los ojos un mechón de pelo sedoso—. Me da gusto ir a la aldea de las joketsuzoku. La primera vez que fui a Jusenkyo fue por ellas, ¿sabías?
—¿En qué sentido? —preguntó Akane, intrigada.
Rouge pareció reticente un momento, como lamentando haberlo mencionado.
—Es una tontería...
—No tienes por qué contármelo si no quieres —dijo Akane, con voz suave.
La otra muchacha suspiró y se encogió de hombros:
—Quería ver si me podían aceptar entre ellas, de alguna manera. Quería ser fuerte, como había oído decir de ellas.
La mirada de Rouge cayó en el lugar donde Shampoo hacía girar sus bonboris de una postura de combate a la siguiente, con movimientos de una gracia inconsciente. Akane vio envidia en los ojos de Rouge, admiración.
—Quería ser fuerte. El poder de Ashura me hizo fuerte, así que...
—¿Por qué querías ser fuerte? —interrumpió Akane.
Rouge pareció triste al contestar:
—Mis padres me criaron para ser buena esposa y conseguir un marido rico. Alguien que proporcionara una dote grande y les diera una vejez cómoda. —Jugó con una de las pulseras de oro en su muñeca esbelta—. Aprendí a cocinar, a asear, a ser correcta y femenina. Aprendí inglés y japonés, a tocar música... Todo lo que una buena esposa debía saber.
Volviendo un tanto la cara, de modo que Akane solo pudo verla cara de perfil, siguió, en voz queda:
—Cuando cumplí dieciocho, me llevaron a conocer al hombre que sería mi esposo. Era casi cuarenta años mayor que yo, un comerciante rico que nunca se había casado.
Akane alzó una mano hacia el hombro de Rouge, pero la dejó caer a medio camino.
—Rouge, si no quieres...
—Me habría casado con él —dijo Rouge suavemente—. Para eso me habían criado. Para ser una novia bella, tímida. Pero cuando lo vi hablar con mis padres, cuando le vi los ojos, la forma en que me miraba... —Se estremeció—. Como su yo fuera un objeto, una pertenencia, no más que eso. Y no sé cómo, me di cuenta de que estaba mal, de que no podía vivir así.
Sacudió la cabeza, pareció recobrar algo de la compostura:
—Así que, en la noche, tomé mis cosas y me escapé. Había leído un libro que hablaba de Joketsuzoku, y... —Se encogió de hombros—. Lo demás ya lo sabes. Llegué a Jusenkyo, y me caí en la poza de Ashura. Así que ahí me volví fuerte, como había deseado.
Despacio, se puso en pie, y miró hacia el cielo, de un azul diáfano y casi sin nubes:
—Durante demasiado tiempo no me di cuenta de que entre más grande la fuerza, más grande el precio que se debe pagar por ella.
Akane estaba perpleja y en silencio, todavía mirado al suelo, aún sopesando la historia que le acaban de contar.
—Lamento mucho oír eso, Rouge —dijo por último, y se puso en pie para poner una mano de consuelo sobre el brazo de la otra muchacha—. Tus padres...
Rouge agitó la cabeza.
—No los he visto desde que me fui. No creo que quieran volver a ver a la desobediente de su hija.
Pareció enterrar la tristeza entonces, dándole a Akane una sonrisa delicada:
—Perdón por descargar mis problemas en ti, Akane. Tú tienes los tuyos, y no necesitas los míos.
—Está bien, Rouge —dijo Akane, asiendo una mano de Rouge y estrechándola en ademán solidario—. Somos amigas, ¿no? Así que corresponde que nos contemos nuestros problemas.
Rouge apretó a su vez la mano de Akane, pareciendo tanto sorprendida como contenta.
—Gracias, Akane.
~ o ~
Happosai se arrodilló en la cima de la colina, y apoyó la palma de una mano en el suelo, con la pipa sin encender apretada entre los dientes. Tenía los ojos cerrados.
No estaba, en sentido estricto, completamente allí. Su consciencia discurría con mayor libertad que la habitual, viajando por el área circundante, por la tierra y por el aire, por las sendas que dejaban los pasajeros del tiempo.
Buscaba algo. Precisamente qué, no lo sabía. Pero desde que habían abandonado el tren y empezado la larga marcha hacia Jusenkyo, había tenido la vaga sospecha de que les observaban.
Al principio, lo había desestimado, atribuyéndolo a la sensación que le producía el aura de Ashura emanada por Rouge. No era ni con mucho experto en Jusenkyo, pero entendía que algunas de las maldiciones podían alterar la mentalidad del afectado. Pero la maldición de Ashura era distinta. Eso lo podía percibir fácilmente, con solo mirar el aura de Rouge.
Había en los bordes de esta una impresión de algo, una cosa vasta, odiosa y terrible. Era muy importante que la muchacha se curara de la maldición, y pronto.
Pero la sensación de estar bajo vigilancia no se iba, y había empezado a advertir que aquello no tenía nada que ver con Rouge. De modo que había ordenado un alto, y había partido solo, para tratar de dilucidar qué era lo que sucedía.
No lograba percibir nada, ninguna presencia que explicara esa sensación de estar siendo observado. Despacio, despacio, se retrajo en sí mismo, dejando que la consciencia se plegara sobre el inconsciente, y abrió los ojos cuando el corazón se le aceleró y la respiración se le hizo más rápida.
De pronto, giró, y la pipa se le cayó de la boca para rebotar en el suelo. Su aura restalló en una crepitación de poder.
—Muéstrate —gruñó, con los ojos poco más que rayas, el cuerpo envuelto en luminiscencia con la fuerza de su energía—. Seas lo que seas, sal y enfréntame.
Nada se reveló, solo la sombra silenciosa de una nube al pasar frente al sol. Happosai dejó morir su aura, y se sentó pesadamente, recogió la pipa y la examinó por si había sufrido algún daño.
—Saltando con una sombra —masculló con desagrado, agitando la cabeza—. Viejo tonto.
Así la dejara pasar, no podía quitarse la sensación de que un ojo invisible seguía todos sus actos. Tendría que mantenerse en guardia.
Con un movimiento de la muñeca, tuvo un fósforo en la mano, y encendió la pipa al bajar la colina, hacia el lugar donde los demás descansaban. Aún quedaba largo trecho por recorrer.
A media bajada, se detuvo y miró cuesta arriba, a la colina vacía. Luego, sacudiendo la cabeza con gesto de recelo, siguió bajando la pendiente.
~ o ~
No encontraron una posada esa noche. Más aún, no vieron señas de ninguna civilización humana. Estaban ahora en despoblado puro, viajando por un terreno rocoso, con porciones de suelo inútil y vegetación raquítica. Se empinaban montañas por toda la ruta, agudas e inalcanzables en la distancia.
A ratos, sentían como si fuesen la única gente que quedaba con vida en la tierra. Acamparon al fin, fatigados hasta los huesos, para caer todos en un sueño profundo e intranquilo, con los sonidos lejanos de la noche mientras las cosas de la oscuridad, los búhos y las cigarras, iniciaban su música.
Por la mañana, luego de unas dos horas de caminata, llegaron al paso montañoso que conducía hacia el poniente y se adentraba en el valle que albergaba a Jusenkyo.
Happosai no había conseguido quitarse la sensación de estar siendo observado, pero, inseguro de sus propios miedos, no lo dijo a nadie, y al final logró un modo de no tomarlo en cuenta, de la misma manera en que alguien se acostumbra al dolor de heridas viejas.
Tras una hora, entraron al paso, y cruzaron la frontera de Jusenkyo. El antiquísimo poder durmiente pasó invisible a través de ellos, halló que en sus corazones no habitaba malicia, y les permitió ingresar sin impedimento en los dominios de ella.
Unos diez minutos después, un viajero, solo, pasó por la frontera. El sondeo inconsciente fluyó de largo junto a él, y ni siquiera detectó su presencia.
Y así la Serpiente hizo su entrada valle.
~ o ~
La aldea de las joketsuzoku se clavaba en una hondonada pedregosa rodeada de montañas, un valle sinuoso de colinas rocosas y peñascos empinados. Había casas dispersas por el terreno irregular, sin un orden manifiesto en su ubicación; franjas largas y regulares de cultivos marcaban las porciones llanas del poblado formando hileras.
Ryoga hizo una cuenta rápida desde su posición a mitad de un sendero sinuoso que bajaba de las montañas circundantes, y estimó que eran poco menos de doscientas casas, con diseños que abarcaban desde las grandes y elegantes a pequeñas con techumbres de paja. Personas dispersas se veían por las calles polvorientas, demasiado lejanas como para distinguir detalle alguno.
Dio una mirada a Shampoo y a los demás que estaban junto a él, y se pasó una mano por el pelo húmedo de sudor.
—Bueno, llegamos.
Shampoo asintió, luego respiró hondo. —Sí.
Luego empezó a bajar por el sendero, con la pesada mochila sobre los hombros, y en cada mano una bolsa, que traqueteaban con un sonido metálico: los tesoros de las joketsuzoku, tanto aquellos que su bisabuela había llevado a Japón, como los que Happosai había robado hacía tantos años, devueltos ahora a su lugar de origen.
Ryoga siguió tras ella, eligiendo con cuidado los pasos por el sendero empinado. Un apoyo en falso con el pie diseminó guijarros por la cuesta rocosa, y Ryoga miró hacia el resto de sus compañeros, que le seguían desde atrás.
Y al fin habían llegado, se dio cuenta Ryoga. Aquí terminaban todos los indicios acerca del paradero de Ranma, y un indicio tan insustancial, un arma usada contra ellos, que según Happosai podía provenir únicamente de aquí.
Esperaba que estuviesen en lo correcto. Esperaba que Ranma estuviera en las inmediaciones. Si no lo estaba, era posible que no lograran hallarlo a tiempo.
A tiempo de qué, Ryoga no lo sabía. Solo sabía que Ranma estaba o en manos de Cologne, o en manos de las dos desquiciadas que habían combatido en la montaña. Y pese a todo lo ocurrido con Cologne, se descubrió abrigando la esperanza de que ella hubiera sido la vencedora.
Al acercarse más a la aldea, vio que las cabezas de los que deambulaban por las calles se alzaban para mirarlos con interés, y empezaban a aproximarse.
—Parece que no anda mucha gente hoy —dijo, mirando a Shampoo, mientras los aldeanos se acercaban.
Shampoo miró hacia el cielo, y se encogió de hombros.
—Hora de almuerzo. Casi todos en casa comiendo.
Estaban ahora semirrodeados por un corro de unas veinte mujeres, con vestimenta simple pero colorida, similar al estilo acostumbrado por Shampoo. Todas parecían como de la edad de Shampoo, y más de la mitad portaba armas visibles, en su mayoría una mezcla de varas largas y espadas.
Ryoga las miró, receloso, y tanto él como sus compañeros dejaron de caminar, cerca del borde de la aldea. Las joketsuzoku no parecían exactamente hostiles, pero tampoco particularmente cordiales.
Shampoo dejó caer las bolsas, se quitó la mochila de los hombros y la dejó junto a ella en el suelo. Se cruzó de brazos y miró al silencioso círculo armado, en postura desafiante.
Una rápida mirada de Ryoga a Akane le reportó una sonrisa tranquilizadora aunque nerviosa. Genma parecía estar tratando de hacerse lo más indistinguible posible, mientras Rouge parecía un tanto temerosa. Happosai no hacía más que mirar a las mujeres y asentir con la cabeza, pensativo, con un dejo de sonrisa.
Hubo un largo silencio mientras los dos grupos parecían sopesarse, y luego una muchacha pocos años mayor que Shampoo dio un paso al frente y habló en chino, mirando directamente a los ojos de la joketsuzoku retornada. Las palabras tenían un tono levemente acusador.
Shampoo contestó en su lengua natal, con voz fuerte y airada.
La otra chica gruñó algo de vuelta.
Shampoo dijo una sola palabra, sonando mordaz.
La muchacha lanzó un puñetazo a Shampoo. Shampoo eludió hacia un lado, se agachó con un giro y barrió las piernas de la otra con una patada baja. La muchacha mayor cayó pesadamente al suelo.
Algunos murmullos corrieron entre las aldeanas reunidas. La mitad salió presurosa hacia la aldea. Ryoga agrió inconscientemente el gesto, y se tensó un tanto.
—¿Ryoga?
Al contacto de una mano de Akane en su codo, Ryoga volvió la cabeza hacia ella y se relajó levemente.
—Quisiera poder entender lo que dicen.
—La chica decía que Shampoo ha perdido su fuerza —dijo Rouge suavemente—. Luego Shampoo le dijo... algo muy burdo.
Akane se encogió de hombros. —Solo espero que Shampoo no empiece una pelea aquí mismo.
Ryoga vio a Shampoo dar un vistazo hacia ellos y luego bufar un poco. La vio volverse hacia la muchacha que acababa de derribar y ofrecerle una mano.
La muchacha caída hizo un mohín displicente y se puso en pie, acomodándose el largo pelo castaño oscuro con una mano, y sacudiéndose el polvo de los pantalones con la otra. Luego, pasó lentamente la mirada por los viajeros reunidos tras de Shampoo, y dijo algo en chino.
Shampoo contestó con voz baja pero impetuosa.
La muchacha asintió una vez con la cabeza, dijo algo más, y le tendió una mano a Shampoo. Shampoo recibió la mano y las dos se estrecharon las muñecas durante un instante, con fuerza, aún mirándose con de modo hostil, y luego la muchacha dio media vuelta y echó a andar hacia las calles de la aldea.
Las demás jóvenes que quedaban miraban ahora a los viajeros con indisimulado interés. Shampoo las miró a cada una con gesto de rabia y exclamó algo en chino. El grupo de mujeres dio media vuelta y se alejó despacio, dando uno que otro vistazo hacia atrás.
Shampoo se volvió hacia sus compañeros y les sonrió un tanto:
—Ahora viene anciana. Quedamos aquí.
—¿Quién era esa chica con la que hablaste? —preguntó Ryoga.
—Bai Ling —contestó Shampoo—. Gané a ella en semifinal de último torneo. Me pregunta si pongo floja y débil en Japón. Demuestro que no.
Ahora los aldeanos salían de sus casas, hombres y mujeres de más edad, niños pequeños, muchachos adolescentes de aspecto cohibido, luciendo túnicas similares a las que usaba Mousse. Estaban en las puertas de sus casas mirando a los advenedizos con interés; el murmullo de sus voces llenaba el aire de la aldea.
Por la esquina de una casa, volvió Bai Ling, acompañada por una anciana encorvada. Formaban un dúo incongruente: una mujer alta y bonita, y una vieja rugosa.
La vieja no caminaba valiéndose de un bastón o cayado, sino con una garrocha de aspecto amenazante, con una cuchilla ancha en la punta, con forma de luna creciente, y las manos marchitas de la mujer envolvían la garrocha con una fuerza que contravenía su edad. Al acercarse la anciana, Ryoga le vio los ojos; eran como recordaba los ojos de Cologne: arcaicos, oscuros, y encendidos con una inteligencia fría.
Ryoga oyó a Shampoo mascullar algo. A juzgar por el tono, parecía una maldición.
—¿Qué sucede?
—Fang Shi —contestó Shampoo a media voz. Dijo el nombre con gran desagrado en el tono.
La vieja se detuvo delante de ellos, apoyada en su arma y contemplándolos con esa mirada arcaica. Luego, despacio, le dijo algo en chino a Shampoo; Ryoga creyó oír el nombre de Shampoo y el de Cologne.
Shampoo agachó la cabeza, y dijo algo con tono respetuoso.
—Pues bien —contestó Fang Shi, en perfecto japonés—. Hablaremos de modo tal que tus amigos extranjeros puedan entender. Vuelvo a preguntártelo, Shampoo: ¿dónde está Cologne?
—Es larga historia, honorable anciana —dijo Shampoo—. Pido licencia para que amigos y yo instalemos en casa de mi familia, y luego contesto preguntas.
—No —dijo Fang Shi, tajante—. ¿Dónde está Cologne?
Bai Ling miró con animosidad a Shampoo, y dijo algo burlón en chino. Shampoo entornó los ojos, pero Fang Shi dio en las costillas de su compañera un codazo fuerte, que la hizo doblarse.
—Silencio, muchacha.
—Estamos cansado —dijo Shampoo—. Es largo viaje de varios días. Pedimos descansar, lavarse tierra del camino.
—¿Eres sorda o tonta, niña? —restalló Fang Shi—. ¿Dónde está Colone? ¿Y dónde, por lo demás, está tu esposo?
Ryoga vio la cara de Akane retorcerse de rabia por un momento antes de recobrar visiblemente el control.
—Calma, Akane —le cuchicheó.
Incluso con lo bajo de las palabras, la mirada de Fang Shi se enfocó en él durante un momento. Él le devolvió la mirada, con el ceño un tanto contraído.
La anciana le hizo con los ojos un gesto despreciativo y devolvió la atención a Shampoo.
—¿Y bien, Shampoo?
—Honorable an...
—¡Basta de excusas!
—Ay, por favor, Fang Shi, déjalos descansar unas horas —dijo una voz femenina, profunda e irónica desde detrás de Ryoga—. Los pobres parecen medio muertos.
Ryoga se volvió para ver a una mujer alta, vestida con una túnica gris con bordes blancos. Por las líneas que radiaban de sus ojos y boca, le pareció de poco menos de sesenta años, pero tenía la delgadez y firmeza de una mujer de la mitad de esa edad. Cabello entrecano le caía hasta media espalda en una trenza compleja, y portaba en la mano izquierda una vara delgada, calzada en ambos extremos con un pomo de hierro, y cruzada con porciones de jade terso que el sol hacía ver como ondulaciones verdes.
Shampoo se volvió también, con una expresión de gratitud, que al ver a la mujer se desvaneció, para ser reemplazada por una tristeza cansada.
—Lang Bei —dijo en voz queda.
—Hola, Shampoo —dijo la mujer—. ¿Mi nieto viene contigo?
Shampoo negó con la cabeza. Sorprendido por un momento, Ryoga advirtió de pronto que Lang Bei, en efecto, guardaba gran parecido físico con Mousse; tenían los mismos ojos.
—Ah, bueno —dijo Lang Bei, y se encogió de hombros—. Ve e instala a tus amigos. El Consejo oirá los detalles de lo sucedido en Japón, y tu explicación de la ausencia de Cologne,
luego de la hora de cenar. Será asamblea pública.
Miró más allá de Shampoo, a Fang Shi:
—¿Si le parece bien, honorable anciana Fang Shi?
—Bien, honorable anciana Lang Bei —contestó Fang Shi con veneno en la voz, antes de volverse y salir andando, con el palo de su garrocha levantando nubes de polvo al cargar su peso en esta. Bai Ling la seguía de cerca.
A unos tres metros, se volvió y los miró, para hablar con voz dura y fría:
—Pero tendremos respuestas, de un modo u otro.
Finalizado el espectáculo, los curiosos de las calles y las casas empezaron a dispersarse. Lang Bei se quedó mirando en silencio al grupo durante un momento, y luego les mostró una sonrisa leve.
—Te doy la bienvenida, Shampoo —dijo en voz baja.
Luego la sonrisa se le diluyó despacio, y la cara se le endureció, con frialdad en los ojos de azul grisáceo:
—Fang Shi y yo no coincidimos en mucho, niña, pero en esto somos una sola. El Consejo que integramos tendrá respuestas. A todo.
Luego dio media vuelta y se alejó, con la trenza gris rebotando contra la espalda al andar, meciendo la larga vara que llevaba en la mano, a ratos dando algún toque en el suelo con la punta.
Shampoo miró a cada uno de sus compañeros, sin decir nada.
Happosai, por último, rompió el silencio.
—Guapa mujer para su edad, hay que reconocerlo.
Eso pareció quitar la tensión del aire, y hubo un poco de risa nerviosa.
—Venir —dijo Shampoo—. Casa de familia por aquí.
Sonrió:
—Mi casa.
~ o ~
Desde lejos, vio el enfrentamiento en la aldea, miró al gentío dispersarse entre las calles y casas de la aldea de las joketsuzoku.
Apretó los dedos contra la piedra del paso montañoso del que estaba asomado, y hundió en esta los dedos, como si hubiera estado hecha de agua. Incluso hoy, tras tanto tiempo, su odio seguía vivo.
Aborrecía a la Tribu Fénix, aislada en su monte, ahora con su rey muerto. Aborrecía al pueblo paupérrimo y desdichado del cual la Dinastía Musk era un último vestigio, la noble estirpe corrompida y diluida hacía ya mucho. Aborrecía Jusenkyo, y todo lo contenido en sus confines, toda su gente, todo lo protegido por ella.
Pero nada, nada se comparaba a la forma en que aborrecía a las joketsuzoku. No había palabras para describir lo hondo de su odio, no existía manera de formularlo en términos que otro ser pudiera entender.
Su odio era una flama, que ardía en los siglos desde su renacimiento, consumiéndolo todo a su paso. Habían caído urbes, y él las había odiado. Le había ofrendado a la Oscuridad vidas sobre vidas, y las había odiado. Se habían alzado imperios desde el polvo y al polvo habían vuelto, y aún su odio era fresco, nuevo, perenne.
Cuánto las detestaba. Podía vivir hasta el final del tiempo, hasta que la última estrella se consumiera en su sitial, hasta que el último mundo cayera en las vorágines del vacío, y jamás detestaría algo de la manera en que detestaba a las joketsuzoku, pues el recuerdo de ellas era el recuerdo de la traición que se le había hecho.
Y puesto que las aborrecía más que ninguna cosa en la tierra entera, las usaría como su arma, como herramienta. Las haría el mecanismo de su propia destrucción, forjaría su perdición con las mismas manos de ellas.
—Habrán de pagar —dijo con voz suave, con su voz verdadera, más vieja que la caída de Roma, una voz que había hablado antes de que Pekín y Tokio fueran caseríos junto al agua. Una voz de odio indisoluto, como una cuchilla raspada sin fin sobre la piedra de afilar, hasta no dejar más que filo, tan fino y agudo que el menor contacto hacía sangre.
Y luego tomó la flama de su odio, y la enterró, bajo capa tras capa de hielo, de furia cubierta con cálculos fríos. El fuego se consumiría por fin un día, pero el hielo duraría hasta el fin del tiempo.
Conocía del odio lo suficiente para saber que para la destrucción el hielo servía igual que el fuego. Con eso, se encogió de hombros, se vistió con otra cara, del modo en que otros hombres de cambian las ropas, y echó a andar montaña abajo hacia la aldea reducida, con humo elevándose plácido de las chimeneas, ondeando en el aire cual guirnaldas.
Sonrió al irse acercando, con ojos azules fríos y como pintados, como los de una serpiente. Comprenderían el precio de la traición, todos, entre las ruinas de todo lo que amaban. Caerían, y él los llevaría a rastras hasta las tinieblas, y con su caída, con la caída de Jusenkyo, cumpliría él tanto los deseos de su señor como los suyos propios, tras estarles vedados durante tanto tiempo.
Catorce siglos habían pasado desde su último fracaso. Esta vez no fallaría. No habría más oportunidades; no para él.
Esta vez tendría victoria. La Oscuridad consumiría a Jusenkyo, para no quedar sino recuerdos, que, un día, desaparecerían también.
~ o ~
