Aguas bajo la tierra
Un fanfic de Ranma 1/2 escrito por Alan Harnum
Traducción de Miguel García
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Capítulo 23 : Los que quedaron
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Ahora que las lilas están en flor
Ella tiene un jarrón de lilas en el cuarto
Y mientras habla, tuerce entre los dedos un tallo.
"Ah, mi amigo, tú no sabes, no sabes qué es
la vida, tú que la tienes en las manos";
(y tuerce el tallo de una lila, despacio)
"Dejas que fluya de ti, la dejas correr,
y la juventud es cruel, no sabe compadecerse,
y sonríe en situaciones que no es capaz de ver".
T. S. Eliot
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Mousse, de pie ante la puerta tapiada del restaurante vacío, volvió a leer el letrero puesto allí, luego suspiró, se volvió y echó a andar. Una pequeña parte de él deseaba que al menos hubieran mantenido el edificio intacto, pero el nuevo dueño había puesto un aviso de derribo. En pocas semanas, no quedaría nada del lugar.
Pero había sido su casa, y había recuerdos allí. Ahora la mayoría de ellos eran de dolor, pocos eran buenos, pero nunca es fácil la destrucción que aquello que ayuda a recordar.
Quedarse con los Kuno era extraño, dado el inusitado comportamiento de Tatewaki y la distancia de Kodachi. Le parecía a ratos que los dos no vivían exactamente en el mismo mundo que los demás. Pero le habían ofrecido un lugar donde quedarse, y le habían ofrecido un propósito temporal, y les agradecía al menos eso.
No era esto en lo que se había visto al llegar por primera vez a Japón. Jamás había imaginado que vendría todo a dar aquí, a esperar en servir de guía en el lugar más legendario y oculto por el tiempo, en su hogar, Jusenkyo. Se había imaginado con Shampoo en sus brazos, con un matrimonio, con un hogar.
Pero el destino de todos los sueños es despertar de ellos, y había un vasto cisma entre lo que uno quería y lo que sería. Nunca antes lo había comprendido del todo. El solo desear algo con intensidad suficiente no lo hacía suceder.
Mousse se detuvo un momento bajo a la sombra del alero de una tienda, y dejó salir un suspiro hondo. Revolcarse en la depresión no era típico de él; era el tipo de cosas en las que Ryoga incurría. Él, en general, era de arremeter ciegamente o cortar por lo sano.
El acordarse de Ryoga lo hizo acordarse de Ranma, y luego de todo lo demás que había sucedido. Él había querido, había sido su intención, ir con ellos a China, en busca de Ranma.
Había sido de los primeros en plantear la idea de que Ranma estaría cerca de Jusenkyo.
Y luego tantas cosas habían surgido a interponerse.
—Qué tal, Mousse.
Se volvió despacio, e hizo con la cabeza una seña de saludo.
—Nabiki Tendo.
La hermana media de las Tendo estaba con otras dos muchachas, y parecía muy satisfecha comiendo despacio un cono de helado, de pie en un espacio de sol entre los aleros de las tiendas.
—¿Y cómo te va hoy?
Mousse entornó los ojos, y se subió un poco las gafas por el tabique de la nariz. Nabiki había sido para él, mayormente, un personaje del trasfondo, y ninguno de los dos había parecido reconocer mucho la existencia del otro.
—Bien, gracias.
—Caminen un poco, chicas —dijo Nabiki, con una seña imprecisa de la mano a las dos muchachas que estaban detrás de ella—. Tengo que hablar aquí un ratito.
Las dos muchachas se alejaron presurosas; Mousse les vio en las caras algo parecido al alivio.
—Y dime —dijo Nabiki, entrando a la sombra del alero para ponerse junto a Mousse—. ¿Por qué no fuiste a China con Shampoo?
—Porque no —dijo Mousse, sintiendo que el gesto se le agriaba.
—Mejor no tapar la entrada de la tienda —dijo Nabiki, que le puso un brazo en el codo y lo compelió a caminar—. Bueno, sincerémonos, Mousse. ¿Qué pasó?
—Lo que pasó no te incumbe —respondió él, con el gesto sombrío—. Y no veo por qué te interesa tanto.
—No me odies por tener curiosidad —dijo Nabiki con una encogida de hombros—. Solo me preguntaba por qué no fuiste con los demás.
De pronto, Nabiki tropezó junto a él, y se apoyó sujetándole un hombro. Durante un momento, apretó su cuerpo al de él, luego se apartó, tirándose un tanto el cuello de la blusa.
—Perdona. Se me enredaron los pies.
Nabiki lo miró de soslayo y sonrió:
—¿Seguro de que no quieres contármelo?
Mousse pestañeó y volvió a acomodarse las gafas. Nunca se había dado cuenta de lo bonita que era Nabiki Tendo, pero cuando sonreía así, todo el rostro parecía iluminársele.
—Ehh... —dijo—. Pues...
Nabiki asintió, aún sonriendo.
Mousse le miró los ojos, y vio que estos no igualaban la calidez de la sonrisa. Viéndolo así, en perspectiva, advirtió lo calculada que era una sonrisa así, lo calculado que había sido todo desde que ella había caído contra él.
Como un combate, se dio cuenta. Cuando los ataques directos no funcionan, uno recurría a una distracción, luego iba al golpe ganador. Empezó a sentir en él una rabia lenta, cayendo en la cuenta de las muchas veces en que Shampoo lo había tratado así.
Y las muchas veces en que había dado resultado.
—Como dije —dijo, gélido—, no te incumbe.
Antes de que Nabiki pudiera contestar, Mousse saltó a un farol, luego a la azotea de un edificio. No deseaba la compañía de nadie en este momento, sobre todo la de alguiem que quisiera inmiscuirse en lo que sentía.
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—Rayos —dijo Nabiki, y castañeó los dedos mientras mientras miraba a Mousse alejarse por los tejados. Nadie ponía mucha atención, al haberse hecho bastante rutinario ver cosas así, al menos antes de que Ranma desapareciera.
No bien se hubo marchado Mousse, las dos muchachas aparecieron a cada lado de ella.
—¿Lo conoces, Nabiki? —preguntó una, pasándose la otra mano por el pelo.
—Sí —dijo Nabiki—. De vez en cuando le daba por matar a Ranma.
—Es muy guapo —dijo la segunda.
—Supongo que puede serlo —dijo Nabiki, neutral—. ¿Quieres que vea si puedo hacer algo?
La muchacha se sonrojó. —No. De todas maneras no saldría conmigo.
Nabiki sabía que aquello era cierto, pero no significaba que no pudiera ganar dinero con la atracción de la otra muchacha.
—Como quieras.
—¿Entones verás qué puedes hacer con Shunzo? —preguntó la primera.
Nabiki asintió. También sabía que Shunzo no querría salir con ella tampoco, porque estaba interesado en otra chica. Pero igual podía intentarlo. E igual le pagarían.
—Gracias —dijo la muchacha—. Mañana te tengo el dinero.
—Claro —dijo Nabiki—. ¿Y tú?
La segunda muchacha se miró los pies.
—Te puedo dar la mitad hoy. Y el fin de semana, cuando me paguen el sueldo...
La muchacha le entregó a Nabiki un fajo de billetes, que los tomó con expresión lánguida.
—El interés de siempre —dijo Nabiki—. Sería todo, señoritas. Gracias por su compra.
Dio media vuelta y se alejó sin otra palabra, ya desechando de la mente a las dos muchachas. Se habían cancelado las clases por hoy; una conferencia de profesores o algo así.
Estaba aprovechando el tiempo lo mejor que podía, cobrando tarifas y estipendios, haciendo acuerdos.
Echando a andar sin destino fijo, Nabiki se preguntó para qué se tomaba tantas molestias. Todas las estratagemas que urdía eran pequeñeces, nada en comparación con lo que había estado haciendo a espaldas de su familia desde que Ranma había llegado. Los yakuza siempre le habían pagado bien, aunque ella se preguntara seguido por qué desperdiciaban el dinero: Ranma jamás hubiera hecho el más mínimo trabajo para ellos.
Se encogió de hombros y apuró un tanto el paso. Lo que hicieran con la información que ella entregaba no era responsabilidad de ella. Quienes fueran sus clientes, recibían lo que pagaban, ni más ni menos.
Quizá los ardides de poca monta eran una preparación para salirse de lo que había estado haciendo, del trabajo para Yoshiyuki y cual fuera el cartel que este representaba. Cada vez más, últimamente, había empezado a pensar que todo había sido una equivocación, todo. Aunque, claro, en su momento no había podido verlo de otro modo.
Pero tenía miedo últimamente, por mucho que no quisiera ni reconocérselo a sí misma. Había cada vez más indirectas de que ella jamás podría dejar de hacer lo que estaba haciendo, no sin grandes consecuencias para ella.
Torciendo por una esquina, se acabó lo último del helado y se limpió de los dedos algunos rastros pegajosos con la servilleta de papel, antes de tirarlo a un basurero. La gente pasaba, y el murmullo de las voces atravesaba las calles coladas de sol.
Pensándolo, en la inmensa vastedad de la yakuza en comparación con ella, la situación se volvía aterradora. Ella era una sola persona, y ellos eran como una enorme máquina; tenía que seguir el ritmo o ser aplastada por esta.
A veces, pensaba en escapar, tomar el dinero que tenía invertido y ahorrado, e irse a algún lugar lejano, tal vez Europa o Estados Unidos. Tenía buen inglés, y no dudaba que podría encontrar un buen trabajo. De lo que no tenía certeza era qué tan lejos podía llegar la yakuza para encontrarla. Entendía también que si no podían encontrarla, podían fácilmente encontrar a su familia.
Y esa noción, por mucho que intentara desestimarla, le había dejado siempre una frialdad extraña, desacostumbrada, en el fondo del estómago.
—Subir la montaña —se dijo con un murmullo, ordenándose algunos mechones de cabello—. Es más seguro seguir subiendo que bajar.
Eso le dio a sus pensamientos algo de paz, al menos, y siguió andando, ahora con un destino en mente.
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La espada de madera silbó por el aire, un borrón reluciente al sol. El golpe fue limpio. La parte superior del muñeco deslizó en diagonal de la parte inferior y cayó al suelo, con la suavidad de una hoja.
Kuno se apoyó el bokken contra un hombro y suspiró. Pronto tendría que comprar más muñecos de práctica.
Caminando hasta el montón de muñecos dispuestos en el porche cercano, cogió uno de los atados de paja y reemplazó con este al destruido. Le parecía una actividad relajante, sin nada de la intensidad de lo que hacía en la sala de práctica subterránea.
Pero eso, eso era privado, esto era algo que todos podían ver. Solo el Alumno Superior Kuno con su espada de madera y sus sueños de gloria samurai. Nada más.
Como ausente, empezó a ejecutar tajos con la espada, con la mente en otras cosas. Veloz como el rayo, sin tocar nunca al muñeco mismo; podía oír, en la orilla de sus sentidos, la turbulencia del aire.
Unos segundos después volvió a detenerse, y descansó la punta del arma en el suelo.
El muñeco, y el poste en que este estaba apoyado, cayeron al suelo en varias decenas de pedazos.
Pensó en el primer libro del Go Rin No Sho, el libro de la tierra. Musashi había dicho que usar la espada con ambas manos no era el verdadero Camino. Tatewaki mismo no creía en absolutos: la acción correcta a tomar dependía de la circunstancia y situación.
Pero sabía que un hombre con dos espadas, que supiera usarlas bien, era más mortífero que un hombre con una sola espada y que supiera usarla bien. Había empezado su entrenamiento con espadas con los mismos objetivos que aquellos por los que había hecho todo los últimos diez años: la culminación de sus esfuerzos valdría al final todo sacrificio.
Recogió del suelo otro muñeco, y lo arrojó girando al aire en una trayectoria caótica. Con la otra mano, alzó la espada describiendo un arco, en un movimiento que pareció casi distraído.
Partió en tres el cuerpo giratorio de paja, luego por la mitad cada pedazo, luego lo mismo otra vez. La hierba ante sus pies quedó cubierta de paja dispersa.
Un aplauso lento le hizo volver la cabeza.
—Qué impresionante —dijo Nabiki, sentada en otra parte del extenso porche que rodeaba la galería con puertas de vidrio, que miraba al amplísimo patio de la casa Kuno.
—Aprende a hacer eso con algo que se mueva y sería más impresionante aun.
Kuno contuvo un gesto de desagrado. No había estado poniendo atención, y no había advertido la llegada de la muchacha.
—Te saludo en este bello día, Nabiki Tendo.
Nabiki se levantó y bajó desde el porche al césped.
—Tengo una información que te podría interesar, Kuno-baby.
Él alzó una ceja. —¿En efecto?
—Diez mil yenes —dijo Nabiki.
—Siento decir que no traigo dinero conmigo —dijo Kuno.
—Pues entremos a buscar —dijo Nabiki—. De todos modos me vendría bien algo de beber. Creo que a ti también.
Kuno asintió. Tenía bastante sed, a decir verdad.
—¿Puedo consultar cómo entraste a mi domicilio? —preguntó, abriendo una de las puertas de cristal, para entrar a la galería que rodeaba la casa, con Nabiki a la zaga.
—Tu hermana me hizo pasar —contestó Nabiki—. La vi bastante más calmada, y no se rió ni una vez. ¿Está con algún medicamento nuevo o algo así?
Kuno sintió una punzada de rabia en lo profundo del alma, pero mantuvo la reserva. Había recibido peores cosas de Nabiki Tendo antes, y con toda seguridad recibiría peores cosas aún, antes de que culminase la participación de él en lo que quedaba por venir.
—Si lo está, no estoy al tanto —contestó.
Nabiki se alzó de hombros y quedó en silencio, hasta que llegaron ambos a la cocina, tras lo cual ella se sentó a la mesa de la cocina cual dueña de la casa, y miró al cielo raso.
—¿Qué tienes de beber, Kuno-baby?
—Veré qué hay —contestó Kuno, y le dio la espalda para abrir el refrigerador.
Siempre le había parecido en parte admirable y parte algo frustrante la forma en que Nabiki lo trataba; aunque no se le ocurría razón alguna para que ella lo tratara de otro modo.
Ella lo consideraba una antigualla, una cosa del pasado, además de tonto e ingenuo. Todo el resto de la gente pensaba igual, pero Nabiki Tendo, con toda su rapidez mental, había caído más profundo con esa capa de la personalidad de él, más que cualquier otra persona.
Ella podía pensar como quisiera, reflexionó en silencio, y también todos los demás. No le importaba lo que pensara de él. Le divertía, más que nada, pensar cómo respondería Nabiki si supiera la mitad de las cosas que él sabía de ella.
Sonrió íntimamente al sacar del refrigerador la jarra de té helado. Con el tiempo, quizá, luego de lograr él sus cometidos, encontraría una forma de hacerla ver.
—Espero que esto sirva —dijo, poniendo la jarra de cristal en la mesa, para luego ir al estante de la vajilla.
—Sirve —dijo Nabiki vagamente, reclinada en la silla, con un brazo pasado por el respaldo. Cruzó las piernas y empezó a marcar un ritmo golpeteando con el talón una de las patas de la silla.
Lo vasos hicieron un tintineo cuando Kuno sacó dos, para luego sentarse a la mesa y servir el té helado.
—Confío en que este día de asueto te haya resultado productivo?
—Sep —dijo Nabiki, tomando un vaso, luego bebió un sorbo, y los cubos de hielo sonaron un tanto al chocar.
—Por mi lado depuraba mis destrezas con la espada —añadió él, luego bebió de su respectivo vaso, sintiendo al líquido frío conjurar parcialmente el calor del día.
—Así vi —dijo Nabiki, con tono irónico—. ¿Y mi dinero?
Kuno apuró el resto de su té helado y se levantó de la silla.
—Vuelvo con él en breve.
Nabiki asintió con la cabeza y sonrió un poco, y entrecerró un tanto los ojos al volver a beber del vaso.
—Bueno.
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Nabiki se sirvió otro vaso de té helado mientras esperaba, luego se reclinó más distendidamente en la silla y pasó la mirada por la cocina espaciosa y aireada de la casa Kuno. A Kasumi le habría fascinado este lugar: todo era moderno y lustroso, y tal vez doblaba en tamaño a la cocina Tendo.
A veces se preguntaba cómo sería, simplemente nacer con dinero de esta manera, no tener que trabajar para ganarlo. De las investigaciones que había hecho, los hermanos Kuno recibían un estipendio regular y generoso por parte de las variadas empresas de propiedad del padre. Nunca en sus vidas tendrían que trabajar un solo día, y podían vivir con más lujo que casi cualquier otra persona. De haber creído Nabiki en la justicia, casi le habría parecido injusto.
Sacudió con la mano el vaso casi vacío, oyendo el ritmo que los cubos a medio derretir marcaban al chocar entre ellos y con el cristal, luego bebió lo que quedaba y dejó el vaso en la mesa.
Un sonido de pisadas le alertó del regreso de Kuno, y alzó la mirada con un aire de despreocupación fingida. Al entrar él a la cocina, ella alzó el vaso vacío como en un brindis.
—Qué bueno que volviste, Kuno-baby.
Nabiki sintió una exaltación interna al ver el momentáneo gesto de irritación que pasó por la cara de Tatewaki, que se sentó en silencio, contando un fajo de billetes extraído de su billetera.
—Diez mil yenes.
Nabiki se los guardó en el bolsillo de los jeans.
—Gracias.
—¿Y la información que tenías para decirme?
Nabiki le contó de la partida de Akane a China.
Kuno suspiró al terminar ella, y juntó las puntas de los dedos, y miró al aire vacío.
—Ahh, la noble Akane, aún llamada a ir en busca del demonio Saotome, aun después de su feliz desaparición. Firme ha de ser su atadura a él, como la doncella al peñasco, aguardando la inevitable llegada del monstruo.
Se puso una mano sobre la cara y sacó una exhalación larga.
—¡Pero, ay, no puedo seguirla! ¡Ay de mí, que solo puedo esperar aquí, confiando en que la bondad de su espíritu y la protección de los dioses le proporcionen un regreso seguro!
Nabiki lo miraba, tratando de contener una sonrisa. Los histrionismos de Kuno eran siempre amenos.
—Tranquilo, Kuno-baby. Tengo unas fotos nuevas para que la recuerdes.
—¿Eh?
—Dales un vistazo.
Nabiki extrajo de su bolso un sobre de color café y lo abrió, para derramar en la mesa una dispersión de fotos. Todas se habían tomado después de que Akane regresara de la montaña, y lograban capturar el estado melancólico en que había estado su hermana menor. Akane mirando por la ventana hacia afuera, captada desde atrás, con sombras cruzándole el cuerpo. Akane junto al estanque del patio, con la barbilla en las manos, luz de sol inmóvil reluciendo en la superficie del agua. Akane haciendo la maleta en su cuarto, con un semblante de fiera decisión.
Y la última: Akane siguiendo a los demás desde atrás, en dirección a la puerta de embarque del avión, con los hombros encorvados, pareciendo cansada.
—¿Solo cuatro?
—Pero buenas, Kuno-baby.
—Así es.
—Cinco mil yenes.
—El doble sería módico.
—¿En serio?
Kuno, sacando billetes de la cartera, hizo un alto:
—Permíteme reformular...
—No te molestes —interrumpió Nabiki, moviendo una mano con soltura—. Mismo precio.
—Vuestra generosidad de espíritu solo la iguala a vuestra belleza —dijo Kuno, con una voz que ella hubiera llamado sarcástica, de haber venido de cualquier otro.
—Pero qué amable, Kuno-baby. No sabes lo halagada que me siento.
Nabiki añadió los billetes doblados a los ya guardados en su bolsillo, y se puso en pie, cogiendo el bolso por la correa y colgándoselo al hombro.
—Pero siento decir que me retiro, por exquisita que sea tu compañía.
—Sin duda —contestó Kuno. Echó atrás la silla y se levantó—. Te acompañaré a la puerta.
—Qué caballeroso.
La acompañó por los amplios corredores de la casa, hasta que llegaron al recibidor, donde él la adelantó y abrió la puerta, haciendo hacia esta un ademán con la mano.
—Adiós, Kuno-baby —dijo Nabiki al salir.
—Que Dios te acompañe, Nabiki Tendo.
Saliendo por entre las altas puertas de hierro de la mansión, Nabiki agitó la cabeza. La imbecilidad de Kuno podía ser tan encantadora a veces.
Se detuvo en una esquina para pasar al bolso el dinero que Kuno le había dado, y siguió andando. Dando una mirada a los letreros de las calles, se dio cuenta de que estaba cerca del restaurante de Ukyo. Era casi la hora del almuerzo, y quizá podría apañarse para conseguir un okonomiyaki gratis antes de irse a casa a comer lo que fuera que Kasumi tuviera preparado. Pero cuando llegó, encontró el local cerrado. El rótulo en la puerta le informaba que el Ucchan estaría cerrado hasta nuevo aviso.
Nabiki pareció extrañada, golpeteándose la barbilla con el dedo. Sabía que Ukyo no había ido a China con los demás. En todo aquel lío, por lo visto se le habían escapado las razones para esto.
Su gesto de extrañeza se profundizó. Odiaba estar ignorante de las razones por las que las cosas sucedían; el no saber algo de manera oportuna tenía muchas veces efectos desastrosos. Si uno no sabía todo lo que estaba pasando, era como una comezón, una enfermedad invisible, y para cuando uno se enteraba de la verdad ya era demasiado tarde.
Nabiki sintió una presión extraaña en el pecho, y dio la espalda al restaurante vacío y oscuro, al causar aquellas ideas el surgimiento de cosas que no quería recordar. Metiéndose las manos a los bolsillos, se alejó del Ucchan, con el disgusto aumentando en ella al habérsele asordinado el buen humor.
—Pero qué casualidad. Hola, Nabiki.
Nabiki, que iba mirando el pavimento agrietado de la acera que pasaba bajo sus pies, levantó la cabeza.
—Hola, doc.
Tofu le dirigió una sonrisa afable, con una bolsa de víveres abrazada contra el cuerpo.
—¿Cómo te ha ido? —dijo el hombre.
—Bien —dijo Nabiki sin gran atención.
—¿Y cómo está...? ¿Cómo...? ¿Cómo está...? —Tofu sonreía, con los ojos algo desenfocados—. Kasumi...
—Está bien —dijo Nabiki—. ¿De compras, eh?
—Sí, claro —dijo Tofu, y soltó unas risitas.
—Comida de soltero, ¿no? ¿Sopa en lata, ramen instantáneo, esa clase de cosas?
—Naturalmente. Soy soltero. —Echó atrás la cabeza y se rió, como si hubiera sido la cosa más graciosa del mundo. Los transeúntes que pasaban junto a ellos empezaron a desviarse.
—Bueno, sincerémonos, Ono. ¿Estás interesado en mi hermana o no?
Si Tofu había tenido los ojos desenfocados antes, ahora los tenía vidriosos, completamente sin expresión.
—Ah, eh, cielos, ay, válgame, pues... Jajaja...
La sonrisa se fue apagando. El hombre inspiró muy hondo, y miró directo a los ojos de Nabiki, con tanta intensidad que ella casi retrocedió, antes de darse cuenta de lo tonto que habría sido eso. Tofu era inofensivo, mientras se mantuviese uno alejado de él cuando estaba en presencia de Kasumi.
—Pues, sí, un poquito —dijo Tofu.
Luego volvió a reírse, y empezó a tararear por lo bajo.
—A ver —ofreció Nabiki—. Por cinco mil yenes, veo qué se puede hacer ahí.
—Dinero bien gastado —dijo Tofu, con una risita leve. Se hurgó en un bolsillo con la mano libre y extrajo un puñado de billetes arrugados—. Ahí debería alcanzar.
Nabiki tomó el efectivo y lo contó con un pulgar.
—Aquí hay más de veinte mil, doc.
—Guarda lo que sobre —respondió Tofu alegremente—. Considéralo una bonificación. Una propina. Pon el máximo empeño posible.
—Siempre lo hago —dijo Nabiki—. Pero por esta cantidad, será más que lo mejor.
—¡Maravilloso!
Dándose media vuelta, el hombre se fue a brinquitos por la calle, silbando dichoso y obligando a la gente a quitarse de en medio o verse atropellada.
Nabiki agitó la cabeza y empezó a estirar los billetes que Tofu le había dado. Por cierto que había algo entre Tofu y Kasumi; hace mucho debía haber sacado provecho de la situación.
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Soun se limpió una comisura de la boca con la servilleta, luego la dejó sobre la mesa junto a los palillos.
—Extraordinario como siempre, Kasumi.
—Gracias, papá —dijo Kasumi, con un leve rubor en las mejillas—. Eres muy amable.
—Eso —dijo Nabiki, y dejó los palillos contra el bol—. Rico el almuerzo, hermana.
—Bueno, ahora lavo los platos —dijo Kasumi, levantándose de la mesa para empezar a recoger los platos de la mesa.
Soun asintió, ausente, y fue al aparador para sacar el tablero de shogi. Se había vuelto un ritual tan automático después de comer, que casi lo había sacado antes de recordar que no había con quien jugar. Volvió a dejar el tablero en los confines del aparador y cerró la portezuela. Oía el agua correr en el fregadero, y a Kasumi, que tarareaba quedamente.
Con Genma en la casa, siempre había algo que hacer. Sentarse en el porche de atrás a beber un par de tragos, debatir el futuro de la escuela, jugar al shogi o al go, planificar maneras de juntar a Ranma y Akane.
Y ahora el viejo amigo no estaba, y, por primera vez en siglos, Soun se encontró sin saber qué hacer con el tiempo libre.
Se demoró junto a la jamba de la puerta de la cocina y la golpeteó con los nudillos.
—¿Kasumi?
—¿Sí, papá?
—¿Te ayudo con los platos?
—No es necesario, papá. Estoy bien sola.
—Ah.
Kasumi devolvió la atención a los platos, y empezó a tararear otra vez, y era un sonido suave, puro.
Soun agachó la cabeza un tanto y se restregó el bigote.
—¿Algo que necesites? ¿Falta ir a comprar algo, tal vez?
—No, fui anteayer —contestó Kasumi—. Estamos bien de comida por un tiempo, sobre todo ahora que hay menos bocas que alimentar.
—Entiendo —dijo Soun, pareciendo pesaroso.
Su hija mayor volvió a mirarlo brevemente:
—Si buscas algo que hacer, podrías trabajar un poquito en el jardín. Tengo los arbustos y árboles descuidados, y les vendría bien algo de poda.
—Bien, bien —contestó Soun, sorprendido de su propio entusiasmo—. Me ocupo en seguida.
—Gracias, papá.
Soun dio media vuelta y salió por las puertas del comedor, que daban al patio, y rodeó la casa hasta el pequeño cobertizo ubicado cerca de la muralla.
Abriendo la puerta, entró y miró los anaqueles llenos de equipamiento de artes marciales y herramientas de jardinería, buscando las tijeras de podar. Las halló en un anaquel cercano a la puerta; entró, manteniendo la puerta abierta con el pie para que la luz entrara, y las retiró del anaquel. Volviendo a salir, dejó que la puerta se cerrara, y examinó las tijeras y sus cuchillas teñidas de verde, haciéndose el recordatorio de limpiarlas cuando terminara.
Luego fue hasta los arbustos aledaños al muro, que mostraban cierto crecimiento excesivo, y decidió empezar por allá y continuar con el resto del patio. Era grata la sensación de tener algo útil que hacer en la casa; desde que los Saotome habían llegado, había descuidado la costumbre de trabajar en el patio.
Unos cortes breves dejaron ramitas y hojas caídas a sus pies, y entró rápidamente en la agradable rutina del trabajo, agradecido por la sombra que daba un árbol cercano, evitando que el sol le diese en los ojos y la espalda.
Estaba resuelto a no preocuparse por Akane, y le producía gran asombro haberlo logrado bastante bien desde que su hija se marchara la tarde del día anterior. Pese a que era muy posible que fuese a ponerse en peligro, estaba entre artistas marciales, algunos sumamente poderosos, que, esperaba él, la mantendrían a salvo.
El verde empezó a acumularse en torno a sus pies mientras pasaba el rato, y Soun advirtió que al césped del patio quizá le vendría bien un recorte. Tras un momento de pausa, se pasó la mano por la frente y sacó una exhalación honda. El día no estaba fresco, con el sol pendiendo en lo alto de un cielo casi sin nubes.
—Oye, papá, ¿puedo hablarte de algo un minuto?
Soun se volvió, con las tijeras colgando de una mano.
—¿De qué, Nabiki?
Su hija media lo observó un momento, acariciándose la barbilla con una mano.
—Sabes, me parece bien que estés trabajando en el patio. Le facilita las cosas a Kasumi.
—Así es —contestó Soun—. Tal vez tú también podrías ver si hay algo en que la puedas ayudar.
Nabiki se alzó de hombros. —No soy muy doméstica que digamos.
Soun frunció un tanto en entrecejo, dejó caer las tijeras al césped, y se acercó un paso a su hija.
—Nabiki, ¿te parece que Kasumi esté contenta?
—¿Hm? Kasumi siempre está contenta.
—Sí, lo sé. —Soun suspiró—. Pero hace tantas cosas. A veces me pregunto sí...
Nabiki chasqueó los dedos y dijo:
—Sabes, ahora que lo mencionas, hoy cuando salí me topé con el doctor Tofu. ¿Te acuerdas de que Kasumi siempre lo iba a ver?
Soun asintió con la cabeza. —Claro que sí. Sabes, siempre me pareció que al doctor le gustaba un poco Kasumi.
—¿También te pareció? —preguntó Nabiki, con una ceja arqueada—. No sé por qué Kasumi no fue más a verlo. Tal vez el trabajo aquí fue demasiado.
Soun sintió una punzada de culpa.
—Tal vez —dijo—. Yo... siempre había esperado que él dejara más en claro sus intenciones, pero parecía siempre tan cohibido con ella.
—Sí, bueno, a veces la gente necesita un empujoncito en la dirección correcta —dijo Nabiki.
Soun volvió a asentir. —Puede que tengas razón.
Ella alzó un dedo:
—No empellón, nótese. Los empellones no siempre resultan.
—Mm —dijo Soun, mirando al suelo—. Seguramente.
—Ya sé —dijo Nabiki, volviendo a castañear los dedos y sonriendo—. ¿Por qué no lo invitas a cenar? Eso podría echar a andar las cosas en buen pie.
Soun se pasó los dedos por el pelo y estuvo un momento en silencio.
—Pues, bueno, el único problema es que... tiende a ser un poquito destructivo cuando está con Kasumi. Podría ser mejor organizar algo en que los dos puedan estar solos...
—¿Sin vigilancia?
Soun agitó la cabeza. —Pues, no, pero...
—Dale una oportunidad, papi —dijo Nabiki, y le puso una mano sobre un hombro—. No me cabe duda de que todo saldrá bien.
—Está bien —dijo Soun—. Lo voy a llamar, a ver qué se me ocurre...
Nabiki le dio una palmadita afectuosa en el hombro.
—Deja que yo me encargue, papá. Esta noche lo tengo aquí.
—Ah, muy bien —dijo Soun—. Eres muy buena de hacer algo así, Nabiki. Gracias por sugerirlo.
—Tranquilo —dijo Nabiki—. Me encargo de inmediato.
Dio media vuelta y se alejó, con las manos en los bolsillos.
Soun sonrió y volvió a los arbustos. Justo cuando empezaba a preocuparse por Nabiki, ella le demostraba que sí le importaban otras cosas además del dinero.
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En su habitación, Nabiki se reclinaba en la silla y se golpeteaba los labios con un lápiz. Tenía que idear el mejor modo de abordar esto: ¿hablar primero con Kasumi, o con Tofu?
Se reclinó más y apoyó un pie en el borde del escritorio. Tofu había parecido entusiasmado al hablar ella con él, pero hacía unos días Kasumi se había ruborizado ante la mención del nombre de él. Si iba primero con Kasumi, esta podía abochornarse y rechazar de plano la idea. Nuevamente, Nabiki se preguntó por qué se habían suspendido las visitas, luego se quitó aquello de la cabeza. No era asunto de ella; Tofu le había pagado para ver qué podía ella hacer para juntarlo con Kasumi, no para preguntarse por qué estaban apartados.
Sí, ir primero con Tofu convenía más.
Cogió el teléfono, abrió su libreta de direcciones y hojeó por esta hasta dar con el número del doctor.
Este contestó al segundo repique.
—Hola, doc —empezó Nabiki—. Buenas noticias...
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Tofu colgó el auricular y volvió a la sala de examinación, saliendo de la oficina pequeña que estaba adosada da esta. El anciano que estaba sobre la camilla lo miró.
—¿Y apuede seguir con mi espalda? —dijo.
Tofu soltó una risita. —Sonó muy chistoso.
—¿Eh?
—Seguir con su espalda —contestó él, y se rió.
—¿Ah? Supongo —dijo el viejo, y sacó unas risitas nerviosas.
—¿Sabe qué?
—¿Qué?
—Me han invitado a cenar a la casa de K... Kasumi...
Tofu sacó una mano y pegó con el puño en la pared junto a la cabeza del paciente. La pared se agrietó.
—¿No es *fabuloso*?
—Sí, una maravilla —graznó el hombre, mirando la telaraña de trizaduras en el estuco roto—. Me acabo de acordar de un compromiso urgente, así que me tengo que ir, adiós...
El hombre se bajó veloz de la camilla, agarró su camisa y huyó de la clínica aún poniéndosela. Tofu lo miró irse, luego se volvió a mirar a Betty, dispuesta de pie en el rincón.
—¿Verdad que es magnífico, Betty? —preguntó.
Betty no contestó.
—Mejor que se haya ido. Podría haberse interpuesto. Todos se quieren interponer entre Kasumi y yo, Betty. Incluso Kasumi.
De nuevo, Betty no contestó.
Tofu extendió una mano y acarició el terso cráneo del esqueleto, con gran delicadeza.
—No vino nunca más, Betty, aunque yo la quería. Eso no está bien. ¿Verdad que no, Betty?
Puesto que Betty no solía asentir con la cabeza por sí sola, él mismo la ayudó a hacerlo.
—Qué bueno. Siempre puedo contar contigo, Betty.
Le sonrió a Betty, mirando el vacío de esos ojos.
Betty correspondía la sonrisa, mirando el vacío de los ojos de él.
~ o ~
Nabiki entró a la cocina cuando Kasumi guardaba el último plato en la alacena.
—Oye, ¿hermana?
—¿Sí, Nabiki?
Nabiki fue cansinamente hasta el aparador y tomó una naranja del bol de fruta. Apretando la cáscara entre los dedos, empezó a pelarla.
—Sabes —dijo—, hoy me encontré al dotor Tofu.
Observó detenidamente a Kasumi, pero no le vio ningún cambio de expresión.
—Parece que todavía está bien interesado en ti, ¿sabías?
—No sé a qué te refieres, Nabiki —contestó Kasumi. Abrió el agua del fregadero y empezó a lavarse las manos bajo el chorro.
—Claro que no —ironizó Nabiki.
Ni Kasumi era tan ingenua, y, a juzgar por la conversación que habían tenido en el patio hacía unos días, la situación con ella y Tofu contenía elementos insospechados hasta ahora.
—Pero bueno, lo hablé con papá, y al final él invitó a Tofu a que viniera a cenar esta noche. Espero no sea mucha molestia.
Se llevó a la boca un gajo de naranja, y miró largamente la espalda de Kasumi. Había un temblor casi imperceptible en los hombros de su hermana, que aún se lavaba las manos, pero nada además de eso.
—¿Estás bien, Kasumi?
—Muy bien, Nabiki —musitó Kasumi—. Muy bien.
—Genial —dijo Nabiki, entusiasta—. ¿Quieres naranja?
—No, gracias —contestó Kasumi suavemente. El rumor líquido del agua que corría sobre sus manos se superponía a todas las cosas, a toda conversación.
Nabiki salió de la cocina, masticando con gran satisfacción otro segmento de la naranja, estrujando distraídamente la cáscara en un puño. Tras ella, Kasumi seguía lavándose las manos.
~ o ~
Soun se apartó el cabello de los ojos, por lo que parecía ser la centésima vez desde que había empezado a trabajar, y retomó la poda de los arbustos. Le complacía mucho lo logrado hasta ahora; el patio tendría un aspecto mucho mejor, y al final Kasumi tendría menos que hacer.
Ahora que de verdad lo miraba en retrospectiva, le había hecho un gran mal a su hija mayor, al permitir que continuara atendiendo su casa. Ya era tiempo de que ella empezara a pensar en tener un hogar propio, pero sin duda las responsabilidades de aquí la habían frenado. Esa era una de las razones por las que se alegraba de que Nabiki hubiese acudido a él con la idea respecto a Tofu. Para él era obvio que el joven doctor estaba enamorado de Kasumi; su conducta no podía significar otra cosa. Si Nabiki cumplía la predicción de traer a Tofu a cenar a la casa esta noche, ¿quién sabe adónde podían llegar las cosas?
Unos rápidos movimientos con las tijeras produjeron que más ramas y hojas cayeran de los arbustos al suelo. Se descubrió pensando, de pronto, en Akane. A esta hora ya debían de haber llegado a China, e ir camino de Jusenkyo.
Soun suspiró. Estaba horriblemente preocupado, aunque ponía gran empeño en reprimirlo. No había nada que pudiera hacer: Akane estaba a miles de kilómetros de allí, y de haber estado él allí con los demás, no habría hecho sino estorbar, dejándose superar por las emociones, como de costumbre.
Lo más indicado era esperar, y seguir, lo mejor que pudiera, y esperar con toda el alma que ella volviese, trayendo consigo a Ranma. Había visto la decisión de su hija menor, decisión que lo llenaba tanto de orgullo como de miedo. Si estaba en poder de ella, Akane traería a Ranma de vuelta, no le cabía duda.
Sí, lo más indicado era esperar, y hacer cuanto pudiese por las dos hijas que se habían quedado con él.
—¡Papá!
La voz lo hizo volver la cabeza y bajar las tijeras.
—¿Dime, Kasumi?
Con las manos en las caderas, Kasumi tenía la cosa más cercana que él le hubiera visto a una expresión de desagrado. La voz le sonó más fuerte de lo habitual al continuar:
—¿Es verdad que tienes invitado al doctor Tofu a cenar hoy?
Soun se rascó la nuca, pasándose los dedos por el pelo largo.
—Bueno, supongo que sí, en cierto modo, aunque Nabiki...
—Francamente, papá —contestó Kasumi, sin dejarlo terminar—. Ojalá me hubieras preguntado antes de invitar a alguien. A fin de cuentas la que cocina soy yo.
Soun pestañeó. Avanzó un paso hacia su hija y alzó una mano para ponérsela sobre un hombro, sintiendo la preocupación crecer en él.
—Kasumi...
Con la sorpresa más absoluta, vio a su hija quitarle el cuerpo a la mano, como si hubiera tendo miedo de él. Luego pareció recuperarse, una lucha que pasó fugazmente por su cara, y luego la vio erguirse y respirar hondo.
—Perdón, papá —dijo—. Me he sentido un poco nerviosa últimamente. Por favor disculpa mi descortesía. Recibiré con gusto al invitado.
Invadido por la confusión, Soun arrugó un tanto las cejas y se quedó en silencio un momento antes de hablar.
—Kasumi, te debo una disculpa. Tenía que haberte preguntado primero; quizás preferías que...
Y su hija mayor sonrió, con la cara iluminada, desaparecida como el viento toda traza de cualquier cosa que no fuera felicidad.
—No, no, papá, encantada de que Tofu venga a cenar. Solo estoy nerviosa porque no sé bien qué preparar, pues será una comida especial, y...
—Ah —dijo Soun, sintiéndose inmensamente aliviado—. Bien.
—Tendré que empezar a planificar la cena enseguida —dijo ella, dándole la espalda—. Adiós, papá.
—Adiós, Kasumi —contestó él, volviéndose hacia el seto.
Corte y corte con las tijeras, y más y más hojas, cayendo, cayendo, cayendo.
~ o ~
Nodoka, con gesto aprensivo, miraba el auricular negro del teléfono, luego lo cogió, y oyó el zumbido del tono de marcar, sin poder animarse a hacerlo.
Quería volver a ver a los Tendo, quería estar con gente que recordara a su hijo, que lo hubieran conocido mejor que ella. Pero, por algún motivo extraño, le costaba volver a entablar comunicación, después de haber dejado aquella casa. Nadie había hecho intento alguno de ponerse en contacto con ella hasta ayer, cuando Genma había aparecido inesperadamente en la puerta.
Para luego volver a dejarla sola.
Y con esa idea, casi por voluntad propia, sus dedos pulsaban los botones del teléfono, y en el otro extremo de la línea oyó el repique una, dos, tres veces.
—Hola, residencia Tendo.
La voz de Kasumi le sonó un tanto extraña a Nodoka, con un temblor inusitado, que ella no asociaba con la niña. Lo dejó pasar, demasiado alegre de oír aquella voz tan conocida como para preocuparse por algo tan menor.
—Hola Kasumi.
—¿Señora Nodoka?
—Sí, linda.
—Válgame, no había sabido de usted desde que se fue.
Nodoka sintió una punzada culposa, otro recordatorio de que debía haber llamado antes. Lo contuvo, y continuó.
—¿Cómo están todos por allá?
—Todos bien —contestó Kasumi jovialmente del otro lado de la línea—. De lo más bien. Akane salió ayer para China.
—Sí —contestó Nodoka suavemente—. Lo sé.
—Señora Nodoka, ¿cómo está usted? ¿No se siente sola, verdad?
—No, linda —dijo Nodoka, deseando creérselo ella misma—. Hace mucho que me acostumbré a estar sola.
—Ah.
—¿Pasa algo?
—No, solo me preguntaba si le gustaría venir a cenar esta noche.
Nodoka se sorprendió con la velocidad de su respuesta:
—No, linda, me encantaría ir —soltó—. Digo, si no es problema...
—Sería una maravilla —aseguró Kasumi, sonando casi aliviada—. Una maravilla.
—¿Qué te parece si llego más temprano y cocinamos las dos?
—De verdad, no es...
—De verdad me gustaría, Kasumi.
—Bueno, está bien.
Afinaron los detalles en los minutos siguientes, acordando qué cocinarían. Cuando Nodoka colgó por fin, estaba más contenta de lo qe había estado desde hacía mucho.
Tenía el presentimiento de que sería una velada muy grata.
~ o ~
Iban varias horas desde que había empezado a trabajar en el patio, y Soun seguía sin poder quitarse la sensación de que estaba haciendo escasa mella a todo lo que había que abordar. Cada vez que miraba, veía más cosas que requerían mejora: ramas de árbol que podar, césped que segar. Y él aún ni terminaba con los setos.
Trabajaba en los que conducían al caminito que daba a la puerta principal, cuando notó una discrepancia en ellos. Algunos parecían haber recibido cuidado antes que los demás, como si hubiera habido una interrupción y el trabajo se hubiera abandonado.
Y entonces recordó por qué. Kasumi había estado atendiéndolos cuando Cologne había llegado y se había llevado a Nodoka, y al otro día Ranma se había marchado.
Soun descansó las tijeras en el suelo y se agachó acuclillado hasta piedras desgastadas que formaban el caminito, incapaz de erguirse bajo la emoción que, como nunca, había tratado de enterrar, la preocupación desesperada por su futuro yerno desaparecido, por la hija que se había ido a buscarlo, por su viejo amigo que trataba de redimirse ante los ojos de su esposa.
No por primera vez, se sintió bañado por una horrenda sensación de desesperanza, de que esto era todo cuanto podía hacer mientras la menor de sus hijas y su más viejo amigo iban directo hacia el peligro. Pero sus destrezas eran nulas, y toda valentía que pudiera haber tenido en su juventud hacía mucho se había ido.
Levantándose, apoyando un antebrazo sobre la rodilla y mirando hacia su casa, Soun cayó en la cuenta de que estaba cansado, luego de unas horas de trabajo manual en el patio. Tenía la ropa mojada de sudor, el pelo húmedo y pegado contra el cuello y la frente.
Se sentía cansado, inútil y débil.
—Soun, ¿estás bien?
Alzó la mirada, sorprendido con la dueña de la voz.
—¿Nodoka?
Ver el elegante kimono e inmaculado cabello de la mujer de su amigo no hizo sino hacerlo más consciente de su propio aspecto, sentado en el suelo de aquel modo.
—Perdón por el mal recibimiento —dijo, poniéndose en pie para luego sacudirse del gi los restos de hojas—. No tenía idea de que venía hoy.
—Kasumi me invitó —dijo Nodoka, con una sonrisa leve, aunque con los ojos tristes—. Haremos la cena juntas.
—Ah. Un invitado más, entonces.
—¿Hmm?
Se inclinó un tanto hacia ella con aire conspirador, sintiendo otra variación de humor:
—Es posible que cierto joven que conozco esté interesado en Kasumi.
—¿De verdad? ¿Cómo se llama?
—Tofu Ono. Es el quiropráctico del vecindario; buen muchacho.
Una expresión extraña pasó por el semblante de Nodoka, una que Soun no logró descifrar. Desapareció un instante después.
—Lo conocí —dijo ella.
—¿Ah, sí?
—Hace unos días. Hace trabajos ocasionales para mi vecino.
—¿Qué clase de trabajos?
Nodoka apretó los labios con gesto pensativo.
—En realidad, nunca dijo... No sé muy bien ni en qué rubro trabaja mi vecino, a decir verdad.
Soun movió los pies en el suelo, en ademán incómodo. Nunca había acabado de acostumbrarse a hablar con Nodoka.
—Me alegra que ya vaya conociendo a los vecinos.
—Solo uno hasta ahora —dijo Nodoka, sonriendo con cierta tristeza—. Pero es muy agradable.
—Me alegra saberlo.
—Mmm.
Soun se agachó para recoger las tijeras de donde estaban en el suelo.
—Bueno, supongo que ya le he quitado mucho tiempo. Sin duda ya querrán empezar la cena con Kasumi.
—Gusto en hablar con usted, Soun —dijo Nodoka, asintiendo con la cabeza al pasar junto a él en dirección a la puerta principal.
Soun correspondió la venia, y devolvió la atención a los setos.
~ o ~
Nabiki estaba sentada en la gran estancia que servía como sala de estar y comedor, con el codo descansando en la mesa baja, y comiendo de una bolsa de galletas de arroz, mientras miraba las noticias en la televisión. Nada muy interesante, según ella; más que nada la tenía puesta como ruido de fondo luego del informe económico.
Ausentemente, dio un vistazo a su reloj, oyendo los sonidos que llegaban por el pasillo, de Kasumi y Nodoka trabajando juntas en la cocina. Tofu había quedado de llegar en menos de una hora. La expectativa de Nabiki era poder discernir cuanto fuera posible, mediante la observación de las actitudes entre él y Kasumi. Con la cantidad de efectivo que Tofu le había dado esta mañana, se veía un margen de utilidad muy grato en toda la situación.
Y si Kasumi terminaba más contenta, tampoco era malo, así perdiese Nabiki unos años antes de tiempo el servicio de cocina y aseo al que estaba habituada, si las cosas andaban demasiado rápido. No, sería mejor ir dosificando las cosas, que se movieran paulatinamente, con un empujoncito de vez en cuando. Maximizar la ganancia monetaria y de otros tipos.
Hizo crujir una galleta entre los dientes, mirando las imágenes de la televisión sin oír mucho las palabras. Perderse en esta clase de ardides había sido siempre su manera de escapar de las situaciones y su realidad, el conocimiento de quiénes eran aquellos con los que estaba en deuda.
Era de esperar que, con Ranma desaparecido, los requerimientos de información por parte de Yoshiyuki fueran disminuyendo, y tuviera ella un respiro de estar en contacto con ese hombre. Sus avances se hacían más apremiantes cada vez que hablaban, y un miedo frío crecía en ella cuando pensaba en lo que podía pasar si alguna vez se acababan las palabras.
Recordó el momento en que él había cerrado con seguro las puertas del coche, al estar ella a punto de bajarse hacía unos días. Nabiki había estado cerca, muy cerca, de perder la delgada hebra del control, de dejar que el miedo se dejase ver al menos una vez en público, en vez de esos escasos momentos privados cuando la gigantesca indefensión de la realidad le caía encima y ella era incapaz de contener el miedo desesperado, incapaz de aguantar las ganas de llorar.
La bolsa crujió al buscar ella las últimas galletas que quedaban para sacarlas todas de una vez, para luego empezar a devorarlas una a una. Arrugó la bolsa vacía, luego ejecutó un tiro con gancho que hizo a la bolsa rebotar contra la pantalla del televisor encendido hasta el papelero cercano.
—Punto para Nabiki —dijo, poniéndose en pie y tragando ausentemente la última porción de galleta. Salió de la habitación hasta el pasillo, bajó y asomó la cabeza a la cocina.
—¿Qué tal todo? —preguntó.
Nodoka, que había estado rebanando verduras en el aparador, miró sobre un hombro.
—Todo bien, linda.
Dio contra la tabla de cortar con el cuchillo en golpes ligeros, luego barrió hacia un lado con la hoja las verduras picadas.
—¿Y tu padre?
—¿Papá? Creo que está bañándose.
Descansando un brazo contra el marco de la puerta de la cocina, Nabiki llamó a Kasumi:
—Oye, hermana, Tofu llega como en una hora más.
—Ah —dijo Kasumi, sin quitar la mirada del bol que estaba revolviendo —. Qué bueno.
—Ajá —dijo Nabiki, con tono ufano—. ¿Emocionada?
Kasumi no dijo nada. El silencio de la cocina se llenaba con el sonido del cuchillo de Nodoka cortando las verduras, y Kasumi dando con la cuchara contra los costados del bol.
—Bueno —dijo Nabiki, sintiendo cierta incomodidad por alguna razón que no pudo explicarse—, las dejo en paz.
Saliendo al pasillo, estaba a punto de volver al comedor cuando oyó que alguien llamaba a la puerta, sostenidamente. No fuerte, sino en un modo que dejaba en claro que, quien fuese, pretendía hacerlo hasta obtener respuesta.
Intrigada, Nabiki fue hasta el recibidor. Tofu parecía de índole puntual, por cierto no la clase de persona que llegaba con casi una hora de adelanto.
Los golpes en la puerta continuaron al llegar Nabiki a esta, y se detuvieron apenas ella puso la mano sobre el panel corredizo.
Los ojos filosos del joven del otro lado del umbral la miraron desde la cascada de su flequillo negro azuloso.
—Vaya que te tardaste en abrir, ¿eh?
Pantimedias Taro se frotó los nudillos contra las escamas bruñidas de su chaleco, y le mostró a Nabiki una sonrisa leve, socarrona, irritante y sabedora.
—¿Está Akane?
~ o ~
Tofu Ono se pasó el peine por el pelo una vez más, luego se lo ató en la coleta de siempre. Se ajustó las gafas una vez, luego se miró en el espejo del pequeño baño de las habitaciones que ocupaba en la planta superior de la clínica. Tenía que estar lo mejor presentado posible para la cena.
Le sonrió a su reflejo, y se vio sonreír de vuelta. Ajustó cuidadosamente la sonrisa hasta que también esta se le vio en los ojos. Había aprendido a hacerlo hacía mucho.
—Los va a matar de la impresión, doctor —le dijo al reflejo.
Aquello lo hizo reír, sujetando los bordes del lavabo con sus manos poderosas. Era un risa privada, una risa que jamás permitía que nadie oyera. Sin quererlo, sus ojos se volvieron fríos, y las comisuras de sus labios se curvaron hasta que la sonrisa pareció más un rictus salvaje, el gesto feroz de un depredador.
Salió del baño, fue al reducido espacio en el rincón del dormitorio que albergaba el altar familiar. Se arrodilló y abrió las puertas, miró las fotos de su madre y de su padre, y los objetos guardados en memoria de los dos.
Con un manotazo displicente, barrió hacia un lado los retratos, que cayeron a la esterilla del piso. Con la misma mano, encontró el interruptor oculto en la placa de madera, lo pulsó, y abrió las puertas internas que ocultaban el altar interno.
Miró el símbolo, de brutal tosquedad, tallado en el panel de madera situado al fondo: un mundo dividido a la mitad por un árbol, y una gran serpiente enroscaba en torno a ambos, con la cola entre las ramas de la copa del árbol, las mandíbulas apresando las raíces expuestas, y el cuerpo dando tres vueltas al mundo.
Tofu cogió la pequeña botella que había ante el panel, la descorchó, se vertió entre los labios una bocanada del líquido espeso y de gusto infame, y lo revolvió en la boca durante unos segundos. Luego escupió la sustancia amarga y harinosa en sus manos y se las frotó, cubriéndolas con aquella inmundicia viscosa.
—Padre de la noche —empezó, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas por delante—, señor de las carroñas, origen de las tinieblas, rasgador de mundos, rey de las cenizas...
~ o ~
Nabiki observó a Taro con calma un momento antes de hablar.
—¿Qué haces aquí?
Taro pareció perplejo con la pregunta.
—No contestes una pregunta con otra —dijo—, no sacamos nada los dos. Además, qué hago aquí es obvio, por algo hice la pregunta que hice. Ahora, ¿dónde está Akane?
—En China —contestó Nabiki, empezando a cerrar la puerta—. Así que lo siento. Adiós.
Taro detuvo la puerta con la mano y clavó la mirada en Nabiki, con sorpresa en la cara:
—¿Cómo?
—Por si no oíste la primera vez, Akane no está. —Nabiki suspiró, y abandonó los esfuerzos por cerrar la puerta—. ¿Por qué no te vas a tumbar un edificio o algo así?
—¿Para qué fue Akane a China? —exigió saber Taro, avanzando un paso hasta el interior de la casa y obligando a Nabiki a retroceder o verse embestida por él.
Nabiki le puso una mano contra el pecho y miró al muchacho más alto que ella:
—Ya nos bastó contigo dejándote caer sin invitación la última vez. ¿Por qué no destruyes otra casa esta vez?
Taro le asió la muñeca con una mano de dedos largos. Sin evidenciar esfuerzo alguno, con una sonrisa leve, se quitó la mano de Nabiki y la empujó hacia ella, hasta dejársela apoyada contra un hombro.
Nabiki no había tenido mucho que ver con Taro las veces en que este había estado presente allí, pero de su última aparición, se había formado dos opiniones de él: La primera era que tendía a causar grandes daños a la propiadad, lo cual no era nada nuevo para ella, dada la similar propensión de prácticamente toda la demás gente que conocía. Pero la segunda la encontraba un tanto inquietante, y era la impresión que le daba, de que Taro podía ser casi tan listo como ella, cosa que no le gustaba para nada.
—¿Y? —dijo Nabiki—. ¿No vas a demoler el techo o algo así?
—Eso no fue culpa mía —contestó Taro, casi a la defensiva.
—¿Supongo que no habrás traído a Rouge otra vez?
Taro estalló en carcajadas.
—Prefiero andar con el travesti que con esa orate.
—No lo dudo —dijo Nabiki—. ¿Por qué no lo haces, entonces? Ranma tampoco está aquí, por si no sabías.
—Ahh —dijo Taro, asintiendo con la cabeza, como si lo hubiera sabido desde siempre.
Se apoyó con un brazo contra la pared, y se examinó las uñas de la otra mano con cierto interés y la cara neutra:
—¿O sea que más gente ha salido de la casa últimamente?
—Happosai también fue —contestó Nabiki—. Así que no queda nadie con quien puedas pelear ni hablar. Así que largo.
—Nop —dijo Taro—. Por ningún motivo, hasta que no sepa por qué se fueron todos de repente.
Nabiki puso un levísimo toque de irritación en las palabras que siguieron:
—Es un cuento largo, uno que no me beneficiaría mucho contarte, y que no te beneficiaría mucho oír.
—¿Nabiki? ¿Quién era? —oyó a la voz de Kasumi llamar desde el pasillo.
Maldijo en silencio al oír pasos llegar desde el corredor, y vio la cara de Taro volver estirarse en una sonrisa apretada. Kasumi apareció por el recodo, limpiándose las manos con un paño de cocina.
—Vaya, hola, Taro —saludó—. Pero qué sorpresa.
—Qué tal —contestó Taro, levantando una mano a modo de seña.
Nabiki aprovechó la interrupción para estudiar un poco a Taro. Se le veía algo demacrado, a decir verdad, la postura un tanto encorvada, los ojos cansados. Su sonrisa socarrona parecía un tanto forzada.
Kasumi pareció notarlo también.
—Cielos, te veo cansado.
Taro asintió. —Estos últimos días han sido bien movidos.
—Qué interesante —exclamó Kasumi jovialmente—. Se nota que te vendría bien una buena comida. ¿Por qué no te quedas a cenar?
Nabiki se volvió hacia su hermana mayor, intentando comunicar una negativa a aquella idea usando solo los ojos. El intento pasó completamente inadvertido por Kasumi.
El olor a pollo teriyaki cocinándose eligió aquel preciso momento para llegar flotando desde la cocina, más el aroma sutil a verduras y especias.
Taro olisqueó el aire, pareció indeciso un momento, luego asintió con la cabeza, despacio.
—Bueno —dijo.
—¡Maravilloso! —exclamó Kasumi, sonando como si de verdad lo encontrara así—. Nabiki, ¿por qué no esperan los dos en el comedor?
Nabiki hizo un último intento:
—No te olvides de que Tofu viene a cenar también, Kasumi. ¿Alcanza la comida para todos?
—No se me ha olvidado, Nabiki —dijo Kasumi, con la voz suavizándosele —. No se me podría olvidar. Alcanza.
Lo chispeante regresó a su voz inmediatamente después:
—Sin duda tendrán mucho de que hablar. Por por mi parte vuelvo para seguir cocinando.
Con eso, dio media vuelta y salió por el corredor, restregando el paño de cocina entre las manos.
Taro esperó a que se hubo perdido de vista por el recodo, luego ladeó un tanto la cabeza y miró a Nabiki, con una ceja arqueada.
—Dime —preguntó en tono coloquial, ¿de cuál droga usa?
Contra sus expectativas, Nabiki se rió.
—Creo que ignorancia. Dichosos los ignorantes, dicen.
—No sabría decir —dijo Taro, seco—. Esa sí que no la he probado.
Resignada a la presencia del muchacho, Nabiki hizo una encogida de hombros mental, y decidió al menos aprovecharlo. Dio media vuelta y echó a andar por el pasillo.
—Vamos. Y prométeme que no vas a romper nada.
Detrás de ella, oyó a Taro soltar unas risitas suaves.
—No hago promesas que no sé si voy a cumplir.
~ o ~
Taro miró a Nabiki, del lado contrario de la mesa del comedor, y entornó un tanto los ojos, deseando poder descifrar a la Tendo mediana con la misma facilidad con que descifraba a casi todo el mundo.
Deseó también no estar tan condenadamente cansado, aunque ese era el resultado de volar más de tres mil kilómetros en un solo día. Se había exigido duramente, más que nunca antes, e incluso después de volver a la forma humana, el cuerpo entero le dolía, por mucho que intentara no demostrar los efectos.
E igual había llegado demasiado tarde.
Se había dirigido a Nerima desde Jusenkyo sin un plan de acción definido en la mente, solo la idea de que lo mejor a lo que podía atinar era a estar donde Ranma y Cologne no podían: con aquellos a quienes ellos habían esperado proteger con su ausencia.
Su preocupación primordial era por Akane, desde luego. Jamás le había importado un comino la nieta de Cologne ni ninguno de los demás mentecatos que se juntaban con Ranma, pero Akane era de las pocas personas que alguna vez lo tratara a él de modo decente, pese a la forma en que él la había tratado al momento de conocerla.
Ahora que lo pensaba, tenía cada vez menos certeza de qué hacía allí. Esta vez nadie lo había obligado; ningún revés del destino ni accidente alguno lo habían puesto en este camino. Había sido elección suya. Como su elección de enfrentar a Galm codo a codo con Ranma, como su elección de permitir que la criatura hermosa y quebrantada bajo Jusendo conociera su mente. Una elección simple.
Enterró esas ideas, cayendo en la repentina cuenta de que Nabiki lo miraba.
—Pero bueno —dijo—. Hablemos.
—A ti no tengo nada que decirte —dijo Nabiki, posando un codo en la mesa para luego mirar hacia el patio por las puertas del porche abierto. La fragancia de esa tarde de verano incipiente se mezclaba con los olores provenientes de la cocina.
—¿Cuánto? —preguntó Taro con un suspiro.
Nabiki pareció animarse al instante con la mención de posible ganancia.
—¿Cuánto tienes?
Taro hizo ademán de hurgarse los bolsillos. Fuera, oyó una cigarra solitaria empezar su chirrido, pronto acompañada por otras.
—Lamentablemente poco —contestó por último—. ¿Supongo que no aceptas pagarés?
—No de gente que es muy posible que se vayan y no aparezcan más —dijo Nabiki, levantándose de la mesa—. Trata de no destruir nada mientras no estoy, ¿sí?
Taro no se dignó contestar mientras Nabiki salía del comedor. Cambió un poco la posición de las piernas cruzadas bajo la mesa, y tamborileó con los dedos sobre la madera, volviendo a pensar en qué hacer ahora.
A su modo de ver, tenía dos opciones. Podía largarse de aquí y olvidarse de todo el asunto, volver a errar por el mundo y entrenar solo. O podía seguir con este plan insensato que aún no acababa de pensar bien.
Suspiró. La opción uno quedaba fuera, hasta donde podía ver; no podía olvidar lo que le había sucedido, aunque quisiera. No podía borrarse de la mente aquello que había bajo Jusendo, y no podía fingirse capaz de volver a ser lo que había sido antes.
Así que por lo visto era la opción dos. Si Akane había ido a alguna parte de China, sería a Jusenkyo. Hasta ahí era obvio. Pero necesitaba más que eso como antecedente; era un despropósito meterse en cosas sin la más mínima preparación.
Un sonido de pasos lo hizo alzar la cabeza, al volver Nabiki al comedor, con una bolsa abierta de galletas en una mano.
—Te quedarás sin apetito para la cena —reconvino Taro al sentarse Nabiki.
—Conozco muy bien mis apetitos —largó Nabiki de vuelta, metiéndose unas galletas en la boca y luego masticándolas. Tras un momento, le ofreció la bolsa a él.
Taro se encogió de hombros y tomó una galleta, cayendo en la cuenta de cuánta hambre tenía. Se reclinó más y masticó pausadamente.
—¿Y qué onda, Nabiki? ¿Dónde andan los demás?
Nabiki comió otra galleta en silencio y lo miró sin expresión. En el callado vacío de la conversación, las cigarras de fuera parecieron chirriar con particular vehemencia.
—¿Y quién es ese tal Tofu que le dijiste a tu hermana? —preguntó el muchacho de improviso, cambiando el tema.
—Invitado a comer —dijo Nabiki—. E invitado de verdad, no uno que se dejó caer sin avisar.
Taro mostró una sonrisa apretada.
—Que yo recuerde, me invitaron también. ¿Entonces tú fuiste la que invitó al tal Tofu?
Nabiki le contestó con la misma sonrisa.
—¿He dicho eso, acaso?
—No con esas palabras —respondió Toru con una encogida de hombros—. Pero dudo que te interese algún invitado a menos que tengas algún interés personal.
Nabiki meneó la cabeza:
—Da igual si lo invité yo o no. La razón de invitarlo es Kasumi.
Taro chasqueó los dedos:
—Pero sí tienes algo que ganar en todo esto, ¿no?
Nabiki exhibió una levísima contracción del entrecejo.
—Tal vez —dijo.
—Entonces, me atrevo a decir que te interesa que esta cena salga bien, ¿no? —consultó él, inclinándose por sobre la mesa y clavando los ojos en Nabiki.
El silencio le dijo todo lo que necesitaba saber.
—Bueno, hablemos, Nabiki, ¿te parece?
Nabiki miró hacia otro lado, con la bolsa de galletas semiarrugada en una mano:
—Si te hago un resumen, ¿te comprometes a no dar problemas esta noche?
—Trato hecho —dijo Taro. De todos modos le parecía que sabía más que Nabiki de la situación general; más que nada le interesaba saber adónde había ido Akane.
—Ranma desapareció hace como una semana —dijo Nabiki, volviendo a dirigirle la mirada—. Akane y algunos más fueron a China a buscarlo.
—¿Quiénes más, y a qué parte de China?
Nabiki fue contando los nombres con los dedos:
—El papá de Ranma, Happosai, Ryoga y Shampoo. —Inclinó un tanto la cabeza hacia él—. Fueron a la aldea de Shampoo. Creen que está en la región de Jusenkyo. Eso es todo lo que sé, en realidad.
—Gracias —dijo Taro de mala gana, con decenas de preguntas formándosele en la mente. Pero Nabiki tenía un aspecto hermético, como de haber dicho todo lo que estaba dispuesta a decir. Y con lo dicho hasta ahora bastaba; casi con toda seguridad, cuando él había venido hasta aquí desde Jusenkyo, Akane y todos los demás habían salido hacia allá.
Maldijo en silencio por aquello último, aunque no tenía modo de haber sabido de esa situación. Ahora tenía que volver a China, y rápido, para poner a Cologne y a los demás al corriente. Pero, primero que todo, tenía que meterse al cuerpo una buena comida, y al menos unas horas de sueño. Tenía la mente hecha un lío, estaba fatigado hasta los huesos, y le costaba concentrarse en las cosas. No estaba en condiciones de volar ahora.
—Bueno y ¿de qué querías hablar con Akane?
Taro levantó la cabeza, que había tenido agachada, y miró a Nabiki:
—Andaba por la zona, se me ocurrió saludar.
—Yaa —comentó Nabiki, dejando claro con el tono que no creía ni una palabra.
A Taro, francamente, no le importaba si le creía o no. Quitó la vista de Nabiki al sentir pisadas acercarse por el pasillo. Las cigarras de fuera llenaban el aire de chirridos; en la noche que crecía, pudo ver los puntos dispersos de algunas luciérnagas.
Una mujer que él nunca había visto entró al comedor, vestida con un elegante kimono azul, cubierto con un delantal. Era alta, y aunque podía estimar que pasaba de los cuarenta y tantos, era aún muy bella. Tenía ojos tristes, aunque Taro podía distinguir que la mujer intentaba disimularlo.
La mujer posó la vista en Taro un momento, luego hizo una venia leve.
—Kasumi dijo que había otro invitado. Creo que no nos conocemos.
—No —dijo Taro—. No nos conocemos.
—Soy Nodoka Saotome.
La madre de Ranma, se dio cuenta. Había oído de ella en la entrecortada explicación que Ranma diera acerca de qué lo había llevado a Jusenkyo.
Vio que Nabiki miraba a Nodoka y que empezaba a sonreír despacio:
—Señora Nodoka, le presento a...
—Taro —interrumpió él, reprimiendo un momento de rabia—. Usted es la madre de Ranma, ¿no?
Vio el dolor oculto en la cara de ella subirle hasta los ojos un momento, tan repentino y hondo, que lamentó de inmediato las palabras.
Luego la expresión había pasado, y la mujer se sentó a la mesa, arrodillándose y acomodando el kimono.
—Sí, lo soy —dijo—. ¿Eres amigo de mi hijo?
Taro lo consideró un segundo:
—Conocido, diría yo.
—Ah —dijo Nodoka, y en ese momento Nabiki se levantó y salió de la estancia, aún con una sonrisa leve.
Taro estudió a la madre de Ranma durante un momento, a la tristeza de sus ojos, preguntándose qué diría ella si él le dijera que sabía que su hijo estaba con vida, y que sabía dónde estaba.
Pero no podía, se dio cuenta. Hacerlo anulaba todo cuanto Cologne había hecho. Se había llevado a Ranma por creer que su madre y los demás corrían menos peligro apartados de él.
Dado lo que Taro había visto sucederle a Ranma, concordaba.
—Lamento que no esté —dijo, sintiéndose insuficiente, incómodo e importuno, cosa a la que no estaba habituado y no le gustaba. Tamboreó con los dedos en la mesa un momento, y escuchó a las cigarras del exterior.
—Mejor vuelvo a la cocina —dijo Nodoka, poniéndose en pie para empezar a alejarse—. Gusto en conocerte, Taro.
Taro la vio irse, luego devolvió la mirada al patio, oyendo los sonidos de la noche y viendo la luz danzante de las luciérnagas, al encender y apagar.
~ o ~
Nabiki miraba a los comensales sentados en torno a la mesa. Había agarrado a Tofu ni bien había llegado y lo sentó en el puesto frente a ella, procurando que junto a él quedara un espacio para Kasumi. Taro y Soun estaban frente a frente en los extremos más angostos de la mesa. Su padre miraba a Taro con vaga hostilidad; no le había alegrado mucho ver al inesperado invitado al salir este del baño.
Ahora, era de esperar que el doctor se mantuviese concentrado y en calma. Hablaba en estos momento con Taro, que le contestaba con monosílabos, o, de vez en cuando, sarcasmo camuflado. Tofu no parecía darse cuenta, y le parloteaba alegremente al desganado artista marcial, cual si hubiesen sido grandes amigos.
Pese a la promesa de buen comportamiento por parte de Taro, a Nabiki aún le preocupaba que este echara a perder todo. La llegada de la señora Nodoka había sido inesperada, aunque no preocupante en exceso.
Taro, por otro lado, era un factor impredecible. Podía fácilmente ser un escollo, y Nabiki deseó haber podido deshacerse de él antes de que Kasumi lo invitara a quedarse. También desconfiaba vagamente de los motivos que este había tenido para aparecerse allí; no podía determinar la causa exacta, pero tenía un presentimiento imposible de desestimar.
Nabiki suspiró de modo casi imperceptible, y observó a Taro con cuidado. Sería, como mínimo, una cena más interesante de lo que habia planificado.
~ o ~
Kasumi entró al comedor detrás de Nodoka, cargando las verduras y arrocera en una bandeja. Vio los ojos de Tofu enfocarse en ella, vio una sonrisa tenue extendérsele en la cara.
—Ho... Hola, Kasumi —tartamudeó, con la voz trémula—. Vaya sorpresa.
Kasumi quitó la mirada de él al poner la bandeja en el centro de la mesa. Le causó aprensión ver que Nodoka había tomado el asiento junto a Nabiki.
—¿Po... Por qué no te sientas, Ka... Kasumi? —dijo Tofu desde su asiento—. Hay espacio junto a mí.
Miró las demás caras en torno a la mesa. Su padre parecía expectante, un tanto complacido. Nabiki tenía una sonrisa apretada. Nodoka miraba a Tofu, sin expresión. Taro no tenía más aspecto que de aburrimiento.
Tofu era un invitado. No se podía desairar a un invitado. No era correcto. Se sentó junto a Tofu, arrodillándose sobre el delgado cojín del piso.
Su padre miró a los comensales:
—Bueno... Con tantos ausentes, supongo que es bueno tener algunos invitados a cenar.
Luego empezó a llenar su respectivo bol desde la arrocera, y a coger con los palillos trozos de pollo teriyaki y verduras salteadas, que fue poniendo en su plato. En torno a él, los demás empezaron a hacer lo propio.
Kasumi se llenó su bol y plato, y cogió los palillos. Desde su puesto podía, por las puertas que daban al porche, mirar hacia la oscuridad exterior. Las luciérnagas era como estrellas que se apagaban.
—En fin, doctor Tofu —oyó decir a su padre, con una voz que parecía llegar por un túnel largo, de negrura densa, hasta llegar a oídos de ella—, mucho tiempo que no lo veíamos.
—Sí, bueno, ya sabe como es —dijo Tofu, jovial—. Ocupado, ocupado, muchas cosas que hacer, suceden muchas cosas...
Divagó un rato más. Taro, que era la persona más cercana a Kasumi a excepción de Tofu, apenas podía contener la risa.
Tofu captó la mirada de Kasumi una sola vez, inmediatamente antes de dejar de hablar, y le guiñó un ojo, como si hubiera sido un conspirador secreto. Ella se replegó más hacia el interior, sintiéndose como una autómata, una máquina de carne, sangre y huesos, que comía y hablaba a ratos, pero que en verdad no estaba allí.
Kasumi miró a los presentes. Su padre parecía complacido, contento. Nabiki sonreía, mostrando los dientes. Nodoka miraba a Tofu. Taro seguía pareciendo aburrido.
Taro, observó Kasumi, tenía muy bueno modales para alguien que pasaba tanto tiempo solo. Alguien hizo una pregunta, no supo bien quién.
—Oh, cielos, sí.
Su padre la miraba. —Pues, sí... Sí, la comida está muy sabrosa.
Sintió que la mano de Tofu le tocaba el costado exterior del muslo derecho a través de la falda.
Fue tan repentino, que debió retener un grito de sorpresa. Habría sido de mala educación, qué cosa más absurda habría sido. Tofu era un invitado. No se podía ser descortés con los invitados.
Totalmente inaceptable.
Los palillos traquetearon al caérsele de las manos y rebotar en la mesa. Murmuró una disculpa y los recogió; la mano de Tofu subió por su muslo como un insecto, oculta de los ojos de todos bajo la mesa.
Taro dijo algo que hizo reír a Nabiki. Kasumi nunca supo qué fue. La mano de Tofu avanzaba, fría como el hielo incluso a través de la tela café oscura de la falda. Rozó contra la curva interna de su muslo, como escarcha extendiéndose, como una araña. Empezó a subir más por su pierna, mientras la otra mano de Tofu usaba los palillos de modo experto, mientras su boca se abría y cerraba al hablar.
Tuvo ganas de gritar. No podía. Tofu era un invitado.
No se podía ser descortés con los invitados.
Del todo inaceptable.
La mano de Tofu se movió, con dedos que presionaban contra la tela tensada de la falda, subiendo cada vez más por el interior del muslo.
—Oiga, doc, alcánceme la arrocera.
La voz de Taro sonó delgada y lejana, pero ella se aferró a esta como a una cuerda, y sintió que la mano de Tofu se quitaba de su muslo. Lo vio coger la arrocera con la mano izquierda, la mano que la había estado tocando, esa mano poderosa, con dedos pargos y fuertes.
—Me da tanto gusto comer aquí —dijo él, y ella le vio los ojos durante un instante, y tuvo certeza de que nadie más pudo ver la furia ciega, horrible, que allí había, voraz como el fuego—. ¡En la... en la casa de Kasumi!
Luego impulsó la arrocera sujeta por el asa. Esta campaneó al impactar contra la sien de Taro. Tofu soltó unas risitas, y depositó la arrocera delante del muchacho, que aún parecía un tanto desorientado.
Taro estuvo desorientado solo un momento. Miró a Tofu, y entornó los ojos hasta que fueron poco más que dos rayas. El padre de Kasumi parecía abochornado; Nabiki habia dejado de sonreír.
—¡Taro! —restalló—. Lo prometiste.
Taro dijo algo entre dientes, que Nabiki no oyó. Empezó a llenarse el bol desde la arrocera.
Tofu estiró una mano en ademán de ir a tocar el hombro de Taro, con su brazo cruzando la visual de Kasumi.
Nabiki cerró los ojos y masculló algo. Kasumi no pudo distinguir si era una oración o una maldición.
La mano de Taro subió, fustigante, tan rápida que Kasumi no la vio moverse. El muchacho asió la muñeca de Tofu en el momento en que los dedos del doctor le llegaban a un centímetro del cuello.
—Doc —dijo, con una voz queda, que contuvo una terrible peligrosidad—. Como me ponga una mano encima le rompo los dedos. No crea que no puedo, ni que no lo haré.
Soun se levantó de la mesa, con la cara oscura de rabia.
—Fuera de aquí —le dijo a Taro.
Taro soltó la muñeca de Tofu. El doctor retrajo de golpe la mano, con los ojos entrecerrados, aún con una sonrisa leve.
—¿Qué? —dijo Taro.
—Siempre estás causándonos problemas —gruñó Soun—. Debo pedirte que salgas de mi casa.
Taro pegó con una palma en la superficie de la mesa, tan fuerte que los platos saltaron:
—¿Qué diablos les pasa?
Señaló a Tofu, que parecía un tanto confundido con todo.
—Este tipo empezó con todo. ¿Por qué no lo echan a él?
—Él —dijo Soun, despacio—, era un invitado formal, no un errante que por casualidad apareció a aprovecharse de la buena voluntad de mi hija mayor.
—No me he aprovechado de nadie —largó Taro, levantándose también de la mesa, clavando una mirada intensa en Soun.
Kasumi miró las caras de toda la mesa. Su padre parecía muy disgustado. También Nabiki, de modo distinto. Nodoka precía triste y confundida. Taro parecía disgustado también. Tofu parecía complacido, pero lo escondía bien.
—Voy a pedirte una vez más que te retires —dijo Soun, con cierto exceso de volumen, para gusto de Kasumi—, o de lo contrario voy a...
—¿Qué va hacer? —dijo Taro a boca de jarro. Tenía los ojos fríos.
—Voy a... Voy a...
El padre de Kasumi pareció contraerse, reducirse.
—Solo quiero que te vayas. Problemas ya tenemos de sobra.
Taro recogió los labios en una sonrisa amarga. Algo en sus ojos pareció casi dolido durante un momento.
—Si tuviera alguna condenada idea de por qué vine...
Luego, algo pareció abandonar a Taro también. Se le vio de pronto muy cansado, perdiendo algo de la actitud desafiante.
—¿Qué importa? Debí habérmelo imaginado. Se merecen entre ustedes.
Con eso, dio media vuelta y salió del comedor; oyeron la puerta abrirse y cerrarse un momento después.
Soun volvió a sentarse, pareciendo viejo y cansado.
—Me disculpo por lo ocurrido —les dijo, pareciendo arrepentido, y empezó a picotear la comida con los palillos.
Kasumi en gran parte se arrepentía también. No era bueno que los invitados pelearan. No era aceptable.
Y la otra parte, la parte que había querido sacar la voz cuando Tofu la había tocado, la parte que había querido gritar al no detenerse él, la parte regocijada cuando Taro había sujetado la muñeca del doctor, se retiró más y más al interior, porque no estaba bien ser descortés con los invitados.
~ o ~
Taro deambulaba por la calle, con una manera de moverse que dejaba en claro a todo el mundo que no convenía cruzársele por delante. Y nadie lo hizo.
Quería volver y hundir el puño en la cara sonriente del doctor. Quería volver y hacer pedazos esa casa con su cuerpo de monstruo.
Pero qué lograba con eso, pensó en silencio. ¿Quería acaso llenar cada expectativa que tenían de él?
Le dolía, advirtió, con vergüenza. La soledad, el rechazo, siempre le habían dolido. Ya no lo podía negar. Lo peor era que no había tenido nada de culpa en el asunto. El doctor había empezado todo. Apenas había conseguido controlarse luego de que este lo golpeara con la arrocera, momento en que únicamente su acuerdo con Nabiki había logrado, a duras penas, evitar que atacara.
Pero, carajo, tenía la certeza de que el doctor iba con la mano a un punto de presión del cuello al estirarse hacia él. Y además tampoco le agradaba mucho que la gente lo tocara sin permiso.
—¡Espera! ¡Por favor, espera!
La voz detrás de él parecía sin aire. Dejó de caminar, bajo el charco de luz de un farol, y vio a Nodoka Saotome apresurarse por la calle tras él.
No era, observó, fácil correr en kimono.
Vio aproximarse la madre de Ranma, y recordó el haber estado junto a Ranma ante el dragón dorado que yacía cautivo y quebrantado bajo Jusendo.
La miró entrar al círculo de luz blanca que llegaba desde arriba, y recordó el combate contra Galm, y la lluvia que caía de las nubes de tormenta, y a Saffron muriendo con la cabeza recostada en las piernas de su hermano.
—Qué bueno que te alcanzo —dijo ella—. Quería disculparme. Soun... Soun ha sufrido mucha tensión estos días. Todos la hemos sufrido, pero Kasumi dice que él ha hecho un esfuerzo muy grande por sobrellevarla.
—No fue culpa mía —murmuró Taro, extrañamente a la defensiva.
Nodoka asintió con la cabeza.
—Tampoco me pareció así —dijo—. No sé por qué toleran a ese hombre... No me agrada mucho.
—A mí tampoco, debo decir —dijo Taro, irónico.
—¿Pero por qué te importa tanto? —dijo Nodoka—. ¿Eres luchador, como mi hijo?
Taro asintió. —Eso. Pero yo soy mejor.
Una sonrisa conocida le creció en la cara y continuó:
—Aunque, más que nada, vago por ahí.
La miró, a la tristeza de detrás de esos ojos, y la sonrisa se le desapareció al continuar:
—Me muevo por todos lados. Puede que me encuentre a Ranma alguna vez, esté donde esté.
—Ah —dijo ella, sin tono—. Tal vez sea así.
Y Taro la miró a los ojos, y vio algo, un fluctuación mínima, que lo hizo caer en la cuenta de que, quizá, remotamente, una parte de ella sabía.
—Y si es así —continuó ella, hablando quedamente, tan quedo que él debió esforzarse en oírla—, por favor dile que lo echo mucho de menos.
Taro miró al suelo un momento. —Así será.
Miró la cara de la mujer, pálida en la luz, y habló, casi titubeante:
—No me cabe duda de que él la echa de menos también.
Descubrió, avergonzado, que apenas podía hablar por entre el bulto que sintió en la garganta.
—O al menos sé que yo echaría de menos a mi madre, si supiera dónde está y no pudiera verla.
Y una parte de él deseó no haber dicho eso, y otra parte sintió una alegría enorme de haberlo dicho. Dio media vuelta para marcharse, con rabia y vergüenza, pero, extrañamente, sintiéndose mejor que antes.
—Espera —llamó Nodoka detrás de él, poniendo una mano fresca sobre el hombro descubierto de él—. ¿Tienes donde quedarte esta noche?
Él dio una mirada hacia atrás, y mintió:
—Sí.
Luego echó a andar hacia las calles oscuras, dejando a la madre de Ranma de pie en la claridad brusca de la luz.
Aún podía oír las cigarras chirriar en la distancia, muy lejos, pero la luminosa fragilidad de las luciérnagas que había visto en el patio había sido hacía mucho consumida, en la negrura inacabable de la ciudad.
~ o ~
