Prólogo. El monstruo llamado Kraken
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«El nombre del Kraken se originó en las lenguas nórdicas, a partir del término 'krake' que designa a un animal enfermizo o deforme.»
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Las noches de invierno tienen muchas facetas. Algunas se visten con exuberantes capas de nieve con diferentes tonos de gris y otras cantan con voces descendentes en el escenario del espacio, mientras que algunas más se limitan a descansar observando las luces sobre el firmamento en lo que disfrutan del frío calando sus órganos.
Pero en esta ocasión, la historia no trata sobre ellas. Esta historia trata sobre un varón nacido durante una noche de invierno en una casa que apenas se volvía un hogar; durante una tormenta que no rugía feroz sino que mecía templada; durante un tiempo en que la constelación obsequiada a Ganímedes decoraba el mediocielo.
El hogar era frío por naturaleza, pues estaba rodeado de un ambiente cruel e inhóspito. Aunque claro, al principio el varón no fue consciente de ello puesto que jamás había conocido una tierra diferente. La nieve, cual invierno eterno, se instaló como un escenario diario desde su nacimiento, por lo que le resultaba inconcebible imaginar un mundo sin ella, sin los incesantes murmullos del viento entre los árboles o sin las luces danzantes del cielo al anochecer.
La familia era pequeña pues en casa solo convivían el chico y su padre, tenían otros parientes pero éstos vivían lejos, allá en las ciudades. El varón no los conocía porque, según su progenitor, las ciudades estaban infestadas de personas crueles y eran mucho más peligrosas que los bosques, así que, cuando se volvía necesario conseguir algo de ellas el mayor se marchaba sin compañía durante unos pocos días para ir es su busca. Mientras tanto el hijo siempre aguardaba dentro de casa obedientemente por su regreso, porque las ciudades eran peligrosas por sus habitantes, sí, pero aquél bosque en el que vivían resultaba serlo también, y por los mismos motivos. Si por cualquier razón necesitaba salir, el chico primero debía asegurarse de que no había nada ni nadie merodeando cerca de su hogar.
El padre era muy bueno contando historias, las cuales siempre conseguían fascinar a su crío. Cada vez que terminaba un trabajo con éxito —como escribir o recitar el alfabeto, barrer los pisos, poner los platos sobre la mesa o simplemente irse a la cama temprano—, su padre a cambio le narraba alguna nueva épica asegurando que algún día, cuando creciera, él sería capaz de vivir aventuras todavía más memorables que conseguirían asombrar de igual modo a muchos chicos de otras tierras, incluso, a los pobres chicos que residían en las ciudades.
Cuando el hijo se encontraba solo, uno de sus pasatiempos favoritos era dibujar sobre las ventanas de su hogar, pues para hacerlo solo necesitaba exhalar frente al cristal y, si el resultado final no le agradaba, simplemente podía borrarlo frotando la manga de su abrigo contra el vidrio y volver a empezar; aunque claro, cuando el resultado sí era de su agrado tampoco podía obligarlo a permanecer allí. El resto del tiempo lo pasaba dando vueltas por la casa para luego recostarse en el suelo, el sillón o incluso la mesa si se sentía demasiado perezoso como para regresar a su cama. Si a veces decidía salir, lo hacía solo para perseguir roedores que alcanzaba a divisar correteando afuera desde las ventanas, aunque nunca conseguía atraparlos; por supuesto, se aseguraba de ser él mismo el único perseguidor en esas travesías antes de poner un solo pie tras la puerta de entrada.
El padre de ese chico era un buen padre, pues durante el tiempo que pasaron juntos siempre buscó hacer lo mejor para su hijo, muy a su manera. Le enseñó a hablar, escribir, leer y desarrollar su imaginación como su propio padre jamás intentó hacer; aunque, entretanto, olvidó enseñarle un par de cosas muy importantes que se presentarían luego como un problema.
Le enseñó a sobrevivir, mas no cómo vivir.
Lo instruyó en la caza y la pesca, mas no se molestó en explicar lo que era la muerte en profundidad.
El hombre no era ningún joven pero su mujer sí lo había sido y, en un principio, tenían planeado que ella sería la que se encargara de criar a su creación hasta que éste fuese mayor, aunque al final sus papeles se mezclaran por capricho del destino.
Naturalmente, el frío no perdona a la edad ni al deterioro del cuerpo que ésta conlleva. Una tarde, cuando el niño tenía apenas cinco años, su padre se detuvo. El hombre simplemente dejó de moverse y, sentado en su gran sillón, se quedó mirando al suelo con la cabeza gacha en una expresión tranquila. El hijo trató de llamar su atención de muchas maneras distintas, mas ninguna consiguió hacerlo reaccionar; ni siquiera obtuvo un parpadeo de vuelta. Era como si la habitación en la que el hombre se encontraba se hallase fuera de los límites del tiempo, pues ni siquiera el golpetear del viento contra las paredes llegaba a resonar allí, el invierno y las cortinas en la ventana negaban cualquier cambio de la luz y la lamparilla de gas siempre estuvo apagada.
Tras mucho pensarlo, el chico supuso que el hombre estaba haciendo lo mismo que los osos hacían durante el invierno; que estaba durmiendo para reponer fuerzas, en un sueño profundo que no debía ser interrumpido. Pensó entonces en seguir su ejemplo y dormir durante algunos meses a su lado, pero no tardó ni una semana en darse por vencido pues el hambre lo acechaba a cada minuto. Supuso que cuando fuera mayor sería capaz de hibernar correctamente y solo le restaba esperar.
Durante varios días no hubieron cambios en su rutina: verificar por la mañana que solo él estuviera despierto por los alrededores y salir en silencio de la casa, con cuerda, cebos y una fuerte caña en mano para poder pescar en el río más cercano, regresar a casa con uno o dos peces, cocinar y dormir. Cada día echaba un vistazo a su padre para confirmar que nada perturbase su sueño estático y cada día lo encontraba igual al anterior, sin cambios notables.
Estaba seguro de que su padre despertaría al acabar el invierno, así que solo debía aguardar a que la Luna diese tres vueltas más a la Tierra.
Pero una mañana, un extraño se apareció frente al chico, al otro lado del río que frecuentaba. Por la distancia y corriente que los separaba, no se asustó ni corrió de regreso a la cabaña; y por su parte, aquél hombre tampoco realizó movimientos bruscos. Luego de un tiempo de quedarse ambos paralizados en su respectiva orilla, el hombre dio media vuelta y se adentró al bosque del otro lado del río en silencio.
El niño no esperaba encontrárselo nuevamente, así que prosiguió con su rutina sin pensar mucho en el suceso —más preocupante era que se le acababa la sal en el frasco de reserva—.
Mas al día siguiente aquél extraño se encontraba de pie frente a su casa. Era el mismo hombre, de cabello color agua, con un abrigo que lo cubría por completo y una gran caja en la espalda; una caja que a priori el niño pensó era similar a la que su padre cargaba cuando salía a talar madera, pero al verla más de cerca no pudo sino dudar. Lo observó detenidamente desde la ventana de su habitación y el hombre lo miró de vuelta al otro lado del cristal. Las cejas del hombre eran extrañas.
El niño se preguntó qué podría querer aquél sujeto, y si es que había llegado desde alguna ciudad. Pero recordó las contadas ocasiones en que algunos exploradores se perdieron anteriormente en el bosque y cómo su padre siempre se mostró amable con ellos, incluso dejándolos entrar a la casa. Era un extraño, pero su presencia no le causaba temor.
Decidido, el chico se dirigió lentamente hacia la puerta y al abrirla verificó que el hombre seguía unos cuantos metros lejos de la entrada. Tragó saliva y respiró hondo.
—¿Eres un explorador?, ¿un viajero?
Una de las cejas del hombre se levantó de forma graciosa.
—Sí, lo soy.
Definitivamente, para el niño, aquél sujeto no era una mala persona. Así que abrió la puerta al completo. Tal vez, incluso le obsequiara algo de sal.
—Si tienes frío, puedes pasar.
El hombre, entonces, avanzó hacia él sin prisa. Sus pisadas apenas si dejaban un rastro sobre la capa de nieve.
El niño cerró la puerta una vez que el explorador cruzó el portal. Teniendo la caja justo enfrente, estuvo entonces seguro de que no era como la de su padre, mas tampoco se asemejaba a las cosas que otros exploradores llevaban; tenía dibujos hermosos y brillaba como el sol que rara vez era capaz de ver por entre las nubes. Se había visto tan atraído por el objeto que no prestó atención al hombre hasta que éste habló.
—Oye, niño —el hombre volteó a verlo con una expresión seria y extendió una mano en dirección a la habitación contigua—. Allí, ¿quién es el que está allí sentado?
—Es mi padre, está hibernando —agachó la cabeza porque le apenaba admitir que él mismo no era capaz de hibernar todavía, aunque volvió a levantarla tras pensar que aquél hombre frente a él tampoco lo era, por lo que seguramente aún era muy joven. Se encontró con que el hombre se mantenía viendo a su padre fijamente—. ¿Pasa algo?
El hombre puso su atención sobre el niño una vez más. Resulta ser que, efectivamente, aquél hombre no era tal cosa, pues con suerte podía ser considerado un adolescente y la situación en la que se encontraba era desconcertante; pero el niño a su lado no tenía idea de ello. Finalmente el explorador decidió quitarse la caja de la espalda y la dejó en el suelo, echó hacia atrás su capucha y entonces se acercó al chico, se agachó dejando una rodilla caer sobre el piso para quedar cara a cara con él.
—¿Podrías decirme tu nombre?
—Isaac.
—Bien, Isaac, eres bueno pescando, ¿me equivoco? —el niño sonrió—. ¿Sabes lo que ocurre cuando los peces que consigues se encuentran fuera del agua?
—Mueren.
—Correcto —entonces el hombre respiró hondo—. Dime Isaac, ¿cómo diferencias a un pez muerto de uno vivo?
—Los muertos flotan con la corriente.
—… Ni tampoco respiran, Isaac —el hombre volvió a ponerse de pie, cerrando los ojos—. Los peces dejan de moverse contracorriente porque ya no pueden respirar. Cuando los osos entran en estado de hibernación, suelen respirar más lentamente pero no dejan de hacerlo. No pudiste no haberte dado cuenta, de que tu padre ha dejado de respirar hace tiempo.
—¿Por eso es que ya no se mueve?
—No se mueve, porque ha muerto.
—Pero ni siquiera ha sangrando y él no es un pez ni un zorro... —el pequeño se acercó a su padre y lo revisó con la vista una vez más, no había nada malo con él, ninguna clase de herida fatal. Excepto que, tal cual dijo el explorador, había dejado de respirar; no es que él hubiera fallado en notarlo antes, sino que no le había dado mayor importancia al detalle.
—No puedo decirte la razón por la cual su corazón ha dejado de latir ni sus pulmones se hayan detenido, pero es un hecho que ha ocurrido —el explorador se acercó al cuerpo del padre y tras pronunciar algunas palabras ajenas en voz baja forzó los ojos del muerto a cerrarse—. Un pez, un oso, un ser humano como tu padre, tú o yo mismo… Todos morimos en algún momento, Isaac. Es el destino de todo ser viviente.
El niño no pensaba que él fuese lo mismo que un oso, ni mucho menos un pez, pero supuso que el respirar —cosa que todos ellos hacían— les permitía caer en la misma categoría de «ser vivo». Había aprendido un par de cosas sobre ese concepto: que tanto animales como plantas eran seres vivos capaces de respirar, comer y crecer, así como lo hacían él y su padre; aunque por entonces solo había atendido las explicaciones de los viajeros a medias porque había esperado que la historia interesante que prometieron contarle fuese diferente, una con más acción.
Recordando aquél suceso, Isaac vio con ilusión al explorador que observaba a su padre entrecerrando los párpados. Se acercó al hombre y tiró ligeramente de su abrigo.
—¿Cómo te llamas? —el hombre parpadeó un par de veces al verlo.
—Camus —respondió, inclinando su espalda hacia el frente con una mano sobre su pecho.
—Entonces, ¿puedes contarme historias sobre tus viajes, Camus? —la expresión de cejas graciosa regresó al rostro del hombre un momento e Isaac debió contener su risa en esa ocasión.
—Creo que primero deberíamos hacernos cargo de él —dobló la cabeza en dirección al cuerpo del padre.
La inocencia es usualmente asociada a una imagen de pureza en términos de pensamiento. Mas aquél día en ése rincón apartado de la civilización, donde el «explorador» Camus esperaba ser el único poseedor de respuestas e incógnitas, el joven aprendió algo inesperado tras ver la mueca impregnada de recelo en el pequeño Isaac, el cual había sido criado bajo el concepto de la supervivencia del más apto.
—No tengo ganas de comerme a mi padre. Mejor dejémoslo así.
La inocencia puede resultar aterradora. Sobretodo mezclada con falta de conocimiento.
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«Por supuesto, para que sea apreciado como tal, un monstruo requiere tener un gusto particular por la carne humana.
Se dice que el Kraken podía devorar de un solo bocado a la entera tripulación de un barco.»
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Ésta historia trata sobre aquél chico que recibió un abrazo por primera vez en la vida por parte de unos fríos y dubitativos brazos desconocidos.
Isaac amaba viajar, primero en su imaginación y luego en persona. Su primer hogar, gentilmente nevado en un buen día y tempestuoso en uno malo, se volvió una posibilidad más que una norma con el pasar del tiempo; claro que, eso no era algo que hubiera podido averiguar por cuenta propia y era consciente de ello. Si fue capaz de aventurarse a conocer nuevos lugares, fue únicamente gracias a la amabilidad de Camus, el joven explorador que decidió hacerse cargo de él.
El suyo era probablemente el mejor «hermano» —manera en que se presentaban cada vez que llegaban a un sitio nuevo— que podría haber conseguido. Camus siempre se mostraba tranquilo al momento de tratar tanto con los adultos (que a Isaac no solían caerle bien, sobretodo las mujeres) como con otros chicos más jóvenes; era un cocinero decente, cosa que Isaac confirmaba de buena fe y primer bocado; y conocía historias incluso más asombrosas que las que su padre llegó a contarle tiempo atrás. Las historias de Camus iban mucho más allá de mitos sobre monstruos, dioses y batallas antiguas; sus historias eran narraciones de sus propias experiencias y enfrentamientos con criaturas y personas increíbles. Isaac era consciente de que las noches en que Camus desaparecía dejando solo una nota tras de sí donde prometía regresar pronto y rogando porque no se moviera del sitio en su busca, eran las ocasiones en que aquellas experiencias tenían lugar, pues el joven tampoco lo negaba. El niño siempre insistía en querer acompañarlo mas el adolescente conseguía escabullirse de una forma u otra.
Aunque había ciertas cosas sobre las cuales Camus se negaba a hablar, solía resolver todas las dudas de Isaac sin importar qué tan irracionales pudieran éstas parecer a primera oída.
¿Por qué hay diferentes baños para niños y niñas?. ¿Las estrellas se apagaron?. ¿Cómo hace la gente para adiestrar lobos?. ¿Por qué alguien querría comprar azul y rojo si al final va a usar violeta?. ¿Qué ocurre si dejas de respirar de un momento a otro mientras no te presto atención?. ¿Es divertido nadar?. ¿Ésta moneda le pertenece al tipo del dibujo?. ¿No es extraño que haga tanto calor en invierno?
Camus, para Isaac, se volvió un ejemplo a seguir en poco tiempo. Deseaba ser como él en todos los aspectos posibles: tranquilo, amable, inteligente y fuerte; deseaba ser capaz de ayudar a otros, tal como Camus lo había ayudado —y continuaba ayudando— a él.
Se encontraban abordo de un tren rumbo al sur cuando Isaac decidió seriamente dejar de considerar a Camus como su hermano. Lo había aprendido para ese momento, que las personas que enseñan a otros cosas que no pueden averiguar por sí mismos son llamadas «maestros» y que cuando tienes uno para guiarte te conviertes en su «alumno» o «aprendiz». Mas no era lo único que había aprendido, al ver a Camus interactuar con otras personas en muchas lenguas y regiones distintas, encontró un patrón y entendió que había otros como él, los cuales eran siempre capaces de hablar un idioma en particular; tras mucha persistencia consiguió que uno de esos sujetos le explicara en secreto que ellos eran conocidos como «santos».
Le dolió un poco comprender que Camus no era un explorador y que por tanto le había mentido durante mucho tiempo. Pero aquél sentimiento fue opacado con rapidez gracias a la nueva idea que se formó en su mente.
El ocaso estaba cerca e iluminaba el interior del tren con una luz dorada. Camus le había avisado que lo mejor era dormir temprano y bien abrigado ya que llegarían a su destino en la mañana; confiando en que le haría caso y pensaría irse a dormir enseguida, el mayor tomó de su bolsa un libro que había dejado a medio acabar en la última ciudad que visitaron. Isaac lo interrumpió antes de que consiguiera abrirlo, sin separar sus párpados.
—Camus —el mayor volteó a verlo—. ¿Me explicarías lo que es el cosmos?
Aquél era un concepto que oyó con frecuencia durante los encuentros con otros santos, siempre halagando a Camus por ser poseedor de un cosmos excepcional; razón por la cual Isaac lo tomó como un sinónimo de inteligencia y no se molestó en preguntar hasta que el amable santo que accedió a explicarle sobre ellos aclaró que no era lo que creía, mas no tuvo tiempo de revelar lo que significaba en realidad. El mayor se mostró sorprendido un instante, al siguiente frunció el ceño, y a continuación regresó a un rostro sin expresión particular.
—¿Quieres la versión tradicional? —Isaac asintió dudoso—. El cosmos... el cosmos lo es todo. Tú, yo, el planeta, las estrellas e incluso el aire, todo formamos parte del cosmos.
El chico intentó por varios minutos comprender cómo algo así podía ser excepcional respecto a Camus, hasta que acabó por entender que había sido burlado. Cuando el mayor no quería contestar algo, solía dar una respuesta, si bien no falsa, diferente a la esperada. Supo que lo que dijo era cierto pues no solía inventar mentiras de la nada, pero, también supo que aquella no era su verdad. Abrió los ojos y encaró a adolescente entrecerrando los párpados.
—¿Cómo es el cosmos para los santos? —adivinó que había hecho la pregunta correcta cuando la sorpresa no dejó el rostro de Camus apenas apareció, de hecho, se mantuvo allí un largo rato.
—Eso es un poco más complicado de explicar —era poco común que Camus suspirase, pero lo hizo en ese momento—. Prometo que te lo contaré mañana, ahora deberías dormir, Isaac.
El niño obedeció, pues entendía que su acompañante habría preferido evitar ese tipo de conversaciones por algún tiempo más extendido y además seguro estaba preguntándose cómo había conseguido aprender sobre los santos, siendo que él mismo jamás pronunció —ni permitió mencionar en su presencia— una palabra al respecto.
Isaac observó por fuera de la ventana el paisaje de unas montañas que no parecían tener final, la Luna brillando sobre ellas y los campos que hasta hacía unas horas eran de un verde vibrante eran teñidos por una capa grisácea. Le pareció una buena escena que apreciar antes de dormir.
Al día siguiente, cuando el sol aún no despuntaba sobre el horizonte, se prepararon para continuar con su camino a pie. En el trayecto, Camus empezó su explicación sobre el cosmos y le mostró cómo era capaz de hacer que nevara a su alrededor por propia voluntad, independientemente de la estación, clima y condiciones del terreno. Afirmó que él también tenía el potencial para hacer algo como aquello, que pudo hacerlo toda su vida, solo que todavía no sabía cómo y aprender tomaría un tiempo.
Lo último que hizo Isaac fue desanimarse ante aquella advertencia.
Según Camus seguían en el mismo país al cual llegaron tres días atrás, aunque a Isaac le parecía demasiado distinto para ser cierto; mientras más al sur llegaban, más frío y desolado era todo. Hicieron una pausa en la noche, solicitando hospedaje en una iglesia local. Una pequeña parroquia infestada por imágenes de santos en las paredes en la cual, obligatoriamente, Camus debió explicarle entonces otra diferencia entre los santos tradicionales y los de su clase: los santos de Atenea existían para proteger la paz en la Tierra y, con ese fin en mente, entrenaban una capacidad que raramente se desarrollaba en los seres humanos para volverse más fuertes: la capacidad de utilizar el cosmos a voluntad.
Por cuenta propia el mayor decidió explicar qué rango de santo era abriendo la caja dorada que siempre llevaba consigo frente Isaac por primera vez. Le presentó su armadura, el ropaje dorado de Acuario, que le concedía cierta categoría sobresaliente entre los suyos.
—Usualmente me conocen como Camus, el caballero de oro de Acuario —dijo sin especial orgullo, cosa que extrañó un poco a Isaac, aunque no se atrevió a señalarlo. Además, el pequeño tenía otra cosa en mente.
—¿Puedo tocarla?
Los diseños en la armadura eran tan bellos como los de la caja que usualmente la contenía.
Camus le dio permiso para hacerlo, mas cuando su mano se encontraba a menos de un centímetro de distancia de la máscara dorada, el chico se echó atrás en el intento. Isaac parpadeó un par de veces, seguro de que había visto el metal moverse, pero al inspeccionarlo de nuevo no percibió ningún cambio real; pasó entonces la vista desde la máscara de mujer hacia el rostro de su dueño, el cual lo observaba con un aparente mejor humor.
—No te atacará, de hecho le agradas, seguramente porque tu cosmos es similar al mío. Tal vez algún día seas capaz de comunicarte con ella.
—¿Las armaduras pueden hablar?
—Éstas en particular, tienen una voluntad impresionante que les permite hacer varias cosas inusuales.
Isaac observó la máscara fijamente un buen rato, hasta que pensó verla sonreír, parpadeó y la ilusión se desvaneció pero, lejos de volver a asustarse, sonrió de regreso. Entonces volvió su atención hacia el mayor, poniéndose de pie; de seguro Camus ya sabía lo que iba a decir incluso antes de llegar a abrir la boca.
—¿Me enseñarás a ser un santo, Camus?, ¿serías mi maestro?
—Sé por experiencias pasadas que decirle que no a chicos tan testarudos como tú resulta un esfuerzo inútil. Pero, Isaac, debo advertirte que no es cosa sencilla...
—Quiero convertirme en un santo y proteger la paz en el mundo, como ustedes —aquello, pronunciado con total confianza en sí mismo, definitivamente consiguió mejorar el humor de Camus, quien amagó una sonrisa por primera vez en bastante tiempo.
Esa noche, el cauce del tiempo por el cual los polizones de Acuario iban viajando hacia una hermandad que solo podía acabar en una separación sin advertencia, derivó en un arroyo por el cual era difícil discernir entre la gloria y la tragedia.
Al mediodía continuaron su viaje hacia el sur, abordando un buque en compañía de un grupo de investigadores científicos dispuestos a encontrar algo en el desierto helado de la Antártida. Habían cruzado por varios países en los cuales las personas hablaban una misma lengua para llegar hasta allí, y con el tiempo Isaac empezó a entender un poco del idioma; consiguió oír las palabras «poderoso», «mentira», «dioses» y «suicidas» durante una acalorada discusión entre algunos de los tripulantes. Camus aconsejó que los ignorase.
Habían surcado el Mar Báltico en un barco distinto a aquél, mucho más chico, y habían cruzado dos océanos por aire en un avión que Isaac en un principio confundió con una ballena flotante. El buque, a diferencia del primer barco, era lo suficientemente grande para permitirles esconderse de las miradas curiosas en distintos lugares; sobretodo fue un alivio, como siempre, que consiguieran con rapidez un sitio seguro en el cual ocultar la caja dorada de Acuario. En un inicio Isaac no entendía el motivo de hacer algo así, pero tras haber presenciado en una ocasión cómo una mujer intentaba llevarse su carga mientras ellos descansaban —sin ninguna clase de progreso y seguida por una suave reprimenda de parte del joven de cabello azul en un idioma impronunciable cuando se la echó al hombro sin esfuerzo para desembarcar— comprendió que lo hacían para evitar problemas y llamar atención indeseada.
El trato con los tripulantes, más allá de alguna que otra mirada incrédula o molesta, resultó ser bueno durante los siguientes dos días que les tomó llegar a «tierra». Un hombre en particular, de cabello rosáceo que constantemente buscaba hablar con él durante las comidas, parecía muy entusiasmado en enseñarle su idioma; mientras tanto Camus solía hablar con el jefe de la investigación o el capitán del buque sobre algo que calificaban de secreto. A falta de algo mejor para hacer, Isaac trató de aprender la lengua de ese marinero amigable.
Solo le llevó un día comprender porqué aquél marinero se portaba tan amablemente con él, pues el mismo explicó que le recordaba a su hermano menor, al cual no había visto en mucho tiempo debido al trabajo. No era un explorador o un trotamundos, por lo que tenía un hogar estable, pero le resultaba complicado regresar a éste.
Al siguiente día Isaac decidió contarle parte de su historia, centrándose en su compañero, quien nunca antes había mencionado un hogar al cual deseara regresar.
—Ese joven… el capitán lo llama un héroe. No he conocido a otros antes pero, de ser cierto, estoy seguro de una cosa. Su hogar se encuentra en donde lo necesiten.
—¿Un héroe? —Isaac no supo si debía corregirlo, siendo que quizás Camus prefería mantener su identidad en secreto ante esa gente, pero el término usado por el marinero solo lo correspondía con los mitos griegos.
—¿Uh?, ¿es que no te gustan las historietas? Un héroe es tipo poderoso que salva gente cuando se lo necesita. Aunque, bueno, tal vez ése sea solo Superman, a otros tenés que llamarlos por su nombre o alguna frase ridícula para que te hagan caso —explicó con una sonrisa y un guiño de complicidad.
Antes de que Isaac consiguiera preguntar quién era el llamado Superman, el capitán entró a la sala y avisó que estaban próximos a echar anclas, por lo que todos navegantes debían tomar sus posiciones; Camus llegó justo detrás e indicó a Isaac que lo siguiese. El chico fue tras su maestro, pensando en lo que el marinero le había contado; supuso que Camus, según recordaba en sus historias, sería el tipo de héroe que debía ser llamado primero. Siguiendo ese pensamiento concluyó que si se encontraban en ese momento en ese lugar específico, no era simplemente por la llamada a la aventura que suele guiar a los exploradores, como Camus le había explicado tiempo atrás.
Se encontraban allí porque alguien necesitaba de su ayuda.
La ayuda de Camus, no la de Isaac.
El chico sintió que estaba frunciendo el ceño cuando pensó aquello, pues la idea lo hizo sentir extraño de una manera inexplicable. Mas no tardó en entender la razón, al ver a Camus sacar su caja de oro del escondite que habían encontrado: se sentía como una carga. Había oído sobre esa clase de malestar antes, sobretodo por parte de hombres mayores y niños pequeños con familias pequeñas o pobres, aunque en su momento no los había comprendido.
—Oye —aunque intentaba dejar de hacerlo, estaba seguro de que seguía juntando las cejas sobre el puente de su nariz. Camus apenas si volteó a verlo—. Si te resulta molesto tener que llevarme contigo, o te llega a impedir salvar a otras personas, puedes dejarme atrás.
El joven de cabello azul entrecerró los ojos un momento. Al siguiente miró hacia otro lado y continuó su tarea de levantar la pesada caja dorada —una vez Isaac intentó cargarla él mismo y no consiguió moverla ni medio centímetro— para aferrarla a su espalda como si no hubiese oído nada. Entonces se encaminó hacia la puerta, aparentemente ignorando al otro chico, mas en mitad del pasillo se detuvo un instante para revolver el cabello del menor.
—Apenas ayer por la noche seguías balbuceando sobre lo emocionado que estabas por ser mi alumno. Si vas a darte por vencido sin siquiera haber empezado, entonces, no me sigas cuando salga por esa puerta... Volveré pronto.
Palabras frías y contundentes, sin despecho ni ira, pensadas para que su receptor las procesase rápido. Al oírlas, Isaac volvió a sentir que su rostro cambiaba por cuenta propia, abriendo los ojos tanto como era capaz. Cuando lo entendió, Camus ya había cruzado bajo el marco de metal y estaba a punto de desaparecer de su campo de visión, por lo que su decisión fue instantánea; con el primer paso, casi se tropezó con la nada, pero al segundo consiguió estabilizarse y corrió tan rápido como pudo detrás del mayor.
Camus no aguardó por él, pero aligeró el paso cuando Isaac comenzó a mostrarse cansado de seguir su ritmo. Se detuvieron en dos ocasiones, la primera para despedirse del capitán, y la segunda para conversar con el jefe del equipo de investigación. Fue la primera ocasión en que Camus no envió a Isaac a otro lugar antes de hablar con aquél hombre bajo la indicación de que debían mantener la privacidad.
—Una vez más, agradezco que se haya prestado a ayudarnos, sinceramente no imaginaba que nadie fuera a responder —dijo el investigador.
—Como ya le he dicho, es nuestro deber velar por la protección de las personas. Además, es mejor perder tiempo y que resulte no ser nada, que arriesgarse a no controlar algo cuando todavía no ha causado mayores problemas.
—Sobre el tiempo, caballero, sobre eso quería hablar también —el semblante del hombre, que anteriormente había sido animado, cambió a uno angustiado—. Nos vamos a quedar cinco días en el terreno, pero el límite es ése, ¿cree que vaya a ser suficiente?
—Incluso creo que es demasiado —Camus miró a Isaac en ese momento—. Diría que, como mucho, volveremos ésta noche para la hora de la cena. Podríamos zarpar de regreso mañana.
—¡Eso es ridículo! —ahora, el sujeto se veía molesto. Su rostro enrojeció de irritación en un instante—. Además, ¡¿en serio pensás llevarte al nene con vos?!
Isaac se sorprendió por el arrebatamiento y dio un paso atrás, pero Camus se mantuvo firme en su posición, con el hombre enfrente, mirándolo con una superioridad apenas partida por la incredulidad. El rostro del sujeto seguía enrojecido.
—Es lo que pienso hacer, señor. Y si lo que pesa en su consciencia es no tener pruebas de mi palabra, juro traerle una muestra de que el problema se ha solucionado cuando regresemos. Si es que existe uno para empezar, quiero decir.
El hombre se alejó con pies de plomo luego de mascullar un «Podés hacer lo que quieras». Camus lo observó marcharse e Isaac lo imitó, sin saber qué más podía hacer. Cuando el hombre se perdió en uno de los pasillos de la nave, el chico tosió.
—¿Siempre es así? —cuestionó en su lengua materna.
—Tener un temperamento volátil no es necesariamente malo, solo está preocupado, Isaac. Deberíamos irnos ya —en lugar de comenzar a caminar hacia la salida, Camus se arrodilló y ajustó un poco las correas de su caja dorada—. Iremos más rápido si vas a mi ritmo, así que ¿puedes subir? —hizo un gesto elevando el mentón, apuntando al objeto en su espalda.
—¿No seré una carga?
—Ni te sentiré —aseguró Camus—, de hecho, serías más una carga si me pidieras ir a pie —añadió tras ver la duda de su pequeño compañero—. Entonces, ese tipo tendría razón y probablemente cinco días podrían no ser suficientes...
—Bueno, ¡bien!, ya lo entendí —con un suspiro, Isaac trepó hasta la cima de la caja, sobre la cual se sentó; aquello no era cómodo en absoluto—. Ya está —avisó.
Camus se puso de pie y el chico buscó aferrarse a cualquier cosa por la falta de equilibrio que sintió en ese momento; lo más cercano resultó ser el cabello del mayor. Era más suave de lo que había imaginado, pero lo soltó rápidamente una vez la estabilidad regresó, aunque mantuvo las piernas sobre sus hombros porque no sabía en dónde más ubicarlas. Su padre alguna vez lo había cargado de esa manera mientras recogían madera en el bosque, pero la sensación resultaba sustancialmente distinta; para empezar, Camus no era tan alto como su padre y desde aquél entonces él mismo había crecido un poco.
—Isaac —el niño ya se esperaba alguna reprimenda, pero el joven tenía algo diferente en mente—. Agarrate fuerte, no me importa a qué, si te sueltas aunque sea un segundo y caes, será difícil encontrarte después.
Inseguro, aunque sin más opciones, Isaac volvió a poner sus manos sobre el cabello de Camus y cerró los puños con fuerza pero al mismo tiempo intentando no causarle daño al mayor. Al no recibir quejas, dijo con voz queda que se encontraba preparado. En verdad, el pelo de Camus era muy suave, sentía que pasaba por entre sus dedos como si fuese agua recién sacada de algún lago primaveral.
Se había estado fijando en eso, por lo que, cuando alzó la cabeza al no recibir respuesta por parte de Camus, se paralizó. No estaban en el interior del barco, en el pasillo que conectaba las habitaciones. Se encontraban en otro sitio que, incluso con la falta de árboles y animales alrededor, a Isaac le recordó a su antiguo hogar; la neblina helada y lo blanco del suelo resultaban imágenes conocidas a la vez que extrañas. El cielo estrellado, aunque todavía era de día, fue algo nuevo y agradable a la vista. No tenía idea de cómo habían llegado a ese sitio místico en la duración de un parpadeo, pero la ilusión venció a la falta de racionalidad e Isaac no pudo evitar abrir la boca ante la impresión. Hasta que volteó el rostro para ver alrededor y se encontró, bastante lejos en la distancia, al barco con el cual habían arribado a esas tierras. Tuvo suerte de que la conmoción lo forzó a no soltar a Camus, pues esta vez con los ojos abiertos, vio y sintió el espacio moverse a su alrededor, a una velocidad increíble que lo distorsionó hasta convertir todo en simples líneas horizontales a que corrían a sus costados, alejándolo del buque hasta que éste, en cuestión de segundos, no fue más que un punto negro en el horizonte. Cuando regresó la atención al frente, Camus había vuelto a detenerse.
Supo que la velocidad había sido algún efecto de su cosmos, pero no entendía la razón de la pausa.
—¿Ocurre algo?
—Isaac, agarrate bien —ordenó el mayor, mirando alrededor—. Hay algo por aquí.
El niño obedeció y quiso ayudar, por lo que oteó a su derecha e izquierda con curiosidad, pero no encontró nada más que color blanco y un punto negro en la distancia. Tampoco se lograba oír nada aparte del viento gélido que chocaba contra las orejas de los muchachos. A diferencia de Camus, Isaac no sentía peligro alguno, al menos hasta que el joven de cabello azul agachó la cabeza, tirando de sus manos en el proceso; se inclinó para ver también.
Eso debajo suyo no era blanco ni negro. Debajo del hielo había una enorme mancha gris que no tardó en hacerse más y más y más grande. Isaac no tuvo tiempo para procesar qué era lo que ocurría, lo que se aproximaba, cuando el hielo se resquebrajó. El chico no gritó, a causa de la rapidez con que transcurrió todo.
Quizás fue el impacto, o quizás alguna otra fuerza, pero al momento en que aquella criatura había salido del mar congelado, Isaac con sus manos abiertas y los pies sin contacto con superficie alguna, se encontraba flotando en el aire muchos metros por encima de ella; cayendo o subiendo, no lo sabía. El animal era enorme, con un cuerpo envestido de escamas grises que brillaban en azul, y le recordó a una historia que hacía tiempo su padre le había narrado; ésta trataba sobre una bestia inmortal que moraba en las profundidades del mar, una criatura que pertenecía a un dios y cuyo propósito era traer la destrucción de los ríos, océanos e inviernos. Un monstruo con forma de serpiente gigante que dictaba tanto un final como un inicio para la vida en la tierra.
—¡Lawtan!* —gritó el niño en pleno aire, recordando emocionado el nombre de aquella criatura.
Entonces dejó de caer.
Le tomó un momento reconocer a su maestro, envestido en oro y brillando con luz propia; aquél hombre lucía como un pequeño sol en medio de la eterna nieve. Camus lo había alcanzado y lo sostenía con ambos brazos, uno teniendo sus hombros y el otro bajo sus rodillas. Recordó al marinero amigable y definitivamente aceptó que el capitán no se equivocaba en llamar al caballero un héroe.
Isaac casi había olvidado a la criatura, pero un sonido atronador hizo que volviera su atención hacia ella. Luego del grito, el monstruo se dispuso a arremeter contra ellos, que por algún motivo continuaban flotando varios metros sobre el hielo. Isaac vio el interior de aquella boca enorme y negra al abrirse, llegó a contemplar las numerosas hileras de dientes afilados antes de que desaparecieran de enfrente suyo. Volvió a ocurrir aquella distorsión del espacio, donde todo parecía convertirse en líneas. El chico parpadeó y entonces vio a la criatura morder el aire y caer ruidosamente sobre el hielo, resquebrándolo, bastante lejos de ellos. Camus entonces lo bajó despacio para dejarlo en el suelo, mientras Isaac no apartaba la vista del monstruo que entonces se hallaba confundido por lo que acababa de pasar con sus presas.
—Quería que vieras ésto, Isaac. Puedes contarlo como tu primera lección de combate —aunque finalmente intranquilo por el peligro acechante, el chico dirigió su atención al mayor—. Nunca debes perder el control durante una pelea, siempre intenta mantener la calma y pensar antes de actuar —Isaac asintió—. Entonces, por favor, no muevas ni un músculo y observa como esa criatura dejará de respirar dentro de poco.
El caballero dorado dio media vuelta entonces y se dirigió al sitio en donde el monstruo había comenzado a olfatear el ambiente en búsqueda de su comida, sin aguardar una respuesta.
Isaac no lo sabía entonces, pero el estilo de lucha de su maestro no era ni por lejos el más violento ni despiadado de entre los caballeros atenienses, aunque la brutalidad con que trató a la bestia al final —cortando su cabeza una vez consiguió retenerla dentro de un gigantesco cascote de hielo— tampoco lo aterrorizó. Sabía bien que la resolución había sido favorable, pues de la batalla solo podía salir un ganador: ella o ellos.
Había disfrutado los minutos del combate de igual manera, pues era impresionante ya partiendo por la diferencia de tamaño entre los contrincantes. Admiró el hecho de que Camus nunca retrocedió.
El caballero de Acuario alzó una mano y le indicó que podía acercarse, ante lo cual Isaac no perdió tiempo en comenzar la carrera con la única precaución de no tropezar. Se hallaba emocionado por poder ver a aquél monstruo de cerca. Camus le revolvió el cabello por segunda vez aquél día cuando llegó a su lado.
—Prometí que regresaría con una prueba, así que puedes escoger —el mayor movió una mano en la dirección general de la cabeza cercenada.
Isaac recordó cómo su padre a veces se quedaba con las uñas o los dientes de algunos animales que habían sido complicados de cazar, en una especie de recuerdo a favor de su persistencia. No habían allí garras de las cuales escoger, así que el chico se aproximó a la enorme boca para inspeccionar las largas filas de dientes que previamente había visto sin importarle en lo más mínimo el fuerte olor a sangre que comenzaba a manar.
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«A pesar de su temida reputación, el monstruo acarreaba ciertos beneficios:
Nadaba acompañado por enormes bancos de peces, los cuales caían en cascada por su espalda cuando emergía del agua. Gracias a ello, los pescadores valientes tenían la oportunidad de asegurarse un abundante botín.»
—
Ésta historia trata sobre un joven aprendiz de caballero, dispuesto a sacrificarse por el bien de alguien más de ser necesario.
Aunque claro, las únicas personas con las que Isaac tenía contacto frecuente eran su maestro Camus y su compañero de entrenamiento Hyoga, por lo que no había una necesidad real de llegar a tales extremos. Ésos dos, el chico sabía, podían cuidarse por cuenta propia.
Tiempo atrás fue que el mayor de los tres, Camus, tomó la decisión de que sus alumnos no se marcharían de aquél sitio hasta que alguno de los dos fuese capaz de liberar la armadura de la Cruz del Norte del interior de su enorme prisión de iceberg. Una decisión que al principio Isaac desaprobó totalmente pues Hyoga, a diferencia de él, no había tenido ninguna clase de experiencia fuera de las tierras heladas de Rusia; opinaba que su compañero debía ser capaz de experimentar más del mundo al cual algún día planeaban proteger, pero Camus hizo oídos sordos a sus exigencias. Al final, el chico de pelo verde puso buena cara frente a Hyoga y prefirió obedecer la voluntad de su maestro.
Quizás debió haber insistido, pensaría años más tarde.
Cuando llegaron a Rusia, el Camus que Isaac había conocido por primera vez, atento y con un mirada brillante; se desvaneció rápidamente, aunque la mayoría del tiempo conseguía disimularlo bien. El pequeño aprendiz nunca se atrevió a preguntar qué podía haber ocurrido durante su último paso a través del Mediterráneo para generar aquél sutil cambio, pero tenía por seguro que no fue algo positivo.
Desde entonces Isaac no volvió a ver otro escenario que no estuviera cubierto por hielo, escarcha y soledad hasta donde alcanzara su vista. Aunque precisamente por eso, la llegada de otro alumno que podría hacerle compañía durante los largos períodos en que su maestro se ausentaba no fue mal recibida, ni la primera, ni la segunda, ni la tercera vez —la de Hyoga, que como suelen decir; fue la vencida—.
Cuando Camus se marchaba, Isaac nunca perdía tiempo en comenzar nuevas rutinas de entrenamiento o exploración, a las cuales arrastraba a Hyoga sin piedad; además de que constantemente se aseguraba de contarle a su compañero ruso las proezas más interesantes de su maestro, claro que, excluyéndose a sí mismo de ellas, y a veces incluso omitiendo nombrar al protagonista. Todo dependía de la historia y el motivo por el cual quisiera contarla.
También cayó sobre él la tarea de instruir a Hyoga en el habla del idioma griego, lengua común a todos los santos de Atenea.
Hyoga no hablaba mucho, tampoco hacía cosas inesperadas y usualmente cumplía con todo lo que se le pedía sin ninguna clase de queja. Mas no era enfermizo como el primer intento que sucumbió ante el frío, ni tampoco solitario como la segunda que estuvo con ellos tan solo un mes. Hyoga no hablaba mucho e Isaac tampoco lo forzaba a hacerlo, incluso cuando el rubio no supo revelar su motivo para estar entrenando allí a su lado, simplemente supuso que tenía una razón similar a la propia y lo trató bien en base a esa idea; pensaba que sus ideales eran los mismos y tardaría mucho tiempo en darse cuenta de que estaba equivocado.
Camus fue un remplazo excelente para el padre de Isaac, pero desconocían que no ocurría lo mismo con la figura materna de Hyoga. Las infancias de los alumnos habían sido muy distintas desde el inicio, la falta de contacto humano y reclusión de Isaac en contraposición a la constante atención que Hyoga recibía por parte de los pretendientes y fanáticos de su madre —una reconocida bailarina de ballet—, los formaron con estigmas diferentes a través de los cuales juzgar a las personas a su alrededor.
Quizás Camus ya lo sabía; cuando alguien está rodeado por frialdad suele volverse cálido o buscar calidez para sobrevivir por puro instinto; en el caso opuesto, alguien rodeado por un calor abrazador busca alejarse de la fuente o intenta cubrirse de las llamas de cualquier manera posible. Quizás Camus sabía lo que iba a ocurrir, o al menos podía imaginárselo, porque jamás trató a Isaac de la misma forma que trató a Hyoga.
Con Isaac siempre fue mucho más amable. A Hyoga rara vez le prestaba más atención de la mínima requerida.
Los tres lo sabían, pero ninguno hablaba sobre ello.
Camus de Acuario, el onceavo caballero de oro al servicio de la diosa Atenea; solía compartir hechos con uno de sus alumnos que buscaba mantener en secreto del otro. Isaac era consciente de la mala situación en el Santuario; no al cien por ciento, pero sabía que era lo suficientemente grave como para hacer que su maestro dejase de sonreír definitivamente y solo llamase «hogar» a aquella destartalada cabaña en medio de la nieve en vez del glorioso templo que lo aguardaba en Grecia. Claro, a veces elevaba las comisuras de sus labios en un acto pobre de interpretación, pero Isaac lo conocía y lo había visto sonreír —una expresión natural de alegría común a los humanos— varias veces en el pasado.
Su maestro le confesaba esa clase de pequeños secretos y pedía que los mantuviese así, solo entre ellos dos. Isaac lo tomó como una señal de confianza hacia su persona.
De cualquier modo, Isaac los amaba a ambos, a Camus y Hyoga por igual. Ellos se habían convertido en su familia con el pasar de los años y llegó al punto en que fue incapaz de imaginar una vida sin alguno de los dos presente. Decidió entonces que su destino sería servir a la diosa Atenea, se convertiría en un santo capaz de ayudar a las personas y volvería a recorrer el mundo junto a ellos con esa misión en mente.
Al igual que Camus le pedía que guardase ciertos secretos, Isaac se lo pedía a Hyoga. Claro que amaba a Atenea, al menos su idea de ella y más por extensión de su maestro que otra cosa; pero Isaac nunca consiguió olvidar a los grandes reyes, guerreros y monstruos sobre los cuales su padre le contaba cuentos de pequeño; cuentos que a veces compartía con su compañero. En verdad apreciaba a aquél chico rubio como a un hermano. Continuó haciéndolo incluso luego de discutir por primera vez; la primera y última discusión que tuvieron como compañeros. Porque Hyoga continuaba pensando en su madre —muerta y aprisionada en el fondo del mar—, como su única familia; su única luz.
Isaac pensó muchas cosas en el momento del accidente que vino a continuación de esa pelea inútil. Se sintió hecho a un lado de la peor manera posible, pero aún así decidió correr para entrar al agua cuando Hyoga no salió a flote. Incluso si todavía no era un santo, Camus se decepcionaría de saber que no consiguió proteger a alguien que le importaba. Cuando encontró a su compañero en las profundidades del mar, más que el peligro de las aguas furiosas o la potencia de la corriente, lo impactó la visión de la determinación de Hyoga aferrado, aun inconsciente, al barco en que su madre se había hundido.
Recordó a la armadura de Acuario revistiendo el cuerpo de su maestro, protegiéndolo de manera incondicional de cualquier mal. Se recordó a sí mismo ignorando la realidad y esperando a que su propio padre muerto abriera los ojos al final de un invierno que, en el fondo sabía, nunca acabaría. Recordó que su maestro alguna vez le dijo que el amor era algo que todos los caballeros debían proteger, así como tener presente.
Fue con el corazón pesado y la mente limpia que Isaac decidió dar su vida a cambio de la de Hyoga, el próximo caballero de la constelación del Cisne. Alejó al rubio de la corriente con todas sus fuerzas y aceptó que su propio destino no podía ser decidido por él mismo al sentir la fuerza del corriente arrastrarlo en dirección contraria a la salida.
Aquél día Isaac le dijo adiós sin rencores a la Tierra que alguna vez deseó proteger.
No consideró entonces el chico, la visión de un dios que se extendía por los siete océanos y admiraba profundamente a los héroes que iban en paulatina disminución desde la Edad de Oro. Un dios que se apresuró en convencer a las moiras de que un final como aquél era demasiado aburrido para un ejemplar protagonista de tragedias épicas.
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«Aquellos marineros afortunados que conseguían escapar de él, gracias a caer al agua durante su ataque, no siempre lograban regresar a tierra firme.
Mas los perseverantes y fuertes eran capaces de contar la milagrosa historia con orgullo una vez de regreso en su hogar.»
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N/A: Pensé iniciar ésta historia el 17/02 porque es el cumpleaños de su protagonista (y el mío también). No soy capaz de prometer la trama o narración más alucinantes del universo, pero, espero que a quien llegue a interesarle no se decepcione con la manera en que avanzará o el tiempo que me tomará. Dejo claro desde ya que mi plan actual es darle un final remotamente feliz, siendo que es un regalo de cumpleaños, más o menos.
*Lawtan es el análogo judío del Leviatán hebreo.
«éstos separadores» contienen información extraída de distintas páginas web, para quienes tengan curiosidad:
-La leyenda del Kraken, en Duarry Difusión
-La leyenda del Kraken, en El Kronoscopio
