Capítulo 2. El de la espada invencible
—
«Se cuenta que a la muerte por decapitación de Medusa, nacieron de la misma dos criaturas. Una era el caballo alado Pegaso y la segunda un joven que nació todo armado —al igual que Atenea cuando nació por la cabeza de su padre Zeus—.»
—
¿Qué es lo que significa «paz» exactamente?
La empírica oposición de la «guerra». Un abstracto objetivo que ha dado, da y dará, origen a infinidad de corrientes filosóficas. Un sinónimo, así de «quietud» como de «muerte». Un estado, o sentimiento, difícil de alcanzar. Nada de ésto suena positivo a pesar de que la propia palabra «paz» tiene una enorme carga emocional de positividad; ¿significa entonces que no es nada de éso?, ¿significa que es más?, ¿por qué lo sería? Si la paz solo puede considerarse como tal, en toda su extensión, cuando en algún punto pasado existieron la guerra o el caos, pues por éstos es que ella existe.
La paz, es aquello que se halla al final del dolor.
Eso suena... mejor.
Aquél chico no conocía los sentimientos ajenos ni le interesaba hacerlo, tampoco se veía en la posición de despreciar ni estimar a nadie por sus acciones o pensamientos. Lo único que deseaba era alcanzar la paz.
Este joven despertaba cada mañana encerrado entre las cuatro paredes, el techo y el piso de su habitación. A veces era confortable, pues había conseguido dormir algunas horas y el aroma a incienso no era demasiado fuerte; y alcanzaba el estatus de «bueno», cuando la mujer que cuidaba de él dormía de más y él debía ser quien la despertase a ella; otras veces no conseguía pegar ojo en toda la noche, pues debía tratar sus heridas y tener cuidado de que la mujer con el oído pegado al otro lado de la puerta no lo oyese quejarse durante el proceso, las marcas de quemaduras tardaban bastante en marcharse, por mas que fuesen hechas por finas varillas de incienso.
El muchacho era una persona que destacaba, no por su tono de piel, el iris de sus ojos o el acento en su hablar; sino por el albo color de su cabello. Muchos lo llamaron una bendición pero otros, como sus propios progenitores, lo tacharon de nefasto y se alejaron de él.
Él mismo concordaba más con el segundo grupo, considerando que el color de su cabello seguramente era señal de una maldición.
El muchacho solía mantener la cabeza gacha para evitar cruzar miradas con los demás, aunque claro, cuando debía trabajar simplemente cerraba los ojos mientras mantenía su frente en alto. Sin él, el templo que lo acogió tras ser abandonado habría decaído hacía tiempo. Las personas que iban a meditar o las que iban a rezar, igualmente no lo miraban con malos ojos; ellas también, lo consideraban una bendición.
La mujer que lo acogió insistía en que, sin importar la carga negativa o positiva de su «condición», debían sacar provecho de un atributo tan único y el chico lo aceptaba pues, cuando cuidaba de su cabello, la mujer lo trababa con un cuidado y cariño que rara vez dejaba entrever. Era una mujer mayor, atractiva y soltera, los más ancianos del pueblo le dijeron una vez que la pérdida de su marido, el anterior gurú, debió destruirla por dentro y arrebatarle toda la paz del alma. El muchacho no entendía porqué entonces ella cuidaba tan celosamente de un templo que, puertas adentro, rara vez la veía feliz.
El muchacho desconocía la manera en que la mujer lo consideraba; a veces parecía adorarlo y otras tantas parecía odiarlo. Era un completo incordio ofuscarse con ella.
Para alcanzar la paz, los ancianos le dieron un consejo al chico: entrenar tanto la mente como el cuerpo. A la mujer no le gustaba que hiciese nada que potencialmente pudiera dañar su apariencia, pero de cualquier modo, acabadas las sesiones de meditación que presidía en el templo envuelto en ropas caras y con su largo cabello suelto abrazando el suelo con las puntas, el joven aprovechaba sus pocas horas libres para entrenar.
Alguien algún día le obsequió —u ofrendó— una lanza con cuchilla de oro. A los adultos del templo no les gustó el presente, por lo que enviaron a alguien para deshacerse de él, pero el muchacho siguió a esa persona y en secreto la obtuvo de regreso.
Alejado de su pueblo, en una parte de la meseta por donde bajaba un río, el chico se amarraba el pelo para que no estorbase durante su entrenamiento físico. Si algo sabía de herramientas para la guerra, era el famoso dicho del herrero del pueblo que heredó el conocimiento de generaciones ancestrales: cuida de tu arma y tu arma cuidará de ti.
Para mantener a salvo su tesoro, cuando terminaba de entrenar, el muchacho guardaba la lanza en una gran caja de metal y la escondía al pie de algún grupo de árboles, aunque no tan oculta como para olvidar dónde la dejaba. Nadie visitaba ése sitio de cualquier modo, sino, no lo hubiese escogido para empezar.
Entretanto, el muchacho mantenía la compostura como cada día en el templo, para no levantar sospechas.
Luego de despertar, la mujer lo llevaba de la mano a otra habitación y junto a otras personas se encargaban de preparar al muchacho. Telas de seda del color del oro, el hueso y la sangre lo arropaban mientras las jóvenes pintaban cuidadosamente su rostro, buscando imitar el porte de un dios que siempre se encontraba a espaldas del muchacho —y al cual rara vez él se dignaba a encarar—. Al cabo de media hora, la mujer volvía a tomar su mano y lo llevaba hacia el salón principal como si sospechara que él fuese a escapar o todavía no se conociera el camino de memoria.
El primer rezo del día se daba a las ocho. Hubo un tiempo, cuando el chico aún era muy pequeño para hablar correctamente, en que la mujer lo acompañaba con las oraciones, pero, cuando él aprendió a recitarlas correctamente ella comenzó a dejarlo actuar solo frente a los fieles.
Los fieles y los turistas curiosos. La mayoría de los extranjeros resaltaban porque su tono de piel era mucho más claro que el de los lugareños o, aquellos que eran similares, porque no sabían hablar y vestían extraño. Muchos de ellos tomaban fotografías del muchacho y se las mostraban encantados cuando el rezo terminaba, el chico sonreía al ver las imágenes en las cámaras y teléfonos porque no reconocía a la persona en ellas; lo único que lograba distinguir era la inmaculada estatua de la deidad y a un espléndido extraño que desbordaba paz sentado frente a ella.
Sí, en el fondo el muchacho sabía que se trataba de él mismo, mas no reconocía su propia capacidad para lucir tan tranquilo.
Una mañana, luego de que una pareja de ancianos bañara al muchacho en halagos con la ayuda de un traductor local, otro turista se acercó en silencio mientras el chico suspiraba con la mirada baja. Los ojos celestes del muchacho se encontraron con los verdes irises del turista.
—Pareces agotado y acabas de estar una hora entera descansando justo aquí, ¿acaso es pánico escénico?, ¿o solo tienes sed por culpa de haber hablado tanto? —el muchacho frunció el entrecejo ante el pesado acento del sonriente sujeto.
El muchacho abrió la boca un par de veces inseguro sobre cómo responder, pues jamás un extraño le había hablado de aquél modo antes… Tan irrespetuosamente. El muchacho sabía que debía molestarse, pero, algo se lo impidió y finalmente se decidió por contestar como haría en cualquier otra situación.
—Ha de ser la sed, pues es muy temprano aún para ya estar agotado, viajero —el muchacho sonrió del mismo modo en que siempre hacía esperando convencer al turista, pues no tenía permitido moverse de su sitio hasta que el salón estuviese vacío excepto por la joven en la entrada y él mismo; si se retiraba antes de tiempo, nadie le diría nada ni le impedirían el paso, mas ésa noche no cenaría.
El extranjero de largo cabello azul ladeó su cabeza sin dejar de lado su sonrisa.
—Tienes razón, ¿bendecirás el día de éste desgraciado entrometido, Krishna?
El muchacho cerró los ojos, llevó una mano sobre su pecho y luego de murmurar algo para sí mismo, la extendió hacia la frente del turista, todavía con sus párpados sellados.
—Om gitamrta-mahodadhaie namah —el muchacho recitó su línea preferida de los rezos para aquél sujeto, sorprendiéndose a sí mismo por su elección.
Cuando abrió los ojos, Krishna se encontró solo en el salón con su mano extendida ante la nada misma y, para cuando se dio cuenta, la joven en la entrada ya estaba cerrando los grandes portones detrás suyo. Supuso que se encontraba realmente agotado y decidió marchar a que lo cambiasen pronto en sus ropas de descanso para intentar tomar una siesta antes del rezo de mediodía.
No era la primera vez que un turista «extraño» se presentaba en el templo, pero, sí resultó ser la primera vez en que Krishna no podía dejar de recordar su encuentro. En un principio no entendía qué lo molestaba tanto al respecto; la manera en que se dirigió a él, la manera en que se marchó con la ligereza y velocidad del viento, o que lo hubiese llamado Krishna.
Ciertamente, le cedieron el nombre del dios de las estatuas, pero, nadie ajeno al templo lo llamaba de aquél modo. La mayoría del tiempo ni siquiera en el templo lo llamaban así, sino «gurú». ¿Pudo ser casualidad?, ¿tratarse de una broma, quizás?
Krishna pensaba en ello incluso mientras el peso de su lanza secreta daba vueltas a su alrededor. De hecho, el peso no era para tanto, girarla entre sus dedos y hacer maniobras con ella resultaba incluso divertido para el muchacho, casi como un juego. Mas cuando decidía mantenerse firme utilizando el arma como una extensión de sus brazos, entonces fallaba; cuando se disponía a enfrentarse al tronco de algún árbol, no se atrevía a atravesar la corteza con el oro; cuando pensaba en que verdaderamente podría dañar a alguien con aquella arma, entonces el muchacho sí sentía su peso y perdía todo equilibrio.
Krishna casi logró olvidar al extraño viajero cuando, una tarde, oyó el movimiento de una persona —pues era demasiado pesado y cauteloso para ser un animal— detrás suyo mientras sostenía el arma frente a su rostro. En un movimiento veloz, dio media vuelta y apuntó su lanza al frente con la idea de amenazar a su vigía si es que se trataba de otro sirviente del templo, pues no pensaba abandonar su tesoro por segunda vez.
Pero en lugar de éso, se encontró de frente con aquél turista de ojos verdes nuevamente, de frente con aquella sonrisa que ocultaba mil secretos incluso cuando la lanza de oro estaba a punto de presionar su abdomen. El sujeto alzó ambas manos y Krishna se mantuvo inmóvil, al punto de aguantar su respiración, sin imaginar cómo debía proceder.
—Me alegra —comenzó a hablar el extranjero—… Ver que tienes reflejos y no solo la usas para jugar. Es una buena arma, Krishna.
El muchacho se tragó su propio temor, dio un paso atrás y retrajo el arma para colocarla de pie a su lado.
—Agradezco las palabras, pero, este lugar no forma parte de ninguna ruta turística, viajero. Si te has perdido, puedo regresarte a la ciudad.
El ofrecimiento pareció divertir al turista, quien finalmente bajó las manos y entrecerró sus ojos.
—Qué amable. De hecho, no será necesario, recuerdo el camino de vuelta —el sujeto se adelantó y señaló al río que corría a pocos metros de ellos el cual, efectivamente, llegaba hasta los lindes de la ciudad—. Desde el instante en que te miré a los ojos supe que guardabas algún secreto, ¿sabes? —admitió como si aquello no sonara en absoluto preocupante—. Y, como dije antes, soy un entrometido. No sé contener mi curiosidad.
—Ah —fue todo lo que salió de la boca del muchacho.
¿Cómo se suponía que el gurú podía responder ante tal irreverente confesión?
Una fuerte ráfaga de viento consiguió que el lazo que amarraba el cabello blanco en una coleta se deshiciera y la cinta saliera volando. Krishna no se preocupó mucho por ello y alzó su vista al cielo para notar la aproximación de ciertas nubes de tormenta, algo que resultaba ciertamente inusual en plena temporada seca.
—Tienes un cabello precioso.
Al regresar su vista al frente, Krishna notó que el extranjero sostenía, con su mano extendida entre ambos, la cinta que el viento se había robado. Aunque el muchacho estaba seguro de que el sujeto no se había movido de su sitio.
—¿Cómo te llamas? —inquirió el gurú, enderezando su postura.
—Kanon —fue la escueta, aunque alegre, respuesta del viajero.
El imitador del dios de las estatuas asintió y aceptó de regreso la cinta negra.
Así, un día, la atesorada espada escondida desapareció.
Krishna estuvo seguro de que no podía haber sido sino el viajero griego quien se la llevase, mas no había vuelto a cruzarse con él desde hacía un tiempo. Durante una temporada, Kanon le hizo compañía cada tarde sin dejar de narrar historias sobre un mundo exterior que el muchacho ceilandés no tenía interés en conocer, mas gustaba de oír la voz soñadora de aquél sujeto cuando cerraba los ojos y parecía transportarse a otras tierras sin moverse de su asiento de hierba al pie de algún cedro.
Aquella temporada seca se llevó al hombre consigo cuando las lluvias comenzaron, mucho antes de que la caja de metal en la meseta se encontrara vacía.
Krishna gritó maldiciones en soledad hasta quedarse afónico por su idiotez al confiar en un perfecto desconocido. Se negó a salir de su habitación en el templo y, al final, lo hizo solo cuando la mujer consiguió ayuda para echar abajo la puerta y sacarlo a rastras sin que él opusiese resistencia tras haber pasado dos semanas sin comer.
Lo alimentaron, lo limpiaron, lo vistieron y e intentaron consolarlo con rezos y plegarias; mas Krishna no dijo una palabra. La mujer, para sorpresa de todos, no volvió a encender varillas de incienso sobre su piel, pero, le advirtió que si quería seguir durmiendo bajo su techo, debía trabajar como todos los demás.
Entonces volvieron a cuando Krishna era un niño, con él posando frente a la estatua mientras la mujer presidía los rezos a su lado; pues aún se negaba a hablar. El muchacho descubrió con espanto el gran alivio que sentía al poder dormir sin miedo y al saberse acompañado estando frente a un público siempre cambiante, pues no sabía cuánto necesitaba de cosas como esas.
Debió transcurrir casi medio año hasta la siguiente temporada seca, momento para el cual Krishna consiguió perdonarse a sí mismo gracias a la calmante voz de su madre adoptiva cantando en honor a Vishnu. Volvió a presidir los rezos y ayudar así al gran templo por el cual todos sus hermanos asistentes se desvivían día y noche; mas jamás aclaró que su episodio de mutismo no se debió al maltrato de la mujer sino a un error propio que algunos considerarían incluso merecedor del Naraka por haber desobedecido a la voluntad de quienes cuidaban de él.
Se sentía tan en paz con su vida que, cuando se cruzó de nuevo con el viajero griego en el mercado, no se molestó con él. Se miraron cara a cara en la distancia y Kanon sonrió como si no hubiese transcurrido un solo día desde la última vez que se vieran. Krishna se acercó a él sin corresponder el gesto y la alegría del griego disminuyó.
—No pareces feliz de verme, muchacho. Creía que te gustaban mis historias —habló al aire el hombre mientras revisaba las rambután de un puesto en la calle. Krishna se acercó a su oído para responder en un susurro.
—A uno de mis hermanos le cortaron los dedos de la mano derecha por robar, a otra, le amputaron la pierna izquierda.
Aunque al principio Kanon aún sonreía, al mirar a Krishna comprendió que no era aquello una anécdota reciente que causara el mal humor del ceilandés; sino una advertencia sutil que le estaba siendo dirigida. El griego entrecerró los ojos y poco tardó en comprender, con cierta sorpresa, porqué el muchacho estaría molesto.
—Me sorprendí al regresar aquí. ¿Sabes por qué, Krishna?
Aunque el muchacho pensó varias respuestas ofensivas, al sostener la verde mirada tranquila del griego, respiró hondo y decidió continuar con la charla, pues estaba seguro de que a esas alturas jamás volvería a tener su lanza entre manos. Era algo que ya había aceptado.
—No.
—Me sorprendí, porque —Kanon finalmente dejó las manzanas en paz para comenzara ahora a estudiar los mangostinos—, no ha cambiado una sola cosa desde la última vez que vine. Tuve la impresión de que todo continuaba en su lugar, excepto las personas, por supuesto. O, al menos, eso creí.
—Pues se equivoca, viajero. Nada en este mundo es permanente —resolvió Krishna en tono cortante, dando media vuelta para regresar al templo ya que su descanso acabaría pronto. Que el griego admitiera el hurto o no, no podía tener menos relevancia para el imitador de dioses en aquél momento.
El muchacho había pasado medio año rogando en silencio, de cara a la estatua, el perdón por haber desafiado a su madre adoptiva y por haberle faltado el respeto a él. Pues Krishna adoraba a Iashodá y siempre, a fin de cuentas, respetó su voluntad.
A una semana de transcurrido el desafortunado reencuentro y que las puertas del templo se cerraran tras el último visitante, Krishna sintió una fuerte opresión en el pecho cuando estuvo a punto de levantarse para retirarse a su habitación; una opresión que le cortó el aire y casi le impidió oír los gritos alarmados de la mujer guardiana de las puertas antes de que éstas se reabrieran estruendosamente. Al ingreso de la luz naranja del atardecer sobre el corredor, lo siguió el cuerpo del joven herrero del pueblo quien trastabilló al ser empujado por el turista griego, Kanon.
Mas lo único a lo que Krishna fue capaz de prestar atención en aquél momento, era la hermosa lanza de oro que sostenían inseguras las sucias manos del herrero con quien el muchacho se llevaba tan bien desde que comenzara a entrenar en secreto.
—Como dije , Krishna—habló el griego en tono fuerte y alto—, todo lo que estuvo aquí, continúa aquí.
«Excepto las personas» recitó Krishna en su cabeza, recobrando la compostura a pesar de que su cuerpo —y en particular, sus manos— pesaba como nunca antes. Pudo el muchacho ver el dolor y la vergüenza en el rostro de su amigo el herrero cuando éste se acercó entre disculpas atropelladas para arrodillarse y ofrendar el arma justo como algún día lo hiciera un turista hindú.
Al oír los pasos de los demás asistentes aproximarse por la alarma de la guardiana de las puertas, Krishna ni siquiera gastó tiempo en molestarse con aquél quien llegó a considerar su amigo por ocultar su tesoro más preciado bajo su propia nariz. No pensó en el extraño amor que su madre adoptiva le comenzó a ofrecer, en las promesas a sus hermanos fieles o a sus dioses, ni en el futuro del templo. Pensó en el insoportable dolor que sintió al perder la lanza de oro y en la paz que entonces lo inundó al volver a tenerla entre sus manos.
Siguió a Kanon cuando éste lo invitó y corrió a través de la ciudad y el bosque sin mirar atrás, a una velocidad que desconocía poseer. Lo siguió, incluso cuando el griego se arrojó al mar, a pesar de que nunca aprendió a nadar; pues la ridícula tragedia de morir ahogado con su lanza le pareció menos atroz que el volver a separarse de ella.
El instante en que los pies de Krishna entraron en contacto con el mar, el muchacho había aceptado que su «paz» no se hallaba en la fe, en el templo o siquiera en la tierra. Su paz, decidió, la encontraría en el agua que rodeaba su isla, alejado de todo el injusto dolor descorazonado que las personas y los dioses le confirieran desde su nacimiento.
—
«He sido castigado por nada.
No tengo rencor contra Perseo por haber matado a mi madre, ya que 'madre' para mí no significa lo que para todos.
Medusa sólo era nuestra prisión.»
—
Kanon observó desde una distancia prudencial cada movimiento de Krishna y la aguja sobre la piel de Isaac con la sospecha de que debía doler como condena en el Tártaro a pesar de que el chico nórdico pareciera contento y tranquilo bajo las atenciones del ceilandés. Su calidad de sutura era muy superior a la propia y sabía que el hombre de cabello blanco le daría un sermón, apenas se encontraran solos, por no haberlo convocado antes. La cirugía de extirpación tardó menos de diez minutos y Krishna solo dedicó uno más a tomar medidas para el reemplazo de vidrio antes de comenzar a coser.
—Ya está —anunció el general escogido por Crisaor cuando cubrió las suturas con una gasa y luego con el parche al cual Isaac se había acostumbrado—. Eres muy tranquilo Isaac, sería bueno que todos los pacientes se portaran tan bien como tú.
—Gracias —Kanon sonrió, seguro de que el muchacho estaba contento por haber dejado una buena impresión en su nuevo compañero aunque se mantuviera impasible; los chicos como él siempre eran así—… ¿Es verdad que no sabes nadar?
El general de Dragón Marino apenas logró ahogar una carcajada y apartar el rostro a tiempo para no cruzarse con la mirada inquisidora de Krishna. El joven ceilandés exhaló con pesadumbre antes de explicarse pues, claro, él también era de los que gustaban de dejar buenas impresiones; como cabía esperar de cualquier gurú. Y, si bien aquella profesión había sido apartada del camino del muchacho, Kanon todavía podía recordar la manera en que los creyentes y turistas hablaban maravillas sobre la presencia de un chico con cabello color de plata quien bien podía decir ser un nuevo avatar de Vishnu y nadie le llevaría la contraria; la primera vez que Kanon lo vio, se quedó impactado por distinguir el potencial que el chico poseía, y, porque fue capaz de reconocer a su compañero aun sin estar seguro de que éste fuera el portador de la lanza de Crisaor —esa que un día decidió arrojar al océano porque (aún como en antaño) no consideraba las armas como herramientas válidas para la lucha—.
—Bueno, ocurre que jamás tuve necesidad de aprender.
Isaac ladeó su cabeza y pareció ofuscarse ante tal respuesta.
—Entonces, ¿solo te hundes para llegar hasta aquí?, ¿tan rápido que no alcanzas a ahogarte? —Kanon tosió con fuerza, mas Krishna lo ignoró en esa ocasión.
—¿Qué, no te lo ha explicado el general de Dragón? Nuestras escamas no dejarán que nos ahoguemos, sin importar qué —entonces sí, el ceilandés logró justar su vista con la del griego—… No dejarán que nos ahoguemos, con agua, al menos.
Y allí estaban, la gélida mirada que atravesaba lo más profundo del alma de su contrincante y la voz más sutilmente amenazante que Kanon conocía; un par de pequeños rasgos que, aunque a veces involuntarios, daban el porte de un bravo guerrero a un muchacho que jamás se vio en la necesidad de arrebatar una vida. Más allá de las sutilezas, el chico había crecido tanto que ya era igual de alto que el griego y su físico solo ayudaba a que se viera incluso más grande. El general de Dragón Marino se alegraba de tener tal ejemplo de compañero así que, en lugar de verse intimidado, no pudo sino sonreír.
—Fue por éso que tus pulmones no estaban llenos de agua cuando caíste aquí, el Kraken te trajo cuando tú te hundiste —aclaró el griego al más joven general, quien bajó la mirada al asentir.
Krishna regresó su atención a Isaac y Kanon observó desde su banquillo de piedra cómo el ceilandés escoltó a su paciente a una de las camas de losa para que descansara mientras el efecto de la anestesia local se disipaba. El griego abandonó primero la habitación y, poco después, Krishna lo siguió; saliendo al patio interior suroeste.
La fuente de aquél patio caía como una cascada en espiral, el constante sonido del agua al correr y caer una y otra vez en la pileta era de los más potentes recuerdos que podían oírse en el santuario abandonado.
—Juro que le hablé mil maravillas sobre ti, pero, supongo que era un detalle que no podía pasar por alto —se excusó el mayor, abandonando su dialecto nativo y sentándose al borde de la pileta. Al no obtener respuesta del ceilandés, quien parecía absorto en sus propias ideas, inquirió—. ¿Qué opinas de él?
Krishna arqueó una ceja como si su respuesta fuese obvia, aunque se mantuvo de pie, con los brazos cruzados y la mirada perdida un buen rato antes de contestar.
—Lo que yo opine no importa realmente —Kanon frunció el ceño al oír aquello porque logró entrever un tono de ironía en su hablar—. Si es decisión de Poseidón que éste muchacho nos acompañe a cumplir su voluntad, entonces, lo respetaré —aclaró el ceilandés con una sonrisa ligera que se esfumó tan pronto como llegó—. Por otro lado, debiste llamarme antes.
—Lo sé, lo sé —el general de Dragón rascó su nuca y bostezó—. Ocurre que primero quise ver si estaba dispuesto a sobrevivir y, después, si estaba dispuesto a cumplir con su deber.
—¿Y si no? —Krishna se plantó frente a él y lo observó desde arriba—. Lo hubieras dejado morir o lo hubieras matado, para que las escamas pudiesen elegir otro portador. Otra vez.
Kanon chasqueó la lengua.
—A ti tampoco te agradaba el pedante ése —recriminó.
—Tal vez no, mas no me concedí a mí mismo el derecho de ir contra la voluntad de nuestro señor, y, éste sí me agrada —el varón de cabello albo, mismo que decidió cortar en estilo mohicano, se apartó para lavar sus manos en la fuente—. De cualquier forma, tus suturas y ungüentos han mejorado. Cicatrizó bien, apenas si noté hinchazón, no deformaste o estresaste la piel de alrededor ni dejaste marcas peores con tus incisiones de las que hubiera originalmente. Debo felicitarte, aunque temo pensar en los pobres muchachos con los que practicaste.
—¿Pudiste ver todo éso? —el general mayor estaba tan seguro de que el ceilandés iba a molestarse por el tamaño de la cicatriz que ni siquiera reparó en su propia mejoría.
—Sí. De igual forma pude ver que debiste haberme llamado antes —reiteró.
Kanon bostezó, estirando ambos brazos al océano. Por supuesto, no iba a disculparse y Krishna tampoco debía esperar que lo hiciera.
Desde que el ceilandés fue capaz de aceptar la existencia de un reino bajo el mar que nada tenía que ver con su cosmovisión, se prestó a seguir las órdenes de Kanon sin que éste debiera pedirlo. Aceptó el nombre del portador real de su lanza como propio y se dispuso a continuar la leyenda de Crisaor, tan corta como ésta era. Tan fiel se volvió Krishna a las historias, que antes de aprender a luchar, aprendió a ser tan intimidante como el hijo de Poseidón debió serlo alguna vez, pues no sobrevivieron épicas sobre sus batallas al paso de las eras. Acabó con todos sus enemigos. Nadie se atrevió a enfrentarlo. El hombre de la «espada invencible» jamás, por uno u otro motivo, sufrió una derrota.
Incluso, la única vez que se enfrentó a Kanon en contienda, Krishna ganó.
Tal vez el griego había escogido no utilizar su cosmos en aquella ocasión, pero, en condiciones de igualdad, el muchacho lo había superado con creces.
—Hay comida de sobra en el almacén —informó Kanon, poniéndose de pie—. Para que veas que no he tramado nada, tienes al chico a tu cargo por un par de días. Si debes marcharte antes de que yo vuelva, puede quedarse solo.
—No quieres que salga de aquí —fue lo que el ceilandés entendió.
—Adoro que me comprendas tan rápido… Verás, él adoraba a cierta diosa que nuestro señor repudia.
Krishna volvió a dedicarle esa mirada capaz atravesar su alma y volvió a hundirse en sus propios pensamientos, mismos que Kanon creyó adivinar. Hasta que el ceilandés acomodó el hábito sobre su hombro e inclinó la cabeza.
—Marcha tranquilo —indicó el general de Crisaor, asegurando a Kanon una vez más que su voluntad (o la de Poseidón) sería cumplida.
Los jóvenes se recostaron bajo el océano nocturno iluminado por las electrizantes aguas-vivas, rodeados por los brillantes corales que decoraban el pilar del océano atlántico, mismo que permanecía sin dueño.
Cada uno contempló sus propios secretos en la inmensidad del mar, categorizando cuáles de ellos podían ser dichos y cuáles debían permanecer ocultos en sus mentes y corazones.
Krishna conocía muy bien la oscuridad en el corazón del general de Dragón Marino, mas no estaba dispuesto a considerarla maligna, después de todo, la asertividad y perseverancia de aquél hombre fueron las que lo liberaron de las cadenas de plata y oro en que se halló preso desde su concepción. No le debía tanto a Poseidón como a Kanon. Mas debía, de algún modo, cultivar el amor teológico de aquél muchacho por su señor de los mares, sino por el general griego de ideales dudosos.
El general de Kraken pareció aclarar sus pensamientos antes que el general de Crisaor, pues giró sobre su costado para encarar al mayor.
—Kanon no me cree, pero, juro que hay alguien más viviendo en éste sitio, Krishna.
Y aunque la revelación resultaba ridícula, pues él mismo había pasado temporadas en completa soledad en aquél reino subacuático, el ceilandés no fue capaz de hallar rastro alguno de falsedad en su compañero; por el contrario, su preocupación lucía sincera.
—El mar está lleno de vida que desconocemos —intentó conciliar, mas el chico del norte negó con la cabeza.
—No hablo de criaturas inconscientes como bestias o peces. Escucha, a veces, si presto mucha atención, puedo oír su canto. Además, éstos mismos corales se iluminan y danzan al son cuando éso ocurre —el chico suspiró—. Pero, no ha faltado comida del almacén ni han desaparecido prendas de los vestuarios. Y, cada vez que logro verlo, no logro alcanzarlo.
Aquello sí interesó a Krishna, pues no notó alarma alguna en la voz de Isaac.
—No te preocupa la presencia de ésa persona. Te preocupas por ésa persona —comprendió el mayor—… Debe ser por ello que Kanon no te cree.
—¿Qué?
—El Dragón Marino no se preocupa por nadie, excepto los enemigos y los fantasmas de su pasado. Supongo que por eso no considera verdadera tu inquietud —Isaac se mostró incómodo ante tal revelación, pero, asintió despacio al asimilarla—. ¿Hace cuánto que reconoces ésta presencia?
—Hace… Poco después de llegar, creo que ha estado aquí desde antes que yo. Sabe bien cómo escapar y dónde esconderse.
Krishna sonrió ante la ofuscación del muchacho, pues comprendió las buenas intenciones que tenía para con algo que podía representar un peligro a los ojos de otros. Otros, como él mismo. Mas si Kanon no hizo mención de la irregularidad, debía ser porque no había peligros por los cuales debiera mantenerse alerta; eran tales la clase de detalles que el griego jamás dejaba sin cuidado.
—Entonces dudo que requiera de nuestra ayuda para sobrevivir —Isaac arrugó la nariz.
—Aún así —insistió el chico—, si somos los guardianes de éste santuario, eso significa que debemos resguardar a sus habitantes también, ¿no es cierto?
Krishna se sorprendió al oír tal lógica, mas la misma lo ayudó a asegurar sus sospechas de que la diosa que Kanon había mencionado no era otra que Atenea; la deidad que ocupó la ciudad de Atenas por el favoritismo de las mujeres y luego condenó a las mismas a no tener derechos a cambio de que los hombres pescadores dejaran de padecer suplicios en el mar. Mismo mar que, de haber ganado el título de Poseidonia, habría convertido a la ciudad en una utopía en lugar de la mundana metrópolis que resultó ser.
El ceilandés sonrió al contestar.
—Cuando éste reino vuelva a tener vida que lo habite, por supuesto, algunos de nosotros tendremos que impartir la justicia. Pero, ser los guardianes de éste santuario, significa que debemos poner los deseos de nuestro señor por encima de todo lo demás.
Entonces Isaac volvió a recostarse y observar el océano.
—¿Cómo sabemos lo que desea el señor Poseidón, si él no está aquí con nosotros?
Krishna alzó una mano y abarcó el mar sobre sus cabezas.
—Poseidón siempre está aquí con nosotros, pues el agua y él son una misma cosa —tal verdad lo contentaba, pues se sabía resguardado por un dios que estaba incluso en su sangre en lugar de una deidad que lo juzgaba desde su espalda—. Y, sobre lo que él piensa —suspiró con desgano al contemplar su propia respuesta—, el Dragón y la Sirena son nuestros profetas. De momento.
—Sorrento —Isaac lo miró con ilusión al pronunciar el nombre y el humor de Krishna mejoró ante la idea de que persuadir a ese niño sería, valga la redundancia, como persuadir a un niño.
—¿Kanon te habló sobre él?
—No dijo mucho, excepto que él y el guardián de Limnades se encuentran muy ocupados en la superficie y —Isaac rió con torpeza antes de proseguir—… Que están cuidando al recipiente de nuestro dios… ¿Lo has conocido?
—El recipiente es un descendiente del señor Poseidón, si has visto las esculturas en el laberinto del templo principal, debes haber visto a un joven varón en algunos sitios —Isaac asintió—. En apariencia, el chico es una réplica de ésas viejas estatuas. Mas desconozco su actitud, pues solo Limnades y Sirena tienen permiso para interactuar con él.
—¿No lo tiene Kanon también?
Krishna rió abiertamente.
—Justo él, es el único que lo tiene estrictamente prohibido.
Pues aunque el general del Dragón Marino era el único que podía oír la voluntad de los mares y nadie podía negarlo, siendo el primero en caer y quien se encargó de recibir a todos los demás; lo cierto es que Limnades y Sirena no cuidaban al recipiente de las maldades del mundo humano, sino, de los sombríos pensamientos e ilusiones de Kanon. Aunque se notaba en el rostro del chico nórdico la duda que su respuesta generó, éste sonrió y volvió a ver el mar en silencio. Krishna imaginó que Kanon le habría contado cosas —tanto verdades como mentiras— que lo ayudaran a idear sus propias conclusiones; conclusiones que no tenían motivo para concordar con las de Krishna y que bien podrían generar un mayor vínculo de confianza entre los generales, o, segmentarlos más de lo que ya estaban.
Paz o conflicto, Krishna se hallaba preparado y dispuesto para encarar cualquier desenlace con la frente en alto y el alma tranquila.
Mas al observar las brillantes medusas canibalizar a sus pares para no morir de hambre en las profundidades del lecho oceánico, no pudo evitar emocionarse al pensar en cuándo tendría el honor de medir su fuerza contra su nuevo compañero; esperando, al fin, no tener que reprimir el poder que lo quemaba desde dentro, clamando por un sacrificio.
—
«En contraste con su hermano el caballo blanco, asociado con la divinidad y la pureza, Crisaor surgió como una criatura más agresiva.
Muy favorecido por Ares, el dios de la guerra, a menudo se lo ha representado no como una bestia sino como un guerrero.»
—
Isaac recordó la tristeza que sentía al guardar los secretos de Camus de los oídos de Hyoga, cuando Krishna cuestionó por qué decidió quedarse si él, también, adoró a otra deidad.
Cierto era que solo conoció a Atenea por palabra de su maestro y, más cierto aún, que lo único que Isaac llegó a «adorar» en su vida fue el brillante cosmos dorado del santo de Acuario. Mas no podía contestar a su nuevo compañero que su principal motivación para quedarse, no era otra que el cosmos de Kanon, pues éste explicó que los guerreros de Poseidón no utilizaban el poder de las constelaciones, sino el del mar. Recordaba la soledad que inundaba el cosmos de su maestro y lo bravo que resultaba el del general bajo comparación, incluso si éste último no brillaba tanto.
Antes de pensarlo más rato del prudencial, el muchacho sonrió.
—Este santuario es fresco y se encuentra repleto de tesoros, y, por lo que rezan los escritos, fue un paraíso para su gente —alzó una mano—. El santuario de Atenea, en cambio, se encuentra en medio de un ardiente desierto en donde los guerreros no dejan de luchar y crear bullicio para calmar el hervor de su sangre —repitió las palabras que oyó de su maestro alguna vez, pensadas para hacerlo rehuir la idea de querer conocer el lugar—. Nací entre el frío y la nieve del norte, en verdad, prefiero este lugar.
Krishna arqueó una ceja.
—Aunque rehuyes el agua helada.
Isaac tosió y se rascó tras la oreja izquierda. Tardó menos en pensar una excusa para éso.
—Bueno, mi maestro solía decir que las saunas se crearon en mi país porque amamos el frío, sí, pero no en exceso.
—Eres un hombre simple —al notar que el ceilandés estaba satisfecho con su respuesta, Isaac ni siquiera llegó a considerar molestarse ante tal resolución—. Lo cual me extraña, considerando que llevas casi media hora decidiendo qué ficha mover a continuación.
Isaac sintió su rostro enrojecer, pues había olvidado por completo el tablero de ajedrez que se encontraba entre ambos, en parte, porque creyó que su derrota era obvia y no quería ver a su rey caer; después de todo…
—¿Tiene sentido este final? —inquirió con pena.
—¿No quieres terminar la partida? —cuestionó Krishna a su vez.
—No es éso, la ganarás y es lo correcto —no lo avergonzaba admitirlo, pues era la primera vez que jugaba, pero, señaló las fichas blancas sobre el tablero, que conquistaron a las negras en casi todo aspecto; exceptuando, lamentablemente, el más importante—. Pero, ¿qué sentido tiene que al derribar a mi rey tú logres ganar ésta guerra? Mi reina derrotó a la mitad de tu gente y el resto está sitiada, ¿por qué es él tan importante?
La única pieza del tablero que no había realizado un solo movimiento, era el rey negro, a tres movimientos del alcance de la reina blanca; algo que sonaría positivo, de no ser porque el rey blanco sería comido por el alfil negro en el siguiente movimiento del ceilandés, sin importar lo que Isaac hiciera.
Krishna sonrió y se recostó contra el respaldo de su silla.
—Isaac, volvamos a ponernos prácticos —el ceilandés tomó a los dos reyes y sostuvo uno en cada mano—. Deberíamos darles un nombre a cada uno y, si no tienes objeciones, llamaré a éste —alzó el blanco—, Zeus y, a éste —alzó el negro—, Poseidón.
Isaac presionó los labios con fuerza, pues entendió de golpe la importancia que una sola «persona» podía tener. Asintió, de cualquier forma, para oír la explicación de su compañero. Krishna devolvió los reyes a sus posiciones previas.
—Tal vez lo hiciste de manera inconsciente, pero, si cediéramos a ésa reina el nombre de Atenea, hiciste un trabajo excelente al comandar la batalla, igual que ella en cada guerra. También, ignoraste por completo al padre, igual que ella hizo cuando decidió abandonar su divinidad para luchar junto a los humanos —Krishna tocó la piedra de la mesa un par de veces—. Zeus sufrió tal derrota en el pasado a causa de los humanos, que decidió recluirse en el Olimpo y jamás volver a pisar la Tierra, ¿sabes qué ocurrió después?
Isaac asintió, pues aquello lo había leído en las paredes del templo submarino. No sabía si su propio maestro era conocedor de la leyenda.
—Los parientes se disputaron el territorio que quedó libre. Así empezaron las guerras santas.
—En esa era teñida de rojo, todos los dioses fueron reyes a los ojos de alguien. Atenea, tras cientos de intentos y miles de sacrificios, obtuvo el reino de la Tierra para ella sola, pero, no es ella su padre y mucho menos una divinidad inmortal. Es por éso que las guerras continúan. Si un dios, en toda la regla, vuelve a reinar sobre la Tierra, los demás ya no tendrán motivación para luchar.
Isaac volvió a ver frente a sí las velas corroídas con el pálido símbolo de Niké, la victoria que siempre acompañó a Atenea, bordado en ellas.
—Y —prosiguió—, si ése dios resulta ser Poseidón, ¿en verdad importaría la cantidad de bajas que nuestro ejército tenga? Incluso aunque solo uno de nosotros lograse llegar hasta el «otro rey» y lo acabase, ¿no crees que habrá valido la pena?
Isaac asintió y realizó un movimiento sobre el tablero con un peón al azar. Krishna sonrió al derribar al rey blanco con su alfil y, luego, comenzó a reír.
—Has jugado bien Isaac, para ser la primera vez —el muchacho intentó sonreír de regreso—. Y, lo siento, pero, tenía que comprobarlo. Existe una jugada, llamada jaque mate, que es cuando el rey se encuentra acorralado y ya no puede hacer sino morir; en ése preciso momento, se declaran la derrota y la victoria. No es normal avanzar una vez que se llega a ese punto, aunque desconozco la razón de esta regla.
El muchacho nórdico vio a su compañero quitar las piezas del tablero con cuidado mientras pensaba en lo abatido que se sintió al ver caer a su rey.
—Porque es el momento ideal para rendirse —sugirió.
Krishna lo observó como si no hubiese esperado respuesta alguna, luego, pareció meditar sobre la contestación; hasta que, finalmente, alzó los hombros y continuó acomodando las piezas.
—Quizás tengas razón, Isaac. Mas no puedo saberlo, porque nunca me hallé en esa situación.
La notable decepción en el tono del ceilandés provocó que el muchacho nórdico bajase la vista, pues estuvo a punto de decir que esperaba que él jamás llegara a estar de su lado del tablero. Respiró hondo antes de volver a encarar a su compañero.
—Algún día, lograré hacer que lo experimentes —aseguró con más confianza de la que sentía.
Aunque Krishna ni siquiera sonrió al responder, resultaba notable la sincera felicidad en su voz.
—Lo esperaré con ansias.
Krishna regresó al santuario submarino, con el ojo de cristal que habían fabricado para Isaac y varias argollas porque el muchacho dijo querer probarlas. Aunque habían aros incrustados de gemas preciosas entre los tesoros submarinos, la mayoría de ellos no podían sostenerse sin perforar la piel, en cambio, aquellas viejas decoraciones de oro y plata que el ceilandés guardó con recelo en su habitación en la India, funcionaban en base a imanes. Por supuesto, nadie en su viejo templo iba a pensar en dañar al dios que lo «protegía» y por ello las asistentes se gastaron una fortuna en los anillos inofensivos para vestirlo; por respeto a su recuerdo de ellas, es que Krishna se rehusó a tirarlos.
Frente a uno de los espejos del templo, que parecía estar hecho de agua blanquecina antes que de vidrio, el muchacho del norte se vio reflejado con su nuevo reemplazo de ojo y la cicatriz que ya había sanado. No era, según opinión del ceilandés, una visión agradable; para cualquiera, se vería como el recuerdo de una derrota. Mas Isaac sonrió ante su reflejo.
—Esto significa que ya no necesito usar el parche, ¿cierto? Comenzaba a irritarme.
Krishna negó con otra sonrisa al recordar la simpleza de su pensamiento y Kanon, quien estaba inspeccionando los aretes imantados, se les acercó.
—¿Qué tal me quedan? —preguntó a los más jóvenes, gesticulando sobre la fila de aros en su oreja izquierda, y éstos compartieron una mirada antes de contestar con solemnidad.
—Pareces un roms.
—Pareces un raja.
Kanon hizo una mueca antes de resolver mirarse al espejo.
—No acaban de insultarme, ¿o sí? Yo opino que luzco genial —resolvió el griego, dispuesto a dejarse encantar por su propia imagen antes que prestar atención a las palabras de sus compañeros. Los muchachos rieron sin contenerse un buen rato, hasta que el mayor se cruzó de brazos con una expresión seria en el rostro—. Ve a prepararte, Crisaor, yo hablaré un momento con el Kraken y lo llevaré contigo si opino que está listo para hacerte frente.
Krishna consideró el buen ánimo con el cual Isaac permanecía como una buena señal y accedió a marcharse primero rumbo al campo de batalla.
Poco tardó en vestirse con la piel de Crisaor y tomar la legendaria lanza entre sus manos una vez más. Agradeció para sus adentros al hijo de su dios por el honor de ostentar su arma y, llegado al campo vacío, se sentó y dispuso a meditar hasta que su rival arribase; fuera éste Isaac o, en su defecto, Kanon; pues no pensaba marcharse de allí sin antes saciar la voracidad de su preciada compañera.
Crisaor y ella jamás, por uno u otro motivo, perdieron una batalla. Y no iba a ser él el primero en concederles tal desdicha, pues su intención al incitar al Kraken no era otra que conseguir un rival que pudiera satisfacerlos, uno que mereciera contarse entre sus escasos relatos míticos.
Escuchó un par de metálicas pisadas acercarse y supo distinguir que no se trataba de las garras del Dragón Marino, mas Krishna no abrió sus ojos hasta que los pies de su rival se detuvieron a unos cinco metros enfrente suyo. El pálido muchacho del norte lucía incluso más pálido de lo normal rodeado por las escamas del Kraken y el ceilandés no pudo sino divertirse al pensar en qué le habría contado Kanon antes de enviarlo a luchar con él. El mayor de los generales presenciaba la contienda desde los pies del templo principal, con una ligera sonrisa, mientras giraba un arete de oro entre los pulgar e índice de su mano derecha.
El general de Crisaor se puso de pie y ajustó la lanza a su lado; Isaac también enderezó su postura y, cuando asintió, Krishna alzó su arma y adoptó una posición de combate. El Kraken exhaló y su nerviosismo desapareció tras el fantasma de una sonrisa. Ninguno intentó acercarse al otro, esperando la señal que tintineaba entre las garras del Dragón. Cuando el arete dejó de dar vueltas, fue arrojado a la arena y ni siquiera emitió sonido al caer, pero, los rivales se distanciaron en el instante que tocó suelo entre ambos.
Krishna tomó la delantera, como su instinto le indicaba, mas cada vez que el filo de su lanza estaba a punto de rozar a su rival, éste lograba evadirla con movimientos tanto bruscos como sutiles. A pesar de que los santos atenienses no utilizaban armas blancas, claro era que Isaac estaba más que acostumbrado a luchar cuerpo a cuerpo y, mejor aún, no tenía miedo a ser alcanzado. Krishna lo veía, pues el miedo era la principal causa de tropiezos y malos cálculos durante cualquier enfrentamiento; mientras Isaac retrocedía muy lentamente, poco avanzaba y en absoluto intentaba contraatacar, leyendo con atención cada movimiento que le era presentado.
El ceilandés dio un paso atrás cuando se cansó de atacar e indicó el suelo tras Isaac con el mentón.
—Te recuerdo que si cruzas ésa línea, igual pierdes —advirtió mientras retrocedía y el rostro de Isaac se encendía contra su voluntad pues, al parecer, sí se había olvidado de aquél detalle. O, Kanon olvidó mencionarlo, porque el Kraken le dirigió una mirada molesta al sonriente Dragón—. Ataca —ordenó Krishna entonces, retrayendo su lanza a una posición defensiva.
El chico del norte inspiró aire y, antes de soltarlo, ya se encontraba justo frente al ceilandés. El mayor apartó el puñetazo diestro con su lanza frunciendo el ceño al rememorar la última vez que había enfrentado a alguien que se moviera a tal velocidad; de igual modo, mientras esquivaba patadas y repelía golpes, recordó cómo lo había derrotado.
Algún día, el general de Crisaor luchó seriamente contra el general de Dragón Marino bajo la amenaza de que moriría si llegaba a perder. Krishna pudo ver en los movimientos de Isaac la sombra de Kanon, como si ambos hubiesen sido pupilos del mismo maestro… La idea le erizó la piel y provocó que presionase los dientes antes de volver a la ofensiva, sin dejar de repetirse que debía mantener la calma, pues perder la misma frente al griego le había valido severas contusiones y un par de huesos rotos.
Cuando la temperatura comenzó a descender, el ceilandés se encontraba muy centrado en su oponente como para percibir el descenso de movimiento a su alrededor. Mas al conseguir rasgar el brazo izquierdo donde el Kraken no protegía a su portador, notó que la fina línea de sangre sobre su lanza se cristalizó casi al instante y el frío, entonces, lo caló hasta el tuétano. El aire a su alrededor, tan húmedo como siempre se hallaba ahí abajo, estaba cubierto por una ligera capa de niebla blanca y sobre la arena había... nieve.
«El océano ártico» se recordó el mayor «Es el guardián del océano ártico».
Krishna retrocedió una vez más, volviendo a sonreír ante una revelación para nada novedosa, aunque más certera de lo que fuera anteriormente. Isaac se cubrió la herida y la temperatura descendió todavía más; por supuesto, el joven finlandés era la causa. El hombre de cabello albo rió, haciendo a un lado su arma.
—¿Matarme de frío? —cuestionó con ironía y, al exhalar, el vaho de su aliento nubló su vista un momento, mas no tuvo problemas en bloquear el previsible siguiente ataque de su oponente y sostener su brazo con fuerza—. Quiero verte intentarlo, ¡no te contengas, Kraken! —ordenó al soltarlo.
La consecuente expresión contrariada del muchacho apenas estuvo un segundo en su rostro antes de que el mismo se vistiera con determinación. El ceilandés exhaló profundamente y cerró sus ojos para alejar su consciencia del blanco helado y centrarse en la profunda oscuridad del océano índico. Aún ignorante de cómo Isaac podría haber conectado con el espíritu de su bestia con tanta rapidez, eligió sumergirse en la sangre de Crisaor y despertar la kundalini para iluminar su camino a la victoria.
Krishna cruzó las piernas sin tocar suelo y una brillante luz iluminó la oscuridad bajo sus párpados, el calor subió por su espina dorsal como una serpiente que la apresaba.
—Maha Roshini —pronunció, como la sabiduría del Krishna primigenio le había enseñado.
Cuando abrió los ojos, la lanza estaba de pie enfrente suyo, por cuenta propia, e Isaac se cubría el rostro de rodillas. Mas el muchacho no había admitido la derrota, pues la nieve comenzó a caer y el chico se levantó aun sin atreverse a mirar a su rival; imitando, sin saberlo, las pasadas acciones del general de Dragón Marino.
Krishna detestaba los ciclos repetitivos, así que, en vez de volver a convocar su ataque, regresó sus pies a la arena y tomó la lanza dorada; dispuesto a no cometer los mismos errores de la última vez.
Isaac gritó agotado e irascible al oírlo acercarse, sin apartar la mano de su ojo bueno. Pero, su mano libre se alzó hacia el mar y la nieve se detuvo, permaneciendo estática en el aire. Krishna bufó y, sepultando el miedo momentáneo que lo embargó, continuó su camino resuelto. La nieve se movió a su par hacia la espalda del muchacho, generando la silueta de una tormenta y, luego, la de una gran criatura que envolvió a Isaac y arremetió rauda contra Krishna cuando el muchacho bajó la mano izquierda apuntando en su dirección.
El ceilandés luchó contra la corriente con la lanza enfrente suyo, buscando la sangre de su presa, dispuesto a enfrentar por sí mismo el frío que le hacía tiritar los dientes y acabar con el duelo de una vez por todas.
Mas al alcanzar a Isaac entre la capa de blanco que lo forzaba a entrecerrar los ojos, se echó atrás al notar una silueta humana tras el otro general. Una silueta cuyos ojos lo miraron con una frialdad más profunda que aquella portada por la estatua de su tocayo o la de su madre adoptiva en las noches de incienso. Ojos azules como el hielo. Parpadeó y ya no estaban allí.
Para cuando Krishna alcanzó a presionar el cuello de Isaac con la punta de su lanza, la nieve se había rendido y el muchacho estaba de rodillas una vez más, habiendo agotado sus últimas fuerzas.
—Tú ganas —admitió el de cabello verde en un murmullo.
Krishna no pudo apartar su lanza del cuello ajeno, pues ésta gritaba enfurecida ante una irracional sensación de peligro. A pesar de que el general del Kraken se había rendido. No había allí ningún enemigo merecedor de la muerte. El azul helado que los miró con el odio de un dios debió ser una ilusión. El general de Crisaor creyó que el miedo de su bestia lo dominaría cuando, de la nada, otra mano se posó sobre la lanza y la apartó del Kraken; era la garra del sonriente Dragón Marino.
—Me parece que fue suficiente jugar por un día, niños —el mayor de los generales recalcó la última palabra mientras tomaba del suelo el aro que había caído justo allí, entre medio de ambos contrincantes, media hora antes—. Es una pena, pero, parece que el tesoro de Krishna regresará a su baúl sin que lo puedas probar, Isaac.
El más joven apenas logró soltar una carcajada ante el comentario y aceptó la ayuda del mayor para ponerse de pie, al fin apartando la mano de su ojo bueno que pareció tener dificultad para enfocarse al frente.
Al recobrar la compostura, Krishna se encontró solo y con un arete de oro recubierto por una gruesa capa de hielo en la mano izquierda, quemando su piel por lo frío que estaba.
Ojos azules.
Kanon no podía quitar la molestia del fondo de su cabeza. Había reconocido los mismos movimientos que su gemelo algún día le enseñó. ¿Los conocía Isaac porque su maestro aprendió del mismo maestro que su hermano?, o, ¿su hermano, Géminis, también le enseñó a Acuario? De ser ésto último, ¿a cuántos?
¿A cuántos más debía enfrentarse, que ya conocían sus movimientos? ¿Su hermano intentaría opacarlo incluso entonces, sin ser consciente de ello?
Suspiró pesadamente. Aún podía depender de sus habilidades, aquellas que ni su hermano consiguió ver pulidas. Pero, debía aprender y enseñar nuevos movimientos a aquél muchacho del norte que entonces parpadeaba cada tres segundos exactos con una expresión irritada, solo por las dudas.
—Hay un santo de oro que nunca abre los ojos por voluntad propia y no tiene problemas para saber todo lo que ocurre a su alrededor —expresó Isaac al cabo de unos minutos en silencio, sin ver a Kanon—. Mi maestro decía que ese caballero no tiene ningún problema de visión, sino que lo hace para contener su poder.
—Es el santo de Virgo —recordó Kanon, pues sus muchachos en la superficie a veces visitaban el santuario para llevarle información.
—Me parece una idiotez.
El mayor no aguantó la risa ante tal resolución respecto a uno de los santos de oro, se decía, más poderosos de la orden. Aquél a quien Krishna se enfrentaría cuando la batalla entre ambos bandos se librase, era algo que Kanon ya había decidido.
—No quedarás ciego —aseguró al calmarse—. A mí me dejó viendo en arcoíris durante una semana, pero se pasará, te lo aseguro. Y lograste cubrirte a tiempo —no con sus manos, sino con su cosmos.
—Todo brilla mucho.
—Tal vez sea mejor que duermas otro rato.
Kanon fue amable porque aquella era la primera vez que el chico hablaba abiertamente sobre el santuario ateniense desde que prometiera lealtad al mar. Tal vez pensaba que era algo que Kanon prefería olvidar también, mas no era consciente de que la sinceridad con la cual hablaba sobre su maestro y los compañeros de éste resultaba más útil que los rumores de pueblo en términos de estrategia.
Él mismo no podía acercarse demasiado al santuario pues su hermano podría notarlo, o, alguien podría ver al desaparecido santo de Géminis de regreso y armar revuelo que igualmente alertaría a su pariente o a la orden de oro.
—¿Y Krishna? —cuestionó el nórdico recostado en el antiguo diván cama.
—Ha vuelto a tierra porque tenía asuntos que atender… Olvidó llevar sus aretes, por si todavía quieres probarlos. No se lo diré —prometió el mayor y el chico negó con una pequeña sonrisa.
—Eso sería hacer trampa.
«¿Y no es éso una idiotez?» se preguntó a sí mismo el mayor cuando el chico volvió a intentar dormir «Temer a los cargos de consciencia en lugar de a las consecuencias» Pues si él tuviera aquella clase de temor, el propio Isaac ni siquiera hubiese tenido oportunidad de convertirse en el portador del Kraken.
—
«Una de las leyendas acerca de la infancia de Krishna indica que siendo un bebé su madre Iashodá le abrió la boca para ver si estaba comiendo y, dentro, pudo observar el universo.»
—
—Impresionante —murmuró con un pesado acento la nueva enfermera que habían enviado a prestar servicio en Gaza por culpa de las guerrillas.
Krishna cortó el hilo con el cual suturó el brazo de un hombre que nada tenía que ver con el conflicto y, aún así, resultó lastimado por las causas ajenas. Él mismo ni siquiera era un médico pero, a falta de personal, lo acogieron allí como uno tras comprobar que tenía habilidad suficiente para ayudar. El hombre le agradeció entre lágrimas mientras la enfermera vendaba la herida, pues no tenían desinfectante ni anestesia y debían continuar el camino hacia el hospital de bandera blanca lo más pronto posible, mientras los disparos entre bandos se tomaban un minuto de tregua.
—Regrese a casa, límpiese y esté con su familia —ordenó el ceilandés en un árabe sereno aunque firme.
La enfermera, mujer pequeña y de rasgos faciales orientales, ajustó las vendas y guardó sus suplementos rápido para seguir al hombre de cabello albo que se marchó sin aguardar respuesta. Los dos salieron por la ventana destrozada del local en que se habían tenido que refugiar en medio de una balacera, mismo donde encontraron a aquél hombre sin uniforme, alterado y lloroso en un rincón.
Krishna deseó involucrarse en el conflicto con la idea de participar activamente del mismo, bajo aprobación del Dragón Marino y para descontento de Limnades. Mas una vez se halló dentro del mismo, su instinto primordial lo instó a proteger a las personas que no podían luchar en igualdad de condiciones contra los militares. ¿Quiénes eran los militares, después de todo, para creerse con el derecho de quitarle a sus coterráneos la paz?
Para gusto de Limnades y también del Dragón, decidió quedarse en el conflicto para prestar su ayuda a los que no participaban activamente del mismo, pues deseaba ver el final con sus propios ojos. Mas la guerra parecía no acabar nunca; los ideales de cada bando parecían imposibles de conciliar. Cada día que pasaba entre los charcos de sangre y el olor a pólvora, el joven no podía sino desear con más fuerza que el mar pronto pudiera limpiar esa tierra de la sucia humanidad que le faltaba el respeto mediante sacrificios sin sentido.
—¡Doctor! —exclamó la enfermera con preocupación, apuntando a la bandera blanca del hospital, que yacía en el suelo frente a la entrada del mismo.
Krishna hizo una señal para que la enfermera guardase silencio y avanzaron con pasos lentos, agachándose frente a las ventanas hasta la puerta trasera del destartalado edificio. Como en todos los alrededores, allí apestaba a sangre… y a humo. Los auxiliares entraron con sigilo, aunque pronto determinaron que no era necesario mantener un perfil bajo.
—Infelices —masculló la enfermera mientras revisaba el pulso de un doctor que había perdido demasiada sangre, pero cuyo rostro aún estaba brillante, sin obtener resultados favorables—. Debieron saquear todo —agregó molesta, quitándose el paño de la cabeza para colocarlo sobre el rostro del doctor.
Krishna, quien entonces rumía los estantes vacíos, confirmó para sus adentros que aquella mujer debía ser una mezcla, o, no había nacido en aquél lugar bélico. Había un brillo de esperanza en sus finos ojos negros que no estaba motivado por la venganza, sino por la justicia. Ojos negros, llenos de vida, que lograron apaciguar el enfurecimiento del ceilandés; aún había algo que merecía la pena conservar en aquél desierto de miserias.
—Thabet —llamó a la enfermera, ajustando la correa de la bolsa sobre su hombro, cuando la mujer estaba sacando las sábanas de una camilla en desuso—. Tenemos que irnos, olvídalos.
—¿Y si fuéramos nosotros? —juzgó la mujer, buscando algo con lo cual cortar la sábana que tenía entre manos—. Al menos yo, agradecería que alguien hiciera ésto por mí.
Krishna se abstuvo de comentar que probablemente ningún hombre de los que allí yacían le habría hecho tal favor. Sacó las tijeras de su bolso y se acercó a ella.
—Solo a las mujeres, o, nosotros acabaremos como ellos y todo el esfuerzo habrá sido inútil —mintió.
Aunque Thabet abrió la boca para protestar, debió comprender lo mismo que Krishna suponía y su rostro palideció mientras asentía. Enfermeras, pacientes o lo que fueran, seguían siendo mujeres y, quienes quiera que hubieran hecho aquello con los hombres no podían haber sido más amables con ellas. Krishna rezó por cada una de las difuntas que encontró en la segunda planta mientras oía los lamentos ahogados de su compañera desde el piso de abajo, atento a no oír pares de pies desconocidos andando entre ellos. Ignoró por completo a los hombres a causa del fútil rencor que sentía hacia ellos por no haber luchado con más ímpetu; por haber perdido o por haberse rendido, cuando su misión era la más noble que aquella tierra veía desde hacía años; los repudiaba.
Cuando salieron del hospital, Thabet ni siquiera preguntó a donde se dirigirían ahora, ya que el hospital mayor del que habían partido se hallaba sitiado por la guerrilla y lo mejor era mantenerse lejos del mismo hasta que se llegara a un nuevo «acuerdo de paz». La mujer tenía los ojos enrojecidos mas Krishna no vio una sola lágrima caer de ellos., como el nublado cielo gris que aún no liberaba la tormenta.
—He estado aquí antes, hace poco… Faltaba una enfermera —comentó Krishna cuando se adentraron a un callejón estrecho.
—Espero que esté muerta —respondió la mujer casi al instante con la garganta ahogada en rabia.
Krishna volteó a verla y, a pesar de la notable ira, se conmovió por el dolor que la mujer afrontaba dejando de lado esperanzas ilusas en favor de la mejor salida posible para alguien que no llegó a salvar. Desear que aquella otra enfermera —que ni siquiera existía— estuviera aún luchando inútilmente en manos de aquellas bestias que se hacían llamar personas, hubiera sido mucho más egoísta que el desearle una muerte rápida e indolora. Al menos, a ojos del ceilandés.
—Iremos al puerto —informó el varón cuando llegaron a una calle desde donde podía entreverse el mar.
—¿Enloqueciste? El puerto está lleno de esos bastardos —la mujer intentó cubrirse el rostro con el cuello de su chaleco por instinto.
Krishna se quitó la gran bufanda blanca que vestía y la colocó sobre los hombros de su compañera con toda la parsimonia del mundo.
—Confía en mí y mantente a mi lado. Todo saldrá bien —prometió como no fue capaz de hacerlo antes, mientras se dirigían al hospital de auxilio.
Thabet frunció el ceño y apretó los puños, pero, terminó asintiendo y permitió al hombre cubrir su rostro, pues estaba segura de que él era lo único que todavía la mantenía en pie.
Tres ojos verdes contemplaban la escultura milenaria de un joven que parecía vestido de agua sobre una cama de algas, decorado con una sonrisa intachable y una caracola entre sus manos que observaba con anhelo. La caracola, extrañamente, era real y no una figuración de mármol.
—Se parecen, sí —admitió finalmente el general de Dragón Marino—. Esta en particular es un recuerdo de la relación de nuestro señor con la nereida Tetis. Duró poco, pero, los olímpicos siempre la tuvieron en alta estima. Ella los ayudó en muchas ocasiones, sin importarle las asperezas entre parientes.
Isaac asintió levemente, aún atendiendo la brillante caracola color salmón que parecía tan fuera de lugar.
—¿Cuándo me llevarás a conocer a Limnades? —cuestionó el muchacho cuando al fin apartó la vista de la estatua.
—Eso…
—¿Cuándo lo traerás? —modificó su pregunta sin cambiar el tono de voz, pero algo molestó a Kanon, quien de cualquier modo respondió.
—No creo poder traerlo, ni aunque quisiera… ¿No preferirías ver primero a Sirena?
Ante la sugerencia, Isaac negó.
—Él está cuidando de Poseidón —recordó como si tal misión lo impidiese de convivir con cualquier otro general y, en parte, así era—. ¿Cuándo te irás? —prosiguió interrogando y Kanon al fin pudo sonreír al descubrir el porqué del repentino cambio de ambiente.
—¿Qué quieres hacer, que no quieres que yo sepa?
Isaac apartó la mirada y pareció pensar en una respuesta válida, que de un modo u otro tardó más tiempo del prudente en aparecer.
—No sé de qué hablas.
—Podrías ser más convincente.
El muchacho volvió a pensar y al parecer su resolución lo guió a la honestidad.
—Quiero cazar al fantasma —reveló, haciendo referencia a la entidad que también Krishna escogió tomar como verdadera—. Y creo que tu presencia no es favorable —el griego rió sin separar los dientes.
—¿Qué te hace pensar éso?
—Que no te ha dejado verlo en todo este tiempo —Isaac cruzó los brazos, con semblante inseguro y abrió la boca un par de veces antes de decidirse a hablar—. Había un santo que solía visitar a nuestro maestro —Kanon no comentó el inusual uso del plural—, un santo muy peculiar. No me agradaba, en verdad, así que cuando él estaba cerca siempre intentaba esconder mi presencia. Supongo que me ayudó a encubrir mejor mi cosmos, si puedo sacar algo bueno de él.
—Entiendo, piensas que no le agrado a la sombra de las profundidades. ¿Puedo saber por qué no te agradaba aquél santo?
Los párpados de Isaac se escudriñaron ante lo que debía ser un mal recuerdo.
—Siempre lo acompañaba un nauseabundo olor a sangre. Ni siquiera estaba en su ropa, era una peste que resplandecía a su alrededor como la clara señal de un mal augurio, como si estuviera impregnada en su cosmos. De cualquier forma, su presencia alegraba el espíritu de mi maestro así que jamás hablé en su contra.
Fue turno de Kanon para asentir con lentitud, cayendo en cuenta de que había resultado convencido. Tal vez era buena idea volver a prestar algo de atención a los movimientos de aquél caballero pseudo-exiliado.
—Mientras no pienses en destrozar cosas, no tienes que pedirme permiso para nada, también eres un general marina y confío en que ya conoces la responsabilidad que el título conlleva… Al parecer, tengo un par de asuntos pendientes en la superficie. Suerte en tu cacería —deseó dando una palmada al hombro derecho del chico.
—
«Como Ulises de Ítaca, Krishna está considerado dentro de la categoría de 'héroe tramposo'.»
—
Ojos azules
Ojos celestes lo observan de regreso en el espejo.
Ojos azules
Finos ojos negros lo juzgaban desde la cama en el otro extremo del camarote.
Ojos azules
Un pequeña esfera de cristal parecía poder verlo, sin sangre, sin nervios, sin sentido.
Ojos azules
Krishna abrió los ojos y encaró a Kanon de Dragón Marino al otro lado de la mesa bien dispuesta para la cena.
—Abraham sacrificó a un cordero para evitar dar muerte a su único hijo y, en consecuencia, determinó el sitio en donde la sangre del hijo de Jehová debía ser derramada —el griego dejó sobre el plato vacío de Isaac el último par de cubiertos y arqueó una ceja interrogante—. ¿Eres consciente de que el general Isaac fue bendecido por un santo?
—Soy consciente de su relación con los santos tanto como tú, pero, jamás oí de un santo de Atenea con el derecho de bendecir nada —respondió lentamente.
Krishna negó suavemente.
—No es ése el punto —se llevó una mano a la frente ante un profundo dolor de cabeza—. Fue bendecido por un santo, y, por mano de un santo es que morirá —la jaqueca empeoró—… No. ¿El futuro ya ha ocurrido? Esos hombres, los seguidores de Palas Atenea, están todos malditos por ese cruel ciclo sin fin —los ojos azules le recriminaban que no era él quien debía dar muerte al Kraken.
Las manos de Kanon tomaron las suyas, desviando su atención de las siluetas de un pasado que aún no veía transcurrir.
—Lo que dices suena en verdad interesante, Krishna. Pero, es mejor pensar con el estómago lleno y no agriar la comida de los demás comensales —advirtió con una sonrisa—. Iré por Isaac, sírvete primero.
Krishna continuó oyendo los incomprensibles susurros de Crisaor, los suaves murmullos del agua, en su cabeza; el mismo agua que había visto originarse la vida en el planeta y que, algún día, igual determinaría su justo final. Lo único que el señor Poseidón envidiaba del reino de la tierra era que ésta había sido levantada para alojar a los humanos que él, también, deseaba gobernar.
El hijo del rey de los mares, tan unido a la fuente primordial de la existencia, jamás fue derrotado, ni siquiera enfrentado, porque todos sus rivales bajaron las armas antes de encarar una muerte absurda. Krishna rara vez era consciente de oírlo en medio del combate, mas cierto era que sus manos sobre la lanza parecían no pertenecerle; el general jamás había luchado solo. Los secretos del agua siempre le hacían compañía.
Tomó un racimo de uvas cuando oyó voces externas acercarse por el pasillo, chocando en las paredes.
Isaac entró sonriente y saludó de buena gana antes de ubicarse y comenzar a llenar su plato sin pudor alguno; mezclando carne con frutas y dulce con amargo mientras evadía sutilmente los salados espárragos que Kanon igual encastró entre la abominable mezcla. El muchacho, una vez en su plato, los comería sin importar cuánto le disgustasen.
—¿Cómo ha ido todo allá arriba, Crisaor? —inquirió Isaac en tono amistoso antes de cortarse un gran trozo de salmón para hundirlo en la salsa agria.
Krishna cortó una uva del racimo.
—Resultó una expedición más fructífera de lo que estimaba —giró la pequeña fruta entre sus dedos—. Algún día lo comprobarás tú mismo pero, antes, ¿has sabido guardar mis tesoros de las garras de éste ladrón? —se llevó la uva a la boca.
Kanon se atragantó con el agua que entonces bebía y tosió hasta poder exclamar un indignado «¿Disculpa?» que los más jóvenes ignoraron. Isaac asintió.
—Lo aseguré con hielo en mi pilar.
—Podría haberlo quebrado —masculló Kanon con la voz irritada.
—Hay que hacerlo para sacarlo, pero, el punto es que eso habría sido muy descarado, incluso para ti —entonces el finlandés sí prestó atención a las palabras del griego quien, en respuesta, le sirvió más espárragos en silencio.
Ante el suspiro derrotado del Kraken, el Dragón rió.
—Es bueno ver que se llevan bien, aunque sea a mi costa —admitió el mayor.
Krishna arrancó otra uva y se preguntó qué tendría el griego que le facilitaba la tarea de encantar a las personas como los flautistas a las serpientes, de engañarlas solo con palabras gentiles, ni siquiera con promesas; cómo podría él, a quien habían enseñado a comportarse como una divinidad, empatizar lo suficiente con otras personas como para persuadirlas con la misma eficacia. ¿Bastaba una sonrisa?, ¿halagos?, ¿motivación?, o, acaso eran los ojos que dictaban todo desde el cielo los que decidían quiénes tenían la capacidad para tomar las riendas de las vidas ajenas.
Resultaba incluso doloroso ver lo cómodo que Isaac se encontraba en la misma posición complaciente que él ocupó años atrás, comiendo junto al Dragón Marino en lugar de enfrente suyo; porque él ya se había dado cuenta del foso de mentiras que era la boca de Kanon, la viva sombra de los santos, la que se mantendría en pie cuando todos los demás, dioses y humanos por igual, hubieran caído en el abismo del mundo.
—
«Se pensaba que, a pesar de que había venido al mundo como un hombre, Krishna permanecía en paralelo en su plano espiritual. Esto es una consecuencia de que al ser el dios supremo no podría nacer ni morir realmente.»
—
N/A: Crisaor e Hipocampo son una pesadilla en términos de investigación, por eso acá incluí mucho sobre Krishna. No sé cómo voy a hacer al llegar con Baian. Edité los dos capítulos anteriores en marzo/abril, en el prólogo no hay cambios de trama, solo correcciones, pero en el capítulo 1 sí hay dos grandes modificaciones y una se menciona acá.
«estos separadores» contienen información extraída de distintas páginas web:
-«Crisaor» de Ferdinand, en La Página de los Cuentos
-Crisaor, en Mitologia griega
-Krishna, en Viaje por India
-Krishna, en Lifeder
