AQUELARRE
Capítulo 2: Indiferencia
Las pesadillas derivadas del día de su captura no cesan. Los detalles cambian en sus sueños al rememorarlos despierta, o durante sus horas de lucidez, resistiendo la tentación de evadir la realidad con el cóctel de drogas en las cajoneras de los cuartos de trabajo, por no mencionar las ganas de atragantarse con ellas y morir.
Los detalles cambian, se alteran...
Un día fue un cliente quien la arrastró a la camioneta.
Al día siguiente, fueron dos.
Un día el hombre traía guantes.
Al siguiente los pasamontañas se tiñeron de rojo o los rasgos étnicos mutaron.
Un día la muchedumbre ignoró sus gritos a plena luz del día.
Al siguiente un callejón a mitad de la noche guardó el secreto de su rapto.
Se desdibujan los detalles del cuadro, sí, no lo importante, a lo que nunca se añadió ni matiz ni misericordia: la metieron en una camioneta y acabó en una habitación oscura encadenada de los tobillos a la pared, desnuda.
"¿Quién va a buscar a una puta ?", preguntó uno de sus captores, montándola.
"¿Quién va a querer a una perra usada?", una decena de hombres haciendo fila, a la espera.
Uno, tres, veinte, veinticinco, ¡treinta y dos! llegó a contar.
"¿Tú familia te va a aceptar?", cuestionó otro, metiéndole una patada entre las costillas, quitándose el cigarro de la boca para apagarlo en su espalda.
" ¿En serio crees que lo harán? "
"Tus amigos no van a querer ni tocarte", carcajeó el primero, o el segundo, o alguno más.
" Ya eres una puta, eso no se te va a quitar, ¡grábatelo!, te mirarán así. "
" Ningún hombre va a quererte. "
" Ningún hombre quiere a una puta más que para divertirse. "
"Ni tus padres te verán igual", declaró alguien tirando un vaso de agua en la puerta, ella alargando la mano con la garganta seca y las tripas apretadas por el hambre.
" Si acaso , les provocarás asco y lástima, una pequeña zorra herida. "
" Una putita y una zorra. "
"Si escapas sabemos dónde vives", continuó el mismo, "y no, no iremos por ti."
" Iremos por esas hermanitas tuyas . D os nalgas jóvenes se venden bien . O, igual y nos echamos a tu mamá. "
" A tu padre le metemos un tiro. "
" A ver si vives con eso. "
¿Cuántos días fueron de vejaciones, golpizas e insultos, entre hambre y sed?
De inicio, llevó la cuenta. Después, conforme la desesperación y la inanición hicieron lo suyo, olvidó fijarse en los rostros, en las voces, en el sitio, en las pruebas para el día de su rescate y la fantasía del juicio, de la justicia. Se concentró en suplicar, en ceder su cuerpo al uso ajeno por un mendrugo de pan mohoso y un algodón húmedo. Hasta que la propuesta llegó y, en ese infierno, se sintió como el mayor acto de bondad, libertad y una bendición ante el tormento de su propia mente desecha, convertida en cárcel.
"Te quedó claro", dijo alguien, "¿o no?"
" Nadie vendrá por ti. "
" Han de pensar que te fuiste con el noviecillo , o te dan por muerta. "
"Para ellos es mejor así, créeme", tono condescendiente.
"Es más seguro", reafirmación indirecta de una amenaza. "Es mejor que no sepan en qué te convertiste."
"Mira, p a ' que veas que somos buena gente , y nos caíste bien, te ahorraremos vergüenzas proponiéndote un trabajito que ya dominas ... "
Un trabajo simple bajo su ala:
"S e una puta libre ".
A ella le fue bien. Es consciente. Había chicas a las que les iba peor, que antes de entender que la prostitución y la libertad podían aliarse, eran recluidas directamente en los prostíbulos.
Encerrada en esa habitación conocía a sus atacantes y los veía con claridad, una especie de delirio de intimidad con los monstruos que entraban y salían. Ahí, no había disfraces, sólo bestias honestas separando sus piernas y destrozando sus entrañas. Sin embargo, de haber pasado los primeros días de su infierno directamente en venta, habría enloquecido, encarando maestros, médicos, políticos, adolescentes rebeldes, oficinistas normales, tipos de mediana edad, abuelos, padres de familia, hombres comunes, buena y mala gente, para quienes ella sólo sería agujeros y piel con un signo de pesos. Hombres cualquiera a quienes les daba igual su procedencia, y a quienes fue más fácil no ver una vez su mente estuvo destrozada.
Había chicas más afortunadas que ella, capturadas por sus propios "novios", sacadas de los pueblos a falsas promesas, obligadas a prostituirse sin que les quedara otro camino en una ciudad nueva, incomunicadas, sin dinero, empujadas por el shock y el "amor", o no… o tal vez eran igual de desafortunadas que ella, ¡o más!
Quizás intentaba hallar un pétalo en el fango, uno que la hiciera sentir menos desgraciada. Un salvavidas en un océano de inmundicia.
Los pasos de Gin resuenan en la moqueta del sexto piso. No ha solicitado cita, no sabe si quiera si lo hallará ahí. Aun así, sus pisadas son firmes y ruidosas. Pesan lo que no han pesado durante los años que se limitó a ser sombra. Pesan y duelen, asechada por las paredes erigidas a costa de esa chica, de esas mujeres.
No puede decir que fue una revelación, lo supo siempre. Se trata más bien de la aceptación de la realidad. La culpa le carcome, le provoca una repulsa mayor a cuando la sangre la cubre, y lamenta no ser como su hermano.
Los guardias a los laterales de la puerta de acceso a la oficina del ejecutivo aprietan el agarre de las ametralladoras. Se envaran al reconocerle. Saludan respetuosos y se interponen en su camino, cumpliendo su deber.
—Está ocupado.
Gin les sostiene la mirada. La fiereza en sus pupilas hace retroceder a los gorilas que le doblan la complexión, colocándolos contra la pared. Ellos entienden lo inútil que será su altura y musculatura si la desafían.
El de la izquierda, al que le hace falta una menta, pasa saliva.
—Lo anunciaré, se…
—No hace falta —la contestación sorprende a los guardias, no por escucharla hablar, sino porque LA escuchan hablar.
Toma la perilla. Gira. Abre. Pasa.
—Les dije que no quería interrupciones —Chuuya Nakahara, ejecutivo de la Port Mafia, levanta la vista de los documentos dominando el escritorio. Una batalla de papeleo que, a decir de sus ojeras, ha perdido.
Al reconocerla, el hombre suaviza su expresión, conservando el gesto de apremio. Por mucho que la aprecie, el exceso de trabajo es prioridad.
—Las mujeres —dice Gin.
No es información suficiente. Lo entiende a la perfección. Lo ven el rostro confundido del ejecutivo, con el tic tac del reloj de fondo marcando dos horas para medianoche.
—Las mujeres, ¿por qué las tienen así? —nota la distancia interpuesta entre el acto, proveniente de la organización a la que pertenece, y ella, como si repentinamente la mafia fuera un ente aparte, una polución andante de pútrido miasma salpicándole la piel.
Le enferma.
La pluma en las manos de Nakahara pasa a reposar en la carpeta cerrada de documentos, un detallado informe del contenido de una embarcación a arribar de Medio Oriente. El entendimiento de una fase por la que él pasó —la preocupación anexa— despeja cualquier prisa. Gin es una buena chica, y un elemento esencial de Black Lizard.
—Las tenemos así —enfatiza su participación, indulgente —, porque son mercancía. Nuestra segunda fuente de ingresos. Lo sabes, Gin.
Ella es incapaz de negarlo.
Alguna vez lo escuchó, en un reportaje en televisión mientras preparaba la cena junto con su hermano. Un reportaje al fondo de la conversación, murmullo llenando el ambiente de ruido: "la trata de personas es el tercer negocio criminal más lucrativo a nivel internacional, y a nivel nacional el segundo, sólo por detrás del narcotráfico…", apuntó grave el reportero.
Que extraño resulta que a su mente acuda un detalle insignificante en su tiempo, una anotación de la que se desentendió por obligarse a permanecer en la ignorancia.
—Además, muchas de ellas ya están ahí por gusto —explica el ejecutivo, levantándose. Rodea la mesa y se sienta al borde del escritorio, cruzando brazos.
—¿Por gusto? —Gin frunce el ceño. El hombre que la vio crecer... ¿pretende que se trague esa patética excusa?
Nakahara no responde. La estudia unos segundos y envara la espalda:
—¿Qué esperabas al entrar aquí?
Justo al clavo: ¿qué esperaba que sucediera?
La tensión en el rostro de Gin da pie a la confusión, a una reflexión veloz mirándose los zapatos.
—Fuiste al distrito rojo por el caso de la mercancía perdida, ¿cierto?, y no habías estado ahí lo suficiente —no hay pregunta, es secuencia de conjeturas—. Es normal que te impacte, en particular a ti, como mujer —la referencia a su género le acuchilla el pecho, pero esta vez no le incómoda la alusión a su femineidad y los supuestos detrás de. No. Esta vez le enfurece—. Tienes que recuperarte rápido. Acaba con tu misión, y después ten las dudas existenciales que se te antojen.
El ejecutivo se inquieta. De darles rienda suelta, las emociones de Gin pueden ser un riesgo, una plaga (a ojos ajenos) que contamina la dura flor crecida en la oscuridad.
La joven abre la boca. Se para. La cierra y retrocede. No hay nada a discutir. Nakahara ha cerrado la conversación dándole la espalda. Por muy amigable que sea, pese a la apariencia que da a quienes no se introducen en las negras aguas del puerto, es un mafioso. Tiene las manos llenas de víctimas. Hasta el alma se le ha pintado del rojo de la sangre. Un rojo casi negro.
Detrás de la máscara, Gin tuerce una mueca de desagrado propio.
Qué ingenua fue...
El aire de la calle la recibe. Un estremecimiento la sacude. Hace fresco. Su temblor no proviene del clima. Es la incertidumbre la que la estremece. La duda de si, en la que creyó su familia, hallará una mano para enfrentar su dilema, o si sólo se topará con el dedo acusador.
Esa no es su única duda.
Hay otra peor.
Prefiere fingir que no existe, que no la acosa al fondo de sus pensamientos.
«Hermano…» detiene el flujo de la idea.
No está lista.
Nunca lo estará.
Y el tiempo corre injusto a su encuentro.
La siguiente parte de la historia la saltaremos. Es muy dolorosa de recordar. Gin no merece revivirla, ni que quede constancia, no lo desea, y es un deseo que ha de respetarse, pues donde buscó comprensión y apoyo encontró el más cruento rechazo a su necesidad.
Basta saber que, caminando por el centro de Yokohama, Gin no ha escupido ni la amargura ni la desolación. Las retiene en la boca, macerándose en el especiado oxido de su sangre.
Traga a ratos diminutas porciones del bulo conformado por las frustraciones y la pena, por el dolor y la decepción, desechada la vergüenza, y el trago le cae al estómago como ácido. Le escose e impulsa una profunda nausea.
Hace un alto. Se mira en los cristales de un auto estacionado frente a un edificio cualquiera. Tiene la mejilla roja y el labio partido. Su apariencia es deplorable. Nada la cubre. En algún lugar perdió el cubrebocas que censuraba el golpe. Lucida, la idea le cae encima y la aplasta.
Su hermano acaba de golpearla.
Ryunosuke, víctima de la desesperación, temiendo que la vuelta que estaba dando la condujera a convertirse en un estorbo para quienes los acogieron de niños, hizo lo impensable.
El sonido de la palma de su hermano contra su mejilla se reproduce en tortuoso bucle infinito. El golpe no duele, y fue insignificante. Lo que no quiere puntualizar en su memoria, pese a que se encuentra ahí, eco constante y lejano en una esquina, es la mirada de decepción que la hizo sentir vergüenza. Una vergüenza injusta.
Enojada, por ser incapaz de mantenerse en las sombras ante una simple vuelta de tuerca, retoma la marcha.
Esta sola...
—Gin…
Al frente, Higuchi la observa alarmada, fija la vista en el daño, el obvio el resultado de un intento de disciplina de un cercano y no de una confrontación. Un segundo más le basta para entender que, de haber sido Mori el causante, no estaría en pie, y el resto de los ejecutivos no se atreverían a ponerle una mano encima a la hermana del perro rabioso de la Port Mafia.
Pese al asombro que se le causa el descubrimiento, Higuchi endurece el rostro, furiosa. A zancadas la alcanza y la encierra en sus brazos.
Hay un reconocimiento mutuo en el abrazo, que inicia de su parte y termina en Gin correspondiendo temblorosa. Una solidaridad tejida de mujer a mujer, envolviendo cuanto el resto tildaría de debilidad y es mera humanidad, empática y fuerte.
Ninguna llora. El coraje gana.
Las lágrimas vendrán más tarde, se dice Gin. Vendrán al solucionar el motivo por el que su mejilla tiene grabado el rechazo...
Intercala la mirada de la prostituta a Gin. Los oídos le zumban.
El zumbido no impide a la información colársele en el alma, aunque le aturde la realidad. La sacude y la despega de su zona de confort. Contiene el aire. Lo saca. Aprieta el dedo medio y el índice en la izquierda hundiendo la uña en la palma. Lo siente. Esta despierta. Esta es la penosa verdad.
Gin continúa hablando. Su voz es un sonido lejano. Hermoso y desconocido cayendo en intensidad y exuberante cascada inexplorada, chocando contra la deplorable imagen ofrecida por la prostituta sentada a la orilla de la cama vieja, en un edificio apenas habitado. Una "casa de seguridad" de la que Higuchi no estaba al corriente y, por cuanto dijo Gin, nadie. Su secreto, un seguro. Es una criatura de hábitos arraigados en la funcional desconfianza.
—… Ryunosuke se negó a ayudarme.
El nombre cruza la conmoción, afianzando sus pensamientos.
—¿Fue él? —la pregunta sobra.
La interrogante hace mella en Gin. La prostituta, hasta entonces inmóvil en su sitio, dirige la vista al cardenal en el rostro de quien debía asesinarla y, en su lugar, está poniendo pies arriba su propia vida por salvarla.
Gruesas lágrimas caen por la mejilla de la puta.
Higuchi tiene el impulso de no sentir compasión, de juzgarla y gritarle que en vez de chillar intente dar la cara por Gin. Los dientes le chirrean al chocarlos. La decurión la detiene, y extiende un pañuelo a la prostituta. Un acto de consideración impropio de las tres, que produce un silencio incómodo, en el que se escucha el arrugar del suave papel en los dedos canela.
Al fondo de su mente oye al mayor de los Akutagawa repetir que la mafia no es su sitio. Piensa en las noches sin dormir, encubriendo el dolor y la tristeza, y de pronto, la claridad llega: ninguna de las presentes es tan distinta la una de la otra.
Han sacrificado su alma en nombre de expectativas inhumanas, ignorándose mutuamente para no verse reflejadas en sus semejantes.
—Si él no te ayudó, yo lo haré —la aseveración brota de su boca, electrificándola hasta el punto de pararla y hacer que se eche a reír.
Sin máscaras que oculten su rostro, Gin la observa.
Ni respaldada por una organización más poderosa que muchos gobiernos, había conseguido hablar con tal seguridad como hasta entonces, que se pronunciaba en contra de las órdenes directas del jefe de una organización capaz de poner a Japón de rodillas. Que ridiculez.
Contagiada por lo hilarante, Gin tuerce una sonrisa adusta, pese al tic en la comisura, derivado del dolor por el daño recibido, en contraposición al tirar inusual de su piel.
—¿Van a protegerme? —el torpe japonés de la pregunta las arranca de la pausa en la tensión y da un largo suceder de puntos suspensivos.
Hay mucho por perder en el sí. Higuchi sopesa la totalidad del daño. Amigos, familia, privilegios, dinero, seguridad, estabilidad, vida.
Tiembla.
Hay mucho por perder en el lado opuesto de la balanza. El alma entera.
Decide:
—Lo haremos.
No hay vuelta atrás. Han escogido un tercer bando en la pelea de sombras y oscuridad, el punto gris que pocos tocan, que ignora. Perturbaran la superficie cristalina del agua, removiendo la suciedad en el fondo… y no pueden hacerlo solas.
La decencia le dice: «no hables, apoya sus pasos lejos de la ciénaga que han adoptado como hogar». Niega y justifica su andar en sentido contrario, la advertencia al hombre al que juró entregar su sangre. Esclavo del esclavo. Trastoca la lógica, la entumece y la adorna tergiversando el mensaje, haciendo irrelevante lo relevante.
Chuuya prioriza a lo mundano con una excusa patética: lealtad.
La traición a quien emprende el vuelo rumbo a la luz le aplasta la respiración, al retirarse de las oficinas de la mafia portuaria.
A bordo de un lujoso auto de importación, manejando a su siguiente encomienda, entiende su error y que es tarde. El jefe Mori alzó el teléfono al abandonar su oficina, marcando a quien deberá detenerla. Y a él, no le queda más que marcharse y aceptar que, cuando pudo elegir, eligió una senda que elegía a diario dentro de la mafia más grande de Japón. Secuestrar, torturar, esclavizar y violar mujeres, aún sin tocarlas, participando activamente a la cabeza de una organización que provee un producto de consumo, extrayéndolo de los hogares de la gente común que cree estar a salvo, colocándolo a la mano de la cartera que dicta precio a la dignidad de un ser humano. Eligió abandonar a la mujer que acudió a su encuentro confiando en la "familia", y se marchó sola.
Acabaría rápido su trabajo. Se ahogaría en alcohol. Los escombros de él, al día siguiente, pretenderían inconsciencia de las consecuencias de sus acciones, aferrado a la excusa eterna de la lealtad. Por lealtad uno ahorca gradualmente su consciencia. Forma cobarde de desviar la vista y tirar el gatillo.
El camino fácil.
Frágil.
La omisión de una elección distinta, por lealtad, es una elección en sí misma y conlleva responsabilidad.
El ardor en la palma le escalda la fina capa de alma que posee, abrasando sus entrañas. La quemadura superficial que cree, sanará al paso de los días, no sin dejar cicatriz, se convertía en herida mortal. La llamada del jefe de la mafia así lo rebeló.
El dolor no cesa. No es físico. Es el dolor de haber puesto una mano encima de su única familia, de negarle la única petición hecha en una vida de conocerse, dentro y fuera de las calles. El dolor de llamar traición a lo que ella hacía, y no a lo que él hizo. Una carga jamás experimentada en años de atrocidades, no por sus implicaciones morales, sino por las emocionales.
Emoción.
Frunce el ceño.
Detesta la palabra. La detesta unida a él y no puede desconocerla, menos negarla, desaparecerla o destruirla ni menospreciarla, ligada a la mujer oculta en las ropas de hombre, obligada a soportar su golpe con una entereza rebosante de retadora dignidad.
Gin demostró ser más fuerte que él. La resolución en la mirada fiera, lo era. Tomaba las emociones, y en vez de huirles, las abrazaba, las hacia suyas, las defendía y se paraba imponente delante suyo. Dolida, sí. Decidida, mucho más.
«Haz que entre en razón…» la voz del jefe pulverizó la firme imagen de su hermana, causa de orgullo, «… o lo haré por otros medios», reiterando la abominable fama de la mafia a la que pertenecían. No hay clemencia para los traidores.
El plazo de Gin para cumplir su trabajo vencía en una hora. Encontrarla, convencerla y hacer. Rogaba a nadie y a todo, lograrlo. No quería perder a su hermana. No quería tener que asesinarla y ahorrarle una muerte terrible ordenada por el jefe, si bien le iba. Cada posibilidad a su falla —o triunfo— le atenaza la boca del estómago.
Lo peor de su vida no ha sido el secuestro, las reiteradas violaciones, los golpes, el adormecimiento al que debe someterse para sobrevivir. Lo peor en su vida ha sido la indiferencia de los hombres que la miran con asco y aun así la toman, y de las mujeres que piensan que es libre, que eligió.
Y, quizás sí, todos los días tuvo que elegir dejarse ser comprada y vejada, por la necesidad de no morir.
