AQUELARRE

Capítulo 3: Redención


El mal maquillaje impuesto alrededor del ojo izquierdo acentuó y desfiguró la nube índigo del ojo morado, variando de negro al borde del parpado, a amarillo conforme se aproximó al lóbulo y la nariz.

La generosa gota de base barata, esparcida con la yema del índice y el pulgar, le escoció.

Repitió la operación resistiendo un quejido, emparejando el tono de piel. No era su color, estaba lejos de serlo. Cubriendo el rostro por completo disimuló la diferencia. Máscara de maquillaje que no callaba la hinchazón que a nadie le interesaba, ni siquiera a ella.

El golpe fue consecuencia de la redada del día anterior.

No tuvo ningún error cuando la policía entró. Ella aseguró ser mayor de edad y estar ahí por voluntad, suprimido el deseo de escapar y extinta la esperanza de recibir ayuda. Bueno, nunca tuvo ni uno ni la otra. Una ventaja. Rápido había entendido, de las experiencias ajenas, que no valía la pena gritar ni intentar huir, o creer que la policía la ayudaría, o que habría una mano amiga ahí afuera que la recibiera para redimirse y sentirse de nuevo… valiosa. Cuantas tenían esas fantasías en mente y lograban marcharse, volvían tarde o temprano por su propio pie, al encontrar que lejos de "casa" no quedaba casa para ellas. Más pronto que tarde optaba por estar ahí "por propia voluntad".

El golpe fue un recordatorio de su sitio, un «no olvides», que "papá" dio la orden de aplicar parejo a sus "hijas" tras su buen comportamiento. Un «no olvides» era mejor que un «te lo dije», o un «tu castigo», y lo agradecía.

Escuchó voces en la recepción.

Captó el acento característico de su mejor cliente. Dos horas con él. Hora y minutos de charla, el resto de sexo laxo, y cobraría el 25% de la cuota diaria. Con eso en caja salvaría el día, y si las cosas marchaban bien, no le preocuparía el «te faltó».

La vagina le ardía y le picaba. Infección. Inspiró y tomó una dosis de los medicamentos a mano. Un comprimido de «ya pasará», y una esninfada de «da igual». Consumidora obligada para olvidar, y promotora sin paga del polvo blanco y las pastillas.

Alisó el vestido remendado. La tenue luz rojiza escondió la diferencia de hilos, una diminuta consideración de vanidad para las presas, los clientes desinteresados en el empaque del agujero.

La plática del "tendero" y el cliente, ahogada por las paredes del pasillo, concluyó en la puerta del frete.

No fue novedad.

La cambió.

Pasaba en cada rotación.

Al llegar eres carne fresca. A la semana pierdes lo interesante, convirtiéndote en un "muy vista". Una buena noticia si los espacios en blanco en los horarios no se tradujeran en decenas de cardenales repartidos por el cuerpo, al son del dinero ausente en los bolsillos de quienes la habían traído hasta ahí para ganar dinero, no para ocupar una habitación vacía.

Presionó los labios.

No quería hacerlo. Debe, si desea ahorrarse la golpiza futura.

La única forma de evitar parte del castigo físico por su ineptitud era —quizás— proporcionando información. Y si las cosas marchaban bien —¡por favor!— la enviarían a ranchear fuera. Eso era mejor, pese al peligro de ser una puta en la calle, que quedarse esperando a que terminaran de aburrirse de ella.

Acomodó el sostén desgastado. Soportó un mareo. La coca aligeró las culpas y la conciencia. Sí. Levantar un falso a la chica nueva, a la guatemalteca que cruzó buscando dinero para enviar a su supuesta familia. A esa perra le inventaría que… que… se fue de boca suelta con… ¡el policía!, el gordo que la pedía cada viernes. Diría al tendero que la indocumentada lo acusó de retenerle los papeles, apenas pagarle lo suficiente para fingir que tenía un sueldo, y de violarla por las noches.

Una buena sacudidita. Si no la soportaba, le estaría haciendo un favor al enseñarle que no era sitio para ella y que, si a diferencia de las demás, estaba ahí "por voluntad", era mejor que se largara.

«», eso era, «un favor de los buenos», se mintió.

Todas se hacen el favor, una o dos veces...

Todas lo hacían.

A ella se lo hicieron muchísimas veces.

Veinticuatro horas después, tras varios gritos que ignoró en un sueño químico inducido por las drogas y el alcohol, se enteró de una habitación libre y de que, lejos, en una zanja, hallaron el cadáver de una mujer extranjera, sudamericana, sin papeles, vejada. Una perra tirada a la orilla de la carretera. Un apenas un titular en un pseudo-reportaje de una página pequeña de noticia locales en un red social. Puñado de reacciones, de burlas e insultos, un poco de compasión digital, y enseguida la puta pudriéndose en la fosa común y su muerte borrada de la consciencia colectiva.

Más temprano que tarde, el "tendero" descubrió su mentira.

Casi la mató y, al mes siguiente, dócil y resignada, fue embarcada como mercancía en un contenedor, trasportada más lejos de lo que estuvo nunca de casa… Dónde fuera que eso quedara.


—No recuerdo el viaje —se mira las baratas uñas postizas. En la huida cuatro volaron y dos están quebradas—. O no quiero hacerlo.

«Nadie querría», piensa Higuchi al unir a la historia de la joven los contenedores llegados de China al puerto. El hedor a excremento, orina, sangre y vómito, superponiéndose al de la humedad del mar y la hinchazón de la muerte de los cadáveres apilados al fondo, tras vaciar la mercancía viva. La labor de limpieza le daba arcadas, le escocia los ojos y la garganta. Era una de las labores menos gratas de la mafia, si es que había alguna que pudiera considerarse grata.

A la luz de la nueva información, las náuseas de los años prestada a semejantes labores se acumulaban de vuelta junto con la culpa. Esa emoción que creía haberse hecho experta en "no sentir" y que, en realidad, sentía bastante, sólo que prefería no escucharla y dejarla al fondo en un bisbiseo molesto.

Descruza brazos.

O el remordimiento la consume, o se enfoca en redimirse.

Redención.

«¿Tengo derecho a redimirme?»

«¿Aún puedo hacerlo?»

El celular suena y vibra en el bolsillo de su pantalón. Se sobresalta. Olvidó por completo que, pese a planear un golpe de estado, aun se encontraba a su servicio.

—Es Akutagawa-dono —informa al leer el nombre de contacto en la pantalla, imprimiendo en el formalismo una gota de alarma por el posible (obvio) significado de la llamada.

—Responde. No haremos ruido —se compromete, y compromete a la prostituta, Gin.

Higuchi asiente. Descuelga y la voz del otro lado le eriza la piel.

No es un secreto que su admiración por Akutagawa Ryunosuke está a un peldaño de lo insano, y es consciente de que cada que lo escucha la piel se le enchina y sus sentidos se aguzan. Sin embargo, esta vez la reacción física no se da por embeleso.

La emoción que impulsa la reacción de su cuerpo es un violento reclamo, un duro martillo alzado en alto y amenazando con caer inclemente.

«¿Qué soy para usted?», pregunta en su fuero interno. El cuestionamiento no alude a sentimientos y falsas ilusiones, se dirige a la dignidad humana, dignidad colectiva en que entiende que no, ella no es un caso especial, ni Gin. Ellas no son distintas a las otras, ni por orden ni por parentesco o relación. Ellas son iguales a las otras. Lo único que las protege de estar en un contenedor rumbo a un país distinto o en burdel, es el privilegio y la suerte.

El privilegio de caer en consideración para quienes podrían omitir su condición de humanas, anteponiendo su "utilidad", y la suerte de no haber caído.

—¿Escuchaste?

—No —responde, arrancada de su ensimismamiento, el coraje por delante, y enseguida la reformulación del pánico—… ¡l-lo siento! —la alarma disminuye, el coraje la encausa a un equilibrio inestable y momentáneamente funcional—, tenía la estufa prendida —excusa tonta.

—¡No tengo tiempo para tu inutilidad! —arranca Akutagawa, evidenciando su disyuntiva y la alteración que le provoca—, ¡busca a Gin! Y no importa el modo, haz que cumpla la misión de asesinar a la perra.

Furibundo, el hombre cuelga.

La explicación estaba de más para ambos. Higuchi sabe a qué se refiere sin haber tomado consciencia del discurso entero, previo al estallido, y él no iba a explicarle.

Guarda el celular. Mira a Gin. La joven asiente apoyada en la ventana. Una figura triste y resuelta, iluminada por la ciudad a sus espaldas. Escultura mezclando la delicadeza del cincel y la dureza del mármol. Bella.

—En una hora tendría que cumplir mi misión o enfrentarme a las consecuencias de la sedición, si no es que junto con las guerrillas de la Port Mafia que me han de buscar por órdenes de mi hermano, el jefe Mori habrá dado ya la orden de cazarme —pausa y prosigue, aceptando los designios de Yokohama—. Cumpla o no mi orden, ya no soy de fiar para ellos.

El cruce de brazos la protege del reconocimiento de hasta dónde llegan los límites de su "familia".

—Necesitamos ayuda —Higuchi da voz al pensamiento general.


—Las preguntas y las mujeres lindas no se llevan.

Lo caustico del comentario jocoso y casual de Dazai, apuntando a las dudas respecto a cuanto llamó su hogar y la condujeron a la Agencia, le retuercen el gesto a Gin.

«Contrólate», escucha a su hermano regulando sus emociones, recordándole la volubilidad indeseable de su feminidad, mientras él perdía la calma, indultado del calificativo de histérico y el juicio social por su arrebato, alentado a gritar y perder los estribos, exaltada su violencia como un rasgo positivo pese a lo indeseado de su destructora actitud.

Enfurece el doble.

—Flaco favor te haces al enmascarar tu limitación prejuiciosa y misógina, contra las preguntas del 51.2% de la población japonesa, en un estándar de belleza, Dazai.

El repudio directo de la detective al exmafioso, la asombra.

«Se ha sobrepasado», piensa, petrificada de terror. Ni en sueños, le hablaría con tal determinación tajante a un hombre con los antecedentes del que la sacó de las calles, y le dio un sentido (despreciable) a su insignificante existencia, por mucho que pensara que había sido asqueroso escucharlo menospreciar "galante" a las mujeres. «Ojalá tuviera el valor para hacer lo mismo», la admiración gana y da paso a la culpa por un deseo vil, repudiado por el sano juicio.

—Oh, yo no pretendía insultar a nadie —intenta corregir Dazai, no sin dejar notar una línea de resentimiento—. Hay mujeres hermosas e inteligentes también…

Yosano adelanta dos pasos dentro del medio circulo formado al centro del recibidor de la ADA, sin mirarlo, dirigiéndose a ella.

—Somos más que un estereotipo —le extiende una mano—, y en situaciones especiales como esta, además, somos hermanas, ¿no lo crees, Gin Akutagawa?

La mujer la reconoce como a una igual y no duda de su palabra.

No puede confiarse en nadie así, sin más, demasiado fácil, ¿no?

—Y soberbias —el escupitajo resentido de Dazai la envara.

La sombra del antiguo mentor de su hermano, el hombre que lo forjó a base de crueldad, emerge a espaldas de Yosano Akiko, con mirada rencorosa.

La mujer aguarda impávida. La oscuridad no la amedrenta. La conoce, y por la dureza en la comisura de sus labios curvos, Gin apuesta la vida a que no sólo la conoce mejor que Dazai, si no que, a un nivel más profundo y multidimensional, como sólo las mujeres pueden hacerlo.

—La palabra "soberbia" es un intento de insulto muy desesperado para un hombre de tu reputación, pero acepto la victoria.

La médico no aguarda a que entienda lo que pasa o se decida. Toma su mano. La estrecha. Es cálida y firme. Un ofrecimiento de la amabilidad.

—Sororidad —murmulla un código que no reconoce y, aun así, posee un sentido lógico y evidente.

Gin accede al agarre y lo presiona, ciñéndose a la esperanza que ha tocado puerto tras una larga y agotadora deriva.

La prostituta suspira aliviada y Higuchi retira la mano de la cintura, donde aguardaba su arma en caso de requerirse, de que la ADA se negara a ayudarlas y tuvieran que huir de ellos también.

Fukuzawa expresa su aprobación con un asentimiento no bien recibido por Dazai, y apenas admitido por Kunikida Doppo, el cuarto miembro de la ADA presente cuando las mujeres ingresaron por la puerta, solicitando ayuda con un ambicioso y precipitado plan en manos, y un conteo regresivo a sus espaldas.

—Es una tontería pensar que resultará —asegura Dazai—. Si en años ha sido imposible para la Agencia desmantelar la red de trata de la Port Mafia, ¿cómo van a lograrlo ustedes? —la cuestión omite lo evidente: "ustedes, mujeres".

Higuchi se dispone a responder, mostrando la tarjeta que trae consigo.

Su celular suena. Es una alarma diferente a cualquier otra. La para en seco.

Gin baja la cabeza. Su celular en silencio.

Dazai completa el fatalismo:

—Y, encima, con una orden de aniquilación al cuello.


Rogó que los años de servicio de Gin sirvieran de prórroga para retrasar el mandato de ejecución. Esperó demasiado de una organización que abandonó a uno de sus mejores perros al menor falló. Demasiada fe y demasiada decepción.

Abatida, Higuchi se negó a leer el mensaje enviado de las oficinas del jefe Mori.

Sostuvo la mirada a Dazai, entregando a Yosano la tarjeta de acceso.

Como mano derecha del jefe de guerrillas, y hasta cierto punto menospreciada en su grado de "riesgo", contaba con derechos especiales para acceder a documentos referentes a cargamentos, a los tratos más turbios e inhumanos de la mafia.

Ese acceso, era la base de su plan.

—Gin será el cebo. Entraré en las oficinas de la Port Mafia y les daré acceso remoto a los archivos. Será a cambio de protección, no para nosotras —añade, refiriéndose a ella y a Gin—, sino para la señorita Iyali —señala con la cabeza a la prostituta—, y todas las mujeres, niñas, hombres y niños en la red de trata de la Port Mafia.

Una locura, y la única opción.

—Será una masacre y no voy a estar aquí para verla —augura Dazai, retirándose—. Yokohama tiene mayores problemas de los cuales ocuparse. Cuando terminen —alza una mano a modo de despedida, dirigiéndose a sus compañeros—, me avisan para continuar rastreando Dostoievski. Iré por un trago.

«Sin el apoyo de Dazai-san»… se obligó a no seguir esa línea de pensamientos, a no desmoralizarse, confiando en la médico que evaluaba a la prostituta, cual si la retirada de Dazai no implicara una pérdida estratégica critica.

—Necesitaremos el apoyo de otros miembros de la Agencia —dice la médico, estudiando la serie de cardenales en el cuello de Iyali, dirigiéndose al director de la Agencia.

—Reúnelos —Fukuzawa indica a Kunikida—. El tiempo es vital.

Kunikida hace una negativa que la hiela. Si él también se niega, ¿qué harán…? Es sabido que, en la Agencia, el dueto del hombre idealista y el antiguo mafioso, en términos de autoridad, son el fuerte principal, a quienes debe acudirse para una tarea de tal —osada— envergadura.

—No debo ser quien lo haga —Kunikida sube los anteojos por el puente de su nariz—. Yosano-san es la adecuada para el mando en esta misión. Es su área.

La aseveración le produce desconfianza, y esta se diluye al analizar las palabras y observar la reacción de Yosano. Kunikida no apunta a un área por la condición femenina, en desentendimiento desdeñoso y condescendiente, lo hace desde el reconocimiento solemne. Es receloso por naturaleza, e indudablemente justo.

—Yosano —Fukuzawa aguarda a la médico, seguro del juicio de los suyos—…

—Llamaré a Kyouka. No necesito a nadie más. Entre menos seamos, el factor sorpresa es mayor.


«La ropa le incómoda», Kyouka hace la anotación para sí, desviando la vista de Gin a sus manos apoyadas en las rodillas y la yukata roja cubriéndolas.

Ha matado a treinta y cinco personas, y esa noche el peso de la cifra la agobia más que nunca.

Repetir el icónico conteo genera hartazgo en algunos. Lo entiende. Lo comparte. Es un conteo que desdeña, sufre y quisiera evitarlo por la comodidad del resto y propia. Sería fácil omitir una simple cifra de dos dígitos, ¡maravilloso olvidarla!, o guardar silencio al respecto, pero, no puede hacerlo. La autoflagelación no es un acto de conmiseración barata para generar pena. Es recordatorio de su oscuridad, de la necesidad de luz y de la memoria de a quienes les debe el vivir para zanjar una deuda imposible de saldar.

Treinta y cinco personas que en realidad son muchas más.

Asesinó a sus familias, amigos y conocidos, aunque Yasha Shirayuki no los atravesó. Lo hizo, arrebatándoles la felicidad, la alegría de quienes amaban y la dicha de su presencia. Peor muerte que la muerte misma.

La conciencia de la niña carga a los difuntos y a sus dolientes.

Estando ahí, escuchando la misión, una nueva realidad la sacude.

Fueron treinta y cinco personas que murieron directamente por su habilidad. Son muchas las víctimas de las cuales es responsable.

Mató a treinta y cinco. Raptó a más de esas en nombre de la Port Mafia, sin preguntar su destino, sin quererlo saber, y con gran probabilidad, acabando ahí, en a quienes ahora habría de rescatar. Mujeres destruidas, vidas desechas, familias en pena.

Mató a treinta y cinco y sostuvo el cuello de decenas.

La sangre corre por entre sus dedos, resbala, pese a no verla. Atsushi, la Agencia entera, matizan con circunstancias los hechos. Mentiras piadosas. Fue su privilegio seguir con vida, pese al uso que se le dio asesinando.

Gin se siente incómoda con la ropa de mujer, y quizás Kyouka la comprende. No es fácil hacer cara a tu responsabilidad, entender que no eres diferente de las víctimas y, menos, ponerte en sus zapatos aceptando la responsabilidad de frente. Para una, más literal que para la otra, las dos en el mismo barco que todas.

Treinta y cinco y el conteo crece.


No le gusta la falda, prefiere el pantalón, la ropa holgada, oscura, sin detalles femeninos, al menos que tenga que usarlos delante de su hermano que insiste, contradictoriamente, en resaltar su necesidad de ser femenina.

Pudo elegir un estilo sobrio o masculino de entre la ropa que le ofrecieron en la Agencia. No lo hizo. Optó por la falda y la blusa rosas, con encajes.

No se siente mujer, no se identifica como mujer, no entiende de etiquetas y nunca las ha entendido, no encaja ni con el rosa ni con el azul.

No.

Si ha elegido la tela suave y colorida, ha sido por rebeldía.

Quiere ser vista.

Alisa la falda, endereza la espalda y cruza las piernas con delicadeza.

Respira profundo. Lo hace varias veces, tratando de no pensar en la sensación de desnudes producida por el corte de las ropas o la sedosidad de las prendas.

Tiene que ser vista, los obligará a hacerlo esa noche y, después, podrá ser quien desea.

—No es fácil —dice Yosano, de pie junto al pizarrón de la sala de estrategias, tras indicar a cada una de las presentes, de la prostituta a Higuchi, de Kyouka a Gin, la parte del plan que le corresponde ejecutar.

—No, pero funcionará —concuerda Gin.

Una sonrisa amable y compasiva aparece en el rostro de la detective y médico, despidiendo a las demás mujeres, sentándose junto a ella.

—No me refería al plan —aborda sin vueltas—, sino a ti.

—¿A mí? —la preocupación expresada, el apoyo en la calidez de la mano tomando la suya, la hacen callar. Un nudo le sube de la garganta hasta los parpados, en cuyos bordes descongela despacio, anunciando el desbordar de su inmenso sufrimiento.

Pasa saliva.

—Vas a enfrentarte a tu hermano.

»No importa que tan lista creas estar. Por justa que sea la causa, ellos no lo aceptarán. Están acostumbrados a ignorarlo, a justificar que poseen derecho sobre las personas, y eres testigo, mejor que nadie, de lo difícil de reconocer el error y enfrentarte a un sistema por ello.

Yosano suspira, buscando las palabras adecuadas:

—Tienes que perder la esperanza en que los harás recapacitar, o perderás hasta la vida en esta cruzada por una tarea infructuosa —presiona, implorante, sus dedos—. Concéntrate en tu objetivo, en liberar a esas mujeres. Olvida el resto. Ellos ya eligieron su bando, y el perderte es una de las tantas consecuencias a enfrentar, como la tuya es plantarles cara, por imposible que parezca.

»No vas a estar sola.

Desliza la silla hacia atrás, parándose.

—No sé si Higuchi y Kyouka lo entiendan, pero puedo asegurarte que nos tendrás a tu lado como hermanas.

Ve las anotaciones en el pizarrón:

—«Todas somos una, y lo que le pasa a una debe ser nuestro problema, y debemos trabajar para cambiar esa injusticia.»* —cita Yosano a una mujer que no conoce, y aun así percibe cercana, a su par.


La aeromoza cruza el pasillo empujando un carrito viejo con frasquitos de agua y refresco, y chucherías varias que ofrece a los pasajeros del vuelo. El avión se mece al compás de la turbulencia. Nadie se preocupa por el detalle. No hay niños gritando ni personas histéricas. La gente duerme incomoda en sus asientos, platican o escucha música con una sonrisa. Es un viaje largo de México a Japón. Un viaje de negocios y luce sus mejores ropas.

Prada de pies a cabeza, exceptuando por la bolsa, una Cartier. En bolsas, prefiere Cartier.

Pasa el índice y el medio por su firme y turgente pecho, acariciando el collar largo y la piedra preciosa al centro.

«¿De qué joyería es?» Da igual.

Su tórax se mantiene inmóvil.

Sostiene el aire.

Niega con pomposa educación el ofrecimiento de agua de la aeromoza.

La empleada le sonríe, encantada por su porte. Mira a ambos lados asegurándose que no la ven. Abre un compartimiento del carrito de servicio y extrae una botellita de syrah. Le guiña un ojo en complicidad, depositando el obsequio en su regazo, deseándole buen viaje y se retira.

Le duelen los pulmones de no respirar.

Toma el vino. Quiere abrirlo y darle un trago.

Se está quedando sin aire.

Una niña hermosa, los ojos miel y la piel morena, la observa sonriente a dos asientos de distancia, por encima del respaldo. Viaja con su padre, un médico soltero que regresa de una misión altruista para Médicos Sin Fronteras. No es soltero. Es viudo. Su mujer falleció al dar a luz a la niña, y se ha dedicado a ayudar a los demás, y a cuidar de su pequeña, preciosidad sonriente y angelical que baja de su asiento corriendo rumbo a la guapa mujer latina a la que, por alguna razón, quiere llamar mamá…

¡No puede más!

Respira…

El hedor a pies, sudor y demás excrecencias destruye la ilusión, la devuelve a la cabina en que la mercancía es trasladada a sus nuevas instalaciones. La rotación del mes. El cambio de aparador. Tarea nocturna para eludir a la policía y sus interrogantes. Y ella, junto con las otras doce chicas repartidas, son la mercancía.

Se abre la puerta. Sale una. Está tan dopada que se ha orinado. Los hombres que la reciben maldicen en un idioma desconocido, la empujan y le echan una cubeta de agua fría limpiándola rápido. No hay espacio para el jet lag, ni para la adaptación o el aseo. Toca trabajar de inmediato, esté como esté, meada, cagada, drogada, enferma o como sea.

Otra chica entra. Es nueva. Se le ve en la cara moreteada, en los rasgos étnicos propios del continente asiático. En el temblor y el llanto. Su mente aún unida al cuerpo, resintiendo sin resistir la tortura, anhelando el apoyo de las demás. Pero ahí sólo hay cadáveres que no responden, que no tienen forma de hacerlo. Eso son ellas. Son envases vacíos.

Desvía la mirada. Contiene el aire de nuevo. Hay una historia que quiere completar en su mente, una ilusión que la ayuda a sobrevivir a la rotación que impide que echen raíces, que evita que la mercancía genere lazos y ponga en peligro a los dueños.

«Nos cortan las alas, el cuerpo, el alma, la voz, las manos y el reflejo mutuo», pensamiento fugaz.

No importa. Filosofar no sirve para una prostituta. Lo único útil es lo que hay entre sus piernas, sujeto al signo de pesos, dólares, yenes o yuanes, es todo.

Es todo.


Notas

Sé que tardo muchísimo en actualizar este fic, pero este es el primer fic que no hago por "placer" o por otra cosa que mera descarga, y me pesa mucho abordarlo, dado el tema, que es especialmente personal por mi profesión. Me pesa de una forma necesaria, y sí, con algo de miedo, no por la idea en sí, sino porque me preocupa el hate que pueda traer (en las poquitas lecturas que tenga), por cómo presento a los personajes masculinos. Y quisiera aclarar un punto ahí.

Mis personajes favoritos son Dazai y Akutagawa, también amo muchísimo a Chuuya, pero cuando pensé y pienso en este fic, en lo poco que hemos visto sobre la cara (aunque oculta) que forzosamente tiene que existir, de la Port Mafia, en la trama de Bungo Stray Dogs, no puedo concebir un Chuuya, Dazai o Akutagawa de otra forma.

Me disculpo si mi forma de presentarlos aquí les molesta, y sólo quiero que sepan que les agradezco llegar hasta aquí, pacientes a mi tardanza (que se debe a lo ya dicho y a situaciones de la vida, que me han complicada la existencia los últimos dos años), y mi forma de representar algunos personajes en este fic.

* Frase de Asha Ismail, activista contra la mutilación genital femenina, fundadora de la ONG Save a Girl, Save a Generation.