Disclaimer: La película y el libro son propiedades de Tim Burton y Caroll Lewis respectivamente.
Advertencias: Alice/Sombrerero.
Érase una vez, un sombrerero, y una chica, ambos locos.
Enamorados.
Tuvieron un hijo, como en cualquier bonita historia de amor.
Pero esta no era precisamente un cuento de hadas.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
...¿no?...
El pelo rojizo de Alex se movió cuando el viento sopló suavemente. Frunció el ceño. No le gustaba pasar frío y menos mojarse con las gotas de lluvia congelada. Sería mejor un mundo con nubes negras —oscuras, tenebrosas—, que un mundo en donde llovía casi todos los días de la semana.
Su madre lo esperaba, bastante preocupada y temblando; la puerta abierta de su casa con ella saliendo al exterior lluvioso y húmedo para buscarlo en cuanto apenas sus apacibles y claros ojos lo vieron a lo lejos. Al reunirse en medio de toda aquella niebla, ella se extrajo la chaqueta de los hombros y lo puso sobre los de su hijo, y él internamente lo agradeció, aunque no lo exteriorizó en palabras. El frío era casi glaciar, así que Alex entrelazó entre sus dedos pequeños la mano entumecida y delgada de su madre y entraron a su hogar. El fuego los esperaba.
Alex estaba completamente mojado.
Su madre lo llevó al fuego y le quitó la camisa blanca junto con la corbata y el polar del colegio. Él se abrazó a si mismo y se acercó más a la chimenea para entrar en calor más rápido. Su piel pálida como la nieve brilló al contraste del fuego rojo y naranja. Temblaba no tan violentamente. Su madre lo cubrió con una grande manta ploma y no sin antes sacudirla para desempolvarla.
Se quedó cerca del fuego.
—¿Estás loco? —lo regañó ella luego de ponerle una silla cerca del fuego y sentarlo en ella. Peinó su rojo pelo suavemente, aunque no importaba cuanto lo peinara, su corto pelo al poco tiempo inevitablemente estaría revuelto como rebelde nuevamente, negándose a ser un pelo normal. Sin posibilidad de arreglarlo—. Pudo haberte pasado algo malo ¿En qué estabas pensando?
El chico sacó la mano de su madre de su cabeza y la miró para luego darle una gran sonrisa.
—Estaba persiguiendo a un conejo blanco —se volvió a mirar al fuego.
La sonrisa en su rostro ya no existía, había desaparecido cuando ese pensamiento le pegó con fuerza en la conciencia y prefirió no haber dicho las cosas tan a la ligera, aunque se tratara de su mamá.
Tenía miedo que su madre lo creyera loco.
Sintió como su madre bajó el brazo con el que le había empezado a cepillar su pelo nuevamente. Ella estaba tiesa y el color en su rostro se había esfumado repentinamente. Alex miró a su madre por el rabillo de los ojos y la vio congelada, y si no fuera por el movimiento de la caja torácica, él pensaría que era una estatua o que le había dado un paro cardíaco. Ella miraba el fuego fijamente, como si fuera algo que, por todas las cosas del mundo, ella tenía que ver simplemente al fuego. Alex volvió su mirada al fuego, de un color naranjo con rojo y un poco de azul en las orillas.
—¿Madre? —la miró.
Su madre lo miró luego de unos segundos y que su respiración se volvió más agitada. La tristeza asomando por sus ojos marrones, los cuales igual estaban a punto de derramar lágrimas invisibles.
—Alex ¿Por qué perseguiste al conejo? Tienes un gato... ¿Acaso quieres tener otra mascota? —preguntó ella dejando su lugar y sentándose en un sillón que estaba en frente del chico. El pelo de su madre estaba suelto, pues a ella no le gustaba mucho hacerse un moño, tanto como no le gustaban los corsés y las medias.
—No.
—¿Entonces?
Silenció.
Alex miró el piso, sus ojos se pasearon por la alfombra bajo sus pies. No quería decirle que era diferente en ese conejo de los demás, tal vez lo creería un loco o puede que no lo quisiera más... ¡En que pensaba! Era su madre, no pensaría nada malo de él, después de todo ella le había cuidado sola todo este tiempo.
Alex miró a su madre a los ojos.
—Llevaba un chaleco azul —fue su simple respuesta.
Los ojos de ella se agrandaron, o tal vez era una ilusión suya, Alex no podía distinguirlo. Ella miró fijamente los ojos verdes de su hijo, quien incómodo aparto la mirada y la posó sobre las llamas ¿Fue bueno haberle dicho la verdad? Alex miró el fuego y se preguntó por qué este quemaba igual que la nieve si eran cosas totalmente diferentes. Tal vez porque eran amigos y le gustaba hacer el mismo daño al igual que los mismos peligrosos juegos.
También como los espejos, cuando miraba al otro lado, se preguntaba que pasaría si estuviera al otro lado del espejo ¿Sería todo igual? ¿O simplemente estaría él, solo? Después de todo, cada vez que se miraba al espejo tenía la extraña sensación de que el otro él lo observaría toda la vida o por lo menos cada vez que pasaba frente a este.
Mejor les dejaba las respuestas a los expertos.
La voz de su madre lo sacó de sus raros y alocados pensamientos.
—¿Tenía un reloj? —preguntó ella.
Alex la miró, perplejo. Su corazón empezó a latir rápidamente en su pecho, haciéndole doler las costillas y los pulmones o puede que algo más grande que eso. Sintió felicidad al saber que su madre sabía de lo que él estaba hablando, pero eso no era lo mejor era que no lo había tomado por un loco y llevarlo a un manicomio o algo similar.
Sonrió tanto como su felicidad le permitía.
Su madre era Alice Kingsleigh después de todo.
Era la única persona en el mundo que lo podía entender.
Alice despertó sobresaltada. Oye su sangre correr furiosa por sus venas.
Alex vio el conejo, lo vio y lo persiguió. ¿Se habría encontrado con una madriguera? ¿le habría perdido el paso y perdido? y si tuvo el mismo destino que ella, ¿se le ocurrió saltar para escapar de ella, de sus problemas? Tiempo atrás, cuando era joven y sus responsabilidades se basaban en viajar por el mundo, Alicia se prometió olvidarse del País de las Maravillas por el bien de su descendencia, por un mejor y más estable futuro. Pero el inframundo parecía atraer de Alex como si estuviera escrito en su sangre que él pertenecía a esas tierras.
Él le preguntó, con la curiosidad brillando en sus ojos claros y su jovial rostro emocionado por la historia detrás del conejo.
Levantándose lentamente de la cama, Alicia se miró en el espejo de cuerpo entero que era un viejo regalo de su padre y que ella postró a la izquierda de su cama. Su pelo rubio y ondulado caía desordenado como cascada sobre sus hombros y espalda, opaco y desgastado por el tiempo. Grandes ojeras sombreaban el borde inferior de sus ojos. Su pijama estaba subido arriba de sus rodillas, arrugado y mojado por el sudor. Disconforme, se arregló bajando la tela hasta que nuevamente le cubrió las piernas hasta la altura de sus tobillos. Sostuvo un bostezo e hizo tronar las vértebras.
Por el rabillo del ojo alcanzó a ver en su calendario la fecha rodeada con una circunferencia —o el intento de una— rodeando un acontecimiento importante. Casi volvió a acostarse cuando recordó que su envejecida madre le apetecía presentarle otro pretendiente. Sospesó la idea de vestirse con pantalones y no un vestido para espantarlo, como en los viejos tiempos. Pero eso solo provocaría problemas, y los suyos ya eran suficientes como para agregarles otros más.
Bueno, otras ideas llegarían tarde o temprano.
Y del otro lado estaba Alex. Si existía alguien más testarudo que ella, era su hijo. Sangre de su sangre. Testarudo como mula, sabía por experiencia como Alicia aborrecía los intentos de pretendiente por parte de su abuela, y negaba ser hijo de algún arreglo sin consentimiento. Alex prefería el tiempo a solas con su madre, diseñar máquinas en su cuaderno, decir siete cosas imposibles antes de empezar el día, y cocinar cuando el almuerzo se acercaba. Los deseos de un niño, inocentes, puros.
Le dolía, como una daga atravesando su corazón.
Un temblor bajó por su cuerpo.
—Madre —la llamaron.
Alex tocó la puerta insistentemente como si ella no le hubiera escuchado.
—Pasa —dijo en tono bajo.
Alex entró.
Las sábanas se hallan acurrucadas a los pies de la cama, por lo que Alex se sentó a la altura de las cadera de Alice y la observó con rastrojos de curiosidad flameando en sus facciones jóvenes. Alice miró el espejo con exacerbado desinterés, como si intentase ver algo en él. Como si un rayo hubiera caído sobre su cabeza, ella repentinamente cambió su postura y le sonrió a su hijo a través del reflejo. Alex parpadeó, y un segundo después le devolvió la sonrisa. Ambos sabían por qué él estaba aquí: escapaba de Helen.
—Trajo a otro pretendiente —le comunicó, sus ojos verdes escaneando las reacciones de ella—. No me gusta.
Alice sonrió.
—Imaginé que dirías eso —se giró, y bajando las piernas para que sus pies tocaran el suelo frío de madera, se acomodó junto a Alex. Él era alto—. Pensaré en algo para espantarlo... —enarcó una ceja—. Al menos que ya pensaras en algo.
—Aún nada.
—Entonces tendré que demorarme un poco más.
Esos ojos verdes la miraron atentamente antes de preguntar:
—¿Qué vas a hacer?
Alice se inclinó levemente y apuntó con el mentón a su armario.
—Ya lo verás, hijo.
Alex sonrió abiertamente, y Alice lo observó atentamente unos segundos. Él no le había contado la nueva visita del conejo blanco con chaleco el día anterior, ya le bastaba con la torpe conversación que tuvieron hace unas semanas. Ella le dijo que podía hacer lo que quisiera, pero que no se olvidara de preguntarle su nombre, ni su lugar de procedencia. Extraño, por decir lo menos, pero a estar alturas de su vida Alex ya estaba acostumbrado a las divagaciones de Alice. Y había olvidado preguntar ambas, demasiado perdido en el asombro de lo extraño. El conejo le pasó un reloj, habló del tiempo, y corrió. Corrió muy rápido. ç
Alex lo perdió de vista. Sus piernas eran lentas y torpes.
Su madre se levantó, su pijama revoloteando a la altura de sus tobillos, y se dirigió al ropero.
—¿Te espero en el comedor?
—Espera donde quieras —respondió ella, agachándose a buscar un par de zapatos— ¿Es mejor un sombrero o un vestido extravagante?
—Usa botas —le respondió—, y un pantalón de granjero.
—Esa idea es mejor —concordó ella.
Alex se levantó y se acercó a la puerta. No deseaba estar cerca de Helen en este momento, precisamente, pero quería darle a Alice un espacio de privacidad. Para suerte suya, no se topó con su abuela a la salida, y logró hallar el camino a su habitación sin ser entorpecido con la presencia de cualquier ayudante o sirvienta. Definitivamente, ese podía decirse que era su día de suerte.
El sombrerero se tumbó en una esquina de su hogar, pero no tenía su sombrero. Se meció adelante y atrás, adelante y atrás. Sus ojos grandes, entre verdes, amarillos y negros, estaban fijos en un vestido marrón al otro lado de la pieza. Un vestido que se burlaba de él, porque estaba inconcluso, porque no sabía cómo terminarlo y cómo era posible avanzar sin arruinarlo en un perfecta incongruidad.
—Marrón.
Pasó sus manos por la orilla de la mesa de trabajo.
—Sonrisa.
Tomó entre sus dedos una aguja sin hilo.
—Casa. Verde.
Eligió el marrón claro entre todos los colores, y desenrolló el hilo del carrillo.
—Té. Alice.
Le haría un sombrero, u otro vestido. De todos los tamaños, para que no tuviera problemas con la vestimenta cuando volviera al inframundo. Y de todos los colores, para que no tuviera excusa de no ocuparlos. Ella podría elegir. Hasta podría hacer que no vistiera dos veces la misma vestimenta. Más vestidos, muchos más vestidos. ¿Cuántos llevaba? no los había contado, pero estaba seguro que Mirana sí, así que se lo preguntaría más tarde. Mirana solía saber todo, no tanto como Absolem, pero lo suficiente como para saber cuántos vestidos hizo a lo largo de todos estos años.
Ignorando la pena que le causaba pensar en Alice, Tarrant volvió a fijarse en el vestido marrón. Estaba incompleto, y él lo sabía, después de todo era su vestido, pero se veía lindo sin estar terminado y eso no estaba bien. Para nada bien.
Las cosas inconclusas eran malas. Como la reina roja. Cabezona insufrible. Cabezona asesina.
Alice también dejaba las cosas inconclusas, pero era distinto. Alice no era mala, ni asesina, ni insufrible. Ella era un caballero... o una princesa vestida de caballero. Como la historia quisiera pintarlo. Si Alice decidía dejar las cosas inconclusas, estaba bien, porque ella siempre decidía lo que era correcto. Rara vez se equivocaba. Así que Tarrant la esperaba, y dejaba que pasara el tiempo —otro tipo insufrible, opinaba él—, porque Alice volvería a probarse sus nuevos vestidos.
Casi que podía verla sentada ahí, junto a él, sentada en la silla junto a la mesa, apoyando su mentón en la superficie, mirando curiosa cómo él trabajaba. Preguntando con sus ojos pero no con sus labios. Dolía, como cualquier sentimiento nostálgico y viejo, arrugado por los años, pero tan presente como el primer día. Tarrant ya estaba acostumbrado. Se podía perder la sanidad una vez, no dos veces. Así que llevó el dolor consigo.
—Alice —murmuró, probando su nombre con extraña sensación de amargura y felicidad.
Volviendo su atención a lo que llevaba en las manos, pensó en las siguientes telas que ocuparía para el nuevo vestido mientras no pudiera encontrar el color perfecto para terminar el que estaba colgando a su lado. Sonriendo, dejó la aguja con el hilo amarrado a un extremo descansando sobre la mesa, y se acerco a la pared derecha de la habitación, observando críticamente las telas que Mirana le trajo de otros países. Colores vivos, brillantes, opacos, combinados. Textura rugosa o suave. Podía elegir lo que quisiera.
En su loca mente pasaron imágenes de Alice en diferentes vestidos. Azules, rojos, blancos, pardos, naranjos, verdes, amarillos, negros.
Negro.
Al lirón le gustaba el negro. Tal vez podía confeccionarle algo antes de seguir con los vestidos de Alice. Aunque ver a Mallymkun se estaba haciendo cada vez más complicado con el tiempo, estaba seguro que tenía por algún lugar anotado los números del pequeño cuerpo de su amiga. Se acercó al escritorio que estaba frente a la mesa de trabajo y abrió los cajones al azar. No recordaba en cuál dejó el cuaderno de notas así que tardó un par de minutos en encontrarlo. Sonriendo locamente, sacó el cuaderno de cubierta de cuero manchado y desgastado, y buscó en las páginas añejas las tallas de su amiga.
Iba a devolver el cuaderno a su lugar cuando notó un sombrero celeste el cual el cuaderno estuvo tapando antes de que lo levantara. Con dedos trémulos, Tarrant sacó el objeto, distintos objetos cayendo de regreso al cajón abierto a medida que su mano subía. Era un sombrero viejo, roído y sucio. Y era de Alice, pero no de la Alice ausente, de cosas inconclusas. Era de Alice en el País de las Maravillas; la que se quedaba, de la que recorría los pasillos del castillo blanco a gusto.
Tarrant abandonó la sonrisa y apretó los labios. Pero ese gesto duró segundos.
No.
Guardó el sombrero y el cuaderno, ya no las notas memorizadas, antes de que los recuerdos lo alcanzaran y tuvieran el poder de dañarlo.
—Sombrero —murmuró, acercándose a las telas y tomando el pliegue castaño de textura suave—. Lirón.
Confeccionar un vestido normalmente le llevaba unas cuantas horas. No siempre fue así, obviamente. Antes podía llegar a demorar una semana, tal vez dos. La experiencia ayudó a reducir ese tiempo. De una semana a simples horas en menos de un día. Tardó muchos años en obtener tal tipo de profesionalismo, y aunque aún le faltaban unas horas menos para alanzar a su padre, estaba bastante satisfecho consigo mismo. El vestido de Mallymkun era pequeño, tanto, que necesitó de un dedal para sostenerlo y buscar hilos más delgados. Al seguir, se pinchó el dedo un par de veces, y al terminar, le punzaban las yemas, pero lo ignoró, la satisfacción abundando en su pecho cuando observó el vestido terminado en su mano.
Estaba anocheciendo.
Colocó el vestido sobre el dedal y se pasó una mano sobre su pelo desordenado, notando entonces la ausencia de su sombrero. Sorprendido, se miró brevemente en el espejo de cuerpo completo junto al escritorio. No sombrero sobre su cabeza, ¿dónde demonios estaba? el muy loquillo. Seguramente estaba jugando a las escondidas, pero Tarrant no poseía el tiempo para buscarlo. Marmoreal era muy grande como para encontrarlo antes de que la oscuridad le ganara al sol.
Si ese maldito gato era el culpable, otra era la historia.
Volvió a la vida de los despiertos cuando sintió algo duro le golpeaba el torso, con un estruendo sonido. No recordaba haberse dormido. El culpable era Thackery, quien se cayó de la silla a causa de la risa y se retorció en el suelo con los brazos cruzados sobre su estómago peludo. Mallymkun parecía enojada, tenía las orejas redondas pegadas al cráneo con brío y no lo miraba, saludaba o tiraba cosas.
En eso Tarrant se dio cuenta que estaba sentado en su sillón, frente a la mesa de té. Con la música de fondo. ¿Cómo llegó a ese lugar?
¿Había olvidado mencionar que el tiempo estaba enojado con él de nuevo?
—¿Hora del té? —preguntó.
—Té de la hora —respondió Thackery desde el suelo—. Hambre, mucha hambre.
—Se ve delicioso.
Tarrant miró la taza de té partida a la mitad que tenía en frente suyo. El plato de esta estaba lleno de té derramado, le llegaba hasta el borde, desparramado. Al parecer Thackery le había servido té por cortesía. Pero él no tenía hambre, para nada, además ¿es qué había alguna razón para no tomar té con sus amigos? No. Los extrañaba, y los seguía extrañando a pesar de tenerlos en frente suyo.
Agarró la taza y se la llevó a los labios por la parte que aún existía en la porcelana blanca.
Thackery había vuelto a su puesto y le había lanzado unas donas a Mallymkun quien se las había pedido, pero todas terminaron esparcidas entre una distancia de la mesa y el suelo. Ambos rieron. El sombrerero se contagió con sus risas.
—Tarrant —Chess apareció en la deprimente escena, a un lado del sillón de Tarrant. Se movió hasta quedar sentado en una de las tantas sillas de la larga y casi desocupada mesa del té—, Mirana me ha contado que quiere verte.
—¿Por qué razón, motivo o circunstancia? —preguntó sin despegar sus ojos negros de la media taza de té. Sus manos, pintadas de diferentes colores por la creación de sombreros, se movieron para dejar la taza partida a la mitad en el suelo y sostener el plato con el té, el cual se llevó a los labios para beberse el contenido. Se manchó la pajarita y parte de la camisa.
Chess sonrió abiertamente y desapareció, provocando, que a su vez el minino reapareciera al otro costado de la mesa, contrario del que estaba anteriormente. Apoyándose sobre ella con un brazo pardo y con el otro sosteniendo una gran taza de té que echaba con un poco de humo. Era una taza completamente blanca, en cambio del plato donde había estado, el cual era negro. El gato tomó un sorbo y luego sonrió. Dejó la taza lejos del plato.
—No doy detalles —ronroneó, se paró en cuatro patas sobre el tapete en el que estaba. Se subió a la mesa, con cuidado de no derramar o mover algo y movió su larga cola de un lado a otro, luego la enrollo lentamente, de modo que su cuerpo desapareció a medida que la cola empezaba a enrollarse. Solo quedó la cabeza del mínimo, su gran sonrisa y sus grandes ojos—. Buena suerte.
Y desapareció.
—Gato loco —rió Mallymkun antes de lanzar una taza que halló la rama de un árbol en donde su mango se enredó y provocó que la taza girara sobre sí misma un par de veces hasta quedarse estática, en donde nunca más ningún ser nacido en el Inframundo la iba a encontrar—. Gato muy loco.
Mirana cerró la puerta con llave para que nadie más que ella y el sombrerero entraran la habitación, aunque la posibilidad de que alguien más quisiera estar ahí era muy remota. La habitación de los espejos era difícil de complacer, y usualmente no dejaba que cualquiera entrara. Ni siquiera Mirana. Pero habían logrado un consenso y tenían libre albedrío por el momento.
Mirana había estado planeando esto durante una semana, tal vez un poco más, sin contar las noches sin dormir, pero lo hacía por él, para que su locura no terminara por derrotarlo. Una locura sin sentido. La mujer de blanco había pensado en un modo de que Tarrant pudiera ver a Alice, su caballero, aunque sea por lo menos una vez a la semana, o todo lo que él quiera. Mirana solamente esperaba que no se volviera una ambición para él mirar a través de un espejo todos los días. Si eso ocurriera ella tendría que tomar medidas en el asunto.
Se dirigió a su trono donde se encontraba el famoso sombrerero, sentado en la escalera de dos escalones blancos como la nieve, al igual que casi todo el castillo. Sus ojos negros estaban mirando fijamente el piso, en su rostro no había expresión alguna.
—¿Listo? —preguntó Mirana.
—Depende de si listo es lo mismo para ti que para mí —respondió el sombrerero, sonriendo.
La reina se limitó a sonreír, más por compromiso que por gracia.
—Vamos, querido y loco sombrerero.
—A sus órdenes, Reina Blanca.
En cierta forma, rara e imprecisa, Mirana tenía miedo. Un miedo de lo que se podría ver al otro lado del espejo y en cómo eso podría no ayudar al sombrerero, por lo menos, no como ella deseaba. Pero no podía dejarse llevar por futuros pre-creados inciertos de las que no tenía información ni poder. Tarrant no sabía lo que le estaba esperando. Es decir, Mirana le explicó algunos detalles, pero la mejor manera de comprender era que lo viera con sus propios ojos.
—Ven.
Él asintió, sus ojos verdes, amarillos y negros vagaron por el suelo unos segundos antes de ver a la Reina Blanca, quien lo estaba esperando pacientemente en frente de de un espejo curvo, mirándolo. Tarrant se levantó y la reina Mirana lo condujo por espejos y espejos hasta llegar a uno de color oro, casi rectangular. Mirana pasó sus largos dedos por la esquina superior, sobando una circunferencia verde. Eso era un extraño diseño que ningún otro espejo tenía, notó Tarrant.
¿Eso era bueno?
—Cuando estés listo di las palabras que te dije. El espejo te mostrará lo que quieras.
—Qué divertido —exclamó el sombrerero—. No sé lo que quiero.
Miró el espejo por más tiempo del debido, notando sus raras curvas, la forma alargada y el círculo verde. Se giró para ver a la Reina que se había apartado, pero ésta ya se había machado, dejándolo solo. Confundido, Tarrant se acercó al espejo. Miró el otro lado y cuando su reflejó dejó de mostrarse su corazón saltó emocionando con la anticipación.
Tarrant tragó saliva y dijo las palabras.
—Qué aventura más venturosa.
El sonido del tic tac del reloj que antes estuvo parado empezó a resonar de nuevo cuando Thackery tomó el otro reloj, el que marcaba los días del sombrerero. Ese reloj que siempre había traído consigo y que ahora estaba abandonado, al igual que el sombrero de copa en el patio, que viejo y algo raído, seguía siendo una parte importante de su dueño.
Era como si ya nada le importase, aunque lo ocultaba bien debajo de la sonrisa.
Y así era.
El sombrerero estaba sentado en su cama, que tenía de cobertor que era de muchos colores, como un arco iris desordenado. Tarrant miraba por la ventana al otro lado de su habitación, una ventana redonda con los bordes de color café oscuro. Miraba más allá, al cielo azul como el vestido que ella había estado usando cuando llegó por segunda vez al Inframundo. En verdad, las dos veces que había llegado usó un vestido azul o celeste. Tarrant no se había movido desde hace unas horas y cinco minutos infinitos. Sus ojos verdes sin moverse del punto de atención, al igual que todo su cuerpo, y solo se movían de vez en cuando para pestañear.
A veces el sombrero podía ser estrambótico, más de lo usual.
Thackery, incluso en su más profunda locura, podía notar que algo no estaba bien. Al sombrero le gustaba la libertad, le gustaba moverse de un lado para otro. Estar ocupado, con sombreros, con pantalones, con vestidos, con horas y horas de té y pasteles en una vieja mesa acompañando a sus amigos. No esto, no estar quieto en una habitación. No podía precisar qué, ni cómo, su cabeza no le daba para pensar tanto, pero entendía que Mirana era parte de la ecuación. Hubo gritos, y hubo lágrimas, también algo de té, pero eso fue su culpa. Creía que el té iba a solucionar todo. Solo lo empeoró.
Mirana nunca lloraba en público.
Mallymkun decía que era culpa del sombrerero, porque no se le podía levantar la voz a la realeza, pero Thackery no creía que era necesario buscar un culpable. Las cosas fueron así, nada más. Tendrían que aceptarlo todos. Si el sombrerero gritó, si Mirana lloró. No tenía por qué haber un culpable, solo una realidad. Y té. Mucho té. Thackery no le gustaba ver a sus amigos tristes, por lo que una vez que les tiró té y la furia del sombrero se centró en él, decidió correr lejos de Mirana, entendiendo que su amigo lo perseguiría. Mallymkun más tarde le contó cómo habían transcurridos los hechos cuando ambos desaparecieron, cómo Mirana fue calmada por el perro y los gemelos, que después la ayudaron a cocinar un pastel y como ella casi queda atrapada en el horno porque los gemelos estaban demasiado ocupados peleando entre ellos como para notar que la dejaron encerrada.
Las historias de Mallymkun eran divertidas. A Thackery le gustaba oírlas cuando estaban tomando té. O sea siempre, o casi siempre.
Dependía de lo que quisiera el señor Tiempo.
Se acercó al sombrero y dejó caer el reloj sobre sus piernas.
Tarrant no quería volver a entrar en la Habitación de los Espejos, no quería nada que ver con mirar el otro mundo. Él no volvería a mirar por ese espejo maldito, o algo así le dijo a Thackery, pero si quería ver a Alice. Ya sabes, era normal no entenderse a sí mismo y a veces no saber exactamente cuáles eran sus deseos era parte del paquete de la locura.
—¡Tarrant, tienes que salir de una vez! —gritó Mallymkun entrando en la habitación repentinamente y asustando a Thackery.
—¡Té! —gritó.
El sombrerero la ignoró, lo que provocó la furia del lirón. Tarrant siguió mirando la ventana como si no hubiera escuchado nada de lo que su amiga le estaba gritando.
—¡Sombrerero! —el gato de Cheshire apareció a su lado en la cama.
—Es inútil, ese loco finalmente ha perdido la cabeza —exclamó Mallymkun.
—Pero si su cabeza está sobre sus hombros.
—¡No me refiero a eso, Thackery!
—¿Entonces?
—¡A qué se ha vuelto loco!
—Pero si estamos todos locos —replicó, riéndose.
El sombrerero no los miró. Y moviéndose por primera vez en horas, se puso de pie y se dirigió a la ventana.
—Nadie sabe si ella va a volver, pero no puedes pasarte todo el tiempo esperando —dijo el gato ronroneando y sonriendo a la vez. Se acostó en la cama, mirando fijamente al sombrerero. Tarrant no respondió.
—¿Ella? —preguntó Thackery.
—Alice.
—¿Quién?
—La niña —respondió Mallymkun cruzando los brazos sobre el pecho, molesta.
—¿Viene a tomar té Alice?
—No —los bigotes de Mallykun se movieron tiesos cuando arrugó su diminuta y negra nariz—. Ella no va a volver.
—Oh —murmuró Thackery, repentinamente sintiéndose triste. A lo lejos, los cielos brillantes del su mundo se apagaron débilmente con la progresiva desaparición del sol. De repente, Inframundo no parecía tan especial como él había pensado.
Alice estaba terminando de vestirse.
Habían pasado por lo menos tres meses desde que conoció a Isaac.
No fue sencillo aceptar a otro hombre en su vida, pero una vez que dejó caer sus estándares, las cosas fluyeron naturalmente. Se mentiría a sí mismo se decía que era un hombre perfecto, porque no lo era, y era precisamente su naturalidad de ser él mismo cuando estaba con ella lo que le llamó la atención. Ojos oscuros, pelo castaño y piel morena. Su apariencia era lo que menos le importaba. Él sabía escuchar, y sabía crear, y ella estaba complacida. Apoyaba sus ideas, se reía de sus cuentos e inventaba los propios. No pensaba en el matrimonio, como ella, ni en oír las críticas. Estaba casi tan loco como ella.
Y se estaba ganando los pedazos libres de su corazón.
Pero por otro lado estaba lo más importante, su hijo Alex. Alice intentó aplazar decirle cualquier cambió en ella, en su forma de ver a los pretendientes de su madre, pero tardó tanto, que no fue necesario ocupar las palabras. Él un día los vio, acurrucados en un sofá cerca del fuego de la chimenea, y aunque Isaac no pudo verlo por estar ocupado en su libro, para Alice fue plenamente distinto. Ella lo vio, la traición y la rabia brillando en sus ojos verdes al otro lado del salón. Y ella lo persiguió cuando lo vio correr.
—Alex —ella lo llamó, gritó, susurró.
Le estaba haciendo daño.
Lo halló acurrucado a un costado de su gran armario, entre juguetes, papeles, ropas y otras chucherías. Sus ojos verdes vidriosos por lágrimas no derramadas y sus facciones contraídas en dolor y confusión. Sintiendo su pena como propia, Alice se dejó caer a su lado, abrazándolo y dejando que Alex descansara su cabeza sobre su hombros, el silencio cayendo sobre ellos.
Su corazón le había dolido entonces. Le importo que él sufriera y no quería verlo sufrir. Alex era lo que más importante en su vida.
Le contó todo, desde el mismísimo inicio. De Isaac, de Helen, de ella. Como estaba cansada, de sufrir, de esperar a que todo se resolviera. Y que Isaac era un buen hombre, un hombre diferente, y que ella estaba encontrando la felicidad de nuevo. Ese tipo de felicidad que un hijo no podía llenar. Y esperó a que Alex entendiera, y cuando lo hizo, le prometió que intentaría ser un buen hijo. Alice creyó en cada unas de sus palabras.
Alex cumplió su palabra, lentamente y con un gran esfuerzo.
Cuando Alice estuvo lista, se miró al espejo.
Salió de su pieza y pasó por el pasillo de los cuadros, donde se hallaban varias imágenes de su padre y toda su familia hasta llegar a las escaleras que descendían en forma de caracol. Las bajó rápidamente y se dirigió a la última puerta a la derecha. La habitación de Alex. Entró y se encontró a su hijo confeccionando con madera un nuevo modelo de automóvil, pintando la pieza de madera con delicadeza. Tanto era su cuidado, que era como si el objeto fuera de un valor invaluable.
Alice, a pesar de que la puerta estaba abierta, tocó tres veces para hacerle saber a su hijo que estaba en la pieza.
Alex dejó las piezas en su escritorio y se levantó de un salto. Miró a su madre y le sonrió. Lo que era una sonrisa triste.
—Madre, buenos días —saludó y se fue a su cama para tirarse en ella.
—Buenos días.
La cama gimió bajo el peso. Alex no parecía muy feliz. Alice se culpaba por la tristeza de su hijo y además ahora tenía que darle la noticia.
—¿Cómo has estado? —preguntó a pesar de saber la respuesta.
Alex miró el techo. Sus ojos verdes estaban un poco opacos. Suspiró.
—Ayer no me pude dormir hasta tarde —respondió sentándose en la cama poco a poco, pues los brazos de dolían tanto lanzar cosas cuando su madre estaba durmiendo. Pues necesitaba de alguna forma liberar toda esa rabia que contenía todo el día al ver a su madre en brazos de un hombre que a él no le agradaba solamente porque no le veía el lado bueno—. Tengo sueño, así que si no es mucha molestia... Dormiré.
Alex esperaba que Alice se fuera de su habitación, ella podía verlo. Lo entendía.
—Tengo que contarte algo —susurró Alice, esperando que su cansado hijo no la escuchara. Pero, sin saberlo, ella subió un poco más el tono de voz sin querer.
Se sentó en la cama junto a Alex y le acarició los rojizos cabellos.
—¿Qué es?
Alice trató de deshacer en nudo que poco a poco en los próximos dos últimos días había estado formándose poco a poco en su garganta, pues decirle a Alex lo siguiente sería como traicionarlo y él jamás la perdonaría. Cerró los ojos y tomó mucho aire, dejando que este estuviera un momento en sus pulmones antes de volver a expulsarlo con rapidez. Miró a su hijo, viendo que este ahora la miraba a ella fijamente.
Eso no mejoró las cosas.
—Verás... —empezó— ayer sabes que Isaac y yo fuimos a comer.
Él asintió con pocas ganas. Dejó de mirarla al sentir que estaba incomodando a su madre, ya que esta se removió un poco inquieta en la cama. Su mano seguía acariciando sus cabellos rojos.
—Y bueno... él me pidió que me matrimonio. Más bien, se lo he pedido yo.
Antes de que pudiera terminar Alex saltó de la cama, y de un golpe secó sus pies tocaron el suelo. A él le dolió el golpe, pero le dolía más saber que su madre se iba a casar, después de haberle prometido a sus cinco años que jamás lo haría. Alex no podía creerlo, su madre había roto la promesa y él no le gustaba que rompieran las promesas.
No, ella no puede, no puede hacerme esto. Ella prometió... Ella me dijo..., sus pensamientos lo estaban molestando. Por su cabeza pasaban millones de imágenes, una tras otras, ninguna imagen o recuerdo era de él, eran raras, eran de otro lugar. Él pudo ver a su madre, en varias de esas imágenes, pero en otras vio a animales y una hermosa reina blanca.
Sacudió la cabeza.
Le empezaba a doler.
Alice lo miraba desde su cama. El dolor cruzó el rostro de su madre.
—Alex.
—¡No! —gritó—. No es justo —y salió corriendo de la casa.
No quería mirar para atrás.
A Alex no le importó escuchar los gritos desesperados de su madre a sus espaldas. No le importó que no supiera a dónde ir, tampoco que no sabía dónde lo dirigían sus pies. Él solo quería alejarse de todo, quería pensar que era un sueño ¿Y si en verdad era un sueño? No, era imposible que fuera un sueño, de ser así esta sería una pesadilla. Pero todo era verdad, y eso era lo que más le dolía, además de que su madre había decidido traicionarlo. Alex no quería a otro padre, no quería un hombre que le diera órdenes, alguien que no estuviera relacionado con él.
Lo que él deseaba era saber que era lo que había pasado con su verdadero padre. Quería saber por qué su madre nunca le había hablado de él. Deseaba que su madre no se casara porque el presentimiento de que él no era bueno para ella le carcomía por dentro, diciéndole que tenía que terminar con todo antes de que sea demasiado tarde, antes de que ella hubiera cometido el más grande error de toda su vida.
Llegó al otro lado de todo el prado que había recorrido. Ahora él se encontraba entre grandes árboles. No había camino, ni siquiera algo que le dijera porque camino ir. Nada. Ni siquiera un agujero en un árbol para refugiarse...
Excepto un agujero de conejo.
Alex se acercó al agujero con curiosidad. Esa era la cosa más curiosa que había visto en su vida. Se agachó y miró en su interior. Estaba muy oscuro, tal vez si se inclinaba un poco más podría ver la profundidad de este. Se acercó más y repentinamente cayó dentro. Al principio se asustó pensando que se pegaría fuerte, pero luego se percató de que el agujero era largo, como si no tuviera fin, o era que él estaba cayendo muy despacio. Había cosas extrañas en el agujero, en este se encontraba un piano, mesa, copas, botellas, guantes, y muchos muebles diferentes.
El suelo chocó contra él, o él chocó contra el suelo. No sabía exactamente, pues todo era tan raro. Se levantó del suelo, y su cabeza se pegó con una mesa de cristal. Alex se frotó el lugar adolorido, y miró la mesa con detenimiento luego de haberse sentado en el suelo.
Este tenía una etiqueta.
Bébeme.
Eso era lo que decía la etiqueta. A su lado una llave ultra pequeña. Alex la miró con detenimiento y luego miró las puertas que estaban a su alrededor. Estas eran muy grandes para la pequeñas cosas que tenía en su mano. Al menos que... Se levantó y se fue para ver detrás de una gran cortina que se esparcía un poco por el suelo frío de la sala en donde estaba. La corrió y vio una pequeña puerta. La llave en sus manos era pequeña, por lo que le costó un poco sujetar bien el objeto sin romperlo y luego abrió la puerta.
Sin embargo, era tan pequeña que no podía pasar. Así que dejo la llave al lado de la puerta en el suelo y se fue de nuevo a la mesa.
Miró el frasco.
¿Qué haría esa cosa?
La miró con detenimiento y luego la tomó y la abrió. El líquido en su interior era raro. ¿Qué le iba a pasar si era algo malo? Bueno, tenía que intentarlo y saberlo.
Bebió un sorbo.
El sabor era raro, algo así parecido al té... Pero de canela y a él le encantaba el té de canela.
Sintió que algo raro le pasaba a su cuerpo, como que todo lo demás le empezaba a quedar grande. La mesa y las otras puertas ¿Por qué la pieza de pronto había empezado a agrandarse? ¿O era que él se estaba volviendo pequeño? Sí, la segunda opción era, pues la ropa le empezó a quedar grande. Hasta que quedó con una gran montaña de ropa encima de él. Salió de ese asfixiante lugar y se miró.
Tenía ropa nueva.
Unos pantalones cafés y una camisa blanca que le quedaba grande.
Se fue a donde estaba la puerta, tomó la llave que había dejado en el suelo y que ahora estaba perfecta para su tamaño y abrió la puerta nuevamente.
Al otro lado había un hermoso jardín... Ese jardín y un gato que le estaba sonriendo.
—Interesante —maulló el felino.
Los ojos verdes de Alex brillaron de la sorpresa cuando vio la larga, y repleta de dientes, sonrisa del gato que estaba flotando en frente suyo. Tenía que admitir que el gato era bastante grande. No, verdad que el contenido de la botella que probó lo había hecho pequeño. Él era el chico y el gato tenía su forma natural. No debía de olvidar que era pequeño y que tenía que tener cuidado.
Este gato de un color extraño ronroneo y se paseó alrededor de él, mirándolo detenidamente, como si él fuera algo interesante digno de tanta atención felina. Pero no le gustaba la mirada de ese gato con eso enormes ojos y el ronroneo constante que salía de lo más profundo de su garganta peluda. Alex miró al gato, sin quitarle la vista a sus grandes ojos mientras este daba vueltas alrededor de su cuerpo.
Sintió un escalofrío.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó el gato una vez en frente de él. Su cuerpo había desaparecido por completo, dejando solamente su cabeza.
Lo que para Alex no pasó desapercibido, pero decidió que era mejor ignorarlo, pues algo le decía que encontraría —o ella las encontraría a él— cosas mucho más raras que un gato que no tiene cuerpo, pero si una gran sonrisa. Así que era mejor dejar toda la cordura de su mente —si es que le quedaba— pata gastarla más ratos en otros acontecimientos.
—Alex.
Las pupilas del gato se dilataron asombrosamente y su sonrisa aumentó de tamaño, mostrando más dientes que antes.
—Bien pues, Alex, tus ojos me parecen conocidos ¿nos hemos visto en otra parte? —el felino dejó aparecer todo su cuerpo. Pero no quitó sus ojos de Alex, quien cada vez se sentía más incómodo.
El chico negó con la cabeza rápidamente.
—No lo creo. He caído por un agujero profundo y me he encontrado aquí sin más. Nunca antes he visto este lugar —miró a las flores que parecían como si estuvieran durmiendo, al igual que los grandes árboles azules de tronco morado. El lugar era grande, se podría decir que era una selva, pero jamás en otro lugar había visto las flores y los árboles de colores tan extraños—. Pero esta en mi memoria —volvió a mirar al felino y se frotó las sientes con fuerza. Imágenes del lugar estaban en su cerebro, él las veía como imágenes borrosas, pero aparte de eso nada más.
Odiaba no recordar con claridad.
A pesar de que no fueran sus recuerdos, era preferible saberlo a tener que pasar por ese dolor de cabeza.
—¿Recuerdos? —las pupilas del gato se agrandaron.
Alex se dio cuenta de algo que había saltado por alto.
—¿Por qué hablo contigo? —preguntó.
No le gustaba lo que pasaba, se sentía algo desencajado en ese mundo donde los gatos hablaban y las plantas no tenían sus colores normales. Pero de todas formas mejor que estar con su madre y con Isaac en Londres, con ellos dos juntos y que pronto estarían juntos. Aún no podría creer que su madre se iba a casar con ese tipo.
El gato volvió a sonreír.
—No lo sé. La respuesta a esa pregunta solo puedes responder tú.
—Te lo he preguntado a ti —a Alex no le agradaba que un animal tenga más razón que él. Pero dadas las circunstancias se podría decir que el gato tenía una inteligencia superior a la suya. Lo que lo decepcionó un poco, pues él era el mejor en su clase—. Bien... no importa.
Rodeó al felino para seguir el camino a un lugar desconocido. Lo único que quería en esos momentos era alejarse de lo que lo molestaba. Tal vez el camino lo dirigiría a ninguna parte en especial, pero era mejor que quedarse así, parado hablando con un gato que sonríe a cada momento y que lo miraba con esos ojos atemorizantes. Todo era mejor que quedarse parado sin hacer nada.
A medida que se empezaba a alejar sus pasos se hacían cada vez más lentos. No escuchó nada a sus espaldas, por lo que concluyó que estaba totalmente solo en esos momentos. Disminuyó aún más el paso, pues quería ver los raros árboles con sus raras frutas amarillas y triangulares en algunos y en forma de cubo con un color marrón en otros.
Se acercó a uno.
—Si vas por ese camino llegaras a la casa del Sombrerero loco —ronroneó el gato a sus espaldas.
Lo había estado siguiendo en silencio.
Alex detuvo su camino al árbol.
—No lo sabía. Gracias. —su voz era de un tono bajo, pero él trato de ser lo más amable posible.
El silenció le siguió. Un silenció que molesto a Alex, al no saber si el gato seguía persiguiéndolo o se había esfumado como hace un rato lo había hecho todo su cuerpo. Era algo así como evaporarse, sí, eso era, ese gato se evaporaba por lo que podía flotar y aparecer y desaparecer cuando se le apetezca.
Era una criatura libre.
Alex deseó ser libre para así liberarse de todos los problemas que en ese momento lo enredaban.
Pensó y pensó hasta que en un momento se detuvo abruptamente.
¿Cómo iba a poder volver, si es que en un determinado momento se le ocurría ver nuevamente a su madre?
—¿Quieres una galleta? —ronroneó el minino a sus espaldas. Alex se dio la vuelta y asintió. El hambre empezaba a hacer mella en él.
—Mientras no esté envenenada.
La risa del gato le resultó muy gutural y profunda para ser amigable.
—Thackery jamás envenenaría a sus invitados.
Alex frunció los labios.
—¿Quién?
Tarrant se sentó en la mesa de té y se llevó el tazón a los labios, observando el cielo parcialmente nublado sobre el molino de viento. El señor Tiempo había encontrado un extraño clima para detener el avance de las horas. No entendía el motivo de su rabia, Tarrant no hizo nada más aparte de lo habitual. El señor Tiempo tenía un mal genio, eso debía de ser. No existen más motivos.
Mirana lo iba a solucionar, como siempre. El tiempo volvería a ser normal, y tal vez la eterna lluvia en espera empezaría a caer sobre la mesa, borrando todas las manchas de té.
—Tarrant —el gato de Cheshire apareció en frente suyo, una gran sonrisa levantándose en sus labios delgados—. Tormentoso día, ¿no crees?
El sombrerero no levantó la vista al felino miedoso.
—Adiós.
—Veamos, veamos, esa no es forma de echar a los pocos amigos que aún te quieren visitar mi querido y loco amigo —Chess se sentó sobre una silla que estaba al otro lado de las tres mesas juntas. En aquella particular mesa se hallaba una gran taza de té, tan enorme que Chess tuvo que acercarse a la taza en vez de la taza a él, para poder saborear su exótico sabor de Madllena mezclada con Godash extraídos de los únicos árboles que aún daban el fruto en el reino vecino.
—No —la voz de Tarrant apenas fue un susurro que pocos podrían escuchar—, no quiero visitas —tomó una taza de té amarilla y se la quedó mirando con detenimiento con sus ojos verdes, amarillos y negros. Pareció considerar si era buen momento para tomar ese té en particular—. La hora del té ya pasó.
—La hora del té nunca acaba para ti. Sé que el señor tiempo que enojó contigo de nuevo y que te ha dejado en la misma hora de antes.
—¿El señor tiempo?
—Viejo gruñón. Buen amigo de Mirana.
Los ojos de sombrerero lo miraron detenidamente.
—El señor tiempo no es amigo de nadie... amigo... ¿ella? —su voz se fue haciendo cada vez menor hasta que Chess dejó de escucharla. El sombrerero nuevamente bajó la mirada a la taza en sus manos y luego la tiró contra un árbol, de forma que esta al estrellarse se convirtió en millones de pedazos que quedaron esparcidos en las hojas rojas del árbol. Luego se volvió a sentar—. ¿Qué quieres? ¿Por qué estás aquí, gato insufrible?
—¿Ahora yo también soy insufrible? esta vez no fui yo quién te robó el sombrero.
Los hombros de Tarrant temblaron.
—El sombrero no fue robado.
—Claro que no —respondió el gato—. Lo tienes escondido.
—Perdido.
—No, escondido.
—Como quieras.
Chess se levantó de su asiento y se fue flotando a la taza rota. Tocó con su pata peluda uno de los trozos de porcelana y repentinamente los pedazos pequeños y grandes en el suelo comenzaron a temblar violentamente, y de un minuto a otro, las piezas se acercaron entre ellas, y la taza nuevamente estaba arreglada en una sola pieza.
Era como si estuviera nueva. Tal vez lo estaba.
Ojalá arreglar el resto de las cosas fuera así de sencillo.
El minino de Cheshire la tomó y la fue a dejar junto a su gran taza. La usó para beber más cómodamente el contenido del tazón gigante, sumergiéndola en el líquido y luego llevándosela a los labios felinos. Después de acercó a Tarrant, quien tan tieso como en los últimos tiempos, sostenía otra taza entre sus manos dañadas y coloreadas. Chess giró en el aire con un aire desinteresado.
—Tengo a alguien que quiere verte. Bueno, tal vez no verte, pero me dijo que quería conocer este mundo —sonrió—, y como eres parte de esta trágica escena, supuse que podías ser parte del recorrido.
—Gato idiota.
—¿Ese es un sí? De todos modos, no estoy preguntando.
—¿Quién iba a bajar al Inframundo? —preguntó el sombrerero, aunque no parecía interesado.
—A cualquiera que las puertas puedan traer. Sabes cómo funciona esto. Tenemos que darles una buena bienvenida, que aprendan en del lugar al que han llegado... o aterrizado. Mirana estaría muy decepcionada si no hago mi trabajo.
—¿Un humano?
—Sí, un muchacho. Creo que te agradará.
—Pero no es Alice.
—No —negó el gato lentamente con su gran cabeza—, no lo es.
El sombrerero se levantó lentamente de su mesa para quedar a la altura de los ojos de Chess y se lo quedó mirando por unos segundos. Cheshire tuvo el repentino deseo de evaporarse antes de que esa mirada pudiera quemarlo, pero en cambio, agrandó la sonrisa y enroscó levemente la cola sobre sí misma. Si el sombrerero llegaba a perder la cabeza de nuevo, iba a tomar otro rumbo con el muchacho. No estaba de humor para soportar esos repentinos cambios de humor. Después de la galleta de Thackery, había pensado que era mejor llevar al niño a conocer al sombrerero por la divertida semejanza física de ambos, pero ahora empezaba a dudar de la emoción positiva de esa decisión.
—¿Quieres que lo traiga? —preguntó, solo para asegurarse.
El sombrerero tardó en responder, volviendo lentamente en sí.
—Bueno —murmuró apenas abriendo la boca. Sus ojos perdidos en la mesa frente a él.
Tarrant lo pensó por unos momentos, y Cheshire casi podía ver sus pensamientos flotando sobre su excéntrico cabello naranjo; ¿en verdad quería visitas en el molino? ¿en realidad le importaba saber quién era el nuevo visitante de Inframundo? Encogiéndose de hombros, miró el bosque detrás del sombrerero y lo llamó:
—Hey, chico.
La figura delgada del muchacho apareció lentamente detrás de un árbol hasta que se formó un cuerpo que era una figura negra puesto que el sol no llegaba. Era un hombre, y se podría apreciar desde lejos que estaba usando pantalones y una camisa que le quedaba grande. La figura salió de entre las sombras y se acercó lentamente hasta la mesa. Tarrant se giró lentamente, viendo el pelo rojizo del joven, los ojos verdes. Ese joven, que tenía que tener aproximadamente quince años, y estaba algo nervioso, se retorcía las manos y no levantaba la mirada.
—Ven —dijo Chess entre burlas—. No es momento de ser tímido.
El chico lo fulminó con la mirada y se acercó lo suficiente. Se sentó en una silla que estaba cerca de donde antes había estado sentado el minino de Cheshire.
—Hola.
—¿Quién eres? —preguntó el sombrerero luego de salir de su mente por unos segundos.
El muchacho levantó la vista y miró con sus brillantes ojos verdes a Tarrant.
—Me llamo Alex —respondió mirando la taza y el pastel que estaba posado sobre un plato dado vuelta. Para Alex ese era el pastel más raro que había visto a lo largo de toda su corta vida, pero vaya que si había visto diferentes tipos de pasteles en los viajes de su madre—. Vengo de arriba... creo.
—Este pastel es de Mushsh con Artc rebañado un poco en té —señaló Cheshire—. Era el favorito de Tarrant.
El sombrerero frunció el ceño y miró molesto al gato.
—Sigue siendo mi favorito.
—Si fuera tu favorito ya te lo habrías comido.
—Me lo comí.
—Mentira, aún queda un poco.
—No quería más. Prefiero el té.
Alex miró atentamente al sombrerero. Ese hombre pálido, con las manos manchadas con dedales, de traje extraño y pelo naranja chillón. Esa imagen eran nuevamente los recuerdos ajenos que se acumulaban en su mente, esos recuerdos que los cubría una niebla y le impedía ver claramente. El gato de Cheshire flotó en el aire cerca de su rostro.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Alex al sombrerero.
—Tarrant —respondió el sombrerero sentándose nuevamente en su silla. Le dolían las piernas. La extraña sensación que de un momento a otro iban a fallarle le agarro de golpe— y este es Chess.
—Lo sé.
Alex miró a Chess como si hubiera descubierto un tesoro. Luego se volvió a Tarrant.
—¿Cómo es que has llegado al Inframundo? —preguntó el sombrerero.
Alex se aclaró la garganta. Debía de admitir que no se sentía cómodo con esos ojos verdes mirándole junto a un gato que se sentó en una silla a su lado. Empezando a tomar de otra taza de té, olvidando por completo la que ya había empezado. Se removió un poco en su silla para quedar cómodo y tomó la taza de té entre sus manos. El contenido de esta era un pequeño remolino de amarillo con rosado.
Vainilla y fresas, pensó.
—Caí por un agujero luego de escaparme de mi casa —su voz era algo temblorosa y pastosa. Le dolía recordar los errores de su madre— luego me encontré con Chess quien me trajo para acá.
Tarrant quedó con cara pensativa.
—¿Escapado? Eso está mal, muy mal —sonrió brevemente—. Tuviste suerte de encontrar el agujero del conejo. Pero, ¿por qué? al agujero loco no le gusta aparecer más que para ayudar.
Alex no respondió inmediatamente. Si el agujero necesitaba una razón para aparecer, ¿entonces por qué no apareció antes? ¿Y por qué a él, exactamente? estaba seguro que no era la única persona con problemas en Londres, o más global aún, en el planeta. Por otro lado, si un gato y una liebre podían hablar, que un agujero eligiera a sus víctimas no sonaba tan descabellado.
—Mi madre se iba a casar —tomó aire, llenando sus pulmones con el frío aire del clima que rodeaba la mesa de té—. No era mi padre y no quería... —se detuvo, sus hombros tensándose ante la idea—. Puede que exagerara un poco.
—¿Un poco? —se burló Cheshire, de nuevo junto a su taza de té gigante.
El sombrerero estaba en silencio.
—No te burles —le espetó bruscamente Alex.
—¿El nombre de tu madre? —preguntó el felino moviendo se ahora por el aire como si de una pluma se tratase.
Alex frunció el ceño.
—Son muchas preguntas —el muchacho no quería responder más. Estaba algo pendiente con el té de dos colores que formaba un remolino divertido que se movía de derecha a izquierda dependiendo del sentido en que miraras la taza. De vez en cuando esa taza cambiaba, de un modo inexplicable y se movía para la derecha. Otros recuerdos de vinieron a la cabeza, pero esta vez eran voces: Puedes quedarte. Viaje bueno. Te llevaré con la liebre y el sombrerero, pero eso será todo. El País de las Maravillas—. Estoy en el País de las Maravillas —murmuró, asombrado.
El sombrerero, quien había estado hablando algo con el gato a su lado, o discutiendo, lo miró, sus ojos más amarillos que verdes.
—¿Qué? —preguntó.
Alex se sintió repentinamente cómo si hubiera dicho algo grotesco.
—El País de las Maravillas —su voz salió ronca y baja—. Así se llama este lugar, ¿no?
Tarrant se congeló en su lugar. Chess apretó las orejas contra su cráneo y la sonrisa se le borró del rostro.
—País de las —repitió el gato— Maravillas.
Alex se encogió.
Algo de dijo que las palabras que había escogido no eran buenas.
Se levantó brevemente de la silla, pensando en que mejor sería salir lo más rápido que sus torpes piernas pudieran permitirle, de ese lugar. Tal vez si corría lo suficiente el sombrerero no lo alcanzaría. Pero por cómo se veía, así, congelado, como si acabase se pronunciar su sentencia de muerte, lo detuvo. Decidió que correr no era una buena opción.
Así que se sentó y esperó.
El viento sopló fuerte y frío. A Alex le entró un frío escalofriante, el cual le recorrió el cuerpo haciéndole temblar involuntariamente. La taza en sus manos se tambaleó un poco y botó té en el suelo y en el mantel rosado.
El minino a su lado desapareció y reapareció al lado del muchacho, con las orejas ciadas. Sin sonrisa. El pelaje del gato estaba un poco erizado, como si estuviera la defensiva. Pero Alex se dio cuenta que nada malo pasaba con el hombre loco de ojos negros al otro lado de la mesa. Aparte de que estaba sufriendo, bastante, y él le comprendía.
Era casi lo mismo.
¿No?
El sombrerero miraba la taza de té en sus manos, al parecer ya algo más calmado que hace unos segundos atrás, sus ojos tornándose suavemente al verde vivo y brillante. No se movió, apretando con fuerza la taza. Alex se preguntó cuánto resistiría la porcelana antes de romperse.
—Sombrerero —el hombre no lo miró.
Otras palabras entraron a la mente cansada de Alex, tales como: Mirana, Mallymkun, Fiesta del té.
El chico sacudió su cabeza.
El País de las Maravillas era un excelente lugar, según los cuentos de su madre, y si este era ese lugar, entonces quería explorarlo hasta el más mínimo detalle. Sus flores, sus sabores, sus tierras y sus mares.
Deseaba jamás despertarse.
—¿De dónde vienes? —preguntó repentinamente el sombrerero.
Isaac abrazó con suavidad y cariño el cuerpo tembloroso de Alice, esperando que los sollozos se aminoraran con el poco consuelo que él podía entregarle. Había pasado media hora desde que llegó a causa de la llamada de los sirvientes de la casa que le contaron que Alex había salido corriendo, que nadie podía encontrarlo y que Alice se encontraba llorando desconsoladamente. Viajó lo más rápido que pudo, pero una vez que la tuvo en sus brazos, de dio cuenta que no tenía cómo arreglarla.
El hombre posó sus ojos negros en la mujer hermosa en sus brazos. La pobre Alice le había contado todo lo sucedido antes de que él llegara, el por qué de la reacción de Alex y como escapó de la casa sin mirar atrás. También le contó como ella lo había buscado por varias horas, sin encontrar pistas. Lo que explicaba el vestido blanco manchado de barro y de hojas, al igual que sus zapatos negros.
—Todo es mi culpa —la voz de Alice apenas era un susurro suave, pero suficientemente fuerte para Isaac le escuchara—. Tendría que haber esperado un poco más.
—No te culpes —le susurró Isaac, sus labios pegados a su cabello—. Lo encontraremos.
—Lo siento, Isaac. Lo arruiné todo.
—Ya, ya. Hablaremos de eso luego.
Luego de unas horas sin que Alex volviera, Isaac pensó en la posibilidad de contactar a un detective personal. La idea no fue del todo aceptada por Alice, pero era demasiado tarde cuando intentó decírselo, y ahora tenían a un hombre alto, vestido de café con un largo abrigo, parado en la habitación junto a ellos, buscando pistas en todas partes de la casa. Jorge, se llamaba, y aunque no era tan agraciado como otros detectives, era en quien Isaac más confiaba para hacer este trabajo.
Nada en la cocina, en la habitación del niño o en cuatro de visitas. Era como si hubiera desaparecido de Londres. Seguirían buscando, obviamente, pero era raro que no volviera a casa cuando ya el sol comenzaba a ocultarse, con tal frío invadiendo las calles. Si el muchacho conocía el camino a casa, era de esperar creer que cruzaría la puerta en cualquier momento.
Jorge traía en su mano un auto de madera a medio pintar.
Isaac no era estúpido, sabía que para Alex su presencia no era bienvenida. Aunque intentó que el muchacho viera que sus intenciones no eran malas, casa intentó pareció más inútil que el anterior. Lo habló con Alice, varias veces. Ella dijo que le diera su tiempo, e Isaac estaba dispuesto a darle todo el tiempo del mundo, todo el tiempo que necesitara. Era un buen chico, después de todo, habilidoso e ingenioso.
Pero ahora había desaparecido.
Jorge se acercó a la pareja en la cama.
—Encontramos esto cerca de la puerta.
—Es del niño. Le gusta hacer autos de madera.
Alice siguió llorando, incomodando brevemente al detective. Isaac acarició el hombro de su prometida y le susurró un par de palabras de consuelo. A la habitación entró un hombre de bigote simétrico y de gorra café. Le susurró algo al oído a Jorge y luego se retiró tan silenciosamente como había llegado. Isaac se preguntó que era tan importante como para tener que decirlo en un susurro en una habitación donde solo habían tres personas.
Jorge miró a la pareja, el juguete bailando entre sus dedos inquietos.
—Tendremos que expandir la búsqueda por otros sectores. Si no lo encontramos dentro de los próximos días, tendremos que darlo por desaparecido y dejarle el trabajo a la policía de investigación —su voz era fuerte y clara, pero no elevó la voz, solo lo suficiente para que los de esa pieza escucharan lo que tenía que decir.
—No, mi pequeño, mi hijo —murmuró Alice.
Isaac se preguntó si estaba arrepentida de todo. Pero no era momento de preguntar cosas estúpidas.
—Gracias por la información —le dijo vagamente al detective. Después de eso, Jorge, con el mentón en alto, se retiró con elegancia.
Isaac rezó porque Alex apareciera. Le preocupaba su seguridad tanto como la de Alice y la del bebé. Acarició el hombro de la mujer suavemente y volvió a besar su cabello desordenado.
—Lo encontraremos. Créeme.
—Ya no puedo creer en nada.
Isaac negó suavemente con la cabeza.
—Vamos —le dijo amablemente—, pensemos en un par de imposibilidades antes de terminar el día.
Tarrant salió de su trance con la taza.
¿Había perdido la cabeza? Sí, la había perdido por completo. No quedaban espacios para pensamientos lógicos o racionales. Nada de eso, ahora en su mente estaba Alice y una gran cantidad de preguntas que deseaba hacer a cualquier persona o criatura, y horas de té por terminar o aplazar, pero al parecer ni el gato o Alex responderían a sus preguntas y a sus exigencias.
Aunque responder a sus preguntas tampoco era un problema que le molestara.
—¿Puedo llamarlo por su nombre? —la pregunta de Alex sacó a Tarrant de sus pensamientos. El sombrerero lo miró por unos segundos detenidamente, haciendo pasar la pregunta una y otra vez por su cabeza. Se le hizo un poco difícil entenderla, pero, finalmente, respondió.
—Solo si respondes a mi pregunta.
Alex parpadeó desconcertado.
—Claro.
—¿Por qué el cielo es azul?
—Es celeste —replicó Alex.
—Es azul —dijo el gato.
—Azul —apoyó el sombrero.
Entrecerrando los ojos, Alex paseó la mirada por sus dos compañeros, desconfiado. Luego observo el cielo, que si bien estaba parcialmente tapado por una gruesa capa de nubes grises, aún se podía notar su color. Para su sorpresa, efectivamente era azul, incluso un poco morado en ciertas partes, pero en menor grado. Aún sin quitarse la sorpresa de encima, bajo el rostro a la mesa de té y a los platos.
—Es azul —dijo él, el asombro infiltrándose en sus palabras.
—Eso estamos intentando decirte —se burló Cheshire, sorbiendo té y acercando su peluda pata al plato de Alex con el trozo de pastel. El muchacho palmoteó la garra más larga, riéndose del maullido molesto que le provocó—. Agresivo.
—Gato insufrible —respondió el sombrerero en dirección al gato. Después observó a Alex con sus estrambóticos ojos verdes— ¿por qué es el cielo azul?
—No lo sé —respondió sinceramente Alex. El sombrerero no lucía feliz con la respuesta, por lo que lo intentó de nuevo—. ¿Por qué el señor tiempo no quiso que cambiara?
Silencio. El sombrero miró al gato de Cheshire y sonrió.
—Es bueno —replicó.
—Increíblemente bueno —lo alagó el minino.
—Eh... gracias —para distraerse del extraño intercambio de ideas, Alex se llevó un trozo de pastel a la boca. Era delicioso—. ¿Eso quiere decir que puedo llamarte por su nombre?
El sombrerero asintió, volviendo a beber té.
—Chess —dijo con un hilo de voz Alex.
Los ojos grandes del gato lo miraron atentamente por primera vez desde que llegó a ese lugar, o mejor, como él había pronunciado hace poco, al País de las Maravillas. La taza azul, antes en sus patas peludas y suaves, ahora estaba en la mesa, lejos del plato donde se supone que tenía que estar. Pero eso no importaba, eso era lo de menos.
—¿Sabes en qué se parece un cuervo a un escritorio?
El gato resopló disgustado.
—Cuántas veces tengo que repetirlo; no lo sé.
Mirana no lo estaba pasando muy bien.
La reina blanca miró detenidamente el oráculo en sus manos y negó tristemente con la cabeza, sus largos cabellos blancos sacudiéndose con suavidad. Desde que era pequeña, el oráculo había sido una forma de mantener la tranquilidad en el mundo. Conocer el futuro y la manera de enfrentarlo era realmente relajante para todo aquel que dominara esas tierras. Pero algo no iba bien, algo en la siguiente predicción estaba fuera de lugar. Nunca sintió tal ansiedad al leer el futuro de su reino, porque nunca hubo algo de lo que realmente preocuparse. El oráculo solucionaba sus propios problemas, daba la respuestas para arreglar el futuro y sus problemas negativos.
Mirana cerró el objeto de papel añejo entre sus manos y miró a lo lejos por la ventana ovalada de su castillo. Su preocupación mayor en esos momentos era tener que ocultarle el resultado de la predicción al sombrerero, o a las criaturas cercanas a él. No era buena mintiendo, menos guardando secretos, pero haría lo mejor que tuviera en su poder lograr.
Porque si alguien se lo pedía, ella tendría que entregarlo.
—Oh querida Alice —musitó, mirando el cielo nublado cercano al molino de viento— qué hiciste ahora —y para su sorpresa, inmediato a sus lamentos, una mariposa azul atravesó la ventana, sobre su cabeza y se posó en su antebrazo derecho—. Buenas tardes, Absolem.
—Reina blanca —saludó la mariposa—. Se le ve triste, ¿ocurre algo malo con el oráculo y nuestro caballero?
Mirana se sobresaltó al escuchar la voz de Absolem. Hace tiempo que no veía a su pequeño amigo, ya que este se había ofrecido para cuidar de los pasos de Alice en el otro mundo y no pasaba mucho tiempo en el Inframundo. Absolem era un viejo amigo suyo, se conocían desde que ella apenas era una niña de cinco años, intentando memorizar los pasillos del castillo. Fue quien estuvo a su lado cuando ella no sabía cómo arreglar el agujero del conejo, y muchas personas cayeron en esta parte del mundo, o cuando tuvo el corazón roto por su cruel hermana. En el presente, sin embargo, le había ayudado a mantenerse informada con el presente de Alice, y ambos habían decidido mantener al sombrerero ajeno a sus avances, por su propio bien y el de su antigua compañera.
Nunca se le ocurrió consultar el oráculo.
Dios, todo era tan confuso y complejo para ella. Creyó por tanto tiempo estar haciendo lo correcto, pero ¿podía ser que todo esto, todo este dolor, fuera el resultado de sus estúpidas conclusiones? y el oráculo quería arreglar las cosas antes de que la conclusión fuera peor.
—¿Será bueno contarle? —preguntó ella a Absolem.
Absolem se posó en el hombro de Mirana y le pidió que abriera el objeto. Ella le hizo caso y lo abrió para luego dejarlo en la mesa y dejar de la oruga lo viera de nuevo.
—Puedes hacer algo para salvarnos. Será peligroso —le indicó.
—Querido Absolem, todo por la felicidad del pobre sombrerero y la seguridad de nuestro caballero. Nadie merece sufrir de esa forma.
—Bien.
Absolem asintió y pensó en el plan. Ya que la reina estaba conforme con cualquier precio a cambio de contradecir el oráculo, la oruga se vio obligada a buscar la forma menos mala y mejor de todas para no hacer pagar el precio de una vida por solamente cambiar los acontecimientos que estaban dibujados en una hoja de papel. Observó brevemente la imagen del sombrero nuevamente en la cabeza de Tarrant.
Tal vez, y solo un gran tal vez, era momento de que Alice volviera a su País de las Maravillas.
Alice no sabía que hacer o decir, sus ideas eran un total desorden, puesto que la mente se le nublaba con las palabras del detective: desaparecido.
No quería creérselo, ya que ella había prometido cuidarlo con su vida el momento en que Alex nació en Londres hace ya bastante tiempo atrás. Pero eso que importaba ya, lo único que ella quería ahora era tener de nuevo en sus brazos a su hijo de tan solo catorce años. Esa no era edad para terminar con su vida y de paso destruir la de ella.
Ésta no pudo soportar más el dolor.
Se sentó en el piso y abrazó sus piernas.
Todo le recordaba al tiempo que estuvo en el País de las Maravillas, ese corto tiempo de tres días en el cual hubo segundos en que pensó quedarse para siempre con sus amigos. Con el sombrerero a quien le había prometido volver más pronto de lo que creía. Pero simplemente las cosas no se dieron como ella deseaba, empezando por el tiempo en que supo que estaba embrazada hasta cuando el agujero del conejo era uno común y corriente.
—Mirana —llamó alocada Alice a la reina blanca, quien estaba un poco lejos haciendo que ésta primera gritara un poco más alto de lo que ya quería gritar— ¡Su majestad!
La reina blanca la escuchó.
—Oh, Alice querida, justo a ti era quien quería ver —dijo ella acercándose con pasos suaves a la rubia—. Mira —había llegado a su altura. La tomó de las manos y la condujo por el largo pasillo. Tirando bruscamente a Alice de vez en cuando—, tengo que juntarme con el Rey de Copas después de la batalla con el Jabberwocky… —se detuvo— Bueno, si es que decides pelear contra eso —le resto un poco de importancia y siguió caminando—. Hablado de lo anterior, te quiero preguntar si te quedarías en Inframundo luego de que todo esto pase —entró en una habitación y miró a Alice con ojo suplicantes—. Pero es tu decisión.
La rubia no sabía qué decir. No había pensado mucho en eso de volver, después de todo esto era solamente un sueño del que pronto despertaría. Si aceptaba esa propuesta sería lo mismo que no aceptarla, de todos modos, estaba dormida y al despertar sería como si nada hubiese pasado. Vería a su madre y se negaría a la petición de Hamish, luego de eso aún no tenía pensado que haría, pero de seguro algo le vendría a la mente.
—No sé.
—Piénsalo —le pidió la mujer pálida.
Sonrió y dando una vuelta sobre si misma miró toda la pieza en la que estaban. Era una pieza blanca total y llena de muebles de un color no muy diferente. La cama de mismo color simplemente su almohada era de otro, uno casi crema. Un balcón donde desde su posición Alice pudo ver un telescopio para poder mirar Inframundo.
—Esta es una pieza exclusivamente hecha para ti —articuló Mirana.
Entonces Alice Kingsleigh supo la respuesta.
—Isaac, por favor… No me siento bien —la voz de Alice apenas fue un susurro.
Ella se escondió bajo las sabanas verdes claro de su cama matrimonial. No miró a Isaac porque él le recordaba a cierto personaje loco que no le gustaba verla mal. Isaac no era como los demás, la comprendió y en verdad de vez en cuando tenía unas ideas verdaderamente locas. Por no contar que le gusta diseñar ramos de flores de todos los tamaños y colores. Siempre Alice tenía un ramo hermoso de flores al lado de la puerta principal de su casa en los diferentes maseteros.
Solamente que ahora no quería nada con nadie.
—¿Confías en mí? —preguntó después de un largo silencio.
La rubia se sacó las sabanas de encima y lo miró a los ojos.
—¿Qué? —tosió, pues la enfermedad seguía avanzando.
Isaac al sonreír mostró una fila de dientes blancos. Sus ojos se pasearon por ella unos momentos antes de sentarse en la cama junto a su amada y le tomó de la barbilla para acercarla a él y poder darle un dulce y suave beso en los labios hinchados de tanto llorar.
—Oh, Alice, creo que usted me pidió un sombrero, si es que mal no recuerdo —dijo el sombrerero luego de haber caminado a la casa de la Liebre de Marzo luego de que esta dejó que la rubia sí se quedara en su casa junto con el sombrerero—. Bueno, tengo que ver ¿De qué color puede ser? ¿De copa o boina? ¿Grande o chico? ¿Con cinta o sin ella? ¿C...
—¡Sombrerero!
Él sacudió la cabeza, algo confundido, y luego miró a lo lejos.
—Sombrero… gracias —su voz fue algo estrangulada. Miró a Alice y le sonrió—. Así que… ¿dónde está la reina…? No, no me digas… No quiero saber… ¿o sí?...
Su amiga rió.
—No te preocupes por ella. Volverá antes de que lo sep… —se detuvo, esas palabras le sonaban algo familiares. Sí, las había dicho cuando hace un día atrás estuvo a punto de marcharse del País de las Maravillas, pero cambiando de opinión a última hora recordando la petición de Mirana sobre quedarse solamente tres días más de lo necesario.
Tarrant la miró fijamente por unos momentos con sus grandes y lindos ojos verdes. Era como si quisiera ver a través de ella. Su mirada inquietante la hizo estremecer de pies a cabeza.
—¿Tienes frío? —inquirió riéndose.
Entraron y se sentaron en el sillón que había frente a la grande chimenea que echaba bastante humo al exterior. El sombrerero se sentó a su lado por unos segundos ya que al rato se levantó y con la excusa de que iba a cocinas algo se fue a la cocina. Así la rubia quedó sola en la sala, calentándose un poco con el fuego. Se quedó dormida.
Despertó luego cuando escuchó el sonido de cucharas y teteras. Afuera se había puesto a llover a cantaros y el viento azotaba con brusquedad la pobre y mal tratada casa compuesta especialmente de madera.
—Oh, Alice, no es de buena educación quedarse dormida cuando se va a tomar el té. Travieso.
—Lo siento.
—No tienes que disculparte —se sentó de nuevo, ahora con una taza de té en la mano. Bebió un sorbo y miró a Alice—. Puede que un poco de té despierte a Alice.
Estiró su mano y alcanzó la segunda taza de té en la bandeja.
Miró su contenido y lo pensó por unos momentos antes de pasárselo a la chica rubia sentada a su lado. Alice lo miró con ojos interrogativos.
—Es de tutifrutifrutilla —dijo mostrando la mayoría de sus dientes al sonreír para Alice.
Alice no preguntó que era de lo que estaba hablando, pero pronto los dos se entretuvieron en una conversación larga que duró dos horas, pero que para ellos fueron simplemente unos minutos, pues se la estaban pasando de maravilla, contándose cosas y riéndose de otras cosas vergonzosas que habían hecho o visto a lo largo de toda su vida. También ella le contó cosas sobre su padre y las grandes ideas que tenía para la empresa que trabajaba, y que ahora ella quería llevar a cabo, pero esta vez la idea sería más grande que la anterior.
Era una buena vida.
—Mañana se cumplen tres semanas —dijo Helen a Isaac cuando estaban comiendo en el patio trasero de la grande casa de éste.
—Lo sé.
—¿No la vas a ayudar a levantarse de esa cama? —preguntó algo enojada, pero estaba más preocupada— ¡Está esperando un bebé tuyo, debes de cuidarla y al pequeño en camino! —dejó su tenedor en el plato—. Estoy preocupado por el bien de los tres. Alex era mi nieto y también lloro por él todas las noches, pero lo de Alice de grave. No ha comido casi…
—Lo sé —respondió nuevamente Isaac, quien sin darse cuenta había interrumpido el discurso de la Helen. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos de cómo sacar a su amor de la depresión que no había tomado mucho en cuenta lo que pasaba a su alrededor lo que decía—. O dios, lo siento… Yo no quería… Yo estaba… Pues… —se llevó una mano a la frente—. Creo que he perdido la cabeza.
Una risa angelical se escuchó en la sala.
—La perdiste hace tiempo —la voz de Alice retumbó.
Isaac se paró y miró con una sonrisa como la del gato de Cheshire a Alice. La abrazó y le dio asiento en la última silla disponible en la pequeña mesa.
—Alice —dijo Helen sorprendida.
—Madre, por favor, no hablen más sobre él… No quiero pensar.
A pesar de su estómago abultado, Alice estaba bastante delgada. Isaac se preguntó cuánto pasaría antes de que sucumbiera por inanición, si su cuerpo aceptaría la comida sólida cuando ella decidiera volver a comer.
Alice miró el cielo.
—Es un bonito día, ¿no crees, Isaac?
Él miró el cielo al igual que Alice, a lo que sumó Helen. Notando que Helen ya no se fijaba en ellos, Isaac se inclinó brevemente sobre su prometida.
—No sabes lo feliz que me haces —susurró Isaac al oído de la rubia—. Gracias por levantarte.
Ella se sonrojó.
—Intentaré vivir.
Él tomó su mano y la besó por el dorso.
—Intentaremos vivir. Por el bebé.
Alice asintió.
—Por el bebé —aceptó.
Entonces Isaac se permitió sonreír, y ella, aunque quebrada y a medias, le devolvió la sonrisa.
