Disclaimer: Hetalia pertenece a Himaruya Hidekaz.
Advertencia: Vísceras, muerte, sangre, entre otras cosas relacionadas. Homosexualidad.
En el momento en que tuvo a Rusia derrotado e indefenso, por primera vez en toda su vida, y lo miró desde el suelo con esos ojos suaves y apacibles, Alfred se percató que, a pesar de todo el odio acumulado que le tenía, simplemente matarlo no iba a desaparecer sus pesadillas, ni a arrancar los recuerdos. Así que bajó el brazo que sostenía la piedra iba a dar el golpe final, acordándose de Hungría, de Italia y Alemania.
No sabe cómo exactamente es que ha llegado a la ciudad en ruinas, pero entiende que, la parte pequeña de su sangre que no se ha acostumbrado a la vida sin manzanas, lo había guiado casi automáticamente junto al árbol solitario. Y como era de esperar, se encontró de frente con Rusia, quien siquiera lo vio intentó atacarlo con el bastón, y aunque Alfred lo esquivó los primeros minutos, no queriendo pelear, de alguna manera sus posteriores decisiones los llevaron a aquella posición tan inusual. Alfred sentado sobre la cadera de Rusia, a punto de asestarle un golpe con una piedra lo bastante grande y pesada para matarlo.
Detente, se dijo.
Tiró la piedra lejos, pero no se separó de Rusia, quien sin prestarle atención, miraba el cielo nublado sobre sus cabezas. El invierno estaba cerca. El pelo blanco de Rusia, cubierto en sangre, suscitó un inesperado sentimiento de preocupación en Alfred. Intentando regular su respiración a causa del trabajo que le ha costado derrumbar a ese hombre tan grande, observó los moretones sobre la piel blanca, y luego de unos segundos, cuando cree que Rusia no le va a devolver el golpe, se dejó caer junto a él y se limpió con el brazo la sangre que caía de su boca. Se pregunta cuántas vidas tendrá esa persona, pero no mira su mano para contestarse.
Desde que los Aliados se habían divido, hace ya algún tiempo, Rusia volvió a su sector de caza, por lo que Alfred se lo topó más de una vez, pero siempre de lejos, alejado de cualquier posible tortura. O que terminaran así, como están ahora. Al resto de ellos, a Francia y China, no los vio nunca más, por lo que suponía que habían muerto, que era más razonable a creer que se cambiaron de sector de caza.
—Te puedes quedar con la manzana —soltó al aire con brusquedad—. Yo no la quiero.
Rusia no se movió a su lado, y Alfred dudó si seguía vivo, pero luego notó que el pecho del hombre se movía.
—Aunque sea difícil de creer, no te voy a matar —agregó.
Sus palabras provocaron que Rusia girara el cuello para mirarlo.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Simplemente porque no.
Rusia sonrió.
—No te creo.
—Me da lo mismo.
Hace ya un tiempo que todo le daba lo mismo. Caminaba de aquí para allá, sin un sentido, sin una razón específica. Buscaba, pero en verdad no lo hacía, y solo caminaba y caminaba. Después de que Inglaterra lo dejó, Alfred tuvo que distraerse de sus deseos de ir tras él obligándose a trabajar y recorrer las diferentes ruinas en las que se encontraban los árboles solitarios. Pero nunca tenía un deseo fijo al cual seguir. Era un poco patético, si se paraba a pensarlo, que tuviera que cambiar todo en él para se diera cuenta de la monotonía de su vida.
—Así que eres de esos —dijo Rusia y Alfred se sentó de golpe, sorprendido por la elección de palabras.
—¿De esos?
—Los que cambiaron.
—No entiendo.
—La enfermedad cambió a unos humanos, ¿no lo sabías?
No, para nada.
—¿A quienes cambió? —y cuando Rusia no respondió a Alfred le tembló un párpado, impaciente—. Oye, aún puedo matarte.
—Las amenazan no te van a ayudar.
—Veamos si es cierto —amenazó.
Pero Rusia no volvió a contestarle y Alfred se preocupó más de la sangre que seguía cayendo de su boca. Estaba seguro que había perdido un diente o dos. Dios, ese hombre si que pegaba fuerte. Además, por cómo le dolía moverse, sospechaba que una de sus costillas estaba rota, y que las astillas del hueso perforaban su carne. Si llegaba a morir, por suerte aún le quedaban cinco vidas. Se acostó nuevamente junto a Rusia, sus hombros tocándose mientras observaban las nubes grises surcar el cielo como un manto infinito.
—Se siente solitario, ¿no crees? —musitó, sintiendo el entumecimiento en sus brazos. Tal vez su cuerpo estaba peor de lo que él pensaba.
—Siempre he estado solo —le respondió inesperadamente Rusia.
Alfred se mofó, el vaho de su aliento girando sobre su boca hasta desvanecerse.
—Mentiroso, estuviste en una alianza.
—Las alianzas solo te dan seguridad, nada más.
Pensó en Inglaterra, en los feliz que fue mientras estuvo a su lado, y en lo fría que sentía la vida sin él. Le empezó a fallar la vista.
—Tenemos opiniones muy distintas de lo que significa una alianza —dijo. Como en casi todo, pensó—. La mía, por lo menos, no solo se trabaja de sobrevivir —o por lo menos eso quiso él creer.
Rusia una vez más no respondió, y en el momento en que lo hizo, fueron palabras totalmente fuera de contexto.
—Ellos están en Pentróm.
—¿Quienes son ellos?
—China y Francia.
Alfred sonrió.
—Es bueno saberlo —murmuró y gimió cuando su sistema respiratorio comenzó a fallar. Burlándose internamente de lo irónico de la idea que aterrizó en su cabeza, giró el rostro para mirar a Rusia y le dijo—. Creo que al final me ganaste de nuevo, no voy a aguantar más. Ya que te encanta hacerlo, ¿podrías matarme una vez más?
—Definitivamente eres raro —contestó Rusia con una risa suave en sus labios, y se inclinó sacando una pequeña arma de metal filoso de uno de los bolsillos de su abrigo, posándolo sobre el corazón de Alfred. Notó que sus manos no temblaban porque de verdad tenía deseos de matarlo. Rusia dijo algo en un idioma que Alfred no comprendió, pero supuso que era un insulto. Ignorando eso, cerró los ojos y contuvo la respiración.
Sintió la hoja delgada clavarse en su carne y el mundo que lo rodeaba se apagó.
Horas más tarde, cuando abrió los ojos y sus pulmones se llevaron de oxígeno, Rusia seguía su lado.
Las facciones de Rusia lo miraron impávidos cuando Alfred invadió su horario de descanso y le preguntó por la dirección del nombre de aquel lugar de nombre raro que no podía recordar. Una sonrisa suave bailaba sobre sus labios pálidos y Alfred estaba seguro de que estaba pensando en un centenar de posibilidades de cómo matarlo tan tortuosamente como lo hizo en otros tiempos. Rusia había hecho de su terreno la ciudad en ruinas, y nadie se atrevía a entrar a causa de aquello, pero Alfred era la excepción a eso. No es que tuviese un permiso especial ni nada similar, pero después de lo que pasó hace unas semanas, creía que tenía el derecho.
—Me estaba quedando dormido —le contó.
Alfred sonrió y le guiño un ojo.
—No me importa —canturreó. Extrajo un papel desplegable de una bolsa que había creado a partir de la tela de una antigua ropa suya y lo extendió en el suelo—. Ahora, ayúdame a hacer un mapa.
Rusia miró por largos segundos la hoja amarillenta en el suelo.
—Te puedo ayudar —respondió, sin levantar el rostro—, pero si recibo algo a cambio.
—Bueno, bueno. Te daré lo que sea —se detuvo abruptamente y retrocedió unos pasos, asustado. Entornó los ojos, escéptico—. Al menos que quieras matarme.
—No, no es eso.
Alfred se relajó.
—¿Entonces qué?
—Quiero acompañarte.
Eso era un millón de veces peor, pero por otro lado, le haría las cosas a Alfred más simples. Que una persona del porte de Rusia, y con esa actitud sádica, lo acompañase en una travesía desconocida, podía servir para sobrevivir. Le temblaba el cuerpo de solo pensarlo, pero no tenía mejores opciones.
—¿Por qué? ¿tienes alguna razón en especial?
Rusia acarició su bastón de metal.
—China me ha pedido que no le contara de ese lugar a nadie al menos que fuera diferente. Creo que se refería a humanos como tú, aunque no estoy muy seguro. si resulta que veo que eres normal, te mataré antes de que lleguemos.
Alfred frunció el ceño, no muy satisfecho el rumbo que había tomado la declaración.
—Como sea —se encogió de hombro y apuntó insistentemente el papel—. Ahora, dame esos puntos radicales.
—No existen los puntos radicales.
—¡Como sea que se llamen, solo dámelos!
Los labios de Rusia se extendieron mucho para ser una sonrisa normal. Su rostro, alegre, frío y blanco como la nieve, pasó a ser completamente aterrador. Estaba haciendo esa expresión de cuando lo atrapaba y lo torturaba. Alfred ahogó una arcada recordando vagamente la vez que Rusia le arrancó las uñas una por una, tanto la de los pies como las de las manos, y cómo después cortó pedazos de su piel, dejando sus músculos descubiertos.
—No confío en ti, así que no te los daré. Te guiaré yo —Rusia extendió su mano libre, con la palma expuesta—. Así que tengamos una alianza transitoria, Estados Unidos de América.
—No confío en ti, eres mi enemigo. Pero ya que estamos aquí, creando una alianza y colocándole condiciones a todo —respondió Alfred, sin estrechar la mano extendida—, quiero que me llames Alfred.
Rusia inclinó la cabeza.
—Eres realmente raro —y rió.
Alfred comenzaba a odiar esa risa, con lo superficial que era. Se agachó y arrugó el papel, lanzándoselo en el rostro a Rusia. Esperaba alguna reacción, pero su compañero seguía sonriendo. Alfred soltó un quejido de asco y se cruzó de brazos.
—Como sea —replicó—. Iniciamos el viaje mañana a medio día, sin contratiempos. Y espero que no llegues tarde.
Se iba retirando cuando Rusia lo detuvo llamando por su nombre viejo.
—Nuestros enemigos son el árbol y las manzanas —explicó.
Alfred no lo entendió.
—Adiós —y se fue.
—Como puede hacer tanto FRIO —protestó, rodeando con los brazos las piernas y arrimándolas al tórax. Si no se controlaba iba a terminar tartamudeando—. Hace unos días no era así.
—Es porque está llegando el invierno.
—¡No necesito que me remarques lo obvio!
La fogata que fabricó Rusia en lo profundo de la cueva, a pesar de que hubiese hecho de un horno su hogar anterior, no era suficiente para detener la baja de temperatura constante de la noche nevada. El frío le penetraba hasta los huesos, no podía mover los dedos de los pies ni de las manos, y era incapaz de hacer reaccionar a sus extremidades como él quería. Si no fuera porque no sabía cómo volver a la ciudad en ruinas, hubiese abandonado la misión desde la primera noche que empezó a caer nieve. Lo odiaba, lo odiaba, lo odiaba. Después de esto esperaba jamás volver a ver nieve en su vida.
Rusia se levantó y salió de la cueva para buscar más leña, la mirada de envidia de Alfred siguiéndolo en cada movimiento, ¿qué era lo que tenía aquel abrigo que lo protegía del frío? Si llegaba a tener la oportunidad, se lo probaría, solo por curiosidad. Rusia tendría que sacárselo en algún minuto, ¿no? entonces él tendría su ocasión.
Estornudó y observó la lejana boca de la cueva; desde donde estaba sentado el viento no podía alcanzarlo, por lo que el frío era un aire fijo y penetrante, y si no fuera por la energía que desprendían las llamas de la fogata, ese lugar parecería la tumba sosegada de los que mueren congelados. Se estremeció de solo pensarlo, y se acercó más al fuego, a pesar de que éste ya empezaba a arderle sobre la piel. Si iba gastar una de sus pocas vidas, que fuera quemado, lo prefería. Se frotó las manos como pudo, haciendo un gran esfuerzo para que sus extremidades le respondieran, y pensó en lo patético y vergonzoso que esa imagen de él, esa parte de él, estuviese siendo visto por Rusia; y no era que no hubiera tratado de ayudar, para demostrar que no era débil, pero no pudo levantar siquiera una roca, y en cuanto intentó asomar la cabeza por la abertura de la cueva, casi murió congelado a causa del viento y Rusia tuvo que rescatarlo, para desgracia suya.
Estornudó otra vez.
—Estás congestionado —le anunció Rusia, entrando con una pila de ramas y hojas muertas en los brazos. Llevaba el pelo blanco en punta a causa del viento, y cuando hablaba vaho salía de su boca. Alfred gimió molesto, adolorido por no poder respirar bien por la nariz. Esto solo estaba logrando ponerlo más en ridículo, dios mio.
—¿Qué es eso? ¿una especie de veneno? —preguntó.
Se imaginó a serpientes, arañas, ornitorrincos, escorpiones y a insectos que lo habían envenenado en su vida. No es que fueran muchos, pero seguía siendo molesto el recuerdo del veneno matándolo, o aturdiéndolo, o inflamando su carne. Con el tiempo había aprendido a catalogar a los animales peligrosos por sus venenos a los que eran peligrosos por sus garras o por sus dientes, y decidió, que era mejor morir a causa de un león, que a causa de las serpiente con cola sonora, o una medusa. Frunció el ceño. Las medusas eran las peores.
Rusia se inclinó cerca de él y dejó caer las ramas. Alfred se arrastró lejos de él —no es como si pudiera moverse demasiado—, y observó cuando tomó algunas de las ramas y las lanzó al fuego. Limpiándose las manos en el abrigo, el cuerpo de Alfred se tensó por completo cuando Rusia dio media vuelta y se acercó a él para arrodillarse y tocarle la frente.
—Hey, ¿por qué me estás tocando? —siseó, sin evitar que la duda entre saliera mezclada con el miedo en su voz.
Estornudó.
—China me dijo que cuando viera a alguien así, hiciera esto... —se detuvo, confundido, y lo consideró—, ¿era así no?
—No me preguntes, yo no sé.
Rusia parpadeó repetidas veces, como despertando de un trance, y le sonrió con inocencia.
—Estás siendo un mal paciente, ¿debería pensar en cuidarte?
—Oye —una incipiente molestia de furia empezaba a quemarle en el pecho. Apretó los dientes, su párpado derecho temblaba. Estornudó—, ¿quieres que te pegue?
Rusia sonrió.
—Me gustaría verte intentarlo —dijo, y antes de que Alfred pudiera responderle, Rusia sacó la mano de su frente y se levantó—. Estados Unidos, levántate.
Alfred negó con la cabeza.
—¿Estás loco? En esta posición me siento bien —replicó pertinaz.
—Estoy tratando de ayudarte.
—¿Y cómo levantarme va a curarme?
Rusia no respondió y Alfred hinchó las mejillas, molesto.
Levantarse.
Bien.
No era la gran cosa.
Iba a pararse, e iba a mostrarle a Rusia que no necesitaba de ninguna ayuda rara. Pero en cuanto lo intentó, sus músculos protestaron y se movieron desorganizados, ignorando de plano las instrucciones de su cerebro. Cerró los párpados y se concentró en pararse, recordando todas las maneras en las que podía lograr su cometido, ya sea apoyándose de la pared o solo con sus manos. Y así, poco a poco, su cuerpo se fue elevando hasta encontrar la estabilidad sobre la planta de ambos pies.
Tambaleándose, miró con autosuficiencia a Rusia, creyendo ganada la partida, pero la expresión que Rusia le dio lo hizo preocuparse.
—Sé que es imposible que así sea, pero casi parecer que te preocuparas por mi —murmuró, entrecerrando quisquilloso los ojos. Si aún no tartamudeaba, era un milagro.
—¿Por qué será? —respondió Rusia, sin explicar mucho.
A continuación hubo un pequeño silencio hasta que Alfred volvió a tambalearse.
—Tienes hipotermia —le dijo Rusia—. Necesitas entrar en calor.
—¡Qué te dije sobre decir lo obvio! geez —protestó—. Es lo que he estado tratando de lograr en las últimas horas.
De nuevo esa risa, pensó Alfred, notando la expresión divertida de Rusia.
—Digo algo más que estar junto a una fogata. Por ejemplo —explicó Rusia señalando la remera de Alfred. Él observó sus vestimentas por el rabillo del ojo, aparte de las manchas de sangre, estaban perfectas—, esa polera no te cubre los brazos. Así no puedes entrar en calor.
—Entonces dame una solución.
—Tendrías mejores resultados si te metieras dentro de la fogata.
—Y cómo-
Antes de que Alfred terminara de darse cuenta de qué estaba pasando, un calor pesado cayó sobre sus hombros; olía a flores de girasol y a alcohol. Abriendo los ojos sorprendido, bajó la mirada al abrigo de Rusia. Era pesado y grueso, como si estuviese cargando con cuero de rinoceronte, y le quedaba tan grande que casi tocaba el piso la tela inferior. ¿E-en serio se lo estaba prestando? y era tan cálido, mejor que el fuego, que el calor del verano. El peso lo llevó a sentarse de nuevo en el piso, olvidando completamente agradecerle a Rusia por el gesto, y cerrando los ojos, dejó escapar un suspiro de alivio.
Rusia sonrió y se sentó a su derecha, privando a Alfred de toda visión a la salida. Claustrofobia, se podía llamar algo de lo que sintió en ese momento. No se movió, y tampoco se apartó. Su cuerpo estaba cómodo, y lo traicionaba para buscar esa comodidad.
—¿Qué estás tratando de hacer? —refunfuñó entre dientes y estornudó.
Rusia inclinó la cabeza, confuso y le sonrió.
—Evitar el viento.
—No entra viento en esta parte de la cueva.
—Entonces a ayudarte con el frío.
—¡Estás inventando excusas!
Rusia no respondió, y se inclinó para alcanzar unas ramas y tirarlas en el fuego. El silencio cayó entre ellos, pero no era incómodo, y menos amenazador, a pesar de la cercanía de sus cuerpos. Alfred miró para otro lado con un rostro de auto odio, preguntándose en qué momento de ese viaje la presencia de Rusia había dejado de molestarlo. Ese hombre lo torturó más veces de las que podía contar, no debería permitirse sentirse a gusto a su lado.
Y, sin embargo, ahí estaba.
Su aliado lanzó otra rama antes de hablar.
—Tengo una duda... sobre tú e Inglaterra, y su relación.
El corazón de Alfred se encogió.
Rusia lo sabía.
—¿Qué quieres saber? —preguntó, receloso.
—¿Tenían ustedes una relación extraña?
—¿Cómo lo sabes? —preguntó de vuelta, confirmando y respondiendo en silencio el cuestionamiento de Rusia— lo de Inglaterra conmigo.
Su aliado consideró la pregunta por unos instantes, reflexionando antes de dar su respuesta. A su lado, parecía aún más grande de lo que Alfred era capaz de aceptar. Y a pesar de que sus manos eran frías, el resto de su cuerpo desprendía un calor inconcebible que junto a la piel congelada de Alfred, era algo parecido al elixir de la vida, un bálsamo para sus heridas.
—Francia me lo dijo.
—¿¡Francia lo sabía!?
¿Es que tan malos fueron ocultando lo suyo? ¿en serio? Además, ¿a cuántas personas se lo contó?
—Me dijo algo de que Inglaterra fue el primero en ser "diferente" y que te había cambiado.
Inglaterra, eres tan idiota, pensó, percatándose en el peso detrás de palabras de Rusia. La noticia le cayó como patada en el estómago, el mayor idiota de todos los tiempos.
Oh dios, ¿qué había hecho?
La única vez que pasó tiempo de calidad con Francia, fue cuando su cuerpo adolescente estaba atravesando cambios drásticos debido a su rápido crecimiento; en esos tiempos acababa de separarse de Inglaterra y aún no entendía completamente para qué servía ese mundo. Fue cuando Francia lo adoptó, por raro que pareciera para las reglas de ese mundo, y le explicó que lo suyo no era precisamente matar a otros humanos, sino que guiarlos en la infancia. Alfred nunca logró comprender totalmente lo que quiso decir. Francia le enseñó a besar, a cazar, a ocultar el número y saber qué significaba el cosquilleo de cuando aparecía una manzana, aprender a que este cosquilleo te guiara, etc. Una vez que hubo terminado su entrenamiento, nunca volvieron a juntarse como compañeros, solo como enemigos.
Ahora que lo pensaba detenidamente, nunca vio a Francia asesinar a otros.
—Y... entonces China y Francia están en este lugar especial para raros —dijo, intentando cambiar el tema—. Qué extraño.
—Se llama Pentróm.
—Pentróm —masticó el nombre, sin sentir que encajara en su lengua—. Qué clase de nombre es ese, si se les estaba acabando las ideas podían haberme consultado.
Rusia lo ignoró.
—Ese lugar tiene una plantación de árbol solitario. Nunca van a faltar las manzanas —informó.
Alfred abrió la boca, sorprendido, pero luego la cerró abruptamente.
—No te creo.
—¿Por qué mentiría?
—Por qué le creería a alguien que mató a Japón y me torturaba.
El rostro de Rusia era de sorpresa.
—Nosotros cuidamos de Japón hasta que murió.
—¿Nosotros?
—Los Aliados.
La cabeza de Alfred no podía con tanto a la vez, los acontecimientos y descubrimientos se mezclaban dentro de él, distorsionando su capacidad de pensar. No quería pasar por algo similar de nuevo, así que pateó lejos todas la preocupaciones. Observó la fogata, las forma que provocaban los movimientos de las llamas.
—Dime más sobre... Pentróm. Y por qué quieres llegar allá ahora.
—Es sencillo: quiero encontrar a China.
Rusia era demasiado honesto para algunas cosas. Alfred lo miró, su perfil calmado observando las llamas. Estornudó.
—Pareciera que son buenos amigos.
Rusia se rió.
—Yo no tengo amigos.
Tampoco yo, quiso decir Alfred, pero sonaba a algo muy íntimo como para decírselo a una persona que solo lo estaba ayudando por motivos propios, y guardó silencio. Asintió imperceptiblemente, y sin intentar seguir con la conversación, se giró bajo el abrigo de Rusia, quedando mirando en dirección contraria a la entrada. Si despertaba al otro día y lo primero que veía era esa cara, sería inevitable gritar, así que no se arriesgaría.
Además, tenía que admitir, era una situación incómoda. Los únicos humanos con los que durmió tan cerca fueron Lituania e Inglaterra, y nunca en una situación como esta, con esas sensación profunda de peligro y de que podía no despertar al día siguiente.
Inglaterra.
Ahogó un gemido angustioso.
Lo extrañaba. Dios, cómo iba a no extrañarlo. Su ausencia era dolorosa y punzante, amarga y nostálgica. Su voz, sus manos, sus gritos. Quería volver y pedirle que lo disculpara, si es que se tenía que disculpar por algo, o para despedirse adecuadamente. Se preguntó qué estaría haciendo, si tenía comida para alimentarse, fuego para calentarse, un nuevo aliado para hacerle compañía. Y arde, son como pequeñas hormigas que recorren su pecho, mordiendo los bordes de una herida que no ha querido cicatrizar. Ahora que sabe que Inglaterra es cómo él, tiene tantas preguntas que hacerle, y sin embargo, sabe que si lo volviese a ver esas preguntas pasarían a un segundo plano.
Lo quiere tanto, que suena irónico y estúpido creer que lo ha dejado escaparse de su mano dos veces.
Volvió a estornudar.
Detrás de él, Rusia se movió y Alfred se concentró en el movimiento de su gran sobra en el suelo. Luego de unos segundos, están espalda contra espalda.
—Buenas noches... —dijo y se detuvo. Parecía pensar su siguiente paso— Alfred.
Inevitablemente una sonrisa suave se dibujó en su rostro.
—Buenas noches Ivan.
Pentróm.
Es como el famoso jardín del Edén; brillante, grande, colorido. Alfred notó el cambio en cuanto cruzaron a una línea de hierba más clara. Caminan unos metros más hasta divisar un campo, en el centro se hallaba una casa con una forma excéntrica que nunca había visto antes. Rusia le dice que es cómoda y cálida, que la ha probado antes; que resguarda del viento, de la nieve y de la lluvia.
Alfred no le cree al principio, porque es imposible que exista un lugar así, pero sus ojos terminan por convencerlo.
Junto a la casa, hay un sembradío de flores de varios colores cerca de una cascada. Rusia cambió de dirección repentinamente y Alfred se apresuró en seguirle el paso; no quería perderse. Se acercaron a las flores, y entonces, emergiendo entre los rayos de luces y colores vivos como si de una entrada preparada se tratase, Francis se secó el sudor de la frente y los saludó.
Así que, pensó Alfred finalmente, este es el lugar.
Alfred levantó la mano sobre el agua y la posó a la altura del disco solar para que los rayos fueran tapados por la superficie lisa de su piel y la carne en el interior. Aún le costaba acostumbrarse a ver que hubiese retomado su forma natural después de todos esos químicos fuertes que usó cuando intentó borrarse el número, extinguir su existencia. Suspiró pausadamente. Aunque, si lo recordaba con mayor claridad, su razón principal de querer borrarlo fue la vergüenza de creer que nunca alcanzaría un número que contuviera dos dígitos, como lo hizo Alemania o Inglaterra.
Qué irónico era que ahora tuviera casi el triple de vidas.
El número, negro o café, una mezcla de ambos, se remarcaba con claridad sobre su piel tostada por el sol. Era increíble todos los problemas que le había traído.
Tornó a bajarla y sumergirla en el agua del río, esperando que su mano mágicamente dejara de ser el recipiente de su vida.
Nada.
Era extraño, preocuparse por cosas como estas. Estados Unidos no solía hacerlo, con una cabeza repletas de ideas llevadas por las ansias de ganar todo lo que estuviera a su alcance, en conseguir la cantidad de vidas suficientes para sobrevivir la semana. Nunca pensó en lo raro que era llevar tu destino el dorso de la mano, contando parcialmente la propiedad sobre cada uno de ellos en forma de números. Estados Unidos fue impulsivo, alegre y excéntrico, y aunque Alfred aún se apropiaba de la mayoría de las cualidades, era más propenso a pensar demasiado sus problemas personales, cargados de sentimientos confusos y mundanos.
Llevándose una mano al cabello, se peinó el desastre e intentó evitar la imagen de Inglaterra guardada en sus recuerdos que quiso quemar en su retina.
Pero era inevitable, ¿cómo no iba a serlo?
Añorar su voz al regañarle, sus cejas al juntarse en frustración, la comida quemada a la hora de almuerzo. Sus recuerdos no eran suficientes, cerrar los ojos y ver las tardes de calor en las que, casi enloquecido por la temperatura, Estados Unidos tiraba de Inglaterra a las orillas de algún cuerpo de agua, ignorando el miedo de su compañero y provocando pequeñas peleas que terminaba con Inglaterra siendo lanzado al agua por la fuerza. Recordarlo aumentaba la añoranza, obviamente, aunque Alfred evitaría aceptarlo frente a otro humano.
¿Lo perdonaría por dejarlo? ¿por romper nuevamente lo que fuera que tuvieron?
—¿En qué estoy pensando? —dijo a nadie en particular, conteniendo la angustia de su pecho—. Debe de odiarme.
Perdonar no era una de las cualidades de Inglaterra, Alfred podía confirmarlo por experiencia.
Comprende sencillamente que parte de la culpa cae sobre sus hombres, porque ha sido él que empezó la idea de la separación cuando fueron niños, y fue quién lo dejó marchar más de adultos. Pensó que el espacio arreglaría lo que ellos tenían, pero fue como soñar con tocar las estrellas. De adolescente o de niño podía justificarse, sus instintos en aquellos tiempos estaba demasiado arraigado en los drásticos cambios de su cuerpo, una parte de su vida de la que no estaba particularmente orgulloso, pero una parte de sí mismo al fin y al cabo.
Era la segunda etapa de la cual nacían las dudas.
Así que sí, Alfred extrañaba a Arthur.
Supongo que me lo merezco, pensó, mirándose las dos manos sobre la superficie del agua, contemplando lo iguales que eran, aunque no lo quiero.
Los ojos le ardieron. Estúpidamente, ilógicamente.
Se pasó el brazo por los ojos, borrando toda evidencia de alguna debilidad, apartando lo que fuera que ocurriera con su rostro lejos, esperando que el agua las ahogara. La piel alrededor de los ojos le empezó a doler de tan exigentes que eran sus movimientos, así que se detuvo. La quemazón en su rostro no se iba a ir, por lo que hundió la cara en el agua del por unos segundos y luego se llevó una mano al pelo para que no le molestara sobre los ojos.
Tendría que cortarlo, estaba largo de nuevo, tanto, que si seguía así llegaría a parecerse a Canadá en poco tiempo.
—Oh la la, quién pensaría que te encontraría aquí, a las orillas de este bello río —dijo una voz detrás de Alfred. Sonaba ronca, un poco coqueta y alegre.
Alfred giró el cuello para observar a su nuevo acompañante. Sonriendo, Francis tomó dos telas amarillas que descansaban sobre su brazo, y las dejó reposando en una rama lejos del agua para que no mojaran. Se quitó la ropa, y una vez completamente desnudo, halló su camino a la orilla, sentándose junto a Alfred, tan cerca, que si se inclinaba unos centímetros en su dirección, sus hombros se tocarían.
—No intentes nada raro —le advirtió.
—¿Yo, hacerte algo raro? —exclamó Francis, herido—. Jamás.
—Lo hiciste cuando era nuevo.
—Necesitabas experiencia, porque era nula.
Alfred infló las mejillas, molesto por no poder refutarle.
Luego de encontrase con Francis en el jardín, él los invitó a entrar a la casa, que enorme, colorida e imponente, no había dejado de llamar la atención de Alfred. Les contó que la casa no era suya, pero que cuando la encontró estaba abandonada, como si hubiera estado ahí desde siempre y simplemente estaba esperando un dueño para revivirla. Y eso hizo Francis, año tras año, entre pequeños objetos de las ciudades destruidas o de los monumentos destartalados. Mientras más conocieron de su existencia, más intentaron apropiarse de ella a la fuerza, y para que esos indicios de pelea se detuvieran, Francis decidió convertirla en una especie de 'hotel' los que quisieran vivir en esos lugares.
Una vez adentro se encontraron con humanos que Alfred creyó muertos o desaparecidos, y entre los conocidos estaba Canadá.
Fue como ver un fantasma o una réplica de sí mismo más dañada y más feliz. Alfred dejó de oír las historias de Francis en cuando centró su atención en su objetivo, y antes de que le diera la orden a su cuerpo, se acercó y abrazó a Canadá desde la espalda. Recuerda vagamente el sobresalto de sus hombros temblorosos, un grito poco masculino y una pequeña lucha por liberarse. Antes de que sus acciones lo llevaran a terreno más peligroso, Francis calmó a Canadá y luego le pidió a Alfred que lo soltara y que por favor no hiciera una escena. Que si quería encariñarse con el chico, para eso estaban las habitaciones.
Una vez pasado el clamor inicial, Francis los guió a la mesa de comedor para que se alimentaran. En esas altura Rusia había desaparecido. Después de sentarse, ya más calmado, Alfred volvió a saludar a Canadá, quien se ocultó detrás de su oso de peluche y le devolvió el apretón de manos.
Fue cuando Alfred se dio cuenta del muñón en el que terminaba su otro brazo.
Lo primero en su cabeza fue; ¿qué le pasó? pero entonces la respuesta llegó con una claridad propia de quien conocía las razones.
—¿No te volvió a crecer? —preguntó, mirando de cerca el muñón— ¿por qué te quedó así?
—No lo sé —murmuró Canadá.
Alfred apretó los labios, pensativo.
—Te queda genial.
—Bueno —susurró su compañero—, ya no puedo agarrar dos cosas a la vez.
—Por supuesto que no, pero sigue siendo genial —estiró el brazo para alcanzar un extraño alimento de color marrón claro, de textura suave y contexto blanco— ¿y... cómo llegaste aquí?
Canadá sonrió, sin dejar su nerviosismo de lado, y con su única mano palmeó el hombro de Alfred repetidas veces.
—Inglaterra le pidió a Francis que me traje —respondió—. Esa vez que me cortó la mano fue para ayudarme, para que Japón no fuera por mi y tener tiempo de avisarle a Francia de que estaba listo para que me llevara —apretó el oso blanco de peluche con su brazo malo—. Creí que moriría, pero ambos lograron salvarme. Estoy agradecido.
Francis, quien estaba sentado al otro lado de Alfred, se inclinó y le sonrió cariñosamente a Canadá.
—Es más fácil de tratar que tú —le dijo a Alfred—, y más tierno también.
Alfred se llevó una mano a la parte de atrás de la cabeza y se la rascó.
—No lo entiendo —se quejó luego a Francis cuando se alejaron de Canadá, quien prefirió terminar su plato con comida. El francés le había llevado por casi toda la casa y ahora le estaba dando un paseo por el patio trasero—. En primera, Inglaterra nunca me dice que también está enfermo, y segundo, jamás me cuenta de este lugar. Es tan injusto.
Francis, que de alguna parte se consiguió una copa que contenía un líquido rojo, bebió y miró con una sonrisa el rostro contrariado de Alfred.
—Ya somos dos —respondió parándose en medio del patio, provocando que su acompañante lo imitara, y volteó el rostro a la cascada, que aún estado lejos. Se podía oír el agua al caer sobre las rocas. Entrecerró los ojos, manteniéndolos sobre los de Alfred nuevamente—. Pero tienes que entender Estados Unidos.
—Alfred —le corrigió.
—Alfred —se corrigió Francis—, que Inglaterra no es un humano normal. Él, a diferencia de mí o todos nosotros, nació con la enfermedad. Para mi era todo un acontecimiento hermoso de la naturaleza, ver a un recién nacido con esas características —levantó alarmado la mano sin la copa al ver la sombra en el rostro de Alfred, tratando de detener sus pensamientos monótonos—. No es nada malo, solo estoy diciendo que estaba curioso. Inglaterra presentaba los síntomas, y era tan pequeño, que me dio ternura. También era impresionante como se llevaba contigo a pesar de que era obvio que no estaban infectado, lo que me hizo preguntarme si sentía algo por ti, y qué era eso lo que hacía que te soportara.
Alfred frunció el ceño.
No era que estuviera en desacuerdo que cuando pequeño fue un demonio, pero que lo dijera Francis lo molestaba.
—¿Por eso siempre estabas molestando cuando eramos niños? —preguntó Alfred.
Francis asintió y volvió a llevarse la copa a los labios con parsimonia. Alfred lo observó impaciente. Cuando Francis terminó lo que quedaba, apretó los labios y lo miró.
—No digas molestando, suena horrible —exclamó con molestia—. Es mejor si lo dejamos en que estaba 'haciendo un experimento, una hipótesis'.
Una mueca se dibujó en los labios de Alfred.
—¡Eso es peor!
Los últimos rayos del sol proyectaron su luz naranja sobre los contornos del rostro cansado de Francis. Con los rasgos de quien ha pasado por mucho, al sonreír se le formaban unas arrugas en la comisuras de la boca y el el borde de los ojos. Era el cuerpo de alguien que envejecía a causa de la edad, estando cada vez más cerca de la muerte a causa del tiempo y no porque su mano se lo indicara, aunque era improbable debido a sus genes.
Francis sonrió.
—De todas formas —retomó la conversación—, comprender que la enfermedad te obligaba a algo más que solo amar fue complicado de comprender para mi. Cuando las emociones me ganaron, pensé que podía amar todo lo que me rodeaba. Pero era una capa. Otros lo vieron más rápido que yo, y tuve que sostenerme de la experiencia de Inglaterra para entenderlo. Compartir, crear lazos, destruirlos, todo eso era parte también de la enfermedad. Después de dejarte Inglaterra cambió, y pude ver que sus reacciones eran consecuencia de sus emociones negativas. Creaba un sostén emocional basado y sostenido en otras emociones más consecuentes.
—La enfermedad no son solo cosas positivas.
—Y es más complejo que solo blanco y negro, más que positivo y negativo; lo supe en cuanto ustedes disolvieron su alianza cuando eran niños. Era tan obvio.
—Ah.
No entendía del todo, pero no iba a profundizar más en el casi monólogo de Francis.
Oír sobre su pasado le recordó vagamente sus aventuras con Inglaterra —que en aquel entonces se llamaba a sí mismo Arthur Kirkland—. Compañeros de supervivencia, de juegos, de soporte. Fueron tan unidos que no le sorprendía a Alfred que Inglaterra le guardara un rencor tan profundo después de abandonarlo, con la única intención de demostrarle a los demás de que era el mejor, de que era más fuerte y de que las manzanas de la ciudad eran suyas. Inglaterra tardó años en volver a dirigirle la palabra, y cuando se volvieron a encontrar, Alfred terminó con dos vidas menos. No fue ni de cerca un recibimiento amable.
Si esas emociones fueron guiadas por la enfermedad, ¿entonces los demás también lo era? ¿o era parte del fuero de Inglaterra que pretendía ignorar su naturaleza?
Viendo los ojos azules de Alfred volverse turbios, Francis le tocó el hombro para que despejara su mente.
—Como iba diciendo —exclamó, retomando el tema mientras se llevaba un mano al mentón—, aproveché la situación y me acerqué a ustedes para ver cómo afectó a cada uno el vivir por separado. Ya sabes lo que pasó contigo, pero con Inglaterra.
Alfred levantó las manos y paró a Francis.
—¡No, no me digas que hiciste con Inglaterra!
—¿Por qué no?
—¡Es asqueroso!
—¿Asqueroso? ¿por qué iba a-? —los ojos de iluminaron cuando la realización llegó a ellos— ¡No, espera, no fue eso! ¿de verdad crees que lo intentaría con Inglaterra? me da nauseas de solo pensarlo, que poco agraciado era ese hombre, por dios.
—¿Entonces no le hiciste lo mismo que a mí?
—Absolutamente no. No tengo tan mal gusto, sabes.
—¿Seguro?
Francis retrocedió unos pasos por la intensidad de la pregunta, entrecerró los ojos y miró a Alfred con desaprobación.
—Que hombre tan posesivo —giró la copa vacía, observándola cansinamente—. Contigo fue diferente, eras muy tierno —se rió—, y además prefiero las curvas prominentes. Ya sabes, más para mirar y degustar, además de un método de entretención cuando...
—¡No quiero escucharlo!
Francis se carcajeó, disfrutando de su vergüenza.
El bochorno de Alfred no hizo amago de disminuir.
Entendía que su compañero se refería al cuerpo de una mujer y aunque la poca experiencia que tenía provenía de su tiempo con Toris que fue hombre, había sospechado, en el pasado, que estar con una mujer no sería muy diferente. Desconocía en profundo cómo era el cuerpo de una de ellas sin vestimenta, y ahora no iba a comenzar a imaginárselo, pero de todos modos le picó el bicho de la duda; ¿era una experiencia igual de placentera? ¿era posible olvidar sus problemas por unos minutos mientras su cuerpo era abrumado por caricias suaves y cálidas?
Antes nunca había intentado ir muy lejos con Inglaterra, porque fue lo primero que aprendió a apreciar. Quería cuidarlo, quererlo a un ritmo independiente y diferente de lo que era su vida atada a las manzanas. Inglaterra tampoco empujó su relación —o lo que fuera que tuvieran— a una siguiente y nueva etapa, así que Alfred pensó que bastaba con lo que tenían.
Lo extrañaba.
Ya sea con una relación más cercana o no, deseaba tenerlo a su lado. Como amigo, como compañero, que lo ayudara a aprender lo abrumador que podía ser llegar a estar enfermo.
—Lo que hice fue entregarle comida y cobijo en un par de ocasiones cuando me lo permitió —siguió Francis, dispuesto a terminar con su relato, pero se detuvo al notar que Alfred no le prestaba atención— ¿qué haces?
Sorprendido, Alfred buscó rápidamente una excusa.
—Eh... buscaba a ¿Rusia?, sí, lo estaba buscando —soltó, y se pegó mentalmente una cachetada. Sonriendo nerviosamente, se pasó una mano por el cuello— ¿dónde está?
—Creí que le llevabas mal con Iván.
—Es un bastardo —masculló antes de poder detenerse.
—Bueno, el bastardo también vino a buscar algo, así que supongo que lo si no lo encontró sigue en su búsqueda, ¿no crees?
—Claro.
Francis lo invitó a entrar cuando notó los pequeños temblores que escapaban del cuerpo de Alfred y las mejillas rojas a causa del frío. Era cómico que pareciera haber salido de una tormenta de nieve cuando solo había estado unos minutos en el frío de la noche. Una vez adentro, Alfred suspiró aliviado y se sentó cerca de la chimenea, sobre la alfombra de lana y aceptó el pan tostado que le ofreció Canadá.
Alfred se lo quedó mirando con insistencia.
—Pareces mi clon —dijo repentinamente.
Canadá se quedó helado.
—¿Tú qué?
Alfred parpadeó varias veces y fijó sus ojos azules en Canadá. Sonrió inocentemente y mordió el pan caliente.
—Mi clon, aunque no sé que quiere decir.
Francis se acomodó en la silla más cercana a la chimenea, casi a la altura de Alfred. Iba a continuar con la historia y su hipótesis, pero luego de su tercera copa de líquido rojo, Alfred se durmió, desparramado incómodamente sobre el suelo. Canadá trajo una manta y lo arropó, cuidando de su temperatura hasta que sus labios dejaron de ser azules.
—Si me escucharas cuando te hablo —replicó Francis, acomodándose hasta que el agua de río lo cubrió hasta los hombros—. Ahora entiendo por qué Inglaterra te dejó.
Era un buen recuerdo.
Alfred pestañeó sorprendido y subió la cabeza para mirar a su compañero de baños cuando pronunció el nombre de Inglaterra. Francis no lo miraba como si lo estuviera acusando por su ausencia, puesto que sus ojos brillantes reflejaron compresión, sus rasgos cansados se arrugándose cuando sonríe.
—¿Qué tiene que ver Inglaterra?
—Si tanto lo extrañas —dijo Francis, encogiéndose de hombros—, ¿por qué no lo invitaste a venir?
Alfred dejó de mirarlo y oteó las corrientes cristalinas que se perdían al otro extremo del río. Francis adoraba la belleza terrenal de Pentróm, pero él no entendía qué podía haber de especial en un paisaje que podía encontrarse en cualquier parte del mundo.
No quería hablarle a Francis sobre Inglaterra. En un principio creyó mantener bajo control su deseo de verlo cuando estuvo ocupado con el trabajo que le otorgó la comunidad una semana después de su llegada, y luego cuando a eso se le agregó la experiencia placentera y carnal que obtuvo con una de las inquilinas de paso. Fue su mayor distracción, aprender del suave cuerpo de una mujer y entender el modo en que la mansión se sostenía a base de materias primas sacadas de las propias tierras y organización. Pero cuando Shira lo dejó al final de su estadía, tuvo que volver a concentrarse únicamente en trabajar.
Luego de una semanas, Francis lo obligó a descansar, así que Alfred decidió que era momento de explorar el lugar en el que se encontró acobijo. Pentróm era demasiado basto y extenso, por lo que no fue sencillo, pero con las provisiones ganadas a lo largo de los meses, pudo acampar lejos de la mansión sin morir de frío ni de hambre.
—No quería dejarlo —declaró repentinamente, sin querer contenerse más—, pero en el momento pareció lo más adecuado.
—Creo que entiendo.
—Inglaterra no parecía ser diferente, no como yo, o como tú.
—Bueno, eso es porque eres ciego. Si me permites decirlo.
La esquina del labio de Alfred se curvó para abajo.
—Creía que nuestras diferencias podían acercarnos, no alejarnos. Es tan injusto —las manos le temblaron, así que las escondió en el agua—. Hubo un momento en el que pensé que podía odiarlo por matar a otros, y estaba tan aterrado con la idea. Era extraño y...
La estruendosa risa de Francis extrajo a Alfred de su auto-agonía. Lo miró, con una pequeña y creciente molestia alojándose en su pecho. Apretó los labios y esperó a que su compañero parara de reírse. Pasó un minuto hasta que finalmente pudo controlarse y para entonces Alfred estaba a punto de pegarle un golpe en la cabeza para callarlo de una buena vez.
—No quiero que te sientas ofendido por mis palabras, pero eres realmente estúpido —se carcajeó, sus hombros temblando por la risa contenida—. El miedo y el odio son síntomas de todo lo demás. No deberías culparte ni hacer un drama de aquello. Estabas confundido e Inglaterra no intentó guiarte por el camino correcto. Emociones catalogadas negativas como el egoísmo pueden venir de emociones tan puras como el amor, o de la necesidad de proteger. No sería extraño que creyeras que ibas a lastimarlo si dejabas que 'lo que ustedes tuvieron' avanzara. Incluso un hombre lleno de cariño como yo ha dudado muchas veces, aunque parezca imposible de creer.
—Te creo.
Su compañero puso cara de sorpresa.
—Eso fue rápido.
—Egocéntrico.
Francis se llevó una mano a la oreja y se acercó peligrosamente.
—¿Qué dijiste?
—¡Qué el agua está realmente fría!
—Lo está ¿no?, ¿deberíamos salir antes de que me enferme?
Alfred se alejó de la mano de Francis que se acercaba a su hombro.
—¡Por supuesto que no!
Su compañero negó lentamente con la cabeza.
—De todos modos, retomando lo de antes: si hay algo que no entiendo, es por qué lo dejaste atrás cuando te enteraste de este lugar.
—No pude encontrarlo —respondió secamente Alfred, sin sacarse del todo el intento de coqueteo de Francis de la cabeza. Llegaba a ser inapropiado tenerlo cerca a veces, cuando sus coqueteos llegaban algo lejos.
—Ah.
Luego de unos segundos de profundo e incómodo silencio, Alfred dejó caer los hombros y bajó la guardia.
—Pero sigo sin entender por qué fingió no estar contagiado.
—Yo creo que más que fingirlo, tú no quisiste darte cuenta de que lo era. Si hay algo que el insufrible Inglaterra no puede hacer, es intentar guardarse sus sentimientos por mucho tiempo, aunque lo intente y lo vuelva a intentar. Es un fracaso —Francis volvió a alejarse, recostando la espalda en una roca alta y algo encorvada que lo ayudó también a ocultarse de los rayos solares—. Si no lo viste fue porque eres bastante ciego, o porque yo soy un total experto y soy de los pocos que conocen la enfermedad por completo.
—¿Experto?
—Sí —exclamó Francis, lastimado ante la sorpresa en las facciones de Alfred.
Abriendo la boca para tomar una gran bocanada de aire, Alfred observó al otro lado del ríos los árboles que pertenecían al huerto de los árboles solitarios, que irónicamente, estaban acompañados. Era una gran plantación, y él personalmente tuvo tres día trabajando en la sección 4A recolectando los frutos con número 4 y 7. Un chico de la recolección con el que agarró conversación tempranamente le contó que las manzanas nunca superaban el número veinte, o que por lo menos, que nunca se había visto una manzana con un número mayor. Ya las veinte de por sí eran escasas.
Miró a Francis por el rabillo del ojo.
—Sigo sin entender —respondió.
Esa mañana, luego de levantarse y tomar un baño, una gran cantidad de comida le esperaba en la mesa central del comedor. Saltando, Alfred se sentó junto a Canadá y lo saludó. La comida del desayuno se componía de carne, queso, pan, leche, jugo, manzanas, etc. El estómago de Alfred gruñó en protesta y anhelo al apreciar la cantidad de comida que se hallaba al alcance de su mano. Una a la que no estaba acostumbrado y una con la cual soñó.
Casi podía olvidar lo que era sufrir de hambre.
Mientras masticaba una manzana con el número dos, giró el rostro y observó a Canadá. Entre sus brazos llevaba el oso blanco de peluche. Desde que llegó a Pentróm no lo había visto sin él, ni siquiera de casualidad.
Sosteniendo el peluche con su brazo terminado en muñón, Canadá estiró la otra y tomó una masa dulce que estaba al centro de la mesa, entre la limonada y la carne que Alfred estaba comiendo. No se dio cuenta de que lo estaba mirando demasiado hasta que su compañero algo tímido, lo miró de vuelta, lo que le hizo saltar sorprendido.
—... —preguntó tan bajo que Alfred no lo pudo oír. Le pidió que lo repitiera— ¿qué te preocupa?
—¿Me veo preocupado?
Ignoraba que estuviera mal. Se sentía bien, como si sus problemas fueran sencillos de resolver.
Canadá agachó la cabeza.
—Estás frunciendo el ceño —respondió en un murmuro, pero Canadá se recuperó y elevó el tono de su voz, con seguridad— ¿es por Inglaterra? no pareces tú cuando piensas en él.
Riendo por las insinuaciones de Canadá, Alfred negó con la cabeza para luego morder un poco de su carne asada. Estaba jugosa.
—No —respondió después de tragar—, solo me estaba preguntando cómo se siente no tener dos manos, como el resto —miró el muñón— ¿no te duele?
—A veces siento que sigue ahí —respondió Canadá bajando el rostro para mirar el lugar donde debió de estar su mano—, y tiro cosas cuando lo olvido. Duele como cuando me la cortaron, pero no es con mucha frecuencia. A veces a penas lo recuerdo —miró a Alfred intensamente—. Al menos que me lo recuerden.
—¿Qué? —preguntó.
Los hombros se Canadá se tensaron y temblaron cuando lo miró como si le tuviera miedo.
—¡N-nada!
El chirrido de la silla al ser sus patas arrastradas contra el suelo provocó que Alfred volteara. Francis se sentaba a su lado, una manzana con el número tres mordida en su mano y escuchando la conversación como el intruso que era. No se había cambiado la ropa de anoche la cual, a pesar de ser para pernoctar, tenía muchos detalles que Francis consideraba como moda, como hermoso y como despampanante.
Alfred observó cansinamente los dedos largos de Francis y después se centró en Canadá y en la canasta frente a él con manzanas de casi todos los números posibles.
Se podría decir que las manzanas de los arboles solitarios en Pentróm eran ilimitadas, porque lo parecían; aparecían en el desayuno, en cestas esparcidas por los muebles de la casa, cerca de la cascada, en la tarde y a la hora de almorzar. Era un ilusión. Es decir, todas esas manzanas eran completamente reales, pero solo porque los árboles daban los frutos y ni siquiera se necesitaba cuidarlos porque se adaptaban a cualquier ambiente y sobrevivían con lo que tuvieran al alcance de sus raíces. La parte que se desconocía tenía inquieta a la comunidad: ¿era este árbol casi tan difícil de matar como a los seres a los que alimentaba? ¿o era como el resto de los seres vivos, y envejecía y moría? de ser mortal ¿cuánto duraba la vida de un árbol solitario?
Eran muchas preguntas, y la comunidad le temía a las pocas respuestas.
Por no aceptar que eran nulas.
Francis borracho era muy elocuente cuando se encontraba rodeado de compañía en la que confiaba. Supuestamente Alfred no debería conocer los temas a tratar de la comunidad, pero por suerte suya era bastante sencillo emborrachar a Francis y sonsacarle unos cuantos datos.
Se concentró en el número ochenta y seis en el dorso su mano. Después observó la mano de Francis y la de Canadá.
Estaban en blanco; es decir, no blanco como la nieve, sino blanco como una mano sin tinta, anormal, sin un cuenta vidas. ¿Se estaba volviendo loco? quitarse los números del dorso fue algo que intentó por varios años, a causa de su vergüenza personal de nunca poder alcanzar el diez. ¿Podrían tener el contador en otra parte del cuerpo? pero tanto a Canadá como a Francis los vio anteriormente, y rememoraba ver a ambos con los números en sus manos.
¿Era esa la razón de la mano faltante de Canadá, de las arrugas en el rostro de Francis?
Francis se percató tempranamente de su mutismo.
—Supuse que tarde o temprano lo verías —le dijo.
Canadá paseó sus ojos de su oso a el rostro tenso de Alfred.
—Lo siento —murmuró—, le prometí que no te lo diría.
—¿Por qué?
—Estaba intentando pagar una vieja deuda —explicó Francis y sus facciones se retorcieron con ansiedad—. Pero supongo que ya no se pudo.
—¿Por qué no tienen números?
Francis adoptó una posición poco usual en él. El ruido provocado por el resto de la gente al conversar y comer se fue desvaneciendo mientras Alfred se concentraba en la respuesta de uno de los líderes de la comunidad. Esto era nuevo, y puede que también tan peligroso como toda su vida. Francis bajó la manzana a medio comer, suspiró, y con un gesto de indiferencia la alejó como si no valiera varias vidas.
—El gato está fuera de la bolsa —se mofó Francis—. Bueno, hasta se podría decir que es mejor que lo sepas. Verás, una vez que aparecemos en este mundo nuestro propósito es sobrevivir hasta que tengamos la estatura y fuerza suficiente para pelear con las manzanas, ¿no? el problema fue que no conocíamos si había un límite, o si incluso había un fin para nuestro propósito. Bueno —apuntó a la manzana—, resultó que sí existía un límite.
—¿No necesitaremos más manzanas?
—Una vez que llegues al cien la cuenta se detendrá y volverá al uno, pero de una manera distinta. No habrá más números después de eso... simplemente, desaparecerán.
—Como tu mano.
Francis asintió.
—Como mi mano —afirmó.
—A mi me agrada —musitó Canadá, observando la mano impoluta que le quedaba—. Se siente como si por fin pudiera decidir, normal.
—¿Por qué? —lo cuestionó Alfred. No entendía, si una vez que llegabas al cien y la cuenta retrocedía como si nada hubiera funcionado, ¿qué sentimientos positivos se podían sacar de eso?
—Por la mortalidad.
Los ojos de Alfred se abrieron espantados, sorprendidos, confusos.
—¿¡La qué!?
Mortalidad.
La palabra era parcialmente nueva.
La llave de las puertas de la muerte, la llamada a las desgracias y el fin de la seguridad. Al mismo tiempo, el término de las peleas por las manzanas. Ya no necesitaría matar a otros, no tendría que verlos morir por su culpa o por consecuencia de sus acciones, por seguir la base de su naturaleza. Ya no más noches en soledad con miedo de sí mismo, atormentándose con las incógnitas de qué le esperaba para el día siguiente.
No sabía distinguir si le gustaba la idea.
Desde su primer recuerdo que la inmortalidad era parte de su repertorio de ideas y decisiones, y como tal, había aprendido a no temerle a morir ni al dolor, puede que más de lo recomendable incluso para seres como ellos. Ellos podían morir y luego resucitar para seguir obediente y paciente el humor negro del transcurso de su vida.
Eso era todo.
Pero ahora existía otra posibilidad, otro camino.
¿Quería ser mortal, de verdad quería tener en su poder la capacidad de morir, de envejecer, de se capaz de cometer errores que costarían más caro? ¿Acaso sería capaz de siquiera tener una vida, una buena vida, si decidía terminar con la maldición? porque una vez que llegara al límite de su número, ya no existirían las segundas oportunidades.
No podrá morir bajo las garras de un león, ahogado en un pantano o bajo las intensas fiebres de una enfermedad y esperar a que su corazón se detenga por unos minutos para volver a trabajar. Será imposible.
Las opciones se estrellaban, batallaban y golpeaban tratando de ganar dominio en su cabeza.
No estaba obligado a convertirse en alguien mortal, pero tampoco estaba en quedarse inmortal. Pero ahora, ¿qué era mejor? ¿cuál de las dos, se podría decir, estaba bien o incluso correcta.
¿Pero quería Inglaterra envejecer con él?
Le dolía la cabeza. Una punzada atravesaba ardiendo su cerebro y le hacía palpitar la cien con fuerza.
—¿Estás bien? estás un poco pálido —le preguntó en un susurro Canadá, llevando su única mano al hombro tembloroso de Alfred—. Aunque no puedes enfermarte.
—Francis —llamó a su compañero con un hilo de voz.
El hombre, distraído con la botella de vino, volteó la cabeza para observarlo.
—¿Es posible que yo también pueda alcanzar el cien?
—Te falta poco, ¿no? y ni siquiera está prohibido, así que no te preocupes —respondió algo indiferente.
Canadá le sacudió el hombro a Alfred suavemente.
—¿Entonces te unirás a nosotros? —preguntó.
Alfred bajo la vista hasta su mano, al número negro como la noche, invadiendo su piel, y de manera indirecta, invadiendo su vida desde el primer minuto.
—Esta es mi independencia —se burló.
No ser inmortal es más fácil de lo que creyó. Tiene un montón de 'latidos contados del corazón' y 'heridas que siguen siendo heridas al siguiente día', pero son buenos problemas que Alfred es capaz de aceptar con relativa sencillez. No son diferencias que lo alarmen, o que llamen demasiado su atención, así que puede vivir con ello.
Los cambios también son drásticos.
El número en su dorso desapareció, así tan repentinamente que pareciera que nunca estuvo ahí. Y es irónico y poco agraciado entender que esa parte de su cuerpo tampoco fue, y es, controlada por él. El límite de sus opciones siempre fueron dos; llegar al tope o no llegar. O tal vez fue solo una, llegar al tope y ver qué pasaba, solo que el destino lo llevó a hacerlo de manera consciente.
Canadá no quería llevar un nuevo nombre y Francis intentaba convencerlo. Alfred pasaba largas tardes escuchándolos hacer algo similar a discutir, pero sin llegar a los gritos: Francis diría un nombre al azar y Canadá lo rechazaría. Así sucesivamente, por días. Lo que Canadá no tuvo miedo de nombrar es a su oso blanco de peluche, y aunque Alfred nunca puede aprenderse el nombre, no podía decirse que no lo intentó.
Shira volvió a pasar por la casa, y consecuentemente también retornó a su habitación y a su cama. Su cuerpo es tan hermoso como lo recordaba y sus caricias seguían siendo igual de placenteras, sin embargo, Alfred sentía que algo se había perdido a diferencia con la última vez. Tal vez era debido a su inocente inexperiencia, o su ansiedad por comprender cómo trabajaba el cuerpo de una mujer. Lo que fuera, a pesar de molestarle a la par que se movían aceleradamente uno contra el otro, no disminuyó el placer.
Ella nunca supo porque él nunca se lo dice.
Su visita duró más que la vez anterior, pero Shira le cuenta una noche que no volverá. Alfred no se hace problemas al respecto. Cuando ella finalmente lo deja, él tiene que hacer frente nuevamente a sus problemas.
Y pasaron muchos días.
Realmente, muchos días.
Al abrir sus párpados esa mañana, los rayos de sol que entraban a raudales por la ventana que estaba al lado de su cama le lastimaron los ojos. Entre cerrándolos, se llevó una mano a la altura de la frente para detener el brillo. Fue entonces cuando se dio cuenta. El contorno de su mano, cuando la acercaba a su rostro, era diferente, como si estuvieran dos manos sobrepuestas, con los bordes borrosos, torneados, extraños. Parpadeó un par de veces, esperando que su vista volviera, pero cada vez que lo hacía su visión iba en decadencia, hasta el punto en que su extremidad se vio casi completamente nebulosa.
Asustado por su falta de visión, se sentó en la cama de golpe y recorrió con sus ojos la habitación, centrándose en sus amueblados, en las cortinas blancas, en el exterior de la ventana, y en los rayos del sol que se colaban por el vidrio. Borroso, todo estaba de la misma forma, siendo la única diferencia cuando las cosas estaban más cerca.
Así que esas son las consecuencias de la inmortalidad.
Genial. Simplemente genial, justo lo que quería.
Después de haberse alterado por la nuevas opciones, Francis había tratado de explicarle claramente la inmortalidad, aunque Alfred era bien consciente de lo que se estaba enfrentando. El peligro. Al final, decidiendo por la mortalidad, después de varios días, recibió sin quejas las manzanas suficientes para llegar al número límite. Cada mordida que daba a una manzana, formaban un nudo en su garganta que hacía que le costara tragar los restos masticados de la fruta.
Cuando solo le quedaba una vida para llegar a las cien —que era el número en donde los números desaparecían—, sintió como si fuera a devolver todas las manzanas comidas. Tragando la acidez que le había subido a la garganta, abrió la boca, y se alimentó de la manzana. Esperaba que su cuerpo sufriera de una transformación, que brillara, o algo así. No importaba lo extraño y poco lógico que podía llegar a ser, había presenciado cosas peores. Pero no hizo ninguna de esas cosas fantásticas, y no es que no sintió nada, porque cuando la tragó, su cuerpo puso pesado, como si hubieran puestos rocas enormes sobre sus hombros. Los brazos y las piernas le temblaban, arriesgando con llevarlo al suelo. Por suerte, Canadá estaba atento, y le ayudó a mantenerse despierto y sobre sus dos pies.
Estaban aterrados. Hablaban, compartían información. Canadá, tartamudeando, regañaba a Francis, y éste le respondía algo relacionado con las manzanas, y que no tenía idea qué estaba ocurriendo, que no había pasado antes con ninguno de los llegados. Alfred intentó entender, darle un sentido a las palabras, pero éstas se escapaban, se deslizaban de su mente, entrando y saliendo sin parar.
El cuerpo de Canadá temblaba bajo el peso de su cuerpo y su mano estaba en la espalda de Alfred, ebullendo de calor.
Sin soportar el cansancio que recorría cada parte de su cuerpo, Alfred cerró los ojos y apoyando su frente en el cuello de Canadá, susurró algo que ni él mismo entendió. Su boca se movía en contra de su voluntad, soltando, desparramando. No tenía las energías para detenerla.
Y luego se había despertado ahí, en esa habitación de rehabilitación. Sobre colchas blandas, sábanas blancas y un olor a enfermedad que le molestaba en las aletas de la nariz. Canadá estaba a su lado, aferrando su oso de peluche. En unos primeros instantes, no lo había visto, concentrado en el techo del cuarto y reparando que en los bordes de sus ojos se veía distorsionado. Canadá le dijo que lo lamentaba por la situación en la que lo habían puesto, y que no sabían qué le pasaba.
Riendo con amargura, Alfred había respondido que no se preocupara, que no era su culpa. Algo no había estado bien con él desde el principio de su existencia. Y no fue algo de lo que preocuparse en los siguientes días, porque a las horas de haber comido las manzanas, se sintió como si nada hubiera cambiado. Cargado de energía, ayudó en las tareas de Pentróm, como recoger más manzanas, y cuando finalizó, tirando de Canadá de la manga sin mano, lo llevó las tierras inexploradas de los bosques al otro lado del jardín de árboles solitarios.
Los días siguientes fueron una rutina similar. Reía, cantaba, socializaba, comía. Entonces llegó el bajón, cayendo de improviso un día cuando estaba junto a Canadá recolectando las manzanas que estaban al fondo del jardín. No recordaba nada más allá de imágenes y tactos, como las manos calientes de Canadá sosteniéndolo, después de eso, cuando volvió a tomar consciencia de su entorno, estaba acostando en la pieza de reposo, y visualizaba todo borroso.
En como una broma, de esas que no tienen gracia. La mortalidad, insatisfecha con sus apresuradas decisiones, le ha arruinado la visión. Sus ojos, esos que le ayudaron cuando tenía que elegir su comida, ya no funcionaban. Esas dos orbes que eran la parte más útil de su cuerpo. Se habían desecho. Conservaban su forma, pero ya no tenían propósito. Alfred tenía miedo, ¿y si volvía a desmayarse? cadas vez que despertaba de un ataque, su visión se había ido a un grado peor. Llegaría un momento en que no iba a poder diferenciar su mano del resto de su cuerpo, ni tampoco el ambiente que le rodeaba.
Histérico, empezó a tantear las mantas que le cubrían las piernas, tratando de encontrar la diferencia entre estas y sus manos, algo que por lo menos podía hacer a pesar de su ceguera. Los colores existían en su visual, ardientes, como si le gritaran de su existencia, se quedaban impresos en su mente. No olvidaría el color de las sábanas, tampoco el de la madera del piso y el de las cortinas. Parpadeó otro par de veces, esperanzado que con solo ese gesto, volvería a la normalidad.
No estaba funcionando, su vista seguía igual.
Ahogó un grito en su garganta.
No quiere quedarse ciego, perder su capacidad de apreciar lo que le rodea. La naturaleza, los árboles, las manzanas, las diferentes estaciones del año... Inglaterra. Todo se desvanecería. Los recuerdos de su mente no ayudarían porque eran débiles a los detalles. Tanto así, que no podía recordar los contornos del rostro de Inglaterra, o sus cejas, o su pelo rubio, el largo y el desorden de éste. Antes, no poder crear una imagen exacta de Inglaterra en sus recuerdos era un problema menor, pero ahora, con sus nuevas deficiencia, le aterra no poder volver a perderse en sus ojos verdes, amar sus mejillas ruborizadas.
Quiere a Inglaterra, y no cuando vuelva a su hogar. Lo quiere ahora, en ese lugar, en ese momento. Que lo abrace, que lo bese. Necesita todo de él.
Antes de que se pierda en sí, una mano tocó su hombro. Alzando la cabeza por reflejo, trató de enfocar la vista en la figura borrosa que estaba parado al lado de la cama. Por los colores difusos que puede visualizar y destacar, está seguro que esa persona es Canadá. Pero no lo puede afirmar, Francis suele tener ese mismo tono de cabello. Levantó la mano y tanteando las ropas del llegado, reconoció las ropas del canadiense. Las manos le tiemblan, y le da vergüenza dejar entrever esa parte suya que es tan débil. Pero está aterrado, y con ese sentimiento dominando su pecho, el bochorno disminuye.
—Estás despierto —dijo con alivio el canadiense—.Qué alivio. Creímos que no te ibas a despertar de ésta —tomando la mano de Alfred, la dejó con la palma mirando hacia el techo y depositó un objeto cálido—. Toma. Cómelo, es una rebanada de pan.
Alfred manoseó el pan para dimensionar en su mente el tamaño de su comida. Por lo que podía sentir al tacto, era un pan simple, sin agregados. En realidad no importaba, no cuando el vacío en su estómago era tan masivo, que sentía que podía comerse el huerto de árboles solitarios, solo.
Sonrió.
—Gracias.
Mordió la rebanada de pan. Estaba crujiente en el exterior y suave en el interior. Entre sus labios, ese simple pan parecía comida de dioses, la fruta prohibida. El manjar de los manjares. Su cuerpo vibró por el placer producido al tragar, agradecido por la merienda. Antes de que se diera cuenta, el pan había desaparecido.
Canadá se sentó en al silla que acompañaba a la cama, sin dejar de mirar a Alfred.
—¿Cómo te sientes?
—Horrible. Casi no puedo ver —suspiró con una sonrisa acompañando sus labios—, pero no importa. Aún estoy vivo —por suerte, el optimismo siempre había sido una de sus muchas cualidades, la más destacable, solo que en los últimos tiempos lo ha dejado un poco apartado—, y es mejor que todo lo demás.
Cautivado por sus palabras, Canadá abrió la boca asombrado, pero no duró demasiado en ese estado, porque al rato siguiente sonrió entrecerrando los ojos con comprensión. Miró el muñón al final de su brazo.
—Tienes razón.
—Soy el héroe. Jamás de los jamases dejaré de tener la razón —respondió alejando los desdichados pensamientos de su ánimo—. Deberías de saberlo y tenerlo en tu razonamiento como una ley universal.
Reprimiendo la risa, Canadá apretó los labios inútilmente. Pequeños sonidos escaparon de todas maneras.
Cosas como esas, como la risa pura e inocente de Canadá, provocaba que los sentimientos Alfred se embotellaran en la bruma de la tranquilidad y la felicidad, rodeados por ésta sin la posibilidad de poder salir. De esa forma se sentía relajado, y a pesar de su terror inicial, éste se fue esfumando a medida que Canadá seguía intentando contener la risa.
—Lo siento —dijo Canadá entre regocijos entrecortados—, pero los héroes no existen. Solo son parte de nuestras antiguas leyendas.
Es dolorosamente obvio que Canadá se ha dado cuenta de su arrebato anterior, y no quiere mencionarlo. Pero esa parte suya es tierna, y Alfred tampoco quiere comentar algo al respecto. Es mejor así, dejarlo en un acuerdo tácito de silenciar la verdad.
Simulando estar herido por su respuesta, Alfred expresó un dolor desmesurado en su rostro.
—¡Claro que existen, es más, soy el más grande y maravilloso de todos!
—No te creo —dijo Canadá temblando por sus intentos de detener las carcajadas—. Estoy seguro que los héroes no existen.
Alfred se cruzó de brazos e hinchó los cachetes para demostrar su desacuerdo.
—Ya veremos si sigues no creyendo en ellos cuando un día casualmente te caigas de la cascada y te tenga que rescatar.
Canadá dejó de sonreír abruptamente.
—¿Qué yo qué?
Nunca antes en su vida se había detenido a analizar la estructura morfológica del maíz, porque nunca fue realmente necesario en su diario vivir. Pero ahora, con el sentido del tacto más sensible y activos, además de su único y nuevo trabajo como recolector de mazorcas, encontró y descubrió que los tallos de las plantas eran bastantes gruesos y rugosos.
La oscuridad consumía todo los bordes y centros de su visión y no era necesario de otro ataque para que la luz de sus ojos se fuera consumiendo como una vela a cual la llama le había devorado el cuerpo. En los días posteriores a los repentinos desmayos, su capacidad de ver los colores se vio mermada a medida que pasaban los días. Canadá y Francis, con la poca información a mano intentaron detener el avance a la ceguera, pero esas prácticas Alfred terminaron aumentando la velocidad de su deterioro que ayudándolo. Terminaron por dejar 'probar y ver qué sucedía' para otra ocasión.
Alfred tuvo que renunciar a su trabajo en los huertos de los árboles solitarios. Quedarse hubiera supuesto un riesgo para la seguridad de los otros allegados y aunque la comunidad no se lo advirtió, Alfred fue lo suficientemente consciente como para entender la tensión en sus compañeros cuando empezaba un nuevo día en los huertos. Las manzanas podían ser casi ilimitadas, pero cada una de ellas se apreciaba como si fuera única, y las torpes manos de Alfred podían destruir una en cualquier segundo.
Así que se quedó con el maíz.
Canadá al saber que Alfred se cambiaba de parcela de cultivo, decidió seguirlo. Alfred lo abrazó tan fuerte que Canadá estuvo a punto de retractarse. Suerte suya que no fue un pensamiento demasiado serio.
Pero ese día Canadá no había llegado a trabajar. Además, solía ayudar a Alfred a encontrar las salas de la mansión, o los caminos a los huertos porque aún no se había acostumbrado a la ceguera y a la nula confianza que debería tenerle a sus ojos, pero esa mañana no apareció. Alfred tuvo que arreglárselas entre la ayuda de viejos inquilinos y jóvenes del huerto de los árboles solitarios.
El maíz no era tan importante.
Alzando las manos para registrar la posición de otra mazorca, movió sus manos delante de su cuerpo con desacierto.
—Sigues siendo bastante torpe como siempre, ¿no? Estados Unidos —susurró una voz detrás de él.
Su corazón dio un doloroso salto.
Alfred no fue muy bueno reconociendo voces en el pasado, y ahora que estaba ciego, según los libros supuestamente su audición iba a mejorar. Con el pasar de los meses se hizo evidente que esa parte de su adaptación a sus recursos se estaba retrasando más de lo debido y recomendable. Pero incluso así, incluso con esa parte rota de sí mismo era irreparable e inmutable, reconocería la voz de Inglaterra en cualquier parte.
Y era casi como un sueño.
Se giró lentamente, despertando del sopor.
—¿Arthur? —dijo, esperanzado— ¿en realidad eres tú?
—¡Arthur! —gritó indignado la voz de vuelta— ¿a quién crees que le llamas así, idiota?
Definitivamente era él.
Y estaba ahí. A su lado.
Parpadeó lentamente, muy aferrado aún a sus viejas costumbres como para pretender mínimamente evitarlo, y sonrió, tan abiertamente como la piel estirable de sus labios y mejillas le permitía. Su cabeza era un desastre de gritos sin emitir y recuerdos del pasado tan dolorosos como felices y calmados. El fuego de la fogata, el cielo estrellado, los números, el silencio, la comodidad. Sentía que no lo había extrañado lo suficiente a pesar de pensar todos los días en él.
—Estás aquí —dijo.
—No, estoy allá, al otro lado de la cascada —le respondió Arthur, y Alfred casi pudo verlo rodando los ojos—. Soy un holograma.
—¿Un qué?
—Nada importante.
Las ideas dieron vueltas en su cabeza, golpeando sus paredes, reduciéndolas a escombros. Entonces, como si la voz de Arthur fuera su mano salvadora, su cerebro se recobró, volviendo despejar las intenciones de sus acciones, gestos y palabras.
—No entiendo, por qué decidiste viajar hasta acá.
El silencio que le siguió fue rotundo.
Algo temeroso de que Arthur fuera parte de una ilusión, Alfred avanzó pasos desacertados en dónde oyó su voz por última vez. Sus manos golpearon el aire una y otra vez y él comenzaba a desesperanzarse cuando la voz grave de Arthur vibró en el aire a su alrededor.
—Tengo mis razones —respondió secamente.
El clima era húmedo y levemente frío. El sol se ocultaría pronto y entonces la oscuridad de la noche caería sobre ellos.
—Ajá —exclamó Alfred, sin creerle.
Otro silencio, más largo y pesado y tenso. Las manos de Alfred siguieron golpeando el aire.
—No suena como si me creyeras.
—No lo hago.
Los silencios de Arthur iban a terminar de matarlo. Si los números de su mano no lo hicieron, ni Rusia con sus torturas pudo, Arthur iba a terminar el trabajo de la naturaleza.
Las manos imprecisas de Alfred encontraron otro tallo de mazorca.
—Era más fácil cuando te odiaba —declaró Arthur.
—Ah, entonces me odiaste antes.
—No, no lo hice.
Alfred sonrió.
—Bueno.
Arthur se aclaró la garganta.
—Lo que quiero decir —murmuró, inseguro y avergonzado. Alfred lo escuchó dar un paso sobre las grandes hojas secas de las mazorcas. Después le agradecería a Francis por darle un trabajo en el que caminar en silencio era casi imposible. Se alejó del tallo y dirigió sus manos a la derecha—, es, bueno, yo... —escupió un par de maldiciones y luego musitó—, te extrañé, ¡no a ti, por supuesto! a tu comida, no espera, eso tampoco era lo que quería, agh, maldición.
Entonces lo encontró. Estaba más cerca de lo estimado y casi lo golpea a en su brazo, pero una vez pasado el contacto inicial, Alfred halló su camino al resto del cuerpo. Los hombros, el cuello, el pecho, la cara. A pesar del frío exterior, la piel se Arthur estaba cálida, y a diferencias de otras veces en que la tocó, el tacto era irregular en ciertos sectores, como cuando se tocaba una herida que no estaba completamente cicatrizada.
Arthur lo tomó de ambas manos y lo alejó de su rostro.
—Hola —dijo Alfred.
—Hola —respondió Arthur en un susurro.
—También te extrañé.
—Jamás dije haberte extrañado. Así que borra el 'también'.
—Lo dijiste.
—No, no lo hice.
—No te esfuerces Arthur, lo entiendo.
—¿Me estás dando una orden?
—¡No lo hago, solo estoy tratando de ayudar!
—Es mejor si no lo intentas —se quejó Arthur entre gemidos bajos y molestos—. Como sea, no hice todo ese estúpido viaje para discutir contigo.
—¿Ah no?
—¡Obviamente que no!
—¿Entonces por qué estás aquí?
—¡Para verte, idiota! —en cuanto las palabras salieron de su boca, Arthur emitió sonidos de arrepentimiento que indicaban que deseaba volverlas a su garganta de algún modo— no, espera...
Estaban volviendo al inicio. Una parte de Alfred estaba riéndose, encantada con la escena, disfrutando del momento. Era extraño, estar soñando por tanto tiempo con un reencuentro, y cuando finalmente llegaba, no saber cómo avanzar. Arthur seguía siendo el mismo, y él también, aunque cada uno hubiera pasado por más cosas en su separación, aunque pareciera que ambos crecieron nuevamente.
Alfred suspiró y tanteó el aire hasta encontrar la mano de Arthur y envolverla con la suya.
Casi saltó de felicidad cuando Arthur no se retiró.
—¿Conociste la casa? —le preguntó.
—Sí, pasé por ahí antes de llegar a los campos. Necesitaba preguntarle a Francia un par de cosas.
—Supongo que ya estuviste aquí antes.
—Algo así.
Comunicarse con Arthur nunca fue fácil; entre frases cortas y secretos a medio contar, Alfred casi siempre tuvo que llenar los espacios vacíos. Sonriendo para sí mismo, apretó la mano que envolvía a la suya y giró el cuerpo en dirección en dónde recordaba que estaba la casa.
—Entonces volvamos. Creo que ya terminé aquí.
—De verdad de extrañé —soltó Arthur, tan repentino y descolocado al tema de conversación que mantenían que a Alfred le costó procesar el significado de las palabras—. Y no a tu comida, sino que a ti, digamos... todo tú.
Alfred se giró nuevamente, pero en dirección a la voz.
—Arthur.
—Si te pones sentimental te juro que...
Las manos le picaban, se quemaban y ardían como leguas de llamas, y para calmarlas, buscó con su mano libre el rostro de su compañero, y una vez encontrado, lo besó en los labios. Fue algo torpe porque no calculó bien la distancia, pero se supo reponer sobre la marcha. Los labios de Arthur estaban secos y eran igual de indecisos que la primera vez cuando respondió, pero era suficiente para que Alfred se sintiera feliz. Acarició suavemente esos labios con su lengua.
—Pensaba que ibas a correr lejos de mi antes de poder decirlo —le soltó cuando se separaron.
Casi podía ver a Arthur frunciendo la frente.
—Siempre arruinando el momento —musitó de vuelta.
—Lo siento —canturreó Alfred y volvió a besarlo. Una de las manos de Arthur se aferró con brío a la tela de su camisa cerca de su cuello. Algo parecido a un quejido bañó el aire— ¿Arthur?
—Deja de llamarme así.
—No quiero.
Arthur bufó.
—Idiota.
Alfred lo besó una vez más. No estaba acostumbrado a que Arthur lo dejara hacerlo tantas veces en una cantidad tan corta de tiempo, así que se aprovecharía.
—Arthur, repite lo de antes, por favor.
—Sé más específico.
—Dije por favor, ¿no puedes pensar un poco más en lo que quiero?
—¿Por qué tendría que...? oh, ya veo —se alejó, el tono de su voz bajo y molesto—. Ya lo dije una vez, no te aproveches.
Sonriendo, Alfred escarbó entre las palabras de Arthur y el hecho de que en verdad no estaba intentando escaparse de su mano que aún lo sostenía.
—Te extrañé —dejó escapar, repitiendo sus palabras.
—Me lo has dicho antes.
—Lo olvidé, ¿podrías olvidarlo tu también?
—No lo arruines —gruñó enrabiado Arthur—. No, espera, ya lo arruinaste.
Ignorando sus réplicas y reclamos, Alfred juntó sus labios en otro beso más lento. Arthur no tardó en responder. Ahogando en su garganta un gemido de felicidad, Alfred hizo vagar sus dedos y su palma por el brazo que aún sostenía el cuello de su camisa. Los dedos trémulos de Arthur lo acercaron más, necesitados, con el resto de las frases que dejaban sin decir.
—Me pregunto cómo será cuando me confieses tu amor eterno e inmenso.
—Deja de joderla cada vez más —le advirtió.
No había terminado su inspección anterior, y alejándose de su rostro lo suficiente para dejarle espacio a sus manos, siguió sonriendo abiertamente. Pasó sus dedos por las mejillas, aún calientes a pesar de la baja temperatura, por la esquina de los ojos, la cien, y por último la frente, donde la piel bajo su tacto dejó de ser suave y se convirtió súbitamente en rugosa, áspera y hundida.
—Sobre esa cosa que tienes en la car-
—Francia me dejó al tanto de tu ceguera.
Alfred descendió sus palmas.
Eso no se lo esperaba, bueno, sí esperaba que Francis se lo contara, pero no que Arthur lo dejara caer tan repentinamente. Era indudable que Arthur tenía consciencia de su problema, y debió de hacerse evidente cuando le vio bracear anteriormente cuando lo estaba buscando. Frunciendo sutilmente el ceño, Alfred orientó su mirada a donde, figuraba, estaba los ojos verdes de Arthur observándolo.
—Ah, eso —respondió algo demasiado serio para su gusto—. Nos sorprendió a todos. Aún no sabemos por qué ha pasado. Canadá me explicó que cuando eres mortal, el cuerpo no sana de forma inmediata. Él lo pudo comprobar cuando su mano no volvió a crecer, pero mi caso fue diferente, porque no estaba herido cuando comí las manzanas.
—Así que ahora eres un indefenso mortal.
—Sí mortal. No indefenso.
—¿Cómo fue?
¿Qué cómo fue no volver a depender de las manzanas?
Aterrador.
Doloroso.
Nuevo.
¿Cómo darle a entender todo eso a Arthur en pocas palabras? ¿Cómo hacerle entender la combinación de sentimientos que llegaban con saber que se era vulnerable a la muerte? ¿Qué las decisiones, una vez que las tomabas, no volverían a darte otro camino más que el escogido? No podía darle una buena referencia, usara la palabra que usara. Decidió por algo simple.
—No lo sé, cuando terminé de comer las manzanas me desmayé. Me sentía como si no hubiera dormido en días, pero aparte de eso, el resto se ha sentido bien —riendo entre dientes, señaló a sus ojos que miraban al vacío—. A excepción de la visión.
—Estados Unidos, no sé si lo sabes, pero ser inmortal implica-
—¿Envejecer? —lo interrumpió—, sí, Francis lo explicó bastante bien.
Sintió a Arthur negar con la cabeza.
—Y no solo eso —le dijo—; puedes enfermarte, tener un accidente grave y no recuperarte, quedarte ciego, perder una mano. Todo es parte del regalo —enumeró enterrando un dedo cada vez que nombraba una desgracia. Suspirando, Arthur levantó sus manos juntas y guardó silencio—. Bueno, no hay vuelta atrás. Espero que tomaras la decisión como se debe.
—Lo sé —aunque no le iba a contar que no tardó si quiera un día en tomar la decisión.
—Y aún así quisiste serlo.
—¿Estás enojado?
Arthur tardó en responder.
—Puede —musitó débilmente—. La inmortalidad es complicada, pero lo que buscamos desde que aparecemos en este mundo.
—Me las arreglaré.
—Lo dudo.
—Oye —se quejó Alfred—, dame un poco más de crédito.
—No lo haré. Prefiero creer que eres un peligro andante y que te puedes matar en cualquier segundo —respondió Arthur con cierta sorna y un aire de auto-complacencia, pero luego su tono cambió a uno indeciso y avergonzado—. Y así, bueno, no tendrás excusas para alejarte de mi de nuevo.
A Alfred le dolían las mejillas de tanto sonreír. Se acercó al rostro de Arthur y lo besó en la frente.
—Arthur, llévame a casa.
La primera voz que oyó cuando entraron en el salón fue la de Francis.
—Así que lo encontraste —exclamó en un suspiro—. No sé por qué esperé que te perdieras en el camino a la planta de mazorcas si no lo hiciste para llegar acá. La suerte hoy no está de mi lado.
—Tu voz lastima mis oídos —respondió Arthur.
—Y tu presencia arruina mi salón.
Debido a su reciente ceguera y a su descoordinación para guiarse sin la ayuda de sus ojos, Alfred era bastante propenso a tropezar o chocar con paredes, muebles, árboles o alfombras. Así que Canadá lo ayudaba, incluyéndose en tareas aparentemente sencillas como encontrar el lado correcto de la silla para sentarse a la hora del desayuno o el almuerzo. Eso no ayudó en la independencia de Alfred, obviamente. Con el paso del tiempo, la mano de Canadá se tornó su mejor centro de confianza.
Así que cuando Arthur separó su mano de la suya, tropezó en el intento de atraparla y se halló con el suelo de madera, el cual no le dio una grata bienvenida a su rostro.
No era la primera vez que caía, pero eso no evitó parte del bochorno.
Una mano lo tocó del hombro para llamar su atención y lo ayudó a levantarse.
—Gracias, Canadá.
—¿Quién? —respondió Arthur, resollando por el esfuerzo.
—Oh, mi error. Creí que eras alguien más.
—¿Quién es Canadá? —insistió Arthur.
Francis, quien estaba parcialmente olvidado, se rió con algo cercano a la maldad. Alfred pudo oler la burla en sus palabras antes de que abriera la boca.
—Descuida, es solo un amigo. No como Shira.
Si tuviera la puntería y la visión necesarias para lograrlo, le lanzaría a Francis uno de sus bellos jarrones en el rostro. Sería como matar dos pájaros de un tiro; lo callaba y de paso le arruinaba el peinado del que tan orgulloso estaba. O más simple, tomar su lugar en la comunidad y otorgarle un trabajo como el de lavar la losa, o cazar en la noche.
Antes de que Arthur preguntara por Shira, Alfred fingió otra caída, por lo que Arthur tuvo que concentrarse en levantarlo, lo que le costó más que la primera vez.
—Aunque Canadá si deja su lado para dormir es sorprendente. Son como uña y mugre.
La mano de Arthur sobre su hombro apretó.
Alguien más entró en el salón.
—Estados Unidos.
—¡Canadá, justo estábamos hablando de ti, mi querido amigo! —exclamó exuberante Francis. Se advertía a kilómetros que estaba disfrutando de la atención—. Quisiera presentarte a Arthur Kirkland, más conocido como Inglaterra, Pero creo que ya se han visto antes.
Alfred quería enterrarse cinco metros bajo tierra. O mejor dejar que la corriente de río se lo arrastras hasta el mar. Lo que fuera más rápido, si dolía o no era lo menos importante.
—Sí, él me salvó, ¿no lo recuerdas? —murmuró Canadá.
—¿Qué? —preguntó Francis, sin oírlo.
Canadá suspiró agotado.
—Nada.
Atrapado en su narración, Francis rodeó con su largo brazo los hombros de Canadá y lo atrajo bruscamente a su cuerpo, ignorando el gemido bajo y asustadizo de su compañero.
—Bueno, como iba diciendo, nuestro amigo aquí es de las tierras lejanas, como nosotros. Viajó en pleno verano para reunirse con su querido que lo abandonó, que, oh sorpresa, está completamente ciego, algo descuidado y plenamente desesperado por ser correspondido en el romance, ¿a que no es una buena historia de amor? puede que falten unos personajes principales más agraciados que estos dos, pero no todo puede ser perfecto.
—Yo- —intentó interrumpir Canadá.
—Ojalá alguien me amara así —lloriqueó Francis—. Alguien hermoso, obviamente.
Arthur, que aún sostenía a Alfred por el hombro, arrastró sus dedos hasta la mano y la afianzó ahí con brío y determinación. El corazón de Alfred dio un salto.
—Sabes, un poco de vino de vería bien en tu cabello —lo amenazó, parando en abrupto el parloteo excesivo y sobre actuado de Francis—. O podría contar unas cuantas historias a la comunidad, ya sabes, para que estén al día con quién lidian.
—¡Ya entendí! —gritó Francis—. Ya entendí. Dios qué hombre más antipático.
—Muy consecuente, Francia.
—Francis, si no te importa que te recuerde.
—Como sea.
Alfred iba a agregar un comentario para distender el ambiente tenso pero entonces Arthur tiró de su brazo, y despidiéndose rápido y escuetamente de Canadá, lo arrastró a los pasillos con rapidez. Con el aumentar el número de los pasos que daban Alfred se hizo terriblemente consciente de que Arthur era conocido en estas tierras cuando, al cabo de unos instantes, en cada minuto tuvieron que pararse para saludar a algún desconocido. En el tiempo que había vivido en Pentróm, Alfred a veces se encargaba de conocer a los inquilinos que estaban de paso, así fue cómo conoció a Shira, y así fue como aprendió parcialmente a no acercarse sentimentalmente a nadie.
Hubo un tiempo en que Francis le otorgó el trabajo de recibir a los allegados, pero no duró mucho tiempo en el cargo. Le costaba concentrarse y eso no ayudaba con la circulación. Shira pasó buen tiempo burlándose de él por eso.
Arthur paró abruptamente tras doblar una esquina del tercer piso.
Alfred parpadeó desconcertado después de recuperarse del choque contra su cuerpo, obviamente más pequeño que el suyo.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En mi habitación.
De manera repentina, el rostro de Alfred estaba rojo, la vergüenza escalando su espalda, la ansiedad picando su pecho.
—¿Ah sí, por qué?
—Necesitaba un lugar más privado.
Escuchó a Arthur batallar con la cerradura y con la llave. Levantó al rostro como si aún pudiera mirarlo al rostro, o a sus ojos, eventualmente.
—¿Por qué me has traído aquí?
Su compañero dejó escapar aire con exasperación.
—El otro lugar para ir era la despensa, que está sucia y húmeda. Es incómoda.
—Ah.
—Además, si seguía mirándole la cara a ese bastardo me iba a volver mortal.
Alfred elevó ambas cejas, sorprendido.
—Pero si eres mortal.
Se oyó algo parecido a la madera al ser golpeada por algo pesado. Alfred perdió el sentido de la orientación cuando la mano de su compañero dejó de la suya e instintivamente tanteó el aire hasta encontrar la pared más cercana. A su lado, sorprendido, Arthur exclamó.
—¿¡Cómo lo sabes!?
Se encogió de hombros.
—Estoy ciego, pero me dejaste tocarte el rostro —respondió con tono descuidado. No quería alertar más a Arthur—. Eso en tu cara es una cicatriz, ¿no? si pudieras regenerarte no la tendrías, así que supuse que habías decidido seguir el mismo camino que yo.
—Eso sonó muy condescendiente.
—¿Cuánto tiempo llevas así? La cicatriz parece vieja.
—No necesitas preguntar cuando sabes la respuesta.
Alfred sonrió.
—Quería asegurarme.
—Idiota —musitó Arthur, molesto.
Las emociones estaban desgarrando lentamente el pecho de Alfred, desbordaban. No se podía mantener lejos de Arthur; felicidad, traición, añoranza, amistad, alegría. Estaba molesto porque Arthur no le contó sobre la enfermedad, por ocultar la realidad, la verdad. Por hacer las cosas más complicadas. Sin embargo eran más fuertes a causa de eso, ¿no? al final el camino empedrado había servido de algo. Además, los otros sentimientos, fuertes, inconsecuentes y temerarios, le gritaban que lo acercara, que no lo dejase ir de nuevo.
—Así que —dijo Alfred, porque no sabe qué hacer—, fuiste aliado de Francis.
—Una mala decisión, dejémoslo así —respondió bruscamente, zanjando el tema—. Y tienes que parar de llamarlo así.
—¿Por qué? ese es su nuevo nombre.
—Su nombre siempre será Francia. No es necesario cambiarse el nombre porque la enfermedad le cambió. Es una regla estúpida.
—A algunos nos gusta el cambio. Y no es una regla, es una decisión.
—Como quieras, no voy a discutir cómo quieres llamarte ahora. Pero no me cambies el nombre, no me metas en tus estupideces.
Alfred le guiñó un ojo.
—Cuenta conmigo.
Las habitaciones solían distribuirse por la importancia y capacidad del propietario; los que ocupaban la primera planta eran los individuos de la comunidad y los mortales lesionados de gravedad, además de algunas cuantas personas que eran consideradas como 'héroes' al ser parte de la historia de cómo esa casa logró a sostenerse. Al principio a Alfred le otorgaron una habitación en la quinta planta. Las habitaciones individuales abundaban y se constituían de; un baño, una habitación con un armario, una mesa de noche y una cama. No presencia de cocina, todas las comidas eran en el salón, con un horario de inicio y otro de finalización fijados y permanentes. Después de la ceguera, lo trasladaron al primer piso, demasiado cerca de la habitación de Francis.
Arthur finalmente abrió la puerta.
—¿Por qué odias todo lo que tenga que ver con la enfermedad? —le preguntó.
—Tengo mis razones.
—Sería bueno que me las contaras.
Invitándolo a entrar, Arthur tiró de su mano para guiarlo por la habitación hasta la suavidad y la comodidad de la cama. Mientras Alfred se acomodaba sobre las sábanas, sintió el colchón hundirse bajo el peso de su compañero a su derecha. Giró el rostro vagamente en esa dirección y arrastró la mano hasta alcanzar la figura estática de su compañero.
—Ayudé a Francis a encontrar este lugar —soltó Arthur—. Fue inconscientemente, pero algo de esta mansión me llamaba, y dentro de mi ignorancia, decidí seguir ese presentimiento. Supongo que mi impaciencia infantil fue parte de la causante de todo esto, de todo este problema con la enfermedad —el tono con el que hablaba de sí mismo era en parte con desprecio, y en parte con odio. A Alfred no le agradó—. Y también estaba Francia, por supuesto, ese idiota me siguió sin que me diera cuenta. Cuando encontré la casa fue una decepción enorme, pero no para Francia, él veía en este lugar una mina de oro, un lugar para reunir a todos los que fueran como nosotros —se carcajeó bruscamente, con displicencia—; rotos, distintos, anómalos. De alguna manera, logró encender una llama de esperanza en todos los que se escondían de su naturaleza, y de alguna manera, provocó que la enfermedad se dispersara hasta llegar cerca de la ciudad en ruinas.
Sin entenderle del todo, Alfred negó con la cabeza.
—Pero eso no tiene una razón para odiarla.
—La tiene.
—¿Cuál?
—Antes, cuando la mayor parte de la gente era ignorante, estábamos bien. Nadie sufría, nadie odiaba o alegaba. Cuando la enfermedad se propagó, entonces comenzaron los problemas —bajó el tono de voz y Alfred lo sintió moverse, su mano arrastrándose junto con el movimiento de su cuerpo—. Llegó el sufrimiento, la gente cambió... y tú los seguiste.
—Inglaterra, la enfermedad nos ayudó.
—La enfermedad tiene síntomas que no entendemos completamente, ni siquiera alguien Francia, o yo, entonces ¿por qué arriesgar a toda esta gente? ¿y si lo estamos llevando por un mal camino?
—Me agrada este futuro.
Arthur se mofó.
—Lo dice el hombre que ha quedado ciego.
Parpadeando como si fuera a arreglar su ceguera, Alfred negó con la cabeza.
—¿Qué pretendías? ¿mantener la enfermedad alejada del resto?
—Lo intenté —confesó Arthur con pasiva rabia—. Mantuve a Francis encerrado en esta lugar todo lo que pude, pero no fue suficiente. Se escapó o volvió a la ciudad, a nuestro lugar de origen. Intenté detenerlo pero entonces... —se detuvo—. No importa. Ya te conté demasiado y sigues sin entender.
—Por lo menos lo intento.
La voz de Arthur se elevó.
—¿De verdad quieres iniciar una discusión ahora?
¿De verdad era necesario? acaban de volver a encontrarse después de meses. Lo había extrañado mucho. Arrastrando una mano por el brazo de su compañero, Alfred suavemente paseó las yemas de sus dedos hasta el dorso de la mano.
—No.
No entendía lo que pasaba, ¿estaba sobre una cama? se sentía como si así fuera. Abrió un ojo para comprobar, y un techo metálico y gris le dio la bienvenida.
¿Qué exactamente había pasado con él?
Recordaba haberse levantado esa mañana con la ayuda de Arthur, desayunar junto a Canadá y pedirle algunos favores de China. La casa en los últimos meses había allegado a más personas, y con un total de 125 habitantes, estaba desbordándose lentamente. Las manzanas sobraban, pero una vez alcanzado el número cien los nuevos mortales solían rechazarla porque perdía el sabor original, incluso pasado el tiempo era raro volver a disfrutarlas. La comida comenzó a escasear.
Sorpresivamente, la comunidad le pidió ayuda a Arthur para que saliera con un grupo de cazadores a buscar presar más grandes a las afueras de Pentróm, porque en la cercanía ya no era posible encontrarlas.
A Alfred ya no le encomendaban trabajos.
La sensación de soledad era bastante opresiva.
La caza iba a durar una semana, y eran seis grupos que partirían a distintos puntos del mapa. Una vez que comenzó, de repente la casa estaba demasiado vacía. Alfred decidió que era mejor dar un paseo, así que tomó el objeto de madera que le había inventado China, algo así como una rama muy larga y ancha. Servía para tantear el suelo y que Alfred pudiera crear una imagen de lo que tenía en frente dependiendo de lo que tocaba con el extremo del palo más cercano al suelo.
Quiso invitar a Canadá, pero no lo encontró. Supuso que estaba trabajando en la recolección de cualquier cosa comestible en los campos.
Fue cuando cruzó el puente que se hallaba al otro lado de las tierras sembradas por los árboles solitarios que halló los problemas. Eran sonidos extraños, como de explosiones pequeñas. Recordaba haber escuchado algo similar de un arma de Alemania; como una ampolleta explotando.
También habían voces desconocidas y una familiar.
Se acercó y las voces se apagaron. Antes de que pudiese alcanzar a preguntar, escuchó la voz de Francis gritar su nombre con algo parecido a la desesperación, seguido del particular sonido, solo que cien veces más fuerte y repetidas veces: luego le dolió el pecho, y luego el brazo, y por último el estómago. A pesar de la naciente necesidad de dormir en su cuerpo a pesar del dolor, sintió cuando su cuerpo chocó contra el suelo, y cuando las manos de Francis lo cubrieron torpemente.
—Imbéciles —dijo, ¿a quienes?—. Él no puede ver, no se hubiera enterado de mucho.
Un hombre se quejó y escupió.
—Muy tarde, esto te pasa por andar creando inmortales. Deja que se muera.
Hacía frío.
—¡No!, por fin logré que Arthur se quedara en Pentróm. Si dejamos que muera, nada lo retendrá.
—No estás en posición de refutar, Francia. Además, ya nos encargaremos nosotros de obligarlo a quedarse.
Oyó un forcejeo y las manos de Francis desaparecieron. Agonizó unos minutos, escuchando los zapatos de estas nuevas personas pasar a su lado, ignorándolo, y entonces oyó la voz de Francis llamándolo, cada vez más lejos, cada vez más desesperada.
Lo siento, quiso decirle a Arthur, lo siento tanto, pero te estoy dejando de nuevo.
Su boca no se movía. No pasó mucho para que sintiese frío.
Al volver a parpadear, estaba en esa sala. Se preguntó muchas cosas, plenamente confundido. La herida ya no le dolía, y cuando levantó el rostro para mirarse, notó que llevaba puesto un gran manto blanco en forma de bata y que sus manos y cabeza estaban unidos a distintos tubos y cables azules y negros, limitando sus movimientos.
No sentía los latidos de su corazón en su pecho y eso lo espantó. Tampoco necesitaba respirar, pero sin embargo, ahí estaba, sin ahogarse.
¿Qué pasaba? ¿qué era este lugar?
Una puerta frontal de metal se abrió y un hombre joven, de no más de treinta años, emergió de la oscuridad al otro lado y cruzó la habitación de azulejos blancos. Llevaba unas ropas e implementos que nunca vio en su vida, ni siquiera en la ropa extravagante de Alemania o en las raras creaciones de China. El hombre se acercó a una máquina que había pasado desapercibida hasta el momento.
—Aquí lo tengo, acaba de encenderse. Sujeto 108, Alfred F. Jones, programación conseguida —dijo el hombre leyendo una hoja blanca como la nieve y le sonrió mirándolo como si lo analizara—. Bienvenido de vuelta a la realidad, modelo 50-EEUU.
Y, bajando la mano a un botón, lo liberó.
NA: No soy buena con los finales. Así que sí, este es el fin.
