- Grover pierde inesperadamente los pantalones - leyó Atenea.

Hora de confesarse: planté a Grover en cuanto llegamos a la terminal de autobuses.

- Nunca, pero nunca nunca confieses haber hecho algo - dijo Hermes mirando seriamente a Percy, que ante tal mirada solo pudo asentir con la cabeza.

Ya sé que fue muy grosero por mi parte, pero me estaba poniendo de los nervios, me miraba como si yo
estuviera muerto y no paraba de refunfuñar: «¿Por qué siempre pasa lo mismo?» y «¿Por qué siempre
tiene que ser en sexto?».

- Yo también me hubiera ido - dijo Ares, ganando asentimientos de parte de los demás.

Cuando Grover se disgustaba solía entrar en acción su vejiga,

- Enserio Percy, me estoy empezando a replantear nuestra amistad - le advirtió Grover sonrojado.

así que no me sorprendió que, al bajar del autobús, me hiciera prometer que lo esperaría y fuese a la cola para el lavabo.

- Es bueno conocer bien a tu enemigo - felicito Atenea.

- Grover no es mi enemigo - intento defenderse Percy.

- Puede que ahora no, pero en aquel momento lo era.

En lugar de esperar, recogí mi maleta, me escabullí fuera y tomé el primer taxi hacia el norte de la ciudad.
—Al East, calle Ciento cuatro con la Primera —le dije al conductor.
Unas palabras sobre mi madre antes de que la conozcas.

Ante esto todos los dioses masculinos se inclinaron hacia adelante. Todos deseosos de saber cómo era aquella mortal que en un futuro había estado con alguno de ellos. Basta decir que recibieron un par de golpes.

Zeus de Hera, Poseidón de Anfitrite, Hades de Persefone, Hermes y Apolo de Artemisa, Hefesto de Afrodita, y Ares de Bellona (que aunque estaba casada con la forma romana de este, no se perdería la oportunidad de golpearlo por nada del mundo)

Se llama Sally Jackson

Al igual que la vez anterior, cuando Atenea leyó el nombre una luz los cegó unos segundos. Al desaparecer la luz se pudo diferenciar una silueta femenina.

Era una mujer de unos 30 años más o menos, de cabello castaño y ojos azules que parecían cambiar de color con la luz. En sus brazos llevaba un pequeño paquete de color blanco. Que al girar se vio que era un bebé de apenas unas semanas.

- Preséntate - ordenó Zeus.

- Me llamó Sally Jackson y este es mi hijo Percy - se presentó la mujer algo nerviosa -, disculpe señor Zeus. ¿Puedo preguntarle qué hago aquí?

- Estamos leyendo los libros sobre un futuro semidiós, que da la casualidad de que es el niño que lleva en brazos - pronunció con voz estruendosa -, siéntate junto a él mortal.

Sally se giró hacia donde indicaba la mano de Zeus y se quedó sorprendida al que según él era una versión futura de su pequeño hijo.

Se acerco lentamente y se situó frente a Percy que al ver a su madre se levantó y le dio un fuerte abrazo, teniendo cuidado de no hacer daño a su versión pasada. Después de que Sally se sentara junto a Hestia, quien en ese momento tenía al pequeño Percy en brazos, la lectura continuo.

y es la persona más buena del mundo, lo que demuestra mi teoría de que los mejores son los que tienen peor suerte. Sus padres murieron en un accidente aéreo cuando tenía cinco años, y la crió un tío que no se ocupaba demasiado de ella. Quería ser novelista, así que pasó todo el instituto trabajando y ahorrando dinero para ir a una universidad con buenos cursos de escritura
creativa. Entonces su tío enfermó de cáncer, por lo que tuvo que dejar el instituto el último año para cuidarlo. Cuando murió, se quedó sin dinero, sin familia y sin bachillerato.

- Pues eso no puede ser - dijo Atenea escandalizada mientras pensaba en posibles situaciones.

El único buen momento que pasó fue cuando conoció a mi padre.

El grito de Afrodita fue tan fuerte que todos en el Olimpo tuvieron que taparse los oídos para no quedarse sordos.

Yo no conservo recuerdos de él, sólo una especie de calidez, quizá un leve rastro de su sonrisa. A mi madre no le gusta hablar de él porque la pone triste. No tiene fotos.
Verás, no estaban casados. Mi madre me contó que era rico e importante, y que su relación era secreta.

- Yo soy rico e importante - dijo Apolo sonriendo arrogantemente a Sally -, seguro que soy el padre de Percy.

Un buen día, él embarcó hacia el Atlántico en algún viaje importante y jamás regresó. Se perdió en el mar, según mi madre. No murió. Se perdió en el mar.

Ese dato no pasó desapercibido por Atenea, que ya tenía algunas conjeturas sobre quién era el padre del semidiós.

Ella trabajaba en empleos irregulares, asistía a clases nocturnas para conseguir su título de bachillerato
y me crió sola. Jamás se quejaba o se enfadaba, ni siquiera una vez, pese a que yo no era un crío fácil.

Sally sonrió imaginándose todas las cosas que su pequeño niño haría cuando creciera.

Al final se casó con Gabe Ugliano, que fue majo los primeros treinta segundos que lo conocí; después se mostró como el cretino de primera que era.

A Sally no le gustó nada esa descripción y se preguntaba por qué se casaría con semejante hombre.

Cuando era más pequeño, le puse el mote de Gabe el
Apestoso. Lo siento, pero es verdad. El tipo olía a pizza de ajo enmohecida envuelta en pantalones de gimnasio.
Entre los dos le hacíamos la vida a mamá más bien difícil. La manera en que Gabe el Apestoso la trataba, el modo en que él y yo nos llevábamos…

Los dioses estaban pensativos mientras imaginaban las razones por las cuales una mujer como Sally elegiría a semejantes espécimen.

En fin, mi llegada a casa es un buen ejemplo.
Entré en nuestro pequeño apartamento con la esperanza de que mi madre hubiera vuelto del trabajo. En cambio, me encontré en la sala a Gabe el Apestoso, jugando al póquer con sus amigotes. El televisor
rugía con el canal de deportes ESPN. Había patatas fritas y latas de cerveza desperdigadas por toda la alfombra.

- Despreciable, un hogar debe estar bien recogido para ser acogedor - comento Hestia por lo bajo mientras mecía al pequeño Percy en brazos.

Sin levantar la mirada, él dijo desde el otro lado del puro:
—Conque ya estás aquí, ¿eh, chaval?
—¿Dónde está mi madre?
—Trabajando —contestó—. ¿Tienes suelto?

- ¿Te pedía dinero? - le preguntó Sally a su hijo, que asintió con la cabeza.

Eso fue todo. Nada de «Bienvenido a casa. Me alegro de verte. ¿Qué tal te han ido estos últimos seis meses?».
Gabe había engordado. Parecía una morsa sin colmillos vestida con ropa de segunda mano. Tenía unos tres pelos en la cabeza, que se extendían por toda la calva, como si eso lo volviera más atractivo o vete
tú a saber. Trabajaba en el Electronics Mega-Mart de Queens, pero estaba en casa la mayor parte del tiempo. No
sé por qué no lo echaban. Lo único que hacía era gastarse el sueldo en puros que me hacían vomitar y en cerveza, por supuesto. Cerveza siempre. Cuando yo estaba en casa, esperaba de mí que le proporcionara fondos para jugar. Lo llamaba nuestro «secreto de machotes». Lo que significaba que, si se lo contaba a mi madre, me molería a palos.

Y eso fue escandaloso, mientras algunos le preguntaban si le había llegado a pegar, otros ya estaban pensando en que le harían a ese hombre en cuanto naciera. Pues si ya era malo pegar a un niño, más si ese niño podía ser el hijo de alguno de ellos. Y Sally estaba llorando mientras abrazaba a su hijo, que le decía que no era culpa suya.

—No tengo suelto —contesté.
Arqueó una ceja asquerosa.
Gabe olía el dinero como un sabueso, lo cual era sorprendente, dado que su propio hedor debía de
anular todo lo demás.
—Has venido en taxi desde la terminal de autobuses —dijo—. Probablemente has pagado con un billete de veinte y te habrán devuelto seis o siete pavos. Quien espera vivir bajo este techo debe asumir
sus cargas. ¿Tengo razón, Eddie?
Eddie, el portero del edificio, me miró con un destello de simpatía.
—Venga, Gabe —le dijo—. El chico acaba de llegar.

- Al fin alguien con un poco de sentido.

—¿Tengo razón o no? —repitió Gabe.
Eddie frunció el entrecejo y se refugió en su cuenco de galletas saladas. Los otros dos tipos se pedorrearon casi al unísono.
—Estupendo —le dije. Saqué unos dólares del bolsillo y los lancé encima de la mesa—. Espero que pierdas.

- Cuenta con ello - afirmo Niké.

—¡Ha llegado tu boletín de notas, cráneo privilegiado! —exclamó cuando me volví—. ¡Yo no iría por ahí dándome tantos aires!
Cerré de un portazo mi habitación, que en realidad no era mía. Durante los meses escolares era el «estudio» de Gabe. Por supuesto, no había nada que estudiar allí dentro, aparte de viejas revistas de
coches, pero le encantaba apelotonar mis cosas en el armario, dejar sus botas manchadas de barro en el
alféizar y esforzarse porque el lugar apestara a su asquerosa colonia, sus puros y su cerveza rancia.

- Eso es horrible - se lamento Sally.

Dejé la maleta en la cama. Hogar, dulce hogar.
El olor de Gabe era casi peor que las pesadillas sobre la señora Dodds o el sonido de las tijeras de la anciana frutera. Me estremecí sólo de pensarlo. Recordé la cara de pánico de Grover cuando me hizo
prometer que lo dejaría acompañarme a casa. Un súbito escalofrío me recorrió. Sentí como si alguien —algo— estuviera buscándome en aquel preciso instante, quizá subiendo pesadamente por las
escaleras, mientras le crecían unas garras largas y enormes.
Entonces oí la voz de mi madre.

- ¿Confundiste a tu madre con un monstruo? - pregunto Apolo, quien al recibir un asentamiento de parte de Percy se cayó al suelo de la risa -, oh tío, eso es hilarante.

—¿Percy?
Abrió la puerta y mis miedos se desvanecieron. Mi madre es capaz de hacer que me sienta bien sólo con entrar en mi habitación.

- Es el sentimiento que toda madre debe proporcionar a sus hijos - comento Hera, ignorando deliberadamente las miradas indignadas de sus hijos.

Sus ojos refulgen y cambian de color con la luz. Su sonrisa es tan cálida como una colcha tejida a mano. Tiene unas
cuantas canas entre la larga melena castaña, pero nunca la he visto vieja. Cuando me mira, es como si sólo viera las cosas buenas que tengo, ninguna de las malas. Jamás la he oído levantar la voz o decir una palabra desagradable a nadie, ni siquiera a mí o a Gabe.

- Eso debe considerarse un superpoder.

—Oh, Percy.
—Me abrazó fuerte—. No me lo puedo creer. ¡Cuánto has crecido desde Navidad!

- Tu madre si que optimista colega - afirmo Grover -, fuiste un Hobbit hasta los 15 año.

Su uniforme rojo, blanco y azul de la pastelería Sweet on America olía a las mejores cosas del mundo: chocolate, regaliz y las demás cosas que vendía en la tienda de golosinas de la estación Grand Central.
Me había traído «muestras gratis», como siempre hacía cuando yo venía a casa.
Nos sentamos juntos en el borde de la cama. Mientras yo atacaba las tiras de arándanos ácidos, me pasó la mano por la cabeza y quiso saber todo lo que no le había contado en mis cartas. No mencionó mi
expulsión, no parecía importarle. Pero ¿yo estaba bien? ¿Su niñito se las apañaba?
Le dije que no me agobiara, que me dejara respirar y todo eso, aunque en secreto me alegraba muchísimo de tenerla a mi lado.
—Eh, Sally, ¿qué tal si nos preparas un buen pastel de carne? —vociferó Gabe desde la otra habitación.
Me rechinaron los dientes.
Mi madre es la mujer más agradable del mundo. Tendría que estar casada con un millonario, no con un
capullo como Gabe.

- Coincido en eso - declaro Hestia mientras seguía haciéndole mimos al pequeño niño.

Por ella, intenté sonar optimista cuando le conté mis últimos días en la academia Yancy. Le dije que no estaba demasiado afectado por la expulsión (esta vez casi había durado un curso entero). Había hecho nuevos amigos. No me había ido mal en latín. Y, en serio, las peleas no habían sido tan terribles como aseguraba el director. Me gustaba la academia Yancy. De verdad. En fin, lo pinté tan bien que casi me convencí a mí mismo. Se me hizo un nudo en la garganta al pensar en Grover y el señor Brunner. Ni siquiera Nancy Bobofit parecía tan mala.

- Eso si que suena imposible.

Hasta aquella excursión al museo…
—¿Qué? —me preguntó mi madre. Me azuzaba la conciencia con la mirada, intentando sonsacarme—.
¿Te asustó algo?
—No, mamá.

- Nunca debe mentirsele a una madre - afirmo Apolo con todo su sabiduría.

No me gustó mentir. Quería contárselo todo sobre la señora Dodds y las tres ancianas con el hilo, pero pensé que sonaría estúpido.

- Tu siempre suenas así- se burló Grover, recibiendo cierto dedo de Percy cuando su madre no miraba.

Apretó los labios. Sabía que me guardaba algo, pero no me presionó.
—Tengo una sorpresa para ti —dijo—. Nos vamos a la playa.
Puse unos ojos como platos.
—¿A Montauk?
—Tres noches, en la misma cabaña.
—¿Cuándo?
Sonrió y contestó:
—En cuanto me cambie.
No podía creerlo. Mi madre y yo no habíamos ido a Montauk los últimos dos veranos porque Gabe decía que no había suficiente dinero.
En ese momento Gabe apareció por la puerta y masculló:
—¿Qué pasa con ese pastel, Sally? ¿Es que no me has oído?

Las cazadoras ya se encontraban irritadas por ese hombre.

Quise pegarle un puñetazo, pero crucé la mirada con mi madre y comprendí que me ofrecía un trato: sé amable con Gabe un momentito. Sólo hasta que ella estuviera lista para marcharnos a Montauk.
Después nos largaríamos de allí.

- Diez dracmas a qué no aguanta - le susurró Hermes a Apolo.

- Trato. Estoy 95% seguro de que es mi hijo, y si hay algo que hacen bien mis hijos, aparte de ser guapos y talentosos con el arco, es actuar - se jacto estrechándole la mano.

—Ya voy, cariño —le dijo a Gabe—. Estábamos hablando del viaje.
Gabe entrecerró los ojos.
—¿El viaje? ¿Quieres decir que lo decías en serio?
—Lo sabía —murmuré—. No va a dejarnos ir.

- Será mejor que si - murmuró Artemisa afilando una flecha.

—Claro que sí —repuso mi madre sin alterarse—. Tu padrastro sólo está preocupado por el dinero. Eso
es todo. Además —añadió—, Gabriel no va a tener que conformarse con un pastel normalito. Se lo haré
de siete capas y prepararé mi salsa especial de guacamole y crema agria. Va a estar como un rajá.

- ¡Chantaje! Casate conmigo mujer - proclamó Hermes.

Gabe se ablandó un poco.
—Así que el dinero para ese viaje vuestro… va a salir de tu presupuesto para ropa, ¿no?

Afrodita hizo un bufido de indignación, que a Hefesto le pareció adorable.

—Sí, cariño —aseguró mi madre.
—Y llevarás mi coche allí y lo traerás de vuelta, a ningún sitio más.
—Tendremos mucho cuidado.
Gabe se rascó la papada.
—A lo mejor si te esmeras con ese pastel de siete capas… Y a lo mejor si el crío se disculpa por
interrumpir mi partida de póquer.

- ¿Disculparse por qué exactamente? - pregunto retóricamente Atenea - ¿Por entrar a su propia casa?

«A lo mejor si te pego una patada donde más duele y te dejo una semana con voz de soprano», pensé.

- Una de las voces más bonitas que existen - afirmó Euterpe -, aunque viniendo de ese "ser" nada puede ser considerado bonito.

Pero los ojos de mi madre me advirtieron que no lo cabreara. ¿Por qué soportaba a aquel tipejo?
Tuve ganas de gritar. ¿Por qué le importaba lo que él pensara? —Lo siento —murmuré—. Siento de verdad haber interrumpido tu importantísima partida de póquer.

- Vas a perder - canturreo Apolo bajito para que solo Hermes lo escuchará.

Sin embargo, su hermana también lo escucho. Artemisa estaba bastante molesta por las constantes interrupciones por lo que le regaló una mirada mortal que lo hizo tragar duro.

Por favor, vuelve a ella inmediatamente.
Gabe entrecerró los ojos. Su minúsculo cerebro probablemente intentaba detectar el sarcasmo en mi
declaración.
—Bueno, lo que sea —resopló, y volvió a su partida.
—Gracias, Percy —me dijo mamá—. En cuanto lleguemos a Montauk, seguiremos hablando de… lo
que se te ha olvidado contarme, ¿vale?

- Deberías decírselo Percy, no es bueno guardar secretos - le alentó Alétheia con una sonrisa.

Por un momento me pareció ver ansiedad en sus ojos —el mismo miedo que había visto en Grover
durante el viaje en autobús—, como si también mi madre sintiera un frío extraño en el aire. Pero
entonces recuperó su sonrisa, y supuse que me había equivocado. Me revolvió el pelo y fue a prepararle
a Gabe su pastel especial.
Una hora más tarde estábamos listos para marcharnos.
Gabe se tomó un descanso de su partida lo bastante largo para verme cargar las bolsas de mi madre en
el coche.

- Todo un ejemplo de hombre.

No dejó de protestar y quejarse por perder a su cocinera —y lo más importante, su Cámaro
del 78- durante todo el fin de semana.

- Las mujeres no somos sirvientas de nadie - declaró Artemisa indignada.

—No le hagas ni un rasguño al coche, cráneo privilegiado —me advirtió mientras cargaba la última bolsa—. Ni un rasguño pequeñito.
Como si yo fuera a conducir. Tenía doce años. Pero eso no le importaba al bueno de Gabe. Si una gaviota se cagara en la pintura, encontraría una forma de echarme la culpa.
Al verlo regresar torpemente hacia el edificio, me enfadé tanto que hice algo que no sé explicar.
Cuando Gabe llegó a la puerta, hice la señal que le había visto hacer a Grover en el autobús, una especie de gesto para alejar el mal: una mano con forma de garra hacia mi corazón y después un
movimiento brusco hacia fuera, como para empujar. Entonces el portal se cerró tan fuerte que le golpeó
el trasero y lo envió volando por las escaleras como un hombre-bala.

- Espero que no sea hijo tuyo - amenazó Hera mirando duramente a Zeus.

Puede que sólo fuera el viento, o algún accidente raro con las bisagras, pero no me quedé para averiguarlo.
Subí al Camaro y le dije a mi madre que pisara a fondo.
Nuestro bungalow alquilado estaba en la orilla sur, en la punta de Long Island. Era una casita de tono pastel con cortinas descoloridas, medio hundida en las dunas. Siempre había arena en las sábanas y
arañas por la habitación,

Atenea sufrió un escalofrío.

y la mayoría del tiempo el mar estaba demasiado frío para bañarse.
Me encantaba.
Íbamos allí desde que era niño. Mi madre llevaba más tiempo yendo. Jamás me lo dijo exactamente, pero yo sabía por qué aquella playa era especial para ella. Era el lugar donde había conocido a mi
padre.

- Aww - arrullo Afrodita.

A medida que nos acercábamos a Montauk, mi madre pareció rejuvenecer, años de preocupación y trabajo desaparecieron de su rostro. Sus ojos se volvieron del color del mar.

Los ojos de Sally también cambiaron de color recordando el lugar y los acontecimientos que allí sucedieron.

Llegamos al atardecer, abrimos las ventanas y emprendimos nuestra rutina habitual de limpieza. Luego
caminamos por la playa, les dimos palomitas de maíz azules a las gaviotas y comimos nuestras gominolas azules, caramelos masticables azules, y las demás muestras gratis que mi madre había traído del trabajo.

- Y yo que pensé que tenía una obsesión con lo dorado - señaló Apolo.

Supongo que tengo que explicar lo de la comida azul.
Verás, Gabe le dijo una vez a mi madre que no existía tal cosa. Tuvieron una pelea, que en su momento pareció una tontería, pero desde entonces mi madre se volvió loca por comer azul. Preparaba tartas de cumpleaños y batidos de arándanos azules. Compraba nachos de maíz azul y traía a casa caramelos azules. Esto —junto con su decisión de mantener su nombre de soltera, Jackson, en lugar de hacerse llamar señora Ugliano

- Hera no lo permita - musitó Sally.

— era prueba de que no estaba totalmente abducida por Gabe. Tenía una veta rebelde, como yo.

- Amigo, tu eres totalmente rebelde - se rió Grover mientras le revolvía el pelo a Percy.

Cuando anocheció, hicimos una hoguera. Asamos salchichas y malvaviscos. Mamá me contó historias
de su niñez, antes de que sus padres murieran en un accidente aéreo.

Esto le ganó algunas malas miradas a Zeus, seguros de que sucedió durante alguno de sus estados de ánimo.

Me habló de los libros que quería escribir algún día, cuando tuviera suficiente dinero para dejar la tienda de golosinas. Al final, reuní valor para preguntarle lo que me rondaba por la mente desde que llegamos a Montauk:
mi padre. A ella se le empañaron los ojos. Supuse que me contaría las mismas cosas de siempre, pero
yo nunca me cansaba de oírlas.
—Era amable, Percy —dijo—. Alto, guapo y fuerte. Pero también gentil. Tú tienes su pelo negro, ya lo sabes, y sus ojos verdes.

- Vaya, pues al final va a resultar que no soy tu padre - le dijo Apolo a Percy.

Justo en ese momento se acordó de la apuesta realizada antes con Hermes y se giró a mirar a dicho dios. Quien llevaba un tiempo callado.

- Paga hermano, que no me he olvidado.

—Mamá pescó una gominola azul de la bolsa de las golosinas—. Ojalá él pudiera verte, Percy. ¡Qué orgulloso estaría!
Me pregunté cómo podía decir eso. ¿Qué tenía yo de fantástico? Era un crío hiperactivo y disléxico con
un boletín de notas lleno de insuficientes, expulsado de la escuela por sexta vez en seis años.

- Igual que todos nuestros hijos - afirmó Hefesto, lo que le valió una mirada de Atenea -, escéptico los hijos de Atenea.

—¿Cuántos años tenía? —le pregunté—. Quiero decir… cuando se marchó.
Observó las llamas.
—Sólo estuvo conmigo un verano, Percy. Justo aquí, en esta playa. En esta cabaña.
—Pero me conoció de bebé.
—No, cariño. Sabía que yo estaba esperando un niño, pero nunca te vio. Tuvo que marcharse antes de que tú nacieras.
Intenté conciliar aquello con el hecho de que yo creía recordar algo de mi padre. Un resplandor cálido.
Una sonrisa.

- Alguien a roto las leyes - la voz de Zeus retumbó en toda la sala del trono.

Siempre di por supuesto que él me había conocido al nacer. Mi madre nunca me lo había dicho directamente, pero aun así me parecía lógico. Y ahora me enteraba de que él nunca me había visto…
Me enfadé con mi padre. Puede que fuera una estupidez, pero le eché en cara que se marchara en aquel viaje por mar y no tuviera agallas para casarse con mamá. Nos había abandonado, y ahora estábamos atrapados con Gabe el Apestoso.

- Es normal enfadarse con nuestros padres cuando no están nunca presentes - murmuró enfadada una cazadora hija de Ares.

—¿Vas a enviarme fuera de nuevo? —pregunté—. ¿A otro internado?
Sacó un malvavisco de la hoguera.
—No lo sé, cariño —dijo con tono serio—. Creo… creo que tendremos que hacer algo.
—¿Porque no me quieres cerca?
—Me arrepentí al instante de pronunciar esas palabras.
Los ojos de mi madre se humedecieron. Me agarró la mano y la apretó con fuerza.

- Una madre siempre quiere a sus hijos cerca - dijo Sally.

—Oh, Percy, no. Yo… tengo que hacerlo, cariño. Por tu propio bien. Tengo que enviarte lejos.
Sus palabras me recordaron lo que el señor Brunner había dicho: que era mejor para mí abandonar Yancy.
—Porque no soy normal —respondí.
—Lo dices como si fuera algo malo, Percy. Pero ignoras lo importante que eres. Creí que la academia Yancy estaría lo bastante lejos, pensé que allí estarías por fin a salvo.
—¿A salvo de qué?

- Pregunta mágica de todo semidiós - afirmó Grover.

Cruzamos las miradas y me asaltó una oleada de recuerdos: todas las cosas raras y pavorosas que me
habían pasado en la vida, algunas de las cuales había intentado olvidar.
Cuando estaba en tercer curso, un hombre vestido con una gabardina negra me persiguió por un patio.

- Dime que llevaba algo debajo de la gabardina - suplico Hermes.

Los maestros lo amenazaron con llamar a la policía y él se marchó gruñendo, pero nadie me creyó cuando les dije que bajo el sombrero de ala ancha el hombre sólo tenía un ojo, en medio de la frente.

- Odio los cíclopes - reveló una cazadora.

Antes de eso: un recuerdo muy, muy temprano. Estaba en preescolar y una profesora me puso a hacer la siesta por error en una cuna en la que se había colado una culebra. Mi madre gritó cuando vino a recogerme y me encontró jugando con una cuerda mustia y con escamas, que de algún modo había
conseguido estrangular con mis regordetas manitas.

- Intentando seguir mis pasos - se jacto orgulloso Heracles -, da igual cuánto lo intentes nunca serás tan bueno como yo.

En todas las escuelas me había ocurrido algo que ponía los pelos de punta, algo peligroso, y eso me había obligado a trasladarme.
Sabía que debía contarle a mi madre lo de las ancianas del puesto de frutas y lo de la señora Dodds en el museo, mi extraña alucinación de haber convertido en polvo a la profesora de mates con una espada.

- Deberías.

Pero no me atreví. Tenía la extraña intuición de que aquellas historias pondrían fin a nuestra excursión a Montauk, y no quería que eso ocurriera.
—He intentado tenerte tan cerca de mí como he podido —dijo mi madre—. Me advirtieron que era un
error. Pero sólo hay otra opción, Percy: el lugar al que quería enviarte tu padre. Y yo… simplemente no soporto la idea.
—¿Mi padre quería que fuera a una escuela especial?

- Se podría decir que es una escuela de verano para niños especiales - se rió Grover.

—No es una escuela. Es un campamento de verano.
La cabeza me daba vueltas. ¿Por qué mi padre —que ni siquiera se había quedado para verme nacer— le había hablado a mi madre de un campamento de verano? Y si era tan importante, ¿por qué ella no lo había mencionado antes?
—Lo siento, Percy —dijo al ver mi mirada—. Pero no puedo hablar de ello. Yo… no pude enviarte a ese lugar. Quizá habría supuesto decirte adiós para siempre.
—¿Para siempre? Pero si sólo es un campamento de verano…

- Algunos entran y nunca salen - murmuró Apolo con una voz tenebrosa.

Se volvió hacia la hoguera, y por su expresión supe que si le hacía más preguntas se echaría a llorar.
Esa noche tuve un sueño muy real.
Había tormenta en la playa, y dos animales preciosos —un caballo blanco

- El mejor animal - se jacto Poseidón.

y un águila dorada

- El auténtico mejor animal - le reprochó Zeus a su hermano.

intentaban matarse mutuamente entre las olas de la orilla. El águila se abalanzaba y rasgaba con sus
espolones el hocico del caballo. El caballo se volvía y coceaba las alas del águila. Mientras peleaban, la tierra tembló y una voz monstruosa estalló en carcajadas desde algún lugar subterráneo, incitando a las
bestias a pelear con mayor fiereza.

- Hades - dijeron Zeus y Poseidón a la vez.

- Siempre tengo que ser yo - se lamente Hades.

Corrí hacia la orilla, sabía que tenía que evitar que se mataran, pero avanzaba a cámara lenta. Sabía que
llegaría tarde. Vi al águila lanzarse en picado, dispuesta a sacarle los espantados ojos al caballo, y grité «¡Nooo!».

- ¡Síii! - celebró Zeus.

Me desperté sobresaltado.
Fuera había estallado realmente una tormenta, la clase de tormenta que derriba árboles y casas. No había ningún caballo o águila en la playa, sólo relámpagos que iluminaban todo con fogonazos de luz, y olas de siete metros batiendo contra las dunas como artillería pesada.
Al siguiente trueno, mi madre también se despertó. Se incorporó con los ojos muy abiertos y dijo:
—Un huracán.
Eso era absurdo. Los huracanes nunca llegan a Long Island al principio del verano. Pero al océano parecía habérsele olvidado.

- Que raro - murmuró sarcásticamente Atenea.

Por encima del rugido del viento, oí un aullido distante, un sonido enfurecido y torturado que me puso los pelos de punta.
Después un ruido mucho más cercano, como mazazos en la arena. Y una voz desesperada: alguien gritaba y aporreaba nuestra puerta.

Esto llamó la atención de todos los presentes en la sala.

Mi madre saltó de su cama en camisón y abrió el pestillo.
Grover apareció enmarcado en el umbral contra el aguacero. Pero no era… no era exactamente Grover.

- ¿Como? - pregunto Apolo.

—He pasado toda la noche buscándote —jadeó—. ¿En qué estabas pensando cuando te largaste sin mí?
Mi madre me miró asustada, no por Grover sino por el motivo que lo había traído.
—¡Percy! —gritó para hacerse oír con la lluvia—, ¿qué pasó en la escuela? ¿Qué no me has contado?
Yo estaba paralizado mirando a Grover. No podía comprender qué estaba viendo.
—O Zeu kai alloi theoi!

- Esa boca - recriminó Atenea.

—exclamó Grover—. ¡Me viene pisando los talones! ¿Aún no le has contado nada a tu madre?
Estaba demasiado aturdido para registrar que él acababa de maldecir en griego antiguo… y que yo lo había entendido perfectamente. Estaba demasiado aturdido para preguntarme cómo había llegado allí él solo, en medio de la noche. Porque además Grover no llevaba los pantalones puestos,

- Otro exhibicionista - se lamentó Hermes.

y donde debían estar sus piernas… donde debían estar sus piernas…
Mi madre me miró con seriedad y me habló con un tono que nunca había empleado antes:
—Percy. ¡Cuéntamelo ya!
Tartamudeé algo sobre las ancianas del puesto de frutas y sobre la señora Dodds, y mi madre se quedó mirándome con una palidez mortal a la luz de los relámpagos. Por fin agarró su bolso, me lanzó el
impermeable y exclamó: —¡Meteos en el coche! ¡Los dos! ¡Venga! Grover echó a correr hacia el Cámaro, pero en realidad no corría, no exactamente. Trotaba, sacudía sus peludos cuartos traseros, y de repente su historia sobre una dolencia muscular en las piernas cobró sentido.

- Ya era hora - murmuró Hera.

Comprendí cómo podía avanzar tan rápido y aun así cojear cuando caminaba.
Sí, lo comprendí porque allí donde debían estar sus pies, no había pies. Había pezuñas.

- Final del capítulo - admitió Atenea -, ¿quién lee el siguiente?