CHARLAS CON TERRY GRANDCHESTER
CABALLOS
Por Fénix y Lee.
Sirenas de la Atlántida de Terry.
En el atardecer el cielo se pinta de los colores más cálidos del mundo, hasta el mismo sol parece adoptar un tono rojizo para integrarse en el paisaje celeste que anuncia el comienzo del reinado de la luna. El atardecer es la hora que Terry prefiere para cabalgar aunque no siempre pueda adaptar sus horarios laborales a tales deseos.
Solía cabalgar todos los días y, aunque prefería hacerlo por las tardes, justo en el crepúsculo, el horario de las funciones no le permitía hacerlo así todos los días. De modo que los lunes, martes y miércoles cabalgaba por las tardes y el resto de los días de la semana lo hacía por las mañanas.
Ese día era martes, y su agenda le decía que la hora de buscar a Goldie era las cinco, pero su ensayo de media tarde se canceló debido a una dificultad técnica de los tramoyistas con la escenografía, así que decidió adelantarla y a las cuatro en punto atravesaba la recepción del hípico y con largas zancadas se dirigía hacia los establos, ansioso de sentir la fuerza de su yegua y la libertad de correr sin rumbo fijo mientras el aire se llevaba sus preocupaciones.
Al llegar a los establos escuchó la voz de Joseph. Pocas veces había hablado con el chico, su relación se limitaba a los temas estrictamente ligados a Golden Queen y sus necesidades cotidianas. Se sintió curioso de saber qué era lo que aquel joven, que le recordaba tanto a Mark, decía y se detuvo justo a la entrada, aprovechando el escondite que le significaban las puertas entre abiertas de los establos.
Joseph acicalaba a Golden Queen casi con devoción y mientras lo hacía le hablaba de sus sueños de ser jockey, de la blancura de la luna de octubre, de las leyendas de su pueblo irlandés. Sabía bien que el dueño de la fina yegua blanca debía llegar una hora más tarde, así que se tomaba su tiempo para hacer su trabajo. Debía tener listo al bello animal para que en cuanto Terruce Grandchester llegara lo único que debiera hacer para disfrutar de su habitual cabalgata vespertina, fuera montar a Golden Queen y salir al galope rumbo al bosque circundante.
Muchas veces había escuchado comentarios de los demás socios del club acerca del mal genio y de la huraña personalidad del actor, sin embargo nunca estuvo de acuerdo con ellos. "Nadie que trate a los caballos como él lo hace puede ser una mala persona" pensó en las incontables ocasiones en las que lo observó hacer él mismo el trabajo de desensillar a la yegua a la que parecía adorar. Nunca le permitió hacerlo, aun cuando para eso recibía su paga. Pocas veces habían hablado, sin embargo le parecía que la mirada del hombre era franca y transparente, además estaba la forma en la que le hablaba a Golden Queen, llena de cariño y dulzura.
Mientras ensillaba a la yegua pensaba en lo afortunado que debía sentirse Terruce al poder montarla y romper el aire a toda la velocidad que aquellas poderosas ancas, sabía, podían desarrollar.
- El Sr. Grandchester es afortunado por poseerte, Goldie. ¿Sabes algo? Algún día yo también tendré mucho dinero y podré comprarme una yegua igual a ti para sacarla a cabalgar todas las mañanas y todas las tardes – decía sin empacho el mozalbete de catorce años sin dejar de mover sus manos atrofiadas por el trabajo duro a pesar de su juventud. – Yo no creo que el Sr. Terruce sea tan malo como dicen los otros señores – la yegua relinchó y movió su cabeza de un lado a otro, como queriendo negar lo que su cuidador decía – Jajaja, tranquila pequeña, dije que no creo que el Sr. Terruce sea malo, no que lo sea; no me malinterpretes – decía entre risas mientras le ofrecía un par de zanahorias con una mano al tiempo que con la otra le acariciaba la crin. – Además, a mí siempre me ha tratado bien. Digo… no puedo presumir de ser su amigo pero siempre ha sido amable. Tal vez algún día le pida que me permita montarte por las tardes los días en los que no le es posible venir a esa hora.
Terry sonrió conmovido por las palabras del chico, sintiéndose afortunado por poder hacer realidad todo aquello que deseara y que el dinero pudiera comprar; y por la bondad que se transparentaba en la voz de Joseph.
- Así que no crees que yo sea tan malo, ¿eh? – Preguntó Terry saliendo de la clandestinidad y tomando por sorpresa al joven lacayo. Joseph levantó la mirada visiblemente sorprendido por la inesperada llegada de su patrón y un intenso tono carmesí comenzó a subirle por el rostro.
- Sr. Grandchester, yo… yo lo siento mucho – tartamudeó.
- ¿Qué es lo que sientes, muchacho? No has dicho nada malo – Terry avanzaba hacia él y hacia la yegua que comenzó a retozar de alegría al ver a su amo. – Por el contrario, te has expresado bien de mí y déjame decirte que agradezco que no creas lo que todo el mundo dice.
El corazón de Joseph latía apresuradamente pero al ver la reacción tranquila y hasta amistosa de Terry, se iba calmando paulatinamente.
- Lo que pasa, señor, es que las personas de corazón duro no pueden ver más allá de las apariencias – se atrevió a responder con timidez.
- Tienes razón, Joseph. La mayoría de la gente sólo ve aquello que quiere ver en las demás personas. Ahora bien, si tú has sido capaz de ver en mí algo más allá que todos los demás es porque tu corazón es noble – decía Terry con parsimonia mientras acariciaba la crin de su amada yegua. Una amplia sonrisa iluminó el rostro del muchacho y ese gesto de franqueza conmovió aún más al actor.
- Nadie que trate a los caballos como lo hace usted, puede ser una mala persona – se atrevió a externar sus pensamientos.
Terry sonrió, caminó hacia unas pacas de paja y se sentó invitando a Joseph a hacer lo mismo. El mozalbete le imitó y se sentó justo frente a él, sintiendo que las barreras existentes entre su patrón y él comenzaban a desmoronarse.
- He tenido acceso a los caballos desde que tengo uso de razón. No estoy muy seguro, pero creo que aprendí a montar a los cinco años. – La voz de Terry sonaba melancólica porque sus recuerdos lo eran pero un deseo irrefrenable de confiarle a ese chiquillo una parte de ellos lo animaban a seguir adelante con su relato. – Desde entonces mi padre se encargó de que yo tuviera los mejores maestros de equitación que el dinero y la posición de los Grandchester podían pagar.
- ¡Oh! – Exclamó Joseph, imaginando el poderío y la riqueza de aquella familia inglesa a la que Terry pertenecía. Una realidad tan alejada para él que sólo podía imaginarla como un cuento de hadas. – Era usted muy pequeño. ¿Nunca tuvo algún accidente?
- Sí. Una vez tomé un caballo que no debía montar y me arrojó. Creo que tenía nueve o diez años, sabía lo que hacía pero no tenía la fuerza necesaria para domar a un animal molesto. Lo monté porque no había quien lo pudiera domar y quise mostrarle a mi padre que yo podía hacerlo para quedarme con él.
- ¡Oh! – Exclamó el chiquillo una vez más. - ¿Y se lastimó?
- Me rompí el brazo izquierdo porque mi mano se quedó enredada en las riendas cuando salí disparado. El animal me arrastró unos metros que sólo me ocasionaron raspones. Lo más serio fue la fractura del cúbito y la dislocación de la muñeca. Nada para preocuparse.
- ¡Oh! – Exclamó por tercera vez Joseph haciendo que Terry soltara una divertida y sonora carcajada. Realmente se sentía bien con ese chico, le agradaba su ingenuidad y su capacidad para sorprenderse de todo. - ¿Y lo volvió a intentar? Porque a mí, si un caballo me tira no me doy por vencido hasta lograr domarlo – dijo muy orgulloso el mozalbete.
- Yo esperaba con ansia regresar e intentarlo de nuevo. Había hecho el ridículo y los trabajadores de las caballerizas se burlaban de mi estúpida acción, así que tenía que demostrarles que podía hacerlo pero, conociéndome, mi padre se deshizo del animal para que yo no volviera a montarlo. Así que ese momento nunca llegó.
- Lo lamento – dijo el chico con sinceridad. Terry se encogió de hombros y prosiguió su relato.
- Dos años más tarde me regaló a Teodora. Una hermosa yegua blanca, muy parecida a Golden Queen.
- ¡Qué bien! Debió ser una gran yegua.
- Sí. Lo era.
- A mí me gusta montar desde que era muy pequeño. Siempre que mamá me reñía salía a buscar a Rayo y cabalgaba hasta que ya no sentía tristeza.
- A mí me pasa algo similar, Joseph. Verás, cuando cabalgo me siento libre, me ayuda a tranquilizarme. Me gusta sentir el viento contra mi cara.
- Es usted un gran tipo, Sr. Granchester, justo como yo lo imaginé – dijo sonriendo confiado. Algo había cambiado entre ellos esa tarde.
- Llámame Terry – le pidió profundamente conmovido.
- Está bien, señor Terry – dijo algo titubeante pero seguro de que a partir de ese momento un lazo había sido creado entre ellos. – Algún día lo invitaré a cabalgar a un lugar mágico, cerca de mi pueblo, en Irlanda. En el momento en el que el sol está a medio ocultarse empiezan a aparecer las luciérnagas… miles, cientos de miles; y conforme la luz del sol se va apagando, el brillo de los insectos se va haciendo más potente. Se prenden y se apagan a un ritmo, pero nunca al mismo tiempo y si cabalga entre ellas le parecerá que está volando entre estrellas.
