Llueve.
Golpeteos constantes, los truenos suenan lejanos. Por las ventanas sin cortinas entra la luz de un día gris. Hace frío. Itachi busca el calor de Kisame, lo busca con las manos, con su propio cuerpo. Se extiende por debajo de las cobijas, recarga la mejilla sobre el hombro de su pareja y continúa sintiendo frío. Los ojos de Kisame están clavados en el techo, los de Itachi buscan algún consuelo en la amplitud llana del paisaje.
Llueve.
La lluvia sigue golpeando las ventanas, el techo, las calles. Cae sobre la ciudad entera, sin hacer distinción entre las casas jodidas y los rascacielos. Es indiferente a los años que corren, a la dictadura militar en la que se ha convertido el país, al golpe de estado, a los atentados, a la violencia en los barrios.
Llueve.
Itachi encontró una caja llena de fotografías. Sasuke vació los álbumes familiares, tal vez pensó que así sería más fácil llevarlas consigo cuando abandonaran su hogar, pero Sasuke decidió irse solo, y dejó la caja sobre la mesa. Las fotos están rasgadas, muchas de ellas están rotas de par en par, a otras tantas les hace falta el rostro de Itachi. Un retrato familiar fue el que más sufrió, el papel fue arrugado y extendido, para volver a ser arrugado y despreciado dentro de la caja.
¿Qué podría guardar Sasuke para sí mismo? Su madre era un alma buena, demasiado compasiva para un mundo tan brutal. Ella fue la primera en morir, hace tantos años que Sasuke está seguro de que habría olvidado su rostro si no fuera por las fotografías que atesoró, porque al menos ella era buena ¿cierto? Sasuke quisiera recordarlo. Su padre fue el cabecilla detrás de las conspiraciones contra el estado. Como jefe militar, contó con toda la fuerza del ejército para destituir al presidente, pero haberse vuelto la persona más poderosa del país poco le sirvió para evitar ser asesinado por su propio hijo.
Sasuke lo presenció. No pudo hacer nada para evitar la muerte de Fugaku, ni para detener el odio que comenzó a envenenarle el recuerdo de su hermano mayor. Dejar testigos no era parte del plan del grupo terrorista para el que trabaja Itachi, ni siquiera era parte de su plan personal. No quería su odio, pero hay cosas que sencillamente no puede explicar, y todo termina en fotos rotas, abandonadas sobre la mesa.
Y llueve.
Porque el mundo sigue girando, sin miramientos ni misericordia. Itachi ha visto y vivido muchos horrores en su vida, muchos más de los que cualquiera debiera soportar y, aun así, quedan cosas que pueden romperlo. Trozo a trozo, en rasgaduras irregulares, en el rastro del papel blanco y suave revelado entre las rupturas de la imagen sobre el papel.
Las fotografías parecieran tener heridas, entrañas, sangre. Itachi ha muerto muchas veces en su vida, las primeras fueron a causa de las malas decisiones de sus padres, las demás fueron por sus propias malas decisiones. Y ahora es Sasuke quien lo mata, negándole el derecho a permanecer en sus recuerdos. Itachi siempre ha sabido qué hacer, qué es lo que sigue del paso "A" al paso "B", y lo ejecuta, aún si eso implica cometer actos terribles. La consecuencia (o la causa) de esa fría brutalidad es que ha renegado durante tanto tiempo de sus propias emociones que cree que se le han atrofiado, que el corazón se le ha podrido de forma irreversible. Pero no es así. El dolor lo desgarra. Por fin posee las palabras para explicar lo que siente. Ahora lo sabe, lo entiende, lo ha visto. Se siente como una fotografía rota, como un recuerdo distorsionado, como algo que se usa y se desecha.
¿Sirvió de algo? Tenía que detener el golpe de estado, pero sus superiores retrasaron la orden de asesinar a su padre, y los hechos les cayeron encima. Su muerte debería haber debilitado el movimiento, pero sólo facilitó el ascenso de un líder mucho más autoritario y represivo. Parte del caos es por su culpa, de él, que tanto anhela la paz, que tanto desea que desaparezcan las guerras del mundo.
Pero todos sus buenos deseos no aparecen en las fotografías. Ni en las que yacen rotas, en el féretro en el que se ha convertido esa caja, ni en las miles que ilustrarán el diario del día siguiente, aquel en el que comunicarán que Sasuke Uchiha, hijo del golpista Fugaku Uchiha, habrá denunciado que su hermano es un terrorista y un asesino. La prensa se dividirá. Las mujeres del pueblo se cubrirán con las manos la boca después de haber convocado el nombre de Dios, algún militar fiel al golpe alistará sus armas e irá en su búsqueda, sólo para descubrir que los terroristas le habrán dado alcance primero, y de él no quedará más que un irreconocible manojo de carne, huesos y sangre. La imagen de su cadáver será un símbolo tanto de admiración como de desprecio, y se apilará entre las muchas otras fotografías que serán testigos silenciosos de la violencia de su época. Pero eso no importará, porque él ya ha muerto muchas veces antes. Porque Sasuke, su amado hermano, ya lo ha matado en vida.
Itachi sabe que su fin está cerca, y no le quedan fuerzas para evitarlo. Ya no, ya nunca más nunca.
Tiró sus armas por la ventana, junto a las fotos que abandonó Sasuke. En la mesa solo quedó el vaso en el que le sirvió veneno a su compañero de crímenes.
Sabe que Kisame también será considerado un traidor, pero cree que, a diferencia de sí mismo, él no se merece una muerte tan horrible. No, él no. Todos menos él.
Así que Itachi ha decidido que Kisame será la última persona a la que tendrá que asesinar. Si él hubiera estado de acuerdo o no, es algo que nunca sabrá.
Kisame, aún envuelto entre las cobijas, está frío. E Itachi, roto como una fotografía odiada, permanece mirando la lluvia que golpea la ventana.
