Fanfic San Valentín Aioria x Marín
Por: F1orela1s
Dolor.
Un dolor punzante que se expandía desde su abdomen y aumentaba en intensidad con cada golpe que la peliverde le propinaba.
Ya había perdido la cuenta de cuantos puñetazos aterrizaban en sus costillas, al principio enumeraba las patadas, pero ahora ni siquiera podía planear una estrategia de defensa ante la monstruosa velocidad de Shaina. La santa de Ofiuco plasmaba toda ira en ese ataque, la escuchaba gruñir, maldecir y reír por lo bajo. Nunca supo en qué momento aquella jovencita de espíritu indomable se había convertido en esa arpía sedienta de sangre.
Entre los golpes y la mirada de los soldados espectadores, Marín recordó a su alumno Seiya, sus travesuras y aquel cosmo tan valiente que desprendía de un alma tan joven. Cómo alguien tan prometedor se había ganado el odio de todo el Santuario era algo que todavía no terminaba de entender. Ahora ambos pagarían el precio de un régimen tan autoritario, así como de los rivales que surgieron a través de los años.
Por una milésima de segundo, un flash de ojos esmeraldas invadió sus memorias.
-Ya está bien. – Una voz suave, pero a la vez firme interrumpió el curso de aquella paliza.
Los puños de Shaina cesaron su trayectoria, y el resto de santos quedó estupefacto ante aquella nueva presencia en la arena.
Entre su visión nublosa, Marín pudo divisar la imagen de Aioria. Como siempre, su cuerpo parecía ser cubierto por los rayos del sol. Bendecido por Apolo.
- ¡¿Qué te pasa, defiendes a los cobardes?!- Vociferó la santo de Ofiuco, sin permitir que la figura del león dorado la perturbase.
Pero también era consciente de que la diversión se había acabado.
Empujó a Marín con una mezcla de frustración y desprecio. La pelirroja no tenía ni fuerzas para apoyarse en sus piernas, por lo que no pudo evitar que su cuerpo cayera. Sin embargo, antes de que pudiera besar el piso, Aioria ya la tenía entre sus fuertes brazos.
-Cállate. – Soltó el león. Pese a su aparente tranquilidad, la mirada esmeralda de Aioria mostraba una furia dormida, pero que podía despertar en cualquier momento y acabar en un santiamén con la vida de todos los presentes que se atrevieron a lastimar a la santa de Águila. - Sabes muy bien que Marín es al menos tan valiente como tú. - Aunque no se permitía admitirlo, aquellas simples pero bellas palabras hicieron que el corazón de la joven se paralizara por un segundo. No ayudaba el hecho de que la cercanía con Aioria le permitía oler la fragancia que combinaba la canela con aquel sudor masculino (culpa del terrible calor en Grecia) que desprendían de esos rizos rubios.
Escuchó vagamente como la discusión entre el santo de Leo y la peliverde terminaba con la retirada de esta última. Al menos ya no lidiaría con Shaina por un tiempo.
-Marín, ¿cómo estás? – Nuevamente ese tono tan delicado que la destruía por dentro. Todos los días se preguntaba cómo un hombre con esa voz tan hermosa podía ser un santo dorado, parecía un ángel que descendía del cielo entre la muchedumbre de mortales, indignos de si quiera mirarlo a los ojos. Pero allí estaba ella, en los brazos de ese dios griego, cuya existencia ya era de por sí un milagro concedido por la mismísima Athena.
-Bien… te lo agradezco. Aunque lo que has hecho, puede enojar al maestro. – Y eso era algo que jamás se perdonaría. Que la seguridad de Aioria estuviese en peligro por su culpa, sería el pecado más grande en una enorme lista de crímenes que había cometido en su corta vida. Él tenía que brillar junto a las doce armaduras doradas, dando esperanza y fuerza a un Santuario que se derrumbaba.
Ella podía podrirse sin que nadie lo notara. Y realmente no le causaba tanta angustia.
Poco a poco la oscuridad cegó por completo su visión. Su consciencia se desvaneció entre imágenes del Patriarca Arles y el Santuario envuelto en llamas que consumían todo rastro noble de lo que alguna vez fue su hogar.
Cuando volvió en sí, notó una superficie esponjosa que sostenía su adolorida cabeza, así como una manta blanca que cubría su cuerpo.
La enfermería.
Aioria debió haberla llevado hasta allí cuando se desmayó. Otro evento más a la lista de humillaciones del día.
Se cercioró rápidamente de que su máscara estuviese en su lugar, transcurrieron tantos años desde que juró fidelidad a Athena, que había ocasiones en las que se olvidaba que la traía puesta.
El incorporarse era una ardua tarea, puesto que el dolor punzante en su abdomen no cesaba, estaba segura de que Shaina rompió un par de costillas en su ataque de locura. Ese recuerdo la decepcionó más que enojarla, se permitió a sí misma perder en contra de una voluntad injusta. Estaba segura de que podía ganarle a la santa de Ofiuco en cuanto a estrategias de combate, pero no contaba con la velocidad sobrenatural de su adversaria, quien no le permitió defenderse ni por un segundo. Fue un terrible descuido de su parte el permitir que la batalla terminase así.
Con dificultad, logró sentarse al filo de la camilla. Pensó en Seiya, su hermano, Shaina, el Santuario y en sí misma. Parecía una avalancha de sucesos que no paraban de caer sobre ella, estaba agotada de tener que lidiar con las estupideces que se presentaron en los últimos años. Parecía un festival de malas decisiones que no paraban de envenenar la casa de Athena. O talvez ella era la más estúpida de todos, al creer que su limitado poder tenía la fuerza para cambiar el rumbo del destino tanto el de Seiya como suyo.
Antes de que pudiese ahogarse más en su miseria, el mismo rayo de luz que la salvó aquella tarde se apareció en la puerta de la enfermería.
Traía unos cuencos de madera, cada uno con diferente contenido. Uno lleno de cubos de hielo, otro con hierbas medicinales y otras sustancias, el último…tres bolas de helado de chocolate.
- Disculpa la tardanza, tenía que ir por algunas cosas. – Aioria colocó los cuencos sobre la mesa que yacía al lado de la cama. - ¿Te sientes mejor? – Le preguntó. Marín se detuvo para contemplar al santo de Leo, no eran tan escasas las veces en las que lo veía sonreír, pero el saber que en ese preciso momento aquella hermosa sonrisa le pertenecía sólo a ella la hacía experimentar un tornado de emociones. Pese a la derrota y la pisoteada de su dignidad, Aioria estaba feliz de verla.
- ¿Marín? – Volvió a preguntar el rubio, un poco más preocupado que la primera vez. Su dulce voz sonaba como la de un niño asustado, no podía soportarlo.
-Estoy bien. No te preocupes por mí. – Contestó la pelirroja. Quien intentó apartar la mirada de los ojos verdes del león, tenía el presentimiento de que, si los miraba fijamente, revelaría todos los secretos que su alma guardaba desde que entró al Santuario.
-Sabes que eso es imposible. – Aioria tomó la cuenca con hielos y los envolvió en un trozo de tela que traía bajo su brazo. -Veamos esas heridas. –
Marín cayó en cuenta que ni siquiera se había tomado la molestia de revisar su propio estado. Se quitó la protección de cuero que protegía su abdomen y levantó la maya que actuaba como una segunda piel.
Su piel normalmente blanca ahora yacía cubierta de hematomas púrpuras que se extendían sobre sus bien formados abdominales, los cuales surgieron a lo largo de extendidas jornadas de entrenamiento. Por suerte no había rastro de heridas profundas, pero eso no quitaba que el dolor fuera agudísimo.
La pelirroja estaba esta tan centrada en la deplorable imagen de su cuerpo, que ni siquiera notó el momento preciso en el que la mano de Aioria se ubicó sobre su cintura.
- ¡¿Aioria?!, ¡¿qué…?!-
-Tienes que recostarse, no es bueno que tus músculos carguen con todo el peso de tu torso. – El santo de Leo parecía no notar el impacto que esa acción tuvo sobre la joven guerrera. Estaba más concentrado en que Marín no se lastimara más.
Si fuera cualquier otro hombre, Marín ya lo hubiese mandado al Yomotsu de una patada en la entrepierna. Pero esa mirada tan pura de Aioria le hacían imposible imaginar un escenario en el que el rubio tuviese intenciones perversas.
A diferencia de ella, quien notó como los grandes bíceps de Aioria se acercaron a su rostro cuando este se inclinó para recostarla sobre la cama. El escote de su ropa le permitía apreciar con lujo de detalles esos dos tesoros que eran tópico de conversaciones acaloradas entre los santos femeninos (y varios masculinos). ¿Cómo sería recostar su cabeza sobre ese par de almohadones bronceados y cálidos? Estaba segura de que el simple hecho de ser acogida en el pecho del santo de Leo podía librarla de las pesadillas que la acechaban cada noche antes de ir a dormir.
Si no estuviese tan adolorida se habría abofeteado así misma hasta quedar inconsciente nuevamente. ¿Por qué estaba actuando como una maldita colegiada? Era una santo de Athena, no una pueblerina enamorada del hermoso príncipe que se presentaba a su puerta para pedir su mano en matrimonio.
Aunque eso fue un lindo sueño alguna vez.
Marín dio un largo suspiro. Definitivamente estaba volviéndose loca.
Aioria soltó una pequeña risa que se sintió como la primera brisa del verano. Y colocó la tela con hielo sobre su lastimado torso. La súbita sensación de frío la hizo temblar.
-No te muevas campeona, sólo será un segundo. –
- ¿Campeona? - Era la primera vez que Aioria se refería a ella con ese apodo. No le desgradaba del todo.
-Por supuesto. – El rubio dejó el trozo de tela sobre el abdomen de la rubia y se puso a trabajar en el ungüento de hierbas. Con un palo de madera, molió los materiales hasta formar una pasta que no olía del todo bien. Marín trató de ignorar cómo los músculos en los brazos de Aioria se contraían mientras preparaba la medicina. – Cuando te conocí, le propinaste una paliza a un alumno mayor, sin mencionar que era un hombre y tú no tenías armadura. Ahí mismo me enteré de que ese sujeto acosaba a las jóvenes aspirantes y que lo retaste a un combate a cambio de que las dejara en paz. Desde ese momento te convertiste en la campeona de los santos femeninos, y bueno, para mí también…
Casi lo había olvidado. Gracias a esa victoria, el patán no volvió a acercarse a sus compañeras. Fue así como se ganó el respeto de los santos y el porqué, pese a su corta edad, se le asignó un alumno al cual instruir.
Pero ya habían transcurrido muchos años de ese suceso, no era la misma chica de antes, llena de esperanza, bondad y talento. Ahora era una simple sombra que habitaba el Santuario, sin la capacidad de proteger a su pupilo.
-Ya no soy una campeona. – Y eso la mataba por dentro, Aioria tenía una imagen falsa de ella, a sus ojos, la pelirroja era una valiente guerrera que guiaba con sabiduría al santo Pegaso, cuando realmente no era más que una decepción para los santos femeninos. – No puedo prevenir a Seiya del peligro… ni siquiera puedo protegerme a mí misma. – Apretó sus puños, sin importarle que las uñas del Águila desgarrasen su piel.
-Marín…- Susurró Aioria. Nunca la había visto tan abatida, definitivamente no era una simple derrota lo que causó esa súbita tristeza. Algo más estaba sucediendo dentro de la mente de la santa de Águila.
-Quisiera… quisiera ser más fuerte. – Su voz empezó a quebrarse, se maldijo nuevamente por su debilidad. – Y no esta debilucha que soy ahora. – Perdió contra Shaina, quien juró matar a Seiya, lo dejó a su suerte en esta guerra de intereses dentro del Santuario y probablemente acabe muerta cuando esta termine.
Aioria la miraba sin poder creerse lo que estaba aconteciendo frente a sus ojos. Marín se veía tan vulnerable, no sólo en cuerpo sino en alma. Le estaba revelando una parte importante de sus emociones, algo que los santos habían abandonado desde que iniciaron su juramento a Athena.
Ambos permanecieron en silencio por algunos minutos hasta que una gota de sangre cayó desde ojos de la máscara.
-Parece que uno de los golpes también impactó en tu rostro. – Aioria le dio el cuenco lleno de ungüento. – Colócalo sobre la herida, ayudará a la cicatrización. – Después de decir eso, el rubio volvió a acomodar a la joven para que se sentara, sólo que esta vez, se aseguró de que le diera la espalda, para evitar mirar su rostro.
-Gracias. – Dijo Marín, con voz apagada.
Se quitó la máscara y la dejó sobre la cama. Una cálida brisa acarició su rostro. La ley de las máscaras era la vida de los santos femeninos, pero era imposible negar la satisfacción que daba el quitársela de vez en cuando.
Usó dos de sus dedos para aplicar la pasta sobre su frente, justo donde un profundo corte (cortesía de las garras de Shaina) se asomaba entre sus rulos rojos.
Mientras tanto, Aioria era un manojo de nervios, pese a mostrarse tan tranquilo, el hecho de que Marín se haya quitado ese velo tan valioso para las mujeres del Santuario le causaba un sentimiento de incertidumbre que no podía ignorar. Si llegaba a ver su rostro, Marín no tendría más opción que matarlo o…
Aioria se abofeteó a sí mismo. No podía actuar cómo un mocoso calenturiento, era un santo dorado, perteneciente a la élite de Athena, no se podía permitir esos sentimientos tan mundanos.
Pero… ¿por qué su pecho se alborotó cuando Marín le reveló los secretos de su corazón? ¿Acaso ya era muy tarde para retroceder? ¿Había traspasado los límites establecidos por las leyes del Santuario? ¿Qué debía hacer ahora que la pelirroja se encontraba tan afligida?
Sus pensamientos lo llevaron hasta el recuerdo de Aioros, su querido y a la vez odiado hermano. Recordó todas las veces en las que terminó llorando después de los entrenamientos, harto de la disciplina, de la crueldad de las peleas y del destino que les esperaba al final de la Guerra Santa. Esos sentimientos de angustia y desolación que invadían la mente del pequeño Aioria se disipaban cada vez que su hermano lo recibía entre sus brazos, le hablaba dulcemente y finalmente le daba un beso en sus rizos dorados como sello final de su amor fraternal.
- Prométeme… que vivirás tu vida sin vacilaciones ni temor al fracaso. Porque tú eres un guerrero de Athena, y también el niño más fuerte que conozco. Además…yo siempre estaré allí para alumbrar tu camino, no importa donde esté. –
Esas palabras quedaron grabadas en su mente. Independientemente de lo que haya sucedido después, jamás negaría el impacto que tuvieron en la forma en la que vivió su vida de ahí en adelante.
Ahora sabía que debía hacer.
-Te agradezco la ayuda…- Dijo Marín, a la vez que se volvía a colocar la máscara. Se dio la vuelta para mirar a Aioria. – Pero creo que ya deberías irte-
Antes de que pudiese terminar su oración, antes de que pudiera si quiera registrar lo que estaba pasando, los labios de Aioria se posaron sobre los de la máscara.
Dioses, olía demasiado bien. Todos sus sentidos se llenaron de esa fragancia masculina y dulce que parecía invadir toda la habitación. Su corazón parecía palpitar al mismo nivel que la velocidad de los santos dorados. El calor veraniego pareció aumentar exponencialmente, el helado de chocolate se había derretido por completo y ahora parecía una sopa marrón que se derramaba sobre los bordes del cuenco que yacía sobre la mesita de noche. La adrenalina que experimentaba en el campo de batalla no se podía comparar con lo que estaba sintiendo en esos momentos.
De hecho, nada se podía comparar.
Parecía que transcurrieron años y segundos a la vez. Cuando Aioria finalmente se separó, Marín se encontraba completamente incapaz de mover tan siquiera un dedo de su mano. Tan sólo pudo decir:
-A..airoria….no podemos…- Antes de que continuara, Aioria la tomó del mentón, la hizo mirarlo a los ojos, esas esmeraldas que desprendían tanta belleza y ferocidad, una mezcla tanto sensual como mortal. Era la bella y la bestia en un solo cuerpo. Era el dilema de su juramento a la orden de santos femeninos, a la diosa Athena.
-Escucha, Marín… tú eres la persona más valiente que conozco. Aunque caigas, te levantas y luchas sin cesar. Eres como nuestra diosa Athena, quien se enfrenta a las adversidades del universo y batalla contra las fuerzas del mal sólo para mantener a salvo a los humanos de la Tierra. Para mí… tu eres la representación de todos los ideales por los que lucho, eres mi inspiración. –
Esas palabras, esas hermosas palabras, no las merecía… Aioria estaba exagerando. Compararla con la diosa Athena era algo inconcebible, hasta peligroso, una herejía hacia las creencias del Santuario. Y aun así…
Se sentía tan conmovida que podría morir en ese preciso momento y sería la mujer más feliz que el mundo haya visto jamás.
Pero Aioria no había terminado. Con extrema delicadeza, como si tratase con seda recién concebida, hundió sus dedos entre sus rizos. Empezó a acariciar su cabello con movimientos lentos pero seguidos, su hermoso rostro la miraba con tanta devoción, que Marín se sintió como el objeto más preciado de todo el Santuario.
Era una prueba de cuan sensible y atento podía llegar a ser un temido santo de oro.
-Seiya y tú estarán bien… No permitiré que ningún daño caiga sobre ustedes. Te doy mi palabra de santo. – Una nueva emoción se manifestó en los ojos del león dorado. Determinación. Estaba más que dispuesto a arriesgar su vida entera por la de Marín y su pupilo.
Le dio un nuevo beso, esta vez en la frente, lleno de amor y cuidado. Si la pelirroja hubiese estado de pie probablemente le hubiese fallado las piernas como en la arena de entrenamiento.
-Aioria… ¿acaso tú… realmente me quieres de esta forma? - Tenía que estar segura, cualquier paso en falso sería peligroso para la supervivencia de ambos. Debía conocer los verdaderos sentimientos de Aioria. Aunque eso significase perderlo todo.
En vez de responderle, el santo de Leo tomó la mano de Marín y la puso sobre su propio pecho. Sin dejar de mirarla a los ojos.
-Escucha como mi corazón late por ti… cuando tu sufres, yo sufro contigo, cuando estás feliz, yo me alegro por ti y cuando luches contra todos los demonios que hay aquí, sostendré tu mano para que no te sientas sola. –
Nunca en su vida Marín se había sentido tan agradecida con esa máscara que cubría su rostro, de lo contrario, Aioria sería capaz de ver el desastre que era en esos momentos. Las lágrimas caían sin cesar. No de tristeza o por alguna lamentación pasada, sino por las desbordantes emociones que ya no alcanza a controlar.
Quería que ese momento durara para siempre.
El rubio notó como la figura de Marín temblaba ligeramente. Una mujer tan fuerte se había emocionado por las palabras que él dijo. Tenía que hacerse responsable.
Rodeó a la joven con sus brazos y la acunó en su pecho. Marín soltó un suspiro de sorpresa, ya no sabía que esperar del santo de Leo.
-Te prometo que lucharé por esto, por Seiya y por nosotros. No dejaré que nadie interfiera en el camino que trazaremos hacia nuestra victoria. –
Finalmente, Marín se rindió ante esas palabras. La decepción que experimentó al principio de esa tarde se había disipado y ahora se presentaba un nuevo horizonte por el que podía luchar. Una nueva esperanza.
Tan sólo debía abrir su corazón y dejar que aquello iniciara.
Colocó sus brazos sobre la espalda de Aioria, acercándolo más a ella. El rubio no podía creer lo que estaba viendo.
Marín se retiró la máscara, sus ojos azules como las aguas de Cabo Sunion resplandecían en la oscuridad de la habitación. La noche acababa de llegar y la luna se elevaba sobre ellos.
-Será mejor que te esfuerces… Aioria de Leo. – Y con eso último, los labios de ambos se volvieron a encontrar en una promesa. Una promesa que podía quitarles todo, pero a la vez, entregarles el universo mismo.
