He estado un poco (bastante) obsesionada con JJK últimamente, y con esta pareja en concreto. Y como parece que Gege ha decidido hundirnos a todos en la miseria, me he lanzado a publicar algo de ellos antes de que el canon sea tan emocionalmente devastador que no quede ni un resquicio de esperanza. ¡Larga vida al GojoHime!
Ojo, spoilers del manga.
No esperé así la vida:
paraísos perdiéndose
o batallas perdidas de antemano
Del falso oráculo, Aurora Luque
1. Un deseo perpetuo de naufragio.
Suguru Getou era popular y guapo y encantador y educado y a pesar de ello a Utahime nunca le cayó del todo bien. Tenía un discurso amable, pero mecánico; una mirada expresiva pero fría; una estudiada manera de ser cariñoso con la que nunca llegaba a ser del todo cercano. Le enervaba especialmente el tono condescendiente con el que hablaba de los débiles, el paternalismo con el que aplicaba su ética impoluta al mundo en que vivían. Suguru Geto era popular, y guapo y encantador y amable y la única persona que podía controlar la insoportable personalidad de Satoru Gojo, sí; pero también era calculador, y reservado; buscaba el afecto de todos cuantos se cruzaban en su camino; y poseía el tipo de alma dura que le permitía comer maldiciones sin verse afectado por ellas. Utahime siempre tuvo por instinto no confiar en este tipo de personas; pero el resto de la comunidad Jujutsu cerró los ojos ante las señales, y no quiso abrirlos hasta que la sangre de los inocentes corría por las calles de la aldea; y Geto, que siempre había tenido en gran consideración su altura moral, decidió abandonarlo todo y unirse al bando de los monstruos.
A Utahime le gustaría decirle al mundo "¿ves? yo tenía razón " si el mundo no estuviera a punto de resquebrajarse por haberla tenido.
Sentada en el taburete de lado y con la cara más triste con la que recuerda haberla visto, Shoko alterna chupitos con cigarrillos y si no llora por él es porque siempre ha contenido sus sentimientos en una caja; pero Utahime no necesita más pistas para poder reconocer el corazón roto de una chica enamorada.
– Es imbécil. - Inclinada sobre la barra, Shoko pica un poco de alga nori del platito que les han servido. - Y estúpido. A quién se le ocurre.
A nadie, Shoko. Pero Utahime no ha venido a debatir, sino a consolar, así que se queda callada.
Vuelve a insistir en la idea un par de minutos después ante el silencio de Utahime. Oye como " idiota "; "idea rídicula" y "talento tirado a la basura " también caen en esta ocasión, e de nuevo incapaz de encontrar una respuesta a la altura de las circunstancias, se limita a acariciarle el pelo y pasarle la mano por encima de los hombros hasta traerla hacia sí. Sabe que no hay mucho más que pueda ofrecerle más allá de su presencia y la solidez de su amistad, y lo único que espera es no haber venido demasiado tarde. La noticia había llegado a sus oídos unos días atrás, todavía en un misión en el norte y tan pronto había terminado de destruir la maldición, Utahime había cogido el primer tren disponible hacia Tokyo y había entrado en el Jujutsu Tech con la única idea de cobijar entre sus brazos a Shoko y ofrecerle un poco de su apoyo y confianza en el primer izayaka que encontraron abierto.
Era ya de noche cuando entraron, y el local se había ido vaciando poco a poco.
– Intenté hablar con él esta mañana pero no me hizo caso. Después Gojo se encontró con él en Shibuya. - Murmura apretada contra su pecho - Ni siquiera él pudo convencerlo.
Había visto a lo lejos a Gojo hace unas horas, mientras buscaba a Shoko por la escuela; y durante unos segundos había dudado en si ir o no a saludarle, pero supuso que Gojo era el tipo de persona que odiaba dar pena; el tipo de hombre que solo podía encontrar consuelo en sí mismo y que echaba a todos aquello que intentan ayudarlo. Utahime tenía además la misión personal de cuidar de Shoko, no habría podido permitirse uno de sus comentarios crueles en ese momento ni habría salido de ella darle un alivio sincero.
Pero ahora que Utahime se imagina la escena - los dos rodeados de gente atareada, sudada, insignificante, y el uno frente al otro como dos piezas de ajedrez. La pose de refinamiento estudiado de Geto y la tensión elegante del cuerpo de Satoru -; ahora que recrea en su cabeza el sonido las voces profundas y masculinas de ambos y practicamente oye cómo crujían los hilos de su amistad al romperse con cada paso que daban alejándose el uno del otro; se pregunta si a lo mejor no debería haberse acercado para ofrecerle, aunque fuera, un poco de su afecto.
Hay personas, supone, que prefieren que su angustia anide entre las paredes de su alma y que nunca salgan de ahí.
– Yaga y los del Consejo piensan que debería haberle matado.
– ¿Gojo?
– ¿Quién si no él podría? – Shoko se separa de ella y apura lo que queda en un vaso. A Utahime le parece ver una lágrima en una de las esquinas de los ojos caídos cuando gira la mirada hacia ella. - ¿Tú piensas cómo ellos?
Sí. No se lo dirá, pero lo piensa. Sí. Utahime siempre ha defendido las normas y los protocolos y la etiqueta: los considera esenciales para el funcionamiento de una sociedad. Y un hechicero de su poder, vuelto contra ellos solo traerá desgracias y problemas. ¿Cómo no va a apoyarlo? Ella misma le denunciaría si se cruzara con Suguru por la calle. Pero le parece inhumano esperar que un chico, un niño casi, matara a su mejor amigo soin cuestionarlo, que acabara con él como acaba con las maldiciones feas y sucias y oscuras que pueblen este mundo sin pensar en toda la luz que han compartido y aportado.
– Es una situación complicada. - Concede diplomática.
– Pero se lo merece. Mató a sus padres. – Intenta ponerse recta. Hipa un poco en el proceso. – ¿Quién mata a sus padres, Uta? Hay límites. Él siempre decía que hay límites.
Lo decía, es verdad; con ese tono de pontificación que a Utahime le ponía tan nerviosa. Tiene un recuerdo muy preciso de una tarde cálida de verano, teorizando sobre el papel de los hechiceros delante de un irreverente Gojo, estirado en una silla. Le recuerda adoctrinándole, encantado de escucharse a sí mismo poniéndole los puntos sobre las íes como si estuviera dando un discurso muchas veces practicado en su cabeza. La gente le admiraba por eso. Profesores, otros alumnos, ancianos y viejas glorias del Jujutsu. Qué altura moral; qué gran hombre será algún día Geto Suguru , pensaban. Ahora, esas mismas personas que tanto pregonaban sus virtudes, se han quedado callados ante sus pecados. Se han quedado estupefactas, reflexivas, absorbidas por los remolinos de los murmullos, " lo habría supuesto de Gojo, pero no de él "; " siempre son - dicen incrédulos - los que menos te esperas ".
– No somos infalibles, Shoko. Todos creemos tener límites muy rígidos que traspasamos según las circunstancias.
– Eso pienso yo. Pero aún así… – Saca una cigarro y se lo lleva a la boca, y tarda un rato en darse cuenta de que el mechero que busca está justo frente a ella. - El muy imbécil.
El tiempo pasa y pasa, hasta que el humo del tabaco hace que le piqeun los ojos y la cerveza entre sus manos se transforma en un caldo caliente y desventado. Es la única que se ha pedido Utahime, consciente de que la situación requería de su versión más sobria. Durante horas escucha y regala toda su paciencia a su amiga, que riega las frases con insultos y amargura hasta que se disuelve en un silencio alcóholico y el reloj de su teléfono móvil anuncia que son más de las dos de la mañana. Con un tirón cariños en el brazo, llama la atención de Shoko y le dice que es hora de ir a casa. El camarero, no muy lejos de ella, asiente y les dedica una mirada comprensiva.
– ¿Tan pronto? Estoy bien. No estoy borracha. ¡Vamos a otro lado!
Utahime le sonríe con cariño y paga la cuenta sin preocuparse demasiado por la cantidad.
– Creo que incluso tú estarías borracha con lo que has bebido.
A pesar de la proverbial resistencia al alcohol de Shoko, en el momento en que se levanta de su asiento tropieza y Utahime salta para evitar que caiga. La oye decir entre risas, ¡pues sí que estoy borracha! y según caminan a trompicones hacia la salida del bar le acompaña un coro de carcajada de los últimos clientes, que solo se deja de oír cuando pisan el asfalto y les cae encima la noche tokiota.
– Voy a llamar a un taxi, ¿vale? Quédate aquí un poco.
Deja el cuerpo tambaleante de Shoko contra un muro y marca el número de la compañía de taxis mientras le despega el pelo de la frente. Parece que está verde y a punto de vomitar y sin embargo, de algún modo, resiste. Es como si fuera un pez que ha vivido toda su vida en barricas de cognac.
- Dicen que en 7 minutos están aquí, Shoko - Shoko apoya su cabeza en su hombro, y casi todo su peso cae con ella - Enseguida llegas a casa.
Se quedan las dos baja un farola, apretadas y quietas con el sudor pegándoles la una contra la otra. Los ruidos de la noche producen cierta tranquilidad en Utahime, suenan como una orquesta bien entrenada: el sonido del camión de la basura, unas calles más abajo; los gritos de los gatos en celo sobre los tejados; las risas de unos jóvenes saliendo por la ventana de una casa cercana. Utahime levanta la cabeza y ve las polillas chocando contra el cristal de la bombilla. Una y otra vez, taptaptaptap , demasiado cegadas por la luz como para ver el peligro.
– Uta…
– ¿Mm? - baja la mirada hasta el pelo castaño apoyado en su hombro, y pienza que quizá debería haberle insistido en comer algo. - ¿Vas a vomitar?
– No, no… Uta… Uta, escúchame. Escúchame: he estado pensando - Hace una pausa borracha y torpe y lejana. - Tú… ¿sabes si se puede querer a alguien que ya no te gusta?
Utahime parpadea y repite la pregunta en su cabeza. ¿Sabes si se puede querer a alguien que ya no te gusta? Parece una de esas frases que salen en el tráiler de un drama romántico. Intenta localizar en su mente quién puede encajar en esa descripción, y es un instante, apenas un resplandor de bilis y adrenalina, pero durante un momento en la cabeza de Utahime aparece la imagen de un chico de pelo blanco sentado en las escaleras, la tristeza del mundo sujeta con clavos en los hombros. Luego lo desecha con una sacudida de cabeza y una risa suave y besa con dulzura la coronilla castaña que reposa en su hombro.
- Qué cuestión más filosófica, ¿no? ¿vas a preguntarme ahora si fue antes el huevo o la gallina?
– Me gusta más la del árbol y el bosque.
– ¿Te refieres a que lo de que "si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace algún ruido?
– Esa.
– Siempre me ha parecido una tontería. Por supuesto que hace ruido.
– Una tontería - Repite paladeando en la boca la palabra. - Una tontería - Y se echa a reír. - Una tontería como lo de Suguru.
Utahime rueda los ojos entre divertida y preocupada. Reconoce en Shoko los alguna de las fases etílicas por las que ella pasa cada vez que acumula cervezas en su organismo: el enfadado inicial que da a paso a la tristeza; la tristeza que introduce la locualicidad; la locuacidad que se transforma en una etapa reflexiva; y finalmente, cuando está a punto de llegar el taxi, le da por la euforia desacomplejada. Shoko se ríe de todo: del taxista que les recoge y ayuda a que se meta en el coche; de cómo se deforman las luces de la ciudad cuando recorren las carreteras hacia la escuela; de sí misma cuando se ve refleja en el cristal de la ventanilla; y se queda dormida con una sonrisa apoyada sobre su hombro. Utahime aguanta la vergüenza y se comunica con la mirada con con el taxista, que le hace pregunta través del retrovisor. ¿Estáis bien? ; ¿necesitas que pare? ; por favor, no me mancheis el coche.
Shoko se despierta mientras suben la calle que lleva a la entrada para civiles del Jujustusu Tech y se queda mirando a Utahime con ojos pesados. Adormecida y ebria, estira la mano para tocarle la cara con la punta de los dedos y le hace preguntas que salen de la nada "Uta, ¿por qué eres tan guapa?" , que rozan lo absurdo " ¿seguirías siendo guapas si en lugar de ojos tuvieras bombillas?", que directamente asesinan como balas : "¿crees que Suguru se habría quedado si yo hubiera sido tan guapa como tú?"
– No digas tonterías. Eres guapísima y no tienes ninguna culpa de lo que ha pasado con Suguru.
– A lo mejor se habría quedado. Gojo se quedaría por ti.
Utahime la contempla con escepticismo y se encoge de hombros mientras abre la puerta del taxi.
– Estoy convencida de que Gojo volvería como fantasma solo para seguir haciéndome la vida imposible.
– No, - Shoko mueve la cabeza con más entusiasmo que energía y se baja como puede del coche - no digo así .
El taxista las ayuda a llegar hasta la puerta y entrecierra los ojos cuando no ve nada en la oscuridad de enfrente, poco convencido de que sea sensato dejar ahí a dos chicas solas. Utahime le tranquiliza diciéndole que es que a medianoche las luces del se apagan, aunque ella pueda ver a través de la que están todos perfectamente iluminados. Los alarones rizados de las pagodas se yerguen imponentes en la noche, y a excepción de los grillos, no se oye nada. Se despide de él con una inclinación de la cabeza y una propina generosa, y espera a que se haya ido para entrar en el campus.
A partir de ahí, la situación se complica. Entrar en las instalaciones de un sitio en donde casi todos sus habitantes viven en permanente estado de alerta sin despertarles es siempre una tarea compleja; pero con Shoko borracha quizá por primera en su vida, es prácticamente imposible. Pierde el equilibrio con facilidad, insiste en que no pasa nada si se queda dormida en la hierba, quiere ponerse a gritar para que todos se vayan de fiesta, y de vez en cuando le sobreviene una oleada de arcadas y se ven obligadas a parar.
– Aguanta, Shoko. Estamos casi en tu habitación.
Aún a riesgo de de caerse en uno de los estanque, Utahime decide acortar por mitad de los jardines y olvidar los senderos. Con todos sus sentidos atentos el entorno, pasa por debajo de las ventana de los habitaciones de los profesores con el corazón en el puño deseando que no le oiga quien sea que esté de guardia, y prácticamente arrastra a Shoko hasta la entrada de los dormitorios de alumnos. Al final de todo ese pasillo, está la habitación de Shoko.
– Tengo que parar. - Shoko se deja caer en el escalón del dintel con la mínima cantidad de gracia y la máxima cantidad de cansancio. - No puedo más.
Utahime agradece también la parada. Está agotada. No ha descansado desde la misión, y en ella se junta el olor de sudor fermentado con el tabaco de Shoko, y nota la línea del pelo calor de Tokyo es pegajoso, pesado, quieto e insoportable y pocas cosas le gustarían más que estar ahora mismo en el santuario de su familia en Miho, sentada en el muelle mientras se moja los pies en el agua salada y charla con los pescadores que salen a faenar.
– Oh, ¡Shoko…! – Está, ahora sí, doblada sobre sí misma y vaciando el contenido de su estómago en una de las macetas de la entrada. Le recoge el pelo con las manos e improvisa un recogido con los lazos de sus coletas. – Voy a… vas a… Voy a por algo a tu habitación para limpiarte, ¿vale? No te muevas.
Utahime va y viene varias veces con una toalla que va humedeciendo en el lavabo, en vuelos rápidos y cortos, como un pajarito que va trayendo ramas al nido. Shoko sigue vomitando en el sitio, las arcadas rompiendo el silencio de la noche hasta que en una de sus paseos hasta la habitación, Utahime deja de oírlo y al volver descubre con frustración que se ha quedado totalmente dormida apoyada contra el marco de la puerta. Utahime pondera sus opciones: dejarla allí queda descartado; pedir ayuda alertaría a más gente; y cargarla para llevar a la habitación es una tarea difícil, mastodóntica para el cuerpecito de Utahime, pero no cree que le quede más remedio que hacerlo. Así que se echa un brazo por encima de sus hombros y intenta elevar el peso tirando de su cintura. Un intento fútil, que tiene que repetir una tres veces, cayendo y tropezando y rezongando, hasta que le parece oír unos pasos cerca y entra en pánico.
Si es uno de los profesores o vigilantes, si es, dios no lo quiera, Yaga, hay pocas excusas que puedan justificar que ella, la senpai siempre perfecta, la estudiante modelo, esté allí con la ropa aún sin cambiar de su última misión, maloliente y sucia, portando el muy borracho cuerpo de su amiga en un estado de semiiconsciencia. ¿Qué dirá? ¿Entenderá la persona que camina hacia ella que en realidad todo es todo es culpa del maldito Suguru Geto y sus ideas ridículas y sus decisiones estúpidas?, ¿se creerá si le dice que esto es por el camarero, que ha ido rellenando los vasos más veces de las necesarias? ¿Y si simplemente, decide ya una vez que la sombra está practicamente encima de ella, confiesa que ella misma carga con su responsabilidad y asume que tendría haber insistido en parar antes, en comer algo antes de seguir bebiendo sin sentido?
Pero quien llega es largo como un día sin agua y su pelo tiene el mismo color que la luna.
– ¿Pero qué le pasa a Shoko? - Gojo camina hasta ellas a zancadas y se quita las gafas para mirar a Shoko con el ceño fruncido. - ¿Está bien?, ¿qué le has hecho?
Lleva el uniforme aún puesto, y camina desde de la dirección contraria a los dormitorios, y Utahime se pregunta momentáneamente de dónde viene. De ser una Utahime diferente, una que dejó el colegio hace ya dos años, le habría interrogado hasta gritarle, suspicaz de cualquier comportamiento extraño; pero la Utahime actual está demasiado preocupada por su amiga y no tiene ni tiempo ni ganas de ponerse a averiguarlo.
– ¡Nada! Solo está borracha.
– ¿Shoko está borracha?, ¿en serio?
Le lanza una mirada furibunda mientras ajusta el peso sobre ella,con todo el pelo suelto cayéndole sobre la cara. Se pone un brazo sobre sus hombros, agarra bien por la cintura, y da un paso temeroso. Le fallan un poco las piernas.
– ¿Tú qué crees?
– Pensaba que eras tú la que siempre terminaba como una cuba. ¿Cómo lo has conseguido?
– ¿Qué…? – Utahime se muerde la lengua y cuenta hasta diez. - Mira, si vas a ayudarme, vale; si no: quítate de mi camino.
A través de la cortina del pelo que le cae sobre los ojos, Utahime ve que Satoru duda unos instantes, analizando la escena que tiene delante. Hace una mueca de asco cuando ve la piscina de vomito que hay a sus pies pero no añade ningún comentario malicioso al respecto. Luego se queda un par de segundos ahí, ajustándose de nuevo gafas sobre la nariz antes antes de acercarse y poner el otro brazo de Shoko sobre su nuca. Intentan avanzar unos pasos así, pero la diferencia de altura hace que tropiecen y a mitad de recorrido Gojo opta por cogerla entre sus brazos, y llevarla él solo al dormitorio, con Utahime siguiéndoles como un ratoncito de campo.
La habitación sigue tal y como la recordaba del tiempo: ordenada y austera. Hay poco más que una cama y un escritorio con un par de fotos de un viaje con amigos en la nieve; y otra con su familia en una playa de Hawaii. El ficus en una esquina, un despertador digital en la mesita de noche, y en el poyete de la ventana una pecera redonda con un pececito naranja que Utahime le regaló antes de irse, y que le alegra ver que sigue vivo y contento.
Tras ella, Gojo se mueve entre los muebles con cuidado de no tirar nada, el cuerpecito de Shoko apretado entre sus brazos antes de dejarlo con cuidado encima de la cama bajo la mirada atenta de Utahime, que abre la ventana para que el ambiente se refresque y se apresura a desabotonar el uniforme con dedos rápidos. Se detiene poco antes de llegar al borde del sujetador.
— ¿Vas a quedarte mirando? – Gojo da un paso hacia atrás. – No creo que a Shoko le guste que…
– Ya me voy.
La puerta se cierra con un clic y Utahime espera un poco antes de continuar desvistiéndola. Chaqueta, camiseta, falda: lo que huele a vómito o tiene una consistencia de sudor pegajoso se marcha. Se lo va quitando todo hasta que la deja en ropa interior y tira las prendas manchadas en el cubo de la ropa sucia y antes dedejarle una botella de agua y unas aspirinas junto a la cama, le limpia la cara una última vez con la toalla húmeda. Mañana Shoko se levantará con una resaca espantosa, el corazón igual de roto que hoy y Utahime no podrá estar ahí para acompañarla. Ya habrá llegado a Kyoto, una misión nueva; otro día más de maldiciones y política, huesos rotos y manchas de sangre; y muy poco tiempo para darle al corazón un respiro.
El calor sigue ahí cuando sale, ahora animado por un coro de grillos, y no sabe por qué, pero le sorprende ver a Satoru esperando; apoyado sobre la barandilla con las manos en los bolsillos.
– Gracias por echarme una mano.
Gojo se encoge de hombros.
– Shoko va a estar hecha una mierda mañana. Nunca la había visto así.
– Ha sido mi culpa, tendría que haberle dicho que parara antes. – Gojo la mira dándole la razón y Utahime suspira. – Oye, mi tren no sale hasta las 8. ¿Sabes si hay alguna habitación libre? Solo necesito un futón y una…
– Las dos de la entrada. Justo al lado de la de Sug…
El nombre se queda medio muerto en los labios, justo en el precipicio de lo inusual y Utahime maldice su falta de delicadeza. Una de las otras habitaciones, se da cuenta, debía de pertenecer a Yuu Haibara, el chico que murió hace unos meses. El pecho se le llena de remondimientos y mira a Gojo, que arrastra una seriedad ancestral. Casi pueden verse a simple vista las grietas en sus cárcasa, cómo el dolor va colándose entre ellas. Es sólo un niño, piensa. Un niño en pleno duelo, sin referentes, ni apoyos, ni nada. Geto era su brújula moral y sin él, le falta un trozo de sí mismo. Ella también estuvo ahí hace tiempo, con otro nombres y otras personas, pero era el mismo momento de lucidez lacerante en que te das cuenta de que no volverás a ver a determinada persona y nada, da igual lo que pase, da igual cuánto te esfuerces, volverá a ser como antes.
– Lo siento. - Dice - Siento todo lo que ha pasado. Lo de Geto y lo que… lo que te han pedido hacerle. No tienen ningún derecho a esperar eso de ti.
Utahime no lo dice para darle consuelo, sino porque realmente lo cree. Porque hay líneas rojas que no se deben respetar, y porque aunque no lo crea ni ella misma, se preocupa por el bienestar de su kouhai por muy nerviosa que le ponga.
– Al contrario - suena hoy tan. Un chico de 17 años que podría tener 70. - Tienen todo el derecho del mundo. Es así como funciona, ¿no? Ellos mandan y si no sale bien ya vendrá otro jovencito a servir de carne de cañón.
– Gojo, entiendo como te sientes pero…
– ¿Lo haces? - suena sarcástico, y Utahime empieza a lamentar haber cedido a la compasión.
– Sabes perfectamente que sí. - Salta con firmeza. - Pero no sirve de nada estar aquí, lamentándose sin hacer nada.
– ¿Y qué hago? Lo que quiero es matar a todos y a cada uno de los mandamases de mierda, Utahime. ¿Me estás animando a que vaya a por eso?
Utahime se queda callada, de nuevo en sintonía con los sentimientos con Satoru. ¿Cuántas veces había soñado con eliminarnos uno a uno? ¿Cuántas veces había deseado hacerles sesntir el mismo dolor que sentía ella, la misma desesperación que le robaba los días? Durante aquellos meses en que la rabia y el duelo le hicieron pozos de arsénico en las vertebras, pasó mucho tiempo pensando en cómo eliminarlos uno a uno; en cómo hacerles sentir el mismo dolor que sentía ella, arrojarles también a su pozo de desesperación. Ideó planes, pensó estrategias, sólo para darse cuenta de que era demasiado débil y estaba demasiado solo como para poder cambiar algo. Pero Satoru Gojo, Satoru Gojo entre todas las personas del mundo, sí que puede hacerlo.
– Eso sería un plan bastante mediocre, Gojo. - Camina hasta él, echándose el pelo para atrás hasta que prácticamente choca con su cuerpo y mira hacia arriba. Habla en susurros. - Dos semana después ya tendrían sustitutos. Hay que ser más ambicioso.
Gojo la escanea desde arriba, con las gafas en la punta de la nariz y los ojos de ese azul cinemático asomándose tras las pestañas blancas. Siente su calor y su respiración, y su olor, de repente se da cuenta de que es la primera vez en su vida que está tan cera de él sin el infinito activado.
– ¿Está la siempre correcta, siempre perfecta, la niña de los ojos de los profesores, instigándome a que inicie una revolución? - es como arrastra las palabras; es como hace que dude de ella mismo; es todo eso lo que hace que le cueste tanto soportarlo - ¿Mm? Podría hacerlo solo, pero entonces nadie me seguiría. ¿Y quién serían mis aliados? Yo sería el general sin duda, pero necesito soldados. Un comandante. Un capitán. Ey, podríamos ser el Coronel Mustang y su leal sargento Hawkeye. ¿Qué dices, Utahime?, ¿arriesgaría el pajarito cantor de Gakunjagi su prestigio inmaculado por mí?
Utahime le sostiene la mirada y contiene la respiración, intentando que en su cara no se vean sus emociones.
– No puedes considerar a la gente siempre como tus peones.
Gojo se ríe, y Utahime reconoce la risa cruel que anticipa la burla. Da un paso hacia atrás, arrepentida de todas sus palabras.
– Casi todos sois débiles, no valdríais para mucho más.
Le revuelve el estómago todo ese engreimiento e intenta controlarlo para no estallar a gritos como le pasa siempre. Gojo le sonríe frío como la luna, y Utahime piensa en la sonrisa de Yasu que nunca más volverá a escuchar; y en los labios de Ren que a penas le dio tiempo a besar.
– Fuertes o débiles, a las dos partes nos duele ver cómo matan a nuestros compañeros. Tu dolor no tiene nada de excepcional. Así que si quieres estar aquí lloriqueando, adelante. No puede importarme menos. El gran Gojo Satoru se la puede apañar como le de la gana.
Qué tonta ha sido creyendo que podía conectar con él estando vulnerable. Sigue siendo un cretino insensible. Camina a toda velocidad hacia una de las habitación que le ha indicado y oye a Gojo tras de ella: " ey, Utahime, no te pongas así, ¡no es para tanto!".
Pero para entonces ya ha cerrado la puerta, echado el pestillo y se acuesta en el futón polvoriento quitándose las lágrimas.
