The boy who was nothing and The kinslayer
I
Poet
A Harwing Strong lo habían apodado El quebrantahuesos. El olor a sal y la voracidad de las olas atentando sobre las escamas de piedra en las laderas y los torreones de Rocadragón llenaron su oído con gran solidez, meciéndolo en medio de recuerdos calurosos y sofocantes.
Harwing Strong, Harwing Strong, Harwing Strong. El nombre era arrastrado por su memoria como las conchas eran arrastradas por las olas desde dentro, y desembocaba el pensamiento en la superficie con violencia. Arribaba a su memoria traicionera un hombre preciado a todas horas, en los espejos, o en el reflejo de las aguas, hasta cuando sorprendía a los hombres de la corte repudiándolos en secreto. Y se sentía traicionar la memoria de su padre cuando atinaba a comparar su sangre con la de los primeros hombres, y los decretos de su abuelo, Viserys Targaryen, cuando proclamaba que le cortaría la lengua a todo aquel que se atreviese a insultar su nombre.
Había temblado cuando Vaemond Velaryon lo llamó por su estirpe frente a toda la corte: un hijo ilegitimo, un Strong, un verdadero bastardo. Lucerys no sabía si debía llevar el apellido Rivers, en tal caso; lo que si sabía era que el escozor del rechazo le colmaba poco a poco el corazón hirviente del deseo de abandonarlo todo por no sentirse merecedor de nada.
Lo apodaron El quebrantahuesos, una vez más contuvo su nombre en la lengua queda, silenciada por los labios endebles, en aquel lugar tan tranquilo cercano a la rivera, y en compañía de Arrax, donde pronunciar el apellido de aquel hombre no sería objeto de deshonra para su madre, a quien habían llamado una puta, y por quien tuvo la valía de sujetar el mango del cuchillo atado a la cadera, abandonando las vacilaciones antes de mirar cómo Daemon le arrancaba de un tajo la mitad de la cabeza a Vaemond Velaryon.
Cuando niño, Lucerys solía sentirse cobijado cerca de las alas de Arrax mientras las olas suaves intentaban alcanzarle los pies. Como un chiquillo, corría y saltaba, huyendo de la marea en un acto infantil, en busca de las pequeñas alas membranosas de su dragón, lo suficientemente amplias para hacerse espacio debajo de ellas. Desde entonces, la marea lo había perseguido junto con todo lo que implicaba saltar del agua a la arena, y de la arena al agua.
Sabía que no merecía el mar, porque su sangre no tenía ni una gota de agua de sal, como la de su abuelo, La serpiente Marina, o la de su padre, Laenor Velaryon, aquel cariñoso hombre que aunque ausente, lo había criado. Lucerys nunca se había sentido pertenecer al mar; no había ni una pizca de agua en su ser. Era el lord bastardo Strong, un Rivers más, una semilla de dragón intentando germinar, ahogada por la mar.
Luke hundió y escarbó con la mirada, la marea. Arrax había crecido, lo hacía de forma exponencial con cada onomástico. Había pasado de ser una pequeña serpiente para convertirse en un dragoncillo joven y larguirucho con los músculos saltados. Le gustaba la idea de que había alguien a quien pertenecer. Era ahí, sobre su lomo y su montura donde Luke se sentía parte del mundo. Aunque unidos desde la cuna, se sentía cada vez menos protegido entre sus alas blancas y perladas. Tomó un puñado de arena y jugó con ella entre los dedos mientras las olas se escabullían en los recovecos empedrados, arrastrándose hacía él los quebradizos vestigios de las aguas a la orilla de la playa. Arrax, por su parte, permaneció reposando a su lado sin afán de alcanzar alguna de aquellas gaviotas que vagaban tontamente a sus costados.
—Ojalá pudiera ser tú— le susurró sin despegar la mirada de la costa. Arrax reparó en él sin gran afán y luego dirigió su mirada de basilisco a la gaviota que le estiraba las escamas sin éxito—. No tendría que preocuparme por volverme el gran señor de Driftmark que todos esperan, o ser el bastardo de un Strong.
Las olas sisearon cuando encajaron sus uñas en la arena, aferrándose con languidez cuando el mar se las trago hacia dentro. Lucerys sonrió amargamente. Solo quería pertenecer al cielo y al fuego, como lo hacía Arrax o su madre, Rhaenyra Targaryen, la mujer más maravillosa, fuerte y perfecta del mundo ante los ojos de su pequeño cachorro.
—Luke.
La voz de Rhaena sonaba como las olas, endeble y pacífica. Bélica como el mar adentro. Escuchó sus ligeros pasos crujir ante los granos dorados. Lucerys se crispó cuando la miró acostumbrarse a la arena con rapidez y no temer en sentarse a su lado para hacerle compañía frente al ocaso. Rhaena era el mar hecho carne.
—¿Por qué no estas con Jacaerys? — preguntó, trémula, esbozando una sonrisa de comprensión más allá de saber si iba a necesitarla o no. La miró, soltando la arena en un torpe movimiento para luego dejar que su mirada fuera tragada por el horizonte. Se tornó apesadumbrado cuando la escuchó preguntarle sobre prácticas de espada con su hermano se habían tornado más pesadas después de que Aegon usurpara el trono y el bando de los negros iniciara la batalla diplomática. Jace se había vuelto aun más duro de lo usual.
—Luke…— la calidez que Rhaena le transmitió con solo colocar su mano en su hombro fue contundente. A Lucerys no le quedó más remedio que responder, plagado del cariño.
—Necesitaba respirar, solo eso. ¿Jacaerys mencionó algo?
—Estuvo buscándote toda la tarde. Fue a todas las atalayas, te buscó con el Maestre Geraydis y cuando se dio cuenta de que Arrax no estaba, se preocupó.
Resopló plausible, sacar a Arrax no había sido la tarea más sencilla, su dragón era joven y solía desobedecer de vez en cuando. Le había pedido que guardase silencio, pero Arrax había chillado casi tan fuerte como para llamar la atención de los guardias.
—Jace esta diferente. Todos lo estamos— su voz encerró un anhelo y tanta añoranza que Rhaena desdibujó su sonrisa. Ella también lo había resentido.
—Es el heredero al trono de hierro. Es la posición que debe tomar, después de todo—Lucerys la escuchó con cuidado, conteniendo las ganas de hacerse de los finos granos del polvo marino entre sus manos para calmar su corazón—. Todo está cambiando, Luke. Debo ser la compañera que necesitas para que tu madre, la reina legitima, recupere lo que es suyo por derecho.
Esta vez fue Rhaena quien sumergió la mirada lila en el arrebol, embelesados sus ojos de tintes naranjas y amarillos. El sol se estaba escondiendo. A Lucerys le dio un vuelco el estomago entero, de adentro hacia afuera. El deber y el honor los habían llevado hasta ahí. Las personas que se suponía que eran, cubiertas por las carcasas y las corazas de la rectitud, el orgullo y la nobleza, nunca les permitirían asomarse apenas.
—No quiero que seas mi compañera porque tienes que hacerlo, Rhaena—Luke había deseado abordar el tema desde hace dos lunas—. No tienes que hacerlo. Llevas la sangre dragón, eres implacable como Daemon, Madre, y Rhaenys.
—Quiero ser tu compañera, Lucerys— Rhaena era como la mar, pensaba. Su mano, aferrada a la arena, recibió la palma de su mano encima, y un calor le recorrió el pecho. Se volvió hacía ella y su mirada verde salto de sus ojos lilas al dorado granular. Había inseguridad en ello. Una media sonrisa apenas se le asomó y se permitió sentir la calidez de la piel de Rhaena, su mejor amiga.
—Debemos volver. Arrax, vamos— ambos muchachos se levantaron del suelo arenoso. Luke acarició el cuello de su dragón, o dragona, Luke no lo sabía a ciencia cierta, pero tenía sus sospechas. Arrax se incorporó sobre sus patas y tras su pedimento invitó a Rhaena a su montura.
. . .
Te visitaré cuando pueda.
Los costales sufrieron daños irreparables ante el filo de su espada. La madera crujió y las astillas salieron desperdigas por todos lados. Estaba hecho una furia, los sucesos anteriores no habían hecho más que amoldar su espíritu, como el guerrero noble que Jacaerys intentaba entallar.
Voy a volver, cuando nos volvamos a ver no seré más que un extraño.
Sus movimientos perdieron mesura cuando la voz de Harwing Strong reverberó en su cabeza. Gritó, sujetando la empuñadura de la espada con ambas manos y torciendo un mal movimiento ante el maniquí de entrenamiento. Respiró con pesadez mientras sostenía la espada al frente. Era lo único que poseía de él. Un pedazo de metal, no de acero valyrio, solo una fuerte fracción de hierro labrada en fugo.
—Jace…—la vocecilla de su hermano en la habitación logró sacarlo del laberinto de emociones que lo avecinaba. La espada plateada oscura, brusca y pesada, hecha para un hombre tosco y fuerte, cuya empuñadura áspera le había sacado ampollas, le había hecho sangrar la palma.
Jacaerys había estado buscando a Luke apenas se asomó el sol. La guerra civil era una promesa día con día, y no deseaba ver a su hermano morir en el campo de batalla. Necesitaba forjarlo, como Daemon lo forjaba a él. Lucerys debía deshacerse de cualquier atisbo de inseguridad que Jacaerys alcanzaba a vislumbrar, sin esfuerzo. Así se forjaban las espadas, a la fragua, en medio del calor de las ominentes llamas azules. Pero a Lucerys le afectaba más que a nadie ese fuego, no se había dado cuenta de que era un dragón.
—¿Dónde estabas?— le inquirió sin volverse a él. La hoja afilada atestiguó su severidad contra el costal de arena clavado en las tablas.
—No importa, hermano.
Lucerys luchó por mantener sus pies bien sujetos al suelo, intentando no mirar a Jacaerys, quien detuvo el manejo de la espada de Harwing y se acercó a él violentamente, sujetándole de ambos hombros.
—Importa, Lucerys. Claro que importa.
El niño sintió las manos firmes de su hermano apretar sus hombros, cargados los apretujos de dureza y exigencia. Sus ojos y el rostro tensado frente a Lucerys respirándole de cerca le hizo sentir mal consigo mismo. Que no había nada de fortaleza en su ser. Dejó caer los parpados y frunció apenas los labios cuando Jacerys lo soltó. Un sonido metálico le hizo devolver la vista al frente.
—Tomala.
Le ordenó como el futuro rey que sería; había solemnidad en su ser. Lucerys se estremeció cuando reparó en la espada que le extendía.
—Era su espada, hermano. Tómala.
Su espada.
Había estado a punto de regatear, que no estaba de ánimos, cualquier cosa para evitar luchar en aquel momento. De pronto sus manos se movieron por si solas, aquella arma pesada que apenas podía empuñar le daba la suficiente fuerza para continuar. Jacaerys tomó una espada de la mesa, y se colocó en posición de batalla.
—Tienes que acostumbrarte a usar armas pesadas como esta. Forjada en Harrenhall. De la casa Strong.
Lucerys tragó duro, casi se rompe la muñeca al intentar sujetar la espada con una sola mano. Esa tarde practicó con su hermano, hasta que se lesionó ligeramente la muñeca. Le era difícil manipular tal arma, mientras que, a sus ojos, Jacaerys era capaz de velarla con facilidad. No se había dado cuenta de las ampollas abiertas en las manos de su hermano.
Y Lucerys lo recordaría y lo llevaría en su corazón como una de las ultimas veces que compartió la sala de entrenamiento con su hermano, Jacaerys.
II
Soldier
Lucerys Targaryen peleó contra su propia respiración. Casi sentía que estaba obligando a sus pulmones a respirar. La visión regresó a sus ojos poco a poco, entregándole primero una visión doble del mundo, hasta que poco a poco se centró. Seguía borrosa, como las bocanadas de aire que exhalaba a un ritmo frenético.
El olor a sangre, humo y carne impregnaba su olfato. Lo asqueaba. Detrás de él, aún podía escuchar las escamas de Arrax arder. La dragona que había sido su compañera de cuna se había ido junto con las personas que más había amado. Pero aún quedaba aquello: la esperanza. Había ocultado la nidada de su dragona perlada en la colina de Aegon, justo antes de haber iniciado la batalla.
Su madre acababa de ser asesinada por su tío, Aemond, quien le había cortado el cuello antes de que Aegon pidiera a Sunfyer que se la tragara entera. La última vez que vio a Daemon, se estaba enfrentando a Criston Cole en la sala del trono. Había perdido a su dragón, y Cregan peleaba en las puertas de Desembarco del Rey. Nadie podía ayudarlo en ese momento. Estaba solo. ¿Realmente este era su final?
Se permitió estabilizar su respiración. Tomó el pomo de su espada. Había pertenecido a Sir Harwin Strong. Hasta hace un par de años, luego de la muerte de Jace, logró empuñarla. Era más pesada de lo que le hubiera gustado. Todo se había vuelto bastante más pesado los últimos meses.
Logró alzarse, recargando todo su peso sobre la espada. Sentía que las piernas no le funcionaban, que estas colapsarían en cualquier momento, pero lograron mantener su peso, y su gravedad.
Su visión terminó de enfocarse, y delante de él, en lo más alto de los muros de la fortaleza roja, su tío, Aemond Targaryen, se alzaba de los escombros. Parecía estar igual de malherido que él. Se levantó en conjunto con un sonoro grito de dolor. Luego alcanzó a ver como este volteaba, para ver el cadáver de su dragona, Vaghar, que aplastaba la torre, reduciéndola a un montón de ladrillos.
Parecía estar sorprendido de ello. Vaghar había muerto. Arrax lo había logrado, aunque ambos dragones hubieran caído del cielo, junto a sus jinetes. Algo dentro de Lucerys había muerto de igual manera. Había perdido demasiadas cosas en esa batalla, y no sabía si valía la pena lamentarse por ellas en ese momento. Su dragona - más pequeña y joven que Vhagar, dragona experimentada de Visenya Targaryen-, la había vencido. Es ahí donde estaba el honor y el valor de Lucerys.
Apretó su espada con fuerza.
—¿Es esto lo qué querías, joven príncipe, Lucerys Strong?—La voz de Aemond sonaba aún más retorcida que de costumbre, aún más oscura que aquella vez que lo cazó en las afueras de Bastión de las Tormentas—.Tú me quitaste el ojo. Le quité el dragón a tu prometida. Ahora ese dragón se ha ido. Así como tu madre. Así como tu hermano. Así como mis sobrinos. ¿Cuántas cosas se tienen que perder antes de que saldes tu deuda?
Las cenizas inundaron el ambiente. El aire se secó, y Lucerys sentía que su mano se quemaba por la fuerza en que sujetaba el mando de su espada. Se aferraba a ella. Aemond alzó su espada del suelo, y apuntó con ella hacia él.
Sus piernas temblaron un poco, y temió que eso fuera la constante durante la pelea que estaba a punto de tener con su tío. Pero de pronto estas dejaron de temblar. No permitió que temblaran.
—Targaryen. Llevo el apellido Targaryen desde que mataste a mi hermano. Así lo dijo mi madre, Rhaenyra Targaryen, legitima reina de los Siete Reinos. Así lo decretó tu padre – mi abuelo–, Viserys Targaryen. Y así lo proclaman los Dioses, Aemond. Soy Lucerys Targaryen, y pase lo que pase, el mundo sabrá que dos dragones pelearon aquí hoy.
Aemond pareció encontrar divertido esto. Rio. Su risa le recordaba a la de Daemon.
—Mi lord… Targaryen. Lucerys Targaryen. Excelente, si voy a morir este día, que se sepa que no fue un sucio Strong, o un maldito Velaryon.
—Podemos detener esto— le dijo Lucerys, aunque no soltó su espada en ningún momento.
—¿Detenernos? No, sobrino. Por supuesto que no, ambos hemos perdido todo este día. Te voy a matar, Lucerys Targaryen, aquí y ahora. O tú me vas a matar. Nadie más puede hacerlo, no Daemon, tampoco ese marica de Cregan. Si voy a morir, tienes que ser tú. Y si mueres, solo yo puedo darte la muerte.
—¿Por qué tiene que ser así?
—Por amor, Lucerys. Porque siempre ha sido así. Estamos unidos por algo más grande que nosotros mismos. Simplemente mi definición de amor siempre ha sido algo retorcida para los demás—Aemond se puso en posición de combate, y Lucerys lo imitó, tomando las posiciones que Harwin le había enseñado—. Ahora, déjame demostrarte todo mi amor, en este último combate, sobrino.
Aemond sonrió, y genuinamente parecía feliz. Se movió con una rapidez que no esperaba del cuerpo demacrado de su tío, y Lucerys recibió el golpe con su espada.
Detrás de ellos, sus dragones seguían ardiendo, y la ciudad estallaba en llanto y gritos de guerra.
III
King
Había matado durante la guerra. No lo había disfrutado, ciertamente. Privó de la vida a soldados francos y abanderados que se habían cruzado en su camino por recuperar a su madre y a su hermano, Joffrey, y alejarlos de una muerte dolorosa. Pero no había llorado cuando los perdió, claro que no. En cambio, contuvo todo el escozor rezumado en la garganta, junto al grito helado y un llanto exhaustivo que anhelaba salir.
Por eso se sorprendió, cuando, con su espada de baja casta, forjada en Harrenhall -no del acero valyrio, propio para asesinar a un hombre hecho de fuego y sangre-, privó de la vida a su tío, Aemond Targaryen, y había llorado.
Aemond, a su vez, lo había acribillado con su espada en el costado derecho, cómo si adrede hubiera medido su puntería. Lloraba por el dolor que sentía en el costado, lloraba por los muertos a los que no había podido proteger, y por los vivos, por los que ahora velaría. Aun le quedaba Aegon, su pequeño hermano, a quien le había cubierto los ojos cuando mataron a su madre, y Rhaena, su mejor amiga, que ahora yacía a salvo en el Valle de Arryn.
—Eres un bastardo que lleva el apellido Targaryen, de eso no hay duda, una miserable y endeble semilla de dragón— los hilos de sangre emanaron de la boca de su tío y se sujetó de la espalda de Lucerys, a punto de desplomarse—.Vaya que atreverte a matarme con esa mierda de espada, solo confirma lo que eres.
Finalmente, las rodillas les fallaron a ambos y se dejaron caer entre la fumarola de humo que el cuerpo de sus dragones manaba.
—Soy el hombre que te quitó un ojo por salvar a mi hermano, ese mismo que ahora te quita la vida, por salvar lo poco que me queda.
Aemond sonrió, era increíble que aun poseyera las suficientes fuerzas para hacerlo de esa manera socarrona y retadora, con una espada clavada cerca del pecho. Lucerys pensó en sus palabras, ¿que lo había hecho por amor?
Un recuerdo se pasó por su mente, y de pronto se miró a él mismo, a los 14 años en Bastión de las Tormentas, siendo perseguido por su tío hasta la Bahía de los Naufragios, donde lucharon hasta que perdió el conocimiento. Aemond había amenazado con ordenar a Vaghar cazar a Arrax -la que más adelante sería conocida como La de Alas Perladas-, alegando que si no era capaz de dar un ojo por un ojo, qué tal un dragón por uno, como Aemond había pagado en un inicio. Un buen precio, pensaba el príncipe Targaryen.
Lucerys se había atravesado entre Vaghar y Arrax, y Aemond detuvo a su dragona antes de que lo calcinase vivo, evitando convertirse, hasta ese momento, en un Matasangre. No le correspondía a él iniciar la guerra de ese modo, pensaba.
En el momento, reconoció su valor, y se enfrentó a él en un combate cuerpo a cuerpo, dejándolo rápidamente inconsciente. Pero Aemond fue incapaz de matarle, más allá de no querer convertirse en un matasangre, o arrebatarle un ojo. Lo abandonó ahí, en medio de la lluvia, en la costa, habiéndole propinado una gran golpiza, y cuyos ojos, que le dejó morados, tardaron en sanarle propiamente después de un mes entero.
Lucerys había pensado que ese era el final para ambos, que habría tregua entre ellos, e incluso pensó que de no ser por la guerra, Aemond y él podrían haberse llevado bien.
Hasta que mató a Jacaerys y los dragones danzaron.
—¿Sabes por qué los maté? Por qué maté a tu estúpido hermano, ese mismo qué protegiste de mi al momento de arrebatarme mi vista, y a la puta de tu madre, que no permitió que pagaras como era debido.
En el suelo, la armadura de Lucerys se llenaba de sangre y el costado herido le impedía respirar fácilmente. Escuchó a su tío, quien desplomado a su lado, se negaba a desprenderse de la vida.
—No tenía porque haber sido así, todo podría haber sido diferente, Aemond—, se detuvo a respirar, la vista le estaba fallando debido a la pérdida de sangre.
—Calla, sobrino— siseó, empeñándose en respirar con calma—, y déjame irme cómo es debido— su único ojo se perdió en el cielo nublado. No llevaba su parche—. Siempre has sido el único en merecer esto de mí, cómo podría haber desperdiciado mi amor con ellos.
Y su ojo violeta junto al zafiro incrustado en la cuenca vacua se perdieron en el cielo nublado, para siempre. La sonrisa se le quedó formada apenas en el rostro, sólo vestigios, era lo único que quedaba de Aemond "Un Ojo" Targaryen.
Una risa azotó a Lucerys cuando la respiración de Aemond se borró del mundo. Calmada en un inicio, luego, estrepitosa. Llena de la locura del momento. Sonrió al cielo.
¿Cómo que lo había amado?
Una risa que se convirtió en llanto. Con el mismo estrepito.
Y entonces Desembarco del Rey escuchó al Rey Lucerys Targaryen, Primero de su nombre, llorar por primera vez en la guerra a la par que el cielo se despedazaba en una tormenta. Una batalla que fue conocida más adelante como: Batalla por el llanto del Rey.
Se acordó de cuando le dijo a su abuelo, la serpiente marina, que no quería Marcaderiva, porque de tenerla, significaría que todos estarían muertos.
