Consuelo
Cuando experimentó los espasmos de placer vacío y absurdo dentro de las entrañas tiernas que habían accedido con tanta generosidad a albergar su humanidad, Afrodita se preguntó si existía acaso un pecado más grande que el de amar a un dios sin amor.
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Jamás había sentido los labios tan insulsos; las manos, tan ariscas a nuevas caricias; los ojos, ansiosos por concentrarse en cualquier parte menos en la muchacha que parecía buscar su contacto visual con desesperación. Una punzada de culpa se le alojó en el pecho, tan diminuta que fue perfectamente capaz de ignorarla en cuanto las puertas de la habitación se abrieron para dejar entrar a la tercera pieza de su intrincado rompecabezas. Justo a tiempo. Su invitado era tan puntual que por poco logró causarle una sonrisa de admiración. Pero nadie sonreía. No esa noche.
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El silencio, la incredulidad, el horror cayeron sobre las tres criaturas como saetas fulminantes. La joven intentó con desesperación usar las sábanas para cubrirse, pero no existía materia en el mundo capaz de ocultar su vergüenza. Afrodita, en cambio, se levantó para sentarse al borde de la cama, sin pudor alguno al enseñar el cuerpo por igual moldeado por la delicadeza innata y el extenso y riguroso entrenamiento. Saga, apostado en la entrada, no se había movido ni un milímetro, como si la escena dentro del dormitorio lo hubiera vuelto víctima de alguna especie de embrujo. El espanto suspendido en su rostro desconcertó al caballero de Piscis, acostumbrado a verlo siempre tan centrado, confiado, por lo que se vio en la obligación de decir alguna palabra que rompiera su parálisis.
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—Hace tiempo dijiste que me amabas… Pero luego la amaste a ella. Ahora puedes ver claramente que Athena no te ama.
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En el sutil gesto orgulloso del hermoso hombre sobre la cama, no existían vestigios de remordimiento. Más bien se veía como un niño a la espera de una merecida felicitación por su buen comportamiento, una caricia, y hasta un "gracias". Así lo había concebido en su mente, y desde entonces no hubo momento en que no se mordiera los labios planeando minuciosamente su acto.
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No era venganza. Era justicia.
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Las palabras parecieron surtir efecto y causar alguna reacción en Saga, quien endureció su expresión a la vez que comenzó a avanzar en dirección a los dos escandalosos amantes para tomar en brazos a la pequeña diosa envuelta en la sábana, que pretendía hacerse más minúscula con la esperanza de desaparecer en la blandura del colchón. Para Afrodita no dedicó ninguna mirada. Solo cuando estuvo de espaldas a él, enfrentado a la puerta, le habló.
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—Si antes había dejado de amarte, ahora te ganaste mi desprecio.
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Tras verlo partir, incapaz hasta entonces de responder, Afrodita se llevó una mano al pecho y ahogó un grito tan desgarrador que hizo vibrar los cimientos de las Doce Casas. Allí moría su corazón. Sin embargo, mientras sus lágrimas iban empapando las sábanas aún tibias del horrendo pecado y la almohada amortiguaba sus gemidos, sintió la caricia de un último consuelo: el del odio que había reemplazado a la insoportable indiferencia.
