Oasis

Tras una semana de entrenamiento arduo y trabajo sin pausa, la cuarta casa del Santuario invita a la relajación como un breve y necesario oasis. El guardián de Capricornio acepta la propuesta habitual y, ya en el sofá, realiza movimientos rotatorios de su hombro derecho para aliviar las tensiones propias de un uso sobrado de Excalibur. El del último templo inspecciona la mesa generosa y termina escogiendo un trozo de chocolate que endulza su paladar después de tantas rosas mortales besadas por sus bellos labios. El anfitrión prefiere ahorrarse cualquier preámbulo e ir directo al grano: una cerveza fría, tan dorada como su armadura, llena su vaso casi hasta el borde, coronada por una capa gruesa de espuma blanca. Los otros dos lo siguen en el placer de la bebida aunque prefieren iniciarse con la botella de chardonnay; fría, también.

La amistad de años rápidamente da pie a conversaciones banales, como si en ese rato quisieran apelar al privilegio de olvidar que sus futuras batallas tendrán la potestad de decidir el destino del mundo. Dejan los secretos y conspiraciones puertas afuera mientras sus copas se vacían y se vuelven a llenar; las risas se contagian, se triplican, ahuyentan los vestigios del cansancio.

Afrodita es el primero en trasladarse. Rodea la pequeña mesa ratona para ubicarse al otro extremo del sillón, donde con solo inclinarse a un lado puede alcanzar a su compañero más reservado. Shura apenas se inmuta cuando en silencio le abre el botón y baja el cierre de sus pantalones. La mano de dedos finos y uñas largas y esmaltadas busca en el interior de la ropa, palpa la piel tibia, la textura algo áspera de los vellos, expone la carne todavía blanda. Al agacharse, la boca de Afrodita prueba un sabor muy distinto al del chocolate, aunque tanto o más grato. Comienza con sutiles lamidas que estimulan la punta del glande que asoma del prepucio. Luego, a medida que el objeto de su interés comienza a adquirir firmeza, desciende en dirección a la base dejando un camino de brillante saliva.

La charla despreocupada de los otros dos hombres se eleva con naturalidad por sobre los sonidos húmedos, sensuales. Cuando la cabeza de Piscis empieza a subir y bajar a un ritmo moderado, ni apresurado ni demasiado lento, Capricornio reclina todo su peso sobre el respaldo mullido y extiende los brazos a los lados acompañado de un suspiro sibilante.

DeathMask machaca con los dientes la cáscara de un pistacho. Mientras se dedica hábilmente a separar los trozos duros de la apetecible semilla, desliza una mano por el trasero tentador que hasta entonces solo había apreciado con la vista. Afrodita se estremece ante el contacto, pero no detiene más que por un fugaz instante su labor oral. La hombría de Shura, ya completamente erguida, se desliza con soltura por su cavidad bucal, entra en su garganta, le causa una sensación exquisita de ahogo. La mano del caballero del cangrejo hurga entonces en el surco entre ambas nalgas acariciando con ímpetu, apretujando la carnosidad prominente de la entrepierna. La yema del dedo medio presiona juguetonamente sobre el punto donde adivina el pequeño orificio, lo que al fin provoca un gemido sofocado en Piscis.

No existe prisa durante aquella tarde calurosa en Atenas. El lazo amarrado a la cintura delgada de Afrodita se afloja. Los pantalones se deslizan hasta la mitad de los muslos. La camisa liviana todavía cubre sus glúteos pero DeathMask se encarga de levantarla hasta su espalda inclinada hacia adelante y a un lado. Acaricia su delicado talle, dibuja las vértebras que sobresalen en la línea media, pellizca con un dejo de malicia los pezones duros. Le empuja la nuca hacia abajo tan solo para oírlo atragantarse más de Shura.

Al fin escupe la cáscara vacía del pistacho y con la boca libre alardea acerca de la última alma desgraciada con la que ha adornado su casa junto con los demás rostros. Aprovecha para ensalivarse el dedo que dirige nuevamente hacia Afrodita. Se complace de encontrar piel en lugar de tela. Mueve rápidamente el dedo a la vez que empuja, insertándolo poco a poco, sin apuro. Llega hasta la mitad de la falange; sale y vuelve a entrar. Ahora son dos dedos. Afrodita jadea. Saca la virilidad dura de su boca y lame con el dorso de la lengua las gotas de líquido preseminal que brotan de la uretra. Presiona el tronco grueso como queriendo exprimir.

Mientras Shura asiente y escucha con atención la hazaña de su compañero, da golpecitos con el glande enrojecido sobre los labios hambrientos. Luego mete el pulgar por la comisura, jala la mejilla desde dentro para abrir y vuelve a entrar con toda su longitud hasta que la frente de Afrodita topa con su abdomen. DeathMask se lamenta por la visión limitada que le ofrece su butaca. Igual insiste con el erótico masaje, añadiendo pequeñas dosis de saliva de tanto en tanto para mantener sus dedos bien empapados. No los retira hasta no percibir que se encuentra aceptablemente laxo. Entonces ya no demuestra tanta paciencia al bajarse las prendas inferiores. Está hinchado, palpitante, adolorido. Su verga inflamada de sangre se erige hacia arriba hasta torcerse para un lado por su propio peso. Apartar la ropa que lo aprisionaba constituyó un alivio ligero pero insuficiente. Por eso hace que Afrodita levante el culo y se acomoda debajo de él para sentarlo en su regazo. Le da una palmada sobre la nalga blanca en señal de que no le convence mucho la posición. Afrodita gruñe, amordazado con carne caliente y húmeda, pero entiende la indicación silenciosa y se toma un momento para acomodarse mejor.

DeathMask busca un sobre de lubricante en el bolsillo de sus pantalones bajos. Abre el paquetito y deja que la gota espesa caiga sobre el falo deseoso. Reserva otro poco para embarrarlo en el orificio que acaba de dilatar con esmero. Seguidamente sujeta la base, vuelve a levantar a Afrodita y apoya la punta en el lugar y ángulo correctos. Afrodita no espera. Se sienta lentamente dejando que DeathMask entre en él, resbalando gracias al lubricante, a la preparación previa, a las ganas excesivas. No se detiene hasta que sus glúteos se apoyan en los muslos de su compañero y lo siente en lo más hondo. El sudor perla su piel de porcelana en cuanto ambos miembros se mueven en su interior; uno, en su boca; el otro, en sus entrañas.

Los jadeos se van convirtiendo en gemidos aislados, tanto de unos como de otros, pero aun así el encuentro continúa caracterizado por una extraña calma apaciguadora. Los movimientos son lentos, cadenciosos, en respeto de cierta armonía. Shura deja la copa de chardonnay sobre la mesa y peina con cuidado los largos mechones aguamarina en una coleta, lo que hace pensar a Afrodita que se encuentra cerca del clímax así que el hermoso joven succiona con mayor afán, produciendo sonidos obscenos que ahora sí compiten con la conversación acerca de si la mejor cepa de vinos es española o italiana. Las caderas de Capricornio se mueven por reflejo, exigen mayor profundidad en la garganta apretada, presionan los testículos contra el mentón chorreante, hasta que el orgasmo portentoso interrumpe momentáneamente toda discusión acerca de alcohol y nacionalidades. El semen caliente irrumpe con violencia en la boca experta de Afrodita, chorro tras chorro. Shura se tensa durante los numerosos espasmos. Luego, presa de la agitación, se abandona al alivio y deja colgar la cabeza hacia atrás.

Con la boca ya liberada, Afrodita escupe un poco de líquido blancuzco sobre su mano para llevarlo a su propia erección. La palma se desliza de forma placentera, otorgando una sensación resbalosa. Pero DeathMask no le da mucha tregua. Pasando un brazo por delante de su pecho lo hace sentarse erguido y le devora los labios, succiona su lengua, lame desenfrenado el interior de su cavidad sin que parezca molestarle el sabor salado del éxtasis ajeno.

Mientras Shura busca una servilleta de papel para limpiarse, Afrodita se pone de pie y termina de desnudarse para aliviar el calor. O quizás es el deseo de sentir más sin el estorbo de la ropa. Se vuelve a sentar, esta vez de frente a DeathMask, dejándose penetrar rápido para cabalgarlo con desespero. Cáncer le sostiene el culo clavando los dedos en la carne turgente, marcando un ritmo más presuroso. Satisfecho tras el orgasmo, Shura vuelve a llenar su copa mientras ignora a la pareja enardecida y los gemidos escandalosos que colman el ambiente. Afrodita se masturba con premura aprovechando los fluidos con los que embadurnó su miembro, pero DeathMask le pone la mano encima y lo lleva a su propia velocidad. Las uñas largas rasguñan el pecho fuerte. La hombría furiosa se clava en el punto justo para hacerlo vibrar y enloquecer en cada embestida. Lo lleva a gritar su nombre y también el de su compañero, aunque este ya perdió notable interés en el acto. Comenzaba a sonar cada golpe de piel contra piel cuando ambos estallan, casi al unísono.

Les cuesta recuperar el aire, como en los albores de su entrenamiento. Afrodita reposa sobre el hombro ajeno mientras DeathMask mantiene los ojos cerrados, la boca entreabierta. Algunos minutos después separan sus cuerpos con pereza. El sexo de Cáncer cae flácido sobre su propio abdomen; algunas gotas de esperma escapan como blancos ribetes por los muslos de Afrodita. Aceptan agradecidos las servilletas que Shura les ofrece. El más hermoso de los presentes se acomoda el cabello revuelto con los dedos. Revisa el interior de su pequeño bolso para aplicarse color en los labios irritados, algo inflamados. El anfitrión se acomoda los pantalones antes de ir por otra cerveza fría.