A THOUSAND KISSES DEEP

PARTE I

Confined to sex, we pressed against

the limits of the sea

I saw there were no oceans left

for scavengers like me

L. Cohen.

1

Despertaba y corría a apuntar los sueños de la noche con el temor de olvidarlos en el paso de una acción a otra. Se volatilizaban y la imaginación falseaba todo. ¡De qué materia tan delicada estaban hechos! Su esperanza de vida se reducía a las páginas pautadas de una libreta. Mikasa llevaba dos años con aquel asunto. Tenía pesadillas dos veces al mes, siempre en la última semana. ¿Se debía al miedo económico? Nunca se repetían y no podía controlarlas o alterarlas, a diferencia de las visiones blancas. El experimento fue complicado en sus inicios. Cuando se iba a la cama y trataba de dormir apropiadamente, de mantener una llama de consciencia en el inconsciente del sueño, notaba al cabo que se caía, sí, que volcaba y se precipitaba hacia un boquete insospechado, así que abría los ojos y pasaba la noche en vela. Le costó meses entender que aquella era la puerta hacia lo onírico.

En sus ratos como onironauta —si es que podemos hablar de tiempo donde ni siquiera hay espacio— poco o nada había descubierto. El repertorio era extenso y resaltaba una nota común. Una nota siniestra. Lo escribía al final de cada sueño: «Esta vez también me estaba vigilando. La mirada indiscreta». Así lo llamaba. A veces resultaba asfixiante, como si alguien siguiera sus pasos. Era un misterio, uno entre tantos al otro lado. Annie creía que estaba enloqueciendo.

—Eso no es dormir. Tú no duermes. —Se lio otro cigarro y fumó con fruición—. Dormir es otra cosa. Ya sabes, cuando todo está negro. Como no existir.

—No es así, Annie.

Pero su amiga insistía. Soñar no es real. Era pragmática y le gustaban las cosas tangibles. Por ejemplo, su brazo. Su brazo izquierdo lleno de tatuajes. Y fumar. Le hablaba con un cigarro en la boca; no había terminado con uno cuando ya estaba liando otro. Fumaba como un carretero desde que Bertolt, ese mojigato de dos metros —ella lo describía así—, decidió ponerle los cuernos con una morena. Habían pasado más de un lustro juntos, desde los veinticinco. Los sueños siempre acaban en pesadilla, dijo, y dio una calada larga y preocupante.

Mikasa miró el cenicero sobre la mesita. Estaba lleno de colillas.

—Es repugnante. Te vas a morir de un cáncer o Dios sabe qué. Es asqueroso.

—Estos son sanos. Caseros.

—Una mierda, Annie. Una mierda.

—Unos fuman, otros apuntan sus sueños. Es la parte que a cada una le toca. —Annie se apartó las greñas rubias de la cara y articuló algo parecido a una sonrisa—. Los muertos que rajo tienen mejor aspecto que yo. Mi turno empieza en media hora.

—¿Te acerco?

—No hace falta. ¿Qué más da si llego tarde? Dudo que se impacienten —Soltó una risita oscura—. Los muertos no causan problemas. Creo que a Bertolt le daba un poco de asco que le hablase de ello.

—¿De tu trabajo?

—Sí. Le dije que podía oler la muerte. Pensaba que hablaba de forma figurada… hasta que lo acompañé al hospital a ver a su padre. Y lo olí. Es muy sutil, muy, muy sutil. Tú no podrías notarlo, pero yo sí. Es la cadaverina. La percibo antes de que palmen. Me pasó con su padre. Lo noté en la nariz y, minutos después, ¡zas! Creo que eso lo asustó. No sé. Puto gilipollas. Los cadáveres tienen más vida que él. —Apagó el cigarro—. Me voy o Hitch perderá la cabeza otra vez.

Era de noche. Pasada la cena, Mikasa se sentó frente al ordenador a corregir pruebas. Tenía tanto trabajo pendiente que con seguridad vería el sol salir sin haber pegado ojo. Annie decía que aquello era igual que abrir cuerpos en canal, que hacía la autopsia a los textos. Cada uno de ellos era distinto. A quienes prescindían habitualmente de comas les atribuía un carácter despreocupado. A quienes se negaban a cerrar una oración y encadenaban subordinaba tras subordinada los consideraba infatigables. Había infinidad de perfiles, recargados, desapasionados, sentimentales… Corregía todo tipo de textos y esa era, sin duda, la gran virtud de su trabajo: infinidad de lecturas, de temas, de voces. Había dado voces a los autores que más corregía. Era capaz de imaginar todo, la dicción, el acento, la entonación, el volumen. Tenía sus favoritos, por supuesto.

Se detuvo un momento. Los libros de matemáticas eran especialmente complejos. Leyó el título de nuevo: «La aplicación del logaritmo a la computación cuántica…». No me pagan lo suficiente, pensó, y se puso manos a la obra mientras meditaba acerca de Annie y su cadaverina, de la novela que tenía escrita en la cabeza y empezaba a coger polvo, de los sueños que podría estar soñando. No, nada de logaritmos. Decidió saltar a otra cosa: «Sobre el judaísmo en la obra de Leonard Cohen: de Who by fire a You want it darker». A veces la editorial se dignaba a aceptar algún ensayo interesante. El autor era nuevo: E. Jaeger. Una nueva voz. Empezó: «Entre los judíos hubo un rey y miles de poetas pero ninguno aunó la espiritualidad la sensualidad y la crítica social con la brillantez del canadiense, Eliezer ben Nissan ha-Cohen, mas conocido como Leonard Cohen». Pasó la noche en vela, a solas con E. Jaeger y su trabajo, su excepcional trabajo: fatalmente escrito, pero rebosante de sensibilidad. Era uno de esos individuos bien dotados para la reflexión y pésimos para la traslación de esta al papel. En definitiva, como sus pacientes habituales, pero con un gusto musical exquisito.

Cohen. Su padre lo había conocido en 2010, en Nueva York, y le había firmado un libro para ella. Ahí estaba, entre tantos otros: «Flores para Hitler». Estaba dedicado:

To Mikasa,

the most beautiful flowers have the strangest names.

Había leído los poemas tantas veces que podía recitarlos de memoria, al igual que las canciones. En ese gusto yacía la especial atención dada al ensayo. Además, estaba familiarizada con el judaísmo: su padre era judío, y Levi, su único primo, también, y su tía Kuchel y toda la familia paterna, todos impíos. Ella no lo era, como su madre. Leyendo a Cohen había encontrado, en su juventud, el judaísmo para profanos que necesitaba. Un judío, un poeta, un gusto en común con su padre, al que llevaba más de año y medio sin ver. Le encantaría leer a E. Jaeger, estaba convencida, como también lo estaba de que no lo llamaría ni ahora ni nunca, pues estaba muerto para ella.

Recibió una llamada de Annie. Estoy en el bar de siempre, le dijo. Te invito. Vale, respondió, y se vistió rápida porque sabía que Annie estaba en su esquina, en la mesa descascarillada del espacio para fumadores, ahumándose, en su devastación usual tras las noches que juzgaba duras. Cuando decía «Te invito» no se refería a un café, sino a una derrota. Annie lo decía así: «Estoy derrotada». No especificada por quién era vencida. Allí la encontró cerca de las ocho.

—He rajado a tres esta noche —dijo—. Uno era un niño.

—¿Estás bien?

—No. No quiero ver más niños muertos —Intentó encender un cigarro, pero se había dejado el mechero en el trabajo—. A la mierda. Lo dejo. Si Bertolt pudo dejarme a mí, yo puedo dejar el tabaco.

—Necesitas unas vacaciones.

—Y quizá debería dejar el trabajo también.

—No, Annie. ¿Estás loca? Está claro que todavía no has superado lo de Bertolt, por eso estás así, pero todo irá bien y pronto volverás a disfrutar de todo, incluso de tu trabajo, aunque no comprendo cómo puedes disfrutar de tu trabajo.

—Tus palabras no me alivian en absoluto. Gracias.

—De nada.

—He estado pensando… —La señaló con el cigarro—. No sé nada de ti.

—¿Qué?

—Desde que ese subnormal me dejó, todo ha sido yo, yo y más yo, y no sé nada de ti. ¿Qué has estado haciendo?

—Trabajar y dormir. Apenas salgo, Annie. Mi vida es anodina. No hay nada que contar.

—¿Has sabido algo de tu padre?

—Está de gira. Solo sé que se resbaló en el escenario.

—Sería una pena que Kenny Ackerman se partiera la crisma.

—Sí, y seguramente me enteraría por las noticias.

—La familia es una mierda.

—Por eso solo la veo en Janucá.

—Me pregunto cómo se sentirá la gente que tiene una familia normal.

Ni la una ni la otra podía responder a eso. Annie llevaba sola desde los dieciséis años —su padre la abandonó cuando consideró que podía valerse por sí misma— y Mikasa era la hija ilegítima de un cantante de blues, es decir, había sido engendrada por amor al arte y traída al mundo por una groupie japonesa de Nueva York, que la amparó hasta los diez años. Un buen día, mientras hacía la colada, Kenny —su padre, pero entonces no lo sabía— apareció en casa y le dijo que a partir de ahora viviría con él. Su madre estaba sin blanca. Kenny se la llevó a Europa, a Erdia, a Shigansina, y allí la dejó con sus abuelos (que Dios los tenga en su gloria), su tía Kuchel y el hijo de esta, Levi, con quien más tiempo había pasado. Era una goy en su familia, aunque la única que pisaba la sinagoga con asiduidad era su tía. Por no pisar, su padre no pisaba ni el país: lo veía cada muerte de papa.

—¿Qué entendemos por normal?

—No me vengas con esas mierdas. Sabes perfectamente a qué me refiero y no, no hablo del papá, la mamá y el hermano. Una familia normal, ya sabes: una familia que está ahí cuando tienes un problema, que no te abandona y te deja una nota en la cocina. Todos me han abandonado, todos me han dejado. Por eso fumo como una viciosa, por eso no puedo dejarlo. Paso el día sola o rodeada de muertos. Antes, cuando estaba Bertolt, era un poco mejor. Si me llama, vuelvo con él. No me mires así.

—Eres insoportable y no permites que nadie te ayude.

—Ya.

—Aquí te quedas.

—¿Te vas?

—Claro. ¿No pretenderás que me quede aquí toda la mañana escuchando tus quejas?

—Bueno. ¿Puedo ir luego a comer a tu casa?

—Si vas a venir a lamentarte, no.

—Bueno.

De vuelta en casa, encargó comida para después y decidió seguir trabajando porque el trabajo es el pasatiempo de quienes no tienen nada más que hacer. Ella no salía. En la calle no hay nada, o al menos deja de haberlo cuando se cumple cierta edad, cuando el brillo de los antros pierde el encanto y solo provoca dolor de cabeza. Trabajar y dormir es mucho más sencillo, y se retroalimentan: cuanto más se trabajar, más ganas de dormir se tienen, y cuanto más se duerme, más descansada está una para el trabajo, y en ese ciclo había encontrado un sentido para su vida. Así iría pasando tranquilamente y sin mayores sobresaltos. Trabajar en paz hasta la hora de comer, eso es todo lo que hizo. Estuvo discutiendo ideas con E. Jaeger un buen rato; apuntaba en un cuadernillo lo que le parecía interesante, hacía adiciones o le hacía la contra. Era así desde niña: le gustaba hacer anotaciones en los libros porque, a su juicio, era como una conversación y el autor no tenía derecho a acaparar la palabra.

E. Jaeger había leído mucha poesía, se notaba: había tenido que leer a Lorca para acercarse —no tocar, porque es imposible— a Cohen, y se puede conocer perfectamente a un hombre por lo que lee. Era una pena no saber mucho más acerca de él, de un cohenista consumado.

Annie apareció a eso de las una y media. De mejor humor, claro, y en mejores condiciones de recibir los consejos que pedía porque era un desastre y nunca había tenido directrices, ni con su padre ni sin él. «Creo que tengo depresión», dijo con calma, «o un principio de depresión, o un algo de la cabeza… No sé, no sé. Ya no siento nada y no es por lo de Bertolt, no… Ya me pasaba cuando estaba con él, creo que ese fue uno de los motivos por los que me dejó. Ni siquiera sentía nada cuando…».

—Cuando…

—Cuando follábamos, y sabes lo mucho que me gusta follar.

—¿No sentías nada?

—Es como si me hubiese apagado. Estaba cansada, siempre lo estoy. Si voy al curro es porque las facturas no se pagan solas, pero cada mañana tengo menos fuerza. Hasta Hitch, que va como un alma en pena por las mañanas, tiene más energía que yo.

—Es grave.

—Pues sí.

Que a Annie se le cayese una lagrimilla indicaba que, en efecto, la cosa era seria, y que le dijese que no tenía a nadie más, solo a ella, significaba que urgía una solución.

—Te voy a dar el número de mi psicólogo. Llevo meses sin ir, pero dile que vas de mi parte.

—Loquero… ¿Tú crees que necesito un loquero?

—Sí, lo necesitas, o acabarás necesitando cinco pastillas al día y una camisa de fuerza. Irás y punto. —Mikasa la miraba con suma seriedad y su amiga no se atrevía a responder. Había aprendido a poner ese tonito tan de Levi, de dictador—. Y ahora come.

—Tampoco disfruto comiendo. Ni follando ni comiendo.

—No se habla de sexo en la comida. Quizá en el postre sí.

—Ahora que lo pienso —terció Annie—. ¿Cuánto tiempo llevas tú de soltera? ¿Tres, cuatro años?

—Cinco.

—Y apenas sales de estas cuatro paredes.

—Aquí tengo todo lo que necesito.

—Francamente, tú lo que necesitas es echar un polvo.

Dios, dame paciencia, pensó.

—¿Cuánto tiempo llevas sin que te den un buen meneo?

—Por favor, Annie.

—No te hicieron judía, pero sí puritana.

—No es cuestión de puritanismo, es… ¿Por qué quieres saber eso?

—Simple curiosidad. ¿Un mes, dos meses?

—Uno.

—¿Un mes? Pues tampoco es tanto.

—Un año.

—Y una mierda.

—Espero que tu ya satisfecha curiosidad no incluya comentarios.

—Claro que los incluye. Un año. ¿Cómo vas a llevar un año sin tirarte a un tío?

—Sé que esto es todo un descubrimiento para ti, Annie, pero te diré algo que debieron enseñarte en Medicina —Se limpió la boca—: las relaciones sexuales no son necesarias para seguir viviendo.

—Como entendida en el tema, estoy de acuerdo, pero como la sex enjoyer que solía ser…

—¿Quieres que me acueste con alguien? Adelante, dame candidatos. Hazme una lista de pros y contras. Por cinco minutos de placer no salgo de mi casa.

—Pues te lo traes aquí. ¿De verdad no tienes ganas?

—Tengo muchas otras cosas en las que pensar.

—¿Y las mujeres? ¿Tampoco las mujeres? Te podría presentar a algunas.

—Te lo agradezco, Annie, pero sabes perfectamente que soy heterosexual y, en caso de no serlo, la decisión sería la misma. No tiene nada que ver con los hombres, sino conmigo.

—Supongo que son cosas de la edad. Yo tampoco he estado con nadie desde que el autista de mi ex me dio pasaporte. Y no es que fuese increíble en la cama; de hecho, los he tenido mucho mejores. No sé, supongo que estaba enamorada y eso lo empeora todo, lo adultera todo. Él me gustaba en la cama porque lo quería; a los otros los quería porque me gustaban en la cama.

—Lo querías. Al menos ya hablas en pasado.

—Una sesión menos de loquero.

—Termina de comer.

—Pero te lo digo seriamente, sin bromas: no te vendría mal salir un poco.

Mikasa asintió y Annie se puso hecha una furia porque ese gesto la enfermaba, ese «me estás dando la razón como a los locos». Eso también era de Levi. Le daba la razón porque la llevaba, sí, y también porque necesitaba que se callase, que no interrumpiese la anestesia de su vida. A su juicio, ese era el gran problema de Annie: no aceptaba la rutina. Con Bertolt era distinto: una cena, un viaje, un regalo caro. Cada día era único, pero eso había acabado, y sin duda es deprimente rajar cadáveres noche tras noche y volver a casa y dormir la mona, la resaca de muerte, y levantarse después a buscar un sentido. Annie no podía soportarlo, tendría que aprender y le acabaría por gustar, como a ella, y dejaría de darle la murga con ir a antros que nada bueno tenían.

En los días sucesivos no vio a Annie y, por lo tanto, a nadie. Salía para comprar. Fueron horas extraordinariamente productivas: trabajaba hasta la extenuación y los sueños resultaban más lúcidos que nunca. Ya no dudaba: sabía que aquello era el sueño, y ni siquiera se atrevía a afirmar que no era la realidad. Aquello verdaderamente sucedía, estaba ahí. Lo sorprendente vino luego, cuando descubrió a otros soñadores. Eran bastantes y venían de todos los rincones. Así pues, la tierra del sueño no era su inconsciente, no: el inconsciente era la llave para acceder a la dimensión intangible. Una anciana se lo explicó: el sueño lúcido es una cosa y la tierra de los sueños es otra bien distinta. Ahí el tiempo era distinto. No, no existía. Ahí todo permanecía al margen del tiempo. Y tampoco en esa tierra logró esquivar la mirada indiscreta. Se había vuelto opresiva. Sentía que algo saltaría sobre ella. Ya no era curioso, sino inquietante. Al escuchar aquello, la anciana se sobresaltó: has soñado sin prevenirte, le dijo, ¡has soñado sin talismanes, sin amuletos, sin desinfectarte!

Se despertaba con la seguridad de que algo la acechaba en sueños. Lo apuntó todo. Ella no sabía nada sobre talismanes o los peligros del sueño consciente. Decidió dejarlo durante un tiempo, pero solo logró pesadillas y desvelos.

—Vaya ojeras —comentó Annie una mañana, la misma de su debut en el loquero—. Rajo muertos con mejor aspecto que tú.

—Pronto tendrás que rajarme a mí.

—Ahórramelo. ¿Qué te pasa?

—No lo sé.

Annie le olisqueó el cuello como un perro.

—No la huelo.

—¿Qué?

—La muerte. Ya sabes que yo puedo hacerlo. Vete a acostar… Mira, pasa por la farmacia y compra estas pastillas. Dile a Marlow que te manda Hitch, que se meta las recetas por culo. Y cuando te las tomes, ¡paf!, caes tiesa y duermes del tirón, te lo garantizo.

Hizo caso —siempre era así, aunque Annie no lo supiese— y se acostó con una pastillita bajo la lengua, pero no podía estar en la cama. Entonces se sentó en la silla. Levi dormía en la silla y lo llevaba bien, decía que así no le dolía la espalda. Daba miedo verlo, tan recto, con los brazos caídos a los lados como los muertos. Estaba pensando en eso cuando se durmió y no vio nada, absolutamente nada, oscuridad por primera vez en mucho tiempo, y al despertar sintió una energía perdida largo tiempo atrás, mucho antes de esto, y se puso a escribir poesía por primera vez en mucho tiempo.

Esa noche terminó con E. Jaeger. Había algo que la enfadaba: a este no podía ponerle voz, le costaba imaginar cómo era. ¿Era joven? ¿Era viejo? Buscó en internet. E. Jaeger había escrito otro libro: «Desnudando a Bukowski». El nombre, al fin, el nombre: Eren. También una foto: joven, tenía treinta años cumplidos en marzo. Tez morena. Los ojos verdes tras las gafas parecían huidizos, propios de quien detesta ser fotografiado, y las comisuras de la boca levantadas a la fuerza. Un mes después supo que la presentación de la obra sobre Cohen se celebraría en la capital, en el Centro de Estudios Judíos de Mitras, a mediados de julio. Tenía pendiente una visita a la parentela en la capital, sí, así que pasaría por el evento, que esperaba repleto de cohenistas.

2

Hacía un calor espantoso, lo recordaba bien, y Annie no paraba de lamentarse: se había quemado. Volvían de pasar una semana en la playa.

—Ahora mismo me fumaría un paquete entero. Marlboro… —Gimió como un animal herido.

—Come chicle. Hay en la guantera.

—No, aguantaré. No puedo ir de un vicio a otro. El loquero dice que no ha conocido a nadie tan cabezota como yo.

—Puedes estar segura de que es cierto.

—Fumo desde los trece años. Es como desprenderse de un ser querido. Me pongo un cigarro en la boca y soy feliz. Si me dieran a elegir entre fumar o follar…

—Elegirías fumar follando o follar fumando, sí.

—¡Exacto!

Los días de asueto habían sentado bien a Annie. Decía que echaba de menos el depósito de cadáveres, que tenía ganar de ver a sus pacientes: quizá había llegado alguno interesante. Además, había dejado sola a Hitch, «una mona con dos pistolas». Y no se había acordado de Bertolt en ningún momento. Bien.

De vuelta en la ciudad, todo recobró el tono de siempre. Se sentó en el sofá y se miró los brazos: sí, el mismo tono de siempre. Una niña paliducha. Eso dijo Kenny la primera vez que la vio. Esta niña paliducha es hija mía. Y no solo paliducha, sino también enfermiza. Todos decían que le faltaba vitamina D. Nadie decía que durante los primeros años de su vida no había tenido mucho que echarse a la boca. Pasó del pálido de la muerte al pálido de quienes lo llevan en la genética. La raíz, como de costumbre, estaba en la infancia: si salía mucho a la calle, se resfriaba; si tomaba el sol, se quemaba. Por eso pasaba tanto tiempo en casa, incluso cuando era joven. También entonces, como ahora, hacía el esfuerzo por Annie. El esfuerzo de ir a los antros, a la playa. El esfuerzo de ser joven. En definitiva, odiaba el verano.

El calor espantoso continuaba cuando la llamaron. Entonces no lo percibió, pero el tono había cambiado para siempre. Era Levi, que nunca llamaba y no se prodigaba mucho en las palabras: «Mi madre está mal». Su madre, la tía Kuchel. «Explícate».

—Otra vez —dijo Levi—, es lo mismo otra vez. Ven en cuanto puedas. Ven ya.

Hizo las maletas esa noche y salió antes de que amaneciera. Llamó a Annie y le dijo que iba para Mitras, que se quedaría allí una temporada porque había pasado algo. Algo malo. Hizo las cuatro horas de autovía en medio de un trance. No paraba de escuchar a Levi y volvía ese cansancio que precedió al calor. Para su llegada a la capital, era de nuevo esa niña que llegó de la mano de su padre, enferma, pajiza y asustada. La casa estaba en un barrio residencial, pero dos cosas la diferenciaban del resto: el esplendor del jardín que precedía a la entrada y la mezuzá en la puerta, la mezuzá que su abuelo colocó y que todos tocaban no por fe, sino por costumbre, por respeto, y que había vuelto a fallar, que no había contenido las plagas. Otra vez.

Levi abrió la puerta. Si fuera otro, si no lo conociese como lo conocía, le habría abrazado, pero él no era así, y tampoco le preguntó cómo estaba porque era evidente. Lo sabía porque habían crecido bajo el mismo techo. Bueno, ella había crecido; él lidiaba con su metro sesenta.

—Al fin —la saludó—. Pasa y deja las maletas. No hay nadie en casa. Ha salido con la vecina. Mejor así.

Subió a su cuarto. Está impoluto, dijo Levi, y espero que lo mantengas así de limpio mientras estés aquí.

—¿Piensas decirme qué está pasando?

—Lo sabes muy bien —Levi suspiró como un cuarentón desgastado—. Es cáncer, pero esta vez…

—¿Esta vez qué, Levi?

—Pues esta vez estamos bien jodidos.

Claro, no sabía explicarle todo lo que el médico había dicho. Un dolorcillo de nada, dijo, empezó con un dolorcillo de nada que no se le iba… Y ahora estamos bien jodidos.

—Kenny llega esta tarde.

—Genial.

—Sé que no le vas a perdonar en la vida que no asistiese al funeral de tu madre; de hecho, yo tampoco se lo perdonaría, pero ahorraos los numeritos. Mi madre no está para aguantar vuestras mierdas paternofiliales. Además, Erwin viene a cenar. Comportaos.

—Puedes estar tranquilo. No tengo nada que decirle a mi padre.

—Ese es precisamente el problema —refunfuñó Levi, en cuya mirada centelleó algo parecido a la rabia, pero sin la ardentía de esta; con algo más próximo a un odio cansado contra todos—. Voy a preparar la comida.

—Te ayudo.

Su infancia con Levi era un recuerdo que atesoraba con celo. Pese a la diferencia de edad —él tenía dieciséis cuando se conocieron—, habían aprendido a llevarse bien. Levi estuvo ahí cuando le vino la regla y también la acompañaba a comprar ropa, e incluso le pintaba las uñas. Era sorprendente que un individuo como Levi estuviese capacitado para la ternura. Había una memoria especialmente significativa para ambos, una que jamás compartirían con nadie. Cierto día, cuando Mikasa estaba ya en el primer año de universidad, Levi, que empezaba entonces a trabajar como mecánico de aviones, llegó del trabajo con el mono manchado de grasa —«Terrible, terrible», mascullaba— y se encerró en su cuarto sin mediar palabra. No abrió la puerta a su madre y desde luego tampoco habría querido ver a Kenny, pero a Mikasa sí le permitió pasar. Le dijo que era homosexual y no sabía cómo contárselo a su madre. Costaba creer que a Levi le importase la opinión de los demás. Mikasa respondió que era un imbécil y un inepto, que eso no era un problema y que no pasaría nada. Esa misma noche lo confesó. Muchos años después, cuando conoció a Erwin, agradeció a Mikasa el haberlo llamado imbécil e inepto. Esa fue la primera vez que Levi lloró; la segunda llegaría tiempo después, cuando a Kuchel le dijeron que tenía cáncer, y Levi, ese hombre-témpano, estuvo llorando como un condenado durante horas mientras rezaba al Dios de Israel, para quien era un desconocido. Mikasa lo miró de soslayo; él estaba en ese estado de hombre-témpano y parecía un autómata pelando las patatas, pero en sus ojillos claros e inciertos había algo más que cansancio. Miedo, Levi tenía miedo, como cuando se encerró en su cuarto, y ahora no tenía donde encerrarse.

El tercer llanto le sobrevino así, pelando patatas. Primero gimoteó y después hizo los sonidos propios de un ahogado. Cualquiera diría que se enjugaba las lágrimas como si limpiase roña. Era el momento: lo abrazó.

—Por qué a ella y no a mí —dijo su primo—. No se lo merece. ¿Qué tiene ese imbécil de arriba contra mi madre?

—No hagas esos comentarios delante de ella.

—No le digas a Erwin que me has visto así, ¿estamos?

—Estamos.

—Ponte con la ensalada.

Kuchel llegó cerca de las dos. El encuentro fue cálido y maternal. Venía con bolsas. Levi se las quitó inmediatamente de las manos: «Tanto peso no es bueno», se quejó, y Kuchel le respondió con un pellizco en el brazo: «Más pesabas tú cuando eras un mocoso». La comida fue tranquila. Su tía no mencionó nada sobre el asunto, al menos no todavía. Quería saber qué hacía. Mikasa no sabía qué decir, salvo trabajar. «Eso está bien», dijo Kuchel, que añadió: «El trabajo os hará libres».

—Mamá.

—¿Te lo puedes creer, hija mía? No soporta ni una broma.

—Como si alguien tuviera ganas de bromear —susurró Levi.

Kenny se habría reído. Mikasa no quería estar ahí cuando su padre apareciese con el traje y la fedora. Terminó de comer y se fue a su habitación so excusa de un importante asunto pendiente. En realidad, tenía jaqueca y un deseo apremiante de volver por dónde había venido. La realidad era otra y lo sabía: le esperaba una temporada larga en la casa familiar. Y tendría que ver a su padre, convivir con él, e incluso tendría que intercambiar algunas palabras.

Estaba convencida de que no podría perdonarlo. Dos años llevaba su madre enterrada, dos años llevaba sin hablar con su padre. Como bien había dicho Levi, rayaba en lo imperdonable. No le había preguntado cómo estaba en todo ese tiempo. Ella había estado junto a su madre en sus últimos instantes; ella sola, no había nadie más, no quedaban parientes o quizá nunca los hubo. Su madre preguntó por él, por Kenny. ¿Dónde estuvo entonces, cuando tanto le necesitó? Pero su madre lo excusó incluso entonces y empezó a tararear una cancioncilla de su repertorio. Lo odió profundamente. ¿De qué había servido que se la llevara cuando era niña? En el momento de la verdad, fue solo una huérfana en una ciudad enorme y extraña, sosteniendo una mano fría e inerte. Su padre estaba entonces en la otra punta del mundo y dijo que no podría asistir, que no podía dejar la gira, que… Que, al fin y al cabo, pensó Mikasa, su madre no era nadie. Vio a su padre semanas después y, de no ser por Levi, le habría dicho cosas que una hija nunca debería decir, y para no romper el cuarto mandamiento decidió callar y hacer como que había enterrado a dos y no a una.

Nada de eso, sin embargo, merecía la pena. Miró por la ventana. No hay nada que hacer y lo peor está por llegar, pensó, y yo estoy irremediablemente sola en mi habitación. En la calle no había nada, salvo algunas memorias sueltas, a la intemperie: quizá fue esa la calle en la que aprendió a montar en bici, o tal vez fuese más abajo. Qué raro, pensó. Había sido una niña, aunque costase creerlo, y había conocido formas de felicidad simples y escasas en la vida adulta. También había sido adolescente, lo veía en los pósteres de las paredes. ¿Cuánto tiempo llevaba sin ver esas películas, sin escuchar esas canciones por el mero placer de hacerlo y no para acompañar el trabajo? Eran cábalas habituales cuando no dormía el tiempo con trabajo.

Eran cerca de las cinco cuando tocaron su puerta. Se trataba de Erwin, que había llegado antes de lo previsto. Iba como siempre, con su traje color crema. Era un hombre grande y fornido, rubio y de gesto reposado. Se le marcaban las arrugas de los ojos cuando sonreía, los ojos azules se achinaban bajo las cejas tupidas. Erwin era parte de la familia desde hacía mucho años, desde que conoció a Levi y tuvo el valor de aguantarlo.

—Cuánto tiempo —saludó—. Levi me ha dicho que estabas aquí y no he podido resistirme.

Mikasa le tenía en gran estima. Con Erwin las discusiones en la mesa encontraban un necesario moderador, especialmente cuando Kenny y Levi se encarnizaban. Los años de profesor en la universidad le habían dotado de una excepcional paciencia. Se sentaron en la cama y hablaron de la situación. Erwin estaba enterado de todo.

—Sí, el diagnóstico es preocupante —asintió—. Es ciertamente una desgracia que haya sucedido ahora. Levi y yo queríamos darle una sorpresa.

—¿Una sorpresa?

—Que esto quede entre nosotros o Levi me matará. —Erwin rio y se rascó la barba corta y salpicada de canas—. Queremos casarnos e irnos a vivir juntos.

—¡Eso es genial!

—Lo decidimos poco antes del diagnóstico.

—Mi tía se pondrá tan contenta…

—Sí, pero ahora no hay tiempo para pensar en eso. Levi ha ido a recoger a Kenny al aeropuerto, enseguida estarán aquí.

—Ojalá no estar presente.

—Salúdale y siéntate a mi lado. Diga lo que diga, no se lo tengas en cuenta. Ya sabes cómo es.

Siguió su consejo. No pudo evitar, sin embargo, que un desbordante resentimiento la invadiese cuando Kenny apareció por la puerta. Todavía quedaban resquicios del singular atractivo de su juventud; había cumplido unos sesenta y cinco años extraordinarios. Tras colgar la fedora en el perchero de la entrada, corrió a buscar a su melliza. Prevalecía la complicidad en mitad de la devastación que, según Erwin, había provocado la noticia en su padre. Mikasa lo saludó escuetamente y él no le reprochó ese «hola» quedo y repleto de rabia. En cuanto a la cena, el schnitzel estaba bueno y su tía había preparado krembos para después. La comida la ayudaba a abstraerse.

—¿Qué tal está el mundo, hermano? —preguntó Kuchel.

—Nada nuevo. Frío en Londres, lluvia en Nueva York. Y lleno de cabrones, como siempre.

—Pues quédate aquí. Ya eres viejo y has hecho todo lo que tenías que hacer. Quédate con tu familia.

—Tienes razón. La familia es lo primero.

—Así que ahora la familia es lo primero —terció Mikasa; a su comentario sucedió un silencio tensísimo, como los hombros de Erwin, y violento, como los ojos de Levi.

Kenny la miró atentamente y luego sonrió.

—¿Cómo te va, hija mía?

—¿De verdad te importa?

—¿Qué clase de padre sería si no me importase?

—Hace un tiempo te importó una mierda que tu querida hija estuviese sola en el funeral de su madre. ¿Entonces también te importaba?

—Por favor —pidió Erwin—, hablad de esto a solas. Ahora no es el momento.

—No me vas a perdonar en la vida, lo sé —dijo Kenny.

—Estás muerto para mí. Muerto.

Kuchel se levantó.

—Creen que me voy a morir —soltó—. Por si mi hijo no os lo ha dicho, ya os lo digo yo. —Se impuso de nuevo el silencio, pero este era diferente. Tanto Mikasa como Kenny agacharon la cabeza. Kuchel siguió hablando—. Escuchadme bien los dos. Sois padre e hija; sé que es grave el conflicto entre vosotros, pero debéis encontrar la manera. No quiero ver cómo vivís escondiéndoos el uno del otro. No, no quiero irme de este mundo con vosotros así.

—No te vas a morir —respondió Levi.

—Eso solo lo sabe el Señor. Por lo que a mí respecta, solo quiero ver a mi familia en paz. Os lo único que os pido. No dejéis que me muera con este peso.

Nadie se atrevió a abrir la boca durante el resto de la velada. Mikasa fue la primera en retirarse. Le fue imposible conciliar el sueño en la habitación donde una vez durmió una niña.

3

Al mediar el mes de julio ya había que ayudar a Kuchel a subir las escaleras. Levi no se despegaba de ella y Erwin comía en casa todos los días. No volvió a repetirse el ambiente de la primera cena; Mikasa optó por la cordialidad. Acompañaba a su tía al hospital y se sentaba junto a ella mientras recibía el tratamiento. A veces era Kenny quien lo hacía y ella se encargaba de preparar la comida. Trabajaba por las tardes mientras su padre tocaba las canciones preferidas de su tía. Una tarde escuchó acordes que reconoció al instante. Hallelujah. Fue de puntillas hasta la habitación de Kuchel y cerró los ojos.

Baby, I've been here before

I've seen this room and I've walked this floor

You know, I used to live alone before I knew ya

And I've seen your flag on the marble arch

And Love is not a victory march

It's a cold and it's a broken Hallelujah

Al igual que Levi, ella tampoco era muy amiga del llanto, aunque esa canción lo conseguía con una facilidad asombrosa. No sabía por qué. Estuvo tentada a asomarse, a mirar a su padre sin amargura, pero el deseo de reconciliación era tan fútil que se desvaneció con la canción. Siguieron cada uno con lo suyo, cada uno por su lado.

Fue en aquella época cuando se produjo el encuentro. Lo recordó escuchando cantar a su padre: la presentación de E. Jaeger. Un 14 de julio, en el Centro de Estudios Judíos, tomó asiento en una sala con no más de cuarenta personas. A su espalda, escuchó: «¿Jaeger es judío?», «Sus padres lo eran; él es agnóstico», «No sabía que era judío». Eren empezó a hablar después de una corta introducción. Era el de la foto, sin duda. No había cambiado nada. Empezó cohibido, tenso. Miraba el libro, y a medida que hablaba, su tono se volvía firme y apasionado, pero no divagaba. Era un hombre que no había nacido para escribir poesía, sino para amarla. Había descubierto a Cohen siendo muy joven y desde entonces nunca se habían separado, pues había sido criado como judío y en el canadiense encontraba un igual, alguien entre lo divino y lo humano. Si había tenido la osadía —empleó esa palabra— de tocar la obra de Cohen, no lo había hecho para los demás, sino para sí mismo, para recordarlo si es que algún día lo olvidaba.

Al término, Mikasa se marchó a la cafetería. En la mesa de al lado, dos estudiantes debatían en yidis tan acaloradamente que uno de ellos tuvo que recolocarse la kipá. Sus abuelos sabían yidis y su padre y su tía aún lo parloteaban en ocasiones, pero Levi y ella lo manejaban con muchas dificultades. Podía, sin embargo, entenderlos: debatían sobre Maimónides.

—¿Puedo sentarme?

Se trataba de Eren Jaeger. Claro, le dijo, y él sonrió y dejó un ejemplar sobre la mesa. Debía ser el suyo: estaba repleto de marcadores.

—Estabas en la presentación —comentó—. Me ha parecido que no te ha gustado nada.

—¿El libro?

Eren asintió.

—Te has ido tan rápido que no he podido evitar pensarlo.

Ella hizo un gesto con la mano.

—Me parece un libro excelente. Lo he leído tres veces: la primera para corregirlo, porque por eso me pagan; la segunda, por placer; y la tercera, para hacer anotaciones.

—Eres la correctora de estilo. —Quedó asombrado—. Vaya, eso es genial. Debo agradecerte lo que has hecho. Habrás visto que soy un desastre.

Mikasa asintió.

—No te preocupes, no eres el peor que ha pasado por mis manos.

—Me gustaría ver esas anotaciones. El coloquio no ha aportado nada.

—Son solo apreciaciones. He escuchado a Cohen toda mi vida, y también lo he leído, tanto a él como a sus biógrafos y sus críticos. Tu libro ha contribuido a mi devoción. Soy yo quien te está agradecida.

Eren rio como quien está poco acostumbrado al halago. Sacó un bolígrafo, escribió algo en la guarda y se lo entregó.

—Ten. Al fin y al cabo, también es tuyo, pero sigo interesado en esas anotaciones. Intercambiémoslas cuando quieras. —Eren se despidió antes de que pudiera rechazar el regalo.

Cuando abrió el libro, vio su número y su autógrafo. Entre la torpeza y la discreción. Sonrió. El debate de la mesa vecina estaba en su punto álgido cuando le escribió: «¿Qué te parece mañana?».

. . .

—¡Esto es asqueroso! —Levi estaba a punto de echar espumarajos por la boca. Toda el vecindario debió escuchar sus gritos. Se acercó a Kenny rabioso—. ¡Podrías enjuagar el lavabo cuando te afeitas! Pelos, pelos por todas partes… ¿Te crees que esto es una pocilga, que puedes dejarlo todo perdido de mierda como la suite de un hotel? ¡Y baja los pies de la mesa!

—Sí, enano, sí —respondió Kenny.

—Se os oye gritar desde el cruce. —Mikasa cerró la puerta y los miró de hito en hito, a uno con desaprobación y al otro con encono—. Imagino que mi tía descansará estupendamente con este espectáculo.

—Se acabó —Levi levantó las manos—. Me tenéis harto. Limpiad vosotros, cocinad vosotros. Yo me encargaré de mi pobre madre. —Y desapareció por las escaleras.

Kenny empezó a reírse y volvió a apoyar las piernas en la mesita. Estaba escribiendo algo en una libretita. Mikasa fue a la cocina; los cubiertos, los vasos y los platos del día anterior estaban sin fregar. Su padre apareció junto a ella mientras lo hacía.

—Mikasa.

—No te molestes. Ya te lo he dejado claro.

—Perdóname.

Apretó los labios.

—No había nadie —dijo, y la voz le tembló de rabia y de pena—. Mi madre tenía una hermana. Intenté localizarla. Cuando lo hice, me colgó el teléfono. Nadie fue al entierro. No tenía a nadie, solo a mí. ¿Es justo? Sola, abandonada como los perros, como si nunca hubiese vivido. A ti te esperó, creyó que irías, y yo también lo creí. Pensé: «Al menos nosotros estaremos aquí, al menos sabrá que hay alguien, que el padre de su hija se preocupa». Yo te necesitaba también, pero fue como si nunca hubieses existido. Y entonces me sentí como lo que soy: la bastarda de la familia.

—Tú no eres ninguna bastarda. Eres mi hija.

—Sí, soy tu hija, y por eso no puedo perdonarte. ¿Tan poca cosa era mi madre?

Kenny se quedó callado. Era un hombre viejo, gastado, sin excusas ni energías para responder a los reproches.

—Espero que algún día puedas perdonarme. Espero que tu madre pueda perdonarme.

Fue eso último, esa súplica, lo que tocó una cuerda secreta, un acorde oculto. Se marchó rauda, apartándose las lágrimas de los ojos, y solo lloró cuando hubo echado el pestillo de su cuarto. Levi tocaba a la puerta: «Eh, sé que estás ahí. Te escucho llorar… ¿Pedimos unas pizzas? Eh, no llores. Es demasiado pringoso…». Le abrió la puerta.

—Es un cabrón y una mierda —asintió Levi, cruzado de brazos y apoyado en el marco.

—Me ha decepcionado tanto.

—Mi madre también se lo ha echado en cara muchas veces. Sabe que no estuvo bien.

—Ya no se puede remediar.

—Lo sé.

—Me gustaría perdonarlo, créeme. Me gustaría tanto perdonarlo.

—Yo no sé nada sobre el perdón, aunque a todos esos cabrones en las sinagogas, las iglesias y las mezquitas se les llena la boca con él. Francamente, no creo que sea perdonable, pero supongo que aprenderéis a vivir con ello. No sé. Habla con Erwin.

—No le digas a nadie que me has visto llorando.

—Vale, pero ¿pedimos pizzas?

Era una época extraña y lúgubre, se mirase por donde se mirase. Todos estaban de mal humor, todos estaban enfrentados y, a la vez, todos procesionaban en la misma dirección con el peso de Kuchel a hombros. Hasta Erwin se achantaba durante la comida, momento de extraordinaria tensión. Sofocado por cuatro demonios de pelo negro, así se sentía, y resolvió que era mejor no entrometerse cuando volaban los cuchillos. Las pizzas estaban muy buenas, eso sí. Cuando terminaban, cada uno se retiraba a sus cosas, cada uno se volvía una isla peligrosa y rodeada de brumas.

. . .

Su segundo encuentro fue distinto. Él ya estaba allí; leía el periódico con tanto interés que no parecía molesto por el retraso. Aun así, Mikasa se disculpó antes de saludar. Eren le dijo que no pasaba nada, que había tenido esperas peores.

Le pareció, de nuevo, un tipo extraordinariamente sereno en todo lo que hacía: cuando se quitaba las gafas, cuando acercaba la taza de café a su boca, cuando hablaba. Mikasa le entregó la libretita donde había hecho los comentarios a la obra, y tuvo que disculparse otra vez: la caligrafía no era la mejor y de ninguna manera había optado por las palabras más eruditas, pero no podía imaginar entonces que alguien más los leería, mucho menos el autor del libro.

—Si te soy sincera, ni siquiera esperaba asistir a la presentación —añadió—. No vivo aquí.

—¿Puedo preguntar dónde?

—En Shigansina.

—Conque sureña.

—No, no nací allí. Me mudé por asuntos personales. Crecí en Mitras, pero nací en Nueva York. En definitiva, no soy de ninguna parte.

Eren asintió.

—Yo nací en Hungría, pero llevo demasiados años en Mitras, desde muy joven, lo suficiente para decir que soy de aquí.

Desde luego, le dijo ella, jamás lo habría sospechado. No había nada de acento extranjero en su habla, nada. Eren le dio la razón, e incluso añadió divertido que hablaba con más fluidez el erdiano que el húngaro.

—No lo hablo demasiado bien y lo escribo aún peor —admitió con cierta vergüenza—. Solía hablar con mis padres y mis amigos en yidis.

—Mis abuelos lo hablaban. Yo solo soy capaz de parlotearlo.

—¿Eres judía?

—Es complicado.

—¿Ser judío es complicado?

—Mi padre lo es —respondió—, también mi tía y mi primo. Por supuesto, mis abuelos paternos eran judíos. Mi madre no es judía. No soy nada.

—No eres de ninguna parte y tampoco eres nada —dijo él con guasa.

—Soy admiradora de Cohen.

—Y todo admirador de Cohen es un poco judío —Eren esgrimió una sonrisita—. Muchas gracias por permitirme leer tus notas y por aceptar este café. Me acerqué sin ninguna esperanza.

—Yo te vi muy esperanzado cuando escribiste tu número en el libro, aunque salir corriendo te delató.

—Como ves, también me fui sin esperanza.

Esta vez fue ella la que rio.

—¿A qué te dedicas, Eren Jaeger?

—Soy médico de familia. Solo un médico podría escribir tan mal.

A la larga, diría que fue el sentido del humor, pero también fueron las manos, grandes y bien cuidadas, que se movían enérgicas, que daban énfasis a lo que decía; y desde luego fue todo lo demás, fue la camisa con tirantes, fue también la manera de levantarse y de mirar su reloj. Le ofreció dar un paseo. Claro, dijo Mikasa, que no podía negarle nada si lo pedía con una reverencia que parecía de otro tiempo, de otras gentes, y tampoco se pudo negar cuando, caminando entre los canteros repletos de azucenas y acianos, Eren le preguntó a qué se debía su estancia en Mitras.

—Mi tía está enferma. Cáncer, otra vez. —Se sentó en un barco frente al estanque cubierto de helecho—. Estamos todos en casa, mi padre, mi tío y yo, cuidando de ella.

—Debe ser realmente duro.

—También por eso fui a la presentación. Si no salía de casa, si escuchaba la voz de mis parientes un minuto más, perdería la cabeza. Son tan ruidosos…

—Yo vivo solo y creo que podría perder la cabeza con tanto silencio y tanta soledad.

—¿Y qué haces entonces?

—Salgo a la calle y escucho las conversaciones ajenas, o escribo. Así fue como escribí el libro, para no volverme loco, para tener la cabeza ocupada, para…

—Anestesiar las horas —completó ella, que sabía bien de lo que hablaba.

—Sí, sí. Nunca habría sugerido un término como ese, ¡y eso que me dedico a la medicina!

—El tiempo libre es capaz de enloquecer a cualquiera.

—No, tiempo libre no —matizó ahora él—, tiempo vacío.

—¿Acaso hay diferencia?

—¡Claro! El tiempo libre es un concepto positivo. Tal y como lo veo yo, el tiempo libre es, por ejemplo, este momento: hemos encontrado un hueco, un hueco libre, en nuestras ajetreadas vidas para hacer algo que no es trabajo y tampoco una obligación, sino fruto de una decisión tomada por placer, por apetencia del encuentro, del café, de intercambiar posturas sobre un tema también del gusto de ambos. El tiempo vacío es lo que queda cuando no hay apetencias, cuando la televisión ya no es interesante y tampoco los libros, cuando uno se sienta en el sofá a contar las horas, o, mejor dicho, a descontarlas. El tiempo libre cuenta; el tiempo vacío, por el contrario, descuenta.

—Cuánto tiempo vacío habremos creído libre. Se vuelven indistinguibles.

—Se confunden y uno sufre por la espera del libre. Tras muchas horas en la consulta, me pregunto cuándo llegará mi turno, cuándo me pondré con ese libro, con esa película, con esa apetencia, con esa persona.

Pasaron unos minutos sin palabras, y es posible que fuese ahí, en el silencio perfumado de un jardín cualquiera, en un día cualquiera, en una vida cualquiera, cuando dejaron de ser extraños. Mikasa lo supo porque, al llegar el momento de la despedida, a ambos les pareció pronto e injusto. Hay que encontrar otro hueco, dijo él. Cenemos, añadió ella. Bien. Perfecto. Hasta la vista. Nos vemos. Espero que pronto. Sí… «La próxima vez ve con esperanza», bromeó Mikasa, y Eren, que se alejaba ya, se giró y dijo: «Bshes es iz lebn es iz hofenung!».

4

A veces era inevitable, y también era irracional. Esa culpa inextirpable que le asistía después de momentos así, de verse riendo y charlando en un jardín. De vuelta en casa, la sonrisa se esfumó por completo, borrada de un plumazo, aniquilada como antaño. En momentos así, el brazo le ardía más que nunca, tenía que remangarse y echarle agua. Antes, muchos años antes, cuando todavía era reciente y estaba rabioso, quiso arrancárselo, pero en lugar de eso solo se rajó, dejó una larga cicatriz, una tachadura. De niño había sido completamente incapaz de memorizar la más sencilla de las lecciones en la escuela, y juraría que había sido ese número, ese condenado número, lo primero que aprendió, y tuvo que aprenderlo porque tenía que reconocerse en él, así lo llamarían, así saldría en las listas.

Aprenderse ese número —y muchos otros a fuerza de oírlos— fue lo que cambió todo para él. Tenía entonces dieciséis años —pero mintió por consejo de un veterano y dijo tener dieciocho— y en soledad consiguió memorizar algo, estudiar algo, lo que no pudo conseguir con los rapapolvos de sus padres, cuyo destino conoció en primavera de 1945. No estuvo ni un año allí, pero los campos eran otro universo y se regían por otras reglas, por otro tiempo, y allí los días eran eternos y no trabajaba uno por el pan, no, sino para morirse. Lo recordaba: el momento en que murió. Era invierno, y en Polonia eso era terrible. Tuvo la osadía de devolver un puñetazo y el kapo, que no tenía escrúpulos o tal vez los había perdido por el camino —que allí venía a dar lo mismo—, se encargó de calentarlo a palos y lo tuvo trabajando con un pie roto, arrastrándose penosamente hasta colapsar. Poco después murió, aunque eso lo supo después, y lo hizo entre llantos, lamentos y súplicas. Kruger se lo contó después, cuando el campo fue liberado. Los que se fueron en las marchas tardarían en ser liberados o morirían en el trayecto, pero los que estaban en la enfermería, contrario a lo que pensaban, conocieron la libertad con anticipo, y Eren mentiría si dijese que sintió alegría al ver a los soldados otear en ellos con extrañeza e inquietud. Tardó muchos años en sentir algo parecido a la alegría. Después, inmediatamente después, todo fue terrible y desastroso, culpable e injusto. Una desazón constante. ¿Por qué él? «Suicídate si lo consideras», le aconsejó Kruger una vez, «pero no vengas a lamentarte. Sí, los había mucho mejores que allí, y ahora son cenizas. ¿Y qué?».

Con el tiempo, que en su caso resultó ser extraordinariamente generoso, limó asperezas con aquel asunto, pero a veces era inevitable (e irracional) que volviese esa culpa para decirle: ¡Mírate, cabronazo, estás vivo y ese desgraciado de Samuel no, y tampoco el pobre Franz, que también se merecía pasear por un jardín con su pobre Hannah, a la que llamaba a gritos cuando el hambre le hacía delirar! Sí… «La cosa es que están muertos», habría dicho Kruger, «y tú no, así que no me toques más las pelotas y haz algo útil con tu vida».

Hizo cosas útiles con su vida. Siguió los pasos de su padre y del propio Kruger, se hizo médico y estuvo mucho tiempo yendo de un lado para otro, incluso volvió al pueblecito donde creció, en Hungría, para desenterrar el tesorillo familiar: su padre lo había ocultado antes de subirse al tren. En la caja había un poco de dinero, que ya no servía para nada, y dos fotos: una de su madre cuando era joven y otra de la familia, de sus padres, su hermano y él mismo siendo casi un bebé. Su hermano, que se había largado a Francia años antes, estuvo en la resistencia y lo recibió en casa cuando terminó la guerra. Zeke murió en su cama a principios de los noventa, no demasiado viejo, pero sí tranquilo. Él no tendría eso. «¿Vas a estar así siempre? Me tienes harto, chico —le dijo Kruger, que todavía fumaba en pipa día y noche—. Si tanto quieres matarte, puedes hacerlo, estás perfectamente capacitado para hacerlo. Te dejaré una pistola y organizaré un entierro. Si quieres volarte la tapa de los sesos, adelante, pero deja de reprocharme lo que hice. En el caso de que decidas seguir en este mundo, bueno, ya sabes dónde encontrarme. ¡Y ahora lárgate, vive un poco y, sobre todo, déjame vivir!».

Pero ya habían pasado muchos años, y Eren no era tan joven. Cuando llegó a Mitras, unos diez años antes de escribir el libro, puso en práctica los consejos de su mentor. Había esquivado los sucedáneos de la felicidad y conocía algo parecida a esta. En su ánimo imperaba el aplomo: lo mantuvo cuando visitó Polonia en dos ocasiones, cuando entró de nuevo en ese universo, el universo de su número, no de él. Ni siquiera Kruger había sido capaz de acudir y tampoco le gustaba hablar del tema.

Él, en cambio, leía memorias, escuchaba testimonios, y descubría que no había sido igual para todos, pero que la culpa estaba en todos, la culpa y la vergüenza. ¿Por qué él y no otro más apto, más merecedor? ¿Cuáles eran los criterios por los que unos morían y otros vivían? Cada selección era el Juicio Final. Pasa corriendo, postura erguida, así no te apuntarán… No, nada de eso. Había sido suerte. No cabía otra explicación, y menos una racional. Todos ellos, los vivos, eran los cabos sueltos de un plan que no fue lo suficientemente bien, y eran suerte. Fue el azar el que puso ahí a los kapos que lo apalearon y a Kruger, que entonces llevaba varios años allí por voluntad propia —podría haberse largado por la puerta y a plena luz del día—, y sin duda fue suerte que los perros de las SS no rociaran a tiros la enfermería antes de abandonar el campo. Fue suerte sobrevivir y era vergonzoso reconocer que había vivido como un perro, que había robado el pan del vecino y que mientras se lamentaba por el estado del otro, pensaba que lo más lógico sería repartir su sopa entre los que todavía estaban vivos. Recordaba los meses posteriores a la liberación, que habían sido especialmente atroces, como volver a un mundo al que ya no pertenecía.

La culpa solo lo alcanzaba con la guardia baja, como en el jardín. Pensó que era un intruso, que no era su lugar y mucho menos su tiempo, que él debería haber sido ceniza, pero también pensó —y esto es algo que había aprendido a las malas— que eso no era problema suyo, que habría sido cosa del Dios ausente, y que de nada servía lamentarse. Kruger tenía razón.

5

Había aprendido una cosa de los niños: los padres eran mucho peores que ellos. ¡Qué decir de los adolescentes! El chico, Falco, de dieciséis años, intentaba hablar en vano: su madre no se lo permitía.

—Señora Grice —la interrumpió—, no hace falta que me explique todo el historial de su hijo. Lo tengo todo aquí. Por lo que veo, es un joven bastante sano. —Lo miró atentamente—. ¿Qué te sucede?

—Tiene una ETS —dijo la madre.

—Me duele cuando voy al baño —empezó Falco con la boca chica, avergonzado y cohibido— y tengo heridas.

Bueno, vamos a echar un vistazo, dijo Eren, y le pidió que lo acompañase tras la cortinilla. Tardó poco. No es ninguna ETS, dijo, es fimosis. Te mandaré con el urólogo.

—Fimosis —repitió la madre—. ¿Eso es grave?

—No debería serlo. La cirugía es sencilla.

—¡Cirugía!

—Es lo más adecuado para su edad. No se preocupe, el urólogo se lo explicará todo.

—Doctor, y esa cirugía… —Falco midió las palabras—, esa cirugía afectará en algo a…

—No, no. Tranquilo. De lo contrario, estaré aquí para lo que necesites.

—Gracias, doctor Jaeger.

La mañana transcurrió apacible en el centro de salud y, a eso de las dos, salió junto a su amigo Armin, pediatra, para comer. Hablaron de Grice. Armin recordaba haber tratado a Falco solo una vez, hacía pocos años, y también se acordaba de la madre y su impertinencia. Decía que su hijo se iba a morir, relató Armin, ¡pero eran solo paperas, y en pleno siglo XXI qué son unas paperas!

Con Armin había congeniado desde el principio. Juraba que era el único amigo que había tenido. Es mejor que nosotros no tengamos amigos, le decía Kruger, porque la diferencia entre nosotros y los demás es insalvable, y eso nos hace sufrir. En definitiva, un montón de tonterías. Armin lo sabía. Vio el número, le preguntó y Eren no tuvo paciencia para mentir. Era justamente lo que parecía. Se lo explicó con detalle y se preparó para una reacción que nunca llegó. Los ojos azules de su amigo no se nublaron de miedo. Por qué iba a tenerlo, le dijo, si nunca has hecho nada malo. Armin solo hizo preguntas desde la fascinación: las estacas, los ajos, los ataúdes, la luz del sol… Eren le dijo que nada de eso era verdad, o no del todo, y que él solo sabía hacer una cosa, a diferencia de su maestro. Le dijo que aquello era sumamente antiguo. «Esto ha existido desde siempre», aseguraba Kruger, pero ese desde siempre estaba poco claro. Era todo lo que sabía y así se lo contó a Armin. Eso los había hecho inseparables.

—Federer es el mejor —insistía Armin—. El mejor que han visto mis ojos.

—Si hubieras visto a Ilie Năstase…

—No todos estábamos vivos en los 70, Eren. Además, ¿cuántos grandes tiene Năstase?

—Dos. Eh, si vas a usar los Grand Slams como criterio, el mejor sería Nole.

—Eso es cierto —concedió Armin—. ¿Jugamos esta tarde? Los Galliard quieren venganza por la última vez. Después podemos ir a cenar con ellos.

—Lo dejamos para otro día. Esta noche tengo un asunto.

—¿Un asunto?

—Sí.

—¿El asunto tiene nombre de mujer?

—¿Tú qué crees?

—Tienes una nómina de amantes sorprendente —señaló Armin—. Te saludan cinco mujeres por noche cada vez que salimos.

—Y todas guardan un excelente recuerdo.

—Sí, debes de ser todo un caballero. ¿Quién es esta vez?

—No la conoces.

—Eso dices siempre.

—Es imposible conocer a todas tus amigas.

—Tal vez es una amiga y nada más.

—Lo dudo.

—La conocí en la presentación de mi libro. De hecho, es la correctora de estilo.

—¿Qué?

—Larga historia. Lo importante es que una mujer guapa y yo vamos a cenar esta noche mientras tú y los Galliard hacéis un partido de solteros contra casados.

—Así que no es una AmigaEren al uso…

—Es una mujer inteligentísima, de veras. He leído sus comentarios a mi libro y estoy fascinado. Acabe como acabe la velada, habrá merecido la pena.

—Estoy sorprendido. Nunca pensé que Eren Jaeger sería un conformista.

—Hay placeres superiores al sexo, amigo mío.

—Eso debería decirlo yo, que me voy a jugar al tenis con dos individuos mientras tú fornicas.

—Sigue mi ejemplo.

—Lo haría encantado, pero soy un tipo delgaducho y carente de sex appeal. ¿Vamos un rato al bar o tienes que darte un baño en agua de rosas para esta noche?

6

Supieron que el asunto había llegado demasiado lejos cuando Erwin se marchó dando un portazo. Ni siquiera Kenny hizo chistes. Mikasa estaba fuera entonces, pero a su regreso encontró a Levi tomando un té. Se lo contó todo con una tranquilidad pasmosa: que habían discutido por tonterías y que Erwin, incapaz de soportar los gritos, se había largado. «Se va de verdad —dijo Levi—. A Canadá, a la universidad de no-sé-dónde. Allá donde esté, allá Dios le ampare». A Mikasa le costó horrores que su primo se levantase del sofá y entendiese que Erwin estaba verdaderamente enfadado, que no podía dejar que se fuera sin hablar con él. Lo convenció para ir al aeropuerto. Allí lo encontraron frente a la máquina de refrescos, que no funcionaba. «Eh —lo llamó Levi—, ¿te vas a ir así?». Pues sí, claro que sí, porque se había cansado de pagar el pato y quizá deberían darse un tiempo. «O puedes probar a pedirme perdón», sugirió Erwin, pero el gesto se le ablandó cuando Levi, el hombre-témpano, lo abrazó con fuerza. Mikasa se fue al coche y lo esperó. Familia de locos, pensó. A su vuelta, Levi aseguró que todo estaba arreglado. «Perfecto —contestó ella—. Queremos más a Erwin que a ti».

Por si fuera poco, Levi la interrumpió cuando se arreglaba el pelo y entrecerró los ojos a lo Clint Eastwood.

—¿Vas a acostarte con algún perdedor? Ese es el vestidito negro de tirarse perdedores.

—¿Por qué preguntas?

—Nada, pura curiosidad. La última vez que te tiraste a un imbécil acabaste mudándote a una ciudad de mierda y viviendo con él. Si te lo follas, no te comprometas.

—Que sí, que no tengo quince años.

—Para mí siempre los tendrás.

—¿Qué opinas? ¿Es demasiado escote?

—Nunca es demasiado escote. ¿Dónde vas a cenar?

—A un italiano.

—¿Y se puede saber quién es el perdedor?

—No es tu tipo.

—Lo imaginaba. Bueno, vuelve a una hora prudente o pensaré que te han asesinado, violado y dejado en una cuneta.

—De acuerdo.

—Ten cuidado.

—Sí, Levi. Tú me enseñaste a defenderme. No tengas miedo.

Se despidió de su tía y vio a su padre en el jardín. Le hizo un gesto con la barbilla desde el coche. Él sonrió y movió la mano, enérgico, como si cada interacción con ella fuese una pequeña victoria. Lo vio tan viejo que estuvo a punto de apiadarse. No, pensó. Él no tuvo piedad.

Se marchó y pensó si estaba yendo a perder el tiempo, si aquel era otro perdedor de los que tanto se quejaba su primo o si verdaderamente merecía la pena. Había perdido la ilusión por descubrir a los otros, pero encontró intacta su capacidad de sorprenderse cuando lo vio allí parado, ajustándose los gemelos de la camisa. Había gran belleza en su ensimismamiento, en su forma de estar solo. Hay instantes que se recuerdan toda la vida. Buenas noches, lo saludó, y entonces Eren levantó la vista y no pudo ocultar que lo que veía era de su agrado. Respondió besándole la mano. Muchos años después ni siquiera recordaría bien qué cenaron, pero sí su chaqueta negra colgada en la silla y el vino, el dichoso vino toscano.

—Ackerman —dijo Eren—. Como Kenny Ackerman.

—Soy su hija.

—No sabía que Kenny Ackerman tuviera una hija.

—Él tampoco lo sabía. Soy discreta desde que nací.

—¿Recuerdas cómo era tu vida en Nueva York?

—Desgraciadamente, sí.

—No tienes por qué hablarme de ello.

—Era tan miserable que todavía me resulta fascinante ver la despensa llena. Esperaba a mi madre durante horas. Aún guardo la llave de ese apartamento. Me la llevé porque pensaba que volvería. Es una llave cualquiera y seguramente ya no encaje en ninguna cerradura, pero a veces la miro y pienso en ella, en mi madre, y en lo sola que se quedó cuando me fui, y entonces ya no puedo mirarla.

—La echas de menos.

—Todos los días de mi vida.

—Yo también echo de menos a mi madre —asintió Eren.

—¿Está en Hungría?

—Mis padres murieron hace mucho. Vivíamos en Sárvár, en el este. ¿Sabes? Yo también guardo la llave de casa, pero sé que ya no puede abrir nada, la derribaron hace muchos años. No queda nada mío en Hungría.

—Tampoco hay ya nada mío en Nueva York. Toda la familia que me queda está aquí.

—¿Por qué te mudaste a Shigansina?

—¿Tan raro es?

—¿Hay alguien esperándote allí?

Mikasa lo sopesó. Sin duda, Annie la estaba esperando.

—Ningún hombre, pero antes lo había. Por eso me mudé. Al final, él se fue y yo me quedé.

—No hay ningún Señor Mikasa.

—De lo contrario, no estaría aquí.

—Lo que me pregunto, entonces —Eren la miró atentamente—, es si vendrás conmigo cuando nos tomemos la última.

—Podemos tomarnos la última en tu casa, a no ser que haya una Señora Eren.

Días después, al preguntarle Annie qué había pensado, si había logrado apartar los fantasmas que le impedían tener intimidad con un hombre, le diría que no quedaba nada del que un día se fue y nunca volvió, y que definitivamente se había ido a arrastrar su cadena a otra parte. No la oyó cuando, ya en casa de Eren, sonaba I'm your man en el tocadiscos —«O vinilo o nada», le había dicho— y se besaban en el sofá con sus correspondientes pausas para cantar a dúo las letras que llevaban en el corazón; tomar Manhattan, el vals en Viena y la torre de la canción. A ellos les había pasado como a Cohen, que encontró a Lorca por casualidad y nunca pudo dejarlo. Al término de los cuarenta minutos, todo podría haber acabado. Ella habría dicho: «Gracias por esta noche, me marcho», y él la habría acompañado hasta su coche, pero nada de eso sucedió, ya no estaba el fantasma del amor pasado arrastrando su cadena por el salón, y desde luego tampoco estaba en la alcoba y no lo escuchó retorcerse cuando el tirante se deslizó por su hombro y los labios de Eren tocaron su piel.

—Me alegro tanto de haber escrito ese libro.

Ella también se alegraba, y con esa misma alegría con la que había abierto el libro, la misma con la que él quería abrirle las piernas, con la parsimonia de una pasión todavía templada sacó cada botón de su ojal. La piel morena se estremecía a su paso, la piel también jadea en la sinestesia del deseo. Hombros anchos, lampiño y bien nutrido: le gustaba.

—¿Y esto? —Mikasa rozó el vendaje de su antebrazo izquierdo.

—Me caí jugando al tenis. La herida es horrible.

—¿Te duele?

—Sí.

Podía tocar donde quisiera, le dijo, menos ahí. «¿Por qué no me traes mi copa de vino?», pidió ella, a lo que Eren accedió. Se tumbó a su lado y la compartieron. Esa era la última, los dos lo sabían.

—¿Crees en el sexo sin sentimientos? —preguntó él.

—No. Es un concepto terrible. Siempre sentimos algo por el otro.

—También lo creo —Eren dio el último sorbo y la miró—. ¿Cuánto tiempo estarás en la ciudad?

Contestó que no lo sabía, pero encima de él no podía pensar en irse —en venirse, quizá— y poco le importaba lo que sucediese mañana. Empezó a besarlo. Las manos de Eren iban de la caricia al apretón; buscaban la desnudez insinuada en el vestido insinuante, la desnudez inédita que se anunciaba arrebatadora. Y conforme el vestido subía para salir, los ojos de él bajaban para entrar. Todo lo que molestaba desapareció, los pantalones, el eslip, el sujetador, las bragas, todo al suelo con el pudor, y debajo de la cama se quejaban los monstruos por el ruido del somier y en las alturas loado era Dios, que a la mujer y al varón los hizo para andar sin vestiduras, no para rasgárselas.

Mikasa decidió que el verano no estaba tan mal, que la ciudad era más bonita de lo que recordaba, que pensaba de otra manera cuando esa cara se asomaba entre sus piernas y que, desde luego, algo de razón tenían los cristianos: la lengua es pequeña, pero de grandes cosas se precia. Suspiró de risa cuando los besos de Eren cayeron por su rostro, su cuello, sus pechos.

—Veo que esto es mejor que mis chistes —Eren también sonreía; era una sonrisa relumbrante, de las que achinan los ojos, de las que nacen espontáneamente y tardan en desvanecerse—. Tienes una cara tan bonita, y ese pelo negro… Dios, cuando te vi en la presentación, se me secó la boca.

—¿De veras? Yo estaba mortalmente aburrida.

—Lo sé. Aburrida hasta la médula, como todo el mundo. Estoy tratando de compensarte.

—Ya veremos.

—¿No me crees capaz?

Se miraron largamente y en silencio. Verde sobre gris, gris sobre verde. Hablaron toda la noche con ese lenguaje monosilábico que se entiende con tan solo escucharlo.

. . .

La armonía de la casa era preocupante. Eran las ocho de la mañana. Su tía estaba en cama: ya había desayunado y tenía buena cara. Cosía con inmejorable ánimo un pañuelo. Era un alivio verla así. A Levi lo encontró limpiando el baño mientras silbaba una cancioncilla de Aznavour. Madre e hijo rezumaban buen humor. Mikasa preguntó por su padre. «Está donde siempre: en un bar», contestó Levi, y justo entonces se escuchó la puerta. «Hablando del rey de Roma… —Levi le pidió la lejía—. Se podrían comer sopas en el retrete. Tengo que fregar los azulejos…». Le dijo que lo dejara solo, que lo distraía de sus quehaceres de chacho. Mikasa bajó a ver a su padre y lo saludó. En efecto, venía del bar. Ahora estaba en su sofá —lo había monopolizado, dormía en él muchas noches—, el sombrero sobre la mesita y las manos sobre el regazo, grandes, ajadas e intranquilas. Él, en cambio, parecía contagiado por la armonía imperante aquella mañana, y con total letargo empezó a cambiar los canales de la televisión. Mikasa no le quitaba un ojo de encima.

—¿Estás bien?

—¡Claro! ¿Por qué no iba a estarlo? —El viejo bostezó. Estaba mustio—. Tengo sueño, solo eso, y tengo como un mareo… Se me pasará.

—¿Un mareo?

—Sí, sí. Nada, un achaque de viejo. Me sucede mucho últimamente, pero enseguida se irá. Es bueno saber que te preocupas por mí, hija.

Mikasa subió a ver a Levi, que estaba terminando de acicalarse para ir al trabajo. «Voy a llevar a mi padre a urgencias —le dijo—. Lleva días mareado». Levi se giró; estaba haciéndose la raya en el pelo. Sí, algo le había comentado el viejo: «Que vaya al médico, sí, ¡que falta le hace! Ah, pero ten cuidado: todos los matasanos son unos hijos de puta. Te recibirán con cara de mierda porque estás colapsando sus queridas urgencias por un mareo… No le diremos nada a mi madre. Si pregunta, nos inventamos cualquier cosa». Mikasa asintió y fue a por su padre, que no puso objeciones, y eso también era raro: odiaba tanto los hospitales que solo los pisaba cuando creía que iba a estirar la pata. Muy dócil, muy calmadamente, se puso su sombrero, se metió en el coche y no se quejó de nada, no medió palabra, solo reconoció que se encontraba mal. Cuando Kenny Ackerman decía eso, quería decir que estaba fatal. Mikasa lo miró de soslayo y aceleró. Tuvo la extraña certeza de que cada minuto contaba, de que su pobre padre, con el que llevaba años sin mantener una conversación amigable, iba a morir.

—Si me pasa algo —empezó—, solo quiero que sepas que lo eres todo para mí. Aunque me odies de por vida, yo te querré hasta que me muera.

Mikasa no respondió. Lo que siguió fue rápido, fue como verse en una película: llegaron al hospital y pasó por una ventanilla con los documentos de su padre, que se había agarrado a su brazo y parecía más enfermo que antes, miraba de un lado a otro, atormentado por la gente, las luces, las camillas, las batas blancas. Lo perdió de vista durante horas, se lo llevaron enseguida. Llamó a Levi para decirle que no sabía nada. Allí permaneció, en una salita de espera, con su vestidito negro —ni siquiera había pensado en cambiarse— y la seguridad de que era el fin. Apareció el médico y le dijo que al viejo le había sobrevenido un infarto, que ahora estaba controlado. Que, de no haberse percatado, la historia sería distinta. Entró a verlo: seguía macilento y se quejaba del «harapo» que le habían puesto. El médico estaba fascinado: hombres mucho más jóvenes habían entrado en cama e incapaces de hablar, pero «el señor Ackerman ha llegado aquí por su propio pie y se ha mostrado muy capaz y dispuesto para responder todas las preguntas y someterse a todas las pruebas».

—¿Me puedo ir a mi casa? —preguntó.

—Tú no te mueves de aquí. —Mikasa lo miró con rabia (porque lo había sentido morir) y mantuvo el llanto dentro como pudo—. Haz todo lo que te diga el doctor.

—Bueno.

Salió a la calle, a respirar aire puro, y llamó a su primo. Eran las cinco de la tarde. No había comido e iba a desfallecer. Tanto armonía en casa Ackerman solo podía vaticinar una desgracia. Comió en la cafetería. Su primo apareció poco después: por supuesto, había faltado al trabajo para no dejar sola a su madre, había intuido que el asunto iba para largo. «Un infarto, ¿eh? Sí, al abuelo también le dio. Un día se sentó en el sofá, se puso a ver Yo, Claudio, como todas las noches, y mi madre lo encontró tieso por la mañana —Levi resopló—. Bueno, vete. Date un buen baño y quédate con mi vieja. Lo sabe, por cierto. Le he dicho que no es grave».

Pues sí, necesitaba un baño. El verano era horrible. Su tía era taxativa respecto al futuro del hermano: se pondría bien. Somos longevos, aseguró. Al anochecer se encontraba en el sofá de su padre. Llamó a Annie y le contó lo sucedido. Putada tras putada, dijo su amiga, y tuvo que imaginarla con un cigarro en la boca, aunque jurase y perjurase que no había recaído en su ausencia. No le contó lo de Eren, no tenía fuerza. Se fue a dormir con el móvil debajo de la almohada por si Levi la llamaba.

. . .

Esa noche estuvo llena de sueños turbulentos. Despertó varias veces, sentía que algo la observaba y se cubrió la cara con un cojín. Era de nuevo esa mirada, que ya no era inquietante, sino que debía pertenecer a un ser nauseabundo que se negaba a mostrarse. Cuando asomó el sol, saltó rauda y veloz hacia el baño, ese que con tanto esmero había limpiado su primo, y vomitó.

—¡Por las barbas de Moisés! ¿Qué te pasa? —Su tía se acercó y le dio unos golpecitos en la espalda—. Más vale fuera que dentro.

Mikasa se lavó la cara. Su tía había hecho el desayuno. Cuando Levi apareció, se metió en la cama y procuró no moverse más de la cuenta. «El viejo está bien —anunció—. Le dan el alta en unos días. Gruñe a los hombres y canta a las mujeres. Le auguran una excelente recuperación. Necesito un té. Me he cogido una semana en el trabajo. Las plagas están en esta casa… El siguiente soy yo».

Pero la siguiente fue ella y no había pastillita que lo solucionase. No podía dormir; si por casualidad lo lograba, era un sueño intermitente. Tampoco mejoró cuando su padre volvió a casa. Cabeceaba a ratos y no se concentraba para trabajar. Fue en esa situación de debilidad, de convalecencia compartida, cuando se acercó a su padre por primera vez en mucho tiempo. Estaban sentados en el sofá y de repente se acordó de las palabras de él en el coche.

—No te odio —le dijo—. Eres mi padre. Tienes tus fallos, pero eres mi padre. Siento todo lo que te he dicho, siento no haberte hablado durante tanto tiempo.

—Mi viejo e infartado corazón se alegra de oír eso. Ya sabes que soy un cabrón, pero no soy malo. Soy solo un viejo que creyó que iba a morir sin reconciliarse con su única hija. Lo siento mucho. Fui un egoísta.

—Sí, lo fuiste. —Mikasa suspiró con cansancio—. No me des más sustos. Intentemos salir todos con vida de este verano.

7

Empezaron a verse con frecuencia, a ir juntos a los bares, a hacer planes que siempre acababan en la cama. Cuando la conoció, Armin fue sincero: entendía que prefiriese su compañía antes que jugar al tenis con los Galliard. La placidez de aquellas semanas de verano parecía infinita: las conversaciones, las cenas, las caminatas, el sexo. Todo se cumplía antes de desearlo, todo era deseable, pero la tranquilidad es frágil y Eren lo había olvidado.

Llegó una tarde y sin previo aviso, como de costumbre. Eren estaba leyendo cuando una figura de paso silencioso —solo se escuchaba el tactac de su bastón y las ruedas de la maleta— entró al edificio: nadie le abrió la puerta y, si llamó a la suya, fue por simple formalidad. Kruger estaba parado en el umbral; el rictus decaído, las arrugas marcadas, la nariz grande, llena de manchitas de la edad, el polo de golf y las bermudas a cuadros. Lo saludó con su desgana habitual y pasó a la cocina para prepararse un whisky sour. Sus visitas eran así. Eren volvió a la lectura. Al cabo de un rato, Kruger apareció con dos cócteles.

—Brindemos por tu libro —propuso alzando su vaso—. Na zdrowie!

Na zdrowie!

Kruger —que con seguridad no había nacido con ese nombre— era el hombre que lo había salvado. Que hubiese caído en las garras de los nazis fue un misterio que él mismo resolvió años después de la liberación: claro, podría haberse escabullido con un chasquido de dedos, pero ¿dónde habría ido? El mundo era un desastre. Lo encerraron en 1941, junto a miles de compatriotas polacos —tampoco había nacido polaco, pero él era mucho más viejo que Polonia y había vivido allí lo suficiente como para considerarse polaco—, e hizo todo lo que pudo desde su posición de médico y más de lo que debía desde las sombras. En Francia, cuando Auschwitz era ya un recuerdo lejano, Eren le preguntó por qué lo había salvado con todo lo que conllevaba ser salvado de esa manera. «Yo sabía que los rusos estaban a punto de llegar, que era inevitable: uno de mis contactos alemanes me dijo que estaban a una semana, que estaban preparando la evacuación del campo —le contó—. Y pensé que ibas a diñarla en el peor momento. Sobrevivir tantos meses y morir cuando todo estaba a punto de acabar… No, no, eso no podía ser. Además, tú no querías morir, lo decías en sueños, lo gritabas, y yo no iba a recibir a los rusos con el cadáver de un chiquillo. Lo hice porque me dio la gana». Eren no dudaba de la explicación; de hecho, la creía, pero estaba seguro de que Kruger también había obrado por sí mismo, por motivos personales.

Kruger se quejó. Le dolían las piernas. El ascensor no funcionaba, así que había subido por las escaleras. Cosas de viejo. No había revelado su edad. «Los de mi quinta son famosos en los libros de historia», decía, «y yo tuve la desgracia de conocer a algunos de ellos».

—Creo que el ocaso de mis días está cerca —confesó.

—Ya decías eso en los cincuenta.

—¿De veras? Qué rápido pasa el tiempo. Tú estás muy joven. ¿Cuántos años tienes ya, noventa y cinco? Ah, la flor de la vida…

Eren asintió.

—Imagino que vas a quedarte aquí.

—Algunos días, sí. Me encanta esta ciudad. Sus bares, sobre todo. Voy a instalarme.

Por supuesto, se quedó con su habitación. Eren protestó en vano. Kruger hacía y deshacía a su antojo. La edad solo lo había acentuado.

—¿Por qué tienes ropa de mujer en el armario? —lo escuchó preguntar.

—Porque soy drag queen.

—¿Drag-qué?

—Hago espectáculos disfrazado de mujer.

—Pues tienes un gusto exquisito.

Estaba vistiéndose cuando Mikasa apareció. Dios mío, pensó Eren. Salió con la camisa a medio abrochar, pero Kruger ya la había recibido.

—Mi tío ha venido a pasar unos días —explicó apresuradamente—. Tío, te presento a Mikasa, una amiga. Mikasa, te presento a mi tío, Eren Kruger.

Kruger ya no parecía tan desganado. «Señorita —la saludó—. Es usted lo más interesante que he visto en la ciudad hasta el momento». Eren terminó de arreglarse mientras pensaba en cómo desarrollar la mentira. Tampoco es para tanto, pensó, ¡no es extraño tener un tío por ahí! Se despidió de Kruger y le hizo el gesto de ya hablaremos después.

—Me ha quitado la casa —dijo Eren.

—Parece un buen hombre. ¿Es hermano de tu madre?

—Sí, sí. Vive en Polonia y a veces viene de visita. Podría enterrarnos en dinero, pero prefiere quedarse aquí y no en un hotel. Somos nosotros los que tendremos que buscar un hotel…

Y eso fue justamente lo que sucedió. Eren despertó cerca de las tres. Mikasa estaba sentada en el alféizar de la ventana; seguía atentamente las gotas de una llovizna inesperada. Si Eren hubiese sido pintor, le habría pedido que no se moviese y habría ido a por el pincel, pero era solo un hombre devastado por el rostro atribulado de una mujer desnuda ante una ventana, ante el inicio de una tormenta.

Eren se sentó en el suelo, a su lado. Ella seguía las gotas con el dedo. Se le escapaban, como el sueño.

—Vuelve a la cama —pidió él.

—Llevo semanas sin dormir bien.

—Nos desvelaremos juntos.

. . .

Al volver a casa, encontró a Kruger leyendo el periódico en la cocina. «Buenos días, sobrino», y empezó a hacer un crucigrama.

—¿Dices que esa mujer es una amiga?

—Sí.

—Ah, de haber sabido que uno puede acostarse con sus amigas… ¿Está casada?

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Me pareció que no estaba sola, eso es todo.

—Tenemos que recordar las reglas básicas de convivencia.

—Hablas como si todavía estuviésemos en el campo, jovencito.

—Primera regla —empezó—: no se fuma en el salón ni en ninguna otra parte de la casa, salvo en el balcón.

—¡Como si no hubieses respirado humo nunca!

—No es debatible. Segunda regla: no se bebe whiskey para desayunar. —Le quitó la taza y la olió—. Toda la casa apesta a alcohol.

—Prueba un poco.

—Y tercera —Dio un trago—: si recibimos una visita, continuaremos con la farsa de siempre, es decir, te presentarás como mi tío Eren Kruger, el hermano de mi madre, el que vive en Polonia, e intentarás no hablar demasiado. ¿Ha quedado claro?

Kruger asintió lánguidamente. Haría lo que le viniese en gana, como se había esforzado en demostrar desde que se conocieron.

8

—Aquí estamos bien… Sí, ya se llevan mejor. Ya sabes cómo somos en esta familia. Además, ella tiene sangre japonesa y su madre era yanqui, es decir, tanto le da poner la bomba como recibirla… Es una broma, Erwin. Tiene carácter, eso es todo.

Mikasa golpeó la puerta del baño.

—¿Has acabado ya de criticarme?

—No. ¡Ve al otro!

—Está ocupado.

Levi salió. «Vaya cara», le espetó, y la respuesta fue una peineta.

—Mírate, estás más delgada —continuó—. ¿Cómo te encuentras?

—Perfectamente, Levi.

Se encerró en el baño. Otra vez experimentaba el despertar de los borrachos, con un sufrido sprint hasta el inodoro, con un torrente incontenible en el galillo.

—¿No estarás preñada? —escuchó decir a su primo—. Preñada de ese amigo tuyo, el médico juntaletras…

—¡Baja la voz! No, no estoy preñada. ¿No puedo enfermar o qué?

—Claro, estás en tu derecho, ¡solo faltaría! Es la última moda de esta casa.

—Pues piérdete un rato. Tengo dolor de cabeza.

Y era un dolor como ningún otro, como el que siente la madera al ser devorada por termitas. Se metió a la ducha. Podría dormirse ahí mismo, de pie, y caer y desnucarse. Tenía tanto sueño…