Ni la historia ni los personajes me pertenecen.


Capítulo 5

Dejamos a Agnes en el dormitorio, la mano inerte de su marido apretada contra su pecho mientras le retiraba con cuidado el pelo de la cara. Era una imagen que no olvidaría en mucho tiempo. Sin embargo, no podía pararme a pensar en ello en esos momentos. Yamato me había contado que tenían una hija, pero por fortuna la habían llevado a casa de unos amigos después de decirle que su padre estaba enfermo. Yamato no encontró razón alguna para no creerle a Agnes. Me sentí aliviada de saber que mi mayor miedo no se había hecho realidad. Que la niña no había resultado maldita también. Una vez que alguien era maldecido, un mordisco suyo contagiaba la maldición y, aunque Marlowe no se había convertido del todo, hubiese sido propenso a una sed de sangre y a unos enfados incontrolables desde el momento en que lo mordieron.

Y ahora me encontraba a la puerta de otra casita, entre las sombras del estrecho y mugriento callejón, escuchando otra tragedia. En cuanto compartí con Yamato lo que me había contado Marlowe, fuimos directos a casa del padre, pues estaba más cerca que los barracones. Estaba más que contenta de no poder ver al hombre, porque oía la desolación en su voz mientras le contaba a Yamato lo que había pasado. Y mi dolor de cabeza empezaba a ser insoportable. Si hubiese visto al padre, habría querido aliviar su dolor de algún modo. El anciano supo exactamente por qué estaba Yamato ahí en cuanto preguntó si había visto a su hijo. Ridley no había sido capaz de poner fin a su vida. Pero su padre, sí. Le enseñó a Yamato dónde había enterrado a Ridley en el jardín de atrás, debajo de un peral. Había acabado con la vida de su hijo el día anterior.

Todavía estaba pensando en su historia cuando Yamato y yo nos marchamos del Distrito Bajo, aprovechando la densa zona boscosa de fuera de la Ciudadela para evitar a los guardias de la ciudad. Hacía muchos años, había habido multitud de animales como ciervos y jabalíes en la Arboleda de los Deseos, pero después de años de cazarlos, ya solo quedaban los bichos más pequeños y grandes aves de presa. La Arboleda servía ahora más o menos de frontera entre ricos y pobres. La espesa masa de árboles ocultaba los barrios en los que la mayoría de los ciudadanos de Masadonia malvivía como sardinas en lata y evitaba que los vieran aquellos que vivían en casas el triple de grandes que la mísera casita en la que Agnes lloraba sus penas en esos momentos. Una parte de la Arboleda, más próxima al centro de la ciudad, había sido despejada para crear un parque en el que se celebraban ferias y fiestas, donde la gente solía montar a sus caballos, vender sus productos y salir de paseo o a merendar en los días más cálidos. La Arboleda se internaba directamente dentro de las murallas del castillo de Teerman. Literalmente. Muy poca gente se movía por la Arboleda; muchos creían que estaba embrujada por los que habían muerto ahí. ¿O era por los espíritus de los guardias? ¿O eran los espíritus de los animales cazados los que deambulaban entre los árboles? No estaba segura. Había muchas versiones diferentes. Fuese como fuere, a nosotros nos venía muy bien, porque era fácil salir a hurtadillas de los Jardines de la Reina y entrar en la Arboleda sin ser detectados, siempre que mantuviésemos un ojo puesto en las patrullas de guardia. Desde la Arboleda, uno podía ir a cualquier sitio.

—Tenemos que hablar de lo sucedido en esa casa —anunció Yamato mientras caminábamos por el bosque con solo un rayito de luz de luna para guiarnos— La gente ha estado hablando de ti. —Ya me esperaba algo así— Y que utilizaras tu don ahí no ha ayudado en nada —añadió. Hablaba en voz baja, aunque era muy improbable que alguien fuese a oírnos, aparte del ocasional mapache o de una zarigüeya— Solo te faltó confirmar quién eras.

—Si la gente ha estado hablando, nadie ha dicho nada —repuse— Y tenía que hacer algo. El dolor de esa mujer era… era insoportable para ella. Necesitaba un respiro.

—¿Y se volvió insoportable también para ti? —conjeturó. Cuando no dije nada, insistió— ¿Te duele la cabeza?

—No es nada —repuse, restándole importancia.

—Nada —gruñó Yamato— Entiendo que quieras ayudar. Lo respeto. Pero es un riesgo, Saku. Nadie ha dicho nada todavía. Quizás se sientan en deuda contigo, pero las cosas podrían cambiar y tienes que tener más cuidado.

—Ya tengo cuidado —me defendí y, aunque no podía ver su expresión porque él también se había calado la capucha para ocultar su rostro, sabía que me había lanzado una mirada de incredulidad. Sonreí, pero el gesto se difuminó pronto— Conozco los riesgos, pero…

—¿Estás preparada para enfrentarte a las consecuencias si el duque descubre alguna vez lo que estás haciendo? —inquirió. Se me revolvió el estómago mientras jugueteaba con un hilo suelto de mi capa.

—Lo estoy.

Yamato maldijo entre dientes. En cualquier otra situación, me hubiese reído.

—Eres tan valiente como cualquier guardia del Adarve.

—Vaya, gracias —contesté, con una sonrisa. Me lo tomé como un gran cumplido.

—Y tan tonta como cualquier recluta nuevo.

Se me borró la sonrisa de un plumazo.

—Retiro mis gracias.

—Jamás debí permitir que empezaras a hacer esto —Agarró una rama baja para apartarla— Que salgas por ahí entre la gente supone un riesgo demasiado grande de que te descubran.

Me colé por debajo de la rama y lo miré.

—Tú no me lo permitiste —le recordé— Simplemente no pudiste impedírmelo.

Se detuvo, me atrapó por el brazo e hizo que girara hacia él.

—Entiendo por qué quieres ayudar. No pudiste hacerlo cuando tu madre y tu padre murieron.

—No tiene nada que ver con ellos —repuse, tras una mueca involuntaria.

—Eso no es verdad y lo sabes. Estás intentando resarcirte de lo que fuiste incapaz de hacer de niña. —Su voz bajó tanto que apenas podía oírlo por encima de la brisa que removía las hojas sobre nuestras cabezas— Pero es más que eso.

—¿Y qué es?

—Creo que quieres que te pillen.

—¿Qué? ¿De verdad crees eso? —Di un paso atrás y me solté de su agarre— Sabes lo que haría el duque si se enterara.

—Créeme, lo sé muy bien. No es probable que olvide todas las veces que he tenido que ayudarte a caminar de vuelta a tus aposentos. —Su voz se endureció y un intenso calor invadió mis mejillas.

Odiaba aquello. Odiaba cómo me sentía por algo que otra persona me había hecho. Odiaba a muerte la densa vergüenza que amenazaba con asfixiarme.

—Corres demasiados riesgos, Saku, aun cuando sabes que no solo tendrías que responder ante el duque, o incluso ante la reina —continuó— A veces me pregunto si quieres que te encuentren indigna.

La irritación bulló en mi interior. Una parte de mí sabía que era porque Yamato estaba hurgando en viejas heridas y se había acercado demasiado a una verdad en la que no quería ahondar y destapar.

—Me pillen o no, ¿no crees que los dioses ya saben lo que hago? No debería haber ninguna razón para pensar que corro riesgos adicionales cuando no puede ocultárseles nada.

—No hay ninguna razón para que corras riesgos en absoluto.

—Entonces, ¿por qué te has pasado los últimos cinco o seis años entrenándome? —pregunté.

—Porque sé por qué necesitas sentir que puedes defenderte —replicó— Después de lo que sufriste, las cosas con las que tienes que vivir, comprendo bien tu necesidad de tomar tu protección en tus propias manos. Pero si hubiese sabido que eso te llevaría a ponerte en situaciones en las que te arriesgarías a ser descubierta, jamás te habría entrenado.

—Bueno, pues es demasiado tarde para cambiar de opinión.

—Eso es verdad. —Suspiró— Y es una forma de evitar lo que acabo de decir.

—¿Evitar qué? —pregunté, fingiendo ignorancia.

—Sabes exactamente a qué me refiero.

Sacudí la cabeza, di media vuelta y eché a andar.

—No ayudo a esas personas porque quiera que los dioses me encuentren indigna. No ayudé a Agnes porque esperara que se lo contara a alguien y se corriera la voz. Los ayudo porque ya les ha tocado vivir una tragedia bastante grande como para que encima los obliguen a observar cómo sus seres queridos arden en la hoguera. —Pasé por encima del tronco de un árbol caído, mi dolor de cabeza era cada vez más intenso. Aunque, no tenía nada que ver con mi don, sino con esa conversación—. Siento echar por tierra tu teoría, pero no soy ninguna sádica.

—No —reconoció desde detrás de mí— No lo eres. Solo tienes miedo.

Giré en redondo y lo miré boquiabierta.

—¿Miedo?

—De tu Ascensión. Sí. Tienes miedo. Reconocerlo no es ninguna vergüenza —Dio unos pasos y se me puso delante— Al menos no ante mí.

Pero ante otros, como mis guardianes o los sacerdotes, era algo que jamás podría admitir. Considerarían ese miedo como algo sacrílego, como si la única razón por la que podría tener miedo sería debido a algo horrible y no por el hecho de que no tenía ni idea de lo que me sucedería después de mi Ascensión… Si iba a vivir. O a morir.

Cerré los ojos.

—Lo entiendo —repitió Yamato— No tienes ni idea de lo que va a pasar. Lo pillo, de verdad, pero Saku, tomes o no estos riesgos innecesarios a propósito, independientemente de que tengas o no tengas miedo, el resultado final no va a cambiar. Lo único que vas a conseguir es provocar la ira del duque. Eso es todo. —Abrí los ojos y no vi nada más que oscuridad— Porque hagas lo que hagas, no te van a encontrar indigna —dijo Yamato— Ascenderás.


Las palabras de Yamato me mantuvieron despierta casi toda la noche y acabé saltándome nuestra habitual sesión de entrenamiento matutino, que solíamos llevar a cabo en las antiguas habitaciones de un ala casi abandonada del castillo. No me sorprendió que Yamato no hubiese llamado a la vieja puerta de servicio. Si eso no era prueba suficiente de lo bien que me conocía, no sé qué podría serlo.

No estaba enfadada con él. En serio, podía sentirme molesta e irritada un día sí y otro también, pero nunca me enfadaba con él. Tampoco creí que él sintiera que lo estaba. Era solo que… había tocado una fibra sensible la noche anterior y era consciente de ello. Tenía miedo de mi Ascensión. Sabía que Yamato lo sabía. ¿Quién no lo tendría? Aunque Matsuri estaba convencida de que regresaría como una Ascendida, nadie lo sabía a ciencia cierta. Sasori no era como yo. A él no le habían impuesto ninguna regla cuando estuvimos en la capital, ni mientras crecíamos aquí. Él Ascendió porque era el hermano de la Doncella, la Elegida, y porque la reina había pedido que se hiciera una excepción. Así que sí, tenía miedo. Pero ¿estaba tentando a la suerte a propósito y haciendo malabarismos al borde de un acantilado solo con la esperanza de que me encontraran indigna y me desposeyeran de mi estatus? Eso… sería de una irracionalidad increíble. Aunque yo podía ser bastante irracional.

Como cuando veía una araña y me comportaba como si tuviese el tamaño de un caballo, con la fría premeditación de un asesino. Eso era irracional. Que me encontraran indigna, en cambio, significaba el exilio. Y eso era una sentencia de muerte. Si tenía miedo de morir tras mi Ascensión, conseguir que me exiliaran no mejoraba demasiado esa situación. Y sí, tenía miedo de morir, pero mi recelo con respecto a la Ascensión era más que eso. No había sido mi elección. Había nacido así, del mismo modo que todos los segundos hijos e hijas. Aunque ninguno de ellos pareciese temer por su futuro, tampoco era elección suya.

No mentía ni trataba de ocultar una agenda secreta cuando ayudé a Agnes o le revelé mi identidad a Marlowe. Lo hice porque podía, porque era mi elección. Entrenaba para saber utilizar una espada y un arco porque era mi elección. Pero ¿había algún otro motivo detrás de escaparme para ir a ver peleas o nadar desnuda? ¿De visitar antros de apuestas, o de merodear por partes del castillo prohibidas para mí y escuchar conversaciones que se suponía que no debía oír? ¿O cuando salía de mis aposentos sin Yamato o Kankuro solo para poder espiar los bailes que se celebraban en el Gran Salón y observar a la gente en la Arboleda de los Deseos? ¿Y lo de la Perla Roja? ¿Dejar que Indra me besara? ¿Que me tocara? Todas esas cosas las hice porque eran mi elección, pero… Pero ¿podría ser también lo que había sugerido Yamato? ¿Y si, muy en el fondo, no estaba solo tratando de vivir y experimentar todo lo posible antes de mi Ascensión? ¿Y si, en una especie de nivel inconsciente, estaba intentando que la Ascensión no ocurriera jamás?

Esos pensamientos me atormentaron todo el día y, por una vez, no me sentí tan incómoda en mi confinamiento. Al menos no hasta que el sol empezó a ponerse. Le había dicho a Matsuri que podía marcharse varias horas antes de la cena, puesto que no había ninguna razón para que perdiera el tiempo ahí mientras yo no hacía más que mirar taciturna por las ventanas. Al final, me enfadé conmigo misma y abrí la puerta de mal modo.

Solo para encontrar a Kankuro descansando al otro lado del pasillo. Me paré en seco.

—¿Vas a alguna parte, Sak? —preguntó.

Sak. Kankuro era el único que me llamaba así. Me gustaba.

Solté la puerta, que se fue cerrando poco a poco hasta chocar con mi hombro.

—No lo sé.

Me sonrió mientras se pasaba una mano por el pelo castaño claro.

—Ya es hora, ¿no?

Miré hacia atrás en dirección a las ventanas y vi que ya anochecía. Me sorprendí mucho. Había perdido un día entero sumida en mis pensamientos. La sacerdotisa Analia estaría encantada de saberlo, aunque no las razones.

Fuera como fuere, tenía ganas de darme un puñetazo en la cara. Pero era verdad que era la hora. Asentí y empecé a salir de la habitación.

—Creo que olvidas algo —dijo Kankuro, dando golpecitos con un dedo en su mejilla barbuda.

Mi velo.

Por todos los dioses. Casi salgo al pasillo sin él y sin capucha. Aparte de mis guardianes, el duque y la duquesa, y Matsuri, solo Yamato y Kankuro podían verme sin velo. Bueno, la reina y el rey también, e Sasori, pero ellos no estaban ahí, obviamente. Si hubiese habido alguien más en el pasillo, probablemente se habría desmayado del susto.

—¡Ahora mismo vuelvo!

Su sonrisa se ensanchó al verme girar en redondo y correr de vuelta al interior de mi habitación. Deslicé el velo por encima de mi cabeza. Se tardaba un poco más de dos minutos en abrochar todas las cadenitas para asegurarlo en su sitio. Matsuri lo hacía mucho más deprisa que yo.

Hice ademán de volver a salir…

—Zapatos, Sak. Deberías ponerte unos zapatos.

Bajé la vista para mirarme los pies y dejé escapar un gruñido muy poco femenino.

—¡Por todos los dioses! Un momento.

Kankuro se rio. Menudo despiste tenía. Me puse mis ajados zapatos, que no eran más que un poco de raso y una fina suela de cuero. Abrí la puerta de nuevo.

—¿Tienes un mal día? —caviló Kankuro al reunirse conmigo en mi habitación.

—Tengo un día raro —contesté, mientras me encaminaba hacia la entrada de servicio— Uno olvidadizo.

—Debe de serlo para que no te hubieses dado cuenta de la hora.

Kankuro tenía razón. A menos que ocurriera algo excepcional, tanto él como Yamato estaban siempre listos para mí justo antes del anochecer.

Echamos a andar a buen ritmo y nos apresuramos a bajar por las estrechas y polvorientas escaleras. Daban a una zona de paso cercana a la cocina y, aunque utilizábamos el viejo acceso para tratar de que no nos vieran demasiado, tampoco era del todo evitable. Varias sirvientas de la cocina se detuvieron en seco cuando Kankuro y yo pasamos por su lado, sus uniformes marrones y cofias blancas hacían casi imposible distinguir a unas de otras. Oí una cesta de patatas golpear el suelo y la dura e hiriente reprimenda. Por el rabillo del ojo, vi rostros borrosos inclinar la cabeza como si estuviesen rezando. Reprimí un gemido mientras Kankuro hacía lo que hacía siempre: fingir que no había nada raro en su comportamiento.

Eres la hija de los dioses.

Las palabras de Agnes volvieron a aparecerse en mi cabeza. La única razón de que pensaran eso era el velo y varios cuadros y obras de arte que representaban a la Doncella. Eso, y mis escasas apariciones en público.

Nos dirigimos al salón de banquetes. Desde ahí, podíamos salir al vestíbulo y tendríamos acceso al Jardín de la Reina. Habría más sirvientes, pero en realidad no había ninguna otra forma de llegar al Jardín desde dentro del castillo sin tener que trepar o descolgarse por un muro. Habíamos conseguido llegar a mitad de la larga mesa cuando una de las muchas puertas a ambos lados se abrió a nuestra espalda.

—Doncella.

La carne de gallina se extendió por mi piel como una ola. Reconocí esa voz al instante y sentí repugnancia. Solo quería seguir andando, fingir que de repente había perdido el sentido del oído. Pero Kankuro se había parado. Si seguía andando, la cosa no acabaría bien para mí.

Respiré hondo y me giré para mirar a lord Danzo Shimura. No vi lo que estaba segura que veía la mayoría de la gente: un hombre de pelo oscuro que parecía tener unos veinticinco años, alto y apuesto. Vi a un abusón. Vi a un hombre cruel que hacía mucho que había olvidado lo que era ser mortal. A diferencia del duque, que parecía despreciarme sin motivo, sabía muy bien por qué lord Shimura encontraba semejante placer en acosarme. Sasori. Y todo tenía su origen en la cosa más vana e inconsecuente posible. Un año antes de la Ascensión de mi hermano, Sasori había ganado a lord Shimura en una partida de cartas, tras la cual el lord, de manera muy descortés, había acusado a Sasori de hacer trampas. Yo, que era probable que no hubiese debido de estar presente durante la partida, me reí. Sobre todo porque al lord se le daba fatal el póker. A partir de ese momento, el lord había hecho todo lo posible por irritarnos a Sasori y a mí siempre que se le presentaba la ocasión. Y la cosa solo empeoró cuando Sasori ascendió, pues el lord empezó a… ayudar al duque con sus lecciones.

Crucé las manos y no dije nada mientras se dirigía hacia mí, sus largas piernas enfundadas en unos ceñidos pantalones negros. Llevaba una camisa de vestir negra y la oscuridad de su atuendo creaba un contraste impactante con su piel pálida y sus labios del color de cerezas maduras. Sus ojos… No me gustaba mirarlos. Parecían vacíos e insondables. Como los de todos los Ascendidos, eran de un negro tan oscuro que las pupilas no se distinguían. Me pregunté de qué color habrían sido sus ojos antes de ascender o si el hombre lo recordaría siquiera. Quizás diera la impresión de que el lord estaba en su tercera década de vida, pero yo sabía que había ascendido después de la Guerra de los Dos Reyes, junto con el duque y la duquesa. Tenía varios cientos de años.

Lord Shimura esbozó una sonrisita de labios apretados cuando no contesté.

—Me sorprende verte aquí.

—Está dando su paseo vespertino —repuso Kankuro en tono neutro— Como se le permite hacer.

Los ojos como esquirlas de obsidiana se clavaron en el guardia.

—No te lo he preguntado a ti.

—Estoy dando mi paseo —intervine, contestando antes de que Kankuro pudiese decir nada más. Esa mirada inquietante e insondable se volvió hacia mí.

—¿Vas al jardín? —Un lado de los labios del lord se frunció un poco cuando vio mi sorpresa— ¿No es donde vas siempre a esta hora del día?

Era cierto. Y era más que un poco desconcertante que el lord lo supiera.

Asentí.

—Debemos irnos —señaló Kankuro— Como bien sabe, la Doncella no debe entretenerse.

En otras palabras, no se me permitía interactuar, ni siquiera con los Ascendidos. El lord lo sabía. Pero también hacía caso omiso de la norma.

—La Doncella también debe ser respetuosa. Deseo hablar con ella y estoy seguro de que el duque se sentiría muy molesto si supiera que no está dispuesta a hacerlo.

Mi columna se enderezó cuando una oleada de ira me barrió por dentro, tan deprisa que casi alargo la mano hacia la daga ceñida a mi muslo. En cierto modo, la reacción me sorprendió. ¿Qué hubiera hecho con ella de no haberme reprimido? ¿Apuñalarlo? Casi suelto una carcajada. Aunque nada de aquello tenía gracia.

La sutil amenaza velada de hablar con el duque había surtido su efecto. El lord nos había arrinconado a Kankuro y a mí porque, aunque se suponía que no debía interactuar con nadie, el duque no obligaba a lord Shimura a cumplir las mismas reglas que los demás. Si me marchaba, me castigarían. También a Kankuro. Y aunque mi castigo no sería para tomárselo a la ligera, no sería nada comparado con lo que tendría que soportar Kankuro. Podían expulsarlo de la guardia real y el duque se aseguraría de que se supiese que había perdido su favor. Pronto Kankuro se quedaría sin trabajo y por tanto sería deshonrado. No sería lo mismo que el exilio, pero su vida se volvería mucho más difícil.

—Nada me gustaría más que hablar con usted —dije, al tiempo que cuadraba los hombros.

Una expresión de suficiencia se desplegó por sus apuestas facciones y sentí unas ganas tremendas de darle una patada en la cara.

—Ven —Alargó un brazo y lo pasó alrededor de mis hombros— Quiero hablar contigo en privado.

Kankuro dio un paso al frente…

—No pasa nada —lo tranquilicé, aunque en realidad sí que pasaba. Lo miré y recé por que percibiera mi angustia y estuviese atento a nuestra conversación— De verdad, todo va bien.

Kankuro apretó la mandíbula mientras miraba al lord y pude ver que no estaba en absoluto contento acerca de esto, pero hizo un escueto gesto de asentimiento.

—Estaré aquí mismo.

—Claro que sí —repuso el lord.

Por todos los dioses. No todos los Ascendidos eran como este lord, que blandía su poder y su posición como una espada de punta envenenada; aunque lord Shimura ni siquiera era el peor.

Me hizo girar hacia la izquierda y casi provocó que a una sirvienta se le cayera la cesta que llevaba. El lord no pareció darse cuenta y siguió adelante. Todas mis esperanzas de que fuese a hablar conmigo a unos pasos de distancia se borraron de un plumazo cuando me condujo hacia una de las oscuras salitas entre las puertas. Debí de haberlo sabido.

El lord apartó una gruesa cortina blanca y prácticamente me obligó a entrar en el estrecho espacio donde la única fuente de luz era un pequeño candelero sobre un diván de gruesos almohadones. No tenía ni idea del propósito de estas salitas medio escondidas, pero en más de una ocasión me había visto atrapada en ellas. Di un paso atrás, un poco sorprendida por que el lord me lo permitiera. Me observó y la sonrisa volvió a sus labios cuando me situé cerca de una de las cortinas. Se sentó en el diván, estiró las piernas y cruzó los brazos delante del pecho.

Con el corazón martilleando dentro de mí, elegí mis palabras con sumo cuidado.

—De verdad que no puedo entretenerme. Si alguien me viera, me metería en un lío con la sacerdotisa Analia.

—Y ¿qué pasaría si la buena sacerdotisa del templo se enterara de que estabas entreteniéndote? —preguntó el lord. Su cuerpo parecía suelto y relajado, pero sabía que no debía confiarme. Las apariencias podían ser engañosas. Los Ascendidos eran rápidos cuando querían. Había visto a algunos moverse como si no fuesen más que una forma borrosa— ¿Informaría de semejante mal comportamiento al duque? —continuó— Me encantan sus lecciones.

La repugnancia era como una mala hierba arraigándose en mi interior. Por supuesto que le gustaban las lecciones del duque.

—No estoy segura de lo que haría.

—Quizás merezca la pena descubrirlo —caviló pensativo—. Al menos para mí.

—No quisiera disgustar al duque o a la sacerdotisa —insistí, cerrando los puños con fuerza. Las pestañas del lord aletearon.

—Estoy seguro de que no.

Un repentino dolor punzante irradió de donde mis uñas se clavaron en las palmas de mis manos.

—¿De qué quería hablarme?

—No has formulado bien tu pregunta.

Hice todo lo posible por mantener la compostura y la calma. Me sentí agradecida de llevar el velo, porque si el lord hubiese podido verme la cara por completo, habría sabido exactamente lo que sentía en esos momentos. Un odio intenso, casi incandescente. No sabía por qué disfrutaba tanto el lord hostigándome, por qué encontraba tal placer en hacerme sentir incómoda, pero había sido así durante los últimos años. Aunque era aún peor con los sirvientes. Había oído sus advertencias susurradas a los empleados nuevos. Tenían que evitar llamar su atención o provocar su malestar. En cualquier caso, había un límite en lo lejos que podía ir conmigo. Con los sirvientes, no creo que pensara que existía una línea que cruzar siquiera. Levanté la barbilla.

—¿De qué quería hablarme, lord Shimura?

El asomo de una sonrisa fría apareció en sus labios.

—He pensado que hacía algún tiempo que no te veía —Habían pasado dieciséis días desde la última vez que me había arrinconado. Así que tampoco era tanto— Te he echado de menos —añadió.

Lo dudaba mucho.

—Milord, debo seguir mi camino…

Contuve la respiración cuando se levantó de golpe. Un segundo estaba arrellanado sobre el diván y al siguiente estaba justo delante de mí.

—Me siento insultado —dijo— ¿Te digo que te he echado de menos y tu única respuesta es que tienes que marcharte? Me has herido.

El hecho de que dijera casi las mismas palabras que Indra hacía solo dos noches no me pasó inadvertido. Tampoco las reacciones tan diferentes que tuve ante ellas. Mientras que Indra había venido hacia mí en ademán burlón, lord Shimura había pronunciado esas palabras como amenaza. Y yo no estaba encandilada. Estaba asqueada.

—No ha sido mi intención —logré decir.

—¿Estás segura? —me preguntó, y sentí sus dedos en mi mandíbula antes de verlo siquiera mover la mano— Me da la clara sensación de que esa era precisamente tu intención.

—No lo era.

Me incliné hacia atrás… Cerró los dedos en torno a mi barbilla e impidió que moviera la cabeza. Cuando inspiré de nuevo, pensé que sus dedos olían a… flor. Almizcleños y dulces.

—Deberías tratar de ser más convincente si quieres que lo crea.

—Siento mucho no ser tan convincente como debería. —Me costó un gran esfuerzo mantener la voz firme— No debería estar tocándome.

El lord sonrió mientras deslizaba el pulgar por mi labio inferior. Sentí como si miles de insectos diminutos corretearan por mi piel.

—¿Y eso por qué?

El lord sabía muy bien por qué.

—Soy la Doncella —dije de todos modos.

—Es verdad.

Siguió deslizando el dedo por mi barbilla, sobre el rasposo encaje que cubría mi cuello. Su mano continuó avanzando, rozó mi clavícula. La palma de mi mano prácticamente ardía con la necesidad de sentir el mango de la daga contra ella. Todos mis músculos se tensaron con los conocimientos y la destreza necesarios para reaccionar, para obligarlo a parar. Un escalofrío bajó por mi columna mientras reprimía el deseo de enfrentarme a él. Las consecuencias no merecerían la pena. No dejaba de decirme eso mientras sus dedos se deslizaban hacia abajo por el centro de mi vestido. No solo era el miedo al castigo. Si revelaba de lo que era capaz, el duque se enteraría de que alguien me había entrenado, y dudaba de que fuese a necesitar mucha lógica para determinar que Yamato había sido el responsable. Una vez más, sin importar lo que me pasara, no sería nada comparado con lo que sufriría Yamato. Sin embargo, todo tenía un límite.

Di un paso atrás para poner distancia entre nosotros. Lord Shimura ladeó la cabeza, luego se rio en voz baja. Se me despertó el instinto e hice ademán de ir hacia la cortina, pero no fui bastante rápida. Me agarró de la cadera y me hizo girar. No tuve ni un segundo para reaccionar cuando su brazo se cerró en torno a mi cintura y me atrajo hacia él. Su otra mano permaneció donde estaba, entre mis pechos. El contacto de su cuerpo contra el mío, esa sensación, me provocó una oleada de asco.

—¿Recuerdas tu última lección? —Noté su aliento gélido contra la piel justo debajo del velo— No creo que la hayas olvidado —No había olvidado ninguna de ellas— No hiciste ni un ruido y sé que debió de doler —Su brazo se apretó aún más en torno a mi cintura e, incluso con mis muy limitados conocimientos de la vida, supe lo que estaba sintiendo contra mí— Reconozco que me has impresionado.

—Me alegro mucho de saberlo —dije entre dientes.

—Ah, ahí está —murmuró— Ahí está ese tono tan impropio de la Doncella. El mismo que te ha metido en problemas una o dos veces… o una docena. Me preguntaba cuándo aparecería. Estoy seguro de que también recuerdas lo que pasó la última vez que lo usaste.

Por supuesto que también recordaba eso. Mi temperamento se había apoderado de mí. Le contesté al duque y él me golpeó con tal fuerza que perdí el conocimiento. Cuando lo recuperé, me sentía como si me hubiese atropellado un caballo y descubrí al duque y al lord arrellanados en el sofá, los dos con aspecto de haberse bebido una botella entera de whisky mientras yo estaba tirada en el suelo. Me pasé varios días con la sensación de tener gripe. Supongo que tenía una ligera conmoción cerebral.

Aun así, ver cómo la sorpresa abría los inexpresivos ojos del duque mereció la pena.

—Quizás iré a contárselo al duque yo mismo —caviló— Le diré lo irrespetuosa que has sido.

La furia bulló en mi sangre mientras miraba las piedras grises de la pared.

—Suélteme, lord Shimura.

—No lo has pedido con la amabilidad suficiente. —Sus caderas presionaron contra mí y mi piel se sonrojó de la rabia— No has dicho «por favor».

No iba a decir «por favor» de ninguna de las maneras. Me daban igual las consecuencias, ya había tenido bastante. No era su juguete. Era la Doncella y, aunque él era muchísimo más rápido y fuerte que yo, sabía que podía hacerle daño. Tenía el elemento sorpresa de mi lado y las piernas libres. Ensanché mi base de apoyo cuando sentí algo húmedo y mojado contra la mandíbula y…

Un grito resonó por la salita y sorprendió al lord lo suficiente como para que aflojara su agarre. Me liberé de sus manos y me giré para encararme con él, mi pecho resollando mientras deslizaba la mano entre la seda de mi vestido hacia la empuñadura de la daga. El lord masculló algo entre dientes cuando oímos gritos de nuevo, agudos y cargados de terror. Aproveché la distracción para escabullirme de detrás de la cortina, en lugar de desenvainar la daga y cortar lo que estaba segura que era la posesión más preciada del duque.

El lord apartó las cortinas de mal modo y salió hecho un basilisco, aunque los gritos ya habían atraído a otros que corrían hasta el gran comedor. Sirvientes. Guardias reales. No había nada más que lord Shimura pudiese hacer ahora. A través del velo, mis ojos se cruzaron con los suyos. Yo lo sabía. Abrió las aletas de la nariz.

Él también lo sabía.

Llegaron más gritos, salían de una de las salas más próximas. Miré hacia allí. Dos salas más allá, la puerta estaba abierta. Kankuro llegó a mi lado.

—Sak…

Esquivé su mano y me dirigí hacia el sonido. Lo que había sucedido en esa salita con el lord quedó en segundo plano mientras mis dedos se cerraban en torno al mango de mi daga. Los gritos nunca eran buena señal. Una mujer salió corriendo; era la sirvienta que llevaba la bandeja hacía unos minutos. Su rostro había perdido todo el color mientras su mano se abría y se cerraba contra su garganta. Retrocedió sin dejar de sacudir la cabeza.

Llegué a la sala al mismo tiempo que Kankuro y miré al interior. La vi de inmediato. Estaba tumbada en un sofá color marfil, su pálido vestido azul arrugado y recogido alrededor de la cintura. Un brazo colgaba inerte por el lado, su piel era del color de la tiza. No tuve que abrir mis sentidos para saber que no sentía ningún dolor. Que jamás volvería a sentir nada.

Levanté los ojos. Su cabeza descansaba sobre un almohadón, el cuello retorcido en un ángulo antinatural y…

—No deberías ver esto.

Kankuro me agarró y esta vez no me aparté de su alcance. No me resistí mientras me daba la vuelta. Pero ya las había visto.

Había visto las profundas heridas punzantes.