Ni la historia ni los personajes me pertenecen.
Capítulo 6
Kankuro se apresuró a escoltarme directamente de vuelta a mi habitación, mientras lord Shimura observaba la escena desde el umbral de la puerta, flanqueado por varios otros, los ojos fijos en la chica muerta. Sentí ganas de apartarlo a un lado y cerrar la puerta. Aunque no fuese por el estado de desnudez de la joven, con tanta piel a la vista, era una indignidad dejarla ahí tirada para satisfacer una curiosidad morbosa.
Se trataba de una persona y, aunque lo que quedaba no era más que un cascarón, era la hija, hermana, amiga de alguien. Más que nada, la gente hablaría de cómo la habían encontrado, con la falda del vestido levantada y el corpiño enroscado en torno a la cintura. Nadie más necesitaba ser testigo de aquello. Pero no me habían dado la oportunidad de evitarlo. Y ahora el castillo de Teerman estaba virtualmente confinado mientras cada uno de los rincones de las más de cien habitaciones estaba siendo registrado en busca del culpable o de más víctimas.
Matsuri caminaba de acá para allá por delante de la chimenea, sin dejar de juguetear con los botones de perlas de su corpiño.
—Ha sido un Demonio —sentenció, su vestido violeta oscuro susurraba entre sus piernas— Ha tenido que ser un Demonio.
Miré de reojo a Kankuro, que estaba apoyado contra la pared, con los brazos cruzados. No solía quedarse dentro de mi habitación, pero esa noche era diferente. Yamato estaba ayudando en la búsqueda, aunque supuse que regresaría pronto.
Con el velo quitado, los ojos de Kankuro se cruzaron con los míos. Él también había visto a esa chica.
—¿Tú crees que fue un Demonio?
Kankuro no dijo nada.
—¿Qué otra cosa pudo haber sido? —Matsuri se volvió hacia la silla en la que estaba sentada— Tú misma has dicho que la habían mord…
—Dije que parecía un mordisco, pero… no parecía un mordisco de Demonio —precisé.
—Sé que has visto lo que puede hacer un Demonio —Estaba sentada enfrente de mí, sus dedos aún retorcían la perla igual que había hecho Agnes con el botón de su blusa— Pero ¿cómo puedes estar segura?
—Los Demonios tienen cuatro caninos largos —le expliqué, y ella asintió. Eso lo sabía todo el mundo— Pero la chica tenía solo dos marcas, como si…
—Como si dos colmillos afilados hubiesen penetrado en su cuello —terminó Kankuro. La cabeza de Matsuri giró a toda velocidad en su dirección.
—¿Qué pasa si fue un maldito, alguien que todavía no se había convertido del todo? —preguntó.
—Entonces, hubiesen parecido marcas de dientes normales, o un mordisco de un Demonio —contestó Kankuro, sacudiendo la cabeza mientras miraba por la ventana hacia el Adarve— Jamás había visto nada así.
Tuve que estar de acuerdo con él.
—Estaba… estaba pálida, y no era solo por la lividez de la muerte. Era como si no tuviese sangre dentro. Y aunque hubiese sido un Demonio de dos colmillos… —Arrugué la nariz— Habría sido todo más… pringoso y no tan preciso. Parecía…
—¿Parecía qué?
Bajé la vista hacia mis manos cuando la imagen de la mujer reapareció en mi cabeza. Había estado con alguien, por voluntad propia o no, y por lo que sabía, los Demonios no estaban interesados en nada excepto la sangre.
—Solo es que parecía que había habido alguien en esa habitación con ella.
—Si no fue un Demonio —dijo Matsuri, echándose hacia atrás en su silla— ¿quién haría algo así?
Mucha gente entraba y salía a diario del castillo: sirvientes, guardias, visitantes… los Ascendidos. Pero eso tampoco tenía sentido.
—Esa herida parecía estar justo sobre su yugular. Debía de haber habido sangre por todas partes y no vi ni una sola gota.
—Eso… es más que un poco extraño —comentó Matsuri. Asentí.
—Y estaba claro que tenía el cuello roto. Jamás he oído de ningún Demonio que hiciera eso.
—Yo no quiero conocer a ninguna persona capaz de hacer algo así —murmuró Matsuri, envolviendo los brazos a su alrededor.
Yo tampoco, pero todos sabíamos que las personas eran capaces de todo tipo de atrocidades. Igual que los Ascendidos. Después de todo, ellos también habían sido mortales durante un tiempo y la capacidad para la crueldad parecía ser uno de los pocos rasgos que algunos conservaban tras su ascenso.
Mis pensamientos deambularon hacia lord Shimura. Era cruel, un abusón y, según nuestra última interacción, sospechaba que podía ser cosas mucho peores. Pero ¿sería capaz de hacer algo así? Me estremecí. Y aunque lo fuera, ¿por qué lo haría? ¿Y cómo? No tenía la respuesta a esas preguntas. Solo se me ocurría una cosa que pudiera hacer eso, pero parecía demasiado irreal para creerla.
—¿La… la reconociste? —preguntó Matsuri en voz muy baja.
—No, pero supongo que era una dama en espera o quizás una visitante, por su vestido —conjeturé.
Matsuri asintió en silencio y se centró otra vez en dar vueltas a la perla de su corpiño. Se hizo el silencio entre nosotros y Yamato llegó al cabo de poco rato. Entró en la habitación para hablar en voz baja con Kankuro. Me eché hacia delante en mi silla cuando se apartó de Kankuro para sentarse con un suspiro sobre el baúl que descansaba al pie de mi cama.
—Hemos registrado cada centímetro de este castillo y no hemos encontrado más víctimas ni ningún Demonio —informó, inclinándose hacia delante— El comandante Akatsuki cree que el recinto es seguro. —Hizo una pausa y entornó los ojos cuando levantó la mirada— Relativamente, claro está.
—¿La… la has visto? —le pregunté. Yamato asintió— ¿Crees que fue el ataque de un Demonio?
—Jamás había visto nada así —repuso, repitiendo las palabras de Kankuro.
—¿Qué crees que puede significar?
—No lo sé —reconoció. Se frotó la frente con una mano.
Me fijé bien en él, vi cómo se masajeaba la piel por encima de las cejas y recordé cómo había guiñado los ojos al mirar hacia donde estábamos sentadas cerca de las lámparas de aceite. A veces, Yamato sufría dolores de cabeza. No como los que sufría yo después de abrir mis sentidos o de usar demasiado mis dones, sino mucho más intensos, dolores en los que la luz y el ruido lo mareaban y hacían palpitar su cabeza.
Abrí mis sentidos a él y noté de inmediato el atroz dolor pulsante detrás de mis ojos. Corté la conexión de inmediato y fue como visualizar que alguien cortaba una cuerda que me conectaba a él. Lo último que quería era acabar con otro agudo dolor de cabeza que no me dejara dormir.
—Si no fue un Demonio, ¿hay algún sospechoso? —preguntó Matsuri.
—El duque cree que fue obra de un Descendente.
—¿Qué? —solté mientras me ponía en pie de un salto.
—¿Aquí? ¿En el castillo? —exclamó Matsuri.
—Eso es lo que cree.
Yamato levantó la cabeza al ver que me dirigía hacia él, su mirada recelosa.
—¿Y tú qué crees? —preguntó Kankuro desde donde seguía vigilando al lado de la puerta— Porque no sé cómo podría un Descendente infligir heridas como esa sin dejar una sola gota de sangre.
—Exacto —murmuró Yamato, sin quitarme el ojo de encima— No habría ninguna forma de limpiar algo así, sobre todo cuando a la víctima la habían visto menos de una hora antes.
—Entonces, ¿por qué querría el duque insistir en que ha sido un Descendente? —inquirió Matsuri— No es que sea tonto. Él también tendría que haberse dado cuenta de eso.
Apoyé la mano de manera casual sobre la parte de atrás del cuello de Yamato mientras me estiraba para alcanzar una pequeña manta. Noté su piel caliente y seca, y pensé en las playas y en la risa de mi madre. Supe que se le había aliviado el dolor en el mismo momento en que aspiró una profunda y temblorosa bocanada de aire.
—No sé por qué lo cree el duque, pero debe de tener sus razones.
Yamato me lanzó una mirada de agradecimiento cuando retiré la mano con disimulo y volví a mi silla. Me eché la manta sobre el regazo. Matsuri me miró y luego respiró hondo antes de girarse hacia Yamato de nuevo.
—¿Sabes quién era?
Yamato se sentó más erguido y tenía los ojos claramente más enfocados cuando respondió.
—La identificó una de las sirvientas. La víctima se llamaba Malessa Axton.
—Oh —susurró Matsuri, aunque a mí el nombre no me sonaba de nada. Me giré hacia ella.
—¿La conocías?
—No bien. Quiero decir, sabía que existía. —Sacudió un poco la cabeza y varios rizos se soltaron de su moño— Creo que vino a la Corte más o menos al mismo tiempo que yo, pero pasaba mucho tiempo con una de las damas que vive en Radiant Row. Creo que es lady Isherwood —añadió.
Radiant Row era el mote dado a la hilera de casas más próximas al castillo y al parque de la Arboleda de los Deseos. Muchas de esas opulentas casas eran propiedad de Ascendidos.
—Era muy joven. —Bajó la mano a su regazo— Y tenía tantas cosas por delante…
Estiré mis sentidos hacia ella y descubrí que su tristeza era un reflejo de la mía. No era el profundo dolor de la pérdida de alguien a quien conocías bien, sino el lamento de la muerte, sobre todo de una sin ningún sentido.
Kankuro le pidió a Yamato que saliera al pasillo con él. Después de unos momentos, Matsuri se excusó para volver a su habitación. Logré contener mis ganas de tocarla. Sabía que si lo hacía me llevaría su dolor, aunque ya lo hubiese hecho alguna vez sin que ella se diera cuenta. Acabé al lado de la ventana. Cuando Yamato volvió, estaba observando el constante resplandor de las antorchas más allá del Adarve.
—Gracias —me dijo cuando se reunió conmigo ante la ventana— Mi dolor de cabeza empezaba a ser insoportable.
—Me alegro de haber podido ayudar.
—No tenías por qué hacerlo. Tengo los polvos que me prepararon los curanderos.
—Lo sé, pero estoy segura de que mi don te proporcionó un alivio mucho más rápido sin el mareo ni la somnolencia —le dije. Esos eran solo dos de los efectos secundarios causados por los polvos parduzcos.
—Eso es verdad.
Yamato se quedó callado unos instantes. Noté que estaba tan preocupado como yo. Me costaba creer que hubiese sido un Descendente, aunque supuse que un picahielos podría infligir esas heridas. Sin embargo, la posibilidad de apuñalar a alguien en la yugular y no acabar con sangre por todas partes parecía muy improbable. Aunque incluso más desconcertante era el motivo. ¿Qué podía indicar ese tipo de heridas que pudiese beneficiar en algo a su causa? Porque la única cosa que sabía que podía hacer ese tipo de heridas iba en contra de todo lo que los Descendentes creían.
—Kankuro ha hablado conmigo.
Miré a Yamato con las cejas arqueadas.
—¿Y? —Sus ojos color mar escudriñaron mi rostro.
—Me ha contado lo de lord Shimura —Se me cayó el alma a los pies. No era que me hubiese olvidado de mi encontronazo con el lord, pero simplemente no era la cosa más preocupante o traumática que había pasado en el último par de horas— ¿Te ha hecho algo, Saku? —preguntó.
Un rubor ardiente y sofocante subió por mi cara. Apreté la mejilla contra el cristal de la ventana. No quería pensar en eso. No quería hacerlo jamás. Sentí náuseas y también había una… extraña vergüenza que hacía que notara la piel pegajosa y sucia. No entendía por qué me sentía así. Sabía bien que no había hecho nada por llamar la atención del lord y, aunque lo hubiera hecho, seguía siendo él el que actuaba mal. Sin embargo, cuando pensaba en cómo creía tener derecho a tocarme, me entraban ganas de arrancarme mi propia piel. Tampoco quería pensar en lo agradecida que me había sentido por los gritos de la sirvienta, sin tener ni idea de qué los había provocado.
Lo guardé todo en un rincón de modo que pudiera salir a la luz en otro momento, probablemente cuando intentara dormirme.
—No hizo nada más que ser un incordio.
—¿De verdad?
Asentí, aunque parecía un poco alejado de la verdad. En cualquier caso, no me sentía mal por mentir. ¿Qué podría hacer Yamato con la verdad? Nada.
Era bastante listo como para saberlo. Un músculo se tensó en su mandíbula.
—Tiene que dejarte en paz.
—Estoy de acuerdo, pero puedo manejarlo. Más o menos.
No quería pensar demasiado en lo cerca que había estado de hacer algo completamente imperdonable. Si hubiese desenvainado mi daga y la hubiese usado, no habría habido ninguna esperanza para mí. Pero por todos los dioses, no habría sentido ni un ápice de remordimiento por ello.
—No deberías tener que hacerlo —insistió Yamato— Y él debería saber cómo comportarse.
—Debería y creo que lo sabe, pero no creo que le importe —comenté. Me giré para apoyarme contra el alféizar de la ventana— Sabes que la vi en esa habitación. Vi cómo la habían… dejado. Me hizo pensar que había estado con alguien, por propia voluntad o no.
Yamato asintió.
—El curandero que examinó su cuerpo cree que hubo algún grado de relación física antes de su muerte, pero no encontró ninguna señal de pelea. Nada de sangre seca o piel debajo de las uñas. Aunque nadie puede saberlo a ciencia cierta.
Apreté los labios.
—Estaba pensando que no tendría sentido que un Descendente dejara heridas de ese tipo, aunque fuese capaz de hacerlo sin que resultara… pringoso. ¿Qué tipo de mensaje estaría enviando? Porque lo único que puede hacer lo que le hicieron a esa chica es…
—Un atlantiano —sentenció Yamato, mirándome a los ojos. Me sentí aliviada de que lo hubiese dicho él y no yo. Asentí.
—El duque tiene que haberse dado cuenta. Cualquiera que viese esas heridas tendría que pensar eso y preguntarse por qué un Descendente imitaría algo que podría ser atribuido con mucha facilidad a un atlantiano.
—Por eso no creo que fuera un Descendente —dijo. Sentí una repentina presión en el pecho—. Creo que fue un atlantiano.
Un Descendente suelto por el castillo de Teerman era preocupante, pero la posibilidad de que un atlantiano fuese capaz de entrar sin que nadie se enterase era realmente aterradora.
Quería encontrar algo que proporcionara algún tipo de prueba de que Yamato y yo estábamos siendo unos paranoicos, así que al romper el alba, cuando el castillo estaba más tranquilo y Kankuro montaba guardia al otro lado de mi puerta, fui a hurtadillas al piso de abajo. Pasé por delante de la cocina, sumida en un inquietante silencio.
Una vez que salía el sol, no tenía que preocuparme por toparme con lord Shimura ni con ninguno de los Ascendidos. Entré en el salón de banquetes y me dirigí hacia la izquierda, a la segunda puerta, donde me encontraba a menudo con la sacerdotisa Analia para mis clases semanales. Al entrar miré al otro lado de la sala en penumbra, hacia la habitación en la que habían encontrado a Malessa.
La puerta estaba cerrada.
Aparté la vista de ella, cerré mi puerta en silencio y me apresuré a llegar hasta la silla de madera y el libro que jamás había imaginado que leería por voluntad propia. Sobre todo, porque me daba la impresión de haber leído La historia de la Guerra de los Dos Reyes y el reino de Solis un millón de veces. Lo llevé al lado de la solitaria ventana y lo abrí a toda prisa, sujetándolo bajo el tenue rayo de sol. Pasé las finas páginas con sumo cuidado, a sabiendas de que si rasgaba una sola, la sacerdotisa Analia se mostraría de lo más disgustada. Encontré la sección que estaba buscando. Eran solo un puñado de párrafos que describían el aspecto de los atlantianos, sus características y lo que eran capaces de hacer. Por desgracia, lo único que conseguí fue confirmar lo que ya sabía. Jamás había visto a un atlantiano. Al menos, eso creía, y allí radicaba el problema: los atlantianos tenían el mismo aspecto que los mortales. Incluso los extintos lobunos, o wolvens, que habían vivido con los atlantianos en Atlantia, podían confundirse con mortales, aunque no lo hubiesen sido nunca. La capacidad de los atlantianos para mezclarse con la población a la que se sabía que subyugaban y daban caza los convertía en depredadores expertos y letales. Podías pasar andando al lado de uno y no te enterarías. Tampoco los Ascendidos. Por alguna razón, los dioses no habían tenido en cuenta nada de eso cuando iniciaron la Bendición.
Mientras repasaba los párrafos, una palabra llamó mi atención y me provocó un nudo en el estómago: colmillos. Aunque sabía lo que diría, leí las frases de todos modos. Entre los 19 y los 21 años, aquellos con sangre de ascendencia atlantiana abandonan el vulnerable estado de inmadurez, de forma que los espíritus malignos de su sangre se vuelven activos. Durante este periodo, se ha detectado en ellos un inquietante aumento de fuerza y la capacidad para recuperarse de la mayoría de las heridas mortales a medida que maduran. También hay que destacar que antes de la Guerra de los Dos Reyes y la extinción de los lobunos, se llevaba a cabo un ritual de unión entre un atlantiano de determinada clase y un wolven. No se sabe demasiado acerca de este vínculo, pero se cree que el wolven en cuestión quedaba obligado a proteger al atlantiano.
En el caso de los verdaderos atlantianos, los dos caninos superiores se alargan y afilan para formar colmillos, aunque no serán demasiado visibles para ojos desentrenados. Pensé en las dos heridas punzantes del cuello de Malessa. Puede que los colmillos de un atlantiano no estuviesen tan desarrollados ni fuesen tan visibles como los de un Demonio, pero el duque podía ordenar que se examinara la boca de todas las personas del castillo.
Aunque tenía que reconocer que sería una medida bastante invasiva. Seguí leyendo.
Tras aparecer los colmillos, da comienzo la siguiente fase de su madurez, en la que empiezan a sentir sed. Cuando sus necesidades antinaturales se satisfacen, su envejecimiento se ralentiza de manera drástica. Se cree que un año para los mortales equivale a tres décadas de un atlantiano. El atlantiano más viejo conocido fue Cillian Da'Lahon, que vio 2.702 años de calendario antes de su muerte.
Lo cual significaba que un atlantiano podía aparentar poco más de veinte años, pero en realidad tener más de cien, quizás estar cerca de los doscientos o incluso más. Aun así, envejecían, a diferencia de los Ascendidos, aquellos bendecidos por los dioses, que se quedaban en la edad que tenían cuando recibieron su Bendición. Solo los más viejos de los Ascendidos parecían mayores que una persona de treinta años, y podían vivir una eternidad.
En cualquier caso, tanto los atlantianos como los Ascendidos vivían una cantidad de tiempo inimaginable, la cosa más cercana a la inmortalidad. A los dioses.
No podía ni imaginar lo que sería vivir tanto tiempo. Sacudí un poco la cabeza y seguí leyendo.
En aquella época, los atlantianos eran capaces de transmitir los malos espíritus de su sangre a los mortales, lo cual creaba una criatura violenta y destructiva conocida como Demonio, que comparte algunas de las características físicas de sus creadores. Esta maldición se transmite a través de un beso envenenado…
Un beso envenenado no se refería a dos labios que entran en contacto. Los atlantianos hacían lo mismo que los Demonios, aunque de un modo más… limpio. Los atlantianos mordían y bebían la sangre de los mortales, algo que tenían que hacer para sobrevivir.
Su larguísima esperanza de vida, su enorme fuerza y sus extraordinarias habilidades curativas provenían de alimentarse de mortales, su principal fuente de sustento. Me estremecí.
Tenía que ser un atlantiano el que había mordido y se había alimentado de Malessa, lo cual explicaba cómo podía ser que no hubiese sangre y por qué lucía una palidez tan increíble.
Lo que no explicaba era por qué el atlantiano le había partido el cuello; es decir, la había matado antes de que la maldición pudiese extenderse. ¿Por qué no querría el atlantiano que Malessa se convirtiera? Y, además, el mordisco no estaba precisamente en un sitio que pudiese ocultarse con facilidad. El mordisco en sí sería una advertencia para todos los que lo vieran.
Un atlantiano pululaba entre nosotros.
Cerré el libro y volví a dejarlo con cuidado en la banqueta, mientras pensaba en que mi Ascensión tendría lugar en mi cumpleaños número diecinueve y que los atlantianos alcanzaban cierta mayoría más o menos a esa edad. Tampoco es que fuera una sorpresa. Después de todo, hubo un tiempo en que nuestros dioses habían sido sus dioses.
Pero los dioses ya no apoyaban a los atlantianos.
Salí de la habitación y puse rumbo a la cocina, pero mis ojos se posaron en la salita donde habían encontrado a Malessa. Debería regresar a mis aposentos antes de que el personal de servicio empezara a activarse, pero eso no fue lo que hice. Crucé la sala y fui hasta la puerta, que encontré abierta cuando giré el picaporte. Antes de que pudiera pensar lo que estaba haciendo y dónde estaba, me colé dentro, agradecida de que los candeleros de pared proyectaran un resplandor suave por la habitación. El sofá había desaparecido, el espacio estaba vacío. Las butacas sí que estaban, igual que la mesita redonda de café con un arreglo de flores colocado con cuidado en el centro. Avancé con tiento, sin saber lo que estaba buscando siquiera. Me pregunté si lo sabría cuando lo encontrara.
Aparte de los muebles retirados, nada parecía fuera de lugar, pero noté la habitación extrañamente fría, como si hubiese habido una ventana abierta, solo que no había ventanas a ese lado del gran comedor. ¿Qué había estado haciendo Malessa ahí? ¿Leer un libro o aguardar a otra de las damas en espera o quizás a lady Isherwood? ¿O se habría colado ahí para encontrarse con alguien de su confianza? ¿La habrían atacado por sorpresa?
Un escalofrío bajó bailando por mi columna. No estaba segura de qué era peor: ser traicionado o atacado por sorpresa. En realidad, sí que lo sabía. Ser traicionado sería peor.
Di un paso y me paré en seco al bajar la vista. Había algo detrás de la pata de una de las butacas. Me agaché, metí la mano debajo del mueble y recogí el objeto. Ladeé la cabeza mientras deslizaba un pulgar por la lisa y suave superficie blanca. Era… un pétalo.
Fruncí el ceño cuando me llegó el olor. Jazmín. Por alguna razón se me revolvió el estómago, lo cual era extraño. Ese olor solía gustarme.
Me levanté, miré el jarrón y encontré el origen. Había varios lirios blancos desperdigados por el arreglo floral. Eso sí, ni un jazmín. Fruncí el ceño y bajé la vista hacia el pétalo. ¿De dónde habría salido? Sacudí la cabeza mientras me dirigía hacia el centro de mesa, dejé el pétalo junto con el resto de flores y eché un último vistazo a la habitación. No había sangre sobre la alfombra color crema; de haberse derramado seguro hubiese dejado una mancha.
No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Si habían encontrado alguna prueba, la habrían retirado y, aunque no lo hubiesen hecho, yo no tenía ninguna experiencia en cosas así. Solo quería ser capaz de hacer algo o encontrar algo que acallara nuestros peores temores. Pero no había nada que hacer o que encontrar en esa habitación aparte de lo que era muy probable que fuese la realidad. ¿Y qué opinaba yo de la verdad? Que a menudo podía ser aterradora, sí. Pero con la verdad venía el poder. Y nunca había sido aficionada a esconderme de la verdad.
Había conseguido regresar a mi habitación esa mañana sin mayor contratiempo y acabé quedándome en ella todo el día, lo cual no era demasiado distinto a cualquier otro día. Matsuri había venido un ratito, hasta que una de las institutrices la había hecho llamar. No había nadie confinado, pero pensé que el ataque al menos ralentizaría los preparativos para el Rito. Por supuesto, esa era una idea absurda. Dudaba de que un terremoto fuese capaz de interponerse en el camino del Rito.
Pasé mucho tiempo pensando en lo que le había sucedido a Malessa. Y cuanto más pensaba en por qué el duque querría mentir acerca de que el atacante era un Descendente, más sentido tenía. Era igual que Phillips, el guardia del Adarve, que no había querido hablar de la muerte de Finley para evitar sembrar el pánico entre la gente y que el miedo arraigara. Sin embargo, no explicaba por qué el duque no estaba siendo sincero con la guardia real. Si de verdad había un atlantiano entre nosotros, los guardias tenían que estar , aunque los Ascendidos eran poderosos y fuertes, los atlantianos también lo eran, si no más.
Poco antes del anochecer, Kankuro llamó a mi puerta.
—¿Quieres dar una vueltecita por el jardín? He pensado que podía preguntártelo, a pesar de todo.
—No sé —Eché una mirada hacia las ventanas— ¿Crees que todo irá bien?
—Sí —asintió Kankuro.
En verdad, me hubiera venido bien tomar un poco el aire y despejarme de mis propios pensamientos. Solo era que parecía… No estaba segura… No habían pasado ni veinticuatro horas desde el asesinato de Malessa, y sin embargo parecía que fuese como cualquier otra noche.
—No tienes por qué quedarte aquí dentro —dijo Kankuro. Giré la cabeza hacia él— A menos que sea lo que quieres hacer. Lo que ocurrió ayer por la noche, con esa pobre chica y con el lord, no tiene nada que ver con que puedas seguir disfrutando de ciertas cosas.
Una sonrisita tironeó de mis labios.
—Y es probable que tú estés cansado de montar guardia en el pasillo. —Kankuro se rio entre dientes.
—Es posible.
Sonreí mientras daba un paso atrás.
—Deja que vaya a por mi velo.
Solo tardé unos minutos en ponerme el tocado y estar preparada. Esta vez, no hubo interrupciones en nuestro camino hasta el jardín. No obstante, sí hubo sirvientes que hicieron eso de pararse a mirar, pero a medida que caminaba por el sendero de uno de mis sitios favoritos de todo el castillo, mis preocupaciones y pensamientos obsesivos se fueron disipando, como sucedía siempre. Cuando estaba en el enorme jardín, mi cabeza se calmaba y todo mi mundo dejaba de reconcomerme por dentro.
No pensaba en Malessa y el atlantiano que había conseguido colarse en el castillo. No estaba atormentada por la imagen de Agnes sujetando la mano inerte de su marido ni por lo que había sucedido en la Perla Roja con Indra. Ni siquiera pensaba en la inminente Ascensión ni en lo que había dicho Yamato. En los Jardines de la Reina, solo estaba… presente, en lugar de estar atrapada en el pasado o en el futuro lleno de preguntas e incertidumbres. No estaba segura de por qué los jardines se llamaban como se llamaban. Por lo que sabía, hacía muchísimo tiempo que la reina no iba a Masadonia, pero suponía que el duque y la duquesa tal vez los habían bautizado así en homenaje a ella… En el tiempo en que viví con la reina, jamás la vi poner ni un pie en los exuberantes jardines de palacio.
Miré a Kankuro de reojo. Por lo general, la única amenaza a la que tenía que enfrentarse era algún inesperado aguacero, pero esta noche estaba más alerta de lo que jamás lo había visto en el jardín. Sus ojos no dejaban de escudriñar los numerosos senderos. Solía pensar que estos paseos lo aburrían, pero no se había quejado nunca. Yamato, en cambio, hubiese refunfuñado y mencionado literalmente cualquier otra cosa en la que emplear mejor nuestro tiempo. Ahora que lo pensaba, era probable que Kankuro realmente disfrutara de estas salidas, y no solo porque significaban no estar de guardia ante la puerta de mi habitación.
Un viento fresco sopló a través del jardín, removió las muchas hojas y levantó los bordes de mi velo. Deseé poder quitarme el tocado. Era bastante transparente como para que pudiera ver, pero dificultaba un poco los desplazamientos al atardecer y en lugares poco iluminados. Pasé al lado de una gran fuente presidida por una estatua de mármol y piedra caliza que representaba a una Doncella con velo. El agua caía sin fin del cántaro que sujetaba; el sonido me recordaba a las olas al romper contra la costa, entrando y saliendo de las cuevas del mar Stroud. Una miríada de monedas centelleaba debajo del agua, una ofrenda a los dioses con la esperanza de que concedieran sus deseos al peticionario.
Nos acercábamos ya a los límites del jardín, que daban a un pequeño pero tupido bosquecillo de jacarandás con el que se camuflaban las murallas internas que mantenían al castillo de Teerman separado del resto de la ciudad. Los árboles eran altos, debían de medir más de quince metros, y en Masadonia las vistosas flores color lavanda y con forma de trompeta florecían todo el año. Las hojas solo se caían durante los meses más fríos, cuando la nieve amenazaba, época en la que tapizaban el suelo hasta transformarlo en un mar morado. Eran unos árboles imponentes, aunque yo los apreciaba no solo por su belleza, sino también por lo que proporcionaban. Los jacarandás ocultaban la sección medio derruida del muro que Yamato y yo utilizábamos a menudo para salir del recinto sin ser vistos y acceder a la Arboleda de los Deseos.
Me detuve delante de la masa de enredaderas que reptaban por encima de los enrejados de madera entrelazados, tan anchos como altos eran los jacarandás. Levanté los ojos hacia el cielo que se oscurecía a toda velocidad y luego miré hacia delante. Kankuro se puso detrás de mí.
—Llegamos a tiempo.
Las comisuras de mis labios se curvaron hacia arriba unos instantes.
—Esta noche, sí.
Pasaron solo unos momentos y entonces el sol aceptó su derrota ante la luna. Los últimos rayos abandonaron las enredaderas. Cientos de capullos desperdigados por ellas temblaron y luego, poco a poco, se abrieron para revelar unos lustrosos pétalos del color de una medianoche sin estrellas.
Rosas de floración nocturna.
Cerré los ojos y aspiré el aroma un poco dulzón. Su fragancia era más intensa al abrirse y luego otra vez al amanecer.
—Son preciosas —comentó Kankuro— Me recuerdan a… —Sus palabras terminaron en un gemido estrangulado.
Abrí los ojos de golpe, di media vuelta y un grito de horror se atascó en mi garganta cuando Kankuro se tambaleó hacia atrás, con una flecha clavada en el pecho. Una expresión de incredulidad cruzó su rostro mientras levantaba la barbilla.
—Corre —boqueó. Un hilillo de sangre resbaló por la comisura de sus labios— Corre.
