Ni la historia ni los personajes me pertenecen.


Capítulo 8

—No creo que el hombre que vi en el jardín fuera el Señor Oscuro —le dije a Yamato mientras salíamos del saloncito y pasábamos por debajo de los grandes estandartes blancos con el escudo real bordado en hilo dorado. Nos estaba escoltando a Matsuri y a mí de vuelta a mi habitación— Cuando dijo que iba a darse un festín con mis órganos, se refirió a alguien más. Dijo que no le importaba lo que él tuviera planeado. Si el Señor Oscuro está detrás de todo esto, supongo que el de los planes será él.

—Sospecho que quienquiera que estuviera en el jardín era un Descendente —reconoció Yamato, una mano sobre la empuñadura de su espada corta mientras escudriñaba el amplio vestíbulo como si pudiese haber Descendentes acechando detrás de las macetas de lirios y las estatuas.

Pasamos por al lado de un grupo de damas en espera que se callaron al vernos. Unas cuantas se llevaron la mano a la boca. Si aún no se habían enterado de lo sucedido, ahora sabían que había ocurrido algo más, basadas en la cantidad de sangre que manchaba mi vestido.

—Debimos volver por el camino de siempre —mascullé. Era raro que cualquiera de ellas me viera siquiera, así que verme de esta forma sería la comidilla de la semana.

—Ignóralas. —Matsuri se recolocó de modo que bloqueaba la mayor parte de mí mientras cruzábamos el zaguán. Todavía llevaba el pequeño vial que sabía que yo no tenía ninguna intención de utilizar.

—Tal vez les venga bien verlo —decidió Yamato después de un momento— Lo que ocurrió ayer por la noche y hace un rato debería servir de recordatorio de que estamos en una época de agitación. Todos deberíamos estar ojo avizor. Nadie está realmente a salvo.

Un escalofrío bajó de puntillas por mi columna. El estupor seguía ahí, todo aquello parecía surrealista… Hasta que pensé en Kankuro y entonces me dolió más el pecho que la sien y la mandíbula magulladas.

—¿Cuándo… inhumarán a Kankuro?

—Supongo que mañana por la mañana. —Yamato bajó la vista hacia mí— Sabes que no puedes ir.

Nadie esperaba que los Ascendidos, ni los lores y damas en espera, asistieran al funeral de un guardia. De hecho, simplemente no se hacía.

—Era mi guardia personal y era… un amigo. No me importa lo que se haga o no se haga. No asistí al funeral de Hannes por protocolo, aunque quería hacerlo —La culpabilidad por aquello todavía me reconcomía por dentro, por lo general a las tres de la mañana cuando no podía dormir— Quiero estar ahí para Kankuro.

Dio la impresión de que Matsuri quería discutírmelo pero optó por quedarse callada. Yamato se limitó a suspirar.

—Sabes que Su Excelencia no lo aprobará.

—Rara vez aprueba nada. Esta puede ser otra cosa que añadir a su interminable lista de todas las formas en que lo he decepcionado.

—Saku —me advirtió Yamato, apretando la mandíbula, lo cual me recordó nuestra discusión de anoche— Puedes seguir actuando como si enfadar al duque no sea gran cosa, pero sabes que eso no disminuirá la severidad de su enfado.

Claro que lo sabía, pero esa certeza no cambiaba nada. Estaba más que dispuesta a enfrentarme a las consecuencias, fuesen cuales fueren, como pasaba cuando se trataba de ayudar a los infectados por un Demonio.

—No me importa. Kankuro murió delante de mis narices y no hubo nada que pudiera hacer. Limpié mi… —Se me quebró la voz— Limpié mi daga en su ropa.

Yamato se detuvo cuando entramos en el recibidor. Puso una mano sobre mi hombro.

—Hiciste todo lo que pudiste. —Me dio un apretón suave— Hiciste lo que debías. No eres responsable de su muerte. Él estaba haciendo su trabajo, Saku. Igual que si yo tuviese que morir defendiéndote.

Se me paró el corazón.

—No digas eso. Que no se te ocurra decir eso jamás. Tú no vas a morir.

—Pero algún día moriré. Tal vez tenga suerte y el dios Rhain venga a buscarme en mi sueño, pero también podría deberse a una espada o una flecha —Me miró a los ojos, incluso a través del velo, y se me hizo un nudo en la garganta— No importa cómo o cuándo ocurra. No será tu culpa, Saku. Y te prohíbo malgastar un solo segundo en sentirte culpable.

Las lágrimas enturbiaron su imagen. No podía ni imaginar que le ocurriera algo a Yamato. Ya era bastante duro haber perdido a Hannes y ahora a Kankuro, con los que guardaba una relación casi tan estrecha como con Yamato. Aparte de Matsuri, Yamato era la única persona en mi vida que sabía qué era lo que me mantenía despierta de noche y por qué necesitaba sentir que era capaz de protegerme a mí misma. Yamato sabía más que mi propio hermano. Sería como perder a mis padres otra vez, pero peor, porque los recuerdos de mi madre y mi padre, sus rostros y el sonido de sus voces, se habían ido difuminando con el tiempo. Estaban para siempre atrapados en el pasado, meros fantasmas de quienes fueron. Yamato, sin embargo, existía en el presente, vívido y lleno de detalles.

—Dime que lo entiendes. —Su voz se había suavizado. No lo entendía, pero asentí de todos modos, porque era lo que él necesitaba ver— Kankuro era un buen hombre —Su voz sonó un poco pastosa y, por un momento, el dolor llenó su mirada, lo cual demostraba que también estaba afectado por la muerte de Kankuro, solo que era demasiado profesional para demostrarlo— Sé que no sonó como que opinara así cuando estábamos con Su Excelencia. Mantengo lo que dije. Kankuro se había vuelto demasiado confiado, pero eso nos puede ocurrir a todos, incluso a los mejores. Era un buen guardia y se preocupaba por ti. Él no querría que te sintieras culpable —Me dio otro apretoncito en el hombro— Vamos. Tienes que adecentarte un poco.

En cuanto llegamos a mis aposentos, Yamato registró todo el sitio y se aseguró de que el acceso a las viejas escaleras de servicio estuviera cerrado con llave. Era más que un poco inquietante pensar que creía que debía comprobar la seguridad de mis habitaciones, pero supuse que estaba trabajando con la mentalidad de más vale prevenir que curar.

Antes de que se marchara, recordé una parte de lo que había dicho la duquesa.

—Ese grupo que mencionó la duquesa… ¿Sabes quiénes son?

—No sabía que hubiera habido ningún grupo —Yamato lanzó una miradita a Matsuri, que se afanaba en llevar un montón de toallas limpias a la sala de baño. A menudo hablaba con franqueza delante de ella, pero esto… todo esto parecía diferente— De todos modos, no es que me mantengan al tanto de las idas y venidas de la gente, así que tampoco sería una gran sorpresa.

—O sea que el duque solo estaba tratando de evitar que cundiera el pánico —conjeturé.

—La duquesa siempre ha sido más comunicativa, pero supongo que lo más probable es que el duque le haya dicho la verdad al comandante —Apretó la mandíbula— Debieron informarme de inmediato —Así era, sin importar que ya hubiese sospechado la verdad— Intenta descansar un poco —Puso una mano sobre mi hombro— Estaré justo al otro lado de la puerta si necesitas algo.

Asentí.

Enseguida trajeron una bañera llena de agua caliente que colocaron al lado de la chimenea. A continuación, Matsuri recogió el mugriento vestido que no quería volver a ver jamás. Me hundí en la humeante agua y me concentré en frotar mis manos y piernas hasta que estuvieron rosas por el calor y la fricción. Sin previo aviso, la imagen de Kankuro apareció en mi mente, la expresión de sorpresa en su rostro mientras se miraba el pecho. Apreté los ojos con fuerza y me fui sumergiendo hasta que el agua resbaló por encima de mi cabeza. Aguanté ahí hasta que me ardieron los pulmones y ya no veía la cara de Kankuro. Solo entonces me permití salir a la superficie otra vez. Me quedé ahí sentada, las rodillas magulladas pegadas al pecho, hasta que se me puso la carne de gallina y el agua empezó a enfriarse.

Me levanté de la bañera, me arropé con un grueso albornoz que Matsuri había dejado en una banqueta cercana y caminé descalza por la piedra calentada por el fuego hasta el solitario espejo. Usé la palma de la mano para limpiar el vapor y miré mis ojos verdes. Sasori y yo teníamos los ojos de nuestro padre; los de nuestra madre habían sido castaños. Eso lo recordaba. La reina me había dicho una vez que, excepto por los ojos, era una réplica exacta de mi madre cuando tenía mi edad. Tenía su frente fuerte y su rostro ovalado, pómulos marcados y una boca carnosa.

Ladeé la cabeza para ver mi mejilla. El tenue tono rojizo y magullado de la piel de mi sien y la comisura de la boca apenas se apreciaba. Lo que fuese que el curandero había aplicado a la zona había acelerado en gran medida el proceso de curación. Tenía que ser la misma mezcla que yo usaba para curar los verdugones que tan a menudo surcaban mi espalda.

Aparté ese pensamiento a un lado y examiné mi mejilla izquierda. También se había curado, aunque había quedado una marca. No miraba mis cicatrices a menudo, pero lo hice ahora. Estudié la irregular franja de piel, de un rosa más pálido que el resto, que empezaba justo debajo del nacimiento del pelo y cortaba a través de mi sien hasta casi tocar el ojo izquierdo. La herida ya curada terminaba al lado de mi nariz. Otra herida, más corta y más alta, cruzaba mi frente y cortaba a través de una de mis cejas.

Levanté los dedos húmedos y los apreté contra la cicatriz más larga. Siempre había pensado que mis ojos y mi boca eran demasiado grandes para mi cara, pero la reina decía que a mi madre la habían considerado una belleza. Siempre que la reina Ileana hablaba de mi madre, lo hacía con un afecto dolido. Habían sido buenas amigas y yo sabía que se arrepentía de haberle concedido la única cosa que le había pedido en la vida.

Permiso para rechazar la Ascensión.

Mi madre había sido una dama en espera, entregada a la Corte durante su Rito, pero mi padre no había sido un lord. Mi madre eligió a mi padre por encima de la Bendición de los dioses, y ese tipo de amor era… bueno, tampoco era que tuviese ninguna experiencia al respecto. Lo más probable era que jamás la tuviera y dudaba de que la mayoría de la gente fuese a tenerla, sin importar lo que les deparase el futuro. Lo que mi madre había hecho no tenía precedentes. Había sido la primera y la última en hacerlo jamás. La reina Ileana había comentado en más de una ocasión que si mi madre hubiese Ascendido, tal vez habría sobrevivido a esa noche, aunque esa noche podría no haber ocurrido jamás. Yo no estaría ahí de pie. Como tampoco lo estaría Sasori. Ella no se habría casado con nuestro padre y, de haber Ascendido, jamás hubiese tenido hijos.

Lo que creyera la reina era irrelevante.

Pero cuando la neblina vino por nosotros aquella noche, si mis padres hubiesen sabido defenderse, tal vez los dos seguirían con vida. Esa era la razón de que yo estuviese ahí ahora y no cautiva de un hombre decidido a acabar con los Ascendidos y más que dispuesto a derramar sangre para lograrlo. Si Malessa hubiese sabido cómo defenderse, quizás habría acabado del mismo modo, pero al menos habría tenido una oportunidad.

Mis ojos se posaron una vez más en los de mi reflejo. El Señor Oscuro no me atraparía. Era un juramento por el que estaba dispuesta a matar y morir.

Bajé la mano y me aparté despacio del espejo. Me puse un camisón, dejé un farolillo encendido al lado de la puerta y me metí en la cama. No podían haber pasado más de veinte minutos cuando oí el suave repicar de unos nudillos contra la puerta de al lado. A continuación, me llegó la voz de Matsuri. Rodé hacia la entrada.

—Estoy despierta.

Matsuri entró con sigilo y cerró la puerta a su espalda.

—No… no podía dormir.

—Yo ni siquiera lo he intentado aún —admití.

—Puedo volver a mi habitación si estás cansada —se ofreció.

—Ya sabes que no me voy a quedar dormida pronto.

Di unas palmaditas en el colchón a mi lado. Matsuri se apresuró a cruzar la corta distancia, levantó la esquina de la manta y se metió en la cama conmigo. Se puso de lado, de frente a mí.

—No dejo de pensar en todo lo sucedido y ni siquiera estaba ahí. No puedo ni imaginar lo que está pasando por tu mente —Hizo una pausa— De hecho, supongo que es algo que incluye una venganza sangrienta.

Sonreí a pesar de todo.

—No te equivocas del todo.

—Que sepas que estoy escandalizada —repuso, pero su sonrisa se borró casi al instante— No dejo de pensar en lo irreal que parece todo esto. Primero lo de Malessa y ahora Kankuro. Lo vi justo después de la cena. Estaba tan tranquilo. Y ayer por la mañana me crucé con Malessa. Iba sonriendo, con un ramo de flores en la mano. Es como que… no puedo procesar que se han ido. Ahí un momento y desaparecidos al siguiente, sin previo aviso.

Matsuri era una de las pocas que no habían sufrido ninguna muerte cercana. Sus padres y su hermano y hermana mayores estaban vivos. Aparte de Hannes, nadie a quien conociera bien o viera a menudo había muerto. En cualquier caso, aunque yo estaba bien familiarizada con ella, la muerte era siempre impactante y, como Indra también había dicho, no menos dura o despiadada. Tragué saliva.

—No sé cómo fue para Malessa —Bueno, sabía que tuvo que ser aterrador, pero decirlo en voz alta no ayudaría— Pero para Kankuro fue rápido. Veinte o treinta segundos —precisé— Y entonces se había ido. No hubo mucho dolor, y lo que sufrió terminó pronto.

Matsuri respiró hondo, cerró los ojos.

—Me gustaba. No era tan serio como Yamato ni tan distante como Hannes y los demás. Podía hablar con él.

—Lo sé —susurré, a través del ardor de mi garganta.

Matsuri se quedó en silencio unos momentos.

—El Señor Oscuro —dijo al fin. Abrió los ojos— Parecía más un…

—¿Un mito?

Asintió.

—No es que no creyera que fuera real. Es solo que hablan de él como si fuese el hombre del saco. —Se acurrucó más al fondo y tiró de la manta hasta su barbilla— ¿Qué pasa si el tipo del jardín era el Señor Oscuro y lograste herirlo?

—Eso sería… bastante asombroso, y me jactaría de ello ante ti y ante Yamato hasta el fin de los tiempos. Pero como ya he dicho, no creo que lo fuera.

—Gracias a los dioses que supiste qué hacer —Estiró el brazo por encima de la cama, encontró mi mano y le dio un apretón— Si no…

—Lo sé.

En momentos como este, era difícil recordar que el deber era lo que nos unía, lo que creaba nuestro vínculo. Le devolví el apretón.

—Yo solo me alegro de que no estuvieses conmigo.

—Me gustaría decir que desearía haber estado ahí para que no hubieses tenido que enfrentarte a todo eso tú sola, pero en realidad, me alegro de no haber estado —reconoció— No hubiese sido más que una distracción histérica.

—No es verdad. Te he enseñado a usar una daga…

—Que te enseñen lo básico sobre cómo utilizar un arma es muy distinto de usarla contra una persona viva, que respira —Retiró la mano— Estoy segura de que me hubiese quedado ahí plantada sin dejar de chillar. No me avergüenza reconocerlo y seguro que mis gritos hubiesen llamado antes la atención de los guardias.

—Te habrías defendido —Estaba convencida de ello— He visto lo agresiva que te pones cuando solo queda una tartaleta.

La piel de alrededor de sus ojos se arrugó al reírse.

—Pero eso es por una tartaleta dulce. Empujaría a la duquesa de un balcón para hacerme con la última.

Solté una breve carcajada. Una rápida sonrisa asomó al rostro de Matsuri, pero desapareció pronto, mientras jugueteaba con un hilo suelto de la manta.

—¿Crees que el rey y la reina te harán volver a la capital?

—No lo sé —dije, los músculos de los hombros tensos de pronto.

No era verdad. Si creían que ya no estaba a salvo en Masadonia, no dudarían en ordenar que regresara a la capital, casi un año antes de mi Ascensión. Sin embargo, ese no era el motivo de que el frío de mi pecho se colara hasta en el último rincón de mi ser. La duquesa había demostrado antes que garantizar que nada obstaculizaba la Ascensión era la mayor preocupación. Solo había una manera de garantizar eso.

Tal vez la reina pidiera a los dioses que adelantasen la Ascensión.

Poco después del amanecer, cuando el sol brillaba con más intensidad de lo que recordaba para una mañana tan próxima al invierno, Yamato y yo nos encontrábamos al pie de las Colinas Eternas, bajo los templos de Rhahar, el dios eterno, y Ione, la diosa del renacimiento. Los templos se alzaban imponentes por encima de nosotros, cada uno construido con la más negra piedra del Lejano Este y ambos tan grandes como el castillo de Teerman. Sumían medio valle en sombras, pero no la zona donde estábamos nosotros. Era como si los dioses nos estuviesen iluminando.

Esperamos en silencio mientras levantaban el cuerpo de Kankuro Keal, envuelto en un sudario, y lo depositaban sobre la pira. Yamato se había mostrado resignado cuando me reuní con él, no preparada para entrenar sino vestida de blanco y con velo. Sabía que no me iba a convencer de que no hiciera esto, así que no dijo nada mientras caminábamos hacia el lugar donde se celebraban los funerales de todos los habitantes de Masadonia. A pesar de que mi presencia había atraído muchas miradas de sorpresa, nadie había preguntado por qué estaba allí. Y aunque alguien hubiese dicho algo de camino a la pira, mi decisión era inamovible. Estar ahí era algo que le debía a Kankuro.

Rodeados de miembros de la guardia real y de guardias del Adarve, nos quedamos cerca de la parte de atrás de la pequeña multitud. No quería acercarme más por respeto a los guardias. Kankuro era mi guardia personal, era un amigo, pero era hermano de los demás guardias y su muerte los afectaba de manera diferente.

A medida que el Sumo Sacerdote de túnica blanca hablaba sobre la fuerza y valentía de Kankuro, de la gloria que encontraría en compañía de los dioses, de la vida eterna que le aguardaba, el dolor gélido de mi pecho fue aumentando. Kankuro parecía tan pequeño en la pira… como si se hubiese encogido de tamaño mientras el sacerdote espolvoreaba aceite y sal por todo el cuerpo.

Un aroma dulce llenó el aire.

El comandante de la guardia real, Nagato Akatsuki, se adelantó, la capa blanca que colgaba de sus hombros ondeaba bajo la brisa. En la mano, llevaba una única antorcha. Se giró hacia nosotros y esperó. Tardé un momento en darme cuenta. Yamato. Al ser el compañero de trabajo más cercano a Kankuro, sería el encargado de alumbrar la pira. Hizo ademán de adelantarse, pero se detuvo y me miró. Estaba claro que no quería separarse de mi lado, ni siquiera cuando estaba rodeada por docenas de guardias y era muy improbable que sucediese nada.

Oh, Dios, acababa de darme cuenta de que mi presencia interfería con su deseo o necesidad de presentar sus respetos. No creía, ni por un segundo, que esa fuese la razón de sus reticencias iniciales a mi idea de acudir al funeral la noche anterior, pero ni me había planteado cómo lo afectaría mi decisión. Me sentía como una niñata egoísta. Empecé a decirle que estaría a salvo mientras él presentaba sus respetos.

—Yo la protejo —dijo una voz grave desde detrás de mí, una que no debía de resultarme familiar, pero lo hacía.

Sentí un vértigo repentino, como si estuviese de pie ante un precipicio, pero al mismo tiempo se me aceleró el corazón. Ni siquiera tenía que darme la vuelta para saber quién era.

Indra Ōtsutsuki.

Oh, por todos los dioses.

Después de todo lo ocurrido, casi me había olvidado de él. Casi era la palabra clave, porque esa mañana me había despertado deseando haber esperado a que regresara a la Perla Roja. Que mis enemigos pudieran secuestrarme y utilizarme de alguna manera terrible, o que me mataran antes de tener la posibilidad de experimentar todas las cosas sobre las que la gente solo susurraba, parecían ahora realidades más que aterradoras.

Los acerados ojos azul grisáceo de Yamato se deslizaron por encima de mi hombro. Se produjo un largo y tenso silencio, con varios guardias de testigo.

—¿De veras?

—Con mi espada y con mi vida —repuso Indra. Avanzó para colocarse a mi lado.

El vértigo volvió a mi estómago en respuesta a su promesa, a pesar de saber que eso era lo que decían todos los guardias, daba igual si eran del Adarve o si protegían a los Ascendidos.

—El comandante me ha dicho que eres uno de los mejores del Adarve —La mandíbula de Yamato se endureció mientras hablaba en voz baja para que solo Indra y yo pudiéramos oír— Me dijo que hacía muchos años que no veía un nivel de destreza como el tuyo con un arco o una espada.

—Se me da bien lo que hago.

—¿Y eso es…? —lo retó Yamato.

—Matar.

Esa respuesta sencilla y escueta salida de unos labios que me habían parecido tan suaves como firmes fue un shock. Aunque la palabra no me asustaba. De hecho, tuve más bien la reacción contraria, y es probable que eso hubiese debido inquietarme. O, como muy poco, preocuparme.

—Ella es el futuro de este reino —le advirtió Yamato y yo me estremecí con una extraña mezcla de vergüenza y afecto. Había dicho lo que todo el mundo, desde la duquesa hasta la reina, hubiese dicho, pero sabía que pronunciaba esas palabras por quién era yo, no por lo que representaba— Sé muy consciente de quién está a tu lado.

—Sé bien quién está a mi lado —respondió Indra. Una risita histérica trepó por mi garganta. De verdad que no tenía ni idea de quién estaba a su lado. Por la gracia de los dioses, conseguí reprimir la risa— Está a salvo conmigo —añadió Indra.

Lo estaba… Y no lo estaba.

Yamato me miró y todo lo que pude hacer fue asentir. No podía hablar. Si lo hacía, tal vez Indra reconocería mi voz y entonces… madre mía, no podía ni empezar a imaginar lo que sucedería. Con una última mirada de advertencia en dirección a Indra, Yamato dio media vuelta y fue hasta el guardia que sostenía la antorcha. Mi corazón no se había ralentizado ni un poquito cuando me decidí a echar un rápido vistazo en dirección a Indra.

Al instante, deseé no haberlo hecho.

A la brillante luz del sol mañanero, con el pelo negro azulado retirado de la cara, sus facciones lucían más duras, más severas, y de algún modo aún más hermosas. La línea de sus labios era fina. No había ni asomo de su hoyuelo. Llevaba el mismo uniforme negro que vestía la noche de la Perla Roja, solo que ahora llevaba también la armadura de cuero y hierro del Adarve, un sable a su lado, con la hoja de heliotropo de un profundo color rubí. ¿Por qué se había ofrecido a protegerme justo él? Había guardias reales presentes. Docenas que hubiesen debido hacerlo. Mis ojos recorrieron a los ahí congregados y me di cuenta de que ninguno miraba demasiado tiempo en mi dirección. Me pregunté si sería porque era tan raro que me vieran o si temían un castigo por parte del duque o de los dioses por mirarme siquiera. Su deber indicaba que dieran su vida por alguien a quien no podían mirar durante demasiado tiempo ni acercarse sin permiso so pena de incurrir en una grave falta de respeto. La inquietante ironía de la situación pesaba como una losa sobre mis hombros. Pero Indra era diferente.

No había forma humana de que pudiese saber que había sido yo la de la Perla Roja. Jamás me había oído hablar hasta entonces y dudaba mucho de que mi mandíbula y mi boca fuesen tan reconocibles. La duquesa había dicho que venía de la capital con unas referencias inmejorables y que lo más probable era que se convirtiera en uno de los guardias reales más jóvenes. Si eso era lo que Indra quería, presentarse voluntario de este modo seguro que lo ayudaría. Después de todo, ahora había una vacante repentina e inesperada en la guardia real. ¿No era eso algo macabro que decir?

Un músculo se tensó en su mandíbula, fascinante por un momento. Después recordé por qué estaba ahí, y no era para comerme con los ojos a Indra desde detrás del velo. Deslicé mi mirada hacia Yamato, que se aproximaba ya a la pira. Aspiré un poco de aire y, cuando bajó la antorcha, tuve la tentación de apartar la mirada, de cerrar los ojos. No lo hice. Observé mientras las llamas lamían la madera y el sonido del crepitar de la leña llenaba el silencio. Se me revolvieron las tripas cuando el fuego se avivó de pronto y se extendió por encima del cuerpo de Kankuro, al tiempo que Yamato hincaba una rodilla en tierra delante de la pira y agachaba la cabeza.

—Le haces un gran honor al estar aquí —me dijo Indra en voz baja. Sus palabras me sobresaltaron y giré la cabeza hacia él a toda velocidad. Me estaba mirando, con los ojos tan brillantes que parecía que los dioses habían pulido el ámbar ellos mismos para colocarlo ahí— Nos haces a todos un gran honor al estar aquí.

Abrí la boca para decirle que a Kankuro y a todos ellos se les debía mucho más que el honor de mi presencia, pero me callé a tiempo. No podía arriesgarme.

Los ojos de Indra se deslizaron por mi mandíbula, se demoraron un poco en la comisura de mi boca, donde sabía que la piel estaba inflamada.

—Te hicieron daño —No era una pregunta, sino una afirmación, pronunciada en un tono duro como el granito— Puedes tener la certeza de que no volverá a suceder jamás.