Ni la historia ni los personajes me pertenecen.


Capítulo 9

Tenía la piel empapada en sudor cuando me agaché y giré en redondo; mi larga y gruesa trenza se enroscó a mi alrededor. Lancé una patada y mi pie desnudo impactó contra el lado de la espinilla de Yamato. Pillado con la guardia baja, se tambaleó hacia un costado mientras yo saltaba para ponerme a su lado. Empezó a contraatacar pero se quedó paralizado. Bajó la vista hacia donde yo sujetaba mi daga contra su cuello.

Las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo.

—Yo gano —dije, con una sonrisa.

—No se trata de ganar, Saku.

—¿Ah, no?

Bajé la daga y di un paso atrás.

—Se trata de sobrevivir.

—¿Y eso no es ganar?

Yamato me lanzó una mirada de soslayo mientras se secaba la frente con el brazo.

—Supongo que puedes verlo de ese modo, pero nunca es un juego.

—Ya lo sé. —Envainé la daga pegada a mi muslo. Vestida con unas mallas gruesas y una túnica vieja de Yamato, caminé por el suelo de piedra hacia una ajada mesa de madera. Recuperé mi vaso de agua y di un buen sorbo. Si pudiese vestir así todo el día, todos los días, sería una chica feliz— Aunque si fuese un juego, hubiese ganado.

—Solo me has derrotado dos veces, Saku.

—Sí, pero en ambas ocasiones te hubiese cortado el cuello. Tú me has derrotado tres veces, pero no hubiesen sido más que heridas superficiales.

—¿Heridas superficiales? —Soltó una carcajada seca, cosa rara en él— Solo tú podrías considerar el destripamiento como una insignificante herida superficial. Qué mala perdedora eres.

—Creía que esto no era un juego.

Soltó un bufido.

Me encogí de hombros con una sonrisa mientras me giraba hacia él. Diminutas motas de polvo danzaban a la luz del sol que entraba a raudales por las ventanas abiertas. Hacía mucho que habían quitado los cristales y la habitación era o bien casi gélida y con corrientes en invierno o de un calor insoportable en verano. Pero nadie nos buscaba jamás ahí, así que las temperaturas extremas eran más que manejables. Era la mañana de después del funeral de Kankuro, demasiado temprano para que la mayoría de la gente del castillo estuviera en pie. Casi todo el personal y los habitantes de la fortaleza seguían el horario de los Ascendidos, y tanto los sirvientes como el duque y la duquesa creían que todavía estaba acostada. Solo Matsuri sabía dónde estaba. Ni siquiera Kankuro lo había sabido, puesto que Yamato siempre tenía turno de mañana conmigo.

—¿Qué tal está tu cabeza? —preguntó Yamato.

—Muy bien.

—¿Eso es verdad? —insistió, con una ceja oscura arqueada.

Un tenue magullón entre azul y morado por encima de la sien era todo lo que me quedaba del ataque. La piel de alrededor de mi boca ya no estaba roja. Y sí, tenía un corte superficial en el carrillo al que iba a parar toda la sal que ingería, pero aparte de eso, estaba bien. No lo admitiría jamás, pero que Yamato el día anterior me sugiriera que me lo tomara con calma y descansara era probable que tuviese mucho que ver con ello.

Después del funeral de Kankuro, había pasado el día en mis habitaciones, leyendo uno de los libros que me había llevado Matsuri. Era la historia de dos amantes, desafortunados pero aun así destinados el uno al otro. El título entraba dentro del montón de «Cosas que Sakura tiene prohibido leer», que era prácticamente todo lo que no supusiera algún tipo de material educativo o las enseñanzas de los dioses. Había terminado la novela ayer por la noche y me preguntaba si Matsuri podría conseguirme otra. Lo dudaba mucho. La preparación para el inminente Rito estaba consumiendo gran parte de su tiempo libre. Siempre que Matsuri no podía traerme un libro para leer, simplemente me colaba a hurtadillas en el Ateneo y me servía yo misma. Además, con ese intento de secuestro y lo que le había sucedido a Malessa, no quería que Matsuri estuviese rondando por ahí. Lo cual significaba que yo tampoco debería rondar por ahí sin protección, aunque el Ateneo no estaba demasiado lejos. Solo unas manzanas más allá del castillo y fácil de llegar desde la Arboleda. Disfrazada, nadie sabría que era la Doncella, pero seguía pareciendo demasiado arriesgado e imprudente hacer algo así tan pronto, después del ataque.

—Ayer por la noche me dolía un poco, pero no desde que me he levantado —Hice una pausa— El hombre daba puñetazos como una damisela.

Yamato resopló divertido mientras se acercaba. Deslizó la espada corta en su vaina.

—¿Has dormido bien?

—¿Tengo aspecto de no haber dormido? —pregunté, tras plantearme mentirle.

Yamato se detuvo delante de mí.

—Rara vez duermes bien. Supongo que lo que te ocurrió con Kankuro habrá exacerbado tu ya de por sí escasa capacidad para conciliar el sueño.

—Oh, ¿estás preocupado por mí? —me burlé— Eres un padrazo.

Puso cara de sufrimiento.

—Deja de esquivar mis preguntas, Saku.

—¿Por qué? Se me da genial.

—En realidad, no.

Puse los ojos en blanco y suspiré.

—Me costó un rato dormirme, pero hace tiempo que no tengo pesadillas.

Los ojos de Yamato rebuscaron en los míos, como si intentara determinar si estaba mintiendo. De hecho, era probable que pudiese hacerlo. No estaba mintiendo… del todo. No había tenido una pesadilla desde que fui a la Perla Roja y no estaba muy segura de la razón.

A lo mejor, quedarme dormida pensando en lo que había sucedido en la Perla Roja había cambiado de algún modo mi cerebro y lo había alejado de antiguos traumas. Si era así, no pensaba mirarle los dientes a ese caballo regalado.

—¿Quién crees que va a sustituir a Kankuro? —pregunté, para cambiar de tema antes de que pudiese seguir por esa vía de interrogatorio.

—No estoy seguro, pero supongo que lo decidirán pronto.

Mi cabeza se fue de inmediato hacia Indra, aunque era imposible que estuviese entre los candidatos, no cuando había muchos otros guardias en el Adarve que llevaban ahí muchísimo más tiempo que él. De todos modos, la pregunta pareció brotar de mis labios sin querer.

—¿Crees que será el que vino de la capital hace poco? ¿El guardia que se colocó a mi lado en el funeral?

El que me había asegurado que no volverían a hacerme daño.

—¿Te refieres a Indra? —preguntó Yamato, al tiempo que guardaba su otra espada.

—Oh, ¿se llama así?

Yamato levantó la vista hacia mí.

—Mientes fatal.

—¿Por qué? —Fruncí el ceño— ¿Sobre qué se supone que estoy mintiendo?

—¿No sabías su nombre?

Recé porque mis mejillas sonrojadas no me delataran y crucé los brazos delante del pecho.

—¿Por qué habría de saberlo?

—Todas las mujeres de esta ciudad conocen su nombre.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Sus labios vibraron como si estuviese reprimiendo una sonrisa.

—Es un joven muy guapo, o eso me han dicho, y no hay nada malo en que te fijes en él —Apartó la mirada— Siempre que eso sea todo lo que hagas.

Entonces sí que me sonrojé, porque había hecho mucho más que solo fijarme en Indra.

—¿Exactamente cuándo hubiese tenido ocasión de hacer algo más que fijarme en él, cosa que, te recuerdo, está estrictamente prohibida?

Yamato se rio de nuevo y fruncí el ceño aún más.

—¿Cuándo has dejado de hacer algo porque estuviera prohibido?

—Esto es diferente —protesté, sin dejar de preguntarme si los dioses me castigarían por mentir con tanto descaro— ¿Y cuándo tendría la oportunidad siquiera de hacer algo así?

—De hecho, me alegro de que saques el tema. Tus aventuritas van a tener que terminar.

Se me hizo un nudo en el estómago.

—No tengo ni idea de a qué te refieres.

Yamato ignoró mi respuesta.

—No he dicho nada en el pasado acerca de tus escapaditas con Matsuri, pero después de lo sucedido en el jardín, tienen que terminar —Cerré la boca de golpe— ¿Creías que no lo sabía? —Su sonrisa fue lenta y engreída— Te observo aun cuando crees que no lo hago.

—Vaya, eso es… raro. —Ni siquiera quería saber si estaba al tanto de mi excursión a la Perla Roja.

—Raro o no, solo recuerda lo que te he dicho la siguiente vez que pienses en salir a hurtadillas en medio de la noche —Antes de que pudiera contestar, Yamato siguió hablando— Y en cuanto a Indra, diría que, por su edad, su nombramiento como tu guardia personal es improbable.

—¿Pero?

Mi corazón empezó a latir con fuerza y apenas fui consciente de que Yamato retiraba el vaso de mis manos.

—Pero tiene un talento excepcional, más que muchos de los guardias reales actuales. Ayer no estaba alimentando su ego cuando dije eso. Vino aquí, con muy buenas referencias de la capital y parece haber estrechado lazos con el comandante Akatsuki —Se terminó mi vaso de agua— No me sorprendería demasiado si al final lo ascendieran antes que a otros.

Mi corazón había empezado a estrellarse contra mis costillas.

—Pero… ¿para convertirse en mi guardia personal? Seguro que alguien que esté más familiarizado con la ciudad sería mejor opción.

—De hecho, lo mejor sería alguien nuevo y con menos probabilidades de ser autocomplaciente —me corrigió— Él vería las cosas de manera diferente a como lo hacemos muchos de nosotros que llevamos años por aquí. Vería puntos débiles y amenazas que nosotros podríamos pasar por alto debido a la monotonía. Y ayer demostró que no tiene problema en dar un paso al frente cuando todos los demás se quedaron al margen.

Todo eso tenía sentido, pero… no podía convertirse en mi guardia real personal. Si lo hacía, tendría que hablar con él en algún momento y, si hacía eso, seguro que acabaría por reconocerme. Y entonces ¿qué? Si tenía buena relación con el comandante y estaba decidido a ascender pronto, seguro que me delataría. Después de todo, los guardias de más alto rango, los que tenían una oportunidad de vivir hasta disfrutar de una jubilación bien remunerada, eran los guardias reales que protegían al duque y la duquesa de Masadonia.

Durante el día, cuando el sol estaba alto, el Gran Salón, donde tenían lugar los Consejos semanales y las grandes celebraciones, era una de las habitaciones más bonitas de todo el castillo. Una hilera de ventanas más altas que la mayoría de las casas de la ciudad y espaciadas cada seis metros permitían que el brillante y cálido sol bañara los suelos y las paredes de pulida piedra caliza blanca. Las ventanas ofrecían vistas a los jardines a la izquierda y a los templos sobre las Colinas Eternas. Unos gruesos tapices blancos colgaban entre las ventanas, tan largos como ellas, el escudo real dorado bordado en el centro de cada estandarte. Una serie de columnas de un blanco cremoso, decoradas con motas doradas y plateadas, recorrían la larga y ancha sala. Flores de jazmín blancas y moradas trepaban desde urnas plateadas, perfumando el aire con su aroma dulce, como a tierra mojada. El techo pintado a mano era la verdadera obra maestra del Gran Salón. Todos los dioses nos observaban desde lo alto. Ione y Rhahar. La exuberante y pelirroja Aios, diosa del amor, la fertilidad y la belleza. Saion, con su piel oscura, dios del cielo y la tierra (era tierra, viento y agua). A su lado estaban Theon, el dios de la concordia y la guerra, y su gemela Lailah, la diosa de la paz y la venganza. La morena diosa de la caza, Bele, armada con su arco. Estaba Perus con su pelo blanco, el pálido dios del Rito y la prosperidad. A su lado, Rhain, el dios del hombre común y los finales. Y después estaba mi tocaya, Sakura, la diosa de la sabiduría, la lealtad y el deber, cosa que encontraba muy irónica. Todos sus rostros estaban representados con un realismo vívido e impactante; todos menos el de Jiraya, el rey de todos los dioses, que había pronunciado la primera Bendición. Su rostro y su figura no eran más que brillante luz de luna plateada. Sin embargo, ahora que estaba de pie en el estrado elevado, con la duquesa sentada a mi derecha, no había rayos de sol que entraran por las ventanas, solo la oscura noche. Varios candeleros de pared y lámparas de aceite, colocados para proporcionar la mayor luz posible, proyectaban un resplandor dorado por todo el Salón.

Los dioses no paseaban al sol. Así que los Ascendidos tampoco lo hacían… ¿Cómo se habría adaptado Sasori a eso? Cuando los días eran soleados, era fácil encontrarlo al aire libre, escribiendo en uno de sus diarios, anotando todas las historias que su mente imaginaba. ¿Escribiría ahora a la luz de la luna? Me enteraría más pronto que tarde si me llevaban de vuelta a la capital.

Sentí un arrebato de ansiedad, pero aparté ese pensamiento a un lado antes de que la inquietud pudiese extenderse. Paseé la vista por la muchedumbre que llenaba el Gran Salón, fingiendo que no buscaba una cara en particular y fracasando estrepitosamente.

Sabía que Indra estaba ahí. Siempre lo estaba, pero todavía no lo había visto.

Llena de energía nerviosa, crucé y descrucé las manos mientras alguien, un banquero, seguía alabando a los Teerman.

—¿Estás bien?

Yamato agachó la cabeza y mantuvo la voz lo bastante baja como para que solo yo lo oyera. Me volví hacia la izquierda de manera casi imperceptible y asentí.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque llevas retorciéndote como si tuvieras arañas dentro del vestido desde el principio de esto —respondió.

¿Arañas en el vestido? Si tuviese arañas en el vestido, no me retorcería; chillaría y me arrancaría toda la ropa, sin importar quién pudiese verme.

No estaba segura de qué era lo que me producía semejantes nervios. Bueno, si tenía en cuenta todo lo que había pasado los últimos días, había una miríada de cosas, pero me daba la sensación de que… era más que eso. Había empezado después de separarme de Yamato, un breve dolor de cabeza que atribuí al puñetazo y quizás a haberme excedido durante el entrenamiento; aunque jamás lo reconocería. Después de comer se había difuminado, solo para ser sustituido por un aluvión de energía nerviosa. Me recordaba al efecto de la mezcla de granos de café que Sasori había enviado desde la capital. Matsuri y yo habíamos bebido solo media taza y ninguna de las dos pudimos estarnos quietas durante todo el día.

Hice un esfuerzo más consciente por mantener la calma y deslicé la vista hacia la izquierda, hacia los jardines en los que tanta paz había encontrado en el pasado. Me dolía el pecho. No había ido a los jardines ayer por la noche ni en ningún momento del día de hoy. No me habían prohibido ir, pero sabía que, si salía, estaría rodeada por guardias. No podía ni imaginar lo que pasaría en el inminente Rito. En cualquier caso, no creía que fuese a poder volver a los jardines nunca más, sin importar lo mucho que me gustara el recinto y las rosas que allí había. Incluso ahora, solo mirar el oscuro contorno del jardín a través de las ventanas me trajo una imagen de los ojos vidriosos de Kankuro.

Aspiré una pequeña bocanada de aire y aparté la vista del jardín para mirar a la cabecera del Salón. Los miembros de la Corte, aquellos que habían Ascendido, eran los más cercanos, colocados a ambos lados del estrado. Detrás de ellos estaban los lores y damas en espera, entre los que se encontraban varios guardias reales, los hombros cubiertos por capas blancas con el escudo real. Comerciantes y hombres de negocios, aldeanos y peones… Todos ellos abarrotaban la sala. Habían acudido a solicitar a la Corte una cosa u otra, a presentar sus quejas o a ganarse el favor de Su Excelencia el duque o la duquesa.

Muchos de los presentes nos miraban boquiabiertos del asombro. Para algunos, esta era la primera vez que veían a la duquesa de Teerman, una belleza de pelo castaño, o al elegante y apuesto duque, cuyo pelo era tan rubio que parecía casi blanco. Para muchos, esta era la primera vez que estaban tan cerca de un Ascendido. Tenían aspecto de estar en presencia de los mismísimos dioses y, en cierto modo, supuse que así era. Los Ascendidos eran descendientes de los dioses, por sangre, aunque no fuese por nacimiento. Y luego estaba… yo.

Casi ninguno de los plebeyos presentes en el Gran Salón había visto jamás a la Doncella. Solo por eso, era la destinataria de un montón de miradas rápidas y curiosas. Supuse que la noticia de la muerte de Malessa y mi intento de secuestro también habría corrido como la pólvora y estaba segura de que contribuía a la curiosidad y al zumbido de energía ansiosa que parecía impregnar todo el Salón. Excepto en el caso de Matsuri, que parecía medio dormida mientras estaba ahí de pie. Me mordí el carrillo por dentro cuando la vi disimular un bostezo. Ya llevábamos casi dos horas y me pregunté si a los Teerman les dolería el culo tanto como empezaban a dolerme a mí los pies.

Probablemente, no.

Los dos parecían muy cómodos. La duquesa iba enfundada en seda amarilla e incluso yo podía reconocer que el duque estaba muy atractivo con sus pantalones y su frac. Siempre me recordaba a la pálida serpiente con la que me había topado una vez en la playa de niña. Preciosa de mirar, pero su mordedura era peligrosa y a menudo letal.

Reprimí un suspiro cuando el banquero empezó a hablar del gran liderazgo de los duques. Empecé a mirar hacia los templos…

Y lo vi.

Indra.

Un extraño revoloteo cosquilloso se instaló en mi pecho al verlo. Estaba entre dos columnas, los brazos cruzados delante del ancho pecho. Igual que anoche, no había ninguna medio sonrisa burlona en su rostro y sus facciones bien hubiesen podido considerarse severas de no ser por los rebeldes mechones de pelo negro azabache que caían por su frente y suavizaban su expresión. Una hormigueante sensación de exposición bajó por mi columna y se extendió como diminutos bultitos por toda mi piel. Indra tenía los ojos levantados hacia el estrado, hacia donde yo estaba, e incluso desde el otro lado de la sala y desde detrás del velo, hubiese podido jurar que nuestras miradas se cruzaron. El aire salió de golpe de mis pulmones y el salón entero pareció difuminarse y quedarse en silencio mientras nos mirábamos.

Mi corazón aporreó con fuerza contra mi pecho mientras mis manos se abrían y cerraban por voluntad propia. Me estaba mirando a mí, aunque lo mismo hacían muchos otros. Incluso los Ascendidos se quedaban pasmados mirándome muchas veces.

Era una curiosidad, una atracción de feria exhibida una vez a la semana como recordatorio de que los dioses podían intervenir de manera activa en nacimientos y en vidas. Aun así, notaba las piernas raras y el pulso alterado, como si hubiese pasado la última hora practicando diferentes técnicas de combate con Yamato.

Magnus, uno de los secretarios del duque, llamó mi atención al nombrar a los siguientes en hablar.

—El señor y la señora Tulis han solicitado decir unas palabras, Sus Excelencias.

Vestidos con ropa simple pero limpia, una pareja rubia salió de detrás de un grupo de personas que esperaba hacia el final de la sala. El marido había pasado el brazo alrededor de los hombros de su esposa, más bajita, y la mantenía cerca de su lado. Con el pelo retirado de un rostro palidísimo, la mujer no llevaba joyas pero sujetaba un pequeño fardo bien envuelto entre los brazos. El fardo se removió cuando se acercaron al estrado, y unos diminutos brazos y piernas estiraron la pálida manta azul. El matrimonio tenía los ojos clavados en el suelo, las cabezas gachas. No levantaron la vista, no hasta que la duquesa les dio permiso para hacerlo.

—Podéis hablar —les indicó, su voz cautivadoramente femenina y cargada de una dulzura sin fin.

Sonaba como alguien que jamás hubiese levantado la voz o la mano por enfado. Y así era. Por enésima vez, me pregunté exactamente qué tenían ella y el duque en común. No podía recordar la última vez que los había visto tocarse; aunque tampoco es que eso fuese necesario para que los Ascendidos se casaran.

A diferencia de otras personas, saltaba a la vista que el Sr. y la Sra. Tulis compartían profundos sentimientos el uno por el otro. Se notaba en la forma en que el Sr. Tulis sujetaba a su mujer cerca, la forma en que ella levantó la mirada, primero hacia él y luego hacia la duquesa.

—Gracias. —Los ojos nerviosos de la mujer saltaron hacia el duque— Excelencia.

El duque de Teerman hizo un sutil gesto con la cabeza en aquiescencia.

—Es un placer —dijo— ¿Qué podemos hacer por vosotros y vuestra familia?

—Estamos aquí para presentar a nuestro hijo —explicó la mujer, girándose de modo que el fardo mirara hacia el estrado. La carita del bebé estaba arrugada y roja, parpadeó con sus grandes ojos.

La duquesa se inclinó hacia delante, las manos aún cruzadas en el regazo.

—Es una monada. ¿Cómo se llama?

—Tobias —contestó el padre— Se parece a mi mujer; es adorable, si se me permite decirlo, Excelencia.

Mis labios se curvaron en una sonrisa.

—Lo es —confirmó la duquesa, asintiendo— Espero sinceramente que todo os vaya bien a vosotros y al bebé.

—Sí, así es. Yo estoy muy bien y el bebé está sano y ha sido una verdadera alegría. Una bendición. —La Sra. Tulis se enderezó, con el bebé bien sujeto contra el pecho— Le queremos mucho.

—¿Es vuestro primer hijo? —preguntó el duque.

La nuez del Sr. Tulis se movió arriba y abajo cuando tragó saliva.

—No, Excelencia, no lo es. Es nuestro tercer hijo.

La duquesa dio una palmada.

—Entonces, Tobias es una verdadera bendición, una que recibirá el honor de servir a los dioses.

—Por eso estamos aquí, Excelencia —El hombre dejó caer el brazo de los hombros de su mujer— Nuestro primer hijo… nuestro querido Jamie… él… murió hace solo tres meses —El Sr. Tulis se aclaró la garganta— Una enfermedad de la sangre, según nos dijeron los curanderos. Fue todo muy rápido. Un día estaba bien, correteando por todas partes y metiéndose en todo tipo de líos. Y después, a la mañana siguiente, no se despertó. Aguantó unos días más, pero luego nos dejó.

—Siento muchísimo oír eso. —El dolor inundó la voz de la duquesa, que se echó hacia atrás en su asiento— ¿Y qué pasa con el segundo hijo?

—Lo perdimos a causa de la misma enfermedad que se llevó a Jamie —La madre empezó a temblar— Con un año recién cumplido.

¿Habían perdido a dos hijos? Me dolía el corazón solo de pensarlo. Incluso con las pérdidas que yo había experimentado en mi vida, no podía ni empezar a imaginar el tipo de aflicción que debía sentir un padre cuando perdía a un hijo; no digamos ya a dos. Si estirara mi don hacia ellos, seguro que querría hacer algo al respecto, pero no podía. Ahí no. Así que lo reprimí.

—Es una verdadera tragedia. Espero que encontréis consuelo en la certeza de que vuestro querido Jamie está con los dioses, junto con vuestro segundo hijo.

—Sí, eso nos consuela. Es lo que nos ha permitido superar su pérdida. —La Sra. Tulis meció al bebé—. Hemos venido hoy con la esperanza de… a pedir…

Dejó la frase a medio terminar, parecía incapaz de hacerlo. Su marido le tomó el relevo.

—Hemos venido aquí hoy a pedir que nuestro hijo no esté obligado a participar en el Rito cuando le llegue la edad.

Una exclamación ahogada se extendió por la sala, procedente de todos los rincones al mismo tiempo. Los hombros del Sr. Tulis se pusieron tensos, pero hizo lo imposible por continuar.

—Sé que es mucho pedir de sus excelencias y de los dioses. Es nuestro tercer hijo, pero hemos perdido a los dos primeros y los curanderos le han dicho a mi mujer que no debería tener más, por mucho que lo desee. Es el único hijo que nos queda. Y será nuestro último hijo.

—Pero sigue siendo el tercero —respondió el duque y noté un inmenso vacío en el pecho— Que vuestro primer hijo haya salido adelante o no es algo que no cambia que vuestro segundo hijo, y ahora el tercero, estén destinados a servir a los dioses.

—Pero no tenemos más hijos, Excelencia. —El labio inferior de la Sra. Tulis temblaba mientras su pecho subía y bajaba de manera espasmódica— Si volviera a quedarme embarazada, podría morir. Nosotros…

—Lo entiendo —El tono de voz del duque no había cambiado— Y vosotros debéis entender que, aunque los dioses nos han concedido gran poder y autoridad, el tema del Rito no es algo que podamos cambiar.

—Pero pueden hablar con los dioses.

El Sr. Tulis hizo ademán de acercarse, pero se paró en seco cuando varios guardias reales dieron un paso adelante. Un murmullo grave brotó entre los asistentes. Miré hacia donde estaba Indra. Observaba el desarrollo de lo que yo ya consideraba la tercera tragedia de los Tulis con la mandíbula tan dura como la piedra caliza que nos rodeaba. ¿Tendría un segundo o tercer hermano o hermana que hubiera sido entregado al Rito? ¿Uno que podría entrar al servicio de la Corte y recibir la Bendición de los dioses, y otro al que no volvería a ver jamás?

—Pueden hablar con los dioses en nuestro nombre, ¿no es así? —preguntó el Sr. Tulis, la voz tan rasposa como la arena—. Somos buenas personas.

—Por favor —Empezaron a rodar lágrimas por las mejillas de la madre y mis dedos estaban ansiosos por tocarla, por aliviar su dolor, aunque fuese solo un ratito— Les rogamos que al menos lo intenten. Sabemos que los dioses son misericordiosos. Hemos rezado a Aios y Jiraya cada mañana y cada noche para que nos concedieran este regalo. Todo lo que pedimos es…

—Lo que pedís no puede ser concedido. Tobias es vuestro tercer hijo y este es el orden natural de las cosas —sentenció la duquesa. Un sollozo desgarrador salió de la garganta de la mujer— Sé que es duro y que ahora os duele, pero vuestro hijo es un regalo a los dioses, no un regalo de ellos a vosotros. Por eso nunca les pediríamos algo así.

¿Por qué no? ¿Qué daño podía haber en preguntar? Seguro que había suficientes hijos al servicio de los dioses como para que un solo niño no alterase el orden natural de las cosas. Además, sí que se habían hecho algunas excepciones en el pasado. Mi hermano era prueba de ello.

Muchos de los presentes parecían paralizados por la estupefacción, como si no pudiesen creer la audacia de lo que ese matrimonio estaba pidiendo. Sin embargo, había otros cuyos rostros estaban empapados en lágrimas de compasión y contorsionados por la ira. Tenían los ojos clavados en el estrado, en el duque y la duquesa de Teerman. Y en mí.

—Por favor. Se lo suplico. Se lo suplico. —El padre se dejó caer de rodillas, las manos cruzadas como para rezar.

Ahogué una exclamación y se me comprimió el pecho. No estaba segura de cómo había sucedido ni por qué, pero había perdido el control de mi don y mis sentidos se abrieron. Aspiré una brusca bocanada de aire cuando el dolor me inundó en olas gélidas. Su potencia me sacudió las rodillas y apenas podía respirar.

Un segundo después, sentí la mano de Yamato sobre mi espalda y supe que estaba preparado para retenerme si decidía ir hacia ellos. Me costó un esfuerzo sobrehumano quedarme ahí parada y no hacer nada.

Aparté los ojos del Sr. Tulis y me obligué a respirar hondo y con regularidad. Mis ojos, muy abiertos, pasearon por la multitud mientras imaginaba un muro en mi mente, uno tan grande como el Adarve, tan alto y grueso que no podía atravesarlo el dolor de nadie. Eso siempre había funcionado en el pasado y funcionó ahora. Las garras de dolor aflojaron su presión, pero… Mi mirada quedó atascada en un hombre rubio. Estaba varias filas más atrás, la barbilla baja y gran parte de su rostro oculto entre las sombras de la cortina de pelo que caía hacia delante. Sentí… algo que quemaba a través del muro que había levantado, pero no parecía aflicción. Lo noté caliente, como dolor físico, pero era… Noté un sabor amargo en la parte de atrás de la garganta, como si hubiese tragado ácido. El hombre tenía que sufrir algún dolor, pero…

Desconcertada, cerré los ojos y reconstruí el muro hasta que lo único que sentía eran los fuertes latidos de mi corazón. Después de unos segundos, fui capaz de aspirar una bocanada de aire algo más profunda, más fuerte y, por fin, esa extraña sensación desapareció. Abrí los ojos mientras el padre suplicaba.

—Por favor. Amamos a nuestro hijo —rogó— Queremos criarlo para que sea un buen hombre, para…

—Será criado en los templos de Rhahar y Ione, donde cuidarán de él mientras esté al servicio de los dioses como se ha hecho siempre desde la primera Bendición —La voz del duque no dejaba lugar a discusión y los sollozos de la mujer se intensificaron— A través de nosotros, los dioses os protegen a todos y cada uno de vosotros de los horrores que hay al otro lado del Adarve. De lo que viene en la neblina. Y todo lo que debemos hacer a cambio es proporcionarles servicio. ¿Estáis dispuestos a enfadar a los dioses para quedaros a un niño en casa, hasta que crezca y se haga mayor o quizás enferme y muera?

El Sr. Tulis negó con la cabeza, su rostro perdió todo el color.

—No, Excelencia, no querríamos arriesgarnos a eso, pero es nuestro hijo…

—Pero eso es lo que pedís —lo interrumpió el duque— Un mes después de su nacimiento, lo entregaréis a los Sumos Sacerdotes y os sentiréis honrados de hacerlo.

Incapaz de seguir mirando esos rostros empapados en lágrimas, cerré los ojos de nuevo y deseé poder ahogar de algún modo los sonidos de su desolación. Sin embargo, aunque pudiese, no los olvidaría. Y en verdad, necesitaba oír su dolor. Necesitaba ser testigo de esto y recordarlo. Servir a los dioses en los templos era un honor, pero esto seguía siendo una pérdida.

—Dejad de llorar —imploró la duquesa— Sabéis que esto es lo correcto y lo que los dioses han solicitado.

Sin embargo, no parecía lo correcto. ¿Qué daño podía haber en pedir que un solo niño se quedara en casa con sus padres? Para crecer, vivir y convertirse en un miembro útil de la sociedad. Ni el duque ni la duquesa darían el brazo a torcer para conceder un favor tan sencillo. ¿Cómo podría cualquier mortal no sentirse conmovido por las súplicas de la madre, su llanto, y la impotencia desolada de su marido?

Pero ya conocía la respuesta a eso. Los Ascendidos ya no eran mortales.