Ni la historia ni los personajes me pertenecen.
Capítulo 14
Los dioses me concedieron un pequeño favor. Cuando salí de la suite del duque, Indra no me estaba esperando, y eso fue una bendición. No tenía ni idea de cómo hubiese podido ocultarle lo que acababa de suceder.
En su lugar, era Yamato el que esperaba en silencio al lado de los dos guardias reales. Ninguno de los dos me miró cuando salí al recibidor, tenía la piel pálida y cubierta de una película de sudor frío. ¿Sabían lo que sucedía en la oficina del duque? No había hecho ni un ruido, ni siquiera cuando lord Shimura se había colocado al lado del escritorio y había retirado mi brazo del pecho para colocarlo al lado del otro. Ni siquiera cuando los bastonazos sexto y séptimo habían parecido relámpagos cruzando por mi espalda y Shimura había observado con ojos ávidos cada azote que era absorbido por mi cuerpo. Si los guardias eran conscientes de lo que sucedía ahí, no había nada que pudiera hacer al respecto, ni tampoco por la amarga punzada de vergüenza que de algún modo quemaba más que mi espalda. Pero Yamato lo sabía. Su certeza se notaba en las profundas arrugas que enmarcaban su boca mientras caminábamos hacia las escaleras y cada paso tironeaba de mi piel inflamada. Esperó hasta que la puerta de las escaleras se cerró a nuestra espalda, momento en el cual se detuvo en el rellano, con sus pálidos ojos azules cargados de preocupación al mirarme.
—¿Cómo es de grave?
Me temblaban las manos mientras las apretaba contra la falda de mi vestido.
—Estoy bien. Solo necesito descansar.
—¿Bien? —Sus mejillas bronceadas se enrojecieron de rabia— Tienes la respiración acelerada y caminas como si cada paso fuese un desafío. No tienes por qué disimular conmigo.
Ya lo sabía, pero me daba la sensación de que admitir lo mal que me encontraba era darle a Teerman lo que quería.
—Podría haber sido peor.
—No debería ocurrir en absoluto —masculló, con las aletas de la nariz muy abiertas. No podía discutírselo— ¿Te ha roto la piel? —preguntó.
—No. Solo hay magullones.
—Solo magullones —Su risa sonó áspera, sin humor alguno— Hablas como si no fuesen más que arañazos. ¿Por qué te ha castigado esta vez?
—¿Acaso necesita una razón? —Mi sonrisa salió cansada y la noté quebradiza, como si pudiese agrietar toda mi cara— Estaba molesto por mi falta de compromiso durante el tiempo que paso con las sacerdotisas. Y hoy, mientras estaba en el atrio, aparecieron dos damas en espera. No estaba contento con eso.
—¿Cómo puede ser eso culpa tuya?
—¿Acaso tiene que ser culpa mía?
Yamato se quedó ahí mirándome por un momento, en silencio.
—¿Y esa es la razón por la que te ha pegado con la vara?
Asentí.
Mis ojos se posaron en la ventana ovalada más cercana. El sol se había puesto mientras estaba en la suite, las escaleras ya no eran tan luminosas ni cálidas como antes.
—Tampoco le gustó mi actitud durante la reunión de ayer. No es que sea la ofensa más trivial por la que me ha castigado.
—Por eso te dije que debías tener cuidado, Saku. Si te azota por estar en una habitación cuando entran otras personas, ¿qué crees que haría si se enterara de tus aventuritas?
—¿Y si se enterara de que llevo años entrenando como cualquier guardia? —Mis hombros se tensaron, el movimiento tiró de mi piel— Me azotaría, por supuesto. Y lo más probable es que fuesen más de siete bastonazos —La piel dorada de Yamato palideció— El duque podría pedirle a la reina que me encontrara indigna. Y tal vez los dioses ya opinen así —continué— pero como has dicho antes, mi Ascensión ocurrirá, haga lo que haga. Pero ¿tú? ¿Qué pasaría contigo, Yamato, si se descubriera que me has estado entrenando?
—No importa lo que puedan o no puedan hacerme —No hubo ni un segundo de vacilación en sus palabras— Saber que puedes protegerte es un riesgo que merece la pena correr. Aceptaría encantado cualquier castigo que me impusiesen y no me arrepentiría de lo que he hecho.
Levanté la barbilla y le sostuve la mirada.
—Y ser capaz de defender mi hogar, a aquellos que me importan, y mi vida merece el riesgo de cualquier cosa que pueda suceder.
Se quedó callado unos momentos y entonces sus ojos azul hielo se cerraron. Quizás estuviese invocando una oración para tener paciencia, algo que sabía que había hecho muchas veces antes.
Eso trajo otra sonrisita a mis labios.
—Tengo cuidado, Yamato.
—Tener cuidado no parece importar —Abrió los ojos— Me gusta la idea de que la reina te haga volver a la capital más pronto que tarde.
Me estremecí, pero empecé a bajar las escaleras.
—¿Porque entonces no tendría que soportar las lecciones del duque?
—Exacto —Era una buena perspectiva, sobre todo porque planeaba contárselo todo a la reina— ¿Estaba solo? Les pregunté a los guardias, pero fingieron no saber quién más estaba en la habitación con él —explicó.
Siempre sabían quién estaba con el duque. Era solo que no habían querido que Yamato lo supiera y yo… yo tampoco.
—Estaba solo —No contestó; no estaba segura de si eso significaba que me creía o no. Decidí que era hora de cambiar de tema— ¿Cómo supiste dónde estaba?
Yamato iba tan solo un paso por detrás de mí.
—Indra envió a uno de los secretarios del duque a buscarme. Estaba… preocupado por ti.
Mi corazón se atascó un momento.
—¿Por qué?
—Dijo que tanto tú como Matsuri parecíais consternadas por la citación del duque —explicó Yamato— Creyó que yo podría decirle por qué.
—¿Y lo hiciste?
—Le dije que no había de qué preocuparse y que yo me encargaría de tu protección el resto del día —Yamato frunció el ceño mientras me tomaba del brazo de manera casual para ayudarme un poco— No se mostró demasiado receptivo que digamos, así que tuve que recordarle que soy su superior.
Mis labios hicieron una mueca al oír eso.
—Estoy segura de que eso cayó muy bien.
—Tan bien como una avalancha.
Llegamos al siguiente piso. La idea de que me estaba acercando a mi cama era lo que me mantenía en marcha mientras daba vueltas a lo que había hecho Indra.
—Es… bastante observador, ¿verdad? E intuitivo.
—Sí —dijo Yamato con un suspiro. Era obvio que creía que eso no era bueno— Lo es.
Tres docenas de antorchas ardían más allá del Adarve, sus llamas eran como un faro de luz en la inmensa oscuridad, una promesa de seguridad para la adormilada ciudad.
Lancé una mirada de anhelo a la cama y solté un suspiro cansado mientras retorcía el final de mi trenza. Unas pesadillas sobre una noche diferente me habían desvelado, además de dejarme con la piel empapada de sudor frío y el corazón acelerado como el de un conejo atrapado en una trampa. Por suerte, no había despertado a Matsuri con mis gritos. La pobre había permanecido despierta hasta tarde las dos últimas noches. La primera, había pasado gran parte del rato haciendo todo lo posible por asegurarse de que mis magullones se curaban bien, y ayer por la noche la habían citado las institutrices para ayudar con las preparaciones del Rito.
Matsuri había utilizado un potingue en el que los curanderos tenían mucha fe y que los guardias empleaban a menudo para sus numerosas heridas. Había frotado la mezcla de pino, miel y árnica con aroma a salvia sobre la piel inflamada de mi espalda. Era el mismo mejunje que el curandero había usado la noche del intento de secuestro. El ungüento me había refrescado la piel y había aliviado el dolor casi de inmediato. Aun así, sabíamos por experiencia que había que aplicarlo casi cada par de horas para lograr el efecto deseado. Y había funcionado. Ayer por la tarde ya solo me quedaba un pelín de molestia, aunque la piel siguiese estando más rosa de lo normal. No estaba restándole importancia a lo sucedido cuando le dije a Yamato y luego a Matsuri que podría haber sido peor. Lo más probable era que los magullones hubiesen desaparecido por la mañana y apenas me dolerían, si era que lo hacían. Tenía la suerte de que siempre me curaba deprisa, e incluso más suerte de que Teerman no hubiese bebido Ruina Roja la noche en que me hizo acudir a su suite.
El duque había conocido a mi madre. ¿Cómo podía ser? Por lo que sabía, ella nunca había estado en Masadonia, o sea que eso significaba que el duque la había conocido en la capital. Era raro que los Ascendidos viajaran, sobre todo una distancia tan grande, pero era obvio que se habían conocido en algún momento. Había habido una expresión rara en el rostro de Teerman al mencionarla. Nostalgia mezclada con… ¿qué? ¿Ira, quizás? Desilusión. ¿Habría pasado algo entre ellos que motivara su actitud hacia mí? ¿O solo estaba buscando yo una razón para su trato, como si tuviera que haber algo que explicara su crueldad? No sabía demasiadas cosas sobre la vida, pero sí sabía que, a veces, no había ninguna razón. Una persona, Ascendida o no, era quien era sin ninguna explicación.
Con un suspiro, cambié el peso de un pie al otro. Llevaba dos días encerrada en mi habitación, sobre todo porque el descanso garantizaba que el ungüento actuara lo más deprisa posible, y también porque quería evitar a… bueno, a todo el mundo. Pero en especial a Indra. No lo había visto desde que entré en la oficina privada del duque, pero saber que había notado que algo iba mal me había dejado con una burbujeante sensación de ansiedad y vergüenza, aunque lo que Teerman había hecho no fuera mi culpa. Era solo que no quería que Indra dedujera que algo iba mal, y él era bastante observador como para hacerlo.
De acuerdo, quedarme en mis aposentos durante dos días también serviría para izar una bandera roja, pero al menos Indra no había tenido que ver el cuidado con el que me movía mientras mi espalda se curaba. No quería que me considerase débil, aunque como Doncella esperaría justo eso. Y quizás tuviese algo que ver con la extraña mezcla de alivio y decepción que sentía cada vez que no mostraba ningún signo de reconocimiento, ninguna señal que indicase que me había conocido en la Perla.
Aparté la mirada de la cama y retomé la observación de las antorchas más allá del Adarve. Los fuegos estaban tranquilos esta noche, ya llevaban así varios días, pero ¿cuando las llamas bailaban como espíritus dementes, impulsadas por los vientos del crepúsculo? Significaba que la neblina no tardaría mucho en llegar. Y una muerte terrible y asoladora seguiría a la densa niebla blanca.
Distraída, mi mano se deslizó entre los finos pliegues del camisón hasta el mango de hueso de la daga envainada contra mi muslo. Mis dedos se cerraron en torno a la fría empuñadura, que me recordó que estaría preparada si el Adarve cayera en algún momento. Igual que estaría preparada si el Señor Oscuro trataba de venir a por mí otra vez.
Mi mano resbaló del mango para posarse unos pocos centímetros por encima de mi rodilla, y rozó la franja de piel irregular en la cara interna de mi muslo. Indra había estado a punto de tocar la cicatriz. ¿Qué hubiese hecho de haberla notado? ¿Habría retirado la mano con brusquedad? ¿O habría fingido que no había notado nada raro?
Retiré la mano. No iba a pensar en ello. Cerré el puño con fuerza para borrar esos pensamientos de mi mente. No había ninguna razón para meterme en ese jardín. No me aportaría nada bueno. No importaba si Indra me reconocía, o si no era más que una de las muchas chicas a las que había besado en habitaciones en penumbra. Tampoco importaba si había regresado o no a la Perla Roja como había prometido… Sacudí la cabeza como si así pudiese espantar esos pensamientos, pero no funcionó. Una cosa que había descubierto a lo largo de los dos últimos días de cuasi aislamiento era que podía decirme que no importaba una y otra y otra vez, pero sí importaba.
Indra había sido mi primer beso, aunque él no lo supiese.
Mientras la luna bañaba la habitación con su luz plateada, me acerqué en silencio a las ventanas del lado oeste, puse los dedos sobre el cristal frío y conté las antorchas. Doce en el Adarve. Veinticuatro al pie. Todas encendidas.
Bien.
Eso era bueno.
Apoyé la frente contra el fino cristal que hacía muy poco por evitar que el frío se colara en el interior del castillo. En occidente, donde Carsodonia estaba enclavado entre el mar Stroud y las Llanuras del Saz, no había necesidad de ventanas de cristal. El verano y la primavera eran eternos ahí, mientras que el otoño y el invierno reinaban siempre aquí. Era una de las cosas que más me apetecían de volver a la capital. El calor. La luz del sol. El olor de la sal y el mar y todas las centelleantes bahías y calas. A Matsuri, que jamás había visto una playa, le encantaría aquello. Una sonrisa cansada tironeó de mis labios. Cuando una de las institutrices la había llamado a su presencia, me había lanzado una mirada que indicaba que hubiera estado más contenta de haber tenido que fregar las salas de baño en lugar de tener que pasar la tarde intentando agradar a esas insaciables mujeres.
A menudo me sentía igual cuando llegaba la hora de encontrarme con la sacerdotisa. Preferiría ocupar la tarde depilándome zonas muy sensibles antes que pasar horas con esa dragona de mujer. Tal vez tendría que aprender a disimular mejor cómo me sentía con respecto a ella y las otras sacerdotisas. Todavía no podía creer que hubiese acudido al duque, todo porque no había pasado medio día escuchándolas quejarse de todos los demás.
Envolví los brazos a mi alrededor y deseé, por enésima vez, que mi hermano siguiese en Masadonia. Sasori también tenía pesadillas, y si estuviese aquí ahora mismo, me distraería con sus absurdas historias inventadas. ¿Seguiría teniendo pesadillas después de su Ascensión? Si no las tenía, ¿no sería esa otra ventaja de mi futuro?
Paseé la vista por el Adarve y alcancé a ver la sombra de un guardia que patrullaba por la muralla.
Preferiría estar ahí fuera, no aquí.
A los Ascendidos los escandalizaría oír semejante afirmación, igual que a muchos otros. El hecho de que yo... la Doncella, la Elegida, que sería entregada a los dioses, pudiera querer intercambiar mi lugar con un plebeyo, un guardia, sería una afrenta no solo a los Ascendidos sino también a los dioses mismos. Por todo el reino, la gente haría cualquier cosa por estar en presencia de los dioses. Yo era… Era una privilegiada, sufriera lo que sufriere, pero al menos si estuviese ahí fuera, en el Adarve, podría hacer algo productivo. Estaría protegiendo la ciudad y a todos aquellos que me permitían tener una vida tan cómoda. Pero en vez de eso, estaba aquí dentro, alcanzando un nuevo nivel de autocompasión cuando, en realidad, mi Ascensión haría más que proteger una ciudad. Garantizaría el futuro del reino. ¿No era eso hacer algo?
No estaba segura. Lo único que quería era ser capaz de cerrar los ojos y encontrar el sueño, pero sabía que no llegaría. No en las próximas horas.
En noches como esta, cuando sabía que el sueño me rehuiría, solía ceder a la tentación de escabullirme del castillo y explorar la silenciosa y oscura ciudad hasta encontrar lugares que no dormían, sitios como la Perla Roja. Por desgracia, eso sería el súmmum de la estupidez después del intento de secuestro. Incluso yo no era tan imprudente y…
Una llama empezó a bailar detrás del Adarve. Me puse atenta de inmediato. Apreté ambas palmas de las manos contra la ventana y miré el fuego sin permitirme parpadear.
«No es nada», le dije a la habitación vacía. «Es solo una brisa».
Otro destello zigzagueó, y luego otro y otro, y la fila entera de antorchas del otro lado de la muralla empezó a ondear con violencia, escupiendo chispas a medida que el viento se avivaba. Aspiré una bocanada de aire, pero no pareció llegar a ninguna parte. La antorcha del centro fue la primera en apagarse y mi corazón empezó a martillear contra mis costillas. Las otras las siguieron casi al instante y sumieron a las tierras del otro lado del Adarve en una oscuridad repentina.
Di un paso atrás para alejarme de la ventana. Docenas de flechas en llamas salieron disparadas por el aire, dibujaron amplios arcos por encima del Adarve y fueron a clavarse en las trincheras llenas de leña. Una pared de fuego brotó al otro lado del muro y a lo largo de toda su longitud. Las llamas no eran ninguna defensa contra la neblina ni contra lo que venía con ella. El fuego solo hacía visible lo que había dentro de la niebla.
Regresé a la ventana, quité el pasador y la abrí de par en par. El aire frío y una especie de silencio tenebroso inundaron la habitación mientras agarraba el alféizar de piedra y me asomaba, con los ojos entornados.
Un denso humo empezó a ondular y serpentear entre las llamas, flotó por el aire y se extendió por el suelo.
El humo no se movía de ese modo.
El humo no reptaba debajo de la yesca, de un blanco denso y nebuloso contra el negro de la noche. El humo no envolvía las llamas, ni las sofocaba hasta extinguirlas por completo y no dejar más que una neblina pesada y antinatural.
La neblina no estaba vacía. Estaba llena de formas retorcidas que una vez habían sido mortales.
Unos cuernos atronaron desde los cuatro rincones del Adarve, haciendo añicos el tenso silencio. En cuestión de segundos, las pocas luces que habían brillado desde las ventanas de la ciudad se apagaron. Sonó una segunda llamada de advertencia y el castillo entero pareció estremecerse.
Me puse en marcha al instante. Cerré la ventana, y la aseguré antes de dar media vuelta. Disponía de apenas tres minutos, quizás menos, antes de que todas las salidas quedaran selladas. Di dos pasos y… Al instante, la puerta a la habitación de al lado se abrió de par en par y Matsuri irrumpió en mi cuarto. Su camisón blanco ondeaba a su alrededor y la masa de rizos castaños y dorados caía por sus hombros.
—No —Matsuri se paró en seco, con el blanco de sus ojos aterrados en marcado contraste con su piel marrón— Saku, no.
La ignoré y fui corriendo hasta el baúl, abrí la pesada tapa y rebusqué en el interior hasta encontrar el arco. Me puse de pie y lo tiré sobre la cama.
—No puedes estar pensando en ir ahí afuera —exclamó.
—Oh, sí.
—¡Saku!
—Estaré bien.
Colgué la aljaba a mi espalda, pegada a la columna.
—¿Bien? —Me miró boquiabierta mientras me giraba hacia ella— No puedo creer que tenga que señalar lo que es obvio, pero aquí estoy. Eres la Doncella. La Elegida. No puedes ir ahí afuera. Si no te matan, lo hará Su Excelencia si te pilla.
—No me pillará —Agarré una capa negra con capucha y me la eché por encima de los hombros, para luego asegurarla en mi cuello y mi pecho— El duque estará escondido en su habitación detrás de una docena de guardias reales, si no más, pegadito a la duquesa.
—Los guardias reales vendrán por ti.
Agarré el arco curvo por la empuñadura.
—Estoy absolutamente segura de que Yamato se ha ido al Adarve en el mismo instante en que oyó los primeros cuernos.
—¿E Indra? Su deber es protegerte.
—Yamato sabe que puedo protegerme sola y Indra ni siquiera sabrá que he salido de mis habitaciones —Hice una pausa— No conoce la entrada de servicio.
—Estás herida, Saku. Tu espalda…
—Mi espalda está casi curada. Ya lo sabes.
—¿Y qué pasa con el Señor Oscuro? ¿Qué pasa si esto es una treta…?
—Esto no es ninguna treta, Matsuri. Los he visto en la neblina —le dije, y su rostro se puso ceniciento— Y si el Señor Oscuro intenta venir a buscarme también estaré preparada para él.
Me siguió mientras cruzaba la habitación.
—¡Sakura Haruno, para!
Sorprendida, di media vuelta para encontrarla de pie justo detrás de mí.
—Tengo menos de dos minutos, Matsuri. Me quedaré atrapada aquí dentro…
—Donde estarás segura —razonó.
La agarré del hombro con mi mano libre.
—Si abren una brecha en la muralla, tomarán la ciudad y encontrarán una manera de entrar en el castillo. Y entonces no habrá forma de detenerlos. Eso, lo sé bien. Llegaron hasta mi familia. Llegaron hasta mí. No me voy a quedar sentada de brazos cruzados a esperar a que ocurra de nuevo.
Sus ojos, frenéticos, buscaron los míos.
—Pero entonces no teníais el Adarve para protegeros. Eso era verdad, pero…
—No hay nada infalible, Matsuri. Ni siquiera el Adarve.
—Tú tampoco lo eres —susurró.
Le temblaba el labio inferior.
—Lo sé.
Respiró hondo y sus hombros se relajaron bajo mi mano.
—Muy bien. Si viene alguien, le diré que estás muerta de miedo y te has encerrado en la sala de baño.
Puse los ojos en blanco.
—Vale, perfecto —Solté su hombro— Hay varias dagas de heliotropo en el baúl y una espada debajo de las almohadas…
—Por favor, dime que tu cabeza no descansa sobre una espada todas las noches —imploró Matsuri, la voz teñida de incredulidad— No me extraña que tengas pesadillas. Solo los dioses saben el tipo de mala suerte que puede traer usar una espada de almohada…
—Matsuri —la corté, antes de que tomara carrerilla— Si entran en el castillo, usa las armas. Sabes cómo hacerlo.
—Lo sé —Y sabía solo porque yo la había obligado a aprender en secreto, igual que Yamato me había enseñado a mí— La cabeza o el corazón —Asentí— Cuídate, Saku. Por favor. Sería una gran desilusión que me asignaran a servir a la duquesa. O peor aún, que me entregaran al templo al servicio de los dioses. No porque no fuera un honor servirlos —continuó, al tiempo que plantaba una mano sobre su corazón— pero toda esa cosa del celibato…
Esbocé una sonrisa.
—Volveré.
—Más te vale, Saku.
—Lo prometo.
Le di un beso rápido en la mejilla, giré en redondo y me encaminé hacia la antigua puerta de servicio al lado de la sala de baño. Era la única razón de que hubiese casi rogado y suplicado que me trasladaran a esta habitación en la parte más vieja y mucho más fea del castillo. Estos pasadizos y accesos ya no se utilizaban, pero conectaban con casi todas las habitaciones de la parte más antigua de la fortaleza, incluido el puente de piedra que llevaba directo a la porción sur del Adarve.
Las viejas bisagras chirriaron cuando abrí la puerta. Los pasadizos me permitían moverme por el castillo sin ser vista. A lo largo de los últimos años, los había utilizado para encontrarme con Yamato para entrenar en una de las habitaciones abandonadas; también eran el medio que utilizaba para escabullirme del castillo sin que nadie lo supiera. Pero lo más importante era que esos olvidados pasillos y escaleras me proporcionarían una vía de escape rápida si fuese necesario.
—Saku —me llamó Matsuri para detenerme— Tu cara.
Sentí un momento de confusión antes de darme cuenta de que no llevaba el velo.
—Es verdad.
Levanté la gruesa capucha y me la ceñí bien por encima de la cabeza antes de emprender el descenso de las estrechas escaleras de caracol.
Oí el rechinar de piedra contra metal cuando unas gruesas puertas de hierro traquetearon y empezaron a descender mientras yo bajaba a toda prisa las agrietadas e irregulares escaleras. Mis sandalias no eran el mejor calzado para este tipo de cosas, pero no había tenido tiempo de desenterrar de su escondrijo las únicas botas que poseía, ocultas debajo del cabecero de la cama. Si las sirvientas las encontraban, seguro que chismorrearían al respecto y, al final, la cosa acabaría llegando a oídos indeseados.
Disponía de menos de un minuto para salir de ahí.
Pequeñas cascadas de polvo y piedrecitas caían desde lo alto mientras el castillo seguía temblando. La luz de la luna asomó por las ventanas agrietadas y polvorientas cuando doblé el tramo final de las escaleras. Resbalé sobre los dos últimos escalones y llegué casi derrapando hasta la despensa vacía. El movimiento no me produjo más que una leve punzada de dolor donde los magullones se estaban curando.
Metí a toda prisa el arco entre los pliegues de la capa y entré a la carrera en la caótica cocina, donde decenas de sirvientes pedían a gritos paso hacia los refugios ocultos que también hacían las veces de bodega y almacén de alimentos. Los guardias corrían hacia la entrada principal, en la que el escudo más grande encajaría en su sitio en cuestión de segundos. Nadie me prestó atención alguna mientras corría hacia el fondo de la sala, donde una de las puertas de hierro ya estaba a medio bajar. Escupí una maldición que hubiese sonrojado a Yamato y ante la que Kankuro… hubiese sonreído si aún estuviese aquí. Apreté el paso y luego me agaché. Las sandalias de seda y gasa ayudaron con el derrape. Resbalé por debajo de la puerta y casi pierdo el equilibrio al salir patinando al aire nocturno. La pesada puerta gimió al asentarse en su sitio. Di unos pasos atrás y entonces mis labios se curvaron en una amplia sonrisa que Matsuri hubiese encontrado no solo preocupante sino también inquietante.
Había conseguido llegar al puente.
Sin perder ni un segundo, corrí por la estrecha pasarela muy por encima de las casas y las tiendas. No me atrevía a mirar hacia los lados, pues no había barandilla. Un resbalón y bueno… Lo que había dentro de la neblina ya no sería una preocupación.
Al llegar al saliente más ancho del Adarve, tiré el arco sobre él y me icé a pulso. La piel magullada de mi espalda se estiró e hice una mueca mientras la capa y el camisón se abrían para dejar al descubierto casi toda mi pierna. Deseé llevar las finas mallas que a menudo se utilizaban debajo de determinados tipos de vestidos, pero no había tenido tiempo suficiente. Agarré el arco y me encaminé hacia la pared oeste. Llegué justo cuando la neblina pareció convertirse en una masa sólida que arrastraba consigo un olor a metal y podredumbre. Más adelante, los arqueros esperaban en sus nidos de piedra, como aves de presa, con sus arcos y flechas firmes. Sabía que no debía acercarme demasiado, pues algún guardia seguro se percataría de mi presencia y haría preguntas. Y aunque Matsuri había exagerado al decir que me mataría, tendría que enfrentarme a una lección más del duque.
Eché un rápido vistazo a mi alrededor. La ciudad se había quedado en completo silencio y oscuridad, excepto por los templos. Sus llamas jamás se extinguían. Aparté la mirada de ellos y de la inquietante sensación que a menudo me provocaban y busqué una aspillera vacía. Si tuviera que estar atendida por un guardia, ya habría alguien dentro. Me mantuve bien pegada a las sombras de las paredes hasta llegar a ella. Me deslicé al interior del recinto y la sonrisa volvió a mi cara cuando vi varias aljabas apoyadas cerca de la corta escalera. Perfecto. Las flechas de heliotropo, sus astas fabricadas con madera del Bosque de Sangre, no eran fáciles de conseguir cuando eras una Doncella que, en principio, no las necesitaría. Agarré varias de las aljabas y me apresuré a subir la escalera.
Oculta en parte por la pared de piedra, dejé las aljabas a mi lado y saqué una flecha. Entonces me llegó un sonido que hizo que se me pusieran de punta todos los pelos del cuerpo. Empezó como un aullido grave. Me recordaba al viento en la parte más fría del invierno, pero el gemido dio paso a unos agudos alaridos. Se me puso la carne de gallina y se me revolvió el estómago. Sentí náuseas mientras cargaba una flecha en la cuerda. Jamás olvidaría ese sonido. Atormentaba mis sueños y me mantenía despierta noche tras noche. Resonaron gritos a mis pies, la orden de abrir fuego. Alucinada, contuve la respiración al ver el cielo iluminarse con cientos de flechas en llamas. Cortaron a través de la omnipresente neblina y las hogueras volvieron a la vida una vez más por todo el Adarve, convirtiendo la noche en una especie de crepúsculo plateado.
Decenas de guardias esperaban a pie delante de la muralla, su armadura negra los volvía casi indistinguibles. Busqué la familiar capa blanca de un guardia real. Allí. Encontré una cabeza de pelo rubio pálido y un rostro curtido del color de la arena. Mi corazón dio un vuelco. Hacia el centro de las fuerzas estaba Yamato. Ya sabía que lo encontraría donde la muerte acechaba, pero aun así se me hizo un nudo de miedo en el pecho. Yamato era el hombre más valiente que conocía. ¿E Indra? No tenía ni idea de si estaba en el castillo, apostado a la puerta de mi habitación, convencido de que yo estaba dentro, o en el Adarve. O quizás, como Yamato, estuviese al otro lado. El nudo se agrandó, pero no podía dejar que se apoderara de mí.
Pendiente de Yamato, cerré los dedos en torno a la cuerda y la tensé mientras él se ponía el yelmo. Otra andanada de flechas voló por los aires, y estas llegaron más lejos. Cuando cortaron a través de la neblina, oí los gritos.
Y entonces los vi.
Sus cuerpos pálidos de un blanco lechoso, desprovistos de color alguno, sus rostros demacrados y huecos, ojos ardientes como brasas al rojo vivo. Bocas abiertas que revelaban dos series de afilados dientes de sierra. Sus dedos se habían alargado hasta convertirse en garras, y tanto sus colmillos como sus uñas podían cortar la carne como si fuese mantequilla blanda. Yo tenía cicatrices que lo demostraban… Eran en lo que se habrían convertido Marlowe y Ridley si no hubiésemos puesto fin a sus vidas antes de que fuera demasiado tarde.
Salieron de la neblina, la fuente de mis pesadillas, las criaturas enviadas por el Señor Oscuro hacía más de una década para dejarnos a mi hermano y a mí sin nuestros padres, en medio de una sangrienta masacre. Eran los seres malvados que casi me matan antes de mi sexto cumpleaños, arañando y mordiendo con su frenética sed de sangre.
Los Demonios habían llegado.
