Ni la historia ni los personajes me pertenecen.
Capítulo 15
Y ahora, se abalanzaron sobre los guardias del exterior del Adarve. Se estrellaron contra ellos en una avalancha que no conocía el miedo a la muerte. Gritos de dolor y terror desgarraron la noche y se me cortó la respiración. En cuestión de segundos, perdí de vista a Yamato.
«No», susurré.
Me temblaban los dedos sobre la cuerda. ¿Dónde estaba? No podía haber caído. No tan pronto. Yamato no… Lo encontré. Se mantenía firme mientras columpiaba su espada por el aire. Le cortó la cabeza a un Demonio al tiempo que otro se abalanzaba sobre él. Giró en redondo y apenas logró esquivar un ataque que hubiese atravesado su coraza.
No había tiempo de sentir alivio. Vi cómo la flecha de heliotropo de un arquero se incrustaba en la cabeza de un Demonio y lo hacía caer de espaldas. Un río de sangre oscura y aceitosa brotó por la parte de atrás de su cráneo. Apunté a otro Demonio, calmé mi respiración hasta que fue profunda y lenta, como Yamato me había enseñado. Los años de entrenamiento le dieron firmeza a mi mano, aunque también lo hizo la experiencia. Esta no era la primera vez que ayudaba a los guardias en el Adarve.
«Una vez que tus manos agarren la cuerda, el mundo a tu alrededor debe dejar de existir». Las instrucciones de Yamato resonaron en mi mente. «Sois solo tú, la tensión de la cuerda y tu puntería. No existe nada más».
Y eso era todo lo que podía existir.
Confiada en mi puntería, disparé una flecha. Voló por el aire y le dio a un Demonio en pleno corazón. Cargué otra flecha antes de que lo que una vez fue el hijo o el padre de alguien tocara el suelo siquiera. Encontré a otro, un Demonio que desgarraba la armadura de un guardia al que había derribado. Solté la cuerda del arco y sonreí cuando el proyectil se incrustó en la cabeza de la criatura. Mientras cargaba la siguiente flecha, conseguí ver a Yamato, su espada empapada de sangre oscura. La clavó bien profundo en el estómago de un Demonio y luego cortó hacia arriba con un grito. Otro Demonio se abalanzó sobre Yamato por la espalda justo cuando recuperaba su espada. Tensé la cuerda. La flecha cortó a través del aire y le dio a la bestia en la parte de atrás del cráneo cubierto de pelo apelmazado. La cosa cayó hacia delante, muerta antes de tocar el suelo siquiera. Yamato giró la cabeza a toda velocidad y hubiera jurado que me estaba mirando directamente, que sabía quién había enviado esa flecha. Y aunque no podía verle la cara, sabía que tendría la expresión que siempre adoptaba cuando estaba orgulloso pero irritado.
Con una sonrisa, preparé otra flecha… y durante lo que pareció una pequeña eternidad, me sumí en la matanza. Derribé a un Demonio tras otro y acabé con dos aljabas antes de que uno de esos monstruos abriera una brecha en la hilera de guardias. Llegó hasta la muralla y sus manos con garras se clavaron en la piedra para aferrarse a ella. Por un brevísimo instante, me quedé paralizada mientras la criatura liberaba una de sus manos y la estampaba otra vez contra la pared, más arriba, para seguir trepando.
«Por todos los dioses», susurré.
El Demonio soltó un agudo alarido que me sacó de mi estupor. Apunté y le incrusté la flecha directa en el cráneo. El impacto lo hizo caer del muro.
Un grito a mi derecha me hizo girar la cabeza. Un arquero cayó hacia delante, el arco resbaló de sus manos mientras un Demonio lo agarraba de los hombros y le clavaba sus afilados dientes en el cuello.
Madre mía, habían llegado arriba.
Me giré hacia ellos, cargué una flecha y la disparé en un abrir y cerrar de ojos. El proyectil no causó una herida letal, pero el impacto hizo que el Demonio soltara al guardia y cayera al suelo en lo bajo. No fue el único que cayó. El guardia se tambaleó hacia atrás y no encontró nada más que aire. Me tragué un grito y me dije que el hombre ya estaba muerto antes de que el sonoro golpe de carne contra piedra me hiciera cerrar los ojos con fuerza unos instantes. Puede que las mentes de los Demonios estuviesen podridas, pero tenían el suficiente raciocinio como para ir a por los arqueros. Yamato había dicho una vez que la única cosa que superaba a su sed de sangre era su instinto de supervivencia.
Un grito agudo me sacó de mi ensimismamiento. A mi derecha, otro Demonio había llegado al borde del Adarve y había agarrado a un arquero. El guardia dejó caer su arco, abrazó al Demonio y lo empujó hacia delante. El guardia cayó al suelo por fuera del Adarve y se llevó al Demonio consigo. Una andanada de flechas en llamas volvió a iluminar el cielo, muy por encima del muro. Luego cayeron, matando a mortales y a monstruos por igual. Por encima de los aullidos y gritos sobrenaturales, se oyó el retumbar de unos cascos sobre adoquines y tierra, pero yo seguía mirando hacia donde había caído el arquero, cuyo cuerpo había quedado cubierto de Demonios.
El guardia se había sacrificado. Ese hombre desconocido y sin nombre había elegido la muerte antes que dejar que un Demonio llegara al otro lado del muro.
Tuve que parpadear varias veces para borrar unas lágrimas repentinas y sacudí la cabeza en silencio mientras surgían unos gritos de guerra que me impulsaron a ponerme en movimiento. Me asomé justo lo suficiente para ver por encima de la cornisa. Miré hacia atrás mientras más guardias a caballo salían en tropel de las verjas blandiendo espadas con forma de medialuna. Se abrieron en dos direcciones en un intento de sellar el acceso al Adarve. En cuanto despejaron la entrada, las verjas se cerraron a su espalda. Un Demonio se abalanzó sobre un guardia, dándose impulso por el aire como haría un gran gato de jungla. Se estampó contra el hombre y lo descabalgó. Rodaron por el suelo.
«Maldita sea», mascullé, mientras apuntaba al Demonio, que ya había escalado la mitad de la muralla.
Le di en la parte superior del cráneo de pelo enmarañado y cayó del muro. Cargué otra flecha a toda velocidad y busqué Demonios en el Adarve. Ellos eran la amenaza real.
Enseguida fue obvio que estos Demonios eran diferentes. Parecían menos… monstruosos. Aun así, su aspecto no distaba mucho de ser carne de pesadilla, aunque sus rostros lucían menos huecos, sus cuerpos menos marchitos. ¿Serían recién convertidos? Era posible.
La batalla en lo bajo estaba amainando, los cuerpos caían los unos sobre los otros. Vi a Yamato incrustar su espada en la cabeza de un Demonio caído e hinqué una rodilla en tierra para poder mirar por encima del muro. Mi capa se abrió y dejó expuesta al gélido frío nocturno casi toda mi pierna, desde la pantorrilla hasta el muslo. Ya solo quedaba un puñado de Demonios, la mitad de ellos hacía pedazos y devoraba a guardias heridos, ajenos a todo lo que los rodeaba. No vi ninguno más cerca del Adarve. Cargué otra flecha en el arco y apunté a uno que había desgarrado una armadura y la cavidad estomacal que protegía, dejando a la vista gruesas entrañas viscosas. La bilis me atoró la garganta. El guardia ya estaba muerto, pero no podía dejar que ese Demonio siguiera profanando su cuerpo caído.
Me concentré en la boca cubierta de sangre y entrañas, y disparé una flecha directa hacia ella. El impacto tiró al Demonio de espaldas. La mínima satisfacción que eso me produjo quedó atemperada por la pena. La neblina había empezado a disiparse, revelando la carnicería que había dejado a su paso. Había habido muchísimas bajas esta noche. Demasiadas.
Noté la piedra fría debajo de la rodilla desnuda. Alargué la mano hacia otra flecha mientras buscaba a…
—Debes de ser la diosa Bele o Lailah, en su forma mortal —dijo una voz grave detrás de mí.
Solté una exclamación ahogada y giré en redondo sobre la rodilla; la capa y el vestido volaron alrededor de mis piernas. Con la flecha cargada y preparada, apunté a… Indra.
Oh, por todos los dioses…
Mi estómago dio una voltereta de alivio y consternación mientras bajaba la vista hacia él. Estaba iluminado por un rayo de luna, como si los mismísimos dioses lo hubiesen bendecido con luz eterna. Tenía salpicaduras de sangre negra por los altos y anchos pómulos y la línea recta de su mandíbula. Sus labios gruesos y expresivos estaban entreabiertos, como si solo fuese capaz de aspirar minúsculas bocanadas de aire, y esos ojos preciosos y extraños parecían casi refulgir a la luz de la luna. Sujetaba su espada empapada en sangre a un lado. El cuero de su armadura tenía profundos arañazos, lo que demostraba cuán cerca que había estado de caer.
Indra había estado al otro lado del Adarve y, al igual que Yamato, como guardia real no estaba obligado a ello. Pero había salido de todos modos. Un intenso respeto afloró en mi pecho, me caldeó por dentro y reaccioné sin pensar: estiré mis sentidos para comprobar si estaba herido. Percibí el más tenue atisbo de la aflicción que moraba en su interior. La batalla la había aliviado, dándole un respiro del mismo modo que haría mi contacto. Temporal, pero aun así eficaz. No estaba herido.
—Eres… —Me miraba con intensidad, sin parpadear. Envainó la espada a su lado— Eres absolutamente magnífica. Preciosa.
Di un respingo, sorprendida. Ya había dicho que era preciosa en otra ocasión, cuando había visto mi rostro, y entonces me había parecido que lo decía en serio. Pero ¿ahora? Había dicho unas palabras que demasiado a menudo no significaban nada y muy rara vez significaban todo. Y las había dicho de tal modo que se me formó una espiral tensa y apretada en el bajo vientre, aunque Indra no tuviera ni idea de con quién estaba hablando. Mi gruesa capucha seguía en su sitio.
Tenía que salir de ahí.
Eché un vistazo detrás de él en busca de la ruta de escape más fácil. Tragué saliva con esfuerzo. Puede que Indra todavía no se hubiese dado cuenta de que era la chica de la Perla Roja, pero de ninguna manera podía dejar que averiguara que era yo la que estaba ahí arriba ahora mismo. No tenía ni idea de lo que haría si descubría que la Doncella estaba en el Adarve.
—Lo último que esperaba era encontrar a una dama encapuchada y con talento para el tiro con arco al mando de una de las aspilleras.
El hoyuelo apareció en su mejilla derecha y sentí esa atracción en el bajo vientre. ¿Por qué tenía que tener una sonrisa tan… encantadora? Era el tipo de sonrisa que seguro que había rendido a muchas otras a sus pies. Dudaba que alguna se arrepintiera de ello. Yo, desde luego que no.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó, ofreciéndome su mano enguantada.
Reprimí un bufido desdeñoso y bajé el arco para agarrarlo con una sola mano. Guardé silencio por si reconocía mi voz, pero le hice un gesto para que retrocediera. Indra arqueó una ceja oscura, se puso la mano que me había ofrecido sobre el corazón y dio un paso atrás. Luego hizo una reverencia. Hizo una reverencia de verdad, con una floritura tan elaborada que una carcajada trepó por mi garganta. Conseguí reprimirla mientras dejaba el arco sobre el saliente inferior y lo apoyaba contra la pared. Sin apartar los ojos de él, me acerqué a la escalera y la bajé despacio sin darle la espalda.
Los sonidos de lucha prácticamente habían cesado en lo bajo. Tenía que regresar a mi habitación, pero no había forma de que pudiese volver a entrar en el castillo por donde había salido. No con Indra ahí fuera, conmigo. Eso levantaría sospechas. Deslicé el arco bajo mi capa y lo colgué a mi espalda. Hice una mueca cuando quedó apoyado contra los magullones aún sensibles.
—Eres…
No acabó su frase, una expresión extraña se instaló en su cara. No pude descifrarla. ¿Sospecha? ¿Diversión? ¿Algo totalmente diferente? Entornó los ojos. A nuestros pies, las pesadas verjas gimieron al reabrirse para recibir a los heridos y recuperar los cadáveres de los fallecidos. Los Demonios serían quemados donde habían caído. Hice ademán de salir de la aspillera…
Indra me bloqueó el paso casi como quien no quiere la cosa y mi corazón se volteó mientras mis manos se cerraban en puños apretados. Obligué a mis dedos a relajarse. La luz juguetona de los ojos de Indra se había desvanecido.
—¿Qué estás haciendo aquí arriba?
La paciencia que parecía haberle aportado su curiosidad había desaparecido. Pasé rozando a su lado y supe que tendría que bajar del Adarve y perderlo entre la multitud a medida que la gente saliera de sus casas para hacer recuento de las bajas.
No llegué muy lejos. Indra me agarró del brazo.
—Creo que…
Mis instintos se avivaron de golpe y tomaron el control. Giré en redondo y me colé por debajo del brazo que sujetaba el mío, haciendo caso omiso del leve ardor de mi espalda. La sorpresa que asomó al rostro de Indra trajo una sonrisa salvaje a mis labios. Resurgí detrás de él, me agaché y lancé una patada que le sacó las piernas de debajo. Indra soltó mi brazo para estirar las manos y evitar caer. Su maldición resonó en mis oídos cuando eché a correr. Salí de la aspillera y llegué a la pasarela del Adarve. Las escaleras más cercanas estaban a varios metros…
Algo agarró mi capa. Su fuerza me hizo girar en el sitio y tiró de mí contra la pared. Empecé a alejarme pero no recorrí más que unos pocos centímetros. Bajé la vista y vi una daga clavada bien hondo en la pared, pillando mi capa. Alucinada, me quedé ahí plantada.
Indra vino hacia mí con parsimonia, la barbilla baja.
—Eso no ha sido muy simpático.
Bueno, pues esto tampoco iba a parecérselo. Agarré el mango de la daga y lo retorcí para liberarla. Le di la vuelta para sujetarla por la hoja. Eché el brazo atrás…
—No lo hagas —me advirtió, deteniéndose.
Lancé la daga directa hacia su rostro de irritante belleza. Él la esquivó, justo como sabía que lo haría. Atrapó la daga por el mango en medio del aire, como si tal cosa, y eso fue… impresionante. Sentí celos. A mí me hubiese resultado imposible hacer algo así. Pensé que ni siquiera Yamato sería capaz.
Con los ojos centelleando como pepitas de fuego, chasqueó la lengua con suavidad y se encaminó hacia mí de nuevo. Me aparté de la pared y eché a correr otra vez. Ya veía las escaleras ahí delante. Podía llegar hasta ellas… Una figura oscura se dejó caer delante de mí. Mis pies derraparon y resbalé. Perdí el equilibrio. ¡Malditas sandalias, con su suela tan suave y lisa! Caí con fuerza sobre la cadera y tuve que tragarme un grito al sentir el dolor que atenazaba mis riñones. Al menos no había aterrizado de espaldas.
Indra se levantó después de haber amortiguado su salto en cuclillas, con la daga sujeta al lado de la cadera.
—Eso sí que no ha sido simpático para nada.
¿Cómo había…? Mis ojos saltaron hacia la estrecha cornisa de la muralla en lo alto. ¿Había corrido por ahí? No debía de medir más que unos pocos centímetros.
Estaba loco.
—Soy consciente de que mi pelo necesita un buen corte, pero tu puntería está un poco desviada —comentó— De verdad que deberías trabajar en ello, porque le tengo bastante afecto a mi cara.
Mi puntería había sido perfecta.
Con un gruñido silencioso, esperé a que estuviera bastante cerca y entonces lancé una patada que le dio en la espinilla. Emitió un ruido gutural mientras me levantaba de un salto, haciendo caso omiso del dolor de lo que seguro serían una cadera y un trasero amoratados. Pivoté hacia la derecha y él dio un salto para bloquearme el paso, pero corrí hacia la izquierda. Él imitó mi acción, así que lancé otra patada… Indra me agarró del tobillo. Reprimí una exclamación y mis brazos dieron vueltas por el aire hasta que recuperé el equilibrio. Lo miré con los ojos muy abiertos. Él arqueó las cejas y sus ojos recorrieron la longitud de mi pierna desnuda.
—Qué escándalo —murmuró. Un gruñido de irritación brotó de mi interior. Indra se echó a reír— Y unos zapatitos tan delicados. ¿Raso y seda? Son de tan bella manufactura como tu pierna. El tipo de zapatos que ningún guardia del Adarve llevaría —Qué astuto— A menos que les hayan dado uniformes distintos del mío.
Indra soltó mi tobillo, pero antes de que pudiese huir, me agarró del brazo y tiró de mí hacia delante. De repente, estaba pegada a él y de puntillas. Se me quedó el aire atascado en los pulmones ante el repentino contacto. Mis pechos estaban aplastados contra el cuero endurecido y el hierro de su estómago. El calor de su cuerpo parecía irradiar a través de su armadura, se filtraba por mi capa y el fino camisón de debajo. Una oleada de calor me recorrió de arriba abajo mientras aspiraba una irregular bocanada de aire. Más allá de la podredumbre de la sangre de Demonio, olía a especias oscuras y humo aromático. Me sonrojé.
Indra abrió las aletas de la nariz y, por absurdo que pueda parecer, el tono de sus ojos dio la impresión de oscurecerse hasta ser de un impactante color ámbar. Levantó su otro brazo.
—¿Sabes lo que creo…?
La hoja que presionó contra la piel de su cuello lo silenció. Apretó los labios mientras bajaba la vista hacia mí. No se movió ni me soltó, así que presioné con la punta de la daga un poco más, justo lo suficiente. Una gotita de sangre se arremolinó debajo de su garganta.
—Me corrijo —dijo, y entonces se rio, mientras el hilillo de sangre rodaba por su cuello. No fue una risa áspera ni tampoco condescendiente. Sonaba divertido— Eres una criaturita absolutamente asombrosa y letal —Hizo una pausa. Miró hacia abajo— Bonita arma. Piedra de sangre y hueso de wolven. Muy interesante… —Levantó la vista— Princesa.
La daga... Maldita sea.
Había olvidado que Indra había visto el cuchillo en la Perla Roja. Por todos los dioses, ¿cómo pude olvidar eso? Aparté la hoja a toda prisa, pero ya era demasiado tarde. También fue una equivocación.
La otra mano de Indra se movió a la velocidad del rayo para agarrar la muñeca de la mano que sujetaba el arma.
—Tú y yo tenemos muchísimas cosas de que hablar.
—No tenemos nada de que hablar —espeté cortante, irritada conmigo misma por haber cometido no uno, ni dos, sino tres errores tontos. Y más que frustrada con Indra porque ahora tenía ventaja sobre mí.
—¡Habla! —Abrió mucho los ojos en fingido estupor. Luego bajó la barbilla y yo me puse tensa— Creí que te gustaba hablar, princesa —Hizo una pausa— ¿O es solo cuando estás en la Perla Roja? —No dije nada— No vas a fingir que no tienes ni idea de lo que te estoy hablando, ¿verdad? —preguntó— Que no eres ella.
—Suéltame —exigí, tirando de los brazos.
—Oh, creo que no —Se giró con brusquedad y, de repente, mi espalda y el arco estaban contra la pared de piedra del Adarve. El contacto provocó un fogonazo de dolor en mi piel aún magullada, pero él apretó más e inmovilizó mi cuerpo con el suyo. Había apenas un par de centímetros entre nosotros— Después de todo lo que compartimos, ¿me tiras una daga a la cara?
—¿Todo lo que compartimos? Fueron solo unos minutos y un puñado de besos —dije, y la verdad de mi comentario me golpeó con una claridad sorprendente.
Eso era todo lo que habíamos compartido. Por todos los dioses, estaba tan… protegida. Puesto que, en mi limitada experiencia, aquellos minutos se habían convertido en… muchísimo más para mí. La cruda realidad de que habían sido solo unos pocos besos me golpeó con una fuerza brutal.
—Fueron más que un puñado de besos —Bajó la voz— Si lo has olvidado, estoy más que dispuesto a recordártelo.
Diminutos zarcillos de tensión se formaron en mi estómago. Parte de mí quería que le recordaran lo que desde luego no había olvidado. Pero, gracias a los dioses, la parte más inteligente y lógica de mí ganó la batalla.
—No hubo nada que mereciera la pena recordar.
—¿Ahora me insultas, después de haberme lanzado una daga a la cara? Has herido mis tiernos sentimientos.
—¿Tiernos sentimientos? —me burlé— No seas dramático.
—Es difícil no serlo cuando me has tirado una daga a la cabeza y luego me has cortado el cuello —replicó.
Me sujetaba con una suavidad sorprendente, en comparación con la dureza de su tono.
—Sabía que la esquivarías.
—¿Ah, sí? ¿Por eso has intentado rajarme el cuello? —Sus ojos negros ardían bajo unas gruesas y tupidas pestañas.
—Te he hecho un cortecito en la piel —le corregí— Porque me tenías agarrada y no me soltabas. Es obvio que no has aprendido la lección.
—De hecho, he aprendido mucho, princesa. Esa es la razón de que tus manos y tu daga no estén ya cerca de mi cuello —Deslizó el pulgar por la cara interna de mi muñeca como recordatorio y mis dedos se crisparon en torno al mango de mi arma— Pero si sueltas esa daga, hay muchas partes de mí a las que dejaría que tus manos se acercaran.
Me atraganté con mi siguiente respiración. ¿Acaso no se daba cuenta de con quién estaba hablando? ¿Era tan común el sonido de mi voz que no tenía ni idea de que era yo? Aunque, si todavía no lo había averiguado, significaba que yo aún tenía esa ventaja. Una pequeña, pero ventaja al fin.
—Qué generoso —comenté con ironía.
—Una vez que me conozcas, descubrirás que puedo ser bastante benévolo.
—No tengo ninguna intención de conocerte.
—¿O sea que solo acostumbras a colarte en las habitaciones de hombres jóvenes para seducirlos antes de salir corriendo?
—¿Qué? —exclamé, escandalizada— ¿Seducir a hombres?
—¿No es eso lo que hiciste conmigo, princesa?
Volvió a deslizar el pulgar despacio por el lado de atrás de mi muñeca.
—Estás siendo ridículo —balbuceé.
—Lo que estoy es intrigado.
Con un gruñido, tiré de mis brazos y él se rio en respuesta. Sus ojos me recordaban a charcos de miel caliente.
—¿Por qué insistes en sujetarme de este modo?
—Bueno, aparte de lo que ya hemos hablado, todo eso de tenerle afecto a mi cara y a mi cuello, también estás en un sitio en donde se supone que no debes estar. Así que estoy haciendo mi trabajo al detenerte e interrogarte.
—¿Sueles interrogar de este modo a todos los que ves en el Adarve y no reconoces? —lo reté— Qué método de interrogatorio más raro.
—Solo a las damas bonitas con piernas desnudas y bien torneadas —Se inclinó hacia mí y, cuando volví a respirar, mi pecho se topó con el suyo— ¿Qué estabas haciendo aquí arriba durante un ataque de los Demonios?
—Disfrutar de un relajante paseo vespertino —espeté.
Sus labios se curvaron solo de un lado, pero no hubo hoyuelo.
—¿Qué estabas haciendo aquí arriba, princesa? —repitió.
—¿Qué parecía que estaba haciendo?
—Parecía que estabas siendo increíblemente tonta e imprudente.
—¿Perdona? —La incredulidad atronó en mi interior— ¿Cuán imprudente estaba siendo cuando maté a Demonios y…?
—No sabía que tuviésemos una nueva política de reclutamiento en la que damiselas medio vestidas fuesen necesarias ahora en el Adarve —comentó— ¿Necesitamos protección de manera tan desesperada?
—¿Desesperada? —La ira había invadido mi sangre como un fuego incontrolado— ¿Por qué crees que mi presencia en el Adarve sería reflejo de desesperación cuando, como has podido ver, sé bien cómo usar un arco? Oh, espera, ¿se debe a que da la casualidad de que tengo pechos?
—He conocido a mujeres con pechos mucho menos bonitos que podían derribar a cualquier hombre sin parpadear siquiera —replicó— Pero ninguna de esas mujeres está aquí en Masadonia.
Me hubiese gustado saber dónde vivía ese grupo de mujeres que tan asombrosas sonaban… Espera. ¿Pechos mucho menos bonitos?
—Y eres muy buena —continuó, devolviendo mi atención a él— No solo con una flecha. ¿Quién te ha enseñado a luchar y a usar una daga? —Cerré la boca con fuerza y me negué a responder— Apuesto a que fue la misma persona que te dio esa daga —Hizo una pausa— Es una lástima que quienquiera que fuese no te enseñara a evitar ser capturada. Bueno, es una lástima para ti, quiero decir.
La ira me anegó una vez más, se apoderó de mí. Levanté la rodilla con violencia, apuntando a una zona muy sensible de Indra, la que de algún modo lo hacía más cualificado que yo para luchar.
Indra intuyó mi movimiento y se movió para bloquear mi rodilla con su muslo.
—Eres tan increíblemente violenta —comentó. Hizo una pausa— Creo que me gusta.
—¡Suéltame! —bufé.
—¿Para que me des una patada o me apuñales? —Metió la pierna entre las mías para evitar futuras patadas— Ya hemos hablado de eso, princesa. Más de una vez.
Separé las caderas de la pared en un intento por quitármelo de encima, pero todo lo que conseguí fue apretar una parte muy sensible del cuerpo contra su duro muslo. La fricción creó una repentina e impactante oleada de calor que fue tan potente como si me acabara de golpear un rayo.
Sorprendida, aspiré una bocanada de aire y me quedé quieta.
Indra había hecho lo mismo contra mí y su corpulento cuerpo se había puesto tenso. Su pecho subió y bajó contra el mío. ¿Qué… qué estaba pasando? Sentí calor, a pesar de la altura a la que estábamos y que llevábamos un rato parados en el frío aire nocturno. Mi piel parecía vibrar como si finas corrientes de energía bailaran por debajo de la superficie y un intenso calor palpitante hubiese sustituido al doloroso frío de mi cuerpo.
Pasaron varios momentos demasiado largos entre nosotros antes de que Indra empezara a hablar de nuevo.
—Volví a por ti esa noche.
El ruido a los pies del Adarve empezaba a calmarse. En cualquier momento alguien subiría aquí, pero era verdad que estaba siendo muy tonta e imprudente, porque dejé que mis ojos se cerraran mientras sus palabras discurrían a través de mí.
Había vuelto.
—Te había dicho que lo haría. Volví a por ti y tú no estabas —continuó— Me lo habías prometido, princesa.
Sentí una pizca de culpabilidad, pero no estaba segura de si era por haberle mentido o por haberle tirado la daga a la cara. Supuse que por ambas cosas.
—No… no podía quedarme.
—¿No podías? —Había vuelto a bajar la voz, más grave ahora, más gruesa— Me da la sensación de que si hay algo que quieres lo suficiente, nada te detendrá.
Una risa seca y amarga escapó por mis labios.
—No sabes nada.
—Quizás —Me había soltado el brazo y, antes de que me diera cuenta de lo que tramaba, su mano se había deslizado dentro de mi capucha. Sus dedos fríos tocaron la piel inmaculada de mi mejilla derecha. Contuve el aliento al sentir su contacto y empecé a retroceder, pero no había adónde ir— Quizás sepa más de lo que crees.
Una fina hebra de inquietud se extendió por mi piel. Indra agachó la cabeza, apretó su mejilla contra el lado izquierdo de mi capucha.
—¿De verdad crees que no tengo ni idea de quién eres? —Todos los músculos de mi cuerpo se pusieron en tensión y se me quedó la boca seca— ¿No tienes nada que decir a eso? —Hizo una pausa. Su voz fue apenas un susurro cuando volvió a hablar— ¿Sakura?
Maldita sea.
Solté el aire de manera ruidosa, sin tener muy claro si sentía alivio o miedo por no tener que preguntarme ya más si lo sabía. La confusión avivó mi irritación hasta límites insospechados.
—¿Lo acabas de descubrir? Si es así, me preocupa el hecho de que seas uno de mis guardias personales.
Se rio con una risa grave, el sonido era irritantemente contagioso.
—Lo supe en el momento en que te quitaste el velo.
Me quedé boquiabierta.
—¿Por qué… no dijiste nada entonces?
—¿A ti? —preguntó— ¿O al duque?
—A cualquiera de los dos —susurré.
—Quería ver si sacabas el tema. Parece ser que te ibas a limitar a fingir que no eres la misma chica que frecuenta la Perla Roja.
—No frecuento la Perla Roja —le corregí— Aunque he oído que tú sí.
—¿Has estado haciendo indagaciones sobre mí? Me siento halagado.
—No lo he hecho.
—No estoy seguro de poder creerte. Dices muchas mentiras, princesa.
—No me llames así —exigí.
—Me gusta más que como se supone que debo llamarte. Doncella. Tienes un nombre. Y no es ese.
—No te he preguntado lo que te gusta —le dije, aunque estaba totalmente de acuerdo con él en cuanto a su aversión a la manera en que se suponía que tenía que dirigirse a mí.
—Pero sí has preguntado por qué no le conté al duque lo de tus escapaditas —replicó— ¿Por qué haría algo así? Soy tu guardia. Si te traicionara, no confiarías en mí, y eso seguro que haría mucho más difícil mi labor de mantenerte a salvo.
Su muy lógico razonamiento para no haber dicho nada me produjo una amarga punzada de desilusión cuyas causas ni siquiera me apetecía empezar a indagar.
—Como has podido comprobar, soy capaz de mantenerme a salvo yo solita.
—Sí, ya lo veo.
Se echó un poco hacia atrás, con el ceño fruncido, y entonces abrió los ojos, solo un poco, como si acabara de darse cuenta de algo.
—¡Indra! —llamó una voz desde el suelo a nuestros pies. Mi corazón dio un respingo— ¿Va todo bien por ahí arriba?
Los ojos de Indra escudriñaron la oscuridad de mi capucha durante un instante, luego miró hacia atrás.
—Sí, todo en orden.
—Tienes que dejarme ir —susurré— Alguien subirá aquí en cualquier momento…
—¿Y te pillará? ¿Te obligará a revelar tu identidad? —Sus ojos ambarinos se deslizaron otra vez hacia mí— A lo mejor sería buena cosa.
Aspiré una brusca bocanada de aire.
—Dijiste que no me traicionarías…
—Dije que no te había traicionado, pero eso fue antes de que supiera que harías algo como esto —Un intenso frío empapó mi piel— Mi trabajo sería muchísimo más fácil si no tuviese que preocuparme de que te escabullas de tus habitaciones para enfrentarte a los Demonios… o para encontrarte con hombres desconocidos en sitios como la Perla Roja —continuó— Y quién sabe qué más haces cuando todo el mundo cree que estás tranquilita y a salvo en tus aposentos.
—Yo…
—Supongo que si se lo contara al duque y a la duquesa, tu afición a armarte con un arco y subir al Adarve sería una cosa menos de la que preocuparme.
Se me comprimió el pecho del terror.
—No tienes ni idea de lo que me haría si se lo contaras —farfullé— Me… —No pude terminar la frase.
—¿Te qué?
Aspiré una larga y lenta bocanada de aire. Levanté la barbilla.
—No importa. Haz lo que creas que tienes que hacer.
Indra me miró durante tanto tiempo que me pareció una pequeña eternidad. Entonces me soltó y dio un paso atrás. Un viento frío sopló entre nosotros.
—Más vale que te des prisa en volver a tus aposentos, princesa. Tendremos que terminar esta conversación en otro momento.
La confusión me mantuvo inmóvil solo unos instantes. Pero entonces salí de mi estupor, me separé de la pared y eché a correr. Y aunque no miré atrás, tenía la certeza de que no me había quitado los ojos de encima. Cuando llegué a mi habitación por el viejo acceso de los sirvientes, no me sorprendió encontrar a Matsuri todavía ahí, aunque había tenido que esperar casi una hora a que levantaran las verjas para volver a colarme en el castillo.
—Creí que no ibas a volver nunca —exclamó. Cerré la chirriante puerta a mi espalda y me volví hacia ella. Levanté la mano despacio para retirar la capucha. Matsuri se quedó paralizada— ¿Estás… estás bien? —Sus ojos buscaron los míos y vi cómo un pequeño escalofrío recorría su cuerpo— ¿Ha sido grave? ¿El ataque?
Abrí la boca. No tenía ni idea de por dónde empezar. Recordé todo lo ocurrido mientras me apoyaba contra la puerta. Mi encuentro con Indra todavía me tenía con el corazón acelerado. Mi cabeza era un barullo confuso y mi estómago daba vueltas con la idea de que los Demonios habían alcanzado la parte superior del Adarve.
—¿Saku? —susurró.
Decidí empezar por lo más importante.
—Había muchos. Docenas.
Vi cómo se hinchaba su pecho al respirar hondo.
—¿Y?
No estaba segura de si de verdad quería saberlo, pero mantenerla en la ignorancia era mucho más peligroso que el miedo a la verdad.
—Y varios de ellos llegaron a la parte de arriba del Adarve.
Matsuri abrió los ojos de par en par.
—Oh, Dios mío —Se llevó una mano al pecho— Pero los escudos se han levantado…
—Les cortaron el paso, pero… muchos guardias han muerto esta noche —Me separé de la puerta mientras desabotonaba mi capa con dedos gélidos. Fui hasta la chimenea y me quedé ahí de pie unos minutos, dejando que su calor eliminase parte del frío— Había tantísimos que prácticamente arrasaron la primera línea de defensa. Si hubiese habido más…
—¿Habrían abierto una brecha en el muro?
—Es más que posible —Me aparté de la chimenea, solté del todo la capa y dejé que resbalara hasta el suelo de cualquier manera. Descolgué el arco de mi espalda y lo dejé con cuidado en el baúl antes de cerrar la tapa— Enviaron a los jinetes, pero al menos dos Demonios habían conseguido llegar ya a la cima del Adarve. Si vuelven a esperar tanto, podría ser demasiado tarde. Pero no creo… que los creyeran capaces de hacer eso.
Matsuri se sentó en el borde de la cama.
—¿Has… matado a alguno?
—Por supuesto —le dije, mirándola mientras me quitaba las sandalias de una patada.
—Bien —Sus ojos se deslizaron de vuelta a la ventana, hacia donde las antorchas ardían ahora con fuerza en la oscuridad— Izarán muchas banderas negras mañana.
Era verdad. Todas las casas que hubieran perdido a un hijo, un padre, un marido o un amigo izarían una bandera en su memoria. El comandante Akatsuki visitaría todas y cada una de ellas a lo largo del siguiente día. Se prenderían muchas piras.
Y mucho me temía que algunos de esos que con tanto valor habían vencido a los Demonios esta noche regresarían mordidos a sus hogares o a los barracones. Pasaba siempre después de un ataque.
Me dejé caer en la cama y capté el olor a madera quemada en mi pelo. Antes de que pudiera decir nada más, alguien llamó a la puerta.
—Yo voy —Matsuri se levantó y no se lo impedí. Suponía que sería Yamato o algún otro guardia real que había venido a comprobar cómo estábamos. Mientras se dirigía a la puerta, agarré el final de mi trenza y me apresuré a deshacerla. Oí a Matsuri abrir la puerta y decir— La Doncella está durmiendo…
—Lo dudo —Mi corazón se estrelló contra mis costillas. Me levanté de un salto y giré en redondo justo cuando Indra estaba entrando. Me quedé boquiabierta; la misma expresión que mostraba Matsuri. Indra cerró la puerta de una patada a su espalda— Es hora de que tengamos esa charla, princesa.
