Ni la historia ni los personajes me pertenecen.
Capítulo 16
Indra se había limpiado la sangre de la cara y su pelo oscuro estaba húmedo, rizado contra las sienes y la frente. No llevaba su sable, pero las dos espadas cortas seguían ceñidas a su cintura. Ahí plantado en mi habitación, con los pies separados a la anchura de los hombros y la curva de la mandíbula firme, Indra me recordaba muchísimo a Theon, el dios de la concordia y la guerra.
Parecía igual de peligroso que cuando estaba en el Adarve.
Y por el brillo ardiente de sus ojos oscuros, estaba claro que no había venido a hacer las paces. Miró hacia donde estaba Matsuri, tan callada y quieta como lo estaba yo.
—Tus servicios ya no se requerirán esta noche.
Matsuri se quedó boquiabierta. Yo salí de mi estupor con una reacción muy diferente.
—¡No tienes autoridad para decirle que se retire!
—¿Ah, no? —Arqueó una ceja oscura— Como tu guardia real personal, tengo autoridad para deshacerme de cualquier amenaza.
—¿Amenaza? —Matsuri frunció el ceño— Yo no soy una amenaza.
—Amenazas con inventar excusas o mentir en nombre de Sakura. Como acabas de hacer cuando dijiste que estaba dormida, cuando sé a ciencia cierta que estaba en el Adarve —replicó, y Matsuri cerró la boca de golpe.
Se volvió hacia mí.
—Me da la sensación de que me he perdido cierta información muy importante.
—No he tenido la oportunidad de contártelo —expliqué— Y tampoco era tan importante.
Matsuri levantó las cejas y, a su lado, Indra bufó indignado.
—Estoy seguro de que ha sido una de las cosas más importantes que te han pasado en mucho tiempo.
Entorné los ojos.
—Si de verdad crees eso, tienes una noción demasiado inflada de tu implicación en mi vida —me defendí.
—Creo que me doy bastante buena cuenta del papel que desempeño en tu vida.
—Lo dudo mucho —repuse.
—Me pregunto si de verdad te crees la mitad de las mentiras que cuentas.
Matsuri nos miraba a uno y otro de manera alternativa.
—No estoy mintiendo, muchas gracias.
—Di lo que quieras, princesa —comentó con una sonrisa que reveló el hoyuelo de su mejilla derecha.
—¡No me llames así! —exclamé, dando un fuerte pisotón.
Indra arqueó una ceja.
—¿Eso te ha hecho sentir bien?
—¡Sí! Porque la única otra opción es darte una patada.
—Qué violenta —se burló.
Oh, por todos los dioses. Cerré los puños.
—No deberías estar aquí dentro.
—Soy tu guardia personal —contestó— Puedo estar donde crea que se me necesita para mantenerte a salvo.
—¿Y de qué crees que me tienes que defender aquí dentro? —exigí saber, mirando a mi alrededor— ¿Una pata de la cama rebelde contra la que podría machacarme el dedo gordo del pie? Oh, espera, ¿estás preocupado por que pueda desmayarme? Sé lo bien que se te da atender ese tipo de emergencias.
—Ahora que lo dices, sí pareces un poco pálida —repuso— Mi habilidad para salvar a frágiles y delicadas damiselas podría venirme muy bien —Ahogué una exclamación— Sin embargo, por lo que me parece haber deducido, aparte de un ocasional intento de secuestro, tú, princesa, eres la mayor amenaza para ti misma.
—Bueno… —Matsuri alargó la palabra con tono dubitativo, pero cuando le lancé una mirada que debería haberla hecho salir corriendo de la habitación, se limitó a encogerse de hombros— Ahí tiene algo de razón.
—No ayudas nada.
—De verdad que Sakura y yo tenemos que hablar —dijo Indra, sin apartar los ojos de mí— Puedo asegurarte que está a salvo conmigo y estoy convencido de que lo que sea que hablemos te lo contará luego con pelos y señales.
—Sí, seguro que lo hace, pero no será, ni de lejos, tan divertido como verlo en persona —comentó Matsuri, cruzando los brazos.
Suspiré.
—Está bien, Matsuri. Te veré por la mañana.
—¿En serio? —preguntó, medio indignada.
—En serio —confirmé— Me da la sensación de que si no te marchas, se va a quedar ahí plantado consumiendo el precioso aire de mi habitación…
—Con un aspecto excepcionalmente apuesto —aportó Indra— Olvidaste añadir eso.
A Matsuri se le escapó una risita tonta. Yo ignoré el comentario.
—Y me gustaría descansar un poco antes de que salga el sol.
—Vale —dijo Matsuri, con un suspiro exagerado. Echó un rápido vistazo a Indra— Princesa.
—Oh, por todos los dioses —mascullé, un dolor sordo empezó a palpitar detrás de mis ojos.
Indra observó a Matsuri, aunque esperó a que saliera por la puerta lateral antes de decir:
—Me gusta.
—Es bueno saberlo —comenté— ¿De qué querías hablar que no podía esperar hasta mañana por la mañana?
Indra deslizó los ojos de vuelta hacia mí.
—Tienes un pelo precioso.
Parpadeé, confusa. Llevaba el pelo suelto y, aun sin verlo, sabía que era una maraña de ondas y rizos. Me resistí a la tentación de tocarlo.
—¿De eso querías hablar?
—No exactamente.
Entonces bajó la vista y la paseó despacio, empezando por mis hombros para bajar todo el camino hasta las puntas de mis pies. Su mirada parecía tener peso propio, casi como si me tocara, y un rubor surgió a su paso. Fue en ese exacto momento cuando recordé que no solo tenía el rostro descubierto, sino que además llevaba tan solo un finísimo camisón. Sabía que con la luz de la chimenea y de las lámparas de aceite detrás de mí, quedaba muy poco de mi cuerpo librado a la imaginación de Indra. Mi rubor se intensificó, se volvió más embriagador. Hice ademán de recuperar la bata tirada al pie de la cama.
Los labios de Indra se curvaron en una medio sonrisa cómplice que me llenó de repentina irritación. Me detuve, lo miré a los ojos y le sostuve la mirada. Puede que Indra no hubiese visto todas las zonas secretas visibles debajo del ligero camisón blanco, pero había hecho mucho más que solo tocar algunas con sus manos. Una pequeña parte de mí pensó en recolocarme el pelo para que tapara el lado izquierdo de mi cara, pero Indra ya había visto las cicatrices y a mí no me avergonzaban. Me negaba en redondo a dejar que me afectara lo más mínimo el comentario del duque sobre las razones de Indra para decir que era preciosa. Ocultar mi cara o taparme tenía bastante poco sentido ya, pero sobre todo, hubiera jurado que había visto un reto en la mirada de Indra. Como si esperara que hiciera ambas cosas.
Pues no pensaba hacerlo.
Pasó un momento largo y tenso.
—¿Eso es todo lo que llevabas debajo de la capa?
—No es asunto tuyo —le dije, con los brazos a los lados.
Algo titiló en su cara, me recordó a la mirada que me lanzaba a menudo Yamato cuando lo superaba en algo, pero desapareció demasiado deprisa para que pudiera estar segura.
—Parece que debería serlo —comentó.
El sonido ronco de su voz hizo que se me pusiera la carne de gallina por todo el cuerpo.
—Eso suena como problema tuyo, no mío.
Me miró con esa expresión extraña otra vez. La que me hacía pensar que estaba atrapado entre la diversión y la curiosidad.
—Eres… completamente distinta de lo que esperaba. —La forma en que lo dijo sonaba tan genuina que parte de mi irritación se difuminó.
—¿Ha sido por mi destreza con el arco o con la daga? ¿O porque te derribé?
—Apenas me derribaste —me corrigió. Bajó la barbilla y entrecerró los párpados, las pestañas ocultaron sus extraños ojos— Por todas esas cosas. Aunque has olvidado añadir lo de la Perla Roja. Jamás esperé encontrar a la Doncella ahí.
—Supongo que no —dije con un bufido.
Levantó las pestañas y vi una miríada de preguntas en sus ojos. Esta vez, no iba a haber forma de evitarlas.
Demasiado cansada de repente para quedarme a discutir ahí de pie, fui hacia una de las dos butacas de al lado de la chimenea, muy consciente de cómo se abrían los laterales de mi camisón y dejaban al descubierto casi toda la pierna.
Muy consciente de cómo Indra seguía cada uno de mis movimientos.
—Era la primera vez que iba a la Perla Roja —Me senté y dejé que mis manos cayeran en mi regazo— Y la razón de que estuviese en el primer piso fue que acababa de entrar Yamato —Arrugué la nariz mientras me recorría un pequeño escalofrío— Me hubiese reconocido, con antifaz o sin él. Subí porque una mujer me dijo que la habitación estaba vacía —Seguía teniendo la sensación de que me la había jugado, pero eso no cambiaba nada en estos momentos— No te estoy diciendo esto porque crea que necesite explicarme. Solo estoy… diciendo la verdad. No sabía que estabas en la habitación.
Indra se quedó donde estaba.
—Pero sí sabías quién era —comentó, y no era una pregunta.
—Por supuesto —Giré la cara hacia la chimenea— Tu llegada ya había provocado bastantes… habladurías.
—Halagador —murmuró.
Mis labios se fruncieron un poco mientras contemplaba las llamas enroscarse y ondular por encima de los gruesos troncos.
—Por qué decidí quedarme en la habitación no está abierto a discusión.
—Ya sé por qué te quedaste en la habitación —me dijo.
—¿Ah, sí?
—Ahora tiene sentido.
Eché la vista atrás a aquella noche y recordé lo que había dicho Indra. Había parecido percibir que estaba ahí para experimentar, para vivir. Ahora que sabía quién era, tendría sentido. Pero seguía siendo algo que no estaba dispuesta a discutir.
—¿Qué vas a hacer con respecto a que estuviera en el Adarve?
No contestó durante un buen rato. Luego se acercó a donde me había sentado. Con esas piernas tan largas, caminaba con una elegancia fluida.
—¿Puedo? —Señaló hacia la butaca vacía. Asentí. Se sentó enfrente de mí y se inclinó hacia delante. Apoyó los codos sobre sus rodillas flexionadas— Fue Yamato el que te entrenó, ¿verdad? —Mi pulso trastabilló, pero mantuve una expresión neutra— Tuvo que ser él. Os lleváis bien y él ha estado contigo desde que llegaste a Masadonia.
—Has estado haciendo preguntas.
—Sería un estúpido si no investigase todo lo que pudiera sobre la persona a la que he jurado proteger con mi vida.
Ahí tenía razón.
—No voy a contestar a tu pregunta.
—¿Porque tienes miedo de que vaya a contárselo al duque, aunque no lo haya hecho antes?
—En el Adarve dijiste que deberías —le recordé— Que facilitaría tu trabajo. No voy a arrastrar a nadie en mi caída.
Indra inclinó la cabeza.
—Dije que debería, no que lo haría.
—¿Hay alguna diferencia?
—Deberías saber que la hay —Sus ojos recorrieron mi cara— ¿Qué habría hecho Su Excelencia si se lo hubiese contado?
—No importa. —Cerré los puños.
—Entonces, ¿por qué dijiste que no tenía ni idea de lo que haría? Sonabas como si fueras a decir algo más pero te arrepentiste.
—No iba a decir nada —rebatí.
Aparté la mirada para dedicarme a contemplar el fuego. Indra se quedó callado unos minutos.
—Tanto tú como Matsuri reaccionasteis de una manera muy extraña cuando te citó.
—No esperábamos esa llamada. —La mentira salió por mi boca con facilidad.
Hubo otra pausa.
—¿Por qué te quedaste dos días en tu habitación después de que te hiciera llamar? —Un intenso dolor irradió del lugar en que mis uñas se habían hincado en las palmas de mis manos. Las llamas estaban muriendo, titilaban con suavidad— ¿Qué te hizo? —preguntó Indra, su voz demasiado suave. Una vergüenza asfixiante trepó por mi garganta, tenía un sabor ácido.
—¿Por qué te importa tanto?
—¿Por qué no habría de importarme? —replicó y, una vez más, sonaba muy sincero.
Giré la cabeza antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo. Se había echado hacia atrás, las manos cerradas en torno a los reposabrazos de la butaca.
—No me conoces…
—Apuesto a que te conozco mejor que la mayoría.
—Eso no significa que me conozcas, Indra —insistí, pese a que un intenso rubor invadió mis mejillas— No lo bastante como para que te importe.
—Sé que no eres como los otros miembros de la Corte.
—Yo no soy un miembro de la Corte —señalé.
—Eres la Doncella. Los plebeyos te consideran una hija de los dioses. Te ven como algo más que un Ascendido, pero sé que eres compasiva. Esa noche en la Perla Roja, cuando hablamos de la muerte, sentiste una compasión genuina por las pérdidas que yo hubiera podido experimentar. No fue palabrería forzada.
—¿Cómo lo sabes?
—Se me da bien juzgar las palabras de las personas —destacó— No querías hablar por miedo a que te descubriera, pero entonces me referí a Matsuri como tu sirvienta. Y la defendiste, aun a riesgo de exponerte —Hizo una pausa— Y te vi.
—¿Viste qué?
Se inclinó hacia delante otra vez, bajó la voz.
—Te vi durante el Consejo de la Ciudad. No estabas de acuerdo con el duque y la duquesa. No podía ver tu rostro, pero supe que te sentías incómoda. Te sentiste mal por esa familia.
—Matsuri también.
—Sin ofender, pero tu amiga parecía estar medio dormida durante la mayor parte de ese intercambio. Dudo que supiera lo que estaba ocurriendo.
Eso no podía discutírselo, la verdad, pero lo que había visto era cómo perdía durante unos instantes el control de mi don. En cualquier caso, eso no cambiaba el hecho de que no me pareciera bien lo que le estaba sucediendo a la familia Tulis.
—Y sabes cómo luchar… y luchas bien. No solo eso, es obvio que eres valiente. Hay muchos hombres, hombres entrenados, que no saldrían al Adarve durante un ataque de Demonios si no tuviesen que hacerlo. Los Ascendidos podrían haber salido ahí afuera y hubiesen tenido más probabilidades de sobrevivir, pero aun así, no lo hicieron. Tú, sí.
—Esas cosas son solo detalles —protesté, sacudiendo la cabeza— No significa que me conozcas lo suficiente como para que te preocupe lo que me pase o me deje de pasar.
Me miró a los ojos.
—¿Te importaría lo que me pasara a mí?
—Bueno, sí —Fruncí el ceño— Me importaría…
—Pero no me conoces —Cerré la boca de golpe. Maldita sea— Eres una persona decente, princesa —Se echó hacia atrás— Por eso te importa.
—¿Y tú no eres una persona decente?
Indra bajó la vista.
—Soy muchas cosas. Decente no suele ser una de ellas —No tenía ni idea de cómo responder a ese ápice de sinceridad— No me vas a contar lo que te hizo el duque, ¿verdad? —Suspiró, su espalda se encorvó un poco en la butaca— Sabes que me enteraré de una manera u otra.
Casi me eché a reír. Estaba segura de que esa era una cosa de la que nadie hablaría jamás.
—Si eso crees.
—No lo creo, lo sé —repuso y pasó un instante en silencio—. Es raro, ¿verdad?
—¿El qué?
Sus ojos se cruzaron con los míos de nuevo y sentí una pequeña sacudida en el pecho. No podía apartar la mirada. Me sentía… atrapada.
—Tengo la impresión de conocerte desde hace tiempo. Tú también lo sientes.
Quería negarlo, pero tenía razón y era raro. No había dicho nada al respecto porque no quería reconocerlo. Hacerlo me parecía como emprender un camino que no podía recorrer. Saberlo me causaba una sensación profunda y dolorosa en el pecho, y eso tampoco quería reconocerlo. Porque se parecía mucho a la desilusión. ¿Y no significaba eso que ya había empezado a recorrer ese camino? Aparté la mirada, posé los ojos en mis manos.
—¿Por qué estabas en el Adarve? —me preguntó, cambiando de tema.
—¿No era obvio?
—Tus motivos, no. Dime eso, al menos. Dime qué te empujó a subir ahí arriba a luchar contra ellos.
Abrí los dedos poco a poco y deslicé dos bajo la manga de mi brazo derecho. Resbalaron por mi piel hasta que las yemas rozaron dos cicatrices irregulares. Había otras, por mi estómago y mis muslos.
Sería fácil mentir, inventar un montón de razones, pero no estaba segura de que hubiese nada malo en la verdad. ¿Que tres personas en lugar de dos supieran la verdad provocaría de algún modo el fin del mundo? No lo creía.
—La cicatriz de mi cara. ¿Sabes cómo me la hice?
—Tu familia fue atacada por unos Demonios cuando eras niña —contestó— Yamato…
—¿Te lo contó? —Una sonrisa débil y cansada tironeó de mis labios— No es la única cicatriz —Cuando no dijo nada, saqué la mano de debajo de la manga— Cuando tenía seis años, mis padres decidieron dejar la capital para ir al Valle Niel. Querían una vida mucho más tranquila, o eso me han contado. No recuerdo demasiado del viaje, aparte de que mi madre y mi padre estaban supertensos a lo largo del trayecto. Sasori y yo éramos pequeños y no sabíamos demasiado acerca de los Demonios, así que no teníamos miedo de estar ahí fuera ni de parar en uno de los pueblos pequeños; un lugar que luego me dijeron que no había visto un ataque de Demonios en décadas. Había solo un escueto muro, como en la mayoría de las poblaciones menores, e íbamos a quedarnos en la posada solo una noche. El lugar olía a canela y clavo —Cerré los ojos— Eso lo recuerdo. Vinieron por la noche, en la neblina. Una vez que aparecieron, no hubo tiempo de nada. Mi padre… salió a las calles para intentar ahuyentarlos mientras mi madre nos escondía, pero entraron por la puerta y las ventanas antes de que pudiese salir de la habitación siquiera —El recuerdo de los gritos de mi madre hizo que mis ojos se abrieran. Tragué saliva— Una mujer… una clienta de la posada… consiguió agarrar a Sasori y meterlo en una habitación secreta, pero yo no quise separarme de mi madre y… —Unos fragmentos oscuros e inconexos de aquella noche intentaron recomponerse. Sangre en el suelo, las paredes, resbalando por los brazos de mi madre. Cómo perdí el agarre de su mano resbaladiza, y luego manos ansiosas y dientes hambrientos. Las garras… Y luego un dolor atroz, implacable, ardiente, hasta que al final… no hubo nada— Desperté días después, de vuelta en la capital. La reina Ileana estaba a mi lado. Me contó lo que había sucedido. Que nuestros padres ya no estaban.
—Lo siento —dijo Indra y yo asentí— De verdad. Es un milagro que sobrevivieras.
—Los dioses me protegieron. Eso es lo que me dijo la reina. Que era la Elegida. Más adelante me enteré de que esa había sido una de las razones por las que la reina les había suplicado a mi madre y a mi padre que no abandonaran la seguridad de la capital. Que… si el Señor Oscuro se enteraba de que la Doncella estaba desprotegida, enviaría a los Demonios a por mí. Entonces me quería muerta, aunque parece ser que ahora me quiere viva. —Me reí y dolió un poquito.
—Lo que le ocurrió a tu familia no fue culpa tuya y podría haber un montón de razones por las que atacaron ese pueblo —Se pasó una mano por el pelo para retirar los mechones ya secos de su frente— ¿Qué más recuerdas?
—Nadie… nadie en aquella posada sabía cómo luchar. Ni mis padres, ni las mujeres, ni siquiera los hombres. Todos dependían del puñado de guardias —Froté mis dedos entre sí— Si mis padres hubiesen sabido cómo defenderse, podrían haber sobrevivido. Supongo que las posibilidades hubiesen sido muy escasas, pero habrían tenido alguna en cualquier caso.
—Y tú quieres esa posibilidad —dijo Indra.
Un destello de comprensión se iluminó en su cara. Asentí.
—No… Me niego a ser impotente.
—No debería serlo nadie.
Solté un poco de aire y dejé de juguetear con los dedos.
—Ya has visto lo que ha pasado esta noche. Llegaron a la cima del Adarve. Si uno solo consigue superarlo, le seguirán otros. Ninguna muralla es impenetrable e, incluso si lo fuera, hay mortales que vuelven malditos del exterior. Ocurre con más frecuencia de lo que la gente cree. En cualquier momento, esa maldición podría extenderse por esta ciudad. Si caigo…
—Caerás luchando —terminó por mí. Asentí— Como he dicho antes, eres muy valiente.
—No creo que sea valor. —Volví a quedarme absorta en mis manos— Creo que es… miedo.
—El miedo y el valor a menudo son la misma cosa. Te convierten en una guerrera o en una cobarde. La única diferencia es la persona que reside en el interior.
Levanté la vista hacia él en aturdido silencio. Me costó unos instantes formular una respuesta.
—Suenas mucho más mayor de lo que aparentas.
—Solo la mitad del tiempo —dijo— Has salvado vidas esta noche, princesa.
—Pero murieron muchos —me lamenté, haciendo caso omiso del mote.
—Demasiados —convino— Los Demonios son una plaga sin fin.
Apoyé la cabeza contra el respaldo de la butaca y meneé los dedos de los pies en dirección al fuego.
—Mientras quede un solo atlantiano, habrá Demonios.
—Eso dicen —confirmó y cuando lo miré de reojo, un músculo se apretó en su mandíbula mientras contemplaba el fuego mortecino— Has dicho que vuelven más hombres malditos de fuera del Adarve de lo que la gente cree. ¿Cómo lo sabes?
Abrí la boca. Maldita sea. ¿Cómo podía haberme enterado de eso?
—He oído rumores.
Mierda. Deslizó los ojos hacia mí.
—No es algo de lo que se hable demasiado. Y cuando se habla, solo es en susurros. —Sentí una oleada de inquietud.
—Vas a tener que ser más preciso.
—He oído que la hija de los dioses ha ayudado a varios malditos —dijo. Me puse tensa— Que los ha asistido, les ha dado una muerte digna.
No sabía si debía sentirme aliviada de que eso fuese todo lo que había oído y que no sacase el tema de mi don. Pero el hecho de que él, alguien que no llevaba demasiado tiempo en la ciudad, hubiese oído ese tipo de rumores no era del todo tranquilizador. Si Yamato averiguaba que Indra había tenido noticia de semejantes cosas, no se iba a poner contento. Aunque, claro, dudaba de que Yamato fuese a dejar que lo ayudara después de la última vez, en cualquier caso.
—¿Quién dice esas cosas? —pregunté.
—Unos cuantos de los guardias —me dijo, y se me cayó el alma aún más a los pies— Para ser sincero, al principio no les creí.
Mantuve una expresión neutra.
—Pues debiste atenerte a tu reacción inicial. Están equivocados si creen que cometería una traición abierta a la corona.
Sus ojos recorrieron mi rostro.
—¿No te acabo de decir que se me da bien juzgar a las personas?
—¿Y?
—Y sé que estás mintiendo —respondió. Me pregunté qué era exactamente lo que le hacía creer que era de mí de quien hablaban los guardias— Y entiendo por qué lo harías. Esos hombres hablan de ti con tal fascinación que, antes de conocerte, medio esperaba que de verdad fueses hija de los dioses. Jamás te delatarían.
—Puede que sea así, pero tú los has oído hablar de ello. Podrían oírlos también otras personas.
—Quizás debería ser más claro con respecto a lo de oír rumores. Me estaban hablando a mí en persona —aclaró— Puesto que yo también he ayudado a los malditos a morir con dignidad. Lo hacía en la capital y lo hago también aquí —Me quedé boquiabierta y se me asentó el estómago, pero mi corazón daba bandazos de un lado a otro como un pez fuera del agua— Los que regresan malditos ya lo han dado todo por el reino. Que los traten como a cualquier cosa aparte de los héroes que son, y que los arrastren delante de una multitud para ser asesinados es lo último que ellos o sus familias deberían tener que soportar.
No sabía qué decir mientras lo miraba. Acababa de dar voz a mis propios pensamientos, y sabía que ahí fuera había más personas que pensaban igual. Era obvio. Pero saber que estaba dispuesto a arriesgarse a cometer alta traición para hacer lo correcto…
—Bueno, ya te he entretenido demasiado.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir sobre mi presencia en el Adarve? —pregunté, arqueando una ceja.
—Solo te pido una cosa —Se levantó y me preparé para que me dijera que me mantuviera alejada de las murallas. Lo más probable era que le dijera que lo haría. Aunque, por supuesto, no lo haría, y tampoco pensaba que él fuese a creerme— La próxima vez que salgas ahí, lleva mejor calzado y ropa más gruesa. Esas sandalias podrían ser la causa de tu muerte, y ese vestido… ser la causa de la mía.
Indra no informó de mi presencia, pero sí se lo contó a alguien. Lo descubrí cuando me desperté solo unas horas después de que se marchara y fui a ver si Yamato estaba listo para entrenar. No me sorprendió ni un poco encontrarlo esperándome y más que preparado para echarme la bronca. Yo quería hablar con él de lo sucedido con los Demonios, del hecho de que alcanzaran la cima del Adarve. Yamato quería hablar de lo que le había contado Indra. Parecía que, después de salir de mi habitación, había ido directo a ver a Yamato. No es que estuviese exactamente enfadada por eso; más bien irritada por que Indra sintiera la necesidad de contarle a Yamato nada. Pero confirmaba que Indra suponía que Yamato sería consciente de mi presencia en el Adarve o, como muy poco, que no lo sorprendería ni se enfadaría.
Indra había calculado mal todo lo de no enfadarse por ello.
Yamato fruncía el ceño mientras caminaba a mi alrededor con actitud acechante, sin dejar de evaluar mi postura. Comprobaba si mis piernas estaban en la posición y con la tensión adecuadas, si mis pies estaban plantados a la anchura de los hombros.
—No deberías de haber estado en el Adarve.
—Pero lo estaba.
—Y te pillaron —Yamato se detuvo delante de mí— ¿Qué habrías hecho si hubiera sido otro guardia el que te hubiera descubierto?
—Si hubiese sido cualquier otro, no me hubiese pillado.
—Esto no es ninguna broma, Saku.
—No he dicho nada gracioso —me defendí— Estoy siendo … es rápido y está muy bien entrenado.
—Por eso estamos trabajando en tu combate cuerpo a cuerpo.
Apreté los labios.
—Mi técnica de combate cuerpo a cuerpo no es mala.
—Si fuese verdad, Indra no te habría pillado. Adelante —ordenó Yamato.
Mantuve la barbilla baja mientras le lanzaba un puñetazo. Yamato lo bloqueó con el antebrazo y retrocedí. Buscaba una abertura, pero no la encontré. Así que fabriqué una. Me moví como para darle una patada y sus brazos bajaron un pelín. Y ahí apareció mi abertura. Lancé otro ataque y le incrusté el puño en el estómago. Yamato emitió un suave gruñido.
—Bonito movimiento.
—¿A que sí? —dije con una sonrisa, bajando los brazos.
Yamato esbozó también una sonrisilla, pero se le borró pronto.
—Sé que debes de estar cansada de oírme decir esto —empezó— pero lo voy a decir otra vez. Tienes que tener más cuidado. Y estás lanzando puñetazos con el brazo en lugar de con todo el cuerpo.
En efecto, ya estaba cansada de oírle decir eso.
—Ya tengo cuidado. Y estoy lanzando puñetazos como tú me has enseñado.
—Tus golpes son débiles. Sin ímpetu. Eso no es lo que te he enseñado —Me agarró del brazo y lo sacudió como un fideo mojado— No tienes demasiada fuerza en el tren superior. Tu fuerza está aquí —Puso una mano delante de mi estómago— Infligirás más daño de este modo. Cuando lances un puñetazo, tu tronco y tus caderas deben moverse contigo.
Asentí e hice lo que me decía. Fallé, pero noté la diferencia en el movimiento.
—Indra no va a informar a Su Excelencia sobre mí.
—¿De verdad lo crees? —Bloqueó mi siguiente puñetazo— Mejor.
—Si fuese a decir algo, habría ido directo al duque.
—Podría haber cien razones por las que no ha dicho nada todavía.
Hacía unos días, hubiese estado de acuerdo con él, pero ya no. No después de lo que había confesado la noche anterior.
—No creo que vaya a hacerlo, Yamato. No tengo de qué preocuparme y tú tampoco. No le dije que has sido tú el que me ha entrenado.
—Saku —me dijo. Y lo dijo del mismo modo que lo había dicho cuando le pregunté si creía que podía esconder un sable debajo del velo. Todavía creía que podría hacerlo. Solo tenía que colocarlo bien— No lo conoces.
—Ya lo sé —Crucé los brazos mientras Yamato se apartaba un poco— Pero tú tampoco.
—No sabes cuáles son sus motivos. Las razones por las que guardaría silencio.
Sabía lo que había dicho sobre la Perla Roja, y estaba segura de que también podía aplicarse al Adarve. Pero era más que eso. El hecho de que Indra estuviese dispuesto a arriesgarse a que lo acusaran de alta traición para ayudar a los malditos decía muchísimo de quién era como persona. Sin embargo, no parecía correcto compartirlo con Yamato. Había una razón por la que no conocíamos la identidad de otros en la red. Así que opté por la tangente.
—Dijo que si lo hubiese hecho, ya no confiaría en él, lo cual dificultaría su trabajo. Tienes que reconocer que en eso tiene cierta razón.
—Es verdad, pero eso no significa que no debas tener cuidado —Yamato se quedó callado un momento— Y lo entiendo. En serio.
—¿Entiendes qué?
—Como ya te dije, es un joven atractivo…
—Eso no tiene nada que ver con esto.
—Y siempre has estado rodeada de hombres mayores como yo.
—No eres tan mayor.
—Gracias —dijo, tras parpadear sorprendido. Una pausa— Creo.
—No tiene nada que ver con su aspecto. No digo que no me parezca atractivo. Me lo parece, pero esa no es la razón de que confíe en él —Y esa era la verdad. Mi fe no provenía de su apariencia— No soy tan tonta.
—No estoy sugiriendo que lo seas —Se pasó una mano por el pelo— Entonces, ¿confías en él?
—Yo… le conté por qué necesitaba estar ahí fuera en ese Adarve. Le conté lo de la noche en que atacaron a mi familia. ¿Sabes cómo respondió? Al principio dijo que no debería estar ahí, pero escuchó mis razones y, al final, lo único que dijo fue que debía ir mejor calzada —Decidí guardarme lo del vestido para mí— Confío en él, Yamato. ¿Hay alguna razón por la que no debería?
Yamato soltó un gran suspiro mientras apartaba la mirada.
—No nos ha dado ninguna razón para que dudemos de él. Lo sé. Es solo que no lo conocemos y tú eres importante para mí, Saku. No porque seas la Doncella, sino porque eres… tú.
Un nudo de emoción se formó en mi pecho y se abrió paso por mi garganta. No le di la oportunidad de darse cuenta de lo que hacía. Me abalancé sobre él, enrosqué los brazos alrededor de su cintura y lo abracé con fuerza.
—Gracias —murmuré contra su pecho.
Yamato se quedó tan tieso como un guardia en su primer día en el Adarve, pero entonces puso sus manos sobre mi espalda. Y me dio unas palmaditas.
Sonreí.
—Sabes que nunca sustituiré a tu padre, y jamás lo intentaría, pero eres como una hija para mí —Lo abracé más fuerte. Me dio más palmaditas— Me preocupo por ti. En parte porque es mi trabajo, pero sobre todo porque eres tú.
—Tú también eres importante para mí —Mis palabras sonaron amortiguadas contra su pecho— Aunque opines que mis puñetazos son débiles.
Su risa fue ronca. Apoyó la barbilla sobre mi cabeza.
—Tus puñetazos son débiles cuando no los ejecutas bien. —Se apartó un poco y me puso las manos en las mejillas—. Pero, chica, tu puntería es letal. No lo olvides jamás.
—Los dioses no nos han fallado. Los Ascendidos no os han fallado.
Esa tarde, la voz del duque resonaba con fuerza desde el balcón de la muralla del castillo. A sus pies, una masa de gente llenaba el amplio patio y, al tenue resplandor de las lámparas de aceite y las antorchas, pude ver que varias personas iban vestidas todas de negro, el sombrío color de la muerte. Entre la gente había guardias a caballo, destinados a mantener un ojo puesto en la nerviosa multitud.
Jamás había visto a Su Excelencia dirigirse a la gente de este modo. Él y la duquesa nunca estaban delante de tantas personas, ni siquiera durante los Consejos o el Rito. Fue una inmensa sorpresa para mí cuando Yamato y Indra llegaron después de la cena para escoltarme hasta el balcón. Aunque claro, ¿hacía cuántos años que no había llegado un ataque de Demonios tan significativo hasta el Adarve?
Se habían izado banderas negras sobre demasiados hogares y se habían prendido demasiadas piras al amanecer. El aire seguía cargado de cenizas e incienso.
—Gracias a la Bendición de los dioses —continuó Teerman— el Adarve no cayó anoche.
Un poco más atrás, al lado de Matsuri y flanqueadas por Yamato y Indra, me pregunté exactamente cómo había evitado la Bendición de los dioses que cayera el Adarve. Habían sido los guardias, hombres como el arquero que había elegido la muerte antes que dejar que el Demonio superara el Adarve.
—¡Llegaron arriba! —gritó un hombre— Casi superan la muralla. ¿Estamos a salvo?
—¿Cuando ocurra de nuevo? —contestó la duquesa. Su voz suave silenció los murmullos— Porque volverá a ocurrir.
Detrás del velo, arqueé las cejas. Por encima de mi hombro derecho, oí a Indra murmurar con tono seco.
—Eso seguro que aplacará miedos.
Mis labios querían sonreír.
—La verdad no está diseñada para aplacar miedos —respondió Yamato.
—Entonces, ¿por eso contamos mentiras? —preguntó Indra.
Yo apreté los labios. Desde que habían llegado para acompañarnos a Matsuri y a mí, no habían parado de hacer eso. Uno de ellos decía algo. Cualquier cosa. Y el otro lo rebatía, solo para que el que había hablado primero tuviese la última palabra. Empezó con un comentario de Indra, que había dicho que hacía un calor sorprendente esa noche y que yo debería disfrutarla, a lo que Yamato había contestado diciendo que las temperaturas seguro que bajaban demasiado deprisa para poder hacerlo. Indra había procedido entonces a preguntarle a Yamato dónde había obtenido unos conocimientos tan proféticos acerca del tiempo. En el plazo de una hora, la cosa no había hecho más que progresar, se lanzaban pullas e intentaban dejar al otro en mal lugar.
Indra iba ganando, por al menos tres respuestas ingeniosas. Incluso después de haberlo defendido ante Yamato, y no mentía cuando le dije que confiaba en Indra, seguía habiendo una pequeña parte de mí que no podía creer lo que había dicho. No me había ordenado no volver al Adarve jamás. No me había exigido que me quedara en mi habitación, donde en teoría estaría más segura. No, en vez de eso, había escuchado mis razones de por qué necesitaba estar ahí fuera y las había aceptado. Solo me había pedido que llevara calzado más adecuado. Y más ropa.
Esto último me irritaba y me excitaba, cosa que era bastante desconcertante. Y desde luego no era algo que hubiese compartido con Yamato esa mañana.
Mis ojos se deslizaron hacia la duquesa, que se adelantó.
—Los dioses no os han fallado —repitió. Apoyó las manos al lado de las de su marido, sobre la barandilla que le llegaba a la altura de la cintura— Nosotros no os hemos fallado. Pero los dioses están descontentos. Por eso llegaron los Demonios a la cima del Adarve.
Un murmullo de consternación se extendió entre el gentío como una tormenta.
—Hemos hablado con ellos. No están contentos con los recientes acontecimientos, aquí y en ciudades cercanas —continuó, los ojos fijos en los rostros cada vez más pálidos y cenicientos a sus pies— Temen que la gente buena de Solis haya empezado a perder la fe en sus decisiones y se esté volviendo hacia aquellos que desean ver el futuro de este gran reino en peligro.
Los susurros se convirtieron en gritos de denuncia que sobresaltaron a los caballos. Los guardias se apresuraron a calmar el nervioso bailoteo de los équidos.
—¿Qué creíais todos que iba a pasar cuando los que defienden al Señor Oscuro y traman acciones con él están de pie ahora mismo entre vosotros? —preguntó el duque— Mientras hablo, en este mismo momento, hay Descendentes mirándome, encantados de que los Demonios se llevaran tantas vidas ayer por la noche. En esta misma multitud, hay Descendentes querezan por el día en que llegue el Señor Oscuro. Los que celebraron la masacre de Tres Ríos y la caída de la mansión Goldcrest. Mirad a vuestra derecha y a vuestra izquierda, y puede que veáis a alguien que ayudó a conspirar para secuestrar a la Doncella.
Me moví incómoda mientras docenas y docenas de ojos se posaban en mí. Después, una por una, como si las caras fuesen fichas de dominó puestas en fila, se miraron los unos a los otros, como si viesen a sus vecinos y rostros familiares por primera vez.
—Los dioses lo oyen y lo saben todo. Incluso lo que no se dice pero reside en el corazón —añadió el duque. Se me hizo un nudo de inquietud en el estómago— ¿Qué podemos esperar ninguno de nosotros? —repitió— Cuando esos dioses lo han hecho todo por protegernos y la gente acude a nosotros y cuestiona el Rito.
Me puse tensa. La imagen del señor y la señora Tulis se formó de inmediato en mi cabeza. El duque no había dicho sus nombres, pero fue como si los hubiese gritado desde el tejado del castillo de Teerman. No los vi entre la multitud, pero eso no significaba que no estuviesen ahí.
—¿Qué podemos esperar cuando hay gente que quiere vernos muertos? —preguntó Teerman, levantando las manos— Cuando somos los dioses en carne y hueso, y lo único que se interpone entre vosotros y el Señor Oscuro y la maldición que sus huestes han lanzado sobre esta tierra.
Y, aun así, ni un solo Ascendido (ni el duque, ni la duquesa, ni ninguno de los lores o damas), había movido un dedo para defender el Adarve. Todos ellos eran más rápidos y más fuertes que cualquier guardia. Seguramente podían acabar con el doble de Demonios de los que había derribado yo con el arco y, como había dicho Indra, tenían más probabilidades de sobrevivir a un ataque.
—¿Qué creéis que habría sucedido si los Demonios hubiesen superado el Adarve? —Teerman bajó las manos— Muchos de vosotros habéis nacido dentro de estas murallas y jamás habéis vivido el horror de un ataque de los Demonios. Pero otros sí sabéis lo que es. Venís de ciudades menos protegidas o fuisteis atacados por los caminos. Vosotros sí sabéis lo que habría sucedido si tan solo un puñado hubiese conseguido superar a nuestros guardias, si los dioses les hubiesen dado la espalda a los habitantes de Solis. Habría significado una masacre indiscriminada de cientos. Vuestras mujeres. Vuestros hijos. Vosotros mismos. Muchos de vosotros no estaríais ahí de pie.
Hizo una pausa y la muchedumbre pareció ondular… Ocurrió de nuevo. Noté que mis sentidos se estiraban fuera de mi ser, aunque tampoco me sorprendió demasiado. Con un gentío como aquel, me costaba mantenerme al margen, pero no… no solo sentí dolor. Algo tocó la parte de atrás de mi garganta, me recordó lo que había sentido en el atrio con Loren.
Terror.
Sentí cómo el terror aumentaba y se extendía, provenía de mil sitios diferentes mientras mi mirada saltaba de un rostro a otro. Me llegó otra sensación. Era algo caliente y ácido. No era dolor físico. Era ira. Mi corazón empezó a latir con fuerza. No estaba sintiendo dolor, pero… tenía que estar sintiendo algo. No tenía sentido, pero podía notarla, apretaba contra mi piel como un hierro candente. Se me secó la garganta y tragué saliva con esfuerzo. La gente cruzó las manos debajo de la barbilla y rezó a los dioses. Di un pasito hacia atrás. Otros nos miraban, sus expresiones eran duras…
La mano de Yamato rozó mi hombro.
—¿Estás bien? —murmuró.
¿Sí? ¿No?
No estaba segura.
La ansiedad inundó mi organismo de adrenalina mientras unos fantasmagóricos dedos gélidos bailaban por mi nuca. Una gran presión se agarró a mi pecho. Quería huir de ahí. Necesitaba alejarme de la gente lo más posible. Pero no podía.
Cerré los ojos y me concentré en mi respiración mientras pugnaba por reconstruir mis muros mentales. Seguí respirando, adentro y afuera, tan profundo y tan despacio como podía.
—Y si tenéis suerte, irán a por vuestro cuello y tendréis una muerte rápida —estaba diciendo el duque— Aunque la mayoría no tendréis esa suerte. Desgarrarán vuestra carne y vuestros tejidos y se darán un festín con vuestra sangre mientras llamáis a gritos a los dioses en los que habéis perdido la fe.
—Este es quizás el discurso menos tranquilizador dado jamás después de un ataque —masculló Indra en voz baja.
Su comentario me sacó de golpe de mi espiral de pánico, pues la absoluta sequedad de sus palabras cortó la cuerda que me conectaba con la gente. Mis sentidos se replegaron y fue como si una puerta se cerrara con violencia y echara la llave.
Sentí… no sentí nada, excepto los fuertes latidos de mi corazón y la película de sudor que me cubría la frente. Lo que Indra había dicho hizo más que aflojar el agarre que tenía sobre mí el miedo de la gente; no solo creó una grieta en su agarre, sino que lo eliminó por completo. Los sentimientos habían desaparecido tan deprisa que casi me pregunté si los había sentido siquiera, si solo habría sido mi mente, que me había jugado una mala pasada. Las caras que tenía delante se volvieron nítidas de nuevo, un embate constante de distintos tonos de miedo y pánico…
Mi vista se aguzó y eché otro vistazo a la multitud. Me concentré en las caras que no mostraban ninguna emoción. Desconcertada por sus expresiones vacías, un hilillo de inquietud bajó reptando por mi columna. Me centré en uno de los hombres, un joven con un pelo rubio que le llegaba hasta los hombros. Estaba demasiado lejos para distinguir el color de sus ojos, pero tenía la vista levantada hacia el duque y la duquesa, los labios apretados con fuerza, la mandíbula era una línea dura y tensa, mientras los que estaban a su alrededor intercambiaban miradas de terror. Lo reconocí.
Había estado en el Consejo de la Ciudad. Aquel día, había mostrado esta misma expresión, y había ocurrido esa cosa… esa extraña avalancha de sensaciones que no debería ser capaz de sentir. O que no sabía que podía.
Miré a la multitud de nuevo y detecté con facilidad a otros como él. Había al menos una docena, según pude ver. Mis ojos volvieron con el hombre rubio, mientras recordaba lo que había sentido cuando había estado con Loren. Lo que había percibido en ella tenía más sentido ahora, dado lo que había pasado. Se había mostrado emocionada por la posibilidad de que el Señor Oscuro estuviese cerca, por preocupante que eso pudiera ser. Y tendría motivos para temer que yo pudiese decir algo. Puede que ese hombre no mostrara emociones en su rostro, pero si no había estado de acuerdo con lo que se le estaba haciendo a la familia Tulis, no sería ninguna sorpresa que hubiese sentido ira ahora. Quizás fuesen todo imaginaciones mías. Tal vez le estuviese pasando algo a mi don. ¿Podía ser que estuviera evolucionando para poder sentir otras emociones además de dolor? No lo sabía y tendría que averiguarlo, pero ahora mismo, debía decir algo, solo por si acaso.
Giré la cabeza hacia la derecha, hacia Yamato.
—¿Lo ves? —susurré, y describí al hombre rubio.
—Sí. —Yamato se acercó más a mí.
—Hay otros como él —Miré al público.
—Los veo —confirmó— Estate atento, Indra. Puede…
—¿Que haya problemas? —lo interrumpió Indra— Llevo veinte minutos vigilando al rubio. Se está abriendo paso poco a poco hacia la parte de delante. Hay otros tres que también han avanzado.
Arqueé las cejas. Era extremadamente observador.
—¿Estamos a salvo? —preguntó Matsuri, sin apartar la vista del gentío.
—Siempre —murmuró Indra.
Asentí cuando los ojos de Matsuri se cruzaron por un instante con los míos y esperé que eso la tranquilizara. Mi mano rozó mi muslo. La daga estaba envainada debajo de la túnica blanca que llegaba hasta el suelo. Tocar el mango de hueso ayudó a aliviar el pelín de pánico que aún perduraba en mi interior.
El duque seguía hipnotizando a la multitud con historias espantosas y truculentas. Yo mantuve los ojos fijos en el hombre rubio. Llevaba una capa oscura por encima de sus anchos hombros, debajo de la cual podía haber un montón de armas ocultas.
Eso lo sabía por experiencia propia.
—Pero hemos hablado con los dioses en vuestro nombre —resonó ahora la voz de la duquesa— Les hemos dicho que la gente de Solis, sobre todo los habitantes de Masadonia, son personas decentes. No han perdido la esperanza en vosotros. Nos hemos asegurado de que así fuera.
Hubo un estallido de vítores y la actitud de la masa cambió deprisa, pero el hombre rubio siguió sin mostrar reacción alguna.
—Y honraremos su fe en la gente de Solis al no dar cobijo a aquellos que sospechéis que apoyan al Señor Oscuro, que no buscan nada más que destrucción y muerte —continuó— Obtendréis una gran recompensa en esta vida y en la siguiente. Eso os lo podemos prometer.
Hubo otra ronda de vítores y entonces alguien gritó.
—¡Los honraremos durante el Rito!
—¡Así es! —gritó la duquesa, y se apartó de la barandilla— ¿Qué mejor forma de mostrar a los dioses nuestra gratitud que celebrar el Rito?
Sus Excelencias dieron unos pasos atrás entonces, lado a lado en el balcón, casi tocándose aunque sin llegar a hacerlo. Levantaron las manos en lados opuestos del cuerpo y empezaron a agitarlas para saludar a la multitud…
—¡Mentiras! —gritó una voz entre el público. Era el hombre rubio— Mentirosos —El tiempo pareció detenerse. Todo el mundo se quedó paralizado— ¡No hacéis nada para protegernos mientras os escondéis en vuestros castillos, detrás de vuestros guardias! ¡No hacéis nada más que robar niños en nombre de dioses falsos! —gritó— ¿Dónde están los terceros y cuartos hijos e hijas? ¿Dónde están en realidad?
Entonces se produjo un sonido, una exclamación ahogada proveniente de todas partes a la vez, tanto de dentro como de fuera de mí. La capa del hombre rubio se abrió cuando sacó la mano con brusquedad. Sonó un chillido, un grito de advertencia desde abajo. Un guardia a caballo se giró, pero no fue bastante rápido. El hombre rubio echó el brazo atrás y…
—¡Atrapadle! —gritó el comandante Akatsuki.
El hombre tiró algo. No era una daga ni una roca. Tenía una forma demasiado rara para ser eso. Cruzó el aire como una exhalación, directo hacia el duque de Masadonia, que se movió a la velocidad del rayo, una forma casi indistinguible. Yamato me empujó hacia atrás con el hombro. El brazo de Indra se cerró en torno a mi cintura y tiró de mí contra él mientras el objeto pasaba volando por nuestro lado para estrellarse contra la pared. Cayó al suelo con un ruido sordo y bajé la vista hacia donde había quedado tirado. Era… una mano.
Yamato se agachó y la recogió, la línea de su boca tensa.
—En el nombre de todos los dioses, ¿qué demonios? —masculló.
Porque no era solo una mano cualquiera. Era la grisácea mano con garras de un Demonio.
Miré al hombre rubio. Un guardia real lo tenía de rodillas, el brazo retorcido a la espalda, la boca manchada de sangre.
—De sangre y cenizas —gritó, aun cuando el guardia lo agarró de la parte de atrás de la cabeza— ¡Resurgiremos! ¡De sangre y cenizas, resurgiremos! —Una y otra vez gritó las mismas palabras, incluso mientras los guardias lo arrastraban entre la muchedumbre.
El duque se volvió hacia el gentío y se rio, el sonido frío y seco.
—Y así sin más, los dioses han destapado a uno de vosotros, ¿no es así?
