Ni la historia ni los personajes me pertenecen.


Capítulo 17

Indra se apresuró a llevarnos a Matsuri y a mí de vuelta al interior del castillo, mientras Yamato iba a hablar con el comandante.

—¿Dónde diablos ha podido encontrar ese hombre una mano de Demonio? —preguntó Matsuri, con la piel de alrededor de su boca tensa mientras caminábamos por delante del Gran Salón y por debajo de los estandartes.

—Puede que estuviera fuera del Adarve y se la cortara a uno de los que mataron anoche —contestó Indra.

—Eso es… —Matsuri se llevó una mano al pecho— En realidad, no tengo palabras para eso.

Yo tampoco, pero el apéndice debía de proceder de un maldito que se había convertido dentro del Adarve. Aunque eso me lo guardé para mí misma mientras nos cruzábamos con varios sirvientes.

—No puedo creer que dijera lo que ha dicho sobre los niños. Lo de los terceros y cuartos hijos e hijas —comenté.

—Yo tampoco —convino Matsuri.

Qué cosa más espantosa para decir. Esos niños, muchos de los cuales ya eran adultos, estaban en los templos, sirviendo a los dioses. Aunque no estaba de acuerdo con que no pudieran hacerse excepciones, insinuar que los estaban robando, como para algún propósito malvado, era un escándalo. Solo hacían falta unas pocas palabras dichas en voz alta para que actuaran como una plaga contagiosa e infectaran la mente de una persona. No quería ni imaginar lo que los padres de esos niños debían de estar pensando ahora.

—No me sorprendería que más gente pensara lo mismo —comentó Indra, y tanto mi cabeza como la de Matsuri giraron al instante en su dirección. Caminaba a mi lado, solo un paso por detrás. Levantó las cejas— Nadie ha vuelto a ver a esos niños jamás.

—Los ven los sacerdotes y las sacerdotisas. Y también los Ascendidos —lo corrigió Matsuri.

—Pero no sus familias —Los ojos de Indra se pasearon por las estatuas mientras nos dirigíamos hacia las escaleras— Tal vez si la gente pudiese ver a sus hijos de vez en cuando, ese tipo de ideas podrían rebatirse con facilidad. Aliviar los miedos.

Lo que decía tenía cierto sentido, pero…

—Nadie debería hacer ese tipo de afirmaciones sin pruebas —argumenté— Todo lo que consiguen es provocar una preocupación y un pánico innecesarios. Un pánico que han creado los Descendentes y que luego aprovecharán en su beneficio.

—Estoy de acuerdo —Indra bajó la vista— Mira por dónde pisas. No querría que continuaras con tu nueva costumbre, princesa.

—Tropezar una vez no es una costumbre —espeté— Y si estás de acuerdo, ¿por qué dices que no te sorprendería que hubiese más gente que se sintiese del mismo modo?

—Porque estar de acuerdo no significa que no entienda por qué algunas personas creerían eso —contestó, y tuve que cerrar la boca— Si a los Ascendidos les preocupa lo más mínimo que la gente se crea esas acusaciones, todo lo que tienen que hacer es permitir que esos niños sean vistos. No creo que eso pudiera interferir demasiado con su servidumbre a los dioses.

No. Yo tampoco lo creía.

Eché una miradita a Matsuri y vi cómo observaba a Indra mientras caminábamos por el pasillo del primer piso de camino a la parte más vieja del castillo.

—¿Tú qué opinas? —le pregunté.

Matsuri parpadeó al mirarme.

—Creo que los dos estáis diciendo lo mismo.

Una medio sonrisa se formó en la cara de Indra y yo no dije nada. Empezamos a subir las escaleras. Indra se detuvo cerca de la puerta de Matsuri.

—Si no te importa, necesito hablar con Sakura en privado un momento.

Arqueé las cejas detrás del velo mientras Matsuri nos lanzaba una mirada poco disimulada a uno y otro y las comisuras de sus labios se curvaban hacia arriba. En cualquier caso, esperó a que yo le dijera si estaba bien o no.

—Está bien —le dije.

Matsuri asintió y abrió su puerta. Se detuvo el tiempo suficiente para decir:

—Si me necesitas, llámame —Hizo una pausa— Princesa.

Emití un gemido. Indra se rio entre dientes.

—De verdad que me gusta.

—Estoy segura de que le encantaría oírlo.

—¿A ti te encantaría oír que de verdad me gustas? —me preguntó.

Mi corazón dio un respingo, pero hice caso omiso de ese estúpido órgano.

—¿Te pondrías triste si dijera que no?

—Me sentiría devastado.

Solté una carcajada desdeñosa.

—Seguro que sí —Llegamos a mi puerta— ¿De qué querías hablar?

Hizo un gesto hacia la habitación, así que supuse que fuese lo que fuere lo que tenía que decirme, no quería que nadie lo oyera. Hice ademán de abrir la puerta…

—Debería entrar yo primero, princesa.

Pasó por delante de mí sin despeinarse.

—¿Por qué? —pregunté, frunciendo el ceño en dirección a su espalda— ¿Crees que podría haber alguien esperándome?

—Si el Señor Oscuro vino a por ti una vez, vendrá a por ti de nuevo.

Un escalofrío bailó por mi columna mientras Indra entraba en la habitación. Habían dejado dos lámparas de aceite encendidas al lado de la puerta y la cama, y habían añadido leña a la chimenea, por lo que la habitación estaba envuelta en un suave y cálido resplandor. No miré la cama demasiado tiempo, lo cual hizo que de algún modo acabara contemplando la ancha espalda de Indra mientras él registraba la habitación. Las puntas de su pelo rozaban contra el cuello de su túnica, y los mechones parecían tan… suaves… No los había tocado aquella noche en la Perla Roja, pero ahora deseaba haberlo hecho.

Necesitaba ayuda.

—¿Puedo pasar? —pregunté, cruzando las manos— ¿O debo esperar aquí fuera mientras inspeccionas debajo de la cama en busca de pelusas perdidas?

Indra miró hacia atrás en mi dirección.

—No son las pelusas lo que me preocupa. Las pisadas, en cambio, sí.

—Oh, por todos los dioses…

—Y el Señor Oscuro seguirá viniendo hasta que obtenga lo que quiere —sentenció y miró hacia otro sitio. Me estremecí— Tu habitación debería comprobarse siempre antes de que entres.

Crucé los brazos delante del pecho, congelada a pesar del fuego. Observé a Indra completar su ronda en la puerta y cerrarla en silencio. Se volvió hacia mí, una mano sobre la empuñadura de una espada corta, y el revoloteo de mi pecho se redobló. Su rostro era de una belleza asombrosa. Desde los carnosos labios de su ancha boca hasta la inclinación ascendente de sus cejas y las oscuras oquedades de debajo de sus altos y anchos pómulos, podía haber sido la musa de muchos cuadros que colgaban en el Ateneo de la ciudad.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Dio la impresión de que te pasaba algo cuando el duque se estaba dirigiendo a la gente.

Tomé nota mental de recordar lo observador que era Indra.

—Estaba… —Había pensado decir que estaría bien, pero sabía que no me creería— Me mareé un poco. Supongo que no he comido lo suficiente hoy.

Su intensa mirada recorrió lo que podía ver de mi cara e, incluso con el velo, me sentía insoportablemente expuesta cuando me miraba como lo hacía en ese momento.

—Odio esto.

—¿Qué odias? —pregunté, confusa.

Indra no respondió de inmediato.

—Odio hablarle al velo.

—Oh —La comprensión onduló por mi interior. Levanté la mano y toqué la tela que ocultaba mi pelo— Supongo que a la mayoría de la gente no le gusta.

—No puedo creer que a ti sí.

—No, no me gusta —admití. De inmediato miré a mi alrededor por la habitación, como si esperara que la sacerdotisa Analia estuviese escondida en alguna parte— Quiero decir que preferiría que la gente pudiese verme.

—¿Cómo te sientes ahí dentro? —preguntó Indra, con la cabeza ladeada.

El aire se me atascó en la garganta. Nadie… nadie me había preguntado eso jamás y, aunque tenía muchas opiniones y sentimientos acerca del velo, no estaba segura de cómo ponerlos en palabras, a pesar de que confiara en Indra. Algunas cosas, una vez dichas, cobraban vida propia.

Fui hasta una de las butacas y me senté en el borde mientras intentaba averiguar qué decir. Y de repente, mi cerebro pareció escupir la única cosa que me vino a la mente.

—Es asfixiante.

—Entonces, ¿por qué lo llevas? —preguntó Indra, acercándose a mí.

—No me había dado cuenta de que tuviera elección. —Levanté la vista hacia él.

—Ahora tienes elección —Se arrodilló delante de mí— Estamos solos tú y yo, las paredes y un juego de muebles patético e inadecuado. —Mis labios se movieron solos, como para sonreír— ¿Llevas el velo cuando estás con Matsuri? —preguntó. Sacudí la cabeza para decir que no— Entonces, ¿por qué lo llevas ahora?

—Porque… tengo permitido estar sin velo con ella.

—Me dijeron que se supone que debes llevarlo en todo momento, incluso con las personas que tienen permitido verte.

Tenía razón, por supuesto. Indra arqueó una ceja. Suspiré.

—No llevo el velo cuando estoy en mi habitación y no espero que vaya a entrar nadie aparte de Matsuri. Y no lo llevo porque me siento… más en control de la situación. Puedo…

—¿Elegir no ponértelo? —terminó por mí. Asentí, más que un poco asombrada, porque lo había clavado— Ahora puedes elegir.

—Lo sé.

Sin embargo, era difícil explicar que el velo también servía de barrera. Con él puesto, recordaba lo que era y la importancia de ello. Sin él, bueno, era fácil querer… solo querer.

Sus ojos recorrieron el velo y pasó un momento largo. Entonces asintió y se levantó despacio.

—Estaré fuera si necesitas algo.

Se me formó un extraño nudo en la garganta, uno que me impidió hablar. Me quedé donde estaba mientras Indra salía de la habitación. Contemplé la puerta cerrada una vez que se marchó. No me moví. No me quité el velo.

Durante un buen rato. No hasta que dejé de querer.

A la tarde siguiente, esperaba ante la sala de recepción de la duquesa en el primer piso. La del duque estaba en el extremo opuesto del pasillo así que me coloqué de espaldas porque no quería ni verla, no digamos ya pensar en ella. Había dos guardias reales apostados a la puerta de la habitación de Jacinda mientras Yamato esperaba a mi lado. Esa mañana le había contado lo que había sucedido en realidad cuando el duque y la duquesa se dirigieron a la multitud, y cómo no estaba segura de si de verdad había sentido algo o no. Yamato me había sugerido que hablara con la duquesa, puesto que era poco probable que la sacerdotisa fuese a darme alguna información útil, y la duquesa quizás hablara de manera más abierta, aunque dependía del humor que estuviese.

Recé por que estuviera habladora.

Ni Yamato ni yo hablamos en presencia de los otros guardias reales, pero sabía que estaba preocupado por lo que había compartido con él. Por lo que podría significar que mi don estuviese evolucionando, o que fuese algo en mi cabeza.

«Podría ser solo el estrés de todo lo que ha sucedido», había comentado «Quizás sea mejor esperar a estar segura de que es tu don antes de alertar a nadie».

Sabía que Yamato estaba preocupado porque, si todo esto era cosa de mi cabeza, pudieran de algún modo usarlo en mi contra, pero yo no quería esperar a que volviera a pasar. Prefería saber ya si era cosa de mi don o no para poder reaccionar mejor.

La puerta se abrió y uno de los guardias reales salió por ella.

—Su Excelencia te verá ahora.

Yamato se quedó fuera, como estaba planeado, puesto que se suponía que solo el duque y la duquesa sabían de la existencia de mi don, y también el clero del templo.

Rompía tantas reglas que no era de sorprender que Indra pareciera sorprendido cuando no quise quitarme el velo la noche anterior. Eso era lo que estaba pensando cuando entré en la sala de recepción. Archivé esos pensamientos mientras miraba a mi alrededor. Siempre me había gustado esa sala, con sus paredes color marfil y sus muebles gris claro. Había algo pacífico en ella, y también era cálida y acogedora a pesar de no haber ventanas. Tenían que ser todas esas centelleantes lámparas de araña. Mis ojos encontraron a la duquesa sentada ante una mesita circular, donde bebía de una pequeña taza. Vestida del más pálido de los amarillos, me recordó a la primavera en la capital.

Levantó la vista, una leve sonrisa en su rostro atemporal.

—Ven. Toma asiento.

Fui hasta ella y me senté en la silla de enfrente. Me fijé en el plato de pastas. Solo quedaban las que tenían nueces. Era probable que los pastelitos de chocolate hubiesen sido los primeros en ser devorados. La duquesa compartía la misma debilidad que Yamato.

—¿Querías hablar conmigo? —Depositó la delicada taza floreada en su platito a juego. Asentí.

—Sé que está muy ocupada, pero esperaba que pudiera ayudarme con algo.

Ladeó la cabeza y una sedosa mata de ondas de tono castaño rojizo se derramó sobre su hombro.

—He de admitir que me pica la curiosidad. No recuerdo la última vez que acudiste a mí en busca de ayuda.

Yo sí. Fue cuando pedí que me asignaran habitaciones en la parte vieja del castillo, algo que estaba segura de que ella todavía no entendía del todo.

—Quería hablarle… —Respiré hondo— Quería hablarle de mi don.

Sus ojos negros como el carbón se abrieron de manera casi imperceptible.

—No esperaba que eso fuese un tema de conversación. ¿Alguien ha descubierto tu don?

—No, Excelencia. Eso no es lo que ha pasado en absoluto.

Tomó la servilleta de su regazo y se limpió los dedos.

—Bueno, pues cuéntamelo. Por favor, no me tengas en ascuas.

—Creo que le está pasando algo —le dije— Ha habido unas cuantas situaciones en las que… creo que he sentido algo más aparte de dolor.

Despacio, la duquesa dejó la servilleta en la mesa.

—¿Estabas usando tu don? Sabes que los dioses te han prohibido debes utilizarlo hasta que te encuentren digna de él.

—Lo sé. No lo he usado —La mentira salió con facilidad. Quizás con demasiada facilidad— Pero a veces, simplemente ocurre. Cuando estoy con mucha gente, me cuesta controlarlo.

—¿Has hablado de esto con la sacerdotisa?

Por todos los dioses, no.

—No ocurre a menudo, lo juro. Y solo me ha pasado en los últimos días. Redoblaré mis esfuerzos por controlarlo, pero cuando sucedió antes, creo… creo que noté algo más, aparte del dolor.

La duquesa me miró, sin parpadear, durante lo que me pareció una pequeña eternidad. Entonces se levantó de su asiento. Un poco nerviosa, la observé ir hacia el armarito blanco pegado a la pared.

—¿Qué crees que sentiste?

—Ira —contesté— Durante el Consejo de la Ciudad y ayer por la noche, sentí ira —No le diría nada de Loren. No querría hacerle algo así— Fue el hombre que…

—¿El Descendente?

—Sí. Al menos, eso creo —precisé— Creo que percibí su ira.

La duquesa sirvió una bebida de un decantador.

—¿Has sentido algo más que te haya podido parecer anormal?

—Creo… que también he sentido miedo. Cuando el duque hablaba del ataque de los Demonios. El terror es muy parecido al dolor, pero transmite una sensación diferente y creí sentir algo como… no sé. ¿Emoción? ¿O anticipación? —Fruncí el ceño— Esas dos cosas son más o menos lo mismo, supongo. En cierto modo, al…

—¿Sientes algo ahora?

Se volvió hacia mí, con un vaso de lo que supuse que quizás fuera jerez en la mano. Parpadeé desde detrás del velo.

—¿Quiere que use mi don con usted? —La duquesa asintió— Creí que…

—No importa lo que hayas creído —me interrumpió. Me puse tensa— Quiero que uses tu don ahora y me digas qué sientes, si es que sientes algo.

A pesar de encontrar su petición más que extraña, hice lo que me pedía. Abrí mis sentidos y noté cómo la cuerda se tendía entre nosotras y… y conectaba con nada excepto una inmensa vaciedad. Un escalofrío recorrió mi piel.

—¿Notas algo, Sakura?

Cerré la conexión y negué con la cabeza.

—No siento nada, Excelencia.

La duquesa soltó el aire de golpe por la nariz y luego se bebió su copa de un impresionante trago. Abrí los ojos como platos mientras mi mente procesaba su reacción a toda velocidad. Era casi como si… esperara que sintiera algo de ella, aunque jamás había podido. No creía que fuera a poder jamás.

—Bien —murmuró. Sus faldas se enroscaron en torno a sus tobillos cuando se giró hacia el armario. Dejó el vaso.

—Me preguntaba si de verdad estaba sintiendo algo o…

Me callé cuando se volvió hacia mí.

—Creo que tu don está… madurando —dijo. Se acercó a mí. La brillante luz en lo alto centelleó sobre el anillo de obsidiana que llevaba en el dedo cuando agarró el respaldo de la silla— Tiene sentido que ocurra a medida que te aproximas a tu Ascensión.

—O sea que… ¿es normal?

Chasqueó la lengua contra el velo del paladar. Por un instante dio la impresión de que iba a decir algo, pero entonces cambió de opinión.

—Sí, eso creo, pero… no le diría nada a Su Excelencia al respecto.

La tensión se apoderó de mis hombros ante la advertencia apenas velada. Nunca estaba segura de si la duquesa conocía las… predilecciones de su marido. No podía imaginar cómo podía ignorarlas por completo, pero había una parte de mí que deseaba que así fuera. Porque si lo sabía y no hacía nada por impedirlo, ¿no la ponía eso al mismo nivel? Aunque, en realidad, ni siquiera sabía si estaba siendo justa con ella. Solo porque fuese una Ascendida no quería decir que tuviese algún poder sobre su marido.

—Eso le… recordaría a la primera Doncella —susurró.

Sorprendida, levanté la vista hacia ella. No había esperado que sacara el tema de la primera Doncella, la anterior a mí. La única otra Doncella que conocía.

—¿Esto… le ocurrió también a la Doncella anterior?

—Así es —Sus nudillos empezaron a ponerse blancos y yo asentí. Solo había habido dos Doncellas elegidas por los dioses— ¿Qué sabes de la primera Doncella?

—Nada —admití— No sé su nombre y ni siquiera cuándo vivió.

Ni lo que le sucedió tras su Ascensión. Ni por qué importaba si el desarrollo de mi don se la recordaba o no al duque.

—Hay una razón para ello —¿Ah, sí? La sacerdotisa Analia jamás me había dicho nada al respecto. Hacía caso omiso de mis preguntas sobre ella o sobre mi Ascensión— No hablamos de la primera Doncella, Sakura —continuó— No es solo que elijamos no hacerlo. Es que no podemos.

—¿Los dioses… lo prohíben? —sospeché.

La duquesa asintió y sus ojos parecieron penetrar en mi velo.

—Voy a romper esa regla, solo por esta vez, y rezo por que los dioses me perdonen. Pero te voy a decir esto con la esperanza de que tu futuro no acabe del mismo modo que el de la primera Doncella —Empezaba a tener un pálpito muy malo de hacia dónde iba esto— No hablamos de ella. Nunca. Su nombre es indigno de nuestros labios y del mero aire que respiramos. Si fuese posible, haría que su nombre y su historia fueran eliminados por completo.

La silla crujió bajo la mano de la duquesa de Teerman. El ruido me sobresaltó y casi se me para el corazón en el pecho.

—¿Los… los dioses la encontraron indigna?

—Por algún pequeño milagro, no fue así, pero eso no significa que fuera digna —Si no la habían encontrado indigna, ¿por qué no se hablaba de ella nunca? No podía haber sido tan mala, si no la encontraron indigna— Al final, su dignidad no importó —La duquesa de Teerman levantó los dedos. La silla estaba mellada, astillada— Sus acciones la pusieron en un camino que acabó con su muerte. La mató el Señor Oscuro.

—«Después de años de destrucción que había diezmado ciudades enteras, dejando el campo y los pueblos destrozados y terminando con cientos de miles de vidas, el mundo estaba al borde del caos cuando, la víspera de la Batalla de los Huesos Rotos, Zetsu Solis de las Islas Vodina reunió sus fuerzas a las puertas de la ciudad de Pompay, el último bastión atlantiano» —Me aclaré la garganta, muy incómoda. No solo era esa la oración más larga de la historia del hombre, sino que siempre odiaba leer en voz alta, y aún más cuando tenía a Indra de espectador. No lo había mirado ni una sola vez desde que había empezado a leer, pero aun así, estaba casi convencida de que hacía todo lo que estaba en su mano por permanecer alerta y no aburrirse tanto como para dormirse de pie— «Que se asentaba al pie de las montañas Skotos…».

—Skotos —interrumpió la sacerdotisa Analia— Se pronuncia Skotis. Sabes cómo se pronuncia, Doncella. Hazlo bien.

Apreté los dedos sobre la cubierta de cuero. La historia de la Guerra de los Dos Reyes y el reino de Solis tenía más de mil páginas y, todas las semanas, me obligaban a leer varios capítulos durante mis sesiones con la sacerdotisa. Lo más probable era que hubiese leído el tomo entero en voz alta más de una docena de veces, y hubiese jurado que, cada vez, la sacerdotisa cambiaba la forma en que se pronunciaba Skotos.

No lo dije. En lugar de eso, respiré hondo e intenté ignorar el casi irreprimible deseo de tirarle el libro a la cara. Algo de daño haría. Era muy probable que le rompiera la nariz. La imagen de la sacerdotisa con las manos sobre el rostro ensangrentado me produjo una inquietante cantidad de placer.

Reprimí un bostezo mientras me concentraba en el texto. Había pasado la mayor parte de la noche despierta, pensando en lo que me había dicho la duquesa, así que había dormido poco. Y como le había dicho a Yamato, había obtenido pocas respuestas. Aunque había sido un alivio saber que lo que estaba ocurriendo no era culpa de que mi mente estuviese conjurando cosas raras. Mis habilidades estaban madurando, significara lo que significare. La duquesa no había querido hablar más del tema. Así que, aunque sabía que lo que pasaba era algo normal, también me había enterado de que la Doncella había hecho algo que había propiciado su interacción con el Señor Oscuro, que la había matado… Eso no es que fuese demasiado tranquilizador, la verdad. Tampoco lo era la idea de que la primera Doncella estuviera conectada al duque de algún modo. ¿Sería por eso que me trataba como lo hacía? A lo mejor no tenía nada que ver con mi madre, después de todo.

Aspiré una temblorosa bocanada de aire.

—«Que se asentaba al pie de las montañas Skotis…».

—En realidad, se pronuncia Skotos —llegó la interrupción desde el rincón de la habitación.

Abrí los ojos como platos detrás del velo y miré a Indra. Su rostro, desprovisto de expresión alguna. Miré de reojo a la sacerdotisa, que estaba sentada frente a mí en una banqueta de madera tan dura como la mía. No tenía ni idea de cuántos años tenía la sacerdotisa. No llevaba maquillaje, tampoco tenía arrugas, pero calculaba que quizás estaría al final de su tercera década de vida. No había hebras grises en su pelo castaño, recogido en un tenso moño bajo. Su peinado hacía que su cara me recordase a los halcones que a veces veía posados en los lugares más altos de los Jardines de la Reina. Una informe túnica roja la cubría desde justo debajo del cuello hasta los pies y solo dejaba sus manos a la vista.

Jamás la había visto sonreír. Y desde luego que no sonreía ahora que había girado la cabeza para mirar a Indra.

—¿Y tú cómo lo sabes? —Su tono rezumaba desdén, como si fuese ácido.

—Mi familia es originaria de las tierras de labor cercanas a Pompay, antes de que la zona fuese destruida y se convirtiera en las Tierras Baldías que conocemos hoy en día —explicó— Mi familia y otros de la zona siempre han pronunciado el nombre de esa cordillera como lo dijo la Doncella la primera vez —Hizo una pausa— El idioma y el acento de los oriundos del lejano oeste puede ser difícil… de dominar. La Doncella, sin embargo, no parece caer en ese grupo.

Estaba segura de que mis ojos estaban a punto de salirse de sus órbitas en respuesta al evidente insulto. Me mordí el labio para evitar sonreír. Los hombros de la sacerdotisa Analia, ya tiesos de por sí, se echaron hacia atrás mientras miraba a Indra furibunda. Casi podía ver el humo saliendo por sus orejas.

—No sabía que hubiese pedido tu opinión —escupió, su tono tan fulminante como su mirada.

—Mis disculpas.

Indra inclinó la cabeza en sumisión, pero fue un intento muy poco exitoso, pues sus ojos oscuros prácticamente bailaban de la diversión. La sacerdotisa asintió.

—Disculpas…

—Era solo que no quería que la Doncella sonara ignorante si en algún momento surgiera una conversación sobre las montañas Skotos —insistió. Oh, por todos los dioses— Pero permaneceré en silencio de ahora en adelante —continuó Indra— Por favor, continúa, Doncella. Tienes una voz tan bonita cuando lees en alto que incluso yo me siento cautivado por la historia de Solis.

Me entraron ganas de reír. Se acumulaban en mi garganta y amenazaban con liberarse de golpe, pero no podía permitírmelo. Aflojé un poco las manos sobre los bordes del libro.

—«Que se asentaba al pie de las montañas Skotos, los dioses por fin habían elegido un bando». —Cuando la sacerdotisa no dijo nada, continué— «Jiraya, el rey de los dioses, y su hijo Theon, el dios de la guerra, se aparecieron ante Zetsu y su ejército. Los dioses habían perdido la confianza en los atlantianos y su antinatural sed de sangre y poder, por lo que buscaban ahora ayudar a terminar con la crueldad y la opresión que habían asolado estas tierras bajo el yugo de Atlantia». —Tomé aire— «Zetsu Solis y su ejército eran valientes, pero Jiraya, en su sabiduría, vio que no podían derrotar a los atlantianos, que habían adquirido una fuerza similar a la de un dios con la sangría de personas inocentes…».

—Mataron a cientos de miles durante su reinado. Sangría es una descripción suave de lo que hicieron en realidad. Mordían a la gente —especificó la sacerdotisa Analia y, cuando levanté la vista hacia ella, vi un extraño brillo en sus ojos castaños oscuros— Bebían su sangre y se emborrachaban de poder… de fuerza y de algo cercano a la inmortalidad. Y los que no morían, se convertían en la pestilencia que conocemos hoy en día como los Demonios. Nuestros amados reyes plantaron cara con valentía a esos monstruos y estuvieron dispuestos a morir para derrocarlos. —Asentí. Se le estaban poniendo los dedos rosas de lo fuerte que apretaba los puños, aun apoyados en el regazo— Continúa.

No me atreví a mirar a Indra.

—«Puesto que no quería ver fracasar a Zetsu de las Islas Vodina, Jiraya impartió la primera Bendición de los dioses, en la que compartió con Zetsu y su ejército la sangre de los dioses» —Me estremecí. Ese también era un término suave para beber la sangre de los dioses— «Alentados por la fuerza y el poder, Zetsu de las Islas Vodina y su ejército pudieron derrotar a los atlantianos en la Batalla de los Huesos Rotos, mediante la cual pusieron fin a ese reino corrupto y miserable».

Empecé a pasar la página. Sabía que el siguiente capítulo hablaba de la Ascensión de la reina y la construcción del primer Adarve.

—¿Por qué? —preguntó la sacerdotisa.

Confusa, la miré.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué acabas de estremecerte cuando has leído la parte sobre la Bendición?

No me había dado cuenta de que mi reacción había sido tan evidente.

—Yo…

No sabía qué decir que no irritara a la sacerdotisa y la impulsase a ir corriendo a contárselo al duque.

—Parecías perturbada —señaló, su tono un poco más suave. Sabía bien que no debía fiarme de eso— ¿Qué tiene la Bendición que pueda afectarte tanto?

—No estoy perturbada. La Bendición es un honor…

—Pero te estremeciste —insistió— A menos que encuentres el acto de la Bendición placentero, ¿no debería asumir que te perturba?

¿Placentero? Me puse roja como un tomate y agradecí llevar el velo.

—Es solo que… la Bendición parece ser parecida a la forma en que los atlantianos se volvieron tan poderosos. Ellos bebían la sangre de los inocentes y los Ascendidos beben la sangre de los dioses…

—¿Cómo te atreves a comparar la Ascensión con lo que han hecho los atlantianos? —La sacerdotisa se movió a toda velocidad. Se inclinó hacia delante y me agarró la barbilla entre los dedos— No es lo mismo. A lo mejor es que te has aficionado a la vara y buscas a propósito decepcionarme no solo a mí sino también al duque.

En el instante en que su piel tocó la mía, cerré mis sentidos a cal y canto. No quería saber si la mujer sentía dolor ni ninguna otra cosa.

—No he dicho que lo fuera —me defendí. Vi a Indra dar un paso al frente y tragué saliva— Solo que me recordaba a…

—El hecho de que incluyas esas dos cosas en el mismo pensamiento me preocupa mucho, Doncella. Los atlantianos tomaron algo que no les habían dado. Durante la Ascensión, los dioses ofrecen su sangre libremente —Sus dedos se apretaron, rayando en un agarre doloroso. Mi don se estiró contra mi piel, casi como si quisiera que lo utilizara— Esto no es algo que debería de tener que explicarle al futuro del reino, al legado de los Ascendidos.

Desde que tenía uso de razón, todo el mundo decía eso, incluso Yamato, y me ponía de los nervios y pesaba como una losa sobre mis hombros.

—¿El futuro de todo el reino reside en el hecho de que me entreguen a los dioses en mi cumpleaños número diecinueve? —Los labios de la sacerdotisa, ya finos de por sí, se volvieron casi inexistentes— ¿Qué pasaría si no Ascendiera? —pregunté, pensando en la primera Doncella. No había sonado como que ella hubiese Ascendido y todo el mundo seguía aquí— ¿Cómo impediría eso que los demás Ascendieran? ¿Se negarían los dioses a entregar su sangre con tanta libertad…?

Contuve el aire de pronto cuando la sacerdotisa echó la mano atrás. No sería la primera vez que me diera una bofetada, pero esta vez, el doloroso impacto no llegó. Indra se había movido tan deprisa que ni siquiera lo había visto salir del rincón. Ahora, sin embargo, sujetaba la muñeca de la sacerdotisa en su mano cerrada.

—Retire los dedos de la barbilla de la Doncella. Ahora.

Los ojos de la sacerdotisa Analia se habían abierto de par en par mientras levantaba la vista hacia Indra.

—¿Cómo te atreves a tocarme?

—¿Cómo se atreve usted a poner un solo dedo sobre la Doncella? —Apretó la mandíbula mientras fulminaba a la mujer con la mirada— Tal vez no me haya expresado con la suficiente claridad. Retire la mano de la Doncella, o asumiré que intenta hacerle daño y tendré que actuar en consecuencia. Y le puedo asegurar que el hecho de que yo la toque será la menor de sus preocupaciones.

Podría haber dejado de respirar mientras los observaba. Nadie había intervenido jamás durante una de las invectivas de la sacerdotisa. Matsuri no podía. De haberlo hecho, se enfrentaría a algo mucho peor, así que nunca lo esperaría de ella ni lo querría. Kankuro había mirado hacia otro lado a menudo, igual que Hannes. Ni siquiera Yamato había sido nunca tan descarado. Él solía encontrar una manera de interrumpir, de evitar que la situación empeorara, pero me habían dado más de una bofetada en su presencia y no había habido nada que él pudiese hacer. Pero ahí estaba Indra ahora. Se había interpuesto entre nosotros, claramente dispuesto a cumplir su amenaza. Y aunque sabía que lo más probable era que tendría que pagar por esto más tarde, igual que él, tenía unas ganas inmensas de levantarme de un salto y abrazarlo. No porque me hubiera protegido; de hecho, había recibido golpes más fuertes de ramas sueltas paseando por la Arboleda de los Deseos. Había una razón mucho más superficial. Ver cómo se esfumaba la habitual petulancia de la sacerdotisa bajo el peso de la sorpresa y ser testigo de la forma en que su boca colgaba laxa y sus mejillas se coloreaban de rojo fue casi tan satisfactorio como tirarle el libro a la cara.

Temblando de rabia, soltó mi barbilla y se echó hacia atrás. Indra soltó su muñeca pero se quedó ahí de pie. El pecho de la sacerdotisa subía y bajaba debajo de la túnica mientras apoyaba ambas manos planas sobre sus piernas. Giró la cabeza hacia mí.

—El mero hecho de que menciones siquiera algo así demuestra que no tienes ningún respeto por el honor que se te ha conferido. Aunque cuando acudas a los dioses, te tratarán con el mismo respeto que has mostrado hoy aquí.

—¿Y eso qué significa? —pregunté.

—Esta sesión ha terminado —fue toda su respuesta. Se levantó de su asiento— Tengo demasiadas cosas que hacer. Solo quedan dos días para el Rito y no tengo tiempo que malgastar con alguien tan indigno como tú.

Vi a Indra entornar los ojos, así que me levanté, dejé el libro en la banqueta y hablé antes de que pudiera hacerlo él.

—Estoy lista para regresar a mis aposentos —le dije. Luego asentí en dirección a la sacerdotisa— Buen día.

La sacerdotisa no respondió, así que me encaminé hacia la puerta, aliviada de ver que Indra echaba a andar detrás de mí. Esperé a estar a mitad del salón de banquetes antes de hablar.

—No debiste hacer eso —le dije.

—¿Debí dejar que te pegara? ¿En qué mundo hubiese sido aceptable algo así?

—En un mundo en el que acabas castigado por algo que ni siquiera hubiese dolido.

—No me importa si pega como un ratoncito, este mundo está jodido si alguien encuentra que eso es aceptable.

Abrí los ojos como platos y me paré para mirarlo. Sus ojos parecían esquirlas de ámbar, su mandíbula igual de dura.

—¿Merece la pena perder tu puesto y ser condenado al ostracismo por ello?

—Si tienes que hacer esa pregunta —masculló, sus ojos echaban chipas— entonces es que no me conoces en absoluto.

—Es que apenas te conozco —susurré, irritada por el escozor que me habían dejado sus palabras.

—Bueno, pues ahora sabes que jamás me quedaré a un lado mientras alguien te pega, a ti o a otra persona, sin ningún motivo aparte de que crea que puede —replicó, indignado.

Empecé a decirle que estaba siendo ridículo y no quería ver la realidad, pero no estaba siendo ridículo. Este mundo en el que vivíamos era un desastre y los dioses sabían que no era la primera vez que lo pensaba. Aunque jamás lo había visto con semejante claridad.

En silencio, di media vuelta y retomé mi camino. Indra se puso justo a mi lado. Pasaron varios segundos.

—No es que esté conforme con cómo me trata. Me había costado un mundo no tirarle el libro a la cabeza.

—Ojalá lo hubieras hecho.

Casi me echo a reír.

—Si lo hubiese hecho, habría informado de ello. Supongo que presentará un informe sobre ti.

—¿Al duque? Que lo haga —Se encogió de hombros— No creo que el duque esté de acuerdo con que ella te pegue.

—No conoces al duque —le dije, con un bufido de desdén.

—¿Qué quieres decir?

—Que lo más probable es que aplaudiera —comenté— Comparten una falta de control cuando de su temperamento se trata.

—El duque te ha pegado —afirmó Indra— ¿Eso es lo que quiso decir esa arpía cuando comentó que te habías aficionado a la vara? —Me agarró del brazo y me obligó a girarme hacia él— ¿Te ha pegado con una vara?

La incredulidad y la ira llenaron esos ojos dorados y me provocaron un escalofrío de desasosiego. Oh, por todos los dioses. Al darme cuenta de lo que acababa de admitir, sentí cómo toda la sangre abandonaba mi cara y luego volvía a anegarla a toda velocidad. Tiré de mi brazo y Indra me soltó.

—Yo no he dicho eso.

Indra tenía la vista clavada al frente, la mandíbula apretada.

—¿Qué estabas diciendo?

—So… solo que es más probable que el duque te castigue a ti que a la sacerdotisa. No tengo ni idea de a qué se refería con lo de la vara —continué, las palabras atropelladas— A veces dice cosas que no tienen ningún sentido.

Indra bajó la vista hacia mí, sus pestañas se entrecerraron.

—Entonces, debo de haber malinterpretado lo que has dicho.

Asentí, aliviada.

—Sí. Además, no quiero que te metas en un lío.

—¿Y qué pasará contigo?

—Estaré bien —me apresuré a decir, y empecé a caminar de nuevo, consciente de las miradas furtivas de los sirvientes con los que nos cruzábamos— El duque solo… me soltará un sermón, lo convertirá en una lección, pero tú…

—Yo nada —me cortó, tajante, aunque yo no estaba tan segura— ¿La sacerdotisa siempre se porta así?

—Sí —confirmé con un suspiro.

—Parece una… —Hizo una pausa y lo miré de reojo. Tenía los labios fruncidos— Una zorra. No es algo que diga a menudo, pero lo digo ahora. Con orgullo.

Casi me atraganto con mi propia risa. Tuve que apartar la mirada.

—Sí… es algo así. Y siempre se muestra decepcionada por mi… compromiso en cuanto a lo de ser la Doncella.

—Exactamente, ¿cómo se supone que debes demostrar que lo eres? —preguntó— Mejor aún, ¿con qué se supone que estás comprometida?

En ese momento, casi me abalanzo sobre él y le doy un gran abrazo. No lo hice porque sería sumamente inapropiado. En vez de eso, le dediqué un comedido gesto afirmativo.

—No estoy del todo segura. Tampoco es como si estuviera intentando huir o escapar de mi Ascensión.

—¿Lo harías?

—Curiosa pregunta —musité, mi corazón todavía acelerado por lo que casi había revelado.

—Lo decía en serio.

Mi corazón dio una sacudida dentro de mi pecho. Me detuve en el estrecho pasillo y me acerqué a una de las ventanas que daba al patio. Levanté la vista hacia Indra y todo lo que vi en él indicaba que era, de hecho, una pregunta genuina.

—No puedo creer que me preguntes eso.

—¿Por qué? —Se detuvo detrás de mí.

—Porque no podría hacerlo —le dije— No lo haría.

—Me da la impresión de que este honor que te ha sido concedido viene con muy pocos beneficios. No se te permite mostrar el rostro, ni viajar a ninguna parte fuera del recinto del castillo. Ni siquiera parecías sorprendida cuando la sacerdotisa hizo ademán de pegarte. Eso me lleva a creer que es algo bastante habitual —comentó, sus cejas como cortes oscuros por encima de sus ojos— No se te permite hablar con casi nadie y la gente tiene prohibido dirigirse a ti. Pasas la mayor parte del día encerrada en tu habitación, con tu libertad coartada. Todos los derechos que tienen los demás son privilegios para ti, recompensas que parece imposible que puedas ganar.

Abrí la boca, pero no supe qué decir. Acababa de destacar todo lo que no tenía y lo había dejado dolorosamente claro. Aparté la mirada.

—Así que no me sorprendería si de verdad trataras de huir de este honor —concluyó.

—¿Me lo impedirías si lo intentara? —pregunté.

—¿Lo haría Yamato?

Fruncí el ceño. Ni siquiera estaba segura de querer saber por qué me preguntaba eso, pero contesté con sinceridad de todos modos.

—Sé que Yamato se preocupa por mí. Es como… es como supongo que hubiese sido mi padre si siguiese con vida. Y yo soy como la hija de Yamato, que jamás consiguió respirar una bocanada de aire. Pero él sí me lo impediría —Indra no dijo nada— Entonces, ¿lo harías tú? —repetí.

—Creo que sentiría demasiada curiosidad por saber cómo planeabas escapar para impedírtelo.

Tosí una risa corta.

—¿Sabes? Eso me lo creo.

—¿Informará sobre ti al duque? —preguntó Indra después de un momento.

Sentí una insistente presión en el pecho al mirarlo; él miraba por la ventana.

—¿Por qué lo preguntas?

—¿Lo hará? —insistió.

—Es probable que no —mentí, con demasiada facilidad. Lo más seguro era que la sacerdotisa hubiese ido directa a ver al duque— Está demasiado ocupada con el Rito. Todo el mundo lo está.

Igual que el duque, así que a lo mejor tenía suerte y pasaban unos días entre ahora y el momento en que, inevitablemente, me hiciera llamar. Con suerte, eso también significaría que Indra quizás se librara. Si lo retiraran de su puesto, era poco probable que volviera a verlo en la vida. La tristeza que esa idea me produjo indicó que hacía tiempo que era hora de cambiar de tema.

—Jamás he asistido a un Rito.

—¿Y nunca te has colado en uno?

—Me ofende que sugieras siquiera algo así —dije, con cara de inocente.

Indra se rio entre dientes.

—Qué raro que se me ocurriera que tú, que tienes un largo historial de desobediencias, pudieses hacer tal cosa —Sonreí— Para ser sincero, no te has perdido gran cosa. Se habla mucho, todo el mundo llora y se bebe demasiado —Deslizó los ojos hacia los míos— Es después del Rito cuando las cosas pueden ponerse… interesantes. Ya sabes.

—No, no lo sé —le recordé, aunque tenía alguna idea de lo que hablaba.

Matsuri me había contado que una vez que se completaba el Rito y las institutrices y los secretarios se llevaban a los nuevos lores y damas en espera, y los sacerdotes se marchaban con los terceros hijos e hijas, la celebración cambiaba. Se volvía más… frenética y salvaje. O al menos eso es lo que había interpretado del relato de Matsuri. Aunque parecía muy extraño imaginar a los Ascendidos involucrados en algo semejante. Eran siempre tan… fríos.

—Pero sí sabes lo fácil que es ser tú misma cuando llevas una máscara —Su voz sonó grave y no había apartado los ojos de los míos— Cómo cualquier cosa que quieras se vuelve factible cuando puedes fingir que nadie sabe quién eres.

Un intenso calor subió por mis mejillas. Sí, lo sabía bien, y qué amable era él al recordármelo.

—No deberías sacar ese tema.

—No hay nadie cerca para oírnos —comentó, tras ladear la cabeza.

—No importa. No… no deberíamos hablar de eso.

—¿Nunca?

Empecé a decir que sí, pero algo me lo impidió. Aparté la mirada. Al otro lado de la ventana, las budelias moradas ondeaban con suavidad bajo la brisa. Indra se quedó callado unos instantes.

—¿Quieres regresar a tus aposentos? —preguntó al fin. Sacudí la cabeza.

—No especialmente.

—¿Preferirías salir?

—¿Crees que sería seguro?

—Entre tú y yo, creo que sí.

Las comisuras de mis labios se curvaron hacia arriba. Me gustó que me hubiera incluido en su comentario, reconociendo que podía defenderme sola.

—Antes me encantaba el jardín. Era el único sitio donde, no sé, mi cabeza estaba tranquila y podía limitarme a ser. No pensaba ni me preocupaba… por nada. Lo encontraba muy pacífico.

—Pero ¿ya no?

—No —susurré— Ya no. Es raro cómo nadie habla de Kankuro o de Malessa. Es casi como si no hubiesen existido nunca.

—A veces, recordar a los que han muerto significa tener que enfrentarte a tu propia mortalidad —comentó.

—¿Crees que a los Ascendidos les incomoda la idea de la muerte?

—Incluso a ellos, sí —respondió— Tal vez sean como dioses, pero se los puede matar. Pueden morir.

Ninguno de los dos habló durante varios minutos. Unos cuantos sirvientes y otras personas pasaron por detrás de nosotros. Varias damas en espera se habían detenido y fingían contemplar el jardín mientras charlaban sobre el Rito, pero yo sabía que rondaban cerca de donde estábamos no debido a las preciosas flores ni a la exuberante vegetación, y tampoco por lo raro que era verme a mí, sino a causa del apuesto hombre que estaba a mi lado. Él no parecía darse ni cuenta y, aunque mantuve la vista al frente, aún notaba su mirada sobre mí cada par de segundos. Al cabo de un rato, una de las institutrices apareció para espantar a las damas y nos quedamos solos una vez más.

—¿Estás nerviosa por asistir al Rito?

—Curiosa, más bien —reconocí. Ya solo quedaban dos días.

—Yo siento curiosidad por verte a ti.

Entreabrí los labios al ahogar una suave exclamación. No me atreví a mirarlo. Si lo hacía, temía que haría algo de una estupidez increíble. Algo que la primera Doncella quizás hubiese hecho y que había propiciado que la duquesa sintiese que era indigna.

—Irás sin velo.

—Sí —Tampoco tendría que ir vestida de blanco. Sería casi como ir a la Perla Roja, porque podría mezclarme con la gente y nadie sabría quién era… qué era— Pero llevaré antifaz.

—Prefiero esa versión de ti —señaló.

—¿La versión enmascarada de mí misma? —pregunté.

Supuse que estaba pensando en el tiempo que estuvimos juntos en la Perla Roja.

—¿Quieres que sea sincero? —Su voz sonaba más cercana y cuando respiré hondo otra vez, el aroma a cuero y pino me envolvió— Prefiero la versión de ti que no lleva antifaz ni velo.

Abrí la boca, pero como empezaba a ser costumbre en lo tocante a Indra, no supe qué decir. Me daba la sensación de que debía desalentar ese tipo de declaraciones, pero las palabras se negaban a salir a la superficie, igual que habían hecho antes. Así que hice lo único que se me ocurrió: cambié de tema.

—Antes has dicho que tu padre era granjero —Me aclaré la garganta— ¿Tienes hermanos? ¿Algún lord en espera en la familia? ¿Una hermana? O… —Seguí parloteando— En mi caso, solo está Sasori. Quiero decir, solo tengo un hermano. Estoy impaciente por verlo otra vez. Lo echo de menos.

Indra se quedó callado tanto tiempo que tuve que mirar para asegurarme de que seguía ahí y seguía respirando. Así era. Ambas cosas. Bajó la vista hacia mí, sus ojos oscuros fríos de pronto.

—Tenía un hermano.

—¿Tenías?

Mis sentidos se estiraron y ni siquiera tuve la oportunidad de controlarlos. Me abrí a él y bloqueé las piernas para impedirme dar un paso atrás. No sentí nada raro, pero sí sentí la aflicción de Indra, el gélido dolor que golpeó mi piel. Era más agudo. De ahí es de donde provenía su dolor. Había perdido a un hermano.

Reaccioné sin plantearme lo que pensaría él y sin tener en cuenta que no estábamos solos. Fue un impulso irreprimible, como si mi propio don me dominase. Toqué su mano con la mía y le di un apretoncito con la esperanza de que pareciese un gesto de compasión.

—Lo siento —dije, y pensé en playas cálidas y aire salado. Esos pensamientos cambiaron enseguida a cómo me había sentido cuando Indra me había besado.

Las tensas líneas del rostro de Indra se suavizaron mientras miraba por la ventana. Parpadeó, no una vez, sino dos.

Separé mis dedos de los suyos y crucé las manos, rezando por que no se hubiese dado cuenta de que había hecho algo. Sin embargo, se quedó ahí de pie, como si un hechizo lo hubiese paralizado. Levanté las cejas.

—¿Estás bien?

Parpadeó de nuevo. Esta vez, se rio con suavidad.

—Sí. Es solo… que acabo de tener una sensación de lo más extraña.

—¿Ah, sí? —Lo observé con atención.

Indra asintió mientras se frotaba el pecho con la palma de la mano.

—Ni siquiera sé cómo explicarla.

Empecé a preocuparme de haber hecho algo aparte de aliviar su dolor. El qué, no estaba segura, pero si mis dones estaban evolucionando, cualquier cosa era posible. Estiré mis sentidos una vez más y todo lo que sentí en respuesta fue calor.

—¿Es una sensación mala? ¿Vamos a buscar a un curandero?

—No. No, para nada —La risa de Indra fue más fuerte entonces, menos dubitativa. Sus ojos, ahora como miel fundida, se cruzaron con los míos— Por cierto, mi hermano no está muerto. Así que no hay necesidad de compasión.

Fue mi turno de parpadear repetidas veces.

—¿Oh? Pensé… —Dejé la frase sin terminar.

—¿Estás segura de que no quieres dar una vuelta por el jardín?

Pensé que ya era hora de que me encerrara bajo llave antes de cometer otra imprudencia más, así que sacudí la cabeza.

—Creo que prefiero volver a mi habitación.

Indra vaciló un instante, pero luego asintió. Ninguno de los dos habló durante el trayecto. Daba la impresión de que Indra estaba intentando averiguar por qué se sentía… más feliz, más ligero. Y yo me dediqué a preguntarme qué sería lo que había pasado con su hermano para causar ese tipo de reacción, sobre todo si su hermano seguía con vida.